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El corsario

Poema

George Gordon Byron




ArribaAbajoPrólogo

El primer poeta inglés del siglo XIX



- I -

Con el primer albor del ochocientos se afirma en Alemania la nueva escuela literaria que con el nombre de Romanticismo nació en las postrimerías del siglo precedente al impulso patriótico de Schlegel y Adam Müller, propagada por el alto poeta místico Novalis y Teck, que, proponiéndose enaltecer la literatura y engrandecer la patria, volvían la vista a los afortunados tiempos -según ellos- de la Edad Media; la época que se dio en llamar romántica, o sea aquel tiempo en que los pueblos germánicos heredaron la ciencia latina que vigorizaron con elementos propios. No se hallaban de acuerdo sus nuevos ideales con la realidad burguesa de la vida a principios del siglo XIX, y creyeron que el mejor remedio era el evocar las épocas aquellas en que florecían los ideales caballerescos, tendiendo a la formación de un hombre superior, o sea el caballero en el cual convergían todos los ideales de Amor y de Belleza, de Justicia y de Fuerza. Pretendían instaurar la edad de oro de la fe, del honor y de la gentileza.

Pronto extendiéronse estas nuevas doctrinas por toda Alemania, mas como un movimiento retrogrado en lo que tenía de conservador y evocativo. Y gran eco halló la buena nueva del Romanticismo en toda la faz de Europa a cuyos distintos países llegó, modificándose de diverso modo al chocar con la peculiar idiosincrasia de cada nacionalidad. Así en Francia, la nueva escuela significó tanto como libertad y naturalidad antes que todo, las modernas teorías llegaban a romper todas las conveniencias clásicas, las reglas, los moldes, las trabas que tenían atenazada a aquella literatura falsa y decadente de égloga e idilio de abanico.

En Inglaterra, en este tiempo, aparece un genio sin igual, y sus producciones resuenan en toda Europa. Es un joven lord de noble abolengo, de rostro apolíneo y genio inquieto que, ávido de vida, quiere vivirla de un solo golpe y hace su profesión de fe romántica al exclamar que la poesía era el corazón.

«Las poesías de lord Byron -dice Pompeyo Gener- explotaron de una manera sombría y violenta en medio de la ruina de las ideas producidas por las guerras y las revoluciones que asolaron a Europa. Su escepticismo heroico, su inspiración desesperada, eran eco de esta época de inmensa devastación». Como dijo en frase magnífica Víctor Hugo, «Lord Byron, en sus lamentaciones, expresó las postreras convulsiones de la sociedad que estaba muriendo».

Inquieto siempre, arbitrario en sus costumbres, sin temor a nada ni a nadie, Byron, rebelde a la sociedad que habíale consagrado como su poeta, ríe de todo con aquella risa amarga y despiadada, y la sociedad, siempre farisaica, llega a odiar al que tanto encumbró primero. El poeta sale de su patria al mundo entero, que era su patria verdadera. Nómada constante por toda Europa, vive una vida intensa de amores y aventuras, mientras va tejiendo sus poemas inmortales en versos magníficos.

Inglaterra cada vez odia más al desterrado poeta, que con su amargo humorismo habitual llega a decir: «Todos los vicios, sin excluir los más monstruosos, se me atribuyen. Mi nombre, ilustre desde que mis antepasados ayudaron a Guillermo el Normando a conquistar el reino, fue deshonrado. Comprendí entonces que si lo que se murmuraba, insinuaba o susurraba, era cierto, yo era indigno de Inglaterra; pero siendo falso, Inglaterra es indigna de mí».

Errante por Europa, viajero en Holanda, Bélgica, Francia, España, Portugal, Suiza e Italia, en todas partes halló el poeta motivos, ambientes y escenarios para sus poemas, cuyas protagonistas acompañaban a su creador a lo largo de su vida aventurera.

Corrió todos los caminos con su coja pierna y supo de todos los placeres y de todos los dolores. Vivió en Suiza y en Venecia, y de su egregia vida supo hacer la mejor leyenda, que acabó como la de un héroe mitológico. En guerra Grecia con los turcos para recobrar su independencia, alistose Byron en las huestes griegas, y en tierras helénicas acabó su existencia magnífica y pecadora. «Parecía, allá en Grecia -dice Víctor Hugo- un belicoso representante de la musa moderna en la patria de las antiguas musas. Auxiliar generoso de la gloria, de la libertad y de la religión, había tomado su espada y su lira a los descendientes de los primeros guerreros y los primeros poetas».

Grecia entera llevó luto al que tuvo por su salvador, y si los despojos del poeta volvieron a Inglaterra para ser inhumados en el panteón de familia, cerca de New-Stad-Abbey, quedose en Grecia, en el mausoleo que se le erigiera en Misolonghi, el corazón de aquel poeta que por el corazón había definido la poesía.

El genio de Byron, que pasó sobre Europa como un rayo de lucha, alumbró toda la literatura de su tiempo. La voz del poeta cantó la exaltación del individuo, la glorificación de sus pasiones, el predominio de su modo de ver sobre la realidad misma de las cosas, imponiendo a los otros el culto de sus vicios y hasta de sus caprichos, produciendo reacciones psicológicas, unas veces de dolor semejante al remordimiento y otras de burla y Sarcasmo. Con los protagonistas de sus obras Childe-Harold, El corsario, Lara, Manfredo, Marino Faliero, Sardanápalo y, sobre todo, el Don Juan, Byron creó el tipo de calavera trascendental y poético, del demonio humano sin ningún respeto a las leyes divinas y sociales que hace cuanto le da la gana y porque le da la gana, sistemático atropellador de la moral y de las conveniencias, imperioso y elegante siempre, con un fondo de honda amargura que ora se exalta en lamentos, ora en blasfemias, ora en sarcasmos.

Y este tipo, más viril por ser más activo y enérgico que el trazado por Rousseau, Saint-Pierre, Chateaubriand y el propio Goethe, y tan falso como éstos, cautivó o gran parte de la juventud europea. En todas partes salieron muchachos de talento, y algunos grandes poetas que aspiraron a remedar en el arte y en la vida la fisonomía de Byron.

Byron fue uno de los poetas que gozó en vida de más popularidad. Su existencia se enlazó con la historia política europea de un cuarto de siglo, y llegó a eclipsar en su patria y en su época la gloria de poetas de la talla de Shelley, más intelectual, Wordsworth y Keats, más sentimental que el desterrado poeta. Su fama se extendió por toda Europa; en todos los países surgieron grandes poetas que pretendieron seguir las huellas de Byron. En Francia fue Musset; en Alemania, Heine; en Italia, Leopardi; en Rusia, Pouchkine y Lermontof, y en España fue Espronceda...




- II -

Una doble corriente trae a España la buena nueva de la doctrina romántica. Andalucía y Cataluña son las puertas por las que penetra la nueva estética literaria. En Andalucía es un alemán -Böhl de Faber- quien lo propaga; en Cataluña brota espontáneamente, o mejor dicho, es fruto de la inevitable influencia extranjera sentida por los literatos catalanes, atentos siempre a toda vibración exótica. Desde los primeros años del período romántico nótase su influjo en tierras de Cataluña, que, parejo a este movimiento, sentía el de su renacer regionalista. La lengua olvidada de sus mayores, emplebeyecida por cantadores populacheros, comenzaba ahora a brotar de los labios cultos, con tendencias literarias, y la nueva escuela romántica llegaba a tiempo para darle nuevas alas.

