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El crisol de la lealtad

Duque de Rivas



Al Ilmo. Señor Don Juan Nicasio Gallego, en testimonio de antigua, constante y respetuosa amistad.


Ángel de Saavedra, Duque de Rivas.                




PERSONAS
 

 
LA REINA DE ARAGÓN,   dama.
DOÑA ISABEL TORRELLAS,   dama.
DON PEDRO LÓPEZ DE AZAGRA,   galán.
DON LOPE DE AZAGRA,    barba.
MAURICIO,    monje benito.
EL ARZOBISPO DE ZARAGOZA,   viejo.
FORTÚN TORRELLAS,   viejo.
JOFRE DE ALVERO,    galán.
ÁLVARO GARCÉS,   galán.
BERRIO,   gracioso.
SANCHA,   graciosa.
ANTÓN,   ventero.
RITA,   ventera.
RICOSHOMBRES e INFANZONES.
CLÉRIGOS    del séquito del arzobispo.
TRES CABALLEROS    del séquito de Torrellas.
CUATRO CABALLEROS   del séquito de don Lope de Azagra.
DAMAS,   de la reina.
PAJES,    de la reina.
GUARDIAS,   de la reina.
CUATRO VILLANOS   del séquito de don Lope de Azagra.
 

La acción pasa en Zaragoza y sus cercanías el año de 1163.

 




ArribaAbajoJornada primera


Escena primera

 

Representa la espaciosa cocina de una venta en las cercanías de Zaragoza. Aparecen ANTÓN, atizando el hogar, y RITA, mirando a la puerta con inquietud.

 
RITA.
Mal fuego de Dios, amén,
sobre esa gente maldita
caiga, y pronto.
ANTÓN.
Calla, Rita.
Prudencia y cachaza ten.
RITA.
¿Cachaza y prudencia, Antón,
cuando al punto en que llegaron
ayer tarde nos robaron
dos ovejas y un lechón?
Y gracias que en el pajar
estaban ya las gallinas.
Dime, en fin, qué determinas,
pues voy la puerta a atrancar.
ANTÓN.

 (Acercándose.) 

¿Sancha y Berrio no han salido
a recoger el ganado...?
Pues cuando esté a buen recado
tomaremos un partido.
RITA.
El de la venta cerrar
y defender nuestra hacienda.
ANTÓN.

 (Receloso.) 

El diablo que la defienda,
que en ello se puede errar.
RITA.

 (Con viveza.) 

Defenderse de ladrones es justo.
ANTÓN.
¿Y éstos lo son...?
RITA.
Las ovejas y el lechón
lo dirán.
ANTÓN.
No más razones.
Calla la boca, mujer.
Esas gentes por momentos
armas reciben y aumentos:
sabe Dios lo que va a haber.
Ya has visto que no encontraron
en el vecino castillo
resistencia, el rastrillo
al punto les franquearon.
RITA.
Porque de Nuño Atarés,
hijo de aquel infanzón,
a quien no quiso Aragón
por su soberano, es.
Y siempre anda desabrido,
y de la reina se queja.
ANTÓN.
Pues a los señores deja
tomar tal o cual partido.
Y traten los cortesanos
de estas cosas, que nosotros,
manden unos, manden otros,
no salimos de villanos.
BERRIO.

 (Dentro y dando grandes voces.) 

¡Arre!... ¡Jo!... ¡Maldita burra!
Sancha, abre bien... ¡Arre!... ¡Jo!
SANCHA.

 (Dentro.) 

Ya todo el ganado entró.
ANTÓN.

 (Desde la puerta.) 

Que el morueco no se escurra.
 

(Entran SANCHA y BERRIO con hondas en la mano y muy cansados.)

 
BERRIO.
Ya está todo en el corral,
hasta el morueco marrajo;
no ha sido poco trabajo.
¡Qué arisco es el animal!
RITA.
¿Y los cerdos? ¿Y el pollino?
BERRIO.
De los cerdos... faltan dos.
RITA.
¡Maldito seas de Dios!
¿Dónde...?
BERRIO.
¡Toma!... El peregrino
lo sabe.
RITA.
¡Gran ladrón!
BERRIO.

 (Poniéndose el dedo en los labios y acercándose a RITA.) 

¡Chií!,
que a venir al punto va,
¡y tiene un gesto que ya!
RITA.
¡Jesús! ¿Va a encajarse aquí?
BERRIO.
Él lo dice.
ANTÓN.
Pues ¿lo has visto...?
BERRIO.
Sancha...
SANCHA.

 (Interrumpiéndole.) 

¡Mentira!
BERRIO.
Sí, tú,
¡curiosa de Belcebú!
ANTÓN.

 (Impaciente.) 

Explícate, ¡voto a Cristo!
BERRIO.
Sancha la burra montó
para acarrear el ganado,
y a carrera por el prado...
SANCHA.
La burra se me escapó.
BERRIO.
Ya se ve que escapó. Como
hace siempre que le arrima
la persona que va encima
un aguijonazo al lomo.
SANCHA.
Fué porque...
BERRIO.
Entre los enebros
vió soldados la pollina,
y siempre se desatina
por ir donde oiga requiebros.
SANCHA.
¡Malicioso!
BERRIO.
A la cañada
corrió, en fin, y yo tras de ella,
pues no debe una doncella
correr sola despeñada.
Y a ese hombre, con otros seis,
nos hallamos.
RITA.
¡Ay, qué miedo!
¡Jesús!
BERRIO.
Afirmaros puedo
que de milagro me veis.
Se me heló todito el cuajo.
SANCHA.
Y a mí también.
BERRIO.
¡Quia, Sanchica,
si al fin logró la borrica
escuchar un requebrajo!
Yo sí, que caí de rodillas,
de pie a cabeza temblando,
cual si estuvieran bailando
en mi cuerpo las costillas.
Y la maldita visión:
«¿Quién son -dijo- los villanos?»,
y yo, cruzadas las manos,
le respondí: «Hija de Antón
es esta mala doncella.
Hija de Antón el ventero,
y yo su novio, que quiero
casarme, señor, con ella.»
y el duende repuso: «Bien.
Pues que en su venta me espere,
si es que fiel mostrarse quiere,
al tal Antón le prevén.
Y porque no tenga quejas
de mí, dale este dinero,
que con él pagarle quiero
tres cerdos y dos ovejas.»
Y ésta me dió.

