Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaJornada Tercera


Escena primera

 

La escena representa la cámara de la reina en el palacio de Zaragoza, y aparece la REINA, pensativa y triste.

 
REINA.
Segura es la victoria,
y el impostor vencido
tendrá de su arrogancia el escarmiento.
¡Ah! Que tan alta gloria
y triunfo tan lucido
no sea del noble Azagra sólo siento,
pues dechado de fieles,
suyos debieran ser estos laureles.
Mas, enfermo, postrado,
soñador, delirante,
desde que en salvo a estas murallas vino,
se niega horrorizado,
trémulo, palpitante,
a combatir al viejo peregrino,
diciendo que su espada
no vuelve a desnudar en tal jornada.
¿Qué misterio espantoso
es éste? ¡Estrella impía!

 (Reflexiona.) 

Que ese romero es impostor me jura,
que severa, inflexible
combata su osadía
me ruega, ardiendo en la lealtad más pura.
Mas contra ese romero
jamás, jamás esgrimirá el acero.
Y maldiciendo, llora
el haberse fugado
de la prisión que contempló su tumba.
Y maldice la hora
en que nació. Y turbado,
al Cielo pide le fulmine y hunda.
¿Qué misterio, qué encanto,
qué delirios son éstos? ¡Cielo santo!

 (Creciendo su agitación.) 

¡Ay de mí, que anegada
en mar de confusiones
vago, sin descubrir lejano puerto!
¿Acaso trastornada
con vanas ilusiones
se pierde en miserable desconcierto
su cabeza infelice,
y yo misma, yo misma el daño hice?...
¿Mi negativa pudo
para su enlace..., ¡cielos!,
tanto trastorno ocasionar?... ¡Oh suerte!
¡Oh Destino sañudo!
¿Por qué no ahogué mis celos?
¿Por qué no sujeté con mano fuerte
en este pecho mío
de un imposible amor el desvarío?
De un amor imposible,
¡oh tremendo Destino!,
que cada vez más alto se embravece
y más irresistible.
Y que será imagino,
según me turba y poderoso crece
de mi alma en lo profundo,
causa tal vez de que abandone el mundo.

 (Muy abatida.) 

Al cabo, ¿qué es el trono
ansiado y combatido?
¿Qué son de la victoria el lauro y palma,
si con tenaz encono
el Cielo endurecido
niega la paz y la quietud al alma?
Y ¿qué es la misma vida,
por un mar de pasiones combatida?
¡Ay!, a don Pedro adoro,
y a este amor escondido
sólo yo debo ser sacrificada.
A mi nombre y decoro
sólo resta un partido;
seguirélo. aunque muera, denodada.

 (Con resolución.) 

Sí..., sí, don Pedro viva
y la salud con su Isabel reciba.
 

(Suena a lo lejos repique de campanas, música, tambores y aclamaciones, y sale el ARZOBISPO con dos Clérigos de su séquito, que se quedan a la entrada.)

 
ARZOBISPO.
¡Albricias!, alta señora,
reina de Aragón, ¡albricias!,
que ya de vuestros derechos
ha triunfado la justicia.
De Atarés en las almenas
vuestro pendón regio brilla,
y ya los brazos rebeldes
pesadas cadenas ligan.
¡Dios eterno sea loado!,
que con bondad infinita
por el legítimo trono
omnipotente vigila,
y bendito sea mil veces,
porque os ha dado este día,
sin una gota de sangre,
la victoria más cumplida.
El impostor ahora mismo
preso a Zaragoza pisa,
donde pensó entrar triunfante
en brazos de sus mentiras.
Y en un hondo calabozo
se verá en la Aljafería
el que en este regio alcázar
creyó establecer su silla.
Escuchad el alborozo
que vuestro triunfo publica,
escuchad cuál vuestro nombre
cunde en fervorosos vivas.
REINA.

 (Gozosa.) 