En Barcelona, D. Buenaventura Carlos Aribau, autor correcto en letras castellanas, el mismo que había de dar el grito de renacimiento literario catalán con su célebre Oda a la Patria, en unión de D. Ramón López Soler, fundó la revista El Europeo, en la que colaboraron, desde el principio, el inglés Ernesto Kook y los italianos Luis Monteggia y Florencio Galli. En esta revista, que al decir de Rubió y Lluch es el primer ensayo de europeización, propusiéronse sus fundadores dar la visión completa del panorama literario europeo y explicar las nuevas tendencias románticas, no sólo como genuinamente españolas, sino en el más amplio sentido con que se propagaban en Alemania, Italia e Inglaterra. En esta revista, que vio la luz pública el 1 de octubre de 1823, apareció por primera vez en castellano el poema de Byron El Giaour, y en ella sonaron, por vez primera también, los nombres de los grandes poetas románticos europeos.

La batalla estaba dada y ganada para la causa romántica. En Cataluña hallaban tierra fértil las nuevas ideas estéticas y las obras de sus grandes autores comenzaban a pasar la frontera. Por el Mediterráneo, que trajo las antiguas civilizaciones orientales, entraban ahora las, orientaciones literarias modernas. Y no era sólo el principado de Cataluña quien admitía la nueva escuela literaria, era todo el Levante español, soñador e imaginativo, quien hallaba en la nueva escuela los cauces propios para su fantasía exaltada y meridional.

En Barcelona, un librero inteligente y culto, poseedor de varios idiomas, D. Antonio Bergnes de las Casas, y en Valencia el inolvidable D. Mariano Cabrerizo, comenzaban a editar traducciones de las nuevas obras románticas.

Cabrerizo, hombre de gran avidez intelectual, viajero inteligente y rebuscador de los nuevos valores europeos, trajo de sus excursiones por el Extranjero las obras de Walter Scott, Goethe, Schiller, Byron, Chateaubriand, Madame Staël, Manzoni, etc.

Extendida por toda España la nueva doctrina y propagadas las obras fundamentales de los maestros del Romanticismo, la juventud intelectual pasó con todo el bagaje de su entusiasmo a las filas del nuevo bando romántico que llevaba en sus banderas la libertad y el sentimiento individualista sobre la fría razón y sobre el ya anquilosado clasicismo.

Los jóvenes poetas españoles aprendían de memoria los largos poemas románticos, y con más entusiasmo los de Byron, el genial poeta romántico, que con sus obras y aun con su misma vida legendaria y anómala, era el prototipo del poeta romántico, hasta el extremo de asumir en él toda la escuela romántica que se designó con el nombre de byronismo.

Influidos en este ambiente, y aleccionados por el ilustre escritor D. Mariano Aguiló, uno de los más esforzados defensores del romanticismo español, en Valencia -donde el escolapio D. Pascual Pérez escribía novelas al estilo de Walter Scott y el padre Arolas cantaba poesías orientales a imitación de Víctor Hugo-, dos poetas jóvenes, recién salidos de las aulas universitarias y unidos por lazos de amistad fraterna: Vicente Wenceslao Querol y Teodoro Llorente, que andando el tiempo habían de alcanzar el galardón de los grandes poetas, enamorados, como todos los jóvenes de su tiempo, de la poesía byroniana, tomaron a su cargo la traducción al verso castellano de uno de los poemas más representativos de la obra de Byron, El corsario, que lograron ver publicado en un elegante volumen salido de la imprenta de La Opinión, en Valencia, el año 1863.

Eran a la sazón muy jóvenes los dos poetas, y aunque ésta era la primera obra que daban a la estampa, advertíase ya en ella el genio de los dos escritores que habían de constituir la gloria más legítima de la literatura valenciana.

La Empresa LOS POETAS, que tanto labora en pro de la difusión de los más altos valores de la poesía, merecería el agradecimiento de todos los amantes de las letras -si con él no contase ya- al actualizar ahora -en estos años en que se celebra el centenario del Romanticismo- una obra capital de él, escrita por el primer poeta inglés y traducida por los primeros poetas valencianos del siglo del Romanticismo.










ArribaEl corsario


   Nessun maggior dolore
che ricordarsi del tempo felice
nella miseria.

Dante                




- I -

   «Del negro abismo de la mar profunda
sobre las pardas ondas turbulentas,
son nuestros pensamientos como él, grandes;
es nuestro corazón libre, cual ellas.
Do blanda brisa halagadora expire,
do gruesas olas espumando inquietas
su furor quiebren en inmóvil roca,
hed nuestro hogar y nuestro imperio. En esa
no medida extensión, de playa a playa,
todo se humilla a nuestra roja enseña.
Lo mismo que en la lucha en el reposo
agitada y feliz nuestra existencia,
hoy en el riesgo, en el festín mañana,
brinda a nuestra ansiedad delicias nuevas.
¿Quién describir pudiera nuestros goces?
¡Oh!, no eres tú, que la molicie enerva,
siervo de los deleites, que temblaras
de las montañas de olas en la incierta,
móvil cumbre; ni tú, noble orgulloso,
del hastío sumido en la indolencia,
a quien ya el sueño bienhechor no halaga,
a quien ya los placeres no deleitan.
Sólo el infatigable peregrino
de esos caminos líquidos sin huellas,
cuyo audaz corazón, templado al riesgo,
al sordo rebramar de la tormenta
palpitando arrogante, hasta la fiebre
del delirio frenético en sus venas
sintiese hervir la sangre enardecida,
nuestros rudos placeres comprendiera.
Do el cobarde ve el riesgo, él ve la gloria,
y sólo por luchar la lucha anhela
el pirata feliz, rey de los mares.
Cuando ya el débil desmayado tiembla,
se conmueve él, apenas... se conmueve
al sentir que en su pecho se despierta
osada la esperanza, que atrevida
su corazón para el peligro templa.
¿Qué es a nosotros la temida muerte
como el rival odioso también muera?
¡Qué es la muerte! La muerte es el reposo...
cobarde, eterno, aborrecible... ¡Sea!
Serenos aguardémosla. Apuremos
la vida de la vida, y después venga
fiebre traidora o descubierto acero
implacable a romper su débil hebra.
Cobardes otros, de vejez avaros,
revuélquense en el lecho que envenena
dolencia inmunda, y el impuro ambiente
con flaco pecho aspiren y fallezcan
luchando con la muerte... ¡Oh, no a nosotros
fúnebre lecho de agonía lenta;
¡césped fresco es mejor...! Y mientras su alma
sollozo tras sollozo tarda quiebra
los nudos de la vida, de un impulso
sus ligaduras rompe y se liberta
osado nuestro espíritu. Sus restos
del blanco mármol de su tumba estrecha,
grabado por el mismo que su muerte
hipócrita anhelaba, se envanezcan:
Cuando sepulte el mar nuestro cadáver
le bastará una lágrima sincera,
¡una lágrima sola! Henchido el vaso
del alegre festín en la ancha mesa
honra de nuestros bravos la memoria.
Corto epitafio su valor celebra
cuando en el día augusto del peligro,
al repartir el vencedor la presa,
recuerdo de dolor su frente anubla
y con voz ronca que insegura tiembla:
«¡Cuán felices, exclama, nuestra dicha
los valientes que han muerto compartieran!»
    Así grito salvaje en sordo acento
repite el eco en las cortadas peñas
del islote escarpado del Corsario,
do del vivac se apagan las hogueras;
y en alegre cantar sus agrias notas
de los piratas al oído suenan.
En pintorescos grupos esparcidos
de fresca playa en la dorada arena,
aguzan unos sus puñales; otros
alegres ríen, bulliciosos juegan,
o sus fieles alfanjes desnudando
indiferentes, sin afán, contemplan
la sangre que los mancha. Precavidos
otros, con mano previsora pliegan
las anchas velas del bajel osado,
o el negro flanco recomponen; mientras
pensativos algunos por la orilla,
de las olas al son, lentos pasean.
A quien aguija de inquietud oculta
el afán incesante, allá en las quiebras
de las ásperas rocas, lazos tiende
a las marinas aves, o al sol seca
la red humedecida; y en la mancha
que del mar en los límites blanquea,
con los ojos de la ávida esperanza
del incauto bajel mira las velas.
De cien noches de horror y de combate
los lances con placer todos recuerdan.
Y de luchar ansiosos se preguntan:
«¿En dónde buscaremos nuevas presas?»
¿Dónde? ¿Qué les importa? Ya lo sabe,
y basta, el capitán. Fiel obediencia
es su único deber: saben que nunca
les faltará el botín, y más no anhelan.
¿Y quién es ese capitán? Su nombre
pronuncian en voz baja y lo respetan
cuantos habitan las hermosas playas
que aquellas olas complacidas besan:
y más no saben, ni saber más quieren
Les basta un gesto, una mirada. Apenas
oyen su voz. De sus banquetes rudos
no anima el regocijo su presencia.
Mas ¿cómo ante la gloria de sus triunfos
acusar sus desdenes? Jamás llenan
para él la roja copa: indiferente
la mira y a sus labios no la acerca;
y es su sobrio manjar, que desdeñara
el más grosero de su banda, y fue
a ermitaño frugal ración escasa,
secas raíces de silvestres yerbas,
rústico pan y los jugosos frutos
que brinda el árbol en sus ramas tiernas.
El impuro placer de los sentidos
desdeñoso su espíritu desprecia,
¿Será que su energía no domada
de esa abstinencia misma se alimenta?
«Pronto a la mar». -Y el mar surcan sus naves.
«A aquella playa el rumbo». -Y allá vuelan.
«¡Sus!, ¡a las armas!» -¡Y el botín es suyo!
Así a su voz, que imperativa ordena,
sigue la acción; y todos obedecen,
Y su oculta intención nadie penetra.
Si suena escrutadora una palabra,
una mirada de desprecio muestra
de su temida indignación un rayo:
no sabe dar su orgullo otra respuesta.