 (Saca una bolsa con dinero)  

RITA.

 (Tomándola y examinándola,) 

¡Virgen pura!
Tres veces hay su valor.
ANTÓN.
Pues si es tan buen pagador,
venga con buena ventura.
BERRIO.
Y a Sancha también...
SANCHA.
También
me dijo: «Hermosa doncella...»
BERRIO.
No hubo hermosa, miente ella.
Doncella sólo, y va bien.
SANCHA.
Sí, señor.
BERRIO.
No, que es tramoya.
SANCHA.

 (Sacando del pecho una cruz de oro.) 

Y dióme esta cruz; mirad.
RITA.

 (Pasmada.) 

A ver... ¡De oro!... Una ciudad
vale. ¡Ay Dios, qué rica joya!
Marido...
ANTÓN.
Rita, ¿lo ves?
Prudencia y cachaza, sí;
que el tal me parece a mí
que lo que se suena es.
BERRIO.
También nos dijo ese coco...
RITA.
Ese señor. Más despacio.
BERRIO. «Esa venta en un palacio
se tornará de aquí a poco.»
Lo que me hace sospechar
que es algún brujo hechicero
que es carbón ese dinero,
que la venta va a volar.
Y... si es así..., ¡guarda, Pablo!
RITA.
¿No ves que una cruz nos dió?
BERRIO.
Siempre diz que se escondió
detrás de la cruz el diablo.
RITA.

 (Sorprendida.) 

¿No oyes caballos, Antón?...
¡Ay!... ¿Si será...? Yo estoy muerta.
ANTÓN.
Déjate; desde la puerta
observaré quiénes son.

 (Se acerca al bastidor.) 

¡Ay Rita!... ¿Sabes quién es?
Torrellas, nuestro señor,
con otros cuatro al redor,
y con Alvaro Garcés.
RITA.

 (Cuidadosa.) 

¡Ay cielos!... Que está esa gente
tan cerquita no sabrán,
y acaso los prenderán...
ANTÓN.

 (Con malicia.) 

Mujer, no seas inocente.
Corro a tener el estribo
a Torrellas mi señor.
No te asustes, ten valor, que no hay de miedo motivo.
 

(Vase. Entran embozados FORTÚN TORRELLAS, JOFRE DE ALVERO, ALVARO GARCÉS y tres Caballeros.)

 
TORRELLAS.
¡Oh buen Antón! Ya veo
que fiel me conociste
desde el mismo momento en que me viste
y que servirme es siempre tu deseo.
Y Rita y Sancha, ¿buenas...?
ANTÓN.
De gozo al veros, como deben, llenas.
BERRIO.

 (Adelantándose.) 

Los cerdos, las ovejas y pollinos...
ANTÓN.

 (Deteniéndolo.) 

Calla, animal; no digas desatinos.
TORRELLAS.
Muy guapa está Sanchica.
BERRIO.

 (Adelantándose otra vez.) 

Se escapó esta mañana en la borrica.
RITA.
Vete, bruto, de aquí.
TORRELLAS.
¿Quién es?
BERRIO.
Nostramo,
Berrio el zurdo me llamo,
y soy mozo porquero,
y seré, si Dios quiere, para enero
el marido de Sancha,
de lo que está, señor, ella tan ancha
y tanto, que quisiera
que el matrimonio este verano fuera.
Mas yo estoy mohíno,
y ronco, y fatigado,
porque ella y el morueco
han hecho cosas que me tienen seco.
TORRELLAS.

 (Llamando a ANTÓN aparte.) 

Decidme, Antón honrado;
¿habéis visto el anciano peregrino,
que en el fuerte vecino
de Atarés, mi pariente,
se ha alojado esta noche con su gente?
ANTÓN.

 (Con aire reservado.) 

Sancha y, el mozo diz que lo encontraron
esta mañana, y que con él hablaron.
TORRELLAS.
¿Y con qué compañía
te han dicho, Antón?
ANTÓN.

 (Llamando a su hija.) 

Escúchame, hija mía.

 (Habla con ella aparte y en secreto, y luego dice:) 

Con cinco hombres no más.
TORRELLAS.
Ponte a la puerta,
y para ver si viene estate alerta.
ANTÓN.
Venid todos conmigo.
 

(Vanse ANTÓN, RITA, SANCHA y BERRIO.)

 
TORRELLAS.
El tal Romero
cual es se porta a ley de caballero.
Seis a seis la entrevista
tendrá lugar.
GARCÉS.
El Cielo nos asista
para ver la verdad distintamente,
y poder resolver lo conveniente.
TORRELLAS.
¡Ojalá, amigos, que quien dice sea!
Yo le conoceré cuanto lo vea,
pues aún no se borró de mi memoria
aquel aspecto de grandeza y gloria.
ALVERO.
Tampoco yo olvidado
tengo su altivo porte y su semblante.
Que, aunque muy joven, combatí a su lado,
y le vi, lanza en ristre y arrogante,
entrar en hora aciaga
en medio de los moros allá en Fraga,
en donde lo perdimos,
y de su arrojo audaz víctimas fuimos.
GARCÉS.
¡Ojalá sea! Y Aragón recobre
su perdido poder, y extienda sobre
Castilla su dominio,
tornando a ser de infieles exterminio.
 

(Entran corriendo y asustados, queriendo refugiarse detrás de TORRELLAS, RITA y SANCHA, y con ellas BERRIO.)

 
RITA.
¡Virgen santa bendita!
SANCHA.
Amparadnos, señor...
TORRELLAS.
¿Qué es esto, Rita?
BERRIO.
Que ya viene...
SANCHA.
¡Qué miedo!
RITA.
Estoy sin tino.
 

(Entra ANTÓN.)

 
ANTÓN.

 (A TORRELLAS.) 

Aquí llega, señor, el peregrino.
TORRELLAS.
A su encuentro salgamos.

 (Al acercarse a la puerta queda, asombrado y retrocede poco a poco, respetuoso y confundido.) 

