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ArribaAbajoOjeada retrospectiva

Sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año 376


A Avellaneda, Álvarez, Acha, Lavalle, Maza, Varela7, Berón de Astrada, y en su nombre a todos los mártires de la Patria.

¡Mártires sublimes! A vosotros dedico estas páginas inspiradas por el amor a la Patria, única ofrenda que puedo hacerla en el destierro; quiero engrandecerlas, santificarlas estampando al frente de ellas vuestro venerable nombre.

Envidio vuestro destino. Yo he gastado la vida en los combates estériles del alma convulsionada por el dolor, la duda y la decepción; vosotros se la disteis toda entera a la Patria.

Conquistasteis la palma del martirio, la corona imperecedera muriendo por ella, y estaréis ahora gozando en recompensa de una vida toda de espíritu, y de amor inefable.

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¡Oh Avellaneda! Primogénito de la gloria entre la generación de tu tiempo: tus verdugos al clavar en la picota de infamia tu cabeza sublime, no imaginaron que la levantaban más alto que ninguna de las que cayeron por la Patria. No pensaron que desde allí hablaría a las generaciones futuras del Plata, porque la tradición contará de padres a hijos que la oyeron desfigurada y sangrienta articular libertad, fraternidad, igualdad, con voz que horripilaba a los tiranos.

¡Oh Álvarez! Tú eras también como Avellaneda hermano nuestro en creencias, y caíste en Angaco por ellas: diste tu vida en holocausto a la victoria, que traicionó después al héroe de aquella jornada, a Acha, el valiente de los valientes, el tipo del soldado argentino. Pero fue mejor que cayeras; los verdugos se hubieran gozado de tu martirio, y encontrado también como para la cabeza de Acha, un clavo y una picota infame para la tuya.

Y tú, Lavalle, soldado ilustre en Chacabuco, Maipú, Pichincha, Río Bamba, Junín, Ayacucho, Ituzaingó; los Andes que saludaron tantas veces tu espada vencedora, hospedaron al fin tus huesos venerandos. Te abandonó la victoria cuando te vio el primero de los campeones de la Patria; te hirió el plomo de sus tiranos, y caíste por ella envuelto en tu manto de guerra.

Maza, tú también pertenecías a la generación nueva; su espíritu se había encarnado en ti para traducirse en acto. Debiste ser un héroe y el primer   —5→   ciudadano de tu patria, y sólo fuiste su más noble mártir. Vanamente el tirano puso en tortura tu alma de temple estoico, para arrancarte el nombre de los que conspiraban contigo; te lo llevaste al sepulcro.

¡Oh Varela! Como Avellaneda y Álvarez, tú no debiste ser soldado. Si no hubiera nacido un tirano en tu Patria, la ciencia y la reflexión habrían absorbido vuestras preciosas vidas. La traición del bárbaro enemigo te hirió cobardemente, y tus huesos están todavía en el desierto, pidiendo sepultura y religioso tributo.

Varela, Avellaneda, Álvarez; la espada y la pluma, el pensamiento y la acción se unían en vosotros para engendrar la vida: sois la gloria y el orgullo de la nueva generación.

Pago-Largo y Berón de Astrada; primera página sangrienta de la guerra de la generación argentina. Tu nombre, Astrada, está escrito en ella con caracteres indelebles.

A tu voz Corrientes se levantó como un solo hombre, para quedar con el bautismo de sangre de sus hijos santificado e indomable, y ser el primer pueblo de la República.

Desde el Paraná al Plata, desde el Plata a los Andes, desde los Andes al Chaco, corre el reguero de sangre de sus valientes; pero le quedan hijos y sangre, y ahí está de pie todavía más formidable que nunca desafiando al tirano argentino.

¿Qué pueblo como Corrientes en la historia de la humanidad? Un corazón y una cabeza que se producen   —6→   con nueva vida, como los miembros de la hidra bajo el hacha exterminadora.

Obra es ésa tuya, Berón: tu pueblo tiene en su mano los destinos de la República, y los siglos lo aclamarán Libertador.

¡Mártires sublimes de la Patria! Vosotros resumís la gloria de una década de combates por el triunfo del Dogma de Mayo; vuestros nombres representan los partidos que han dividido y dividen a los argentinos: desde la esfera de beatitud divina, donde habitáis como hermanos unidos en espíritu y amor fraternal, echad sobre ellos una mirada simpática, y rogad al Padre derrame en sus corazones la fraternidad y la concordia necesaria para la salvación de la Patria.

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Ojeada retrospectiva
Sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año 37

I

A fines de mayo del año de 1837 se propuso el que subscribe promover el establecimiento de una Asociación de jóvenes, que quisieran consagrarse a trabajar por la Patria.

La sociedad argentina entonces estaba dividida en dos facciones8 irreconciliables por sus odios como por sus tendencias, que se habían largo tiempo despedazado en los campos de batalla: la facción federal vencedora, que se apoyaba en las masas populares y era la expresión genuina de sus instintos semibárbaros y la facción unitaria, minoría vencida, con buenas tendencias, pero sin bases locales de criterio socialista, y algo antipática por sus arranques soberbios de exclusivismo y supremacía.

Había, entretanto, crecido, sin mezclarse en esas guerras fratricidas, ni participar de esos odios, en   —8→   el seno de esa sociedad una generación nueva, que por su edad, su educación, su posición debía aspirar y aspiraba a ocuparse de la cosa pública.

La situación de esa generación nueva en medio de ambas facciones era singular. Los federales la miraban con desconfianza y ojeriza, porque la hallaban poco dispuesta a aceptar su librea de vasallaje, la veían ojear libros y vestir frac, traje unitario ridiculizado y proscripto oficialmente por su Jefe, en las bacanales inmundas con que solemnizó su elevación al mando supremo. Los corifeos del partido unitario, asilados en Montevideo, con lástima y menosprecio, porque la creían federalizada, u ocupada solamente de frivolidades.

Esa generación nueva, empero, que unitarizaban los federales, y federalizaban los unitarios, y era rechazada a un tiempo del gremio de ambas facciones, no podía pertenecerles. Heredera legítima de la religión de la Patria, buscaba en vano en esas banderas enemigas el símbolo elocuente de esa religión. Su corazón virginal tuvo desde la cuna presentimientos y vagas revelaciones de ella. Su inteligencia joven, ávida de saber, ansiaba ver realizadas esas revelaciones para creer en la Patria y en su grandioso porvenir.

Los unitarios, sin embargo, habían dejado el rastro de una tradición progresista estampado en algunas instituciones benéficas, el recuerdo de una época, más fecunda en esperanzas efímeras que en realidades útiles; sofistas brillantes, habían aparecido   —9→   en el horizonte de la Patria, eran los vencidos, los proscriptos, los liberales, los que querían, en suma, un régimen constitucional para el país. La generación nueva, educada la mayor parte en escuelas fundadas por ellos, acostumbrada a mirarlos con veneración en su infancia, debía tenerles simpatía, o ser menos federal que unitaria. Así era; Rosas lo conocía bien, y procuraba humillarla marcándola con su estigma de sangre. No hay ejemplo que haya patrocinado a joven alguno de valor y esperanzas. Esa simpatía, empero, movimiento espontáneo del corazón, no tenía raíz alguna en la razón y el convencimiento.

La situación moral de esa juventud viril debía ser por lo mismo desesperante, inaudita. Los federales, satisfechos con el poder, habían llegado al colmo de sus ambiciones. Los unitarios en el destierro, fraguando intrigas obscuras, se alimentaban con esperanzas de una restauración imposible. La juventud aislada, desconocida en su país, débil, sin vínculo alguno que la uniese y la diese fuerza, se consumía en impotentes votos, y nada podía para sí, ni para la Patria. Tal era la situación.

II

El que suscribe, desconociendo la juventud de Buenos Aires por no haber estudiado en sus escuelas, comunicó el pensamiento de asociación que lo   —10→   preocupaba, a sus jóvenes amigos don Juan Bautista Alberdi y don Juan María Gutiérrez, quienes lo adoptaron al punto y se comprometieron a invitar lo más notable y mejor dispuesto de entre ella.

En efecto, el 23 de junio de 1837 por la noche, se reunieron en un vasto local, casi espontáneamente, de treinta a treinta y cinco jóvenes, manifestando en sus rostros curiosidad inquieta y regocijo entrañable. El que suscribe, después de bosquejar la situación moral de la juventud argentina, representada allí por sus órganos legítimos, manifestó la necesidad que tenía de asociarse para reconocerse y ser fuerte, fraternizando en pensamiento y acción. Leyó después las palabras simbólicas que encabezaban nuestro credo. Una explosión eléctrica de entusiasmo y regocijo saludó aquellas palabras de asociación y fraternidad; parecía que ellas eran la revelación elocuente de un pensamiento común, y resumían en un símbolo los deseos y esperanzas de aquella juventud varonil.

Inmediatamente se trató de instalar la Asociación. Por unánime voto cupo al que suscribe el honor de presidirla, y nos separamos dándonos un abrazo de fraternidad indisoluble.

Ahora, después de tantas decepciones y trabajos, nos gozamos en recordar aquella noche, la más bella de nuestra vida, porque ni antes ni después hemos sentido tan puras y entrañables emociones de patria.

La noche 8 de julio volvimos a reunirnos. El que suscribe presentó una fórmula de juramento parecida   —11→   a la de la Joven Italia; fue aprobada y quedó juramentada e instalada definitivamente la Asociación. Al otro día, 9 de julio, celebramos en un banquete su instalación, y la fiesta de la independencia patria.

Pero se trataba de ensanchar el círculo de la Asociación, de ramificarla por la campaña, donde quiera que hubiese patriotas; de reunir bajo una bandera de fraternidad y de patria, todas las opiniones, de trabajar, si era posible, en la fusión de los partidos, de promover la formación en las provincias de asociaciones motrices que obrasen de mancomún con la central de Buenos Aires, y de hacer todo esto con el sigilo y la prudencia que exigía la vigilancia de los esbirros de Rosas y de sus procónsules del interior.

Considerábamos que el país no estaba maduro para una revolución material, y que ésta, lejos de darnos patria, nos traería o una restauración (la peor de todas las revoluciones) o la anarquía, o el predominio de nuevos caudillos.

Creíamos que sólo sería útil una revolución moral que marcase un progreso en la regeneración de nuestra Patria.

Creíamos que antes de apelar a las armas para conseguir ese fin, era preciso difundir, por medio de una propaganda lenta pero incesante, las creencias fraternizadoras, reanimar en los corazones el sentimiento de la patria amortiguado por el desenfreno de la guerra civil y por los atentados de   —12→   la tiranía, y que sólo de ese modo se lograría derribarla sin derramamiento de sangre.

Creíamos indispensable, cuando llamábamos a todos los patriotas a alistarse bajo una bandera de fraternidad, igualdad y libertad para formar un partido nacional, hacerles comprender que no se trataba de personas, sino de patria y regeneración por medio de un dogma que conciliase todas las opiniones, todos los intereses, y los abrazase en su vasta y fraternal unidad.

Contábamos con resortes materiales y morales para establecer nuestra propaganda de un modo eficaz. En el ejército de Rosas había muchos jóvenes oficiales patriotas, ligados con vínculos de amistad a miembros de la Asociación. Estábamos seguros que gran número de hacendados ricos y de prestigio en la campaña de Buenos Aires abrazarían nuestra causa. En las provincias del interior pululaba una juventud bien dispuesta a confraternizar con nosotros. Todo nos prometía un éxito feliz; y a fe que la revolución del Sud, la de Maza, los sucesos de las provincias, probaron después que nuestra previsión era fundada y que existían inmensos elementos para realizar sin sangre, en momento oportuno, una revolución radical y regeneradora, tal cual la necesitaba el país. Todo eso se ha perdido; la Historia dirá por qué; no queremos nosotros decirlo.

La Asociación resolvió, por esto, a petición del que suscribe, nombrar una comisión que explicase del modo más sucinto y claro las palabras simbólicas.   —13→   La compusieron don Juan Bautista Alberdi, don Juan María Gutiérrez y el que suscribe. Después de conferenciar los tres, resolvieron los señores Gutiérrez y Alberdi encargar al que suscribe la redacción del trabajo, con el fin de que tuviese la uniformidad de estilo, de forma y método de exposición requerida en obras de esta clase.

En el intervalo se consideró y discutió el reglamento interno de la Asociación presentado por una comisión compuesta de los señores Thompson y Barros.

El que suscribe tuvo que hacer un viaje al sud de Buenos Aires, y presentó a la Asociación por conducto de su vicepresidente una carta y un programa.9 No bastaba reconocer y proclamar ciertos   —14→   principios; era preciso aplicarlos o buscar con la luz de su criterio la solución de las principales cuestiones prácticas que envolvía la organización futura del país; sin esto toda nuestra labor era aérea, porque la piedra de toque de las doctrinas sociales es la aplicación práctica. Con ese fin el que suscribe presentó el programa de trabajos, o mejor, de cuestiones   —15→   a resolver, que fue aprobado por la Asociación. Cada miembro escogió a su arbitrio una o dos cuestiones, y se comprometió a tratarlas y resolverlas del punto de vista práctico indicado arriba, con la obligación precisa, además, de hacer una reseña crítica de los antecedentes históricos que tuviese en el país el asunto que trataba, de extraer lo substancial   —16→   de ellos, y de fundar sobre esa base las teorías de mejora o de substitución convenientes.

Así nuestro trabajo se eslabonaba a la tradición, la tomábamos como punto de partida, no repudiábamos el legado de nuestros padres ni antecesores; antes al contrario adoptábamos como legítima herencia las tradiciones progresivas de la revolución de Mayo con la mira de perfeccionarlas o complementarlas. No hacíamos lo que han hecho las facciones personales entre nosotros; destruir lo obrado por su enemigo, desconocerlo, y aniquilar así la tradición, y con ella todo germen de progreso, toda luz de criterio para discernir racionalmente el caos de nuestra vida social.

Ese programa redactado deprisa, en vísperas de irme al campo, que creo el primero y único entre nosotros, contenía, sin embargo, entre otras, las siguientes cuestiones capitales: la cuestión de la prensa. La cuestión de la soberanía del pueblo, del sufragio y de la democracia representativa. La del asiento y distribución del impuesto. La del banco y papel moneda. La del crédito público. La de la industria pastoril y agrícola. La de la emigración. La cuestión de las municipalidades y organización de la campaña. La de la policía. La del ejército de línea y milicia nacional. Además, desentrañar el espíritu de la prensa periódica revolucionaria. Bosquejar nuestra historia militar y parlamentaria. Hacer un examen crítico y comparativo de todas las constituciones y estatutos, tanto provinciales como nacionales.   —17→   Determinar los caracteres de la verdadera gloria y qué es lo que constituye al grande hombre; asunto que diseñó a grandes rasgos el que suscribe en la redacción del dogma.

El punto de arranque, como decíamos entonces, para el deslinde de estas cuestiones debe ser nuestras leyes, nuestras costumbres, nuestro estado social; determinar primero lo que somos, y aplicando los principios, buscar lo que debemos ser, hacia qué punto debemos gradualmente encaminarnos. Mostrar enseguida la práctica de las naciones cultas cuyo estado social sea más análogo al nuestro y confrontar siempre los hechos con la teoría o la doctrina de los publicistas más adelantados. No salir del terreno práctico, no perderse en abstracciones; tener siempre clavado el ojo de la inteligencia en las entrañas de nuestra sociedad...