- II -

   «¡Una vela!, ¡una vela!» -Ese es el grito
que despiertan otra vez los mudos ecos,
cual esperanza de botín. «¿Qué buque?
¿Qué nación? ¿Qué bandera?» El catalejo
al lejano horizonte se dirige.
«No es una presa: al hálito del viento
rojo estandarte en su elevada popa
ondula triunfador. ¡Es de los nuestros!.
¡Con soplo amigo, acariciadle, oh brisas!,
y antes de anochecer llegará al puerto».
El cabo ya dobló, y el golfo corta
la prora que contrasta el mar revuelto.
¡Con qué noble altivez su rumbo sigue!
Sus blancas alas, que jamás huyeron
ante el contrario poderoso, tiende
como el ave marina en blando vuelo,
y sobre el mar deslizase atrevido
burlando los contrarios elementos.
¿Quién por reinar sobre la osada turba
que encierra ese bajel en su hondo seno,
no provocara de la mar las iras,
y del cañón el escondido fuego?
    Vedle llegar: repléganse las velas;
crujen los cables; ancla, y al momento
los que en la playa la arribada miran
del buque ansiado con curioso anhelo,
de la esculpida, acristalada popa,
ven al mar descender bote ligero.
Cúbrese el puente de marinos; vira
veloz la nave, hasta que el duro hierro
de la quilla la blanda arena corta,
en la roca con agrio son crujiendo.
¡Gritos gozosos de sorpresa grata;
de sincera amistad abrazos tiernos;
preguntas y respuestas presurosas;
dulces sonrisas de feliz contento!
    Cunde la nueva, y anhelante corre
la turba hacia la mar. En el estruendo
de bienvenidas, carcajadas, gritos,
más dulce suena el armonioso acento
de la mujer, que sin cesar repite
con voz cortada por afán inquieto,
del esposo, el hermano o el amante
el nombre preferido -«¿Qué fue de ellos?
¿Salváronse? Del triunfo o la derrota
no os preguntamos, no; pero ¿de nuevo
verémosle correr a nuestros brazos?
¿A oír su voz querida volveremos?
Haya sido sangriento el choque rudo,
hayan las ondas con furor violento
combatido al bajel, noble y constante
no habrá cejado su animoso pecho;
pero, decidnos, ¿viven?, ¿viven? Vengan
el asombro y el júbilo a traernos,
y el llanto que hoy anubla nuestros ojos
ardientes sequen sus ansiados besos»
    -«¿Dónde está el capitán? De graves nuevas
que el placer quizás turben del regreso
fieles nuncios hoy somos; mas no importa:
grato es al corazón el pasajero
júbilo del retorno. Juan, al jefe
condúcenos al punto. Volveremos
a celebrar el venturoso arribo,
y la importante nueva sabréis luego».
    Y lentamente hacia el picacho agreste
trepando van por ásperos senderos
tallados en la roca; y al fin llegan
al ancha plataforma, do en el centro,
entre fragantes yerbas que a los aires
dan de silvestres flores el aliento,
el golfo dominando, se levanta
la torre del vigía. Bullen frescos
en no labradas tazas de granito
límpidos y sonoros arroyuelos,
que provocan la sed con linfas claras
donde sus alas humedece el viento.
¿Quién es aquél que en la vecina loma,
cabe la gruta lóbrega, en silencio
sobre las aguas su mirada extiende?
Sumergido en profundos pensamientos,
apóyase en la corva cimitarra
que tantas veces esgrimió soberbio.
El es, Conrado, ¡como siempre, solo!
«Adelante, adelante: ha descubierto
ya nuestro buque. Anúncianos, y dile
que de recientes nuevas mensajeros,
pretendemos hablarle. Juan, tú sabes
cuánto se irrita su carácter fiero
si pasos no esperados quizás osan
turbar su soledad». Se acerca lento
Juan a Conrado, y con humilde labio
su mensaje le anuncia: él, altanero,
calla, y contesta a su pregunta sólo
de su cabeza leve movimiento.
    Los mensajeros tímidos avanzan
y a su presencia inclínanse. Ligero
silencioso saludo les responde.
«Letras son estas del espía griego
que nos revela fiel que ya cercanos
el botín y el peligro están de nuevo.
Mas, a pesar, señor, de sus noticias,
podemos anunciarte que...» -«¡Silencio!»
Y su discurso inútil así corta.
Absortos y humillados, sus recelos
entre sí murmurando, se retiran,
y su semblante observan desde lejos
y sorprender la sensación pretenden
de las ansiadas nuevas en su aspecto.
Conrado lo adivina; el rostro vuelve,
por orgullo quizás; recorre el pliego
de una mirada, y «¡mi cartera!» exclama.
«¿Do está Gonzalo, Juan? -Allá en el puerto,
en el bajel anclado. -De él no salga.
Esta orden mía llévale al momento.
Y vosotros, ¡en marcha! Preparado
todo a partir esté: yo mismo debo
mandaros esta noche -¡Aún esta noche...!
-Cuando cierre la sombra: el tenaz viento
refrescará al ocaso, más propicio.
¡Mi coraza, mi manto! Partiremos
dentro de una hora. Toma la trompeta;
mi carabina limpia, y que el armero
mi cimitarra de abordaje afile:
en el postrer combate más mi esfuerzo
cansó ese alfanje que la sangre embota
que el duro choque del contrario acero.
Cuando el instante designado llegue,
núncienlo exactos del cañón los truenos».
    Obedientes ante él se humillan todos
y silenciosos se retiran. -Presto,
¡ay!, demasiado presto a la mar tornan!
Mas ¿quién a resistir tiene derecho?
Conrado lo ha querido: todos ceden.
Hombre de soledad y de misterio,
nadie le ha visto sonreír; suspiros
nunca brotaron de su altivo pecho;
su nombre al más osado de su tropa
temor infunde, y su mirar severo
el rostro adusto por el sol curtido
palidecer hiciera. ¿Qué secreto
lazo invisible los corsarios liga
a su indomable voluntad de hierro?
¿Qué magia, con la cual en vano luchan,
les fascina? El poder del pensamiento:
fuerza oculta en el fondo de la mente;
de afortunado triunfo hija primero,
y que después constante el genio osado
hábil conserva con tenaz empeño.
Ella a la firme voluntad de un hombre
quizás sujeta humilde todo un pueblo,
que en sus hazañas y gloriosos triunfos
es sólo de su mano el instrumento.
Así a los elegidos de la suerte
siempre los hombres se humillaron siervos:
¡Es el destino del mortal! Mas guarte,
guarte, esclavo feliz, que para el genio
con duro esfuerzo sin cesar te afanas.
De envidiar loco a tu insensible dueño,
¡ay!, si del yugo que dorado oprime
su sien erguida, te agobiara el peso,
de tu humilde dolor la carga leve
pidieras otra vez cansado al cielo!