Mas ¿qué veo?
¿Es ilusión falaz de mi deseo?
¡Gran Dios..., él es!... No hay duda.
ALVERO.

 (Mirando asombrado a la puerta.) 

Sí...; mas del tiempo la carrera muda
ha alterado su rostro.
TORRELLAS.
¡Santo cielo!
GARCÉS.
Me ha convertido la sorpresa en hielo.
 

(Entran DON LOPE DE AZAGRA, con un ropón y esclavina de peregrino; MAURICIO, con hábito de monje cuatro Caballeros vestidos de cazadores, dejando ver armas de guerra bajo los sayos, y cuatro Villanos. DON LOPE se despoja con nobleza del traje de peregrino, y queda armado, con sobreveste roja, y el collar de la Orden del Santo Sepulcro, y se dirige sin vacilar, con los brazos abiertos, a TORRELLAS.)

 
DON LOPE.
Noble Fortún Torrellas,
cuya fama se encumbra a las estrellas,
y en quien miro y contemplo
de honor y de lealtad tan vivo ejemplo;
ven, y en estrechos lazos,
pues que en mi apoyo tu favor consigo,
te ciñan hoy los brazos
no de tu rey, de tu constante amigo.
TORRELLAS.

 (Hincando las rodillas y enajenado de gozo y de respeto.) 

No es posible que dude
honra y dicha tan alta, pues acude
tanto recuerdo grato
a mi pecho, do vive tu retrato,
que por mi rey amado te pregono.
Y de ayudarte a recobrar el trono
te hago pleito-homenaje.
No en tus brazos, señor, do me levantas,
sino a tus regias plantas,
rindiéndote el debido, vasallaje.
DON LOPE.

 (Levantándolo:) 

Alza, y ven a mi pecho.
Y porque más seguro y satisfecho,
libre de toda duda,
tu noble esfuerzo a mi servicio acuda;
y porque la verdad hoy testifiques,
y en Aragón publiques
que Alonso, emperador de las Españas,
aquel a quien valieron sus hazañas
tan glorioso renombre,
que de batallador mereció el nombre,
soy yo; y porque asegures la falsía
con que se publicó que muerto había
en la acción acïaga,
castigo del Señor, cerca de Fraga,
claras, nuevas señales
quiero mostrarte a ti y a estos leales.

 (Separa la veste y enseña una cicatriz.) 

¿Recuerdas esta herida,
que al bravo Albucalem costó la vida,
cuando aquí en Zaragoza holló triunfante
mi regia planta el bárbaro turbante?

 (TORRELLAS da muestras de reconocerla.) 

Sí, tú fuiste el primero
que, viendo en tierra mi tajante acero,
en aquella jornada
me alargaste tu espada.
Y, ¡vive Dios!, Torrellas, que venía,
pues fuiste un portento en aquel día,
toda de sangre bárbara bañada.

 (Mostrando un eslabón roto de collar.) 

¿Ves este collar roto,
de la Orden sacra del Sepulcro Santo,
que en Pamplona fundé cumpliendo un voto
y que de los infieles fué el espanto?
Recuerda que en mi pecho,
estando tú de mí muy corto trecho,
lo rompió la violencia
de una lanza en el cerco de Valencia.

 (En reserva, a TORRELLAS.) 

¿Y olvidaste, acaso, fiel amigo,
el aviso secreto,
importante a mi honor y a mi respeto,
que me diste sagaz, con que el castigo
de Pero Anzures suspendí prudente,
para ganar la castellana gente?

 (TORRELLAS da muestras de recordarlo, atónito.) 

Y este anillo real, ¿no lo conoces?

 (Enseña una sortija.) 

TORRELLAS.

 (Besándole la mano.) 

Basta, señor; el Cielo santo a voces
que sois mi rey me dice,
y a quien lo dude con furor maldice.
Alvaro de Garcés, Jofre de Alvero,
aragoneses todos: yo aseguro,
y lo defenderé con este acero,
que don Alonso emperador es éste,
que la bondad celeste devuelve a nuestro amor.

 (Hincando una rodilla y extendiendo la mano derecha.) 

Y yo le juro
obediencia y lealtad.

 (ALVERO, GARCÉS, los tres Caballeros, BERRIO, ANTÓN y los cuatro Villanos, hincando la rodilla y extendiendo la mano:) 

Y lo juramos
todos también.
MAURICIO.

 (Poniéndose en medio, con dignidad.) 

En nombre de Dios vivo,
como su sacerdote, yo recibo
el santo juramento,
y os exhorto a su pronto cumplimiento.
DON LOPE.
Alzad, vasallos fieles,

 (Levántanse todos.) 

que ya de nuevos triunfos y laureles
juzgo mi frente orlada,
y de Aragón la gloria asegurada.

 (Acercándose afectuosamente a JOFRE DE ALVERO:) 

Llega, gallardo Alvero.
¡Qué espigado y gentil! Aunque muchacho,
no diste a los infieles mal despacho
en aquel lance de contrario agüero.
Pienso que fué tu estreno en aquel día:
ibas, por cierto, en una jaca pía.

 (ALVERO le besa la mano. Acercándose a GARCÉS.) 

¿Y tú, Garcés...? ¡Cuán bravo caballero
era tu padre! La primera lanza
de Aragón... ¿Dónde está?
GARCÉS.
Señor, es muerto
en San Pedro de Arlanza,
donde se retiró juzgando cierto
vuestro fin desastrado.
DON LOPE.
De lealtad y valor era un dechado.

 (Le besa GARCÉS la mano.) 

