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ArribaVIII. Libros y charlas; conocimiento y dudas

La catapulta que impelió a ese oscuro y semianónimo hidalgo de gotera a las alturas inmarcesibles del mito y de la caballería andante con el nombre de don Quijote de la Mancha, esa catapulta fueron los libros. Sobre esto no le puede caber la menor duda a nadie. Para los paisanos de don Quijote fueron «los libros autores del daño», y proceden a quemar la inmensa mayoría. Para mis lectores he enfocado el problema desde varios puntos de vista, y sobre ellos fundamenté el capítulo IV, «La locura de vivir».

Recordaba y puntualizaba yo allí que de los cuatro humores que constituían al hombre, según la fisiología tradicional, en don Quijote primaba con exceso el humor de la cólera. Colérico y de subido ingenio tenía que picar en manía, según las castizas expresiones de nuestro médico navarro, el doctor Juan Huarte. La manía se desbarranca por la lectura de libros de caballerías, y todo esto junto recalienta y reseca su cerebro al punto de hacerle desembocar, en forma indefectible, en la locura.

Repaso todo esto para que quede bien plantado y de toda evidencia el hecho fundamental -en cuanto clave de la nueva personalidad del héroe, ostentada con orgullo hasta la muerte- de que son los libros los que constituyen toda la basa y pedestal de don Quijote de la Mancha. Claro está que éste no es el caso con el machucho hidalgo en cuyo cuerpo se insufló la locura divina, que dijo Platón; la osamenta que recibe los palos es la del pobre viejo, pero el espíritu que lleva siempre a los quebrantados huesos a renovar el combate, ese espíritu se identifica con el nombre de don Quijote de la Mancha.

Lo inconmovible de esta realidad es el hecho de que por primera vez el hombre europeo estuvo dispuesto a considerarse a sí mismo como sustentado e inspirado en su vivir por libros. Hasta la época de don Quijote, el hombre occidental se había visto, desde los helenos en adelante, como apoyado en la dura faena del vivir por mitos, religión, pasiones, ideales, o lo que sea. Pero ¿descansar toda una vida en libros, en la literatura, y nada más? ¡Imposible! ¡Jamás!

Mi propia tranquilidad intelectual me obliga a plantearme una pregunta cuya respuesta ni poseo ni conozco. Es pregunta, en consecuencia, que le planteo asimismo al lector. Y en la intimidad de estas páginas el lector puede declinar la respuesta, si está a la altura de mis conocimientos. Pero si su nivel es superior, bien pronto espero clarinazos de nuevo saber, que me alertarán e indoctrinarán. La pregunta es ésta: ¿hasta qué punto se puede relacionar la concepción cervantina de una vida afirmada en libros con el hecho histórico de que los musulmanes conocían a los cristianos, a los judíos, y aun a ellos mismos, como la gente del Libro (ahl al-qitab)? El definitivo monoteísmo, inspirado en un Libro, de judíos, moros y cristianos, sirvió para denominarles por largo tiempo. Y no cabe asomo de duda que la vida individual y colectiva de la gente del Libro se sustentó -¿y sustenta?- sobre una actividad espiritual basada con firmeza en el mensaje divino contenido en esa obra. La vida del cristiano, moro o judío se fundamenta sobre un libro -Biblia, Corán, Tora-; la vida de don Quijote, de análoga manera, se estructura sobre un libro -el de caballerías-. ¿Hay analogía de dependencia? No lo sé.

El nexo entre vida colectiva, o individual, y el Libro florece en la vida espiritual de la comunidad o del individuo. El nexo entre la vida de don Quijote y su libro -el Amadís, por ejemplo- aflora en su vida imaginativa por demás. Creo que algo se puede sacar en claro de todo esto, y es que don Quijote sólo fue posible dentro del seno de la tradición occidental, porque esa tradición es indisociable de las tres castas, como las llamaba don Américo Castro, de cristianos, moros y judíos, vale decir, la gente del libro.

Y vuelvo a materias de las que tengo conocimientos más idóneos. Empecemos por considerar un hecho muy sencillo: la biblioteca de don Quijote era de muy considerables dimensiones para alguien de su situación económica, puesto social y lugar de residencia, «en un lugar de la Mancha». La verdad es que hoy en día todavía sería difícil reunir el equivalente numérico y cualitativo de los libros que don Quijote colectó en el aposento que se llevó el sabio Frestón. Ahora bien, durante el famoso escrutinio de la librería de don Quijote (I, VI), llevado a cabo por cura y barbero con la alegre ayuda de ama y sobrina, no se nos dice la cantidad exacta sino aproximada de los libros que tenía el hidalgo, porque las voces de éste impidieron seguir adelante con la tala y quema: «Por acudir a este ruido y estruendo no se pasó adelante con [el] escrutinio de los demás libros que quedaban» (I, VII). Y más abajo, en el mismo capítulo, se explica:

Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa, y tales debieron de arder que merecían guardarse en perpetuos archivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutiñador, y así, se cumplió el refrán en ellos de que pagan a las veces justos por pecadores.


Al comienzo del capítulo VI se nos había dado una medida aproximada de las dimensiones del total de libros que logró acumular la manía del futuro don Quijote de la Mancha: «más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños». Mucho más tarde la imaginación de don Quijote triplica el número, cuando escucha la historia de Cardenio y surge la intempestiva alusión al Amadís de Gaula. Don Quijote interrumpe de inmediato, al oír este nombre, con los resultados tan sabidos, pero en el momento de la interrupción él le ofrece a Cardenio: «Allí [en su innominada aldea] le podré dar más de trecientos libros que son el regalo de mi alma y el entretenimiento de mi vida» (I, XXIV).

Más de trescientos libros a comienzos del siglo XVII es una cantidad harto ponderable, sobre todo si nos imaginamos cuán a trasmano de todos los centros libreros debe haber caído este «lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme». Además, una época que no conoció los libros en rústica -fuera de los pliegos sueltos, que no vienen al caso- debe haber valorado la biblioteca de don Quijote a precio de oro. Y esto fue, precisamente, lo que tuvo que pagar el futuro caballero andante, muy a desmedro de su hacienda:

Se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos.


(I, I).                


Debo recordar al lector que allá a mediados del siglo XV don Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, allegó una extraordinaria biblioteca, con algo más de los trescientos volúmenes de don Quijote -y antes de la invención de la imprenta-, y la apreció de tal manera que la vinculó en su mayorazgo y título. Pero todo el mundo conoce la talla intelectual del marqués de Santillana. Cuatro siglos más tarde, su descendiente y heredero don Mariano Téllez-Girón y Beaufort, XII duque de Osuna y XV duque del Infantado, habiendo tronado con bríos estrepitosos la fabulosa fortuna heredada, se ve obligado a vender la biblioteca particular de más solera que ha conocido España, y quizá Europa. Pero la historia conoce al marqués de Santillana como uno de los más grandes intelectuales de su siglo, mientras que don Mariano Téllez-Girón y Beaufort no pasó de ser el Grande de más tronío que conoció Europa.