III

A los veinte días regresó el que suscribe del campo, y poco después presentó a sus compañeros la redacción que le habían encomendado. La aprobaron en todas sus partes, y se invirtió una noche en leerla ante la Asociación, entonces algo más numerosa que al principio. Después de su lectura, a petición del que suscribe, se resolvió considerar y discutir por partes el dogma, porque importaba que todos los miembros le diesen su asentimiento meditado y racional para que él no fuese sino la expresión formulada   —18→   del pensamiento de todos. Y lo era en efecto; sólo se vanagloria el que suscribe de haber sido, por fortuna, el intérprete y órgano de ese pensamiento, y tomado oportunamente la iniciativa de su manifestación solemne.

La redacción de esta obra presentaba en aquella época dificultades gravísimas. Como instrumento de propaganda, debía ser inteligible a todos.

En pequeño espacio, abarcar los fundamentos o principios de todo un sistema social.

La legitimidad de su origen, su condición de vida, vincularse en su unidad y en su nacionalidad.

Debía, en suma, ser un credo, una bandera y un programa.

Pero reducido a fórmulas precisas y dogmáticas, o a la forma de una declaración de principios ¿no hubiera sido ininteligible u obscuro para la mayor parte de nuestros lectores?

Se creyó por esto, mejor, formular y explicar racionalmente algunos puntos; no era para los doctores, que todo lo saben; era para el pueblo, para nuestro pueblo.

La palabra progreso no se había explicado entre nosotros. Pocos sospechaban que el progreso es la ley de desarrollo y el fin necesario de toda sociedad libre; y que Mayo fue la primera y grandiosa manifestación de que la sociedad argentina quería entrar en las vías del progreso.

Pero, cada pueblo, cada sociedad tiene sus leyes o condiciones peculiares de existencia, que resultan   —19→   de sus costumbres, de su historia, de su estado social, de sus necesidades físicas, intelectuales y morales, de la naturaleza misma del suelo donde la providencia quiso que habitase y viviese perpetuamente.

En que un pueblo camine al desarrollo y ejercicio de su actividad con arreglo a esas condiciones peculiares de su existencia, consiste el progreso normal, el verdadero progreso.

En Mayo el pueblo argentino empezó a existir como pueblo. Su condición de ser experimentó entonces una transformación repentina. Como esclavo, estaba fuera de la ley del progreso; como libre, entró rehabilitado en ella. Cada hombre, emancipado del vasallaje, pudo ejercer la plenitud del derecho individual y social. La sociedad por el hecho de esa transformación debió empezar y empezó a experimentar nuevas necesidades, y a desarrollar su actividad libre, a progresar conforme a la ley de la providencia.

Hacer obrar a un pueblo en contra de las condiciones peculiares de su ser como pueblo libre es malgastar su actividad, es desviarlo del progreso, encaminarlo al retroceso.

En conocer esas condiciones y utilizarlas consiste la ciencia y el tino práctico del verdadero estadista.

Nosotros creíamos que unitarios y federales desconociendo o violando las condiciones peculiares de ser del pueblo argentino, habían llegado con diversos procederes al mismo fin; al aniquilamiento de la actividad nacional: los unitarios sacándola de quicio y malgastando su energía en el vacío; los federales   —20→   sofocándola bajo el peso de un despotismo brutal; y unos y otros apelando a la guerra.

Creyendo esto, comprendíamos que era necesario trabajar por reanimar esa actividad y ponerla en la senda del verdadero progreso, mediante una organización que, si no imposibilitase la guerra, la hiciese al menos difícil.

El fundamento, pues, de nuestra doctrina resultaba de la condición peculiar de ser impuesta al pueblo argentino por la revolución de Mayo; el principio de unidad de nuestra teoría social del pensamiento de Mayo; la democracia.

No era ésta una invención (nada se inventa en política). Era una deducción lógica del estudio de lo pasado y una aplicación oportuna. Ése debió ser y fue nuestro punto de partida en la redacción del dogma.

Queríamos entonces como ahora la democracia como tradición, como principio y como institución.

La democracia como tradición, es Mayo, progreso continuo.

La democracia como principio, la fraternidad, la igualdad y la libertad.

La democracia como institución conservatriz del principio, el sufragio y la representación en el distrito municipal, en el departamento, en la provincia, en la república.

Queríamos, además, como instituciones emergentes, la democracia en la enseñanza, y por medio de ella en la familia; la democracia en la industria y   —21→   la propiedad raíz; en la distribución y retribución del trabajo; en el asiento y repartición del impuesto; en la organización de la milicia nacional; en el orden jerárquico de las capacidades; en suma, en todo el movimiento intelectual, moral y material de la sociedad argentina.

Queríamos que la vida social y civilizada saliese de las ciudades capitales, se desparramase por todo el país, tomase asiento en los lugares y villas, en los distritos y departamentos; descentralizar el poder, arrancárselo a los tiranos y usurpadores, para entregárselo a su legítimo dueño, al pueblo.

Queríamos que el pueblo no fuese como había sido hasta entonces, un instrumento material del lucro y poderío para los caudillos y mandones, un pretexto, un nombre vano invocado por todos los partidos para cohonestar y solapar ambiciones personales, sino lo que debía ser, lo que quiso que fuese la revolución de Mayo, el principio y fin de todo. Y por pueblo entendemos hoy como entonces, socialmente hablando, la universalidad de los habitantes del país; políticamente hablando, la universalidad de los ciudadanos; porque no todo habitante es ciudadano, y la ciudadanía proviene de la institución democrática.

Queríamos, en suma, que la democracia argentina se desarrollase y marchase gradualmente a la perfección por una serie de progresos normales, hasta constituirse en el tiempo con el carácter peculiar de democracia argentina. Antes de la revolución todo estaba reconcentrado en el poder público. El pueblo   —22→   no pensaba ni obraba sin el permiso o beneplácito de sus mandones: de ahí sus hábitos de inercia. Después de la revolución el gobierno se estableció bajo el mismo pie del colonial; el pueblo soberano no supo hacer uso de su libertad, dejó hacer al poder y nada hizo por sí para su bien: esto era natural; los gobiernos debieron educarlo, estimularlo a obrar sacudiendo su pereza.

Nosotros queríamos, pues, que el pueblo pensase y obrase por sí, que se acostumbrase poco a poco a vivir colectivamente, a tomar parte en los intereses de su localidad comunes a todos, que palpase allí las ventajas del orden, de la paz y del trabajo común; encaminado a un fin común. Queríamos formarle en el partido una patria en pequeño, para que pudiese más fácilmente hacerse idea de la grande abstracción de la patria nacional; por eso invocamos: democracia.

La manía de gobernar por una parte, y la indolencia real y la supuesta incapacidad del pueblo por otra, nos habían conducido gradualmente a una centralización monstruosa, contraria al pensamiento democrático de Mayo, que absorbe y aniquila toda la actividad nacional, al despotismo de Rosas.

Concebíamos por esto en la futura organización la necesidad de descentralizarlo todo, de arrancar al poder sus usurpaciones graduales, de rehabilitar al pueblo en los derechos que conquistó en Mayo; y de constituir con ese fin en cada partido un centro de acción administrativa y gubernativa, que eslabonándose   —23→   a los demás, imprimiese vida potente y uniforme a la asociación nacional, gobernada por un poder central.

Se ve, pues, que caminábamos a la unidad, pero por diversa senda que los federales y unitarios. No a la unidad de forma del unitarismo, ni a la despótica del federalismo, sino a la unidad intrínseca, animada, que proviene de la concentración y acción de las capacidades físicas y morales de todos los miembros de la asociación política.

IV

El examen y discusión del Dogma, nos ocupó varias sesiones. Ninguna modificación substancial se hizo en él, y sólo se eliminaron dos o tres frases.

Lucieron en ella los señores Alberdi, Gutiérrez, Tejedor, Frías, Peña (Jacinto), Irigoyen10, López, etc.

Quedó sancionado en todas sus partes por unanimidad, y se resolvió mandarlo imprimir en Montevideo para desparramarlo después por toda la República.

Diremos algo sobre los puntos controvertidos en la discusión.

Opinaron algunos que nada se hablase de religión, otros invocaron la filosofía.

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Las cuestiones religiosas, generalmente interesan muy poco a nuestros pensadores, y cuanto más les arrancan una sonrisa de ironía: error heredado por algunos de nuestros amigos. Así se ha desvirtuado y desnaturalizado en nuestro país poco a poco el sentimiento religioso. No se ha levantado durante la revolución una voz que lo fomente o lo ilumine. Así las costumbres sencillas de nuestros padres se han pervertido; todas las nociones morales se han trastornado en la conciencia popular, y los instintos más depravados del corazón humano se han convertido en dogma. Así, en nuestra orgullosa suficiencia, hemos desechado el móvil más poderoso para moralizar y civilizar nuestras masas: no hay freno humano ni divino que contenga las pasiones desbocadas; y no nos ha quedado sino indiferencia estúpida, absurdas y nocivas supersticiones, y la práctica de un culto estéril, que sólo sirve de diversión como un teatro, porque no encuentra fe en los corazones descreídos.

¿Creéis vosotros, que habéis estado en el poder, que si el sentimiento religioso se hubiera debidamente cultivado en nuestro país, ya que no se daba enseñanza al pueblo, Rosas lo habría depravado tan fácilmente, ni encontrado en él instrumentos tan dóciles para ese barbarismo antropófago que tanto infama el nombre argentino?

A vosotros, filósofos, podrá bastaros la filosofía; pero al pueblo, a nuestro pueblo, si le quitáis la religión ¿qué le dejáis? apetitos animales, pasiones sin freno; nada que lo consuele ni lo estimule a obrar   —25→   bien. ¿Qué autoridad tendrá la Moral ante sus ojos sin el sello divino de la sanción religiosa, cuando nada le habéis enseñado durante la revolución, sino a pisotear el Derecho, la Justicia y las leyes? ¿No os abisma esta consideración?.. Sin embargo, si ella no pesa en vuestro juicio echad la vista a la República Argentina, y veréis doquier escrita con sangre la prueba de lo que digo: el degüello y la expoliación forman allí el Derecho común.

La Iglesia argentina ha estado en incomunicación con Roma hasta el año 30. La revolución la emancipó de hecho; pero el clero, alistándose en la bandera de Mayo, echó en el olvido su misión evangélica. No comprendió que el modo de servirla eficazmente era sembrando en la conciencia del pueblo la semilla de regeneración moral e intelectual, el Evangelio.

Verdad es que muchas veces su palabra sirvió a los intereses de la independencia patria; pero pudo ser más útil, más fecunda, evangelizando la multitud, robusteciendo el sentimiento religioso, predicando fraternidad, y santificando con el bautismo de la sanción religiosa, los dogmas democráticos de Mayo.

Rara vez en nuestras campañas, donde el desenfreno y la inmoralidad no hallaban coto, ni alcanzaba la acción de la ley, ni de la autoridad vacilante, se oyó la voz de los evangelizadores. Se mandaban siempre los más nulos e inmorales a apacentar la grey cristiana en los desiertos: los doctores se holgaban en las ciudades. En las festividades religiosas se daba todo al culto, y nada a la moral evangélica;   —26→   y ese culto, incomprensible y mudo para corazones sin fe, no podía despertar sentimientos de piedad y veneración en la multitud.

Los sacerdotes de la ley habían desertado del santuario para adulterar con las pasiones mundanas, y la grey que les confió el Señor se había extraviado.

La Iglesia, sin embargo, emancipada de hecho por la revolución, pudo constituirse en unidad bajo el patronato de nuestros gobiernos patrios, y emprender una propaganda de civilización y moral por nuestras campañas, en momentos en que no era fácil pensar en la enseñanza popular, ni podían sus habitantes, por no saber leer, recibirla sino por medio de la palabra viva del sacerdote.

No lo hizo. Los sacerdotes hallaron más agrado y provecho en los debates de la arena política. La tribuna vio con escándalo a esos tránsfugas de la cátedra del Espíritu Santo, debatiendo con calor sin igual cuestiones políticas, agravios de partido, pasiones e intereses terrestres; y últimamente, los ha visto predicar venganza y exterminio para congraciarse con el tirano de su patria.

Esto era natural, porque todo es lógico en la vida social. El clero renegó su misión evangélica; desapareció el prestigio que lo rodeaba a los ojos del pueblo, porque «¿cómo tendrán fe en la palabra del sacerdote, si él mismo no observa la ley?»; el fervor religioso se amortiguó en las conciencias; decayeron todas las creencias fundamentales del orden social; el desenfreno de las pasiones, la anarquía, fue nuestro   —27→   estado normal; el despotismo bárbaro nació de sus entrañas; y la religión y el sacerdote han llegado a ser, por último, entre sus manos, dóciles y utilísimos instrumentos de tiranía y retroceso.

Hay algo más notable todavía. La Iglesia que no supo en tiempo asegurar su independencia del poder temporal, se dejó por último embozalar por Roma, y concedió, sin oposición alguna, al gobierno su sumisión al Episcopado,11 cuyo recuerdo apenas existía en la memoria de los argentinos.

El catolicismo jerárquico volvió a establecerse en la República.

¡Cosa singular! La revolución de Mayo, a nombre de la democracia, había allanado y nivelado todo.

La Iglesia argentina debió democratizarse y se democratizó, en efecto, por la fuerza de las cosas, no por su voluntad.

Rosas niveló, por último, a todo el mundo, para descollar él solo; pero antes que él asentara su nivel de plomo sobre todas las cabezas, la Iglesia argentina, bajo su patronato entonces (porque era gobernador), se hincaba a los pies de Roma y se sometía al pastor armado del báculo de San Pedro.

Esa rehabilitación de la jerarquía eclesiástica era muy notable, después de 30 años de revolución democrática.   —28→   Bien la comprendo en la unidad y espíritu del catolicismo; pero también concibo, como en el orden político, realizable una organización democrática de la Iglesia argentina, fundada en la supremacía legítima de los mejores y más capaces, es decir, en el pensamiento de Mayo; y me abisma la inercia del clero tratándose de intereses suyos. Pero así, inhábil para sí propio, el clero ha ido cayendo poco a poco, hasta la degradación en que hoy le vemos en la República.

En vista de lo expuesto ¿cómo no hablar de religión en nuestro Dogma Socialista? ¿No era caer en la aberración del partido unitario y federal, desconocer ese elemento importantísimo de sociabilidad y de progreso? ¿No era deber nuestro trabajar por la rehabilitación del cristianismo y del sacerdocio, cuando procurábamos, por medio de las creencias, atraer los ánimos a la concordia y la libertad?

Estas consideraciones explican el capítulo sobre religión.

Pedíamos con arreglo a la Ley de la Provincia de 12 de octubre de 1825, la más amplia libertad religiosa, porque considerábamos que la emigración extranjera debía traer al país infinitos elementos de progresos de que carece, y que era preciso estimularla por leyes protectoras.

Rechazábamos para ser lógicos, el pleonasmo político de la religión del Estado, proclamado en todas nuestras constituciones, como inconciliable y contradictorio con el principio de la libertad religiosa.

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Queríamos la independencia de la sociedad religiosa y por consiguiente de la Iglesia, porque la veíamos instrumento dócil de barbarie y tiranía.

Deseábamos, por último, que el clero comprendiese su misión, se dejase de política, y pusiese mano a la obra santa de la regeneración moral e intelectual de nuestras masas populares, predicando el cristianismo.

V

Otro punto controvertido con calor en la discusión fue el del sufragio.

Empezaremos por sentar que el derecho de sufragio, diferente del derecho individual anterior a toda institución, es de origen constitucional, y que el legislador puede, por lo mismo, restringirlo, amplificarlo, darle la forma conveniente.