¡Oh venerable prelado!,
tan halagüeñas noticias,
que siempre aguardé fiada
en la protección divina,
tienen para mí más precio,
mayor contento me inspiran
por labios tan respetables
como los vuestros oídas.
Y en saber que una victoria
piadoso el Cielo se digna
de concederme sin sangre,
el colmo está de mis dichas.
Pues los triunfos que se logran
en revueltas intestinas
con sangre, más que con galas,
con lutos se solemnizan.
Mas decidme de qué modo
tan favorable y propicia,
la piedad omnipotente
protegió la cansa mía.
ARZOBISPO.
Ya preparaba el asalto
con sus escuadras invictas
Aznares el valeroso,
campeón de tu justicia,
cuando de la fortaleza
fugitivo y a gran prisa
llegó un rústico soldado,
con peligro de la vida.
Era el que salvó a don Pedro,
y que a ser ahorcado iba,
y logró saltar el foso
y venirse a nuestras filas.
Y el tal, que, según parece,
en una venta vecina
era pastor, ofrecióse
a mostrar en la hora misma
un subterráneo camino,
una abandonada mina,
que desde el pinar cercano
al castillo conducía.
Aprovechó diligente
tan oportuna noticia
Aznares, y con algunos
caballeros, y por guía
el rústico, entró en la fuerza
con furia tan repentina,
que una acción fué solamente
el sorprenderla y rendirla.
REINA.
Bien merece ese villano
la recompensa más digna,
pues que la efusión de sangre
evitó con tal noticia.
Quiero conocerle, al punto
premiarle quiero yo misma,
que evitar que sangre corra
es la mayor hidalguía.
¿Y el impostor?
ARZOBISPO.
No le he visto.
Mas, según todos afirman,
persiste en que es don Alonso,
con tenacidad inicua.
REINA.
Mas ¿quién es...? ¿De dónde vino...?
¿Cómo a gentes de alta estima
alucinó, se descubre...?
ARZOBISPO.
Cuantos le han hablado pintan
su semejanza muy grande
con don Alonso. Y sería
aventurar mucho, entrada
dar a sospechas que abrigan
algunos viejos. Sospechas
que de infamia cubrirían
a muy altos personajes
y a muy gloriosas familias.
REINA.

 (Con inquietud.) 

¡Sospechas! ¿Cuáles?
ARZOBISPO.
Señora,
las maliciosas hablillas
no merecen ocuparos,
ni que sean por vos oídas.
REINA.
No.... decid.
ARZOBISPO.

 (Con repugnancia.) 

Obedeceros
es obligación precisa.
Y, aunque especie tal repugne
mis labios el repetirla,
diré que la gente anciana
recuerda tal vez que había
una semejanza extrema,
por todos reconocida,
entre don Lope de Azagra
y el rey.
REINA.

 (Aparte.) 

He quedado fría.

 (Alto.) 

¿Entre el padre de don Pedro...?
ARZOBISPO.
Sí. señora.
REINA.

 (Agitada.) 

La malicia
más refinada tan sólo
puede esta sospecha inicua
despertar. ¿Don Lope Azagra,
el hombre de más estima
que Aragón y el mundo vieron,
cuya sangre pura y limpia
aún late en tan nobles venas...?
Tal suposición me indigna.
ARZOBISPO.
Y que en los campos de Fraga,
como el orbe lo atestigua,
murió junto a don Alonso,
en medio de la morisma.
REINA.

 (Aparte.) 

¡Ay de mí, que ahora descubro
de don Pedro los enigmas!
Y si es su padre..., ¡Dios mío!,
forzoso será que viva.,

 (Alto.) 

Confúndanse esas sospechas,
que de la más torpe envidia,
y no de exactos recuerdos,
son tan solamente hijas.
No nazcan nuevos disturbios
de ligerezas y hablillas,
y quede la paz del reino.
ARZOBISPO.
Pero no olvidad, señora,
que los Estados se afirman
con los premios y castigos
repartidos con justicia.
Y que hay casos dolorosos
en que es condición precisa
presentar un escarmiento
si graves daños evita.
El impostor morir debe,
y su consejero y guía,
que abad se nombra, y que todo
ser suposición indica.
REINA.
Mas perdón el más completo
doy a cuantos le seguían
de buena fe, alucinados
tal vez por su lealtad misma.
Porque siempre la clemencia
la joya es de más estima
de la corona, y hoy quiero
que brille, cual nunca, limpia.
ARZOBISPO.
Bien mostráis, ¡oh noble reina!,
madre de Aragón querida,
que merecéis los laureles
que hoy en vuestra frente brillan.
 

(Entra DOÑA ISABEL TORRELLAS y se arroja desconsolada a los pies de la REINA.)

 
DOÑA ISABEL.
¡Oh mi reina, oh mi señora!,
una hija desventurada
piedad y clemencia implora
ante vuestros pies postrada.
A mi padre perdonad;
pues si al impostor siguió,
exceso fué de lealtad
que su pecho alucinó.
A don Alonso ligado
por la fe del juramento...
REINA.

 (La levanta del suelo y la abraza.) 

Alza, que está perdonado;
recobra, Isabel, aliento.
DOÑA ISABEL.

 (Enajenada de gozo.) 