- III -

   No cual los héroes es de antigua raza,
de alma infernal, mas de beldad divina,
el misterioso capitán: su aspecto
no la curiosa admiración excita;
só las negras pestañas, solo un rayo
de oculto fuego concentrado brilla.
No iguala a la de un Hércules su talla;
mas fornido es y fuerte, y quien le mira
con tranquila atención, algo descubre
de superior en él. Todos admiran
la honda impresión que su mirada causa,
que todos sienten y ninguno explica.
El sol ardiente que las playas dora
quemó en largas jornadas sus mejillas;
pálida y ancha es su serena frente,
y su abundante cabellera riza
medio la cubre; irónicos sus labios,
los pensamientos que ocultar ansía
a su pesar descubren desdeñosos.
De sus facciones las marcadas líneas
y de su tez cambiante los matices
atraen y turban a la par la vista;
y parece que ocultos pensamientos
en su alma incierta confundidos lidian.
Mas su secreto es ese: su mirada
los ojos que atrevidos la examinan
hace al punto bajar, que el de sus rayos
pocos audaces sostener podrían
el encuentro fatal que el alma hiela.
Vaga en sus labios infernal sonrisa
que cólera y espanto al par provoca:
y donde su mirada cae sombría
las alas tiende la Esperanza y huye,
y eterno adiós la Compasión suspira.
    ¡Cuán débil del culpable pensamiento
es el signo fugaz! Honda guarida
del escondido corazón los pliegues
son al genio del mal. Cuando palpita
el dulce amor en nuestro pecho, el alma
feliz irradia el fuego que la anima
y alegre su pasión publica al mundo:
el odio, la ambición y la perfidia
sólo en sonrisa amarga se revelan.
Labio que arquea leve la ironía,
ligera palidez que mate cubre
faz observada, signos son que indican
de profunda pasión oculto fuego.
Sólo en la soledad sorprenderías,
invisible testigo, sus afanes.
Entonces en la marcha interrumpida,
en los ojos que al cielo se levantan,
en las cerradas manos convulsivas,
en el pálido rostro contraído,
en las pausas que cortan su agonía
cuando el culpable súbito se vuelve
y sueña escuchar pasos, y que espían
el vago afán de sus terrores piensa,
en el fuego que inflama sus mejillas,
en el frio sudor que su sien baña,
de su alma enferma los misterios mira,
si hacerlo puedes sin temblar. El sueño
es ese que tras ásperas fatigas
le da el reposo. El corazón ya mustio
en abandono y soledad se agita
de un pasado fatal con el recuerdo.
Contempla su alma. -¡Oh!, no; ¿quién osaría
siendo sólo un mortal, clavar los ojos
del corazón humano en la honda sima?
    Y no a ser jefe de piratas rudos
del negro crimen en la odiosa vía
nació al mundo Conrado: su alma noble
sufrió tenaz violentas sacudidas
antes que al hombre declarando guerra
del cielo airado renegase altiva.
Del desencanto en la infecunda escuela
vio la llama apagarse de su vida:
para humillarse en demasía austero,
para ceder soberbio en demasía,
cual predilecta víctima, en el mundo
blanco juzgose de traidoras iras.
Y cual causa fatal de sus tormentos
su altanera virtud maldijo un día,
en vez de maldecir a los que infames
del abismo arrastráronle a la orilla.
Si de sus beneficios el tesoro
de los ingratos a la turba indigna
el prodigado imprevisor no hubiera,
conservara tal vez su propia dicha;
mas no lo quiso ver: y calumniado
cuando feliz su juventud hervía,
odio insensato a los mortales lento
creció en su corazón; de voz divina
creyó escuchar la vocación sagrada
que de soñadas culpas vengativa,
sobre el linaje humano le arrojaba
cual rayo de su cólera encendida.
Sintiéndose culpable, más culpables
juzgaba a los demás: hipocresía
llamando a la virtud, imaginaba
que en el secreto de cobarde intriga
ocultaban al mundo los honrados
lo que él osaba al resplandor del día.
Detestábanle: nada le importaba;
los mismos que le odiaban, a su vista
temblaban de pavor. Sólo de orgullo
nutriendo en hondo afán su alma egoísta,
quiso al desprecio inaccesible hacerse
de su altivez sobre la agreste cima.
Espanto siembre su temido nombre;
despierte su valor ansiosa envidia;
ódienle enhorabuena; mas que nadie
se atreva a despreciarle. -El hombre pisa
débil oruga, mas el pie detiene
si enroscada culebra ve dormida:
el gusano levanta la cabeza
mas no su muerte venga; el áspid silba,
enlázase al contrario moribundo,
el dardo ponzoñoso airado vibra,
y muere, sí; pero vengado muere,
y aunque aplastan su frente, no le humillan.
    Siempre el alma culpable oculto un resto
conserva de virtud: cándido brilla
entre odios acres sentimiento puro
de Conrado en el alma. El mundo indigna
juzga del hombre esa pasión de niños
que es quizá objeto de su mofa impía;
Conrado empero resistiera en vano
a ese afecto que tierno le domina,
al que de Amor el lisonjero nombre
negar no puede su altivez esquiva.
Sí; un amor es, sereno, inalterable,
que no enturbió jamás nube sombría,
jamás! En vano a sus audaces ojos
presentábanse hermosas cien cautivas:
sin despreciar adusto sus encantos,
sin pretender amante sus caricias,
pasaba por su lado indiferente.
Cariñosas, de amor languidecían
las beldades en vano en sus cadenas;
jamás en su fatal melancolía
la más ociosa de sus largas horas
quiso en sus brazos abreviar. Si digna
es del nombre de amor firme ternura
en vano tenazmente combatida
por el dolor, la ausencia y la desgracia;
noble pasión que el tiempo no amortigua,
que lucha audaz con la contraria suerte,
que nunca suspiró queja furtiva
en los tormentos del dolor; alegre
siempre al regreso, siempre a la partida
la ansiedad del amante reprimiendo
porque a su tierna amada no le aflija;
afecto puro nunca desmentido,
que nunca el tiempo aminorar podría:
si eso se llamaba amor, Conrado amaba,
era en verdad muy criminal; inicuas
sus hazañas; sus odios infernales:
no así aquella pasión. La mano fría
del crimen duro al apagar su alma
sólo de fuego le dejó una chispa:
de todas las virtudes la más dulce
aún arde de su pecho en las cenizas.