Esta suerte de perifrástico exabrupto me lo ha provocado el hecho de que desde el juego de posibles perspectivas vitales que nos abre la atalaya de los Santillana-Osuna, don Quijote de la Mancha, salvadas todas las distancias, era, al menos en su fase formativa, un intelectual de pies a cabeza. Ahora bien, allá en 1927 José Ortega y Gasset publicó un libro, interesantísimo como todos los suyos, que tituló Mirabeau o el político. En el noble provenzal del siglo XVIII contemplaba Ortega «una cima del tipo humano más opuesto al que yo pertenezco». Y como no puede caber duda a nadie de que Ortega y Gasset pertenecía al tipo humano del intelectual -duda que roza en bizantinismo, y que nunca se cobijó en el pecho de Ortega-, y por consiguiente uno de los temas a desarrollar por nuestro gran filósofo fue el distinguir entre intelectual y político, muy a vuelo de pájaro, y con máxima compresión ideológica, me atrevo a decir, con forzado apoyo en Ortega, que el auténtico hombre de acción no es el político -más que conclusión lógica, esto es un paralogismo, para Ortega-, sino el intelectual. El político no llega, en la inmensa mayoría de los casos, a ser más que un ejecutivo de la acción. En cambio, el intelectual es un tipo pensativo, a quien sus conocimientos y lecturas le hacen decidir por no actuar. Para el político la acción se convierte en lo que Kant denominó un imperativo categórico; el intelectual es el tipo humano que decide no actuar, inducido por sus conocimientos derivados de la lectura.

Ahora sí que estoy bien pertrechado para volver a la brecha y proclamar: ¡Sí, señores, don Quijote de la Mancha fue un intelectual que decidió actuar! Maravillosa paradoja, una de las tantas que encierra el Quijote, y que convierte al protagonista epónimo en el personaje literario más querido por las generaciones que fueron, son y serán. Porque un intelectual que actúa -un loco entreverado, como le denominó don Lorenzo de Miranda- no puede por menos que tocar alguna cuerda armoniosa en el alma de todo lector, sin mirar en barras de clase social, de afinidades intelectuales o de partidismos políticos.

Lo que decide a don Quijote de la Mancha, el intelectual, a actuar se explica por lo que contienen los anaqueles de la biblioteca de su alter ego, el avejentado hidalgo manchego. Pero debo adelantar que no pienso repasar los libros que son mencionados y criticados en el capítulo VI, algunos para ser quemados, y son los más; los menos para salvarse del brazo secular del ama. Creo, sin embargo, que el lector debe considerar seriamente que en esos libros radica la concepción del mundo de don Quijote -como en el Julien Sorel de Stendhal, o en la Emma Bovary de Flaubert-, con un elemento de importantísima plusvalía: de esos libros emana todo el vivir conceptual y activo de don Quijote en la primera parte de sus aventuras. Mas la segunda parte es emanación de la primera, no sólo en el sentido de lo ya conceptualizado y vivido por el protagonista, sino, también y tan importante, en el hecho de que los otros personajes ya han hecho carne de sus conciencias las aventuras de don Quijote de la Mancha diez años antes, allá por 1605, narradas en un libro. Como pregunta la duquesa a Sancho:

-Decidme, hermano escudero: éste vuestro señor, ¿no es uno de quien anda impresa una historia que se llama del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que tiene por señora de su alma a una tal Dulcinea del Toboso?


(II, XXX).153                


Rondaría yo el campo de las viejas verdades del maestro Perogrullo, si observase que la segunda parte del Quijote presupone la primera, pero lo importante es que tantos personajes de 1615 reconocen la absoluta validez de un vivir literario que transcurrió diez años antes. Comenta el socarrón bachiller salmantino:

-No se le quedó nada -respondió Sansón- al sabio en el tintero: todo lo dice y todo lo apunta; hasta lo de las cabriolas que el buen Sancho hizo en la manta.


(II, III).                


Mas antes de empinarnos tanto, conviene recordar que las lecturas -vale decir, educación- de cada uno de nosotros constituye la base doctrinal de nuestras acciones, así la obra leída sea Il Principe, de Maquiavelo, como en el caso de Napoleón Bonaparte, o Mein Kampf, de Adolf Hitler, en el caso de tantos alemanes en aquella desgarradora coyuntura de la Segunda Guerra Mundial. Esta simple observación nos debe inducir, de inmediato, a repasar no tanto los títulos de los libros -tarea de erudito- como los géneros literarios de las obras que atesoraba nuestro hidalgo. El más superficial repaso demuestra que esa famosa biblioteca no atesoraba más que novelas en prosa y libros en verso, de los cuales ninguno pertenecía al género dramático. Una segunda ojeada agrupa los libros en estas categorías: novelas de caballerías, novelas pastoriles, un par de cancioneros individuales dedicados a la poesía lírica -Pedro de Padilla, Gabriel López Maldonado- y una media docena de epopeyas renacentistas.

Como conclusión inmediata se puede adelantar que los libros de caballerías son los que afectan su cerebro y disparan su imaginación, como ya queda dicho, y en forma más larga y tendida en el capítulo IV («La locura de vivir»). Y esta es condición indispensable para que ese hidalgo manchego, vejancón ahíto de lentejas y palominos, se lance en forma empecinada a que el mundo le hunda costillas y despueble encías. De no haber existido libros de caballerías el machucho hidalgo nunca hubiere descubierto que llevaba por dentro un alter ego fenomenal: don Quijote de la Mancha. Los libros de caballerías son para la existencia de don Quijote res sine qua non.

Las novelas pastoriles agregan una nueva dimensión a la imaginativa del héroe. No me refiero a los episodios pastoriles en sí, en los que la imaginación de don Quijote no tiene que esforzarse en absoluto para «pastorilizar» la realidad, como es el caso con el de Marcela y Grisóstomo (capítulos XI-XIV) o el de Leandra (capítulo LI), ambos de la primera parte. Me refiero, más bien, a episodios en los que la imaginativa de don Quijote, al tropezar con evidencias de la vida pastoral empírica, de inmediato las transforma en testimonios de la ideal bucólica tradicional. Como cuando encuentra a unos pastores muy reales que le llevarán al sepelio de Grisóstomo:

Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso, más duro que si fuera hecho de argamasa. No estaba, en esto, ocioso el cuerno, porque andaba a la redonda tan a menudo -ya lleno, ya vacío, como arcaduz de noria-, que con facilidad vació un zaque de dos que estaban de manifiesto. Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones:

-Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombres de dorados...


(I, XI).                


En la segunda parte, en el episodio de la fingida Arcadia (II, LVIII), los caballeros y damas que en ella se mueven han escogido, libero arbitrio, vivir la bucólica, pero sólo con fines de entretenerse, de pasar el rato, por ello representan églogas de Garcilaso y de Camoens. La imaginativa de don Quijote, como sólo abarca la ecuación perfecta entre literatura y vida, le lleva a hacerse paladín de estas contrahechas pastoras, con el resultado que una tropa de toros bravos lo deja tumbado y maltrechísimo en el camino.

Pero la importancia del mito pastoril -de las novelas pastoriles que don Quijote tenía en sus anaqueles- no tiene tanto que ver con esto, sino más bien con la base doctrinal que imparte a sus acciones, o aspiraciones, cuando es desalojado a la fuerza del mundo de la caballeresca. Me refiero, y aclaro, a la triste ocasión en que don Quijote cayó vencido por el Caballero de la Blanca Luna, allá en la playa barcelonesa. La victoria de este caballero implica la expulsión de don Quijote del orbe mítico y perfecto de la caballería. (Buen momento es éste para recalcar que todo mito presupone la perfección.) Desalojado de un mundo de perfección mítica y de creación literaria, don Quijote de inmediato sueña con el otro mundo de análogas características que él conocía con intimidad -como demuestra su biblioteca-, y me refiero, claro está, al mundo pastoril. Por ello, en el largo camino de regreso a la aldea, la imaginativa de don Quijote, con todo un orbe inaccesible, no halla dónde reposar, hasta que rememora otro mundo tan ideal como el de la caballeresca de donde ha sido expulsado: ésta es la base doctrinal e implícita de los proyectos pastoriles de don Quijote (II, LXVII), de los que he hablado con brevedad antes.