¡Oh de clemencia y bondad
pura esclarecida estrella!
A mis labios acordad
que sellen mano tan bella.

 (Bésale la mano.) 

Pues nunca con más razón
por su madre y protectora
os aclamara Aragón,
que vuestro alto nombre adora.

 (En ademán de marchar.) 

Corro...
REINA.

 (Deteniéndola.) 

Espérate un momento,
Isabel, que quiero hablarte
para aumentar tu contento,
y otra grata nueva darte.

 (Al ARZOBISPO.) 

Disponed, noble prelado,
que la catedral resuene
con el himno acostumbrado,
y que mi pueblo la llene.
Que con mi corte al instante
de gala, sigo tras vos,
de triunfo tan importante
y dar las Gracias a Dios.
Y un indulto general
disponed que se publique.
ARZOBISPO.
¿Y la pena capital?
¿Queréis que al punto se aplique
a los dos reos?
REINA.
¡Ah, no!
Hoy es de júbilo día,
y enlutar no quiero yo
con cadalsos su alegría.
ARZOBISPO.

 (Enternecido.) 

Vuestra bondad es inmensa.
REINA.
Haced venir al villano
para darle recompensa
cual merece, por mi mano,
pues que sagaz procuró
sin desastres la victoria;
que es en lo que cifro yo,
de tan gran triunfo la gloria.
ARZOBISPO.
Obedecida seréis
y por el reino aclamada,
señora, cual merecéis,
su sol, su madre adorada.

 (Vase con su séquito.) 

REINA.

 (Aparte.) 

Me cumple disimular
todo cuanto descubrí,
y que nada tenga en mí
esta infeliz que extrañar.
Pues si es padre el impostor
de don Pedro, es necesario
con sigilo extraordinario
encubrir tal deshonor.

 (A DOÑA ISABEL, con cariño.) 

Isabel, Isabel mía,
¿cómo está don Pedro? Dime.
¿Esa angustia que le oprime
tendrá término este día?
¿Cesarán las ilusiones
espantosas que lo agitan
y que a ambas nos precipitan
en un mar de confusiones?
El triunfo ya conseguido,
y que tanto ansió leal,
de su dolencia fatal
será un remedio cumplido.
DOÑA ISABEL.
¡Ay señora!... Yo no sé.
Como nunca esta mañana
la tristeza que le aplana
y su delirio noté.
Desde el momento..., ¡ay de mí!,
que le saqué de prisión,
tan turbada su razón
como ha un rato nunca vi.
REINA.

 (Muy agitada.) 

Basta, Isabel. Es preciso
a don Pedro consolar.
Si acaso el imaginar
que le negaba el permiso
para casarse...

 (Aparte.) 

¡Yo muero!

 (Alto.) 

...contigo así le turbó,
corre a decirle que yo
casaros hoy mismo quiero.
DOÑA ISABEL.
¡Oh señora! ¡Oh de bondad
y soberana clemencia
sol, que el mundo reverencia!
Tal es mi felicidad,
tan contrario me es el Cielo,
que lo que antes, ¡ay!, haría
la más alta dicha mía
aumenta hoy mi desconsuelo.
REINA.

 (Suspensa.) 

Pues qué, ¿tibio en su pasión...?
DOÑA ISABEL.

 (Con vehemencia.) 

No, señora; ¡ah!, no, señora.
Que como jamás me adora,
que su amante corazón
más que nunca arde por mí,
en llanto amargo deshecho,
roto en pedazos el pecho,
sin cesar me jura, sí.
REINA.

 (Aparte.) 

¡Oh dolor que me devora!
DOÑA ISABEL.
Pero añade que ya no
puedo ser su esposa yo,
y un mar de lágrimas llora.
REINA.
¿Y no te explica el porqué?
DOÑA ISABEL.
Que un secreto horrible guarda,
que le turba y le acobarda
imagino...
REINA.
Y yo lo sé.
DOÑA ISABEL.
Yo no, señora. ¡Ay de mí!
REINA.
Es una delicadeza
que demuestra la grandeza
de su pasión hacia ti.
DOÑA ISABEL.

 (Confusa.) 

Yo..., señora..., no colijo...
REINA.
No temas, resuelta estoy.
Sí, tu esposo será hoy,
porque lo mando y lo exijo.
Que esto es su felicidad
y yo otorgárselo quiero
a toda costa.

 (Aparte.) 

Yo muero.

 (Alto y resuelta.) 

Al momento os desposad.
DOÑA ISABEL.

 (Besándole la mano.) 

¡Oh cuán noble corazón,
que concede el mismo día
su ventura al alma mía
y a mi buen padre perdón!
Corro...
REINA.