No perdamos, Torrellas, ni un momento.
A Zaragoza parte,
dando mi nombre al viento
y alzando de lealtad el estandarte.
Y dile a mi sobrina
que tema de la cólera divina,
y de mi noble esfuerzo la venganza,
si al punto sin tardanza
su rey no reconoce en mí, y su tío,
el trono devolviéndome, que es mío.
TORRELLAS.
Señor, a obedeceros,
con estos valerosos caballeros,
patentizando al mundo
que vive vuestro esfuerzo sin segundo,
iré. Y el pueblo fiel de Zaragoza,
que escasas dichas y venturas goza
desde el momento que os perdió, la nueva
que hoy de nuestra lealtad la voz le lleva
oirá con entusiasmo y alegría,
y os abrirá sus puertas este día.
Mas para combatir cumplidamente
las dudas y razones
que opuestos intereses y opiniones
puedan acaso entre la ruda gente
esparcir (porque dan tan largos años
lugar a recelar dolos y engaños),
dignaos de darme relación cumplida
de cómo fué vuestra preciosa vida
en la ocasión salvada,
y en dónde, eclipsada,
tan largo tiempo estuvo,
y escondida y oculta se mantuvo
la majestad augusta que adoramos,
y que hoy, gracias al Cielo, recobramos.
DON LOPE.
Fortún Torrellas, tu prudencia es mucha.
Sí, todo lo sabrás; atento escucha:
Viendo en los campos de Fraga,
donde Dios, airado, quiso
dar a mis muchos pecados
con la derrota el castigo,
que por momentos crecían,
como mar embravecido,
los escuadrones infieles
sobre los pendones míos,
y conociendo que sólo
de tan tremendo conflicto
hallar pudiera el despecho
de salvación un camino,
elegí trescientas lanzas,
la flor del hispano brío,
y arrojéme a su cabeza
en brazos de mi destino.
Arrollé como un torrente
los escuadrones moriscos;
sus más bravos adalides,
y sus jaques de más brío,
al empuje de mi lanza
cayeron en sangre tintos,
como en la selva al empuje
caen del huracán los pinos.
Mis servidores leales
hicieron raros prodigios
de valor; mas todo en vano,
pues Dios nos negó su auxilio.
Y ya casi todos eran
víctimas de su heroísmo,
cuando de un bote de lanza
vine a tierra sin sentido.
El sol tras los negros montes
buscaba ansioso un asilo,
horrorizado y medroso
del estrago que había visto.
Y los fieros musulmanes
a acabar el exterminio
de mis desdichadas huestes
avanzaron de aquel sitio.
Era ya entrada la noche,
cuando volviendo en mí mismo,
de cadáveres cercado,
de armas rotas y de heridos
me encontré. Y a Dios el voto
hice, al encontrarme vivo,
de ir desde allí a Palestina,
y ante el sepulcro de Cristo
pedir perdón de mis culpas,
penitente y peregrino,
rogando con lloro al Cielo
se me mostrase propicio.
Quitéme la veste regia,
que destilaba hilo a hilo
negra sangre, y el almete
de la corona ceñido.
Y sobre el yerto cadáver
que vi cerca del invicto
Azagra (en quien semejanza
hallaban muchos conmigo)
tiré ambas prendas, guardando
este collar y este anillo;
y a la luz de escasa luna,
trepando empinados riscos,
me retiré. Unos pastores
me dieron su estrecho abrigo
sin conocerme. Y tomando
pobres y toscos vestidos
llegar logré a los Alfaques,
en donde el ibero río
daba ya por su ancha boca
al mar, pasmado de oírlo,
la falsa y terrible nueva
de mi muerte, en roncos gritos,
publicando de mis tropas
el verdadero exterminio.
Una veneciana nave
depararme el Cielo quiso,
y en ella saludé pronto
las riberas del Egipto.
Visité la Tierra Santa,
y con el abad Mauricio
(este venerable monje,
mi director y mi amigo,
que desde entonces ni un día
de mí se apartó), contrito
confesé mis culpas todas,
y con ásperos cilicios
adoré aquel mármol sacro,
donde piadoso Dios Hijo,
por la redención del mundo
completó su sacrificio.
Del voto que en Fraga hiciera
libre, viéndolo cumplido,
tornar a mi reino quise,
que por hallarme sin hijos
encomendado creía
(cual mandé en un codicilo
que antes de partir a Fraga
dejé de mi puño escrito)
del Temple a los caballeros,
y del sepulcro de Cristo
a la Orden por mí fundada
de mi reinado al principio.
Y sin dejar de romero
el traje, y con gran sigilo
mi regio nombre ocultando,
con sólo el abad Mauricio
las playas dejé de Siria,
fiando al viento mis designios,
en un leño de Pisanos
a Génova dirigido.
Mas, ¡ay!, aún no satisfecho
el Cielo estaba, pues quiso
completar de mis pecados
el decretado castigo.
Un corsario sarraceno
tristes esclavos nos hizo,
y en las mazmorras de Malta
juguetes del hado fuimos.
Allí varias veces supe
de mi Imperio los conflictos
ya por voz de mercaderes,
ya por quejas de cautivos.
Supe que mi hermano el monje
manchó de Aragón el brillo;
que Castilla y que Navarra
se hicieron reinos distintos.
Y, al fin, que mi roto cetro
a manos había venido
de mi inexperta sobrina,
sin armas y sin prestigio.
Y amargamente llorando,
más que mi infortunio mismo
las desdichas de estos reinos
y su cierto precipicio,
logré al cabo libertarme,
y volver, vasallos míos,
a vuestros leales brazos,
con los que, y con el auxilio
de Dios, que misericordia
empieza a ejercer conmigo,
conseguiré prontamente
restaurar el poderío
de Aragón; y con mi nombre
cegar el horrendo abismo
a cuyo borde pendiente
nuestra amada patria miro.
Juzgo, valiente Torrellas;
juzgo, infanzones altivos;
juzgo, aragoneses bravos;
juzgo, vasallos queridos,
que quedaréis satisfechos
con mi relato prolijo
de que tardanza tan grande
en acudir al peligro
de mi patria y de mi trono
no fué en vuestro rey delito,
sino voluntad del Cielo
por sus ocultos designios.
TORRELLAS.
Pues que tal rey nos devuelve,
a nuestros votos propicio,
corramos a Zaragoza
para publicarlo a gritos.
¡Viva el grande don Alonso!
¡El rey viva!
TODOS.
¡Viva!
TORRELLAS.
Amigos,
no perdamos ni un momento.
TODOS.
¡Viva Alonso largos siglos!
 

(Vanse TORRELLAS y todos los que salieron con él.)