La Ley de la Provincia de Buenos Aires de 14 de agosto de 1821, concedía el derecho de sufragio a «todo hombre libre, natural del país o avecindado en él, desde la edad de veinte años, o antes si fuere emancipado».

Se pedía por algunos miembros de la Asociación el sufragio universal, sancionado por nuestras leyes. Se citaba en abono de esa opinión, la práctica de los Estados de la Unión Norteamericana.

En los Estados Unidos, y no en todos, sino en algunos con ciertas restricciones, podía hacerse esa concesión. Pero ¿cómo parangonar nuestro pueblo   —30→   con aquél ni con ninguno donde existía esa institución? Sin embargo, ¡cosa increíble! la nuestra sobrepujaba en liberalismo a todas las vigentes en otros países; y no comprendemos la mente del legislador al dictar semejante ley, cuando se ensayaba por primera vez el sistema representativo entre nosotros, y se quería echar la planta de instituciones sólidas.

Lo diremos francamente. El vicio radical del sistema unitario, el que minó por el cimiento su edificio social, fue esa ley de elecciones, el sufragio universal.

El partido unitario desconoció completamente el elemento democrático en nuestro país. Aferrado en las teorías sociales de la Restauración en Francia, creyó que podría plantificar en él de un soplo instituciones representativas, y que la autoridad del Gobierno bastaría para que ellas adquiriesen consistencia.

Reconociendo en principio la soberanía del pueblo, debió, sin duda, parecerle antilógico, no concederle amplio derecho de concurrir al único acto soberano (salvo el de la fuerza) en que un pueblo como el nuestro hace alarde de su soberanía. Pero acostumbrado a mirarlo en poco, se imaginó tal vez, que no haría uso, o no abusaría de ese derecho; y teniendo en sus manos el poder, tendría las elecciones y medios abundantes en todo caso para someterlo y gobernarlo, según sus miras, sanas sin duda, pero equivocadas.

  —31→  

Se engañó. La mayoría del pueblo a quien se otorgaba ese derecho, no sabía lo que era sufragio, ni a qué fin se encaminaba eso, ni se le daban tampoco medios de adquirir ese conocimiento. Sin embargo, lo citaban los tenientes alcaldes, y concurrían algunos a la mesa electoral, presentando una lista de candidatos que les daban: era la del Gobierno.

Por supuesto, el Gobierno en sus candidatos tendría en vista las teorías arriba dichas. Era obvio que debía ser representada la propiedad raíz, la inmueble, la mercantil, la industrial, la intelectual, que estaba en la cabeza de los doctores y de los clérigos por privilegio exclusivo heredado de la colonia; y como en las otras clases había pocos hombres hábiles para el caso, la sanción oficial los habilitaba de capacidad para la representación en virtud de su dinero, como había habilitado a todo el mundo de aptitud para el sufragio. Así surgieron de la obscuridad una porción de nulidades, verdaderos ripios o excrecencias políticas, que no han servido sino para embarazar o trastornar el movimiento regular de la máquina social, y que se han perpetuado hasta hoy en la Sala de Representantes.

Se ve, pues, todo era una ficción; la base del sistema estaba apoyada sobre ella. Una tercera parte del pueblo no votaba, otra no sabía por qué ni para qué votaba, otra debe presumirse que lo sabía. Otro tanto sucedía en la Sala, donde los clérigos y doctores regenteaban. Bajo bellas formas se solapaba   —32→   una mentira, y no sé que sobre una mentira farsaica pueda fundarse institución alguna, ni principio de legitimidad de poder incontrastable.

Tuvimos razón para decirlo. El partido unitario no tenía reglas locales de criterio socialista; desconoció el elemento democrático; lo buscó en las ciudades, estaba en las campañas. No supo organizarlo, y por lo mismo no supo gobernarlo. Faltándole esa base, todo su edificio social debió desplomarse, y se desplomó.

Estableció el sufragio universal para gobernar en forma por él; pero, en su suficiencia y en sus arranques aristocráticos, aparentó o creyó poder gobernar por el pueblo; y se perdió y perdió al país con la mayor buena fe del mundo.

No tuvo fe en el pueblo, en el ídolo que endiosaba y menospreciaba a un tiempo; y el ídolo en venganza dejó caer sobre él todo el peso de su omnipotencia, y lo aniquiló con su obra.

Su sistema electoral y representativo fue una verdadera fantasmagoría, que han sombreado con tintas demasiado horribles los desastres que de ella nacieron, y que sirvió maravillosamente a la inauguración del despotismo.

Rosas tuvo más tino. Echó mano del elemento democrático, lo explotó con destreza, se apoyó en su poder para cimentar la tiranía. Los unitarios pudieron hacer otro tanto para fundar el imperio de las leyes.

  —33→  

Ser grande en política, no es estar a la altura de la civilización del mundo, sino a la altura de las necesidades de su país.

Pero, volviendo al sufragio. La oposición empezó a disputar las elecciones y engrosó sus filas en la representación; no era difícil con semejante sistema electoral. Vino el Congreso y allí llevó sus candidatos, quienes trabajaron con suceso en la obra de su disolución, y se sentaron por fin triunfantes en la silla del poder.

La Ley de 14 de agosto había dado de sí sus consecuencias lógicas. Hecha para apoyar un sistema, contribuyó eficazmente a derribarlo.

La oposición federal siguió la misma táctica, empleando los mismos medios que sus antagonistas vencidos. Las nulidades que sacó a luz el partido unitario, continuaron alternando en las renovaciones de la Sala, y algunos clérigos más engrosaron su falange innoble.

El partido federal se encarnó al fin en Rosas por la muerte de Dorrego. No pudo haber discrepancia en cuanto a los sufragantes con respecto a los candidatos gubernativos.

Entró Balcarce al poder con el beneplácito de Rosas; los sufragantes fueron suyos sin oposición. Se rebeló Balcarce contra Rosas, hubo escisión entre los representantes y sufragantes y algún barullo sin consecuencia. Rosas andaba por los desiertos aguaitando la presa.

  —34→  

Cayó Balcarce al primer empuje, y entonces los sufragantes vinieron con sus picas a intimar a nombre de Rosas a los representantes, que habían caducado sus poderes legislativos.

Se formó por renovación una Sala Rosista. Los sufragantes fueron siempre del parecer del mandón. Volvieron a aparecer allí algunas de esas caras estúpidas y marmóreas que estaban como incrustadas en los bancos de la Sala desde su fundación.

Rosas quería la suma del poder, y los representantes se la dieron, aniquilándose a sí mismos, despedazando la ley por la cual existían como cuerpo deliberante; y el pueblo, los sufragantes, pusieron sin vacilar el sello de su legitimidad soberana sobre aquella sanción monstruosa de una turba de cobardes, de imbéciles y de traidores.

La Ley de 15 de agosto, el sufragio universal, dio de sí cuanto pudo dar, el suicidio del pueblo por sí mismo, la legitimación del despotismo.

El sistema representativo del año 21 devoró a sus padres y a sus hijos. Hace once años que Rosas, en castigo, lo puso a la vergüenza pública; y ahí se está sirviendo de escarnio a todo el mundo.

Y, sin embargo, no ha mucho que el señor editor de El Nacional12 (cuyas opiniones sobre otros puntos respetamos), para calmar los temores que pudieran tener algunos sobre el desquicio consiguiente a la caída de Rosas, aseguraba: que no había más   —35→   que volver al programa del año 21. Nos aconsejaba, por lo visto, el retroceso ¡cómo si el país no hubiese vivido 25 años más! Y ¡qué vida! ¡Cómo si no existieran hombres que no conociesen la insuficiencia y mezquindad de ese programa y los posteriores, tanto en el orden administrativo como gubernativo, para su organización y régimen futuro!

La raíz de todo sistema democrático es el sufragio. Cortad esa raíz, aniquilad el sufragio, y no hay pueblo ni instituciones populares: habrá cuanto más oligarquía, aristocracia, despotismo monárquico o republicano. Desquiciad, parodiad el sufragio, hallaréis una legitimidad ambigua y un poder vacilante, como en el sistema unitario. Ensanchad el sufragio en la monarquía representativa y daréis entrada al poder al elemento democrático. En Francia, después de julio, el censo electoral se disminuyó; la monarquía se democratizó un tanto: hay un partido que lucha hoy por democratizarla más.13

La monarquía brasilera es la más democrática de las que existen. En la democracia norteamericana, en la helvética, el sufragio reviste un carácter peculiar; ¿por qué en la nuestra, sometida a condiciones propias de existencia, no sucedería lo mismo?

  —36→  

Se había ensanchado entre nosotros el sufragio hasta el extremo. Primero, sin conocer su poder, se mantuvo inerte, o se puso ciegamente en manos de los partidos; después, se salió de madre y todo lo trastornó. Era preciso, pues, refrenarlo, ponerle coto por una parte; hacerlo por otra efectivo, reanimarlo, para dar vida popular a la institución popular; para que el pueblo fuese por fin pueblo, como lo quiso Mayo.

Llegamos, por lo mismo, lógicamente, en el Dogma a esta fórmula: Todo para el pueblo, y por la razón del pueblo.

Concebíamos entonces una forma de institución del sufragio, que sin excluir a ninguno, utilizase a todos con arreglo a su capacidad para sufragar. El partido municipal podía ser centro de acción primitiva del sufragio, y pasando por dos o tres grados diferentes, llegar hasta la representación; o concediendo a la propiedad solamente el derecho de sufragio para representantes, el proletario llevaría temporariamente su voto a la urna municipal del partido.

No es éste lugar, ni tiempo oportuno de aventurar nada definitivo sobre este punto; no faltará ocasión de ventilarlo en todas sus fases.14 Basta lo dicho, para que se comprenda el sentido de nuestra fórmula, y todo lo expresado en el Dogma.

Sentíamos la necesidad de fijar una base, de tener un punto de arranque que nos llevase por una serie   —37→   de progresos graduales a la perfección de la institución democrática.

Caminábamos a la democracia, es decir, a la igualdad de clases. «La igualdad de clases, dijimos, envuelve la libertad individual, la libertad civil y la libertad política: cuando todos los miembros de la Asociación estén en posesión plena y absoluta de estas libertades y ejerzan de mancomún la soberanía, la democracia se habrá definitivamente constituido sobre la base incontrastable de la igualdad de clases». Caminábamos, pues, al sufragio universal.

VI

Sancionado nuestro Dogma con el carácter de provisorio, como vínculo de unión y como instrumento de propaganda; hecha la distribución de las cuestiones del programa entre los miembros de la Asociación, no eran ya necesarias frecuentes reuniones.

Sabíamos que Rosas tenía noticia de ellas, y que nos seguían la pista sus esbirros.

Precaucionalmente nos habíamos juntado en barrios diferentes, entrando y saliendo a intervalos, de dos en dos, para no excitar sospechas; pero nos habían sin duda atisbado. Dudaba tal vez Rosas del objeto de nuestras reuniones, las creyó literarias y nos dejaba hacer. Resolvimos no reunirnos, sino cuando el presidente por sí o por solicitud de algún miembro hiciese convocatoria.

  —38→  

La Francia estaba en entredicho con Rosas. La mazorca mostraba el cabo de sus puñales en las galerías mismas de la Sala de Representantes, y se oía doquier el murmullo de sus feroces y sarcásticos gruñidos. La habían azuzado y estaba rabiosa y hambrienta la jauría de dogos carniceros. La divisa, el luto por la Encarnación, el bigote, buscaban con la verga en mano, víctimas y siervos para estigmatizar. La vida en Buenos Aires se iba haciendo intolerable.

Algunos miembros de la Asociación se embarcaron para Montevideo, y entre ellos el señor Alberdi, trayendo el Dogma con la mira de hacerlo imprimir y desparramarlo.

El que suscribe se retiró a su estancia, porque creía que emigrar es inutilizarse para su país; y sólo esperaba de él la revolución radical y regeneradora.

Si Rosas no fuera tan ignorante y tuviese un ápice de patriotismo en el alma, si hubiese comprendido su posición, habría en aquella época dado un puntapié a toda esa hedionda canalla de infames especuladores y de imbéciles beatos que lo rodea; habría llamado y patrocinado a la juventud, y puéstose a trabajar con ella en la obra de la organización nacional, o al menos en la de la provincia de Buenos Aires, que en concepto nuestro era sencillísima; porque no es tan difícil como se cree la política para los jóvenes, sobre todo, inteligentes. ¿No se han visto hábiles para la nuestra hasta los gauchos y los pulperos?

  —39→  

Hombre afortunado como ninguno, todo se le brindaba para acometer con éxito esa empresa. Su popularidad era indisputable; la juventud, la clase pudiente y hasta sus enemigos más acérrimos lo deseaban, lo esperaban, cuando empuñó la suma del poder; y se habrían reconciliado con él y ayudádole, viendo en su mano una bandera de fraternidad, de igualdad y de libertad.

Así, Rosas hubiera puesto a su país en la senda del verdadero progreso: habría sido venerado en él y fuera de él como el primer estadista de la América del Sud; y habría igualmente paralizado sin sangre ni desastres, toda tentativa de restauración unitaria. No lo hizo; fue un imbécil y un malvado. Ha preferido ser el minotauro de su país, la ignominia de América y el escándalo del mundo.

El Iniciador, en tanto, en Montevideo, fundado en abril de 1838 por los señores don Miguel Cané y don Andrés Lamas, y sostenido también por plumas jóvenes de Buenos Aires,15 había empezado a tocar algunas cuestiones de literatura, nuevas entre nosotros, y a batir ciertas preocupaciones clásicas. Hubo su alarma reaccionaria entre paredes.

Años antes en Buenos Aires, la poesía había tentado evolucionar por senda no trillada en nuestro país, y la literatura también en la «Moda» y otros papeles dado asomos de vida nueva.

  —40→  

Pero se concibe bien que la poesía y las letras no podían en aquella época calmar la ansiedad de la juventud, ni atraer mucho la atención de una sociedad preocupada de intereses tan positivos, trémula todavía por tan hondas agitaciones, incierta sobre su porvenir y sacudiéndose palpitante en las garras de su tirano. A esa causa debe atribuirse la timidez de sus ensayos, y es de presumir que los jóvenes que se ocuparon de letras, más lo hicieron por despecho y necesidad de acción mental, que por obedecer a un impulso propio o social.

No es éste el lugar de apreciar la importancia ni los progresos de esa evolución literaria. Basta a nuestro propósito hacer notar que la fermentación política y literaria estaba a un tiempo en la cabeza de la juventud argentina; y que sólo Montevideo ofrecía asilo seguro al pensamiento proscripto de Buenos Aires.

Pero El Iniciador se avanzó a más. Publicó algunos artículos socialistas, donde la juventud reclamaba el puesto que le correspondía, y arrojaba algunas ideas sobre la diferencia de la labor intelectual de la generación anterior y de la nueva. La reacción se pronunció más claramente contra los innovadores... neófitos imberbes que pretendían asiento de vocales en el sinedrio de la política.

El asunto que ocupaba entonces los ánimos en ambas orillas del Plata, eran las diferencias entre Rosas y los agentes franceses.

  —41→  

El señor Alberdi promovió a su llegada a este pueblo, una asociación igual a la de Buenos Aires, a la cual se incorporaron los señores Cané, Mitre, Somellera (don Andrés) y Bermúdez.