Ese par de ejemplares de poesía lírica que sale a luz en el escrutinio -los cancioneros de Padilla y López Maldonado- es el trasfondo indispensable de nuestro héroe. Sin la canción lírica o épico-lírica, compuesta y cantada por él mismo, desde luego, don Quijote se hubiese quedado bastante corto de la metamorfosis que él mismo se marcó. Y eso que su voz dejaba algo que desear: «Con una voz ronquilla, aunque en tonada, cantó...» (II, XLVI).

En cuanto a los copiosos ejemplares de epopeya renacentista que tenía don Quijote -y la verdad es que no podía tener otro tipo de epopeya en ese siglo-, esto es, en otra escala, lo mismo que los libros de caballerías. Representan, o prefiguran, la voluntad de vivir la vida al nivel heroico-caballeresco; en suma, al nivel épico.

Por todos estos motivos, y algunos más, siempre me ha desazonado sobremanera el agrio y brevísimo comentario de Miguel de Unamuno a este capítulo VI de la primera parte:

Aquí inserta Cervantes aquel capítulo VI en que nos cuenta «el donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo», todo lo cual es crítica literaria que debe importarnos muy poco. Trata de libros y no de vida. Pasémoslo por alto.


(Vida de don Quijote y Sancho).                


El desenfoque que estas palabras presupone es muy grande, aunque muy propio de Unamuno, según veremos de inmediato. El caso es que don Miguel de Unamuno, gran vasco, de Vizcaya, fue grande hasta en sus errores.

Para atisbar la cuestión con un mínimo de imparcialidad hay que retrotraernos un poco respecto a Unamuno. El problema, y muy a grandes rasgos, comenzó con el Romanticismo, una suerte de quijotismo ambiental, y en el peor de los sentidos. La vida se vivió de verdad como si fuese literatura, lo que llevó a transfigurar la primera gran obra de Goethe, Die Leiden des jungen Werther, en el irreparable suicidio de Mariano José de Larra, admirable nombre nuestro que me exime de alargar la lista de wertherianos, filos o seudos. De todas maneras, la violenta reacción antirromántica disoció por completo los términos literatura y vida, que habían tenido gran compatibilidad desde el amor cortés, por lo menos, como recordaba yo en el capítulo anterior. La obra toda de Unamuno se puede entender, en primera instancia, como producto de tal disociación. Pero si consideramos a Unamuno como persona, entonces vemos que, en segundo lugar, y en forma más sutil y radical, el bilbaíno don Miguel era, antes que nada, hombre de libros, intelectual, como que fue por casi toda su vida catedrático de griego y rector en Salamanca. En consecuencia, el intelectual Unamuno nos quiere hacer olvidar, al leer el comentario recién copiado de su Vida de don Quijote y Sancho, que nos hallamos ante un libro, el suyo, cuya única raison d’être estriba en ser la reacción de un hombre de letras -un intelectual, al fin y al cabo- al libro de otro hombre de letras -Cervantes, Don Quijote-, cuyo protagonista fue un hidalgo aldeano e intelectualizado, que fue movido a obrar por otros libros. Hermosísima galería de espejos, pero que es un artificio-trampa muy propio de Unamuno, como cualquier lector de Niebla recordará.

Sea esto como sea, queda un hecho ineludible, sin embargo, y es que a pesar -o debido a- la importancia que los libros adquieren en la orientación vital de un hombre -don Quijote de la Mancha-, estos libros son quemados. La quema de libros se puede interpretar a dos niveles distintos, los dos a que funciona cualquier libro en cuanto tal. Al nivel literal, un libro es un conjunto de letras que se agrupan en palabras, palabras que forman oraciones, oraciones que rematan en párrafos, y de párrafos que llenan páginas cuyo número determinará el tamaño del libro. Al nivel simbólico los significados del libro se multiplican y enriquecen en gran manera.154 Para todo el mundo el libro es el símbolo de la cultura, de la difusión de ideas. Para los chinos el libro era uno de ocho emblemas para resguardarse de los malos espíritus. Para el cristiano el Libro de la Naturaleza (Liber Naturae) era símbolo de la Creación, y una adecuada práctica del método exegético llevaba a revelar la influencia divina desde el mundo natural hasta las más empinadas alturas.

Quemar un libro, por consiguiente, adquiere el remontado valor simbólico de un atentado contra la Creación. Como no se puede matar la Idea -platónica o no-, se trata de matar las ideas, y la forma más expeditiva es eliminar sus medios de difusión, o sea quemar los libros. Esto, en forma paradójica, demuestra una fe absoluta en las ideas puestas en acto por la literatura. La quema de libros expresa, en esa misma acción, una fe implícita en el poder de las ideas hechas libros, ya que éstos se eliminan. Ciertas ideas se consideran peligrosas -contra la religión, la moral, el Estado, etc.-, y el primer paso para impedir su difusión es el establecimiento de la censura de libros. Si ésta no es todo lo efectiva que se esperaba, o bien para desarraigar las ideas -hablo en sentido etimológico: arrancarlas de raíz-, o una combinación de ambos motivos, entonces se procede a quemar los libros que con dichas ideas.

La Castilla del siglo XV ya había presenciado una sistemática quema de libros; que yo sepa, fue la primera dispuesta de tal manera en España. Esto ocurrió a la muerte del eminente y enigmático don Enrique de Villena, pariente del propio rey don Juan II de Castilla, príncipe y hombre de letras de conocimientos científico-literarios tan profundos que el vulgo sólo podía explicar tanta ciencia en un caballero de la más alta nobleza como producto de tratos diabólicos. Como resultado, cuando murió don Enrique, en diciembre de 1434, Juan II de Castilla ordenó la quema de sus libros para impedir la difusión de ideas tan peligrosas como las que impulsaron a don Enrique de Villena.155 Es lamentable desde todo punto de vista que la iniciativa estatal en la quema de libros para desarraigar ideas ha tenido tristes rebrotes en nuestros días, en la Alemania nazi o en la Argentina de la primera presidencia de Perón.

Para la época de don Quijote, España se había convertido en un monolítico Estado-Iglesia, cuya única organización al nivel de todo el vasto Imperio era el Santo Oficio contra la Herética Pravedad, vale decir, la Inquisición. El Santo Oficio tenía a su cargo la defensa de la fe, de su integridad y pureza, y por extensión natural también tenía a su cargo la censura de libros. Con eficacia contundente, la Inquisición procedía contra los herejes en los famosos autos de fe -o infames, «según el color del cristal con que se mire»-. Contra los libros la Inquisición disponía del poder de censura, o sea que se procedía contra las ideas peligrosas a través de los libros, y contra éstos a través de la mutilación, que, en ocasiones, podía llegar a la eliminación total. Desde el año de 1551, cuando apareció el primer índice expurgatorio peninsular, el Santo Oficio hacía circular por todos los rincones del Imperio y por todos los niveles sociales la lista de libros prohibidos por contener errores o herejías. Dichos libros prohibidos había que entregarlos a las autoridades locales de la Inquisición, quienes se encargaban de hacerlos desaparecer o de mutilar los pasajes censurables.

