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El autor que se fugó de la vida


Juan Antonio Vizcaíno





Aquella tarde, en el Teatro María Guerrero, habían cambiado imprevistamente de programación. La función que se hacía todas las veladas había sido sustituida por una representación teatral de la muerte, silencioso concierto. Este cambio imprevisto no impidió que aquel día el teatro ofreciera su representación más larga, y que aumentara hasta lo imprevisible la afluencia de público. El protagonista de la defunción era demasiado respetado como para no acercarse aquel día al teatro. A darle en silencio el último aplauso, el último bravo, el último gesto de agradecimiento que manifiestan siempre los pueblos ante sus grandes poetas dramáticos.

El cadáver de Antonio Buero Vallejo refulgía en el centro del escenario, como el de un papa, un director de cine italiano, o un caudillo soviético. La capilla ardiente había sido instalada en el corazón del patio de butacas. Su cabeza cerúlea (y suavemente maquillada) resplandecía bajo los teatrales focos que formaban un catafalco de luz blanca. Sobre una solemne moqueta negra, el ataúd de madera brillante, parecía levitar en el aire, con fantástica irrealidad teatral. Cuatro enormes candelabros de plata, rematados por velones eléctricos, con sus acristaladas llamas, apagadas, custodiaban el «corpore insepulto dramaticus», junto a dos coros de sillas plañideras, rojas y marfil, traídas desde los palcos. En proscenio, se estiraban unas cuarenta suntuosas coronas de flores, de dibujos y trenzados tan hermosos y complejos, como fantasías vegetales de festines principescos. Eran tantas las coronas apretujadas que algunas de ellas inundaron los palcos del flanco derecho. La presencia del cadáver hacía más digna la memoria del autor finado. El irremisible espejo que ven los humanos, en cada uno de sus muertos, añadía el resto.

En la capilla ardiente de Buero Vallejo, quizá por su ubicación teatraria, no había nada absolutamente patético, macabro o sepulcral. Parecía más bien una apacible representación teatral. El cuerpo sin vida del maestro reverberaba una extraña paz en aquel recinto de recogimiento ceremonial. Desde esa sintonía colectiva y espiritual (la llegada de visitantes no se interrumpía), comenzaba a percibirse -en una magnética experiencia- cómo asomaba por detrás del catafalco la boca negra del escenario; fauces de lobo inmenso; cabronería fantástica y trepidante de la muerte; túnel de acceso a las autopistas nocturnas y transparentes del universo. La negritud del escenario era la puerta de entrada a la eternidad. Sobre ese negro interminable y sin hombros, de un escenario apagado, se alzaba en el cénit una pléyade de luminarias encendidas, que formaban un alegre círculo, que coronaba la escena desde lo alto, traicionando la falsa noche de luto, de ese galeón varado que son siempre los viejos teatros italianos.

En el silencio profundo y placentero de aquella representación, susurraban las flores de las coronas anunciando sus próximas intenciones. La escenografía de esta pieza mortal estaba hecha de coronas y forillos de naturaleza viva y real. Metido en la barca blanca del sarcófago, el cuerpo inerte de Buero Vallejo era un retrato en cera del mismo Lope de Vega. Es curioso cómo todos los dramaturgos terminan pareciéndose, quizá más aún cuando los visita el tránsito misterioso de la muerte. Desde aquel ángulo, si hubiera podido abrir sus ojos, habría descubierto el maestro con qué fijeza de caracola miope lo contemplaba la herradura de tres pisos de palcos.

Se acercaba la hora de cierre al público, y se anunció a los últimos visitantes rezagados, que iban a apagarse las luces, que iba a quedarse a oscuras el teatro. Fue entonces, cuando el espíritu del autor respiró aliviado. Anhelaba la sombra absoluta de la noche desde su ataúd abierto, porque había aprendido, en su larga vida de escritor, que en las sombras es donde mejor pueden vislumbrase los espectros. Y, ¿en qué lugar del mundo han podido quedarse prendidos más fantasmas, que en un teatro?; donde además de actrices y actores muertos, por aquellas sombras vagan los personajes de todas las obras allí representadas. El autor anhelaba el instante en el que se cerraran los ojos de las luces, y los focos bostezaran. En el que todos los bienintencionados que habían desfilado por su capilla ardiente le dejaran a solas con la nutritiva noche secreta del escenario.