El Iniciador en su último número publicó el Dogma de la joven generación y lo reprodujo El Nacional, que bajo la redacción de los señores Alberdi, Cané y Lamas, había entrado en noviembre del año 38 en la palestra política, y ventilado con suceso la cuestión de la guerra a Rosas, que declaró poco después el Gobierno Oriental.

A la aparición del Dogma se gritó «al cisma», «a la rebelión», primero; después se acudió a la ironía y al sarcasmo en los salones, donde hicieron fortuna algunas pullas y epítetos lanzados contra la juventud. Ni una palabra de estímulo, de aprobación por sus nobles esfuerzos, salió para ella de entre los hombres que entonces tenían el cetro del pensamiento en el Plata. Eran unos locos, unos románticos; estaban los jóvenes desheredados del sentido común, porque se segregaban espontáneamente de la comunión de los creyentes; porque tenían más fe en su fuerza y su porvenir, que en la restauración de cosas pasadas; porque querían emanciparse del tutelaje tradicional de la colonia y ejercer su derecho de hombres. En cuanto a la discusión pública, la evadieron; no creyeron, sin duda, competentes para ella a los innovadores.

¡Cosa singular! La juventud en Buenos Aires, rechazada por el despotismo bárbaro, encontraba en   —42→   Montevideo (asilo de los proscriptos por Rosas), la reacción inofensiva, es cierto, pero no menos intratable, del exclusivismo sectario.

La Francia declaró bloqueada a Buenos Aires el 5 de mayo de 1838. En la República Argentina todos debieron ser de la opinión del Restaurador; sin embargo, Rosas apeló al pueblo, y los sufragantes en una serie interminable de pronunciamientos, con arreglo a la Ley del año 21, testimoniaron ante el mundo que Rosas tenía razón, y que había por parte de la Francia injuria y desafuero contra la soberanía nacional. Por supuesto, que la mayoría de los sufragantes no sabía en lo que consistía, ni lo que importaba esa lesión enorme del fuero nacional.

Casi todos los argentinos en Montevideo y a su frente el partido unitario, fueron del parecer de Rosas y de los sufragantes de Buenos Aires; y don Juan Cruz Varela formuló su pensamiento común sobre la cuestión, en los siguientes versos muy aplaudidos entonces, tanto en Montevideo como en Buenos Aires.


«¡Ah! Si tu tirano supiese siquiera
reprimir el vuelo de audacia extranjera
¡y vengar insultos que no vengará!...»



Y luego hablando de nuestro río dice:


«Y hora extraña flota le doma, le oprime,
tricolor bandera flamea sublime,
¡y la azul y blanca vencida cayó!...»



  —43→  

El partido unitario quizá no veía que Rosas era la encarnación viva de ese instinto de localidad mezquino que no mira a los que están fuera de sus límites como hombres, sino como enemigos: que amurallado en su egoísmo, en sus arrebatos brutales, presume bastarse a sí mismo; que cierra la puerta a toda mejora de condición y de progreso por substraerse a la comunicación con los demás hombres y pueblos; que si hospeda al extranjero en su casa, es como por favor y reservándose el derecho de imponerle las condiciones que quiera; no veía, en suma, que a nombre de ese instinto, Rosas había desapropiado y encarcelado a súbditos franceses, pretendiendo ejercer sobre ellos el derecho de vida y muerte que ejercía sobre sus compatriotas.

No veía tampoco que Rosas era el representante del principio colonial de aislamiento retrógrado, y marchaba a una contrarrevolución, no en beneficio de la España, sino de su despotismo, rehabilitando las preocupaciones, las tendencias, las leyes en que se apoyaba el régimen colonial; ni que era reaccionar contra Mayo, estar con Rosas en una cuestión resuelta veintiocho años antes por el principio revolucionario.

El partido unitario sólo vio en el bloqueo abuso de la fuerza en pro de la injusticia, y un atentado contra la independencia nacional; y su patriotismo exclusivo se alarmó y desató en vociferaciones tremendas, como en Buenos Aires.

  —44→  

Pero los jóvenes redactores de El Nacional que profesaban diversas doctrinas; que creían que el género humano es una sola familia, y que nadie es extranjero en la patria universal, porque la ley cristiana de la fraternidad es el vínculo común de la familia humana, cuya patria es el universo; que hay alianza virtual entre todos los pueblos cristianos tratándose de propagar y defender los principios civilizadores, y que los emigrados argentinos debían considerarse, por lo mismo, aliados naturales de la Francia o de cualquier otro pueblo que quisiera unirse a ellos para combatir al despotismo bárbaro dominante en su patria; que había, además, comunidad de intereses entre la Francia y los patriotas argentinos, representantes legítimos de los verdaderos intereses del pueblo argentino oprimido; que Mayo echó por tierra la barrera que nos separaba de la comunión de los pueblos cultos, y nos puso en camino de fraternizar con todos; que, por último, por parte de la Francia estaba el derecho y la justicia; tuvieron el coraje de alzar solos la voz para abogar por la Francia y contra Rosas.

Se gritó «¡al escándalo! ¡a la traición!»; pero ellos prosiguieron sin arredrarse.

Debemos confesarlo. Las cuestiones internacionales sobre bloqueo, alianza, mediación, intervención europea en nuestros negocios, se ventilaron entonces con una lógica, una dignidad, una elevación y novedad de ideas desconocida en nuestra prensa periódica,   —45→   y que no han igualado, en concepto nuestro, los que después han tratado esas cuestiones; y esa gloria pertenece exclusivamente a los jóvenes redactores de El Nacional.

No es fácil determinar hasta qué punto pudieron influir sus opiniones sobre el espíritu dominante en Montevideo; pero el hecho es que a poco tiempo todos los emigrados argentinos adhirieron a ellas, y que el general Lavalle se embarcó el 3 de julio de 1839 para Martín García en buques franceses.

VII

La fuerza de las cosas invirtió el primitivo plan de la Asociación. La revolución material contra Rosas estaba en pie, aliada a un poder extraño. Nuestro pensamiento fue llegar a ella después de una lenta predicación moral que produjese la unión de las voluntades y las fuerzas por medio del vínculo de un Dogma Socialista. Era preciso modificar el propósito, y marchar a la par de los sucesos supervivientes.

Los señores Alberdi y Cané continuaron en la redacción de la Revista del Plata y del Porvenir, propagando algunas doctrinas sociales, y considerando de un punto de vista nuevo, todas las cuestiones de actualidad que surgían. Su labor no fue infecunda. Hemos visto hasta en documentos oficiales de aquella   —46→   época, manifestaciones clásicas de que ganaban terreno las nuevas doctrinas.16

Entretanto, el señor Quiroga Rosas, miembro de la Asociación, se había retirado a San Juan, su país natal.

Allí, el señor don Domingo Sarmiento que consagraba a la enseñanza de la niñez facultades destinadas a lucir en esfera más alta, con la mira de oponer ese dique a la inundación de la barbarie, el señor don Benjamín Villafañe (tucumano), Rodríguez, Aberastain, Cortines, se adhirieron a nuestro credo, y formaron Asociación.17

En Tucumán, por conducto del señor Villafañe, el doctor don Marco Avellaneda, don Brígido Silva y otros jóvenes hicieron otro tanto.

El señor don Vicente F. López, llegado a Córdoba en marzo del año 40, estableció allí una Asociación bajo los mismos reglamentos y Dogma que la de   —47→   Buenos Aires, compuesta de los jóvenes doctores don Paulino Paz, don Enrique Rodríguez, don Avelino y don Ramón Ferreira y presidida por el doctor don Francisco Álvarez, Juez de Comercio. Esta Asociación se contrajo a preparar los elementos de la revolución que estalló en aquella ciudad el 10 de octubre del mismo año, por la cual resultó electo gobernador de la provincia el joven doctor Álvarez.

Debemos decirlo; en todos los puntos de la República donde se leyó el Dogma, se atrajo prosélitos ardientes, y hasta en Chile obtuvo asentimientos simpáticos esa manifestación del pensamiento socialista de una generación nueva. No se creía, sin duda, a la juventud argentina tan preparada y bien dispuesta.

¿Qué había, entre tanto, de nuevo en ese pensamiento? Lo diremos francamente; había la revelación formulada de lo que deseaban y esperaban para el país todos los patriotas sinceros; había los fundamentos de una doctrina social diferente de las anteriores, que tomando por regla de criterio única y legítima la tradición de Mayo, buscaba con ella la explicación de nuestros fenómenos sociales y la forma de organización adecuada para la República; había, en suma, explicadas y definidas, todas esas cosas, nuevas entonces y hoy vulgares, porque andan en boca de todos, como tradición de Mayo, progreso, asociación, fraternidad, igualdad, libertad, democracia, humanidad, sistema colonial y retrógrado, contrarrevolución, etcétera, sin que se tenga por los   —48→   unos la generosidad de reconocer su origen primitivo, ni se guarde por la mayor parte memoria más que de las palabras.

Por esa facilidad con que todo se olvida entre nosotros, hemos llegado a dudar alguna vez, si la providencia negó a los hijos del Río de la Plata disposiciones para la educabilidad: lo que imposibilitaría todo progreso en el orden de las ideas, porque sin la facultad de educarse no hay como progresar en sentido alguno.

Pero reflexionando y observando bien hemos visto que olvidamos tan fácilmente las cosas por la frivolidad con que las miramos, y porque rara vez nos dejamos impresionar por ellas de modo que se graben de un modo indeleble en la memoria. Así se explica por qué desde el principio de la revolución andamos como mulas de atahona, girando en un círculo vicioso y nunca salimos del atolladero.

No hay principio, no hay idea, no hay doctrina que se haya encarnado como creencia en la conciencia popular, después de una predicación de 35 años. No hay cuestión ventilada y resuelta cien veces, que no hayan vuelto a poner en problema y discutir pésimamente los ignorantes y charlatanes sofistas. No hay tradición alguna progresiva que no borre un año de tiempo; y lo peor de todo es que no nos quedan al cabo ideas, sino palabrotas que repetimos a grito herido para hacer creer que las entendemos.

Así, salimos en Mayo del régimen colonial, para volver a la contrarrevolución encarnada en Rosas.   —49→   Así, hemos gastado nuestra energía en ensayos de todo género, para volver a ensayar de nuevo lo olvidado; toda nuestra labor intelectual se ha gastado estérilmente, y no tenemos ni en política, ni en literatura, ni en ciencia, nada que nos pertenezca. Así, nunca salimos del cristo en materia alguna, porque no atesoramos lo aprendido; y el progreso moral o intelectual, si existe, sólo es visible en algunas cabezas, que a fuerza de estudio y reflexión procuran perfeccionarse, para adquirir el desengaño amargo de la inutilidad de su ciencia.

Contribuyen a este mal, mucho en nuestro entender, la falta de buena fe unas veces, otras la incuria de nuestros pensadores y escritores, quienes debieran llevar el hilo tradicional de las ideas progresivas entre nosotros, y persuadirse que sólo por medio de la asociación, de la labor inteligente y de la unidad de las doctrinas, lograremos educar, inocular creencias en la conciencia del pueblo.

Otras causas, además, obstan y dañan mucho a nuestra educabilidad: una, es esa candorosa y febril impaciencia con que nos imaginamos llegar como de un salto y sin trabajo ni rodeos al fin que nos proponemos; otra, la versatilidad de nuestro carácter, que nos lleva siempre a buscar lo nuevo y extasiarnos en su admiración, olvidando lo conocido.

La Europa, sin querer, fomenta y extravía a menudo esta última disposición, excelente para la educabilidad, cuando es bien dirigida. En cuanto a modas, comercio, y en general a todo lo que tienda   —50→   a la mejora de nuestro bienestar, nada hay que decir; pero sus libros, sus teorías especulativas, contribuyen muchas veces a que no tome arraigo la buena semilla y a la confusión de las ideas; porque hacen vacilar o aniquilan la fe en verdades reconocidas, inoculan la duda y mantienen en estéril y perpetua agitación a los espíritus inquietos.

VIII

El general Lavalle, vencedor en el Yeruá, puso la planta en Corrientes. Allí el señor Thompson, redactando El Libertador, el señor don Félix Frías sirviendo de secretario al general Lavalle, llevaban su contingente de acción a la reacción contra Rosas y al servicio de las doctrinas que profesaban.

En Buenos Aires, los señores Tejedor, Peña (don Jacinto), Carrasco (don Benito), Lafuente18 (don Enrique), trabajaban con el infortunado Maza por la libertad de su patria, y después de grandes peligros iban al ejército libertador de Corrientes a empuñar un fusil y pelear como soldados.

Álvarez (don Francisco) después en Córdoba y Avellaneda, alma de la coalición del Norte, en Tucumán, levantaban la bandera de Mayo, como el símbolo   —51→   santo del porvenir de la patria; el primero, para morir como un héroe en Angaco, y el segundo, para entregar al verdugo su cabeza de mártir en la plaza de Tucumán.

Bermúdez caía en Cayastá, y doquier se pelea contra Rosas, al lado de los proscriptos de todos los partidos, de los indómitos correntinos, se ven los jóvenes de la nueva generación, fraternizando con ellos por el amor a la patria, madre común de los argentinos.

Haremos notar aquí un fenómeno social sin ejemplo en la historia de pueblo alguno. Rosas, por medio de una bárbara y tenaz persecución, había aproximado en el destierro y puesto en la necesidad de reconciliarse, a los patriotas de todos los partidos. Un sentimiento común les hizo olvidar sus opiniones y resentimientos pasados, en unos el odio a Rosas, en otros el amor a la patria. Pero ese vínculo no era sobrado fuerte para anudar de un modo indisoluble voluntades tan disconformes; no era una creencia común capaz de producir fe común, concentración de poder y acuerdo simultáneo de acción. Por el menor contraste ese sentimiento se relajaba y aflojaba el vínculo de la unión; el amor propio ofendido, las aspiraciones personales, la divergencia de pareceres sobre la situación, producían entre ellos el desacuerdo, luego la dislocación, luego la impotencia y los desastres.

Los patriotas, además, contaban con inmensos elementos de poder, tanto en hombres, como en material   —52→   de guerra; pero diseminados o reunidos en puntos muy distantes de la República; y a la falta de acuerdo moral entre ellos, se agregaba esa descentralización de fuerza inevitable.

Rosas, al contrario, luchaba y lucha con un poder compacto, centralizado por el terror, y por la fe en su estrella que tienen sus sostenedores. La lucha, pues, era desigual y los patriotas fueron vencidos.19

Se han querido atribuir los desastres de las armas libertadoras a la incapacidad de sus jefes. No niego habrá influido alguna vez; pero pregunto ¿son acaso más hábiles los de Rosas? ¿Pueden sobrepujar en valor ni pericia sus generales y jefes, a los que han capitaneado las fuerzas libertadoras? ¿No se han visto en Corrientes, en Montevideo, donde quiera que ha habido completo acuerdo de voluntades, eclipsarse la estrella de Rosas y triunfar la bandera de Mayo?

Los jefes patriotas no podían producir un acuerdo de acción contrario a la naturaleza de las cosas que estaban por sí desunidas; y dudamos que el mismo Napoleón, con los elementos materiales y morales que ha tenido la revolución, hubiera podido hacer mucho más que ellos.

Por eso nosotros tenemos fe en Corrientes; ese pueblo gigante no tiene más que un corazón y una cabeza, y salvará a la República, si no está otra cosa en los designios de la Providencia. Además, el   —53→   sentimiento de la patria, bastante por sí para concentrar el poder de un pueblo en una guerra nacional, no lo es en una guerra civil de pueblos como los nuestros, separados por inmensos desiertos, acostumbrados al aislamiento, y casi sin vínculos materiales ni morales de existencia común.