Esta apresurada y abreviada visión panorámica nos debe servir, sin embargo, como telón de fondo al escrutinio de los libros de don Quijote. Hay, por parte del autor, un deseado trasfondo de actividades inquisitoriales, logrado a fuerza de alusiones verbales y de semejanzas en las acciones al nivel más superficial. No bien entran los cuatro personajes -cura y barbero, ama y sobrina- en el aposento de los libros, ya se alude a la eliminación violenta, more inquisitoriale, de las ideas a través de los libros: «Podía ser hallar algunos [libros] que no mereciesen castigo de fuego.» La sobrina aboga enérgicamente por no perdonar a ningún dañador. El primer movimiento del cura al abrir el primer libro, que resulta ser el Amadís de Gaula -lo que provoca el siguiente comentario: «Parece cosa de misterio ésta»-, es de quemarlo «como a dogmatizador de secta tan mala».156 «Era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad»; «como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia y de justicia».

En forma expeditiva se termina con los libros de caballerías, y se entra por el campo de las novelas pastoriles. Dice el cura entonces: «Estos no merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que son libros de entendimiento.» Pero la sobrina teme el contagio de las ideas expresadas en los libros -en cualesquier libros, como que viven en estado de bienaventurado oscurantismo-, y clama por la hoguera: «No sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos se le antojase de hacerse pastor.» Bien sabemos que los temores de la sobrina resultaron proféticos. En consecuencia, se procede a la mutilación de la Diana, de Jorge de Montemayor, y se procede a quemar casi todos los demás, a lo que alude el cura al decir que hay que «entregarlos al brazo seglar del ama». Es ésta la más clara alusión, y ya al final del capítulo, al Santo Oficio, porque, como es bien sabido, los reos que serían quemados en los autos de fe eran, en forma previa, entregados al «brazo seglar», ya que los eclesiásticos no deben verter sangre.

No quiero entrar en las solemnes lucubraciones de Stephen Gilman acerca del sentido del ambiente inquisitorial en este capítulo del escrutinio. Sólo quiero abundar en algo expresado con mucha anterioridad, que la ironía es la tónica del estilo cervantino, y que por ironía entiendo yo el lazo verbal que acoyunda lo que es con lo que no es. Las buscadas alusiones a la Inquisición invocaban en cualquier espíritu un tétrico ambiente, de angustia y miedo: «Ante el Rey y la Inquisición, chitón», decía la sabiduría popular hecha refrán. Pero contra ese negro telón de fondo se desempeñan las regocijadas actividades de los cuatro personajes, puntuadas por gracioso diálogo. Y un solo ejemplo debe bastar. El cura decide quemar el Amadís de Grecia, y se funda con este festivo razonamiento: «A trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus églogas, y a las endiabladas y revueltas razones de su autor [= Feliciano de Silva], quemaré con ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.»

La situación es irónica por excelencia. El telón de fondo lo provee la temida y terrible Inquisición. Las actividades no son del todo sancionables, en el sentido de que toda quema de libros implica un asalto a la integridad intelectual. Pero el diálogo que transcurre contra ese telón de fondo y que puntúa dichas actividades rebosa de humor. Es un anticipo técnico del capítulo XX de la primera parte -que ya usé con fines análogos en mi capítulo III-, cuyo epígrafe suena a militar charanga: «De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como lo que acabó el valeroso don Quijote de la Mancha.» Y estos clarinazos sirven para introducir la maloliente aventura de los batanes, que culmina con la diarrea de Sancho Panza.

El examen de la biblioteca de don Quijote saca a la luz del día las raíces intelectuales del hombre que ha dado en llamarse don Quijote de la Mancha. No hay para qué repasar títulos; ya dije que constaba dicha biblioteca de libros de caballerías, novelas pastoriles, un par de muestras de poesía lírica y varios poemas épicos. Decía también yo (supra) que la vida de don Quijote ilustraba en todo momento su respuesta y reacción ante las insinuaciones de dichos libros. Pero la filosofía del siglo XX nos ha enseñado que el hacer es tan importante en la vida humana como el no hacer, que para adentrarnos en el sentido de la vida tenemos que sumar y conjugar hacer y no hacer. En forma traslaticia, se puede afirmar que la presencia es tan importante como la ausencia. Lo que transportado al contexto del capítulo VI de la primera parte del Quijote implica que los géneros ausentes de los anaqueles del caballero andante son de parecida utilidad, a los fines de una suerte de radiografía intelectual, como los géneros que sí están allí representados.

Al filo del siglo XVII había varios grandes géneros de amplia representación en Castilla, y que no hallamos en la biblioteca de don Quijote. Algunas de estas ausencias son más fáciles de explicar que otras. Por ejemplo, no creo que pueda causar mayor extrañeza el hecho de que en toda la biblioteca no hay ni un solo ejemplar de la importantísima literatura espiritual. No hay libros de ascética ni de mística, ni siquiera libros de devoción. Mas no hubiese sido convenible llenar anaqueles de la biblioteca de un futuro caballero andante con tales libros. El propio Iñaki de Loiola, sediento de «gloria militar», fue «muy curioso y amigo de leer libros de caballerías», hasta la casi fatal herida en el cerco de Pamplona de 1521. Sólo en su larga convalecencia llegó a las alturas de la literatura espiritual: una vida de Cristo y un Flos sanctorum, como nos informa puntualmente el padre Pedro de Ribadeneira en la Vida (1583), capítulos I y II. De la lectura, y a la larga, provino la conversión, y por eso hoy en día todos veneramos a San Ignacio de Loyola, nuestro celestial Quijote vasco.

Por motivos análogos, también resultaría un poco inverosímil hallar libros de filosofía o de historia. La historia castellana don Quijote la conoce bien, como demuestra a menudo, en particular en lo que en alguna forma rozaba la caballería. Pero para este tipo de conocimiento no necesitaba en absoluto una biblioteca particular sobre el tema.

Don Quijote conocía buena parte del Romancero de memoria, y el capítulo que antecede al escrutinio nos lo demuestra cumplidamente, y, sin embargo, no hay ningún romancero en su biblioteca. Aquí la explicación, aunque sencilla, es muy distinta. El Romancero vivió, y en buena parte todavía vive, en la tradición oral, lo que equivale a decir en boca de todos. Como cantares épico-líricos de vieja solera en la tradición, los conocía de memoria todo el mundo. En la segunda parte, cuando amo y escudero van camino del pueblo de Dulcinea, a la noche, tropiezan con un labrador con arado y dos mulas, que venía cantando:


Mala la hubisteis, franceses,
en esa de Roncesvalles,


con mínima variante de un romance architradicional del ciclo de Roncesvalles. Y todo esto provoca un sarcástico comentario de Sancho Panza, quien a su vez recuerda el romance de Calaínos («Ya cabalga Calaínos a la sombra de una oliva»). Sería fatuo suponer que labriego y Sancho disponían de sendas bibliotecas.

Caso distinto nos presentan los romances artísticos, lo que llamamos el Romancero Nuevo, y que en gran medida fue labrado por Lope de Vega y don Luis de Góngora. En gran medida, este Romancero Nuevo tuvo un éxito considerable, a lo que contribuyó el propio Cervantes, y en medida no escasa, por testimonio propio.157 Y don Quijote no posee ninguno de estos romancerillos. Pero es fácil de entender, no bien se recuerda que el Romancero Nuevo fue producto de pocos para pocos -ambos términos usados en sentido relativo-, y aun ese triunfo, muy corto, si lo comparamos con los siglos de vigencia del Romancero tradicional, ocurrió entre la población cortesana, en particular, y urbana, en general. Vale decir, lo que don Quijote no fue ni quiso ser.