 (Deteniéndola.) 

Espérame, Isabel,
mientras tomo el manto real
para ir a la catedral.
Luego irás a hablar con él.
 

(Vase agitada. Queda DOÑA ISABEL pensativa, y salen BERRIO y SANCHA.)

 
BERRIO.

 (Al entrar.) 

Toma, colémonos, pues...
si lo mandó...
SANCHA.

 (Deteniéndose.) 

¿Tan así...?
BERRIO.
La señorita está allí.
SANCHA.
Tienes razón, ella es.
DOÑA ISABEL.

 (Reparando en ella.) 

¡Hola!, mis buenos amigos;
¿qué buscáis?, ¿a qué venís?
SANCHA.
Ansiando ver a la reina,
que es, dicen, un serafín;
a la puerta del palacio
éste y yo estábamos, y
su merced el arzobispo...
BERRIO.

 (Adelantándose.) 

Déjame, Sanchica, a mí,
que mucho más aquel tengo
para explicarme.
DOÑA ISABEL.
Decid.
BERRIO.
Estábamos boquiabiertos
sin saber adónde ir,
sufriendo la mala cara
de uno y otro galopín,
cuando pasó el arzobispo.
Y dirigiéndose a mí:
«¿Eres -preguntó- el Herodes?»,
y respondíle que sí.
«Pues entra -continuó grave-,
que la reina quiere oírde tu boca tus hazañas
y hacerte mercedes mil.»
SANCHA.
Sí, señora; así lo dijo,
lo mismito que lo oís.
DOÑA ISABEL.
¿Estás, Berrio, delirando?
BERRIO.
Ni borracho, pese a mí.
¿Mas no sabéis soy Herodes?
SANCHA.
Que lo es, señorita. Sí.
DOÑA ISABEL.
Héroe dirás.
BERRIO.
Pues bien, eso.
Si lo dicen más de mil.
Y ¡viva!, y que ¡viva Berrio
el Herodes!, ahora oí
a gente que en esas calles
va, que parece un motín.
SANCHA.
Sí; mi Berrio lo ha hecho todo;
no es el diablo más sutil.
BERRIO.
Sí, señora. Antesdeanoche,
cuando me dejaste allí,
metido en la ratonera,
atrapóme mi alguacil.
Y aunque el vejete petate
(que entrar ya en la trena vi)
me perdonó, el mal frailote
(que pronto tendrá mal fin)
se empeñó..., nada..., en ahorcarme,
que no es un grano de anís.
Pero con una moneda
de la preñada y gentil
bolsa que vos me endonasteis,
y que no aparto de mí,
conseguí de un camarada
puerta franca para huir.
DOÑA ISABEL.
¿No te dije que hallarías
fácil modo de salir?
BERRIO.
¡Ay señorita del alma!.
estuvo todo en un tris.
Pasé la noche en el foso
agazapadito, sin
respirar, como conejo
que oye al podenco latir.
Y hoy al romper la mañana,
como suele la perdiz
irse al reclamo, a las tropas
de nuestra reina acudí.
Y al general, que es un mozo...,
¡vaya un mancebo gentil!...,
de un camino soterraño
el secreto descubrí.
Y por debajo de tierra,
sin trompa ni tamboril,
sin sol, sin luz y sin moscas,
delante de todos fuí,
atropellando gigantes,
moros encantados, y
vestiglos, y en el castillo
nos encontramos al fin,
en donde todo viviente
se rindió, gracias a mí.
Ved, pues, si soy el Herodes
o esa cosa que decís.
DOÑA ISABEL.
¿Ves, amigo, cómo el Cielo
la noble acción que por mí
hiciste te recompensa,
por uno dándote mil?
A los bienes de fortuna,
que yo me comprometí
a darte, siendo madrina
de tu boda, vas a unir
las mercedes y los dones
de nuestra reina gentil,
el aplauso de los buenos
y un nombre eterno y sin fin.
BERRIO.

 (Muy ufano.) 

¡Si soy yo mucho...! Sanchica,
qué tal, ¿eh?...
SANCHA.

 (Muy gozosa.) 

Yo estoy sin mí.
BERRIO.
Te han de llamar la infanzona,
y tu padre ha de venir
para besarme la mano
sin caperuza.
DOÑA ISABEL.
Advertid
que ya sale nuestra reina;
mirad bien lo que decís.
SANCHA.

 (Embobada mirando al lado por donde va a salir la REINA.) 