 
ANTÓN.
A nuestro amo acompañemos.
BERRIO.
Si es que el rey nos da permiso.
DON LOPE.
Sí, marchad.

 (Vanse ANTÓN, RITA, SANCHA, BERRIO y los Villanos. A los cuatro Caballeros de su séquito:) 

También vosotros
encaminaos al castillo
con tan venturosas nuevas,
que yo en el momento os sigo.
 

(Vanse los Caballeros. Así que todos desaparecen, DON LOPE, fatigado y abatido, mira tristemente a MAURICIO, recoge la ropa de peregrino y se la vuelve a poner lentamente.)

 
DON LOPE.
¡Válgame Dios!
MAURICIO.
¿Qué os aflige
en tan venturoso día?...
Yo estoy loco de alegría;
la fortuna nos dirige
por el camino más llano
al eminente dosel,
y vais a ser vos en él
de la España el soberano.
DON LOPE.
Es verdad.
MAURICIO.
El buen Torrellas
incauto tragó el anzuelo,
y hoy con sus brazos de un vuelo
nos encumbra a las estrellas.
DON LOPE.
Al punto le conocí.
MAURICIO.
Y el pobrete, alucinado,
creyó muy entusiasmado
ver a don Alonso en ti.

 (Se ríe)  

Mas le hablasteis de manera,
el engaño reforzando
y el tono de rey tomando,
que hasta yo casi os creyera.
Unisteis a la verdad
de las aventuras nuestras,
con expresiones tan diestras,
con tal naturalidad,
del emperador el nombre,
y los recuerdos fingisteis
con tanto primor, que fuisteis
más un demonio que un hombre.
Los planes que concebimos
en Malta entre las cadenas
y que cual sueños apenas
en nuestra mazmorra urdimos,
cumplido efecto tendrán;
tendránlo, sin duda alguna,
pues ocasión y fortuna
en nuestro favor están.
De ese rey, que murió en Fraga,
debió de ser, ¡vive Dios!,
su semejanza con vos
muy grande para que haga
efecto tan importante.
Ánimo, pues, y osadía...
Pero ¿qué melancolía
ofusca vuestro semblante?
DON LOPE.

 (Muy abatido.) 

Entre aquestos infanzones
esperé ver a mi hijo,
y de su ausencia me aflijo
por poderosas razones.
MAURICIO.
¿No os pudierais de él fiar,
si no es posible engañarle?
DON LOPE.
La trama manifestarle
fuera mucho aventurar.
Además..., os lo confieso:
al cabo, noble nací,
y un remordimiento en mí...
MAURICIO.

 (Incomodado.) 

¿Perdiste, don Lope, el seso?
DON LOPE.
Lo he recobrado más bien.
Hay cosas que desde lejos
tienen hermosos reflejos;
mas cuando de cerca se ven,
se conoce lo que son,
y tan viles, que se afrenta
quien las juzgó de gran cuenta
llevado de una ilusión.
Desde que puse en España
con este intento los pies,
cada día mayor es
el tedio que me acompaña.
Y al recordar quién fuí yo
en mi patria, y lo que soy,
de mí avergonzado estoy,
cual siempre lo está el que erró.
Yo, espejo de lealtad,
¿ser un traidor alevoso...?
¿Ser fingido y mentiroso
yo, sol puro de verdad...?
¿Yo impostor...? ¡Ah! Me confundo.
MAURICIO.
¿Con escrúpulos andáis,
cuando caminando vais
al primer trono del mundo?
DON LOPE.
Mauricio, sentado en él,
besando el orbe mi planta,
veré atado a mi garganta
ignominioso cordel.
MAURICIO.

 (Con sonrisa amarga.) 

Sólo volviendo el pie atrás,
no entre sueños y quimeras,
sino en la horca, y muy de veras,
esa lazada tendrás.
No puedes retroceder
del camino que emprendiste;
pues va en él el pie pusiste,
terminarlo es menester.
DON LOPE.

 (Profundamente agitado.) 

Sí, concluiré la carrera;
sí, saciaré mi ambición;
pero un noble corazón
tiene la voz muy severa.
MAURICIO.
Compón, amigo, el semblante,
que aquí tornan los villanos.
Desecha escrúpulos vanos,
y adelante.
DON LOPE.

 (Muy abatido.) 

Sí, adelante.
 

(Sale BERRIO, y se detiene, como asustado.)

 
BERRIO.
¡Ay!, que el sayo se encajó,
y así me da mucho miedo.
MAURICIO.
¡Hola, mozo!
BERRIO.

 (Turbado.) 

¿Llegar puedo?
MAURICIO.
Con respeto, ¿por qué no?
¿Quisieras servir al rey?
BERRIO.

 (Tomando confianza) 

Para guardar sus cochinos,
sus ovejas, sus pollinos,
unas vacas y algún buey,
que es de lo que sirvo a Antón,
quisiera, pues, la soldada
mejor y más bien pagada
será, y buena la ración.
MAURICIO.

 (Animándolo.) 

De soldado has de servir,
como valiente vasallo,
con una lanza, a caballo.
BERRIO.
Fuera cosa de reír.
¡Estuviera buen muchacho!...
A pie sería mejor,
que soy mal cabalgador,
y voy hecho un mamarracho.
MAURICIO.
Bien está.
BERRIO.
¿Y me casaré
con Sancha?
MAURICIO.
Sí, y puede darte
el rey de dote una parte
de despojos.
BERRIO.
Despo... ¿qué?
MAURICIO.
De botín.
BERRIO.
Dos necesito,
porque con estas albarcas
se anda mal entre las charcas
tras del morueco maldito.
MAURICIO.
Todo lo tendrás; ven, pues,
al castillo.
BERRIO.
Con licencia
de vuestra gran reverencia,
iré con Sancha después.
Que allí para hilar estopa,
y sazonar el puchero,
servirá a este caballero,
y para lavar la ropa.

 (Vase.) 

MAURICIO.
¡Qué villano tan sencillo!
DON LOPE.
Pues éstos nos dan la fuerza;
no hay sin ellos quien la ejerza.
Vamos, que es tarde, al castillo.
 

(Vanse.)

 


Escena II

 

Salón regio del alcázar de Zaragoza, con dosel. Entran DOÑA ISABEL y TORRELLAS.