Se ha acusado a don Quijote -pienso en E. F. Rubens no tener tampoco en su biblioteca obras de teatro ni novelas picarescas, cuando el caso es que ambos géneros juegan importante papel en su historia. Las discusiones sobre el teatro forman el meollo de los capítulos XLVII-L de la primera parte. Mas de inmediato hay que puntualizar que la persona que trae todos los ejemplos dramáticos es el anónimo canónigo toledano, no don Quijote, en absoluto, quien centra todos sus ejemplos en sus favoritos libros de caballerías. Y respecto a la picaresca, basta recordar que la única mención a obra del género es por boca de Ginés de Pasamonte, en la aventura de los galeotes, cuando con tono de admirada envidia menciona al Lazarillo de Tormes.

El lector moderno, mejor dicho el crítico moderno, sufre a menudo de un grave despiste, cuyas causas diagnosticó con su agudeza y erudición de siempre mi llorado amigo Antonio Rodríguez-Moñino. La desorientación, tan prevalente en la crítica actual, surge porque trasponemos en forma instintiva, sin darnos cuenta, nuestra realidad de investigadores a los Siglos de Oro. Aceptamos con perfecta naturalidad la existencia de bibliotecas extraordinarias, como las del Congreso en Washington, el Museo Británico, la Nacional de París y hasta la nuestra de Madrid. Con la misma ecuánime naturalidad aceptamos el hecho de que desde el siglo XVIII -y en algunos casos antes- se ha venido realizando una extraordinaria labor de publicar obras y autores inéditos, en muchísimos casos en estupendas ediciones críticas. Lo que cualquier profesor o erudito de hoy puede consultar en su biblioteca universitaria, y en tantos casos en la suya particular, hubiese tumbado de espaldas al propio Nicolás Antonio, el príncipe de los bibliógrafos españoles.

Todo esto produce el desenfoque aludido. Y nos olvidamos que los más altos nombres de la lírica de aquellos siglos no publicaron -por motivos disímiles- su obra poética. No la publicó Garcilaso de la Vega ni lo hizo don Luis de Góngora y Argote. Ni fray Luis de León ni San Juan de la Cruz sintieron comezón por publicar su divina poesía. El conocimiento de estas obras fue en su época privilegio de poquísimos. Hoy en día olvidamos la realidad, o la ignoramos, y la suplantamos por nuestras experiencias de bachillerato. Y basta con lo dicho. Don Quijote de la Mancha, machucho hidalgo de gotera, en una aldea manchega, no pudo tener nunca biblioteca como la que un siglo antes reunió el marqués de Santillana. Cualquier otra cosa sería «pedir cotufas en el golfo», como apuntó Sancho.

Así y todo, si volvemos a los libros que don Quijote sí poseía, o a lo menos a los que nosotros sabemos que poseía, hay que reconocer que su biblioteca padecía de total falta de actualidad; no poseía ningún best-seller de sus años, ni siquiera libros menospreciados, pero recientes. El libro de más reciente estampa, al menos entre los que salen a luz con motivo del escrutinio, es El pastor de Iberia (1591), de Bernardo de la Vega.158 De los demás libros ninguno traspasa la década de 1580.

Todo esto merece cavilación, ya que las aventuras de don Quijote de la Mancha, en su primera edición, salieron a la luz en 1605. La diferencia implicada es de unos quince años entre lo que podríamos denominar la chifladura del hidalgo manchego y el más reciente libro que había leído, que ni siquiera era libro de caballerías. La distancia que separa quince años de vida fue vista e interpretada por José Ortega y Gasset como la distinción mágica que separa a una generación de otra -a nosotros de nuestros hijos, o quizás al revés-, problema que ha refinado su discípulo Julián Marías en El método histórico de las generaciones (1949). En el transcurso de ese período de quince años se efectúa una transformación de valores que arrincona a la vieja generación con sus valores e impone a la nueva generación con una asimismo nueva axiología. Entonces, y en consecuencia, no cabe dudar que don Quijote de la Mancha era un retrasado generacional, alguien que llegó tarde a la vida y, por lo tanto, de gusto anticuado e inactual.

Esto queda neto de toda evidencia si repasamos en la mente los contenidos de su biblioteca, vale decir, el alimento diario de un hombre: novela y poesía. Falta el forraje intelectual que hace que el muchacho llegue a hombre, ese pienso -claramente espiritual, digo yo- que ayuda a que el niño entre en años, y así adquirir ese temple de espíritu que permite, a cierta edad, sonreírse al oír exclamaciones líricas por el estilo de «Juventud, ¡divino tesoro!»

Es evidente, y lo demuestran sus lecturas, que don Quijote no progresó desde su juventud. Desde su autobautismo hasta su muerte don Quijote se comporta como un muchacho encarnado en el cuerpo de un viejo. En ningún momento le aqueja la responsabilidad familiar, a pesar de tener sobrina bajo su techo y protección. Al contrario, desde un principio le vemos evadir esa responsabilidad entre sigilos y cautelas: «Y así, sin dar parte a persona alguna de su intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día...» (I, II). Análoga irresponsabilidad caracteriza su segunda salida: «Sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese» (I, VII). La tercera salida necesita más largos preparativos y más cautelas, porque ama y sobrina esta vez sospechan las intenciones de don Quijote. Las dos mujeres sí tienen sentido de la responsabilidad familiar y tratan de evitar la salida inminente: «Por mil señales iban coligiendo que su tío y señor quería desgarrarse la vez tercera, y volver al ejercicio de su, para ellas, mal andante caballería: procuraban por todas las vías posibles apartarle de tan mal pensamiento» (II, VI). Sigue un largo razonamiento entre el caballero y las dos mujeres, en que el «loco entreverado» las asombra con sus disparates y con su sensatez. Y en este momento la sobrina pronuncia ciertas palabras que bien vale la pena recordar aquí porque nos retrotraen al tema del joven-viejo: «Que se dé a entender [Don Quijote] que es valiente, siendo viejo, que tiene fuerzas, estando enfermo, y que endereza tuertos, estando por la edad agobiado» (ibidem). Y he desembocado en el tópico tradicional del puer-senex, como lo denominó Ernst Robert Curtius al estudiarlo con su reconocida ciencia.159 El tópico llega a la Edad Media con el respaldo de toda la sabiduría de Salomón: «Senectus enim venerabilis est non diuturna, neque annorum numero computata. Cani autme sunt sensus homini...» (Sapientia, VI, 8-9). De haber tenido más lecturas, la sobrina bien podría haber dicho con Salomón a su señor tío que las canas no son índice de la prudencia en el hombre. Y todo esto se complica por la locura de don Quijote.

Los planes de ama y sobrina para detener al caballero e impedirle nueva salida se ven coartados, sin embargo, por la intervención de Sansón Carrasco, quien las recata sus segundas intenciones, que se harán claras a todo el mundo -menos a don Quijote, claro está- sólo después de la aventura del Caballero del Bosque (I, XV). El sentido de responsabilidad que sienten las dos mujeres por don Quijote, y que éste no tiene en absoluto, las lleva al punto de la desesperación: «Las maldiciones que las dos, ama y sobrina, echaron al bachiller no tuvieron cuento; mesaron sus cabellos, arañaron sus rostros, y al modo de las endechaderas que se usaban, lamentaban la partida como si fuera la muerte de su señor» (II, VII).

Sólo a punto de muerte, cuando el hidalgo ha recuperado el buen juicio, cuando ya no está más loco, recobra el sentido de la responsabilidad familiar. Esto se hace clarísimo en su testamento:

Ítem, mando toda mi hacienda, a puerta cerrada, a Antonia Quijana, mi sobrina, que está presente, habiendo sacado primero de lo más bien parado della lo que fuere menester para cumplir las mandas que dejo hechas; y la primera satisfación que se haga quiero que sea pagar el salario que debo del tiempo que mi ama me ha servido, y más veinte ducados para un vestido.