La patria, para el correntino, es Corrientes; para el cordobés, Córdoba; para el tucumano, Tucumán; para el porteño, Buenos Aires; para el gaucho, el pago en que nació. La vida e intereses comunes que envuelve el sentimiento racional de la patria es una abstracción incomprensible para ellos, y no pueden ver la unidad de la República simbolizada en su nombre. Existía, pues, ese otro principio de desacuerdo y relajación en los elementos revolucionarios.

Sólo de dos modos pudo, en concepto nuestro, surgir la unidad omnipotente y salvadora: uno, por la propagación de un Dogma formulado, que absorbiese todas las opiniones y satisficiese todas las necesidades de la nación; pero este medio, que la Asociación quiso emplear, no era adaptable ya, cuando cada hombre empuñaba un arma, y preocupaba a todos la acción: otro, tomando la iniciativa en los ejércitos y negocios políticos, los mejores, más capaces, con acuerdo previo de los interesados. Así, hubieran surgido tal vez hombres que, adoptando un sistema francamente revolucionario, y sometiéndolo todo a la irresistible ley de la necesidad, nos hubiesen dado el triunfo y la salvación de la Patria. Así quedaban satisfechas las ambiciones individuales,   —54→   y las diversas opiniones de los opositores a Rosas entraban sucesivamente a ejercer influencia en la dirección de la guerra y de la política. Pero el espíritu de algunos hombres influyentes, preocupado de no sé qué teorías de centralismo caduco, infatuado de suficiencia, no se atemperó a esto; y no poca influencia han tenido sus aberraciones en el mal éxito de las empresas revolucionarias.

Las batallas de Famaillá y del Rodeo del Medio dieron fin a esa serie de combates heroicos y de inauditos desastres, en que agotaron sus recursos y su indómita pujanza los ejércitos libertadores.

Chile y Bolivia hospedaron a los dispersos. Allí, la juventud argentina no se dio al ocio; dejó las armas y tomó la pluma para combatir a Rosas, y mover las simpatías de esos pueblos en favor de la causa de la libertad y del progreso, empeñada en su patria en una lucha de muerte contra el principio bárbaro y despótico, que amenazaba desbordarse como una inundación para ahogar la simiente fecunda de la revolución americana.

La prensa de Chile se reanimó en sus manos, y empezó y continúa derramando destellos de luz desconocidos sobre infinitas cuestiones sociales y literarias, con un vigor de estilo y una novedad de concepto, que la ha hecho notable en el exterior y ha debido dar una alta idea de la ilustración de ese pueblo.

Pero allí también esperaba a los apóstoles del progreso la reacción retrógrada; porque en Chile, como   —55→   Buenos Aires, Montevideo y toda la América del Sud, tienen honda raíz todavía las preocupaciones coloniales. Allí también los tildaron de extranjeros, de románticos, y el sarcasmo irónico les mostró su ponzoñoso diente; sin embargo, ellos, fieles a su misión, combatieron, como los soldados argentinos en otro tiempo, y han sostenido hasta hoy con lustre y dignidad su bandera progresista. Los hijos no han degenerado de los padres en la nueva cruzada de emancipación intelectual allende los Andes.

Nos es grato observar que todos los jóvenes que se han distinguido en la prensa chilena y boliviana, excepto el señor Sarmiento que se incorporó después, son miembros de la Asociación formada en Buenos Aires el año 37.

Mencionaremos: el señor Frías, secretario del señor general Lavalle durante toda su campaña, redactó en Sucre El Fénix Boliviano; pasó después a Chile, donde trabajó algún tiempo en El Mercurio de Valparaíso y publicó un interesante folleto, titulado El Cristianismo Católico. Hoy Cónsul de Bolivia en Santiago, ha dado a luz una memoria sobre la navegación de los ríos, que le ha valido aplausos generales, tanto en Chile y Bolivia, como en el Río de la Plata.

El señor Sarmiento, a su llegada a Chile el año 40, empezó a trabajar en El Mercurio. Después en Santiago estableció, asociado al señor López, un Liceo de enseñanza, que cayó al empuje de la reacción retrógrada. Fundó en noviembre del 43 El Progreso,   —56→   en cuya redacción le ayudó algún tiempo el señor López, y lo sostuvo hasta octubre del año 45. Sólo hemos visto de ese periódico una serie de artículos sobre una ley de Nicaragua relativa a extranjeros, cuyo mérito ha hecho resaltar poco ha El Correo del Brasil. Dio a luz en aquel tiempo una memoria sobre la ortografía castellana, donde expone los fundamentos de su reforma ortográfica, adoptada en parte por la Universidad de Chile, y bate con una audacia de lógica irresistible la rancia ilustración española, sus libros, sus preocupaciones, cuanta mala semilla dejó plantada en el suelo americano. Esta memoria le atrajo una larga polémica reaccionaria, que sostuvo con un calor y habilidad suma.

Pero los apuntes biográficos de Fr. Aldao, y la vida de Juan Facundo Quiroga, son en concepto nuestro, lo más completo y original que haya salido de la pluma de los jóvenes proscriptos argentinos. No dudamos que estas obras serán especialmente estimadas en el extranjero, por cuanto revelan el mecanismo orgánico de nuestra sociabilidad y dan la clave para la explicación de nuestros fenómenos sociales, tan incomprensibles en Europa.

El señor Sarmiento descubre, además, en la vida de Quiroga, buenas dotes de historiador; sagacidad para rastrear los hechos y percibir su ilación lógica; facultad sintética para abarcarlos, compararlos y deducir sus consecuencias necesarias; método de exposición dramático; estilo animado, pintoresco, lleno de vigor, frescura y novedad: hay, en suma, en esa   —57→   obra y la sobre Aldao, mucha observación y bellísimos cuadros diseñados con las tintas de la inspiración poética. Notamos, sin embargo, un vacío en la obra del señor Sarmiento sobre Quiroga; la hallamos poco dogmática. Mucho hay en ella que aprender para los espíritus reflexivos; pero hubiéramos deseado que el autor formulase su pensamiento político para el porvenir e hiciese a todos palpables las lecciones que encierra ese bosquejo animado que nos presenta de nuestra historia.

Además de éstas, el señor Sarmiento ha publicado una memoria sobre geografía americana, y algunos opúsculos sobre enseñanza primaria, ramo en que ha llegado a ser una especialidad, quizá sin cotejo en la América del Sud, a fuerza de estudio y observación práctica. Los principales son, un silabario que trabajó por encargo del Gobierno de Chile para las escuelas de la República, y un examen de los métodos de lectura, trabajo de análisis excelente, en que después de desmenuzar y comparar los métodos conocidos, funda sobre ellos la teoría de las mejoras que ha introducido en su silabario.

Merced a sus conocimientos profundos y a sus servicios en la enseñanza, el señor Sarmiento tuvo la honra de ser nombrado miembro fundador de la Universidad de Chile y director de la Escuela Normal; y últimamente fue enviado por el Gobierno de aquella República en comisión a Europa con el objeto de tomar informaciones completas sobre el estado de la enseñanza primaria allí y en los Estados Unidos.   —58→   Mucho debemos esperar los argentinos del viaje del señor Sarmiento.

El señor López, redactor algún tiempo de la Gaceta y de la Revista mensual de Valparaíso, y asociado al señor Sarmiento en la de El Heraldo Argentino y de El Progreso, ha publicado algunos opúsculos sobre literatura y política.

Sólo hemos leído de su pluma un Manual de la historia de Chile, excelente por el estilo, la claridad y el método, cuya adquisición hizo el Gobierno, en virtud de informe de la Universidad, por hallarlo muy adecuado para las escuelas; un curso de Bellas Letras, obra utilísima para la juventud, que ha encontrado merecida aceptación en Chile, Bolivia y el Río de la Plata, y que revela en el señor López facultades analíticas y sintéticas poco comunes entre nosotros; no conocemos ninguna obra escrita en nuestro idioma sobre la materia que pueda parangonarse con la suya; y por último, una memoria leída en la Universidad de Chile para obtener el grado de licenciado, «sobre los resultados generales con que los pueblos antiguos han contribuido a la civilización de la humanidad», sagaz y profundo esbozo de filosofía histórica, trazado con tintas vigorosas, a la manera de Turgot y de Condorcet.

Sabemos, además, que el señor López se ocupa de una historia de nuestra revolución; y a juzgar por algunos prolegómenos de ella que hemos leído en El Progreso, podemos felicitarle de antemano por tan grande y difícil empresa. Agregaremos, que el   —59→   señor López ha merecido la distinción, singular para un extranjero, de ser elegido miembro de la Universidad de Chile, por muerte del joven Bello.

El señor Tejedor, redactor de El Progreso desde la separación del señor Sarmiento, ha publicado en él, según nos informan, unos treinta y tantos artículos sobre la Iglesia y el Estado, remarcables por el estilo y el pensamiento. Hicieron tal impresión en Chile, que muchas personas notables promovieron una suscripción para reimprimirlos, a lo que no accedió el autor por motivos que nos son desconocidos.

El señor Demetrio Peña, redactor actual de El Mercurio, ha ventilado con lucidez y novedad algunas cuestiones internacionales sobre el matrimonio y echado viva luz sobre la del comercio trasandino.

El señor Alberdi se dio a conocer muy joven en el Río de la Plata por la publicación en Buenos Aires de su Introducción a la filosofía del derecho. En La Moda después, bajo el seudónimo Figarillo, nos hizo esperar un Larra americano. Mucho sentimos que el señor Alberdi haya abandonado completamente esa forma de manifestación de su pensamiento, tal vez la más eficaz y provechosa en estos países. Ya hemos dicho la parte conspicua que tuvo en la redacción de El Nacional, de la Revista del Plata y de El Porvenir, cuya principal colaboración estuvo a su cargo. Posteriormente trabajó en El Corsario, y escribió en El Talismán y otros periódicos, muchos artículos.

  —60→  

Pero la forma del periódico no bastaba a la expansión de su inteligencia, ni podían tampoco absorberla las tareas del foro: debimos entonces a su pluma, siempre original, un cuadro histórico dramático muy al vivo de la revolución del 25 de Mayo; y El gigante Amapolas, sátira picante donde pone en ridículo a los visionarios tímidos, que imaginan colosal y omnipotente el poder de Rosas.

El señor Alberdi reaparece escritor en Chile, bate a Rosas con la sátira y el raciocinio en brillantes artículos que ha reproducido la prensa de Montevideo, aboga en una causa criminal ruidosa20 y adquiere fama de jurisconsulto; publica su viaje a Italia; y nos da, por último, un manual de la legislación de la prensa en Chile, trabajo serio de jurista, que ha sido debidamente apreciado en el comercio del Plata por otro jurista distinguido.

Existen, sin embargo, prevenciones en el Río de la Plata contra el señor Alberdi. Ha cometido, dicen, errores: ¿quién no ha errado entre nosotros? ¿Pueden los que le acusan parangonarse con él como escritores, ni mostrar una frente sin mancha cual la suya? Con su talento singular para la polémica, en el ardor del ataque y de la defensa, cuando creía defender la justicia y la verdad, pudo extraviarse alguna vez; pero eso mismo prueba lo sincero de su culto a la patria, y a los dogmas que juzgaba salvadores para ella.

  —61→  

A una facultad analítica sin cotejo entre nosotros, el señor Alberdi reúne la potencia metafísica que generaliza y abarca las más remotas ramificaciones de una materia: sólo le ha faltado, como a muchos de nuestros jóvenes proscriptos, para producir obras de larga tarea, el reposo de ánimo y los estímulos de la patria. Infatigable apóstol del progreso, ha combatido siempre en primera línea por él, y no dudamos que sus escritos, cuando cese la guerra y se calmen las pasiones que hoy nos dividen, darán ilustración literaria a la patria de los argentinos.

El señor Gutiérrez es el primero que haya llevado entre nosotros a la crítica literaria, el buen gusto que nace del sentimiento de lo bello y del conocimiento de las buenas doctrinas. Laureado en el certamen del 25 de mayo del año 42 en Montevideo, todo el concurso le proclamó poeta; y como para legitimar nuevamente la nobleza de su prosapia, puso después su nombre al pie de bellísimas inspiraciones en El Tirteo, periódico en verso que redactó asociado al señor Rivera Indarte.

Hoy en Chile, en los ratos que le dejan desocupados arduas tareas de enseñanza, el señor Gutiérrez se ocupa de hacer una publicación con el título de «América Poética», donde todos los vates americanos se darán por primera vez la mano y fraternizarán por la inspiración y el sentimiento entrañable del amor a la patria.

El señor Domínguez, que tuvo el accésit en el   —62→   certamen del año 42, ha sostenido después con bellas composiciones su merecido nombre.

El señor Mitre, artillero científico, soldado en Cagancha y en el sitio de Montevideo, ha adquirido, aunque muy joven, títulos bastantes como prosador y poeta. Su musa se distingue de las contemporáneas por la franqueza varonil de sus movimientos, y por cierto temple de voz marcial, que nos recuerda la entonación robusta de Calímaco y de Tirteo. Se ocupa actualmente de trabajos históricos que le granjearán, sin duda, nuevos lauros.

Debemos también hacer mención del señor Villafañe, secretario del general Madrid, y del doctor don Avelino Ferreira; profesor el primero de Historia y Geografía en la Universidad de Sucre y el segundo de Matemáticas; el doctor don Paulino Paz, quien después de haber sido peligrosamente herido en las provincias del norte, ejerce hoy la abogacía en Tupiza, y por último, el doctor don Enrique Rodríguez, el abogado de más crédito existente hoy en Copiapó; jóvenes patriotas cordobeses, promotores con Álvarez de la revolución de Córdoba el año 40.

Pero seríamos injustos, si al hacer esta rápida reseña del trabajo de la inteligencia argentina en el tiempo transcurrido desde el año 37, echásemos en el olvido algunos escritores, que aunque no profesan nuestras doctrinas, se han distinguido por su devoción a la patria y por su perseverancia en la lucha contra Rosas. Son muy conocidos un folleto sobre   —63→   la cuestión francesa y algunos artículos de actualidad publicados en El Nacional por el doctor don Florencio Varela. En ellos se nota el conocimiento minucioso de los sucesos contemporáneos, el estilo claro, preciso, la dignidad y elevación del pensamiento que lo distinguen como escritor. Posteriormente en El Comercio del Plata, cuya redacción le pertenece exclusivamente, ha tratado con mucho seso cuestiones mercantiles, conexas con la intervención anglo-francesa y con la capital de la navegación de nuestros ríos.

El malogrado don José Rivera Indarte hizo con constancia indomable cinco años la guerra al tirano de su patria. Sólo la muerte pudo arrancar de su mano la enérgica pluma con que El Nacional acusaba ante el mundo al exterminador de los argentinos. La Europa lo oyó, aunque tarde, cuando caía exánime bajo el peso de las fatigas, como al pie de sus banderas el valiente soldado.

El señor don Francisco Wright, en sus «Apuntes históricos sobre el sitio de Montevideo», y en la redacción de El Nacional, ha mostrado un conocimiento raro en materias económicas y presentado consideraciones nuevas sobre las ventajas que traería al comercio y a la industria del país la libre navegación de nuestros ríos, la emigración europea, y la más amplia protección al extranjero.

El señor don José Mármol se atrajo temprano la atención pública como poeta. Los concurrentes al certamen del año 41 saludaron por primera vez, con vivas aclamaciones, la joven lira que ha sabido después   —64→   herir con tan hondas y peregrinas vibraciones la noble cuerda del patriotismo.