 
DOÑA ISABEL.
¡Ay cuánto don Pedro tarda!...
Justamente en la ocasión
en que con tanta razón
y tal inquietud le aguarda
mi afanoso corazón.

 (Mira a la puerta con inquietud.) 

Hoy que debe, amante ufano,
de nuestra reina el permiso
demandar, como es preciso
para conseguir mi mano,
¿por qué ha de andar tan remiso?
Que mi padre esta mañana
salió a caza le avisé,
y amorosa le esperé
del jardín en la ventana;
mas, ¡ay!, a verme no fué.

 (Se pasea con inquietud.) 

¡Dios me valga! Desde el día
que apareció este impostor,
todo es sospecha y temor,
todo afán el alma mía,
todo recelos mi amor.
Mi padre anda de contino
de mil dudas agitado,
don Pedro desatentado
maldiciendo al peregrino,
y todo el reino alterado.

 (Vuelve a pasear agitada.) 

Que se retarde me temo
mi boda. Y aun temo más,
pues la discordia quizás
llegue a un doloroso extremo
que no recelé jamás:
al de enemistar, ¡ay Dios!,
a mi padre y a mi amado,
pues el calor me ha asustado
con que disputan los dos
sobre ese impostor malvado.
 

(Llora. Entra DON PEDRO LÓPEZ DE AZAGRA.)

 
DON PEDRO.
Hermosísima Isabel,
deidad pura a quien adoro,
mi único bien, mi tesoro,
rendido tu amante fiel...
Pero ¿por qué es ese lloro?
¿Por qué a tu mustio semblante
dan sin luz los bellos ojos
esas perlas por despojos,
y a tu seno palpitante...?
¿Quién causa, di, tus enojos?

 (Con gran ternura e interés.) 

¿Tú afligida, encanto mío?...
¿Qué ofensas lloras, mi bien?
De mi afán lástima ten,
pues me pierdo y desvarío.
¿Quién causa tu pena, quién?
DOÑA ISABEL.

 (Afligida.) 

Vos, don Pedro.
DON PEDRO.
¿Yo..., señora?
DOÑA ISABEL.
¿No os avisé esta mañana
de que sola en mi ventana...?
Pues allí pasé una hora.
DON PEDRO.
No me condenéis, tirana.
DOÑA ISABEL.
Y el prefijado día
para pedir la licencia
con tan tibia diligencia
retardar...
DON PEDRO.
A eso venía;
para eso pedí esta audiencia.
Y escuchadme una disculpa
tan grande, dueño querido,
que dejará convencido
vuestro amor de que la culpa
de tal falta no he tenido.
La tremenda agitación
que en todo el reino ha causado
de ese embustero malvado
la impensada aparición,
a Zaragoza ha llegado.
Y como sobran traidores
de osadí y ardimiento,
a mi obligación atento,
de aquestos alrededores
no me aparté ni un momento,
que cuando peligra el trono
legítimo, es justa ley
darlo todo al abandono
y vigilar en su abono,
que antes que todo es el rey.
DOÑA ISABEL.

 (Conmovida.) 

¡Oh don Pedro...!
DON PEDRO.
Isabel mía,
tu mano no mereciera
si tan pura y fiel no fuera
de mi pecho la hidalguía
y mi lealtad tan sincera.
Y cuando llego anhelante
de nuestra reina a pedir,
para nuestra suerte unir
el permiso, más amante
os quisiera ver y oír,
que ese llanto y aflicción
en el venturoso día
en que ya nombraros mía
podré, dulce dueño, son
verdugos de mi alegría.
 

(Siguen hablando entre sí. Aparece la REINA, separando con recato las cortinas de una puerta que habrá al fondo o al lado izquierdo de la escena; desde allí, sin avanzar, dice:)

 
REINA.

 (Aparte.) 

¡Oh cielos!... Azagra allí
enamorando a Isabel.
¡Qué noble, gallardo y fiel!
¡Desventurada de mí!
DON PEDRO.

 (A DOÑA ISABEL, sin que hayan reparado en la REINA.) 

¿Quedáis contenta, cruel?
DOÑA ISABEL.
Tiene vuestro dulce acento
y tiene vuestra presencia
conmigo tal influencia,
que disipan al momento
los fantasmas de la ausencia.
Y si porque fiel servisteis
a la reina, habéis faltado
a verme, y apresurado
a pedir ahora vinisteis
el permiso deseado,
las nubes de mi amargura
se disipan, y renacen
las esperanzas, que hacen
de mi pecho la ventura,
y que mi alma satisfacen.

 (Siguen hablando entre sí con extremos de ternura.) 

REINA.

 (Aparte, desde la puerta.) 

¡Cuán felices!... ¡Y cuánta es mi amargura,
que lo adoro también, y él no lo sabe,
porque en mi excelsa posición no cabe
declarar a un vasallo tierno amor!
Y aunque lo declarara, ¿por ventura
lo pudiera inspirar?... ¡Terrible suerte!
Es más terrible que la misma muerte
de amar sin esperanzas el dolor.
DON PEDRO.

 (Arrojándose, transportado de amor, a los pies de DOÑA ISABEL.) 

¡Ah! Dejad que a vuestra planta,
pues tan dichoso me veo,
alma y vida por trofeo
os rinda, y que os pague tanta
ventura como hoy poseo.

 (Le toma una mano.) 

Y que mi labio leal
temple el fuego celestial
de la pasión que os consagra
en la mano de cristal...
 

(Se la besa. Entra la REINA apresurada, DOÑA ISABEL da un paso atrás, sorprendida, y DON PEDRO se levanta, retira y queda en la mayor confusión.)

 
DOÑA ISABEL.
¡Cielos!
REINA.

 (Indignada y poniéndose entre los dos.) 

¡Isabel!... ¡Azagra!
De que en mi cámara estáis
os olvidasteis, sin duda.

 (Pausa)  

Isabel, ¿te has vuelto muda...?
Azagra, ¿no contestáis?
DOÑA ISABEL.

 (Confundida.) 

Señora...
DON PEDRO.