- IV -
   Detúvose un momento pensativo,
hasta que vio a lo lejos los piratas
lentos perderse en la torcida senda.
Y entonces exclamó: «¡Nuevas extrañas!
mil riesgos afronté, y hoy este riesgo
paréceme el postrero. La esperanza
abandonó mi corazón; mas firme
no cederá rendido en la batalla
mi incansable valor, ni mis soldados
desmayar me verán. Empresa es ardua
al encuentro correr del enemigo;
mas precavamos su feroz venganza:
a atacarnos no venga, y este asilo
sangrienta escena de sus iras haga.
¡Oh! Si mi plan obstáculos no encuentra;
si la fortuna nos sonríe grata,
verterán sus esposas llanto acerbo
en torno de sus piras funerarias.
Quizás incautos duermen: ¡que los sueños
con los halagos de su dulce magia
les acaricien! Con fulgor más vivo
nunca los despertó risueña el alba,
que el luminoso incendio que esta noche
entre las sombras vibrará sus llamas.
¡Vientos, sednos propicios! ¿Y Medora...?
¡Oh, débil corazón! Que al menos su alma
no agobie el peso que la mía oprime.
¿Por qué mi osado espíritu desmaya?
¡Y valiente yo fui...! ¡Mérito escaso
do valientes son todos! También clava
su aguijón el insecto y audaz lucha
cuando una fuerza superior le ataca.
Propio del hombre al par y de la fiera,
ese vulgar valor que el riesgo inflama
bien poco es para mí: más altos fines
ansió lograr un día mi constancia.
Con serena firmeza y bravo arrojo
a luchar enseñé a mi corta banda
contra crecida hueste; la conduje
con sagaz tino al triunfo que comprabas
escasas gotas de su sangre...Y ahora
más recurso no resta; ya no basta
mi ciencia perspicaz. ¡Victoria o muerte!
Pues bien; venga la muerte: no me espanta.
Mas ¿llevar a esos fieles compañeros
a cierta perdición...?¡Oh! ¡Jamás nada
mi destino importome; mas mi orgullo
cuánto, cuánto sufriera, si asechanza
a mis pies escondida me burlase!
¿Debo mi vida y mi poder y fama
así a un albur jugar? ¡Duro destino!
Conrado, acusa a tu demencia infausta;
al destino no acuses: el destino
aún tiene tiempo de salvarte. ¡Aguarda!
    Así, consigo hablando, distraído,
a la cumbre trepó, do coronaba
verde colina su soberbia torre.
Detúvose al umbral de pronto: su alma
el timbre melancólico y sonoro
de la voz dulce que jamás le cansa
hirió fascinador. Entre los hierros
que protectores cierran la ventana,
brotaba triste su armonioso acento
que iba a perderse en las tranquilas auras,
y así del tierno pájaro cautivo
decía el canto que entonó en la jaula:


1.º

    «Mi corazón en misteriosa calma
dulce secreto de placer oculta;
cuando me miras, te lo dice el alma;
y luego allá en su fondo lo sepulta».


2.º

    «Luz que no apaga las tinieblas arde
con tibios rayos en el alma mía.
Si inútil es que sus destellos guarde,
¿por qué así en lucha con la sombra fría?»


3.º

    «Sin consagrarme un triste pensamiento
no pases por delante de mi tumba:
lo que en mi amarga soledad más siento
es que me olvidarás cuando sucumba».


4.º

    «Oye piadoso mi postrer gemido:
el valor no te veda que me llores.
Ven, y lo único dame que te pido:
¡Una lágrima premie mis amores!»
    Pasó el umbral; por corredor oscuro
entró Conrado en la escondida estancia
cuando de la canción la postres nota
en la bóveda estrecha resonaba.
-«¡Cuán triste es tu cantar, Medora mía!
-¡Alegre piensas que en tu ausencia amarga
pudiera resonar! Aun cuando lejos
no escuchas nunca mis cantares, mi alma
en sus acentos dócil se revela;
eco son de mi pecho sus palabras,
y aunque cierre mis labios el silencio,
mi amante corazón no mudo calla.
En solitario lecho, cuántas veces
de borrascosa tempestad las alas
dieron mis sueños al dormido viento,
y el blando soplo que la costa halaga
en mi mente zumbó como el mugido
que amenazante el huracán presagia,
y escuché al dulce son de su murmurio
de canto funeral la voz aciaga
que tu muerte llorando, tu cadáver
flotar hacía en las inquietas aguas!
Y saltando del lecho temerosa,
iba a ver si la luz ya vacilaba
del faro amigo en la elevada torre,
y temiendo que manos mercenarias
dejáranla morir, yo cuidadosa
daba alimento a su propicia llama.
Largas horas, insomne, de los astros
en el sereno azul la lenta marcha
con los ojos seguía, y esperando
la brisa que precede a la mañana
con soplo fresco, a la tardía aurora
llamaba loca en mis mortales ansias.
Y tristes sus destellos las tinieblas
rompían... ¡y a mi lado tú aún no estabas!
Por la llanura de la mar tendía
humedecida en llanto la mirada,
y ni mi acerbo lloro, ni mis votos
me hacían ver en la extensión lejana
del horizonte límpido, de un buque
brillar sobre el azul la vela blanca.
Hoy por fin a mis ojos anhelantes
apareció en el mar ligera mancha:
era un buque; acercose, pasó. Y otro
llega después y vira hacia la playa:
¡ay! ¡Aquél era el tuyo! Que no tornen
esos días, Conrado: dulce calma
en este grato albergue la paz brinda;
ricos tesoros escondidos guardas;
y el cielo puro que risueño brilla
y el campo fértil con sus verdes galas,
a terminar aquí la errante vida
en el reposo del placer te llaman.
no los peligros temo; bien lo sabes:
sólo tiemblo por ti, cuando te lanzas
huyendo de mis brazos, a la muerte.
¡Oh!, profundo misterio encierra tu alma,
que tan dulce conmigo, su ternura
tenaz reprime y su pasión contrasta.
-Sí: ¡misterio profundo! El desengaño
envenenó mi vida, y de heces agrias
llenó mi corazón: hollarle quiso
del hombre cruel la desdeñosa planta
cual inerte gusano, y rencoroso
víbora levantose a la venganza.
Otro bien no le resta al alma mía,
Medora, que tu amor: jamás de la alta
región serena de los cielos vino
rayo de compasión e iluminarla,
este odio al mundo que te aflige tanto,
de mi amor forma parte: están en mi alma
estos dos sentimientos tan unidos,
que entrambos morirán si los separan;
y el día que a los hombres amar pueda
te dejaré de amar. Pero, no; nada,
nada temas, Medora; mi pasado
harto ya te asegura mi constancia.
Tuyo es mi porvenir. Mas hoy de nuevo
al rigor de la suerte, resignada
cede, querida mía; aún es preciso...
oh, mi ausencia esta vez no será larga,
aún es preciso separarnos. -¡Cielos!
Bien lo previó mi corazón: ¡cuán raudas
de mis sueños de amor las ilusiones
vi los cielos cruzar de la esperanza!
¡A estas horas partir...! ¡Oh!, no es posible,
sujeto apenas de la inmóvil ancla
duerme ese buque en el tranquilo golfo;
y el otro aún en la mar... ¿Ves cuál descansan
de la ruda fatiga los morinos
al sol tendidos en la extensa playa?
En vano quieres que a afrontar se arrojen
de nuevo tras de ti la mar contraria.
Tú burlas, amor mío, mi flaqueza,
y en combatir mi espíritu te ensayas
y en templarlo al peligro; mas no irrites
un débil corazón que tanto te ama
y tu sangrienta mofa mataría.
Calla, Conrado de mi vida, calla:
ven y feliz dividirás conmigo
de tu frugal festín la mesa parca
que complacida preparé; y bien poco
tu sobriedad nuestros desvelos cansa.
Pero, mira, Conrado; complacida
yo la fruta escogí más sazonada,
aquélla que con tintas más hermosas
brillar he visto en las fecundas ramas.
Para buscar la fuente que más frescas
vierte en puro raudal sus linfas claras
tres veces de los próximos collados
he recorrido la umbrosas faldas
Verás cuán dulces tus sedientos labios
refresca hoy el sorbete. ¿No te agrada
verle brillar en el tallado vaso
de límpido cristal? Jamás embriaga
de la fecunda vid el jugo ardiente
tu pecho austero: cuando alegre pasa
de mano en mano en el festín la copa,
sobrio cual musulmán, de ti la apartas.
Ven; dispuesta la mesa, ya te espera;
y la encendida lámpara de plata
no teme, llena de dorado aceite,
las sombras densas que la luz apagan.
La mesa alegre, a tu servicio atentas,
circundarán mis jóvenes esclavas,
y entonaré con ellas dulces cantos,
o enlazaremos armoniosas danzas.
Si quieres que tu espíritu adormezca,
las cuerdas vibraré de mi guitarra
tan dulces a tu oído; y si no quieres,
en el libro de Ariosto, las desgracias,
de la infeliz Olimpia leeremos,
de Olimpia, crudamente abandonada
por quien tanto la amó. Y ¡ay!, en perfidia
hora a su burlador aventajaras
si de mi lado huyeres. Y a aquel otro,
ya sabes tú quién digo: una mañana
vi a tus labios brotar leve sonrisa
cuando el isolte de la pobre Ariadna
dejonos ver el despejado embiente,
y te mostré la roca solitaria,
y te dije, temblando de que un día
mi sospecha fatal se realizara:
«¡así me dejará Conrado en su isla!»
Y feliz me engañé: con fiel constancia
Conrado ha vuelto siempre. -¡Siempre! ¡Siempre!
Y siempre volverá, ¡Medora amada!
Mientras de vida un resto en este mundo
y en el cielo le quede una esperanza,
volverá siempre a ti. Pero del tiempo
en raudo vuelo los momentos pasan
y a la hora traen de la partida. ¿Cuáles
mir proyectos hoy son? ¿A do me arrastran?
¡Ay! ¿Para qué decírtelo, Medora;
si he de acabar por la fatal palabra
que nos desune, ¡adiós! Y bien quisiera
si tiempo hubiese, revelar... ¿Te alarmas?
¡Oh!, no; por mi no temas: mis contrarios
temibles hoy no son: valiente guardia
quiero que vele de la torre en torno,
e impensados ataques burle cauta.
Sola no quedarás; nuestras matronas
y tus jóvenes siervas te distraigan
de la ausencia en las horas. Cuando torne
gozaremos por fin en dulce calma
de asegurada paz grato reposo.
Pero, ¿qué escucho? ¿Es la trompeta? Calla:
¡Oh!, sí; ya Juan dio la señal. ¡Un beso...!
¡Otro! ¡Otro más...! ¡Adiós!»
Y se levanta;
y en los abiertos brazos de Conrado
ella se arroja, y con pasión le abraza;
y sobre el pecho de su fiel amante
ocultando la faz que el llanto baña,
siente junto a sus labios conmovido
latir su corazón. El clavar ansia
en los azules ojos de Medora
trémula de emoción tierna mirada,
mas no se atreve a levantar su frente
que inclina débil aflicción amarga.
La blonda, destrenzada cabellera,
cae en desorden por su esbelta espalda,
y los brazos que amante la sujetan
los rizos de oro cubren. Y se apagan
y apenas ya palpitan los latidos
en su fiel pecho que el amor llenara.
Y retumba el cañón: a los corsarios
el propicio crepúsculo al mar llama;
se ocultó el sol, y en su dolor Conrado
maldice al sol con insensata rabia.
Contra su pecho oprime enternecido
y la oprime otra vez, y no se cansa
de estrechar a la mante que en sus brazos
implora su piedad desconsolada.
Y la lleva arrastrando hasta su lecho;
la contempla un instante: en corta pausa
piensa que para él no hay en el mundo
otro bien que su amor; y en duda amarga
vacila. -Mas de pronto un beso imprime
en su pálida frente, y veloz marcha.