Su musa, reflexiva y entusiasta, descuella entre las coetáneas por la originalidad y el nervio de la expresión: Rosas, la patria y la libertad, tienen en su labio yo no sé qué mágica potencia.

Ha puesto también en escena dos dramas: «El Poeta» y «El Cruzado», que obtuvieron la sanción del pueblo. En ellos resalta el estro lírico y la viveza de colorido que caracterizan su pluma. Tenemos tan ventajosa idea de las facultades poéticas del señor Mármol, que no dudamos que su «Peregrino» sea, como nos dicen, una obra de primer orden, tanto por la pulidez artística de la labor, como por la intensidad y elevación del pensamiento. Desearíamos verlo cuanto antes impreso.

IX

Se ve, pues, la juventud argentina en la proscripción, obligada a ganar el pan con el sudor de su rostro, continuamente sobresaltada por los infortunios de su patria y por los suyos propios, hostigada y aún injuriada por preocupaciones locales y por el principio retrógrado; sin estímulo alguno, ni esperanza de galardón, ha trabajado, sin embargo, cuanto es dable por merecer bien de la patria y servir la causa del progreso. Ninguna desgracia, ningún contratiempo ha entibiado su devoción, ni quebrantado su constancia; y aunque en distinta arena, ha   —65→   combatido sin cesar como los valientes patriotas con el fusil y la espada.

En Buenos Aires y en las campañas de los ejércitos libertadores, diezmada por el plomo y el cuchillo, reaparece en Corrientes y Montevideo peleando al lado de los patriotas que defienden la bandera de Mayo; o predica por la prensa los dogmas santificados con la sangre de innumerables mártires, alimentando con su palabra viva la fe en los corazones quebrantados por tan largos y dolorosos infortunios.

Ella, desde el año 37 ha sostenido, con una que otra excepción, por sí sola, el movimiento intelectual en el Plata; y a su labor perseverante se debe en gran parte la difusión de ese caudal de nociones políticas, literarias y económicas, etc., que circula entre el pueblo que lee y que hubiera en otro tiempo sido el patrimonio exclusivo de algunos hombres.

La prensa en sus manos, comparada con la de épocas anteriores, ha sufrido una transformación saludable, ganado inmensamente en moralidad, en elevación, en doctrina; el público, con su ejemplo, se ha acostumbrado a leer artículos bien pensados y bien escritos, y su gusto a este respecto se ha refinado tanto, que dudamos puedan medrar en adelante periodistas que no reúnan buen fondo doctrinario, o condiciones peculiares de estilo.

Sentimos, sin embargo, y debemos decirlo, que algunos de nuestros amigos no se hayan penetrado de la necesidad de salir de la senda trillada por sus antecesores, de abandonar de una vez esa incesante   —66→   repetición de palabras que dicen mucho y nada, y no son el símbolo de una doctrina social, como principios, garantías, libertad, civilización, etcétera; de considerar y resolver todas nuestras cuestiones sociales de un punto de vista único, a la luz del criterio de un solo dogma, y de concentrar su labor al fin del progreso normal de nuestra sociedad, según las condiciones peculiares de su existencia.

Hubiéramos deseado se penetrasen de la idea de que nosotros no podremos representar un partido político con pretensiones de nacionalidad, si no basamos nuestra síntesis social sobre fundamentos inmutables, y no damos pruebas incesantes de que la nuestra tiene un principio de vida más nacional y comprende mejor y de un modo más completo que las anteriores, las condiciones peculiares de ser y las necesidades vitales del pueblo argentino.

Hubiéramos querido que no olvidasen que el año 37 formulamos un Dogma, en el cual buscando la «fusión de todas las doctrinas progresivas en un centro unitario», llegamos a esta unidad generatriz y conservatriz, principio y fin de todo: la democracia, hija primogénita de Mayo y condición sine qua non del progreso normal de nuestro país y que entonces dijimos:

«Política, filosofía, religión, arte, ciencia, industria; toda la labor inteligente y material deberá encaminarse a fundar el imperio de la democracia.

»Política que tenga otra mira, no la queremos.

  —67→  

»Filosofía que no coopere a su desarrollo, la desechamos.

»Religión que no la sancione y la predique, no es la nuestra.

»Arte que no se anime de su espíritu y no sea la expresión de la vida individual y social, será infecundo.

»Ciencia que no la ilumine, inoportuna.

»Industria que no tienda a emancipar las masas y elevarlas a la igualdad, sino a concentrar la riqueza en pocas manos, la abominamos».

Para nosotros, pues (si nos es dado citarnos), «no puede haber, no debe haber sino un móvil y un regulador, un principio y un fin, en todo y para todo: la democracia; fuera de ese símbolo santo, no hay salud»; ahí está la luz de criterio, el principio de certidumbre social para nosotros.21

¿Qué nos importan las soluciones de la filosofía y de la política europea que no tiendan al fin que nosotros buscamos? ¿Acaso vivimos en aquel mundo? ¿Sería un buen ministro Guizot sentado en el fuerte de Buenos Aires, ni podría Leroux con toda su facultad metafísica explicar nuestros fenómenos sociales? ¿No es gastar la vida y el vigor de las facultades estérilmente, empeñarse en seguir el vuelo de esas especulaciones audaces? ¿No sería absurdo que cada uno de los utopistas europeos tuviese un representante entre nosotros? ¿Podríamos entendernos entonces   —68→   mejor que lo hemos hecho hasta aquí? ¿Se entendían acaso en el Congreso, los unitarios a nombre de los publicistas de la Restauración francesa y Dorrego y su séquito a nombre de los Estados Unidos, mientras el pueblo embobado oía automáticamente sus brillantes y sofísticas discusiones, y el tigre de la Pampa cebaba con carne sus plebeyos cachorros? ¿Queda algo útil para el país, para la enseñanza del pueblo de todas esas teorías que no tienen raíz alguna en su vida? Si mañana cayese Rosas y nos llamase el poder, ¿podríamos desenvolvernos con ellas y ver claro en el caos de nuestras cosas? ¿Qué programa de porvenir presentaríamos que satisficiese las necesidades del país, sin un conocimiento completo de su modo de ser como pueblo?

En cuanto a ciencias especulativas y exactas, es indudable que debemos atenernos al trabajo europeo, porque no tenemos tiempo de especular, ni medios materiales de experiencia y observación de la naturaleza; pero en política no: nuestro mundo de observación y aplicación está aquí, lo palpamos, lo sentimos palpitar, podemos observarlo, estudiar su organismo y sus condiciones de vida; y la Europa poco puede ayudarnos en eso.

Estas consideraciones habrán asaltado cien veces el ánimo de nuestros amigos, y nos inclinamos a creer que el desacuerdo de tendencias que hemos notado en algunos de sus escritos, proviene de la posición violenta, excepcional en que nos hallamos, y   —69→   de que han tenido por objeto satisfacer exigencias momentáneas.

Es un error grave y funesto, en nuestro entender, imaginarse que el partido unitario y el federal no existen porque el primero perdió el poder y el segundo quedó absorbido en la personalidad de Rosas. Esos partidos no han muerto, ni morirán jamás; porque representan dos tendencias legítimas, dos manifestaciones necesarias de la vida de nuestro país: el partido federal, el espíritu de localidad preocupado y ciego todavía; el partido unitario el centralismo, la unidad nacional. Dado caso que desapareciesen los hombres influyentes de esos partidos, vendrán otros representando las mismas tendencias, que trabajarán por hacerlas predominar como anteriormente y convulsionarán al país para llegar uno y otro al resultado que han obtenido.

La lógica de nuestra historia, pues, está pidiendo la existencia de un partido nuevo, cuya misión es adoptar lo que haya de legítimo en uno y otro partido, y consagrarse a encontrar la solución pacífica de todos nuestros problemas sociales con la clave de una síntesis alta, más nacional y más completa que la suya, que satisfaciendo todas las necesidades legítimas, las abrace y las funda en su unidad.

Ese partido nuevo no pueden representarlo sino las generaciones nuevas, y en concepto nuestro, nada útil harán por la patria, malgastarán su actividad sin fruto, si no entran con decisión y perseverancia   —70→   en la única gloriosa vía que les señala el rastro mismo de los sucesos de nuestra Historia.

Siempre nos ha parecido que nuestros problemas sociales son de suyo tan sencillos, que es excusado ocurrir a la Filosofía europea para resolverlos; y que bastaría deducir del conocimiento de las condiciones de ser de nuestro país unas cuantas bases o reglas de criterio, para poder marchar desembarazados por la senda del verdadero progreso.

El problema fundamental del porvenir de la nación argentina, fue puesto por Mayo: la condición para resolverlo en tiempo, es el progreso: los medios están en la democracia, hija primogénita de Mayo: fuera de ahí, como lo dijimos antes, no hay sino caos, confusión, quimeras.

La fórmula única, definitiva, fundamental de nuestra existencia como pueblo libre es: Mayo, progreso, democracia.

Los tres términos de esta fórmula se engendran recíprocamente; se suponen el uno al otro; ellos contienen todo, explican todo: lo que somos, lo que hemos sido, lo que seremos.

Quitad a Mayo, dejad subsistente la contrarrevolución dominante hoy en la República Argentina, y no habrá pueblo argentino, ni asociación libre, destinada a progresar; no habrá democracia, sino despotismo.

¿Qué quiere decir Mayo? Emancipación, ejercicio de la actividad libre del pueblo argentino, progreso: ¿por qué medio? Por medio de la organización de   —71→   la libertad, la fraternidad y la igualdad, por medio de la democracia.

Resolved el problema de organización y resolveréis el problema de Mayo.

Poneos en camino de encontrar esa solución y serviréis la causa de la patria, la causa de Mayo y del progreso. Y advertid, que así como no hay sino un modo de ser, un modo de vida del pueblo argentino, no hay sino una solución adecuada para todas nuestras cuestiones, que consiste en hacer que la democracia argentina marche al desarrollo pacífico y normal de su actividad en todo género, hasta constituirse en el tiempo con el carácter peculiar de democracia argentina.

Fuera de ahí no hay sino incursiones a tientas, trabajo estéril, dañino: repetición fastidiosa de lo hecho en el transcurso de la revolución; volver a empezar con escombros un edificio que se ha venido abajo cien veces, para que vuelva a desplomarse y sofocar toda vida, toda actividad, todo progreso bajo sus ruinas.

Apelar a la autoridad de los pensadores europeos es introducir la anarquía, la confusión el embrollo en la solución de nuestras cuestiones; es hacer el oficio de abogados sofistas, que a falta de razones, andan a caza de leyes y comentos para apuntalar su causa: es confesar nuestra impotencia para comprender lo que somos. ¿No puede invocar cada uno una autoridad diferente y con principios opuestos? ¿No se ha hecho eso desde el principio de la revolución? ¿Y   —72→   nos hemos entendido, ni nos entendemos en esta nueva torre de Babel? ¿Se ha llegado a solución ninguna satisfactoria que se haya convertido en realidad permanente? Rosas, en su Gaceta, ¿no hace años que presenta atestada de citas de autores clásicos la justificación de todos sus atentados? ¿No han hecho otro tanto sus enemigos, y fundado la legitimidad de su causa en las mismas autoridades que la Gaceta invoca? ¿Qué aprende el pueblo, qué utiliza? ¿Cómo verá la luz de la verdad en ese laberinto de argumentos autorizados, que se lanzan al rostro en la palestra los escritores de uno y otro partido?

Dejémonos, pues, de sofismas, de mentiras, de autoridades que no pueden ser irrecusables por lo mismo que ministran armas a opuestos contendores y sirven para apoyar a un tiempo la justicia y la injusticia: apelemos a la razón iluminada con el estudio, con el conocimiento de nuestras cosas, de nuestros intereses, de nuestras necesidades, de nuestra vida social y marchemos con la seguridad de hallar el camino franco y desembarazado de escollos; hagamos lo que hacen los políticos prácticos de todo el mundo.

X

Vosotros, patriotas argentinos, que andáis diez años hace con el arma al brazo rondando en torno de la guarida del minotauro de vuestro país ¿por qué peleáis? Por la patria. Bueno, pero Rosas y sus seides   —73→   dicen también que pelean por la patria. ¿Quién será el juez, el árbitro entre nosotros? No hay otro sino Dios; y si sois vencidos, moriréis peleando o en el destierro con la mancha de rebeldes o de traidores.

Si no hay juez más que Dios, donde está la mayoría debe estar el Derecho y la Justicia, y por consiguiente la fuerza. Cierto. Luego los imparciales que juzguen en el mundo sobre vuestra contienda, dirán: con Rosas está la mayoría, y allí deben estar el Derecho y la Justicia y los verdaderos defensores de la patria: por eso es más fuerte. La deducción es lógica y seréis condenados a pesar de vuestra justicia.

¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que Rosas y los suyos entienden por patria una cosa y vosotros otra? ¿Qué significa, pues, para vosotros la patria? ¿Es acaso el terreno donde nacisteis? Pero entre vosotros hay correntinos, porteños, tucumanos, entrerrianos, y cada uno peleará por su pedazo de tierra. Además, el hombre no es una planta, y dondequiera que encuentra aire, respira y vive. La tierra es tierra en todas partes, y dondequiera que vayáis, hallaréis un pedazo que poder cultivar, para alimentaros, y otro para el descanso de vuestros huesos.

Si la patria no es la tierra, ¿será acaso la familia? Pero si la tenéis ¿no podéis llevarla a vuestro lado y vivir y sufrir con ella? Y en caso que no lo podáis, ¿no os queda el arbitrio de someteros a Rosas con tal de satisfacer el deseo de vivir en vuestra tierra   —74→   al lado de vuestra familia? Sí. Luego la patria no es la tierra ni la familia.

¿Qué cosa será, pues, la patria? La libertad. ¡Ah! bueno; esto es más claro; vosotros peleáis por gozar del derecho de vivir en vuestra tierra al lado de vuestra familia como queráis, sin que nadie os incomode, ni os ultraje, ni os persiga; por trabajar sin traba alguna en la adquisición de vuestro bienestar; peleáis, en suma, porque vuestro yo individual recobre el señorío magnífico que en Mayo le regaló la Providencia y del cual Rosas os despojó violentamente.

Pero Rosas y los suyos también pretenden lo mismo, y vociferan «Patria y Libertad». ¿Qué quiere decir eso? Que ellos y vosotros entendéis de diverso modo la libertad, y por eso sois enemigos y no podéis aveniros a vivir juntos y gozar en común de ese derecho.

Rosas entiende por libertad, el predominio exclusivo de su yo o su voluntad. Otro tanto hacen sus seides y servidores, otro tanto han hecho en el transcurso de la revolución, las facciones que la han ensangrentado y extraviado; por eso si vais donde manda Rosas o los suyos, seréis esclavos o víctimas, porque ellos tienen el poder y vosotros sois débiles. Luego para que vayáis vosotros a gozar de la patria, es preciso que ellos salgan proscriptos o mueran; no hay remedio. La deducción es lógica: por eso les hacéis la guerra. Cierto. Luego no podéis tener patria ni libertad, sin cometer una grande injusticia, la   —75→   misma de que sois víctimas y por la que peleáis contra Rosas; y si sois más justos que ellos o mejor, si sois justos, debéis renunciar a conseguir la patria y la libertad a precio de tamaña injusticia. Luego la libertad por sí sola tampoco es la patria.