(II, LXXIV).                


Para no abundar en más ejemplos, creo que no puede caber duda alguna en nadie acerca del idealismo impulsivo que impele de continuo a don Quijote y que distingue ya la primera aventura del novel caballero, la de Andresillo:

-Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones delante donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión, y donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda, son de algún menesteroso o menesterosa, que ha menester mi favor y ayuda.


(I, IV).                


En estas palabras relucen también las otras características permanentes de las aventuras de don Quijote y de su acción en el mundo: su generosidad entusiasta y su entrega completa al ideal. Pero todas éstas son características de la juventud, lo que, en forma irónica y paradójica, confirmará el título de la obra de Pío Baroja Juventud, egolatría (1917), porque en el momento en que el gran donostiarra designa así a su juventud él ya había entrado en la madurez, como que contaba cuarenta y cinco años.

Pero el cincuentón hidalgo de aldea no quiere reconocer las limitaciones que impone la edad, ya que en su locura la mente juvenil le ha reencarnado en el cuerpo de un viejo, como le censura la sobrina en el pasaje copiado más arriba. El propio Sancho Panza ve esto muy claro en su plática con el escudero del Caballero del Bosque. El escudero del Bosque acusa a su amo de bellaco:

-Eso no es el mío -respondió Sancho-: digo, que no tiene nada de bellaco; antes tiene una alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna: un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día, y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga.


(II, XIII).                


Conmovedora declaración, en la que veo yo la fuente directa de Mark Twain, cuando comenzó a idear las regocijadas aventuras de Tom Sawyer (1876) y las de su compinche Huckleberry Finn (1884), tema que insinué con mucha anterioridad y que más vale explicar un poco mejor en la oportunidad (vide supra, capítulo III). Recordemos que Tom Sawyer, un niño al comienzo de sus aventuras, es otro imaginativo como don Quijote. En determinado momento Tom y Huck y otros compañeros más atacan a un grupo de colegiales que están de merienda. Se imaginan atacar a un nutrido grupo de «Spanish merchants and rich A-rabs», pero la realidad se niega a transformarse y ceder a la imaginación, y hay que reconocerla como tal. Huck se queja a Tom de que la realidad sea tan pedestre y que hayan tenido que huir ante la inesperada presencia del maestrescuela. Como explica Huck:

I didn’t see no di’monds, and I told Tom Sawyer so. He said there was loads of them there, anyway; and he said there was A-rabs there, too, and elephants and things. I said, why coulnd’t we see them, then? He said if I warn’t so ignorant, but had read a book called Don Quixote, I would know without asking. He said it was all done by enchantment.


(The Adventures of Huckleberry Finn, III).                


Este breve ejemplo pone las cosas con toda la claridad deseada: Huck es a Sancho lo que Tom es a don Quijote. Pero la clave interpretativa de Mark Twain es que Tom y Huck son dos niños. Don Quijote es un cincuentón y Sancho no es mucho más joven. El novelista norteamericano concibe los disparates de don Quijote como propios y pertenecientes a la niñez; en vez de encarnar la mente de un niño en el cuerpo de un viejo -como en el caso de don Quijote, el puer-senex por excelencia-, Mark Twain corrige lo que él consideró gravísimo desnivel, y la mentalidad infantil encarna en el cuerpo de un niño.

No entra en mis planes discutir el acierto de la corrección de Mark Twain. Pero sí me interesa destacar el hecho de que desde la perspectiva de esa corrección empezamos a apreciar con gradual nitidez el componente infantil de la mentalidad de don Quijote, que comenzamos a apreciar, con timidez, en el escrutinio de su librería. Y ya que estoy en el tema de brillantes reelaboraciones posteriores del personaje de don Quijote, quiero mencionar otra que allá en el capítulo III estudié muy brevemente junto con Tom Sawyer. Me refiero al protagonista de El idiota, de Dostoievski, el príncipe Myshkin. Es posible, asimismo, que la misma declaración conmovedora de Sancho copiada más arriba haya disparado la imaginación del gran novelista ruso. Conviene no olvidar que Dostoievski declaró en su Diario de un novelista: «He querido representar en mi “idiota” a un hombre positivamente bueno.» Si desde este ángulo de visión volvemos ahora a don Quijote, se empieza a destacar gradualmente el componente de bondad y altruismo que entra en la personalidad del inmortal personaje. Y quizá, quizá, sean estos factores -infantilidad, bondad, altruismo- los que instintivamente han atraído a innúmeras generaciones de lectores y han hecho de la forma de vida de don Quijote algo tan inalcanzable como apetecible.

Sin haber sutilizado tanto, ya me había dado la razón Santiago Ramón y Cajal, nuestro más memorable hombre de ciencia, en un magnífico discurso:

Labor de alta pedagogía y de verdadera regeneración es corregir en lo posible los vicios y defectos mentales de la raza española, entre los cuales acaso el más fértil en funestas consecuencias sociales es la escasez de civismos nobles y desinteresados, de sanos y levantados quijotismos en pro de la cultura, elevación moral y prosperidad duradera de la patria.


(Psicología de don Quijote y el quijotismo, 1905).                


Mas no debemos perder de vista el hecho fundamental, que ya insinué, de que el caso de don Quijote es más complejo que la suma de sus partes, porque don Quijote está loco. Y ya hemos visto que su tipo especial de locura la definió muy bien don Lorenzo de Miranda al llamarle «loco entreverado». Este diagnóstico lego sirve para explicar el mundo de contradicciones que abriga don Quijote en su pecho. Es un loco con momentos de gran sensatez, lo que hace exclamar a su sobrina: «¡Que sepa vuestra merced tanto, señor tío, que, si fuese menester en una necesidad, podría subir en un púlpito e irse a predicar por esas calles...» Lo que confirma más tarde Sancho Panza:

-Este mi amo, cuando yo hablo cosas de meollo y de sustancia suele decir que podría yo tomar un púlpito en las manos y irme por ese mundo adelante predicando lindezas; y yo digo dél que cuando comienza a enhilar sentencias y a dar consejos, no sólo puede tomar púlpito en las manos, sino dos en cada dedo, y andarse por esas plazas a ¿qué quieres, boca? ¡Válate al diablo por caballero andante, que tantas cosas sabes! Yo pensaba en mi ánima que sólo podía saber aquello que tocaba a sus caballerías; pero no hay cosa donde no pique y deje de meter su cuchara.


(II, XXII).                


Es evidente que nuestro puer-senex tiene el ímpetu del adolescente y la discreción de la madurez. La sobrina acaba de acusar a su tío de padecer de «sandez tan conocida», pero pocos minutos más tarde se ve obligada a reconocer que su tío «todo lo sabe, todo lo alcanza; yo apostaré que si quisiera ser albañil, que supiera fabricar una casa como una jaula» (II, VI). Pero esto es en los momentos de lucidez del caballero, el resto del tiempo bien sabemos que está loco rematado; sabemos, asimismo, cómo llegó a ese estado de locura. En casi perfecta sincronía, muy pocos años antes, el protagonista de Hamlet, Prince of Denmark se finge loco para disipar las sospechas de su tío Claudius. El pobre príncipe de Dinamarca -Hamlet la Duda, don Quijote la Fe, según la atractiva fórmula de Turguenev- se define, en cierta ocasión, como un nuevo «loco entreverado»:

I am but mad north-north-west: when the wind is / southerly I know a hawk from a handsaw.