¡Ay qué hermosa!... Madre mía.
Como una rosa de abril.
A la Virgen se asemeja
que está allá en el camarín.
BERRIO.
¡Ay, que me he quedado frío
y yo no sé qué decir!
DOÑA ISABEL.
Poned la rodilla en tierra
y la mano le pedid.
BERRIO.
¿Y se ha de quedar sin ella?
DOÑA ISABEL.
Es para besarla... ¿Oís?
 

(Sale la REINA con manto real y corona, y ricamente ataviada, seguida de Damas y Pajes, todos de gran gala. BERRIO y SANCHA caen de rodillas.)

 
REINA.

 (Acercándose con dignidad a los Villanos.) 

¡Hola! Esta buena gente,
¿quién es y qué desea?
BERRIO.

 (Turbado.) 

Semos...., semos...,

 (A SANCHA, al oído.) 

Sanchica, tú responde,
que quien soy he olvidado de repente.
SANCHA.

 (Turbada.) 

Semos, semos..., que siga Berrio, ¡ea!,
que se me fué la lengua no sé dónde.
REINA.

 (Afable.) 

Hablad, no tengáis miedo.
BERRIO.
Pues yo... Sancha, habla tú, que yo no puedo.
DOÑA ISABEL.
Este mozo es, señora,
el que salvó a don Pedro, y denodado...
REINA.

 (Muy complacida.) 

Venga, venga en buen hora
el que el triunfo me ha dado
con tal facilidad y sin desgracias.
Venga en buen hora a recibir mis gracias.
Alzad del suelo.
BERRIO.

 (Más alentado.) 

Si me dais la mano...
sólo para besarla...
REINA.

 (Dándoles a besar la mano.) 

¡Qué inocencia!

 (Levanta a ambos con afabilidad.) 

Tengo gran complacencia
en verte; agradecida
con el alma y la vida
estoy a tu servicio. Te has portado
como un héroe.
BERRIO.

 (Muy ufano.) 

Sí.

 (A DOÑA ISABEL.) 

Herodes ¿No lo escucha?

 (A la REINA, en tono jactancioso.) 

¡Es mi arrogancia mucha!
¡Y soy un gran soldado!...
¡He matado más gente...!
REINA.

 (Risueña.) 

Porque no la mataste, justamente
premiarte, amigo, intento,
y te daré en mi casa acostamiento.
BERRIO.
Pues yo mejor quisiera diez cochinos,
con algunas ovejas y pollinos.
SANCHA.

 (Aparte, a BERRIO.) 

Y joyas, majadero,
que gargantilla y pelendengues quiero.
BERRIO.

 (Aparte, a SANCHA.) 

No; mejor es ganado.
REINA.

 (Haciéndoles señas de retirarse.) 

Cual mereces serás recompensado.
SANCHA.
Viva la real persona.
BERRIO.

 (A SANCHA.) 

Van, Sanchica, a llamarte la infanzona.

 (Vanse BERRIO y SANCHA.) 

REINA.

 (Llevando aparte a DOÑA ISABEL y hablándole con vehemencia.) 

Oye, Isabel.
DOÑA ISABEL.
Señora.
REINA.
Al punto corre ahora
de Pedro Azagra al lado.
Anúnciale el permiso que os he dado.
Consuélale, Isabel, y ni un momento
de él te apartes.
DOÑA ISABEL.

 (Sobresaltada.) 

Pues qué, ¿señora mía...?
REINA.
Síguele a dondequier. Si tiene intento
de ir a la Aljafería
avísame al instante,
pues es el impedirlo interesante.
DOÑA ISABEL.
¡Ah!... Yo tiemblo...
REINA.
No temas, que no hay nada.
Ni a él nada le dirás. De ti confío,
tú eres el brazo mío.
Sosiégate, Isabel..., yo te lo ruego.
Yo te explicaré luego
cuáles son las razones
de hacerte estas secretas prevenciones.

 (Se pone en marcha.) 

DOÑA ISABEL.

 (Confundida.) 

¡Cielos! ¡Estoy mortal! Sólo me toca
temblar, obedecer, sellar mi boca.

 (Vase.) 



Escena II

 

Calabozo del castillo de la Aljafería. Salen DON LOPE DE AZAGRA de peregrino, muy abatido y debilitad., y MAURICIO, sosteniéndole y conduciéndole a un asiento de piedra que habrá a un lado

 
DON LOPE.
Llévame lentamente,
que andar apenas puedo,
por edad, no por miedo,
y me siento morir.
Si Dios Omnipotente
a mi afán concediera
que aquí, y pronto, muriera,
sin al cadalso ir,
¡cuán dichoso sería!

 (Se sienta.) 