Pero supongamos que os sometáis a Rosas, y vayáis a vuestra tierra a vivir voluntariamente como lo hacen los que allí están; y que estando allí, se os antoje usar de vuestro derecho de libertad como lo entendéis, de censurar de palabra o por escrito los actos de Rosas y sus seides, no poneros su divisa de sangre, pegar un bofetón al primer mazorquero que os ultraje u os grite unitarios, uniros para conspirar y arrojarlo del poder. ¿Qué sucederá? Que os matarán u os encarcelarán, si sois débiles, o que habrá lucha, guerra civil entre vosotros y los de Rosas, como ha habido entre las facciones durante la revolución; y que de resultas de esa guerra, los vencidos serán proscriptos, muertos u oprimidos nuevamente como en las épocas anteriores. Luego la libertad, no os dará patria, sino guerra o nueva proscripción: luego la libertad no es la patria.

¿Qué será, pues la patria? Pensadlo bien. ¿Cómo podréis encontrar esa patria por que peleáis; vivir en ella pacíficamente, unidos con esos hombres que ahora os persiguen, gozando todos ampliamente del derecho de libertad? Sólo de un modo: fraternizando vosotros con ellos y ellos con vosotros; de lo contrario la guerra no acabará sino por el exterminio de unos u otros. ¿Y cómo fraternizaréis? Obligándoos   —76→   en vuestra conciencia a no dañaros recíprocamente, a no hacer sino lo que las leyes mandan y ejercer vuestra libertad fuera de lo que ellas no vedan. ¿Y qué importa ese compromiso que contraeríais con vuestra propia conciencia? Importa un deber, una obligación que os imponéis. Luego la fraternidad es el deber: luego para gozar en vuestra patria el derecho de libertad, estáis en el deber de fraternizar con todos vuestros compatriotas; de no, habrá guerra civil y no tendréis patria ni libertad.

Y como ninguno es justo sea excluido de ese derecho, pues si alguno lo fuera se cometería injusticia con él, ni del cumplimiento de ese deber, pues se le otorgaría un privilegio dañoso a los demás, resulta que cada uno tendría participación igual de derecho y obligación, pero con arreglo a sus facultades, pues nadie da más de lo que tiene, ni participa sino de aquello que está en la esfera de su poder. Porque es bien claro, que si no tuviese cada uno esa participación igual, habría perjudicados en el derecho y privilegiados en el deber, y los perjudicados en el derecho se creerían también exonerados del deber; y por desagraviarse y restablecer el equilibrio, apelarían a la fuerza y habría guerra, y de resultas de la guerra, oprimidos y opresores, y no tendrían tampoco como vosotros ahora los oprimidos patria.

Luego la libertad y la fraternidad no pueden engendrar la patria, sino a condición de que exista entre todos vuestros compatriotas la más equitativa igualdad, en la fruición del derecho y en la participación   —77→   y el cumplimiento del deber. Luego la libertad, la fraternidad y la igualdad son como el verbo engendrador de la patria.

Tenemos, pues, los tres términos primitivos que engendran la unidad de la patria; y para vosotros es una cosa clara, viva y palpable, la palabra patria.

Peleáis, pues, por ir a vivir en vuestra tierra, al lado de vuestra familia, gozando igualmente de vuestra libertad, en común con todos vuestros compatriotas que son vuestros hermanos.

Peleáis contra Rosas, porque él no quiere eso, y aterrando o engañando a la mayoría de vuestros compatriotas, los arrastra a la guerra y hace imposible la fraternidad de todos.

Peleáis por derribar a Rosas, porque él es el único obstáculo que se opone al reino de la libertad, de la fraternidad y de la igualdad en vuestra patria.

Peleáis, en suma, por un Dogma social.

Luego la causa que vosotros defendéis, es la justa, la legítima, la verdadera causa de la patria; y Rosas que pretende y vocifera defender la patria y la libertad, sólo es un malvado hipócrita, porque, oponiéndose a la unión de los argentinos, quiere para sí solo y sus seides la libertad, con exclusión de los demás.

Luego de vuestra parte está el derecho y la justicia, y de parte de Rosas la mentira y la tiranía.

Luego la palabra patria representa para vosotros una idea social, o más bien, es el símbolo de un Dogma común a todos los patriotas argentinos.

  —78→  

Pero hay más; no basta que vosotros profeséis ese Dogma y derraméis vuestra sangre por él; debéis también desear y esperar, que si derribáis a Rosas, haya o se forme en vuestro país una organización social que os garanta y asegure el predominio de ese Dogma, para vosotros, vuestros hijos y posteridad; porque sin eso, volveréis vosotros o vuestros hijos a caer en la guerra civil que nos ha devorado desde Mayo, y no habrá patria.

La organización social ¿cómo se consigue? Por medio de leyes, de instituciones. ¿Pero en vuestro país había antes de Rosas instituciones? Cierto. ¿Por qué no rigen hoy? ¿Por qué no os aseguraron, cuando estaban vigentes, la fraternidad, la libertad y la igualdad, el predominio, en suma, del Dogma por que ahora peleáis? Claro está; porque no eran adecuadas para ello, o por mejor decir, porque eran incompletas o viciosas. Luego debéis apetecer instituciones completas (no aquellas que traían en sí mismas su principio de muerte) como condición indispensable para la organización en lo futuro del Dogma por que peláis.

¿Quién hará esas instituciones? Los representantes. ¿Quién nombrará los representantes? El pueblo. ¿Quién compondrá el pueblo? Vosotros y todos los argentinos que hoy están con Rosas. Luego, el pueblo realizará esas instituciones por el órgano de sus escogidos, o más bien, las formará una representación creada por el sufragio del pueblo mismo.

  —79→  

Luego, peleáis también por la rehabilitación del sufragio libre y de la representación en vuestra patria.

Peleáis por conseguir una organización social tal, que garanta a todos los argentinos por medio de instituciones convenientes, la libertad, la fraternidad y la igualdad, y que ponga a vuestra patria en la senda pacífica del verdadero progreso.

Peleáis, en suma, por la democracia de Mayo, y vuestra causa, no sólo es legítima sino también santa a los ojos de Dios y de los pueblos libres del mundo.

Vosotros, pues, proscriptos argentinos, soldados de la patria, que peleáis en Corrientes, que vagáis por Bolivia y Chile, que acecháis al tirano en la tierra misma donde levanta su brazo exterminador, eso que no os han dicho unitarios ni federales, os lo decimos nosotros; ese Dogma que no os han enseñado desde el año 37, lo que predicamos nosotros.

Esos son los deseos, las esperanzas, las doctrinas, no ya como entonces de una generación entera, sino de infinitos proscriptos como vosotros, que a una voz os llaman a todos a la fraternidad, a la concordia, a la concentración de voluntades y de acción, bajo la bandera del Dogma de la democracia de Mayo; aquella bandera inmortal que hicieron tremolar vencedora nuestros padres desde el Plata al Chimborazo, cuando sonó el clarín de emancipación de la España.

  —80→  

A esa generación también la engañaron en otro tiempo los ignorantes y falsos profetas, y gritó alucinada como vosotros patria y libertad sin saber la significación de eso; pero aleccionada por el estudio, por la experiencia, por los trabajos, por sus errores y los ajenos, aprendió a buscar la verdad, desentrañando la razón de las cosas.

A esa generación debéis oírla, debéis creerla, porque no miente, ni ambiciona sino lo legítimo, tiene la tradición del pasado y atesora el legado del porvenir de la patria.

Esa generación que sufre como vosotros, que ha peleado y pelea a vuestro lado, tiene derecho a ser oída; porque busca como vosotros la patria, pero no la mentira de Rosas, ni de los tiempos pasados, sino la patria prometida por Mayo, la patria sostenida por la potente y uniforme voluntad del pueblo que la creó en Mayo; la patria grande, magnífica, nacional, que ampare a todos sus hijos, que les asegure el más amplio y libre ejercicio de sus facultades naturales, y marche pacíficamente en el tiempo «al desarrollo normal de su vida y al logro de sus gloriosos destinos».

XI

Vamos a concluir nuestra tarea. Si nos hemos internado en tantos pormenores, ha sido porque importa se tenga noticia del origen y la marcha de un movimiento socialista único en nuestro país, iniciado   —81→   en una época de obscurantismo absoluto, y que ha pasado casi inapercibido, merced a las circunstancias; movimiento que no ha dado de sí hasta ahora resultado alguno práctico, porque le ha faltado el terreno de aplicación, la patria; pero que en la esfera de las ideas ha hecho y continúa haciendo sus evoluciones progresivas, ha tenido sus apóstoles y sus mártires, sembrado buenas semillas, resuelto cuestiones importantes de actualidad, producido obras de mérito y cooperado activamente en la lucha contra Rosas; movimiento que, no dudamos, hallará en el porvenir secundadores, porque representa todas las aspiraciones legítimas de una época.

Nos ha parecido, además, que ya es tiempo de que cese la influencia y predominio en el país de las individualidades y de las facciones descreídas y puramente egoístas; de que el pueblo comprenda que es preciso exigir a los charlatanes y a los aspirantes al poder, la exhibición de títulos, no doctorales (ellos nada valen en política), sino de capacidad real para el poder; títulos escritos que prueben su idoneidad para dirigir, gobernar y administrar, o cuáles son los principios de su doctrina social; porque sólo las doctrinas, las buenas doctrinas, no los hombres, pueden dar al país garantías de orden y de paz y derramar en sus entrañas la savia fecunda del verdadero progreso.

Los hombres que no representan un sistema socialista, aunque tengan ideas parásitas o fragmentarias y habilidad para el expediente de los negocios comunes,   —82→   viven como los calaveras con el día: no piensan sino en salir de los apuros del momento; gastan su actividad en menudos detalles; jamás echan una mirada al porvenir, porque no comprenden el presente ni el pasado; y hacen, en suma, lo que han hecho la mayor parte de los que han gobernado y tenido iniciativa entre nosotros.

En otros países, para valer algo en política como en todo, se requiere significar algo, o ser el representante de una idea o doctrina social; entre nosotros es de otro modo, de un modo raro; todo el que hace zapatos, es zapatero; todo el que hace escritos, jurisconsulto; el que hace versos, poeta; el que hace política, estadista; no importa ni el cómo ni el cuándo; basta ejercer el oficio, para que nadie dude de la idoneidad y suficiencia del hombre. Así se explica cómo individuos, cuya vida pública sólo es notable por una serie de necedades y desaciertos políticos, nunca han perdido su reputación de hábiles, y han continuado ocupando eternamente los primeros puestos y reproducido su obra, es decir, los viejos errores que han llevado gradualmente al país al deplorable estado en que le vemos.

Como para nosotros, los hombres no tienen valor real en política, sino como artífices para producir o realizar ideas sociales, confesaremos francamente que desearíamos ver de una vez destronados a todos esos favoritos de la fortuna; porque no concebimos progreso alguno para el país, sino a condición de que ejerzan la iniciativa del pensamiento y la acción   —83→   social los mejores y más capaces, y por mejores y más capaces entendemos los hombres que sean la expresión de la más acrisolada virtud y de la más alta inteligencia del país.

Estamos por saber todavía cuáles son las doctrinas sociales de muchos antagonistas de Rosas que han figurado en primera línea, y bueno sería que para legitimar sus pretensiones a la iniciativa política, nos dijesen a donde quieren llevarnos, o cual es el pensamiento socialista que intentan sustituir a la tiranía en su patria, dado caso que desapareciese.

Error es común y acreditado, que basta el patriotismo y la buena fe para desempeñar con acierto la gestión de los grandes intereses sociales; nosotros creemos lo contrario, y podríamos citar en apoyo de nuestro parecer, muchos hechos de la Historia de otros países y especialmente del nuestro para probar, que con la mejor intención y el más acendrado patriotismo, si carece de otras condiciones, puede un hombre colocado al frente de los negocios de su país, hacerlo retroceder de medio siglo y originar la desgracia de muchas generaciones. Los malvados y los bien intencionados son igualmente perniciosos en política, con la diferencia de que aquellos suelen hacer el mal y lavarse las manos como Pilatos, y estos encogerse de hombros, cuando no hay remedio, exclamando: ¡quién lo hubiera creído!

Hemos dicho la verdad sin embozo. Nos consideramos con derecho a hacerlo como cualquier argentino, y tenemos muy poderosas razones para ello.

  —84→  

Habiéndonos espontáneamente hecho cargo de la redacción de este trabajo y aceptado su responsabilidad, hemos creído deber hablar con nuestra conciencia; de otro modo no lo hubiéramos emprendido. Siempre hemos preferido callar, a no decir cuanto pensamos: he aquí el motivo de nuestro largo silencio, que nos importa poco interpreten como quieran los que gustan meterse en el foro interno.

Siempre nos ha parecido, y el estudio de los sucesos nos ha afirmado en este convencimiento, que las distintas coaliciones contra Rosas en el largo período de esta guerra, han fracasado en parte por no haberse dicho la verdad oportunamente.

Se ha mentido, o callado la verdad (lo que equivale a mentir), por no dar armas al enemigo, por aparentar una unión que no existe, ni ha podido existir, por falta de vínculos de creencia común entre los hombres de iniciativa o influyentes; unión que han desmentido cien veces los hechos y que acaba de marcarse con rasgos particulares en Corrientes.

Basta, pues, de miramientos nimios pagados a precio de sangre.

Hacemos esta publicación, porque queremos decir la verdad, aunque sea amarga, aunque nos mortifique a nosotros mismos, con tal que refluya en bien de la patria. La mentira engendra mal, en política como en todo; sólo puede convenir a los malvados como Rosas.

La hacemos, porque pensamos que la cuestión de institución será la primera, la más grande, la decisiva   —85→   para el porvenir de nuestro país. No hay que engañarse sobre esto; todas las demás cuestiones son subalternas. Si erramos como antes en la institución orgánica, caeremos otra vez en el atolladero de anarquía y de sangre. No hay sino una institución conveniente, adecuada, normal para el país, fundada sobre el Dogma de Mayo: en encontrarla está el problema.

La hacemos, porque nos importa que todos los patriotas y nuestro país conozcan la doctrina por que hemos combatido y combatiremos.

La hacemos porque, si es nuestro destino morir en el destierro, sepan nuestros hijos al menos, que sin ser unitarios ni federales, ni haber tenido vida política en nuestro país, hemos sufrido una proscripción política y hecho en ella cuanto nos ha sido dable por merecer bien de la patria.

La hacemos, en suma, porque hallamos por conveniente reconstruir sobre nueva planta la Asociación y anudar el hilo de sus trabajos comunes interrumpidos, llamando a todos los patriotas argentinos a fraternizar en un Dogma común.

Suponemos que nuestra franqueza tranquilizará a los espíritus que en el pasado nos atribuyeron miras siniestras.

Debemos una explicación a esos señores. Cuando en el año treinta y siete la juventud levantó cabeza y publicó su Dogma social, en momentos en que nadie chistaba contra Rosas ni en Buenos Aires ni en Montevideo, gritasteis «al cisma, a la rebelión»;   —86→   porque creísteis, sin duda, que ella quería trabajar para sí sola, no para la patria; y tendía a despojaros de la influencia y consideración a que sois acreedores: os engañasteis, no nos comprendisteis. La juventud en nuestro labio, eran entonces como ahora, las generaciones nuevas que traen incesantemente a las entrañas de la patria savia fecunda de vida y de regeneración: nosotros trabajamos para ellas.