- V -

   «¿Ha partido? ¿Ha partido?», al fin exclama
Medora en sí volviendo, «¡y ha un instante
a mi lado le vi...!» Salta del lecho,
cruza con pie ligero los umbrales;
y sólo entonces un raudal copioso
brota el acerbo lloro: gruesas caen
sus lágrimas pesadas, y no siente
cómo surcando sus mejillas arden.
En su pálida faz desencajada
honda huella grabaron los pesares
que no borrará el tiempo; la luz pura
que animó sus azules ojos de ángel,
al mirar el vacío en torno suyo
parece que ya lánguida se apague.
De pronto ve a Conrado. ¡Oh Dios, cuán lejos!
resplandecen sus ojos centellantes,
y el fuego ardiente brota en sus pupilas
de una pasión frenética a raudales,
entre el río de lágrimas que pronto
volverá a renacer más abundante.
«¡Ha partido!, ¡ha partido!» Convulsiva
sus manos lleva al corazón; con ayes
después desesperados, las levanta
y al cielo pide que sus penas calme.
Clava luego los ojos en la playa:
mira las velas en la anclada nave
izar al fresco viento... ¡Y no se atreve
a ver ya más! Con paso vacilante
entra y, «¡no es sueño!» sollozando exclama:
«¡Lleno de la aflicción está ya el cáliz!
    Y sin volver atrás los ojos tristes,
de roca en roca el angustiado amante
baja veloz. Si de la senda estrecha
al seguir las revueltas espirales,
otra vez ve lo que sus ojos huyen,
la torre altiva que domina el valle,
donde querida mano, a su regreso,
amiga la saluda antes que nadie;
y a Medora, la estrella de ventura
que tibios rayos en su cielo esparce,
de ellas tenaz el pensamiento arranca:
si hoy su flaqueza le detiene frágil,
si a los bordes se duerme del abismo,
mañana al fondo rodará. Y ¿quién sabe?
¿No vale más su amor que su destino...?
¿Por qué no abandonar a los azares
de la suerte su vida, y a las olas
sus atrevidos, misteriosos planes?
Detiénese un momento; mas, resuelto,
avanza nuevamente: si un instante
el corazón del hombre se enternece,
nunca traidor vacilará cobarde
de una mujer al lloro jefe osado.
Ve por fin su bajel; ve favorable
rizar la brisa las dormidas aguas,
y levanta su espíritu arrogante.
Apresura su marcha, y cuando sordo
oye el murmullo que resuena grave,
la cadencia armoniosa de los remos,
los gritos del marino, y mira hincharse
trémula palpitando la ancha lona,
y cual adiós de despedida al aire
en la playa ondular cándidos lienzos,
y ve después el pabellón de sangre
que de su buque izado en la alta popa
ondea de la brisa al soplo suave,
Apenas puede comprender que débil
su decidido corazón temblase.
Los negros ojos encendidos, lleno
el pecho altivo de embriaguez salvaje,
cual Conrado otra vez se reconoce,
y veloz corre entre las peñas ágil,
hasta que al pie de la colina mira
extendida la playa dilatarse.
Y se detiene; no porque las auras
de la vecina mar su sien halaguen:
detiene el paso, y el transporte calma
que afectado revela su semblante,
y su severo aspecto recobrando
a sus soldados marcha a presentarse.
    Bajo máscara falsa de orgullo
de su pecho los lúgubres afanes
ocultaba Conrado cuidadoso.
La austeridad de su arrogancia grave
inoportuna indiscreción rechaza
y audaz parece que obediencia mande.
Si acaso empero el ánimo dudoso
aspira a seducir, ¡oh cuán amable
disipando el temor, la simpatía
vibra en su voz que el corazón atrae!
Mas pronto helado soplo de su pecho
parece que egoísta el fuego apague:
es que al hombre desprecia; es que a sus ojos
más la obediencia que el afecto vale.
    Su guardia fiel a su alredor se agrupa;
Juan al encuentro de Conrado sale:
-«¿Todos están a la partida prontos?
-Todos, señor, esperan en la nave.
La última lancha al capitán aguarda.
-«¡Mis armas y mi manto!» El corvo alfanje
a su cintura ciñe, y de ancha capa
en los pliegues envuélvese. «Que llamen
a Pedro». Pedro viene, y cariñoso
a su saludo contestando afable,
le dice el capitán: -«Esta cartera
tus órdenes contiene: aquí mis planes
hallarás desenvueltos. Con fiel celo
ejecuta mis órdenes: tú sabes
ejecutarlas bien. Doble la guardia
precava previsora todo ataque;
cuando el buque de Anselmo torne al puerto
que mis mandatos cumpla. Si reinasen
vientos propicios, antes de tres días
nos verás: hasta entonces. ¡Dios te guarde!»
    Y estrechando la mano del pirata,
salta con pie resuelto al bote frágil;
y los remos armónicos golpean
las móviles oleadas, que brillantes
de fosfórica luz cúbrense. Llegan
al anclado bajel; ya sobre el mástil
el jefe reclinado, silencioso,
tiende su vista por los anchos mares.
Suena agudo un silbido, y los corsarios
roncos hacen crujir los tensos cables;
y complacido el capitán contempla
cómo, al timón obedeciendo, parte
veloz el buque del seguro puerto;
y en mirar de su gente se complace
el animoso ardor, y hasta risueño
su esfuerzo excita y su tesón aplaude,
y su mirada audaz, de orgullo henchida,
en el joven Gonzalo va a fijarse.
Mas ¿por qué palidece y débil tiembla?
¿Tan súbito dolor de dónde nace?
¡Ay!, sus ojos la torre y la colina
volvieron a encontrar...! ¡Allí su amante...!
Quizás los ojos, húmedos en llanto,
Medora en el bajel ansiosa clave:
jamás con tanto amor sintió Conrado
latir su corazón, como ahora late.
Empero comprimiéndose, desciende
al hondo camarote, y de su viaje
objeto y plan descúbrele a Gonzalo.
Lámpara amortiguada ante ellos arde;
cubren la mesa desplegadas cartas,
brújulas, catalejos y compases.
Su plática duró hasta media noche;
y parece que eterna se dilate
aún la noche después: tanto las horas
a aquellos corazones anhelantes
lentas parecen. Bajo cielo puro
las brisas respiraban favorables,
y resbalaba sobre el mar el buque
como ligero halcón hiende los aires.
    Los altos promontorios de las islas
que al paso encuentran en su curso, audaces
con veloz rumbo los corsarios doblan,
para llegar al puerto antes que rasgue
la renaciente aurora el denso velo
de las amigas sombras. Ya distantes
miran trémulas luces, y el vigía
descubre el golfo estrecho, do las naves
descansan del pachá. Y una por una
cuentan las velas, y la empresa fácil
ya juzgan, viendo en los murientes fuegos
que duermen sin temor los musulmanes.
Entre los buques enemigos pasa
el buque audaz, sin descubrirlo nadie;
y en escondido, solitario golfo,
al abrigo de un cabo, que gigante
la fantástica forma sobre el cielo
negra dibuja, silenciosa cae
al fondo oculto de la mar el ancla.
Los corsarios se aprestan al ataque;
nada de arengas vanas: se hallan siempre
en mar y en tierra prontos al combate.
Inmóvil en la popa, acariciando
su luenga cimitarra de abordaje,
con aspecto sereno y voz muy baja
les habla el capitán... ¡y habla de sangre!