MAURICIO.
Ten ánimo. Si quieres
patentizar quién eres,
puedes mucho esperar.
Tu alto nombre podría,
tu nombre verdadero,
acaso al pueblo entero
en tu favor alzar.
DON LOPE.
Calla, calla, Mauricio.
¡Jamás! Que para el mundo
un misterio profundo
mi nombre debe ser.
En este precipicio
donde tú me has lanzado,
y a do me ha encaminado,
el mismo Lucifer,
no ha de hundirse conmigo
mi descendencia infame;
ni nunca el mundo llame
a un Azagra traidor.
¡Jamás, jamás!, amigo,
de que es mi sangre rea,
de que Azagra soy, sea
el mundo sabedor.
El nombre quede puro
de mi adorado hijo;
de tu amistad exijo
el secreto más fiel.
MAURICIO.
Por él en este apuro
en que estamos nos vemos.
Por su causa tenemos
en el cuello el cordel.
DON LOPE.
No. Porque Dios eterno
vigila por los reyes
y maldice en sus leyes
al vasallo traidor.
MAURICIO.

 (Con desdén.) 

Porque te dió el infierno
hacia tu hijo demente
ese ciego, imprudente
y malhadado amor.
DON LOPE.
¿No oyes la voz del Cielo
cómo grita venganza?
MAURICIO.
Mi delirio no alcanza
hasta escuchar tal voz.
Y de tu desconsuelo
y de tu desvarío
me avergüenzo y me río.
DON LOPE.

 (Aterrado.) 

¡Oh desengaño atroz!
Aproximarse siento
mi fin, y estremecido
piedad al Cielo pido,
solamente piedad.
Y que mi último aliento,
lleve la infamia mía,
sin que se extienda impía
en mi posteridad.
MAURICIO.
Tu descendencia olvida,
que es perder el jüicio.
DON LOPE.
No eres padre, Mauricio:
por eso hablas así.

 (Se oyen cerrojos.) 

MAURICIO.

 (Sorprendido.) 

¿La puerta estremecida
no escuchas?...
DON LOPE.

 (Con vehemencia.) 

Te conjuro
que el secreto seguro...
MAURICIO.

 (Separándose.) 

Calla, que entran aquí.
 

(Entra DON PEDRO LÓPEZ DE AZAGRA, precipitado, y se arroja de rodillas en los brazos de DON LOPE.)

 
DON PEDRO.
¡Oh padre, oh padre!...
DON LOPE.

 (Abrazándolo, enajenado.) 

¡Hijo mío!...
Al tenerte entre mis brazos
cobran los rotos pedazos
de mi corazón su brío.
Torna a discurrir la vida
por mis decrépitas venas,
donde ya indicaba apenas
no estar del todo extinguida.
¡Ay! ¿Es sueño? Es verdad, sí.
DON PEDRO.
La juvenil sangre helada
me ahoga en el pecho estancada.
¡Desventurado de mí!
MAURICIO.

 (Aparte.) 

¡Oh! Si un acero tuviera
un brazo bastante fuerte,
a entrambos dando la muerte
aún salvarme consiguiera.
DON LOPE.

 (Separando de repente a DON PEDRO y poniéndose en pie con un penoso esfuerzo.) 

Mas ¿qué es esto, mozo altivo?...
¿Cómo te atreves a tanto?...
¿No te causa el verme espanto,
aunque postrado y cautivo?

 (Rechazando a DON PEDRO.) 

Aparta, aparta, ¡infelice!
¿Aquí me viniste a ahogar
en tus brazos, sin temblar?...
MAURICIO.

 (Aparte, confuso.) 

No comprendo lo que dice.
DON PEDRO.
¡Ah padre!...
DON LOPE.

 (Con penosa y afectada entereza.) 

¿Tu padre yo?
¿Yo tu padre?... Tú deliras,
y lo que dices no miras.
MAURICIO.

 (Aparte, reconociendo la intención de DON LOPE.) 

¡Ya!
DON LOPE.
Tu padre no soy, no.
DON PEDRO.
Si por tal os deseché
cuando armado, cuando fuerte
pudisteis darme la muerte,
y con horror os miré
porque el rebelde pendón
contra mi reina y señora
enarbolabais, ahora
es muy distinta ocasión.
Y vuestro hijo me confieso
cuando llega, ¡trance fuerte!,
la hora horrenda de la muerte,
y humilde vuestros pies beso.

 (Arrojándose a los pies de DON LOPE.) 

¡Padre, padre!
DON LOPE.

 (Levantándole.) 