Nosotros, que creíamos vivir en una época de transición y preparación, que absorbería la vida de dos o tres generaciones, que veíamos predominantes el elemento bárbaro en nuestro país y preveíamos muchas revueltas y desastres, antes que llegase el tiempo del logro de los destinos de la revolución de Mayo, queríamos el año treinta y siete encarnar el Credo por el cual nos preparábamos a combatir, en una bandera que representase el porvenir de la patria, vinculado en las generaciones jóvenes. Queríamos hacerles el legado de nuestra labor, de nuestras creencias y esperanzas. No queríamos, como vosotros, que quedasen abandonados al acaso sus destinos y los de la patria, ni trabajar solamente por nuestra glorificación y provecho personal, exclamando: «el que venga atrás que arree»22.

  —87→  

Vosotros creísteis que al emanciparnos de los partidos de nuestro país, queríamos ponernos en lucha con ellos y disputarles la supremacía social: os engañasteis.

Queríamos solamente, haciendo abstracción de las personas, traer las cuestiones políticas al terreno de la discusión, levantando una bandera doctrinaria.

Queríamos echar en nuestra sociedad dilacerada y fraccionada en bandos enemigos, un principio nuevo de concordia, de unidad y de regeneración.

Queríamos, en suma, levantar la tradición de Mayo a la altura de una tradición viva, grandiosa, imperecedera que, al través de los tiempos y de las revoluciones, brillase siempre como la estrella de esperanza y de salvación de la patria. Eso mismo queremos hoy; y por ese interés, más grande que cualquier otro, volvemos a mortificar vuestras nimias susceptibilidades.

Ya veis, pues, que si ahora como entonces os volvéis a imaginar que intentamos arrojar con un cisma una nueva tea de discordia entre las pasiones que nos dividen, os volveréis a engañar y a reproducir en vuestros corrillos las cómicas escenas del pasado.

Montevideo, junio de 1846.

Al concluirse la impresión de este escrito23, hemos leído en los números 234, 35 y 36 de El Comercio   —88→   del Plata, un artículo titulado «Consideraciones sobre la situación y el porvenir de la literatura Hispanoamericana», en el cual el señor Alcalá Galiano, literato español, asegura que la literatura americana «se halla todavía en mantillas»; y explicando este fenómeno por consideraciones que no revelan sino una suma ignorancia del verdadero estado social de la América, el señor Galiano lo atribuye a haber los americanos «renegado de sus antecedentes y olvidado su nacionalidad de raza»; por lo cual parece buenamente aconsejarles vuelvan a la tradición colonial, o lo que es lo mismo, se pongan a remolque de la España, a fin de que su literatura adquiera «un alto grado de esplendor».

Como a pesar de la ventajosa posición de la España, de que ella tiene muy bellas tradiciones literarias y literatos de profesión que cuentan con medios abundantes de producción y con un vasto teatro para la manifestación del pensamiento, ventajas de que carecen los escritores americanos; como, a pesar de todo esto, nosotros no reconocemos mayor superioridad literaria, en punto a originalidad, en la joven España sobre la América, nos permitirá el señor Galiano le digamos, que no nos hallamos dispuestos a adoptar su consejo, ni a imitar imitaciones, ni a buscar en España ni en nada español el principio engendrador de nuestra literatura, que la España no tiene, ni puede darnos; porque, como la América, «vaga desatentada y sin guía, no acertando a ser lo que fue y sin acertar a ser nada diferente».

  —89→  

Tan cierto es esto, que el mismo señor Galiano nos da vestidas a usanza o estilo del siglo XVI, las ideas de un escritor francés del siglo XIX,24 incurriendo en el error que censura en los literatos de su país de fines de la pasada centuria, y no atinando como ellos a salir de la imitación nacional y extranjera, ni en ideas, ni en estilo; tan cierto es, que según confesión del mismo señor Galiano, Zorrilla, único poeta eminente que menciona, imita a Hugo y Lope de Vega: y que la España de hoy está reproduciendo el fenómeno de la época llamada, si bien recordamos, del buen gusto o del renacimiento de las letras, en que había dos tendencias contrarias igualmente imitadoras e impotentes para regenerar la literatura española.

Otro tanto sucedería en América, si adoptando el consejo del señor Galiano, rehabilitásemos la tradición literaria española; malgastaríamos el trabajo estérilmente, echaríamos un nuevo germen de desacuerdo, destructor de la homogeneidad y armonía del progreso americano, para acabar por no entendernos en literatura, como no nos entenderemos en política; porque la cuestión literaria, que el señor Galiano aísla desconociendo a su escuela, está íntimamente ligada con la cuestión política, y nos parece absurdo ser español en literatura y americano en política.

  —90→  

Sea cual fuere la opinión del señor Galiano, las únicas notabilidades verdaderamente progresistas que columbramos nosotros en la literatura contemporánea de su país, son Larra y Espronceda; porque ambos aspiraban a lo nuevo y original, en pensamiento y en forma. Zorrilla no lo es; Zorrilla, rehabilitando las formas y las preocupaciones de la vieja España, suicida su bello ingenio poético y reacciona contra el progreso: Zorrilla sólo es original y verdaderamente español por la exuberancia plástica de su poesía. Se dirá que su obra es de artista, pero si bien concebimos la teoría de l'art pour l'art en Goethe, Walter Scott y hasta cierto punto en Víctor Hugo, viviendo en países sólidamente constituidos, donde el ingenio busca lo nuevo por la esfera ilimitada de la especulación, nada progresiva nos parece esa teoría en un poeta de la España revolucionaria y aspirando con frenesí a su regeneración.

Si el señor Galiano estuviera bien informado sobre las cosas americanas, no ignoraría que el movimiento de emancipación del clasicismo y la propaganda de las doctrinas sociales del progreso, se empezó en América antes que en España; y que en el Plata, por ejemplo, ese movimiento ha estado casi paralizado desde el año treinta y siete por circunstancias especiales y por una guerra desastrosa, en que están precisamente empeñadas las tradiciones coloniales y las ideas progresivas. Habría visto, además, que una faz de ese movimiento, es el completo divorcio de todo lo colonial, o lo que es lo mismo, de todo lo   —91→   español, y la fundación de creencias25 sobre el principio democrático de la revolución americana; trabajo lento, difícil, necesario para que pueda constituirse cada una de las nacionalidades americanas, trabajo preparatorio indispensable para que surja una literatura nacional americana, que no sea el reflejo de la española, ni de la francesa, como la española. Sabría también, que en América no hay, ni puede haber por ahora, literatos de profesión, porque todos los hombres capaces, a causa del estado de revolución en que se encuentran, absorbidos por la acción o por las necesidades materiales de una existencia precaria, no pueden consagrarse a la meditación y recogimiento que exige la creación literaria, ni hallan muchas veces medios para publicar sus obras. Sabría, por último, que las doctrinas filosóficas que nos da como nuevas su pluma, son ya viejas entre nosotros y están, por decirlo así, americanizadas; lo que nos inclinaría a creer que la España, lejos de poder llevarnos a remolque en doctrinas y en producción literaria, marcha por el contrario más despacio que la América.

Por lo demás, no se oculta a los americanos que en una sociedad como la española, para reconstruir las creencias y realizar el progreso normal, sea necesario «injertar las nuevas ideas en las ideas antiguas»;   —92→   y sólo podrían extrañar que la joven España no sepa aprovecharse de esa ventaja inmensa de antiguas tradiciones que lleva a la América, para reconstruir y engendrar, antes que ella y mejor que ella, algo nuevo y original en política, en arte, en literatura, que se asemeje a lo que hizo la gloria de la vieja España. Pero mejor que el señor Galiano deben saber los americanos, que la sociedad española no es la sociedad americana, sometida a condiciones diferentes de progreso, y que nada tiene que hacer la tradición colonial, despótica, en que el pueblo era cero, con el principio democrático de la revolución americana, y que entre aquella tradición y este principio, no hay injerto ni transacción posible; por eso si reconocen y adoptan alguna tradición como legítima y regeneradora, tanto en política como en literatura, es la tradición democrática de su cuna, de su origen revolucionario; y no sabemos que la literatura española tenga nada de democrático.

Además, la índole objetiva y plástica de la literatura y en particular del arte español26, no se aviene con el carácter idealista y profundamente subjetivo y social que, en concepto nuestro, revestirá el arte americano, y que ha empezado a manifestar en algunas de sus regiones y especialmente en el Plata. El arte español da casi todo a la forma, al estilo; el arte americano, democrático, sin desconocer la   —93→   forma, puliéndola con esmero, debe buscar en las profundidades de la conciencia y del corazón el verbo de una inspiración que armonice con la virgen, grandiosa naturaleza americana.

El único legado que los americanos pueden aceptar y aceptan de buen grado de la España, porque es realmente precioso, es el del idioma; pero lo aceptan a condición de mejora, de transformación progresiva, es decir, de emancipación.

Los escritores americanos tampoco ignoran, como el señor Galiano, que están viviendo en una época de transición y preparación, y se contentan con acopiar materiales para el porvenir. Presienten que la época de verdadera creación no está lejana; pero saben que ella no asomará sino cuando se difundan y arraiguen las nuevas creencias sociales que deben servir de fundamento a las nacionalidades americanas.

Las distintas naciones de la América del Sud, cuya identidad de origen, de idioma y de estado social democrático encierra muchos gérmenes de unidad de progreso y de civilización, están desde el principio de su emancipación de la España ocupadas en ese penoso trabajo de difusión, de ensayo, de especulación preparatoria, precursor de la época de creación fecunda, original, multiforme, en nada parecida a la española, y no pocas fatigas y sangre les cuesta desasirse de las ligaduras en que las dejó la España para poder marchar desembarazadas por la senda del progreso.

  —94→  

El señor Galiano, que dice pertenecer a la escuela filosófica cuyas doctrinas propaga, no debe ignorar que en las épocas de transición, como en la que están la España y la América, rara vez aparecen genios creadores en literatura; porque el genio, que no es planta parásita ni exótica, sólo puede beber la vida y la inspiración en la fuente primitiva de las creencias nacionales.

Con la clave, pues, de las doctrinas de su escuela y el conocimiento del estado social de la América, se habría, el señor Galiano, explicado el atraso de su literatura, más fácilmente que haciendo una aplicación inadecuada de las vistas de Chasles sobre la literatura norteamericana a una sociedad que nada tiene de análogo con aquélla.

El señor Galiano tendrá bien presente lo que era la España inquisitorial y despótica; pues bien, calcule lo que sería la América colonial, hija espúrea de la España y deduzca de ahí si puede haber punto de analogía entre la sociabilidad hispana y angloamericana.

El señor Galiano, bajo la fe, sin duda, de Mr. Chasles, asienta que la literatura norteamericana «vegeta en una decente medianía»; pero si tal aserción es permitida a un escritor francés relativamente a la literatura de su país, no nos parece admisible en un literato español, porque, ¿qué nombres modernos españoles opondrá el señor Galiano a los de Franklin, Jefferson, Cooper, Washington, Irving, celebridades   —95→   con sanción universal en Europa y en América?

Verdad es que algunos ramos de la literatura no han medrado en los Estados Unidos; pero eso es porque allí se halla por mejor realizar el pensamiento y llevar a la mejora del bienestar individual y social la actividad de las facultades, que en España y otros países se malgastan en estériles especulaciones literarias; y esa tendencia eminentemente democrática y profundamente civilizadora de la sociedad norteamericana, que ha desarrollado en poco tiempo sus fuerzas de un modo tan colosal, se manifiesta, aunque en pequeño, en la América del Sud, por la naturaleza democrática de sus pueblos; y es otra de las causas que pudo tener en vista el señor Galiano para explicar la insignificancia de su literatura.

Pensamos también que una ojeada retrospectiva sobre su propio país, habría conducido al señor Gallano a explicación más plausible que la que nos ha presentado. ¿Puede el señor Galiano citar muchos escritores y pensadores eminentes desde la época de oro de la literatura española que acaban con Calderón, Moreto y Tirso, hasta principio de nuestro siglo? Y si en cerca de dos centurias ha asomado apenas uno que otro destello de vida nueva y original en la literatura de su país ¿cómo es que extraña el señor Galiano esté en «mantilla» la literatura americana, nacida ayer y con veinte años, según su cuenta, de pacífica independencia? ¿Cómo quiere que en América, segregada por un océano de la Europa,   —96→   en esta América semibárbara, porque así la dejó España, y continuamente despedazada por convulsiones intestinas, haya todavía literatura?

¿Qué libro extraordinario ha producido la emigración española de los años trece y veintitrés, compuesta de las mejores capacidades de la península y diseminada en las capitales europeas, en esos grandes y estimulantes talleres de civilización humanitaria? ¿No hemos visto a Martínez de la Rosa en medio de ese gran movimiento de emancipación literaria que ha traído en pos de sí una transformación completa de la literatura francesa, cerrando la vista y el oído a la inmensa agitación que lo rodeaba, ocuparse en parafrasear la poética de Horacio, de Boileau y otros, y en analizar y desmenuzar con el escalpelo de la más estéril y pobre crítica, algunos idilios y anacreónticas de la antigua literatura española? Y, por último, ¿qué escritor español contemporáneo ha sido traducido en el extranjero y ha conquistado el lauro de la celebridad europea?

En vista de estos ejemplos de su país, ¿que puede hallar inexplicable el señor Galiano en el atraso de la literatura americana, sin necesidad de ocurrir a doctrinas filosóficas y a cotejos inadecuados; ni qué extraño es tampoco no hayan llegado a sus manos muchas obras muy notables de escritores americanos...?

¿Cuál es la escuela literaria española contemporánea? ¿Cuáles son sus doctrinas? Las francesas. ¿Qué más puede hacer la pobre América que beber   —97→   como la España en esa grande piscina de regeneración humanitaria, ínter trabaja con medios infinitamente inferiores a los de la España por emanciparse intelectualmente de la Europa? ¿Cómo quiere, pues, el señor Galiano que exista una escuela literaria americana, si la España no la tiene aún, ni que vaya la América a buscar en España lo que puede darle flamante el resto de la Europa, como se lo da a la España misma?

Si el crisol español fuera como el crisol francés, si las ideas francesas al pasar por la inteligencia española saliesen más depuradas y completas, podrían los americanos irlas a buscar a España; pero al contrario, allí se achican, se desvirtúan, porque el español no posee esa maravillosa facultad de asimilación y de perfección que caracteriza al genio francés.

Sin embargo, la América, obligada por su situación a fraternizar con todos los pueblos, necesitando del auxilio de todos, simpatiza profundamente con la España progresista, y desearía verla cuanto antes en estado de poder recibir de ella en el orden de las ideas, la influencia benefactora que ya recibe por el comercio y por el mutuo cambio de sus productos industriales.

Sentimos en verdad que el señor Varela, cuya capacidad reconocemos como todos, haya dado el pase y en cierto modo autorizado con la publicación en su diario y con su silencio, las erradas opiniones del señor Galiano. Nadie más idóneo que él para   —98→   refutarlas, porque contraído mucho tiempo hace a estudios sobre nuestra revolución, debe conocer a fondo las causas que se han opuesto y se oponen al progreso de nuestra literatura. Recordamos con este motivo que alguien ha extrañado no mencionásemos las tareas históricas del señor Varela, como lo hemos hecho con las de otros compatriotas. La observación es justa; pero ha sido porque nos propusimos hablar solamente de lo que hemos visto y examinado.

Hubiéramos deseado más ancho espacio que el de una nota para entendernos con el señor Galiano, y agradecerle sus desvelos por el progreso de la literatura americana; pero nos parece bastante lo dicho para que comprenda que los americanos saben muy bien donde deben buscar el principio de vida, tanto de su literatura como de su sociabilidad; y este escrito se lo probará en pequeño, al señor Galiano, y a los que piensen como él en España y en América.