- VI -

   De cien galeras la soberbia escuadra
en la bahía de Coron hoy flota,
y los blancos cristales del serrallo
lámparas mil con su esplendor coloran.
En nocturno festín celebra ufano
Selim-pachá la próxima victoria
en que al corsario arrancará cautivo
del hondo nido de sus negras rocas.
El lo ha jurado por Alá y su alfanje,
y ha de cumplirlo. Las vecinas costas
cubren las naves de doquier venidas,
y los marinos con canciones roncas
hieren los aires, celebrando alegres
la rica presa y la cercana gloria.
Ya se reparten fáciles cautivos,
y con desprecio a sus contrarios nombran;
los centinelas duermen descudiados
y al enemigo en sueños lo derrotan.
Los otros van dispersos por la playa
y su valor ejercitando, acosan
a los esclavos griegos; ¡digna hazaña
que la energía de los turcos honra,
sacar la espada y espantar a siervos!
Hoy se contentan con quemar sus chozas,
y compasivos derramar desdeñan
sangre que inútil su valor desdora.
Tan sólo a veces el capricho alegre
hace esgrimir sus cimitiarras corvas;
para ensayar la fuerza de su brazo
la débil hebra de la vida cortan.
En tanto esperan en bullente orgía
ligeras pasen las nocturnas horas,
que los esclavos, si su vida estiman,
gozosos digan sus canciones todas,
y que el furor no brote de sus pechos
mientras les miren dominar sus costas.
    En su palacio, en medio de los jefes,
Selim sobre un diván muelle reposa:
Ya terminó el banquete, y él aún bebe
el vedado licor en anchas copas.
En torno suyo los esclavos pasan
las tazas llenas del café de Moka;
las largas pipas con las nubes de humo
llenan la estancia y el ambiente aroman,
mientras que bailan sueltas las almeas
al agrio son de destempladas notas.
A la mañana ocuparán sus naves;
pues como el mar de noche se alborota,
mejor se duerme sobre blandos lechos
que no arrullados por movibles ondas.
Olvidan, pues, el próximo combate
hasta que nazca la cercana aurora:
ellos entonces lucharán valientes,
más por su Dios que por su propia gloria;
su número y sus naves justifican
la confianza del pachá orgullosa.
    De pronto vese tímido que avanza
el negro esclavo que a la puerta ronda,
y antes de hablar inclina la cabeza
y con la mano el pavimento toca.
-«Señor, licencia para hablaros pide
un dervis, que a la puerta llegó ahora,
y que escapó de la isla del Corsario».
Sale el esclavo a una señal, y torna
con el santo dervis. Los brazos cruza
sobre el oscuro verde de su ropa;
su marcha es lenta y vacilante, humilde
su mirada; en su aspecto se denota
más que la edad la penitencia austera;
no el temor sus mejillas descolora;
con el cabello que a su Dios consagra
el ancha frente pálida corona.
Un capuz cubre el rostro, y llena el pecho
sólo el amor de las celestes glorias.
Modesto, mas no tímido, sostiene
tranquilo la mirada escrutadora,
de los que antes que el Pachá le hablase
mudos aguardan que el silencio rompa.