No lo soy.
¿Y quién fué el impostor, di,
que decirte pudo a ti...?
DON PEDRO.
Vos mismo, vos.
DON LOPE.

 (Aparte.) 

¡Muerto estoy!
Mentí, tentando engañar
y deshacer tu firmeza,
cuando allá en la fortaleza
no te quise castigar.
DON PEDRO.
Sí, el corazón me lo dijo
con hondas voces también,
y ahora lo repito: ¿quién
negará que soy tu hijo?
DON LOPE.
Yo. De escucharte me espanto.
¿No ves que es acción de loco,
que el que allá me tuvo en poco,
ahora aquí me estime en tanto?
DON PEDRO.
Siempre mi padre en vos vi
Y sabiendo vos quién soy,
lo que va de ayer a hoy,
conocéis sin duda, sí.
MAURICIO.

 (Aparte.) 

¡Oh qué lucha tan extraña
de afectos, reconvenciones,
de verdades, de ficciones,
en que ninguno se engaña!
Pero yo que el dueño soy
del secreto de los dos,
por vengarme, ¡vive Dios!,
a hacerlo patente voy-
Como infame al mundo asombre
de este mozo y de este viejo,
uno altivo; otro, perplejo,
el considerado nombre.
Y de ellos y de Aragón
se vengue la rabia mía,
borrándose en este día
su más ilustre blasón.
DON LOPE.

 (Muy abatido y desfalleciendo por momentos.) 

¡Ay mancebo!, basta ya.
Si don Alonso no soy,
en este sitio en que estoy,
y en donde ahogándome va
ya mi dolor, soy un ente
incomprensible,

 (Con esfuerzo.) 

que no es
ni ser pudo aragonés;
que aquí no tiene pariente.
O el soberbio emperador,
o un oscuro aparecido,
sin nombre, sin apellido
y sin familia.
DON PEDRO.

 (Abatido.) 

¡Oh rigor
de mi embravecida suerte!

 (Resuelto.) 

Pues que sea o no vuestro hijo,
vuestra bendición exijo
en esta hora de la muerte.
DON LOPE.

 (Convulso y horrorizado.) 

¿Qué escucho?... ¡Mi bendición!
¿La bendición, ¡infelice!,
de este ser a quien maldice
el Eterno?... ¡Oh confusión!

 (Cae moribundo en brazos de DON PEDRO.) 

¡Ay!, que me siento morir...
No puede mi larga edad
el peso de iniquidad
que me abruma resistir.
DON PEDRO.
¡Padre!
DON LOPE.
Ese nombre me ahoga.
Mi corazón se revienta.
A mi Dios voy a dar cuenta...
¿Ante él por mí quién aboga?
¿Quién aboga?... Confesión.
¡Ay!, confesión necesito
y un sacerdote bendito
que me dé la absolución.

 (Queda desmayado.) 

DON PEDRO.
¡Cielos, qué horror!... ¡Ah!, ¿qué es esto?
Helado está.
MAURICIO.

 (Acercándose.) 

Un parasismo.
DON PEDRO.

 (Fuera de sí, mirando indignado a MAURICIO.) 

Confúndate el hondo abismo.

 (Volviendo a DON LOPE.) 

¡Padre, padre! Auxilio, presto.

 (Acomoda a DON LOPE en tierra, apoyándolo contra el asiento de piedra y prodigándole caricias y socorros.) 

MAURICIO.

 (Aparte, con rapidez.) 

Pues por sacerdote a mí
me reputan, que lo soy
me importa asegurar hoy,
por ver si dilato así
o evitar logro el castigo.
¿Qué tardo en darme por tal?...

 (Acercándose a DON LOPE con afectada dignidad y en voz alta.) 

Ved en esta hora fatal,
rey don Alonso, mi amigo,
quién puede...
DON LOPE.

 (Volviendo en sí y rechazándolo con horror.) 

Aparta, malvado.
¿Tú, tú...?

 (Cae moribundo.) 

¡Dios mío, piedad!
¡Ay!, mis culpas perdonad...

 (Tendiendo los brazos a DON PEDRO.) 

Perdóname tú, hijo amado.

 (Muere.) 

DON PEDRO.

 (De rodillas y besando fuera de sí una mano de DON LOPE.) 

¡Padre!... ¡Señor!... ¡Ay de mí!...
¡Padre, padre!... Yo con vos...

 (Reconociendo que está ya muerto.) 

Ya está en presencia de Dios;
desventurado nací.

 (Queda sumergido en el más profundo dolor.) 

MAURICIO.

 (Aparte.) 