 (Hincando una rodilla) 

Vuestra piedad
imploro si os ofendí,
cuando humilde llego aquí...
REINA.

 (Más templada.) 

¿Con qué intento, Pedro...? Alzad.
DON PEDRO.

 (Levantándose.) 

Una gracia suplicaros
para mí de gran ventura,
la que mi dicha asegura.
REINA.
Ya tardáis en explicaros.
DON PEDRO.
De doña Isabel Torrellas
la nobleza y gallardía
abrasan el alma mía,
que así plugo a las estrellas...
REINA.
Ya lo vi.

 (Aparte.) 

Mal me reprimo.
DON PEDRO.
... y como en ilustre cuna
y en los dones de fortuna
su igual en todo me estimo,
vuestra regia aprobación
para casarme, señora,
mi rendido amor implora.
REINA.

 (Mortificada.) 

Y en oportuna ocasión.
¿De su padre tenéis ya
para ese enlace el permiso?
DON PEDRO.
Mi lealtad el vuestro quiso
tener antes.
REINA.

 (Con severidad.) 

Bien está.
Id, y que en estos salones
tengan al momento entrada
a la reunión convocada
ricoshombres e infanzones,
que hoy de livianas materias
no me puedo yo ocupar,
cuando hay que determinar
sobre cuestiones tan serias.
Id, pues.
DON PEDRO.

 (Aparte.) 

¡Pese a mi destino!

 (Hace una profunda reverencia y vase.) 

REINA.

 (Acercándose a DOÑA ISABEL con bondad y cariño.) 

¿Por qué lloras, Isabel?...
¿Estás tan prendada de él...?
Será un amante muy fino.
DOÑA ISABEL.

 (Turbada.) 

Señora...
REINA.
Tu amiga soy;
enjuga, Isabel, el llanto.
No hay motivo para tanto,
y afligida al verte estoy.
No era oportuno el momento,
y nada os negué, además.

 (Pausa.) 

¿Ha mucho tiempo, quizás,
que tratáis el casamiento?
DOÑA ISABEL.
Señora, hace ya tres años.
REINA.
Y este tan dichoso amante,
¿será fiel..., será constante
DOÑA ISABEL.
No es, señora, hombre de engaños,
y siempre igual lo encontré.
REINA.

 (Con malicia.) 

Muy apuesto..., muy rendido...
DOÑA ISABEL.
Muy formal, muy comedido.
REINA.
Pues qué te tiene no sé
de tal modo apasionada.
Su figura no es gran cosa.
DOÑA ISABEL.
Tiene un alma muy hermosa,
y es galán.
REINA.
No encuentro nada
raro en don Pedro.

 (Aparte)  

¡Ay de mí!

 (Alto.) 

El don Alvaro Garcés
mucho más gallardo es,
y está prendado de ti.
¡Qué bien maneja una lanza!
¡Cuánto luce en un torneo!
Ni Aznares tampoco es feo,
y con mucho garbo danza.
En las justas y festines
al don Pedro muy atrás,
en gentileza y demás,
dejan ambos paladines.
DOÑA ISABEL.
Pues don Pedro es a mis ojos
el único.
REINA.

 (Aparte.) 

Y a los míos.
Mas ¿por qué estos desvaríos
me han de dar tantos enojos?
 

(Sale DON PEDRO.)

 
DON PEDRO.
Los ricoshombres, señora,
y los nobles infanzones.
REINA.
Ábranse aquestos salones,
y que entren, pues, en buen hora.
 

(DOÑA ISABEL hace señas a la izquierda de la escena, y salen Damas, Pajes y Guardias. DON PEDRO la hace a la parte de la derecha, y salen Fortún TORRELLAS, ALVARO GARCÉS, JOFRE DE ALVERO, el ARZOBISPO, RICOSHOMBRES, INFANZONES, CLÉRIGOS y CABALLEROS, y se colocan alrededor del trono, en el que se sienta la REINA.)

 
REINA.
Ricoshombres y prelados,
infanzones, caballeros;
de Aragón gloria, y defensa
de mis sagrados derechos:
la seguridad del trono,
el esplendor de mi cetro,
la fama de vuestros nombres,
la tranquilidad del reino,
ya imperiosamente exigen
de vuestra lealtad y esfuerzo
que ese impostor fementido,
que ese ambicioso protervo,
que el esclarecido nombre
del rey mi tío mintiendo,
contra mi corona atenta,
tenga cumplido escarmiento.
En la batalla de Fraga,
como sabe el orbe entero,
pereció el gran don Alonso,
porque así le plugo al Cielo.
Aragón declaró nulo
su dudoso testamento,
que a los templarios dejaba
con poco aviso estos reinos.
Y a su hermano don Ramiro,
cual legítimo heredero,
juró por rey, que aunque estaba
en un santo monasterio,
del Papa especiales bulas
hábil a todo le hicieron,
y en vez del escapulario
no le asentó mal el peto.
Yo, cual su hija y heredera
por legítimo derecho,
ocupé este excelso trono,
fuí jurada por el pueblo,
sin que disputarme nadie
pueda en la Tierra o el Cielo
ni de mi padre la herencia,
ni este solio que poseo.
Después de tan largos años,
y de tan varios sucesos,
ese impostor se presenta
para trastornar el reino.
Despreciado en un principio,
fué su osadía creciendo,
y ya con rebelde tropa
de indómitos bandoleros,
de fascinados ilusos,
de revoltosos perversos,
de viciosos arruinados
y de astutos malcontentos,
osa acercarse a este alcázar,
osa atacar mis respetos,
osa levantar bandera,
osa demandarme el cetro.
Y si es que a tanto le anima
el que mujer sin esfuerzo
me juzga, su desengaño
no tarde con su escarmiento.
Salid, sus, a mi defensa,
que así os cumple como buenos.
Dad a esa traición castigo,
poned a esa audacia freno,
que, aunque mujer, desprovista
tan de valor no me encuentro
que no pueda la coraza
vestir, empuñar el hierro
y a vuestro frente en el campo
humillar a los soberbios
que osan mancillar mi nombre,
o dudar de mis derechos.
 

(Momento de silencio, con ansiedad general.)