- VII -

   -¿De do vienes, dervis?
-Hoy me he escapado
de la guarida infame del Pirata.
-¿Dónde caíste en su poder?, ¿qué día?
-Mi caique a Scalanova navegaba,
desde la isla de Skio, cuando el cielo
quiso su rumbo interrumpir: las armas
del corsario apresaron nuestras naves,
a su tripulación llevando esclava.
Yo no temo la muerte, y no tenía
riquezas que perder; sólo mi marcha
pudo una noche interrumpir. Mi errante
libertad recobré: la frágil barca
de un pescador se me brindó a la fuga:
y cumpliendo por fin esa esperanza,
hoy vengo aquí, do tu poder me escuda:
¿Quién junto a ti, oh Pachá, teme al Pirata?
-¿Y qué hace allí? ¿Sus presas y sus rocas
a defender soberbio se prepara?
¿Conoce mi intención, sabe que ansío
su nido de escorpión dar a las llamas?
-Pachá, los ojos tristes de un cautivo
al recordar la libertad pasada,
mal a su propio vencedor espían.
Yo escuché sólo en la vecina playa
el murmullo incesante de las olas
que en el negro peñón me aprisionaban.
Sólo el azul de los tendidos cielos
dorados por el sol triste miraba,
sol cuya ardiente claridad no pueden
los ojos soportar de la desgracia;
e intenté, mis cadenas quebrantando,
de mi lloro secar la fuente amarga.
Mi fácil fuga te dirá que viven
sin recordar lo que peligros llamas;
¿pudiera yo, si sospecharan ellos
burlar así su activa vigilancia?
El centinela que mi fuga ignora
no ha de dar la señal de tu llegada...
Pachá, mi cuerpo fatigó la lucha
que ha sostenido con el mar, y ansía
descanso y alimento... Me retiro;
paz a ti y a los tuyos. -Tente, aguarda:
dervis, yo te lo mando... ¿Lo oyes?... ¡Tente!
aquí alimento te traerán mis guardias:
participa también de mi banquete.
Pero una vez tu cena terminada,
escúchame y responde. ¿Lo has oído?
Detesto los misterios».
¿Quién la opaca
sombra ha visto que rápida la frente
nubló del religioso? Su mirada
casi feroz en el diván la fija,
y desdeña el banquete que le aguarda;
pero fue sólo pasajero rayo
de una encendida y apagada rabia.
Después sentose silencioso, inmóvil,
devuelta al rostro la perdida calma;
sírvenle la comida, y él desdeña
los manjares cual fruta emponzoñada:
Y en verdad que su ayuno y su fatiga
a los glotones convidados pasman.
-Dervis, ¿qué tienes? ¿Piensas por ventura
que sea este festín fiesta cristiana?
¿Odias a mis amigos? ¿Por qué evitas
probar la sal, la prenda más sagrada,
señal de paz entre contrarias tribus,
la que embota la aguda cimitarra,
y convierte en hermano al enemigo,
a quien la tienda se abre hospitalaria?
-Delicado manjar sólo sazona
la sal, y mi alimento en la montaña
es la áspera raíz, y bebo sólo
el agua pura de las fuentes claras.
Mis votos y mi regla me prohíben
partir con nadie el pan. Si os es extraña
esta conducta, y sospecháis que sólo
sobre mi frente vuestras iras caigan;
pero por todo tu poder, por todo
el poder del sultán, mi regla santa
yo guardaré, pues temo del profeta
la cólera divina, y que mis plantas
detenga en el camino hacia la Meca.
-Haz lo que quieras, y tu regla guarda;
pero contesta a una pregunta: ¿Cuántos
son los hombres...? ¡Qué miro...! ¿No es la clara
luz de la aurora? ¡No...! ¿Qué sol, qué astro
alumbra así las adormidas aguas?
¡Como un lago de fuego resplandecen!
¡Oh Dios! ¡Traición!, ¡traición! ¡Vengan mis guardias!
¿Quién incendió mis buques? ¡Y apartado
de ellos estoy...! ¡Mi roja cimitarra!
¡Dervis maldito! ¿Por ventura eran
esas las tristes nuevas que guardabas?
¡Un espía tal vez...!; ¡prendedle, atadle...!,
    El Dervis atrevido se levanta
al repentino resplandor, y al punto
de continente y de mirada cambia.
No es un pobre ermitaño; es un soldado
que salta en su caballo de batalla.
Arroja el alto gorro que le encubre,
el largo manto que le envuelve rasga;
brilla en su mano el damasquino alfanje,
ciñe su pecho la acerada malla;
cubre su frente el casco relumbrante
con pluma negra; de sus ojos salta
el fuego de sus iras, y esa oscura
sombra de duelo que su frente mancha,
hace creer al musulmán que sea
un genio de esos a que Afrites llaman,
demonios cuyos golpes dan la muerte.
En tanto horrible el grito se levanta
del combate empezado; las antorchas
su luz uniendo a la rojiza llama
que arde en el mar; el clamoreo confuso,
el choque rudo de encontradas armas,
truecan la costa en pavoroso infierno.
Sangre en el mar y en tierra se derrama
Los esclavos huyendo, desconocen
el grito que prender al Dervis manda:
éste recobra su sereno aspecto
y oculta a todos las secretas ansias
con que la muerte inevitable espera
sólo y allí; que la señal pactada
los suyos no aguardaron, y han prendido
muy pronto el fuego a la enemiga escuadra.
Ve el terror del contrario, el cuerno coge
que al lado pende del tahalí de grana,
y a su sonido le contestan lejos.
-«¡Bien, mis valientes! ¡Bravos camaradas!
¿Cómo pude dudar ni un punto de ellos,
y sospechar que así me abandonaran?»-
Extiende el brazo y círculos ligeros
sobre su frente con su alfanje traza:
repara el tiempo que perdió, y un hombre
para espantar la muchedumbre basta.
Armas soltadas y turbantes rotos
la alfombra cubren por el ancha sala,
y apenas hay un brazo que se eleve
a defender la frente amenazada:
hasta el mismo Selim retrocediendo
y confundido de sorpresa y rabia,
huye, y aun le provoca. El es valiente,
pero el furor que su razón embarga
le impide combatir, y huye del campo,
en su dolor mesándose las barbas.
    Ya del serrallo por las rotas puertas
aquel palacio invaden los piratas,
y el musulmán, con voces plañideras,
rinde rotos alfanjes a sus plantas;
en vano siempre, que su sangre corre
de los contrarios al furor; y avanzan,
avanzan bravos do el sonido oyeron
del clarín que a su lado les llamaba.
El ay de los heridos les anuncia
que el jefe sigue su obra sanguinaria,
y dan un grito de alegría al verle
solo y sombrío en la revuelta estancia,
Corto es el parabién, pero aún más corta
la respuesta. -«Selim se nos escapa,
y ha de morir. Si ya arden sus galeras,
¿por qué ese fuego la ciudad no abrasa?»
Prontas a obedecerle cien antorchas,
del minarete al pórtico las llamas
invaden el palacio. Placer fiero
píntase de Conrado en las miradas;
pero ¿por qué se demudó su rostro?
De una mujer la voz desesperada
ha resonado, y se conmueve, al punto
el corazón que goza en las batallas.
    -«¡Oh!, derribad las puertas del serrallo,
y a esas mujeres con honor salvadlas:
pensad tenéis amantes que os esperan;
que tras la afrenta viene la venganza.
El hombre es mi enemigo: las mujeres
débiles son; debemos respetarlas.
Yo lo olvidé, y el cielo nunca olvida
de cobardía y deshonor la mancha.
Corro, vuelo; me siga quien no quiera
tal crimen cometer». Salta las gradas,
la puerta incendia del harén, y raudo
vuela su pie sobre las rojas ascuas.
El humo aspira y rápido lo arroja
al ir cruzando estancia tras estancia.
Como él, los compañeros que le siguen
llegan a tiempo aún: cada pirata
lleva en los brazos la mujer llorosa
a quien salvó sin contemplar sus gracias.
De sus cautivas el terrible miedo
se esfuerzan en calmar; sus apagadas
fuerzas alientan, y el honor debido
a las beldades indefensas guardan:
¡tanto ha sabido transformar Conrado
en dulce paz la embravecida rabia!
Mas ¿quién es ésa que el Corsario lleva
y del furor de los combates salva?
Es del pachá la hermosa favorita
del pachá a quien Conrado inmolar ansía,
la que es en el harén reina temida
y al mismo tiempo de Selim esclava.
    Conrado apenas dirigirle pudo
su breve voz a la infeliz Gulnara,
que en esa tregua que a la guerra diera
la compasión, al ver su retirada
no seguida, el contrario se detiene,
se reúne luego y torna a la batalla.
Selim ha visto sus inmensas fuerzas,
ve de Conrado la pequeña banda,
y se avergüenza del pasado miedo
que entre sus tropas difundió la alarma.
«Alá il Alá» -con pavoroso grito
dice, y se apresta al punto a la venganza,
que aquella rabia que al pavor sucede
saciarse sólo en los combates ama.
El fuego al fuego se opondrá; la sangre
sangre pide, y espada contra espada
hará que la victoria retroceda;
que la pelea renovó la saña
y los que fueron vencedores, ahora
serán dichosos si la vida salvan.
Conrado del peligro se apercibe,
en torno suyo a sus soldados llama:
-«¡Un esfuerzo!, y el círculo rompamos
que nos encierra». -Se unen los piratas
cansados ya del último combate;
se agrupan, forman en columna, cargan,
vacilan... ¡Todo se perdió! Ahogados
de sus contrarios en la inmensa masa,
sitiados por doquier, luchan y luchan
aún con valor, mas ya sin esperanza,
¡Ah!, sus filas se han roto, y desbandados
muerden el polvo ya. La cuchillada
postrera dan con el postrer gemido;
no el contrario, el cansancio es quien los mata;
y heraldos, aún de sus crispadas manos
pueden apenas arrancar las armas.
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