(II, II).                


La sensatez de Hamlet le lleva a un cúmulo de dudas que le inhibe para la acción. La locura divina de don Quijote -según la definición de Platón- linda, a veces, con la discreción de la madurez sensata. Pero Hamlet finge su locura, mientras que don Quijote tiene que vivir la suya. Y con don Quijote, como experimentan tantos de sus conocidos, estamos en presencia de una persona que es de una manera (loco) y se presenta de otra (cuerdo). Mas como decía yo en el mismo capítulo III, cuando una persona, cosa o hecho es de una manera y se presenta de forma distinta, nos hallamos ante una definición taxativa de ironía, «disimulo», en su sentido etimológico. Y volvemos a desembocar en la norma irónica del Quijote: en el mundo de los baciyelmos la ironía es una necesidad vital, como demostró Cervantes.

La clave de la personalidad de Hamlet la da éste en su famoso monólogo:


To be, or not to be: that is the question.
Wether’tis nobler in the mind to suffer
The slings and arrows of outrogeons fortune,
Or to take arms against a sea of troubles,
And by opposing end them? To die: to sleep;
No more...


(III, I)                


En contraposición, ya hemos visto que don Quijote tiene poquísimas oportunidades para expresarse en monólogos, dado que son muy contadas las ocasiones en que el caballero se queda solo. Claro está que esos muy pocos momentos de soledad tienen inmensa importancia para aislar y reconocer algo más de la intimidad del héroe, como espero haber demostrado en los capítulos V y VI. Y si en el episodio de la penitencia en Sierra Morena y en la cueva de Montesinos podemos calar mucho más hondo que antes en la personalidad de don Quijote no es precisamente por el uso del monólogo.

No creo correr el riesgo de provocar mayor disentimiento si afirmo que la personalidad de don Quijote se expresa en el diálogo con tanta o mayor eficacia que en las acciones. En realidad, una de las tantas maravillas que encierra el Quijote es la perfecta relación entre diálogo y narración, inhallable en los anales literarios anteriores. No olvidemos el hecho de que Cervantes se lanzó a la vida literaria en el teatro, episodio de su vida que recordó con harta satisfacción en el «Prólogo al lector» de sus Ocho comedias y ocho entremeses (Madrid, 1615).

En el Quijote, y mucho antes que él, el diálogo es, en su expresión más profunda, forma del conocimiento. El tono festivo del siguiente ejemplo no nos debe hacer perder de vista ese aspecto esencial. Cuando don Quijote vuelve a su aldea encantado y enjaulado en el carro de bueyes, en determinado momento Sancho conmina a su amo a que le responda a ciertas preguntas «con toda verdad», lo que incomoda un poco al caballero encantado, quien contesta: «Digo que no mentiré en cosa alguna.» Con esta seguridad comienza el interrogatorio dialogal:

-Digo que yo estoy seguro de la bondad y verdad de mi amo; y así, porque hace al caso a nuestro cuento, pregunto, hablando con acatamiento, si acaso después que vuestra merced va enjaulado y, a su parecer, encantado en esta jaula, le ha venido gana y voluntad de hacer aguas mayores o menores, como suele decirse.

-No entiendo eso de hacer aguas, Sancho; aclárate más, si quieres que te responda derechamente.

-¿Es posible que no entienda vuestra merced de hacer aguas menores o mayores? Pues en la escuela destetan a los muchachos con ello. Pues sepa que quiero decir si le ha venido gana de hacer lo que no se escusa.

-¡Ya, ya te entiendo, Sancho! Y muchas veces; y aun agora la tengo. ¡Sácame deste peligro, que no anda todo limpio!

-¡Ah! -dijo Sancho-. Cogido le tengo: esto es lo que yo deseaba saber como al alma y como a la vida.


(I, XLVIII-XLIX).                


Con una extraordinaria adaptación y aplicación del método socrático, Sancho ha obligado a su amo a declarar ciertas verdades que llevan, indefectiblemente, a la siguiente conclusión: «Los que no comen, ni beben, ni duermen, ni hacen las obras naturales que yo digo, estos tales están encantados; pero no aquellos que tienen la gana que vuestra merced.» Para Sancho, como para tantos otros personajes, el encantamiento es un misterio, y la incógnita suprema en este momento es averiguar si don Quijote está encantado o no. En forma dialéctica el escudero obliga en esta ocasión al caballero a admitir que no va encantado: «Verdad dices, Sancho -respondió don Quijote-.» La mayéutica de Sócrates, tal cual la conocemos a través de los diálogos de Platón, jamás se vio puesta a averiguaciones como la precedente, pero con eficacia análoga a la de Sócrates, Sancho Panza ha extraído la verdad de don Quijote.

La afirmación de que el diálogo es una forma del conocimiento se puede ensayar con otra piedra de toque. El inglés Thomas Carlyle decía que «es necesario amar para conocer» (Sartor Resartus. The Life and Opinions of Herr Teufelsdröckh, 1833-1834). La amistad es una forma del amor, tan excelsa como el verdadero amor, y así lo expresó Cicerón en su gran diálogo De Amicitia. Muchos siglos más tarde, el gran romántico inglés lord Byron escribió en sentidos versos: «Fictions and dreams inspire the bard / Who rolls the epic song; / Friendship and Truth be my reward.» Y acaba diciendo: «Friendship is Love without his wings» (Hours of Idleness, 1807). Al socaire del diálogo ciceroniano y de afirmaciones taxativas de Aristóteles («La amistad es una especie de virtud o implica virtud», Ética a Nicómaco, 8.1.1155a4) y otros factores que no vienen al caso, la amistad como tema literario y ensayístico adquiere gran boga en el Renacimiento. Y no hay que ser muy lince para observar que la amistad se expresa en el diálogo. Por todos estos motivos es natural y emocionante a la vez que el derrotado don Quijote se dirija a su escudero como «¡Oh Sancho bendito! ¡Oh Sancho amable!» (II, LXXI). Y no menos conmovedor es para mí que Sancho Panza, desde lo más alto de la rueda de su Fortuna, cuando ya está instalado como gobernador de la ínsula Barataria, escribe a su amo y le llama «señor mío de mi alma» (II, II).

Siglos después del Quijote, Benito Pérez Galdós, que tanto aprendió de Cervantes en general y de esta novela en particular, escribía en el prólogo a El abuelo (1897), novela dialogada por cierto: «El sistema dialogal ... nos da la forja expedita y concreta de los caracteres.» ¡Con cuánta antelación y qué bien lo sabía Cervantes! Don Quijote y Sancho Panza se hacen en diálogos de verdadera paz y amistad -con algún quebranto, como ocurre en las más unidas familias-, al punto que Salvador de Madariaga pudo hablar de la quijotización de Sancho Panza y de la sanchificación de don Quijote (Guía del lector del «Quijote», 1926). Amo y escudero tocan en sus conversaciones todos los temas de la vida y de lo que ya no es vida: «Quiero decir -dijo Sancho- que nos demos a ser santos, y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos» (II, VIII).

En la maravilla del diálogo se moldean nuestros dos protagonistas con todo el cuidado y celo de nuevos Fidias. La propia mujer de Sancho Panza queda estupefacta ante el cambio que presencia en su marido: «Mirad, Sancho -replicó Teresa-: después que os hicisteis miembro de caballero andante habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os entienda» (II, V). Los profundos raciocinios de don Quijote dejan asombrado a Sancho:

-¿Es posible que haya en el mundo personas que se atrevan a decir y a jurar que este mi señor es loco? Digan vuestras mercedes, señores pastores: ¿hay cura de aldea, por discreto y por estudiante que sea, que pueda decir lo que mi amo ha dicho, ni hay caballero andante, por más fama que tenga de valiente, que pueda ofrecer lo que mi amo aquí ha ofrecido?