 
TORRELLAS.
Permitid, alta señora,
que como acaso el más viejo
de cuantos hoy la honra tienen
de acataros, sea el primero
que a vuestras nobles palabras
dé respuesta con respeto.
Quién soy Aragón no ignora,
que mi interés y el del reino
son uno mismo es notorio,
que mi sangre y abolengo
seguridades ofrecen
de lealtad en todo empeño,
no habrá quien ose dudarlo;
no habrá, no,¡viven los cielos!,
que aún no es báculo mi espada,
ni aquestas canas son hielos.
Con antecedentes tales,
a decir aquí me atrevo
lo que mi conciencia sólo
dicta a mis labios, y es esto,

 (Atención general.) 

Señora, el rey don Alonso
vivo está, y es el romero
que impostor hoy apellidas,
acaso con poco acuerdo.

 (Movimiento general.) 

Yo lo conocí, señora,
y lo serví en ese excelso
dosel. Lo seguí a los campos,
lo acompañé en los reencuentros,
Merecí su confianza,
siempre asistí a su Consejo,
confirió conmigo planes
depositó en mí secretos.
Y de su noble presencia
los rasgos grabados tengo
con tan pronunciadas líneas
en la mente y en el pecho,
que no es posible me engañen,
señores, mis ojos mesmos.
Y esta mañana lo he visto
y examinado con ellos.
Y escuchando sus palabras
reconocí sus acentos,
y mi razón aclararon
con infalibles recuerdos.
Ese anciano peregrino
es, gran señora, creedlo,
el emperador de España
don Alonso, tío vuestro,
al que glorioso renombre,
en cuanto abarcan los cielos,
sus hazañas y conquistas
de batallador le dieron.
 

(Momento de silencio y de agitación.)

 
ARZOBISPO.
Ilustre Fortún Torrellas,
aunque tengan tanto peso
para mí vuestras razones
y los dictámenes vuestros,
pues sé vuestras calidades
y vuestra virtud respeto,
permitidme hoy, sin agravio,
un pareced muy diverso.
Y considerad conmigo
que cuando inspira el infierno
la ambición a un desalmado,
que anhela usurpar un cetro,
de falaces apariencias,
de alucinantes pretextos,
de engaños y de mentiras
le ofrece abundantes medios.
Porque el demonio es, en suma,
quien rige su alma y su cuerpo,
y de ficciones y engaños
el demonio es gran maestro.
Y provisto de noticias,
y de confidencias dueño,
finge, miente, disimula,
contrahace la voz y el gesto,
y alucina fácilmente
la buena fe de los buenos,
que porque lo son no saben
lo que saben los perversos.
No es difícil, ¡oh Torrellas!,
al cabo de tanto tiempo,
de remota semejanza
equivocar los recuerdos.
Después de tan largos años,
el emperador, que muerto
lloramos todos en Fraga,
torna en traje de romero.
¿Y dónde estuvo escondido?
¿Cómo no vino a su reino
cuando un hombre lo regía
con una espada por cetro?
Y si es el rey don Alonso,
¿por qué franco y descubierto
no ha venido a este palacio
de Zaragoza derecho,
en vez de andar con disfraces
alucinando a los pueblos,
allegando malhechores
y trastornando los reinos?
El emperador insigne
de otro modo muy diverso
se portara, aragoneses.
En ese anciano romero
sólo un malvado descubro,
sólo un impostor encuentro,
tan sólo un agente miro
de los planes del infierno.
TORRELLAS.

 (Con dolor.) 

Quien dude que es don Alonso
(dicho sea con respeto
del venerable arzobispo,
a quien acato y venero),
pone mi verdad en duda
y la lealtad de mi pecho.
ARZOBISPO.
De buena fe alucinarse
puede el mejor caballero.
TORRELLAS.

 (Resuelto.) 

Repito que es don Alonso,
emperador de estos reinos,
el que he visto esta mañana,
y a quien he hablado yo mesmo.
A la Tierra Santa un voto
le llevó desde el funesto
campo de Fraga, y cautivo
después de los sarracenos,
en una mazmorra esclavo
ha gemido largo tiempo,
sin poder venir a España
para reclamar su reino.
Mas pues ya en ella el pie puso
en busca de sus derechos,
y le juré pleitesía
mientras viviese, contemplo
que es mi obligación sagrada
servirle, y en todo extremo
cual su vasallo ayudarle
a que recobre su Imperio.

 (Hace una profunda reverencia y vase seguido de algunos.) 

DOÑA ISABEL.

 (Apoyándose, desmayada, en una de las damas.) 

¡Ay de mí!
ALVERO.
Yo, con Torrellas,
porque de leal me precio,
a servir a mi rey parto,
como cumple a un caballero.

 (Vase seguido de algunos.) 

GARCÉS.
Y yo también, convencido
de que el legítimo dueño
de Aragón es don Alonso,
que nos devuelve hoy el Cielo.

 (Vase seguido igualmente de algunos.) 

DON PEDRO.

 (Saliendo en medio de la escena con calor y entusiasmo.) 

Pues yo juro morir en la defensa
de ese trono legítimo, y mi acero
al que osare, traidor, hacerle ofensa
justo castigo le dará el primero.
Miente quien dice y asegura y piensa
que es el rey don Alonso ese romero.
Y hoy a la reina el corazón consagra,
si la abandonan todos, Pedro Azagra.
Sí, yo combatiré los desleales;
sí, yo combatiré los impostores.
Aquellos que se precien de leales
cerquen mi enseña y sigan mis tambores,
que en medio de esos campos desiguales
escribirá con sangre de traidores
donde el derecho de mi reina alcanza
el hierro agudo de mi fuerte lanza.
Nobles zaragozanos, siempre fieles,
venid ardiendo en saña vengativa
por reina tal a recoger laureles,
si en la lealtad vuestro blasón estriba.
Demos asunto a plumas y a cinceles.
¡Viva nuestra gran reina!
TODOS.

 (Rodeando con gran entusiasmo a DON PEDRO.) 

¡Viva! ¡Viva!
DON PEDRO.
Venid, venid conmigo; defendamos
a la reina y al trono que adoramos.
 

(Cae el telón.)

 



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