Cuando todos se marcharon, y sólo quedó el vigilante nocturno, encerrado con llave en su cubículo, por si acaso; que en una noche como ésa, y además en un teatro... nunca puede saberse. Cuando parecía definitivo, que por allí no fuera a acercarse ya ningún ser humano viviente, entre las coronas de flores de los palcos, comenzaron a oírse risillas y voces femeninas, que desvelaban que había comenzado la representación final de madrugada, con la que los cómicos difuntos dan la bienvenida a los suyos, al mundo de los muertos. La primera en llegar fue Doña María Guerrero, que asomó muy dispuesta, de entre dos coronas de rosas rojas, para acercarse a recibirle como anfitriona. Algunos de los personajes de sus obras, serios y adustos, también se aproximaron a darle la mano; las hembras de su teatrario, saliendo de entre las flores de proscenio, le dieron besos en la cara a Don Antonio. Desde la última fila del paraíso del teatro, se escuchó -¡divinamente!- la risa de Luis Escobar, que recibió a Buero, contándole el último chiste verde que circulaba por el limbo esa temporada. Y así siguieron llegando amigos muertos del teatro, y otros que no lo fueron tanto, pero que en ese otro mundo de la noche eterna, donde ya nada se gana ni se pierde, también desaparecen las rencillas y rivalidades, y es más fácil soportar la convivencia. En la otra orilla, sólo se ofrecen papeles de espectadores de los vivos, o de los propios recuerdos. En aquella fiesta alegre de tinieblas, todos bebieron vino, fumaron cigarrillos, se rieron juntos, y se contaron anécdotas divertidísimas del mundo de los muertos. Don Antonio se animó tanto, que tomó de resopón: ¡paella doble! No hay sitio mejor para que un cadáver pase su última noche en la tierra, que en la oscuridad interior de un teatro cerrado. Ahí todo es posible, todo son promesas, todo es futuro y esperanzas.

En pocas horas comenzaron a llegar los técnicos del teatro, los policías, los transportistas de Caronte, los funcionarios del finiquitamiento humano. Se llevaron el cuerpo en la caja, se llevaron las flores, se marcharon en coches pomposos y negros, hacia un apacible cementerio de la sierra pobre madrileña, mientras las cámaras de televisión daban cuenta milimétrica del evento. Pero, a Antonio Buero Vallejo no hubo nadie que pudieran llevárselo del Teatro María Guerrero. Había decidido quedarse hasta que comenzara la función de esa tarde, interrumpida la jornada anterior por su deceso. En ella actuaba su viuda, tras muchas décadas alejada de la escena. Para Victoria Rodríguez iba a ser la tarde más emocionante de su vida, y Antonio no podía perdérselo.

Toda la compañía, todos los técnicos, todos los trabajadores del teatro, sabían que estaban viviendo momentos muy especiales, emotivos y fraternales, que no olvidarían el tiempo que les quedara de vida. Conseguir alzar el telón aquella tarde iba a ser una alianza de todas las gentes de la casa, que buscaba, haciendo regresar la vida a la escena, un conjuro contra el impacto de aquella muerte indeseable que acababa de visitarlos, con su beso, de impecable dentellada. Todo el público que se había congregado en el teatro respiraba como un solo animal, excitado ante lo que puede llegar a significar la subida del telón de un teatro. Cuando se hizo el oscuro previo al comienzo, todos los técnicos e intérpretes que estaban en escena respiraron hondo, como con miedo de soldado ante el combate inminente. Pero, a la vez se sintieron enormemente reconfortados por algo que les unía a todos ellos. Justo un instante antes de que entrara el primer efecto de luces, aprovechando el oscuro sostenido e iniciático, Antonio Buero Vallejo se marchaba por el negro, para ingresar en el espacio eterno. Su sombra se fundía satisfecha en las sombras suculentas del universo. Atrás, quedaba la vida imparable del escenario.





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