(II, LVIII).                


Permítaseme citar nuevamente a Carlyle, en uno de sus mejores ensayos: «Surely, of all the rights of man, this right of the ignorant man to be guided by the wiser, to be gently or forcibly, held in the true course by him, is the indisputablest» (Chartism, 1839). A este derecho del hombre, fundamental e indisputable en la opinión de Carlyle, se había acogido mucho antes Sancho Panza. Por eso en el lecho de muerte de don Quijote -Alonso Quijano el Bueno, mejor dicho- siente en forma anticipada su desamparo, y llorando le implora a su amo: «No se muera vuestra merced, señor mío» (II, LXXIV). Pero su amo ya ha enfrentado la Eternidad.

El diálogo sirve a don Quijote y a Sancho de una verdadera propedéutica vital que bien deberíamos imitar nosotros. Lo malo es que en esta fementida edad hay gran carestía de Quijotes y hasta de Sanchos. La lección inolvidable de los diálogos del Quijote no hallo mejor forma de expresarla que en esta paráfrasis de unas palabras de Miguel de Unamuno, escritas con motivo totalmente ajeno al mío, aunque asestadas a un blanco no muy apartado del mío: ¡Qué cosas se decían! Eran cosas, no palabras.160

La adquisición de conocimiento certero y eficaz no deja de estar acompañada de dudas, a las que a menudo se sobrepone la voluntad de don Quijote, pero no siempre.161 Un caso en que la voluntad rechaza con integridad la duda, sin dejarla que termine de aflorar a la conciencia, se nos presenta apenas comienza la historia. Para salir a buscar aventuras el novel caballero ha requerido las mohosas armas de sus antepasados, pero entre ellas no había celada de encaje, sino morrión simple. El caballero se la fabrica de cartón y, para probarla, le asesta una cuchillada que la deshace. «La tornó a hacer de nuevo ... y sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje» (I, I). Ha triunfado la voluntad. Pero ya hemos visto (supra, capítulo VI) que las dudas se multiplican en el pecho de don Quijote: ¿Dulcinea es la emperatriz de la Mancha o una labradora hedionda a ajos? ¿Qué vio, de verdad, en la cueva de Montesinos? En su oportunidad destaqué cómo este cúmulo aplastante de dudas fuerza a don Quijote de la Mancha a la increíble humillación de interrogar al mono de maese Pedro acerca de la verdad.

Con perfecta sincronía Hamlet y Othello, lo mismo que don Quijote, aprendieron que una vez que la duda entra en el pecho es casi imposible expulsarla. El desconcierto vital en que se encuentra el caballero andante respecto a la cueva de Montesinos sólo ha sido ahondado por la capciosa respuesta del mono. La carcoma de la duda está a punto de echar a pique el barco de sus esperanzas, y don Quijote, desesperado, casi al final de su vida en Barcelona, recurre a la cabeza encantada de don Pedro Moreno: «¿Fue verdad, o fue sueño lo que yo cuento que me pasó en la cueva de Montesinos? ¿Serán ciertos los azotes de Sancho mi escudero? ¿Tendrá efecto el desencanto de Dulcinea?» (II, LXII). La vida se le iba a raudales a don Quijote de la Mancha por los boquetes abiertos en su gloriosa voluntad de otrora por cada una de esas preguntas. Qué mal entendió la tragedia de la duda Unamuno cuando escribió: «Fe que no duda es fe muerta» (La agonía del Cristianismo, 1925). Mi religión, y la de don Quijote, nos aproxima mucho más a la actitud de lord Tennyson cuando escribió: «Doubt is Devil-born» (In Memoriam, 1850).

Estas dudas, sin embargo, son atributivas hasta cierto punto, con lo que quiero decir que sólo son gajes de su condición esencial de ser caballero andante. Con la mayor gravedad entona don Quijote en un pasaje ya citado: «Yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean» (II, XXXII). La tragedia irremediable ocurrirá cuando el caballero andante dude de su condición de tal y se pregunte si es caballero andante o no. Desde un principio tenemos sólida evidencia de que al respecto no cabe la menor duda, ya que todo estriba en un acto de voluntarioso autobautismo y una subsecuente armazón de caballería que efectivamente ocurren.

Don Quijote de la Mancha se sabe caballero andante. Y esta condición vital casi se la puede tocar él mismo con el dedo. En la primera visita a la venta de Juan Palomeque el Zurdo todos recordaremos que al final de la desastrada visita unos apicarados huéspedes mantean a Sancho sin piedad. Su amo trata de socorrerle, pero sus maltrechos huesos no le permiten desmontar de Rocinante. Cuando todo ha acabado, comenta don Quijote a su fatigado escudero:

Por la fe de quien soy, que si pudiera subir o apearme, que yo te hiciera vengado, de manera que aquellos follones y malandrines se acordaran de la burla para siempre, aunque en ello supiera contravenir a las leyes de la caballería, que, como ya muchas veces te he dicho, no consienten que caballero ponga mano contra quien no lo sea, si no fuere en defensa de su propia vida y persona, en caso de urgente y gran necesidad.


(I, XVIII).                


En ocasión mucho más solemne, ya que es contingente a la calidad de caballero andante o no de don Quijote, es decir, a su condición de ser, nuestro héroe responde a las insidiosas preguntas de su sobrina:

No todos los caballeros pueden ser cortesanos, ni todos los cortesanos pueden ni deben ser caballeros andantes: de todos ha de haber en el mundo; y aunque todos seamos caballeros, va mucha diferencia de los unos a los otros; porque los cortesanos, sin salir de sus aposentos ni de los umbrales de la corte, se pasean por todo el mundo, mirando un mapa, sin costarles blanca, ni padecer calor ni frío, hambre ni sed; pero nosotros, los caballeros andantes verdaderos, al sol, al frío, al aire, a las inclemencias del tiempo...


(II, VI).                


Pero mucho más tarde nos enteramos, en forma tan imprevista como solapada, de que la fe de don Quijote en creer ser caballero andante de verdad estaba totalmente socavada hasta esa ocasión. Cuando llega don Quijote al palacio de los duques nos estrellamos ante la contundente afirmación de que el caballero andante -un hombre, cualquier hombre- ha vivido, y a sabiendas, una mentira, que su ser esencial no es eso, sino una pose. ¡Horror!:

Todos o los más derramaban pomos de aguas olorosas sobre don Quijote y sobre los duques, de todo lo cual se admiraba don Quijote; y aquel fue el primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante verdadero.


(II, XXXI).                


Este es el momento en que caemos, en forma inesperada, en la cuenta de que las dudas de don Quijote de la Mancha se habían remontado, desde mucho antes, a alturas ontológicas. El caballero andante ha vivido en dudas acerca de la calidad de su propio ser. Al llegar a esta conclusión se puede decir que don Quijote bien podría haber repetido con castizos acentos aquello de «To be or not to be». Pero lo extraordinario es que con los acordes de su propia vida don Quijote compuso un triunfal himno a lo que Thomas Carlyle en su Sartor Resartus llamó «The Everlasting Yea». Responder armónicamente al sí eterno es vivir a la altura de las circunstancias de siempre, las de ayer, las de hoy y las de mañana. Si ésta es la lección que nos da don Quijote como forma de vida, entonces yo que todos debemos volver a esa empresa.