Murió, sí... Murió el cobarde
de quien necio confié;
que el mundo en saber quién fué
ni un solo momento tarde.
Quede el hijo deshonrado,
y entre tanta confusión
busque mi resolución
algún remedio impensado.

 (Se acerca resuelto a la puerta y dice a voces:) 

¡Hola!... Guardias, acudid.
Ved que es muerto el impostor,
y también su hijo es traidor,
cómplice suyo. Venid.
DON PEDRO.

 (Vuelve en sí, se levanta y se arroja sobre MAURICIO con una daga desnuda.) 

¡Malvado!, aún tengo esta daga
que en tu pecho fementido,
de tanto crimen henchido,
mi cólera satisfaga.

 (Hiere a MAURICIO.) 

MAURICIO.

 (Cayendo muerto.) 

¡Ay de mí! ¡Azagra! Aragón,
la sangre de Azagra infame
sangre de traidores llame,
pues estos Azagras son.
 

(Muere. Abrense las puertas del calabozo con estruendo, y salen de prisa la REINA, DOÑA ISABEL, TORRELLAS, Pajes y Guardias.)

 
DOÑA ISABEL.

 (Deteniéndose horrorizada.) 

¡Cielos!... ¿Qué miro?... ¡Infelice!
REINA.

 (Conteniendo con dignidad su agitación.) 

¡Don Pedro Azagra aquí está,
entre cadáveres yertos,
con un sangriento puñal!
¿Qué es esto, don Pedro Azagra?
¡Oh don Pedro Azagra!... Hablad.
DON PEDRO.

 (Con entereza.) 

Esto es desplomarse el cielo
sobre mi frente leal,
esto es que abierta la tierra
bajo de mis pies está.

 (Señalando el cadáver de DON LOPE.) 

Ese decrépito anciano,
que ahora acaba de expirar,
ahogado por sus pesares,
pidiendo al Cielo piedad,
es mi padre.

 (Movimiento general de terror.) 

¡Oh cuán amargo
hace mi estrella fatal
en mis labios ese nombre
tan dulce de pronunciar!
Sí, es mi padre; pues su crimen,
que yo no puedo borrar,
no le quitó el ser mi padre
para mi afrenta y mi mal.

 (Señalando el cadáver de MAURICIO.) 

Y éste, que de sus maldades
ya dando la cuenta está
ante el Dios de las venganzas
en su justo tribunal,
es el monstruo del infierno,
genio espantoso del mal,
que alucinando a ese anciano
con su apariencia falaz,
le encaminó por la senda
de traición y deslealtad,
por donde en busca de muerte
y escarmiento vino acá,
de la más ilustre sangre
el puro brillo a manchar.
Y yo con mi mano misma
y este vengador puñal,
su corazón desgarrado,
de un solo golpe no más,
a vos, a mí y a mi padre
venganza he dado. Mirad.

 (Movimiento general de horror.) 

Y pues de un traidor soy hijo,
y pues manchadas están
de sangre hirviente estas losas,
que derramé criminal,
usurpando a la Justicia
su acción y su voluntad,
cometiendo un homicidio
que no quiero disculpar,

 (Hinca una rodilla.) 

que al punto el verdugo tronche
este mi cuello mandad;
cumpliréis con la justicia
de vuestro cetro real,
y tendrá fin un linaje
tan desventurado y tan
aborrecido del Cielo,
que hundido en el cieno está.
REINA.
¡Oh noble don Pedro Azagra!
¿Qué pronunciasteis?... Alzad,
pues no debe ni un momento
postrado en la tierra estar
el que de su insigne patria
es tan seguro puntal
y de mis santos derechos
el más fuerte capitán.

 (Levantando a DON PEDRO.) 

Alzad, don Pedro de Azagra;
joven valeroso, alzad,
que galardones tan sólo
vuestra reina os ha de dar.
Al matar a ese perverso,
el brazo fuisteis no más
de mi justicia, y declaro
vuestra acción noble y leal.
Y ese acero, que destila
cálida sangre, será
cimera de vuestras armas
y un nuevo timbre de hoy más.
DON PEDRO.

 (Confuso.) 

¡Señora..., señora mía!,
cuál queda mi honra juzgad,
y que de traidora sangre
llenas mis venas están.
REINA.
Es vuestra sangre tan pura
como la lumbre inmortal
del sol, que apagar no puede
pasajera tempestad.
Tras de una serie de siglos,
en que acrisolada está,
derramándose a torrentes
en pro de la cristiandad,
¿qué importa que vuestro padre,
caduco y demente ya,
cometiese un negro crimen,
de que no fuera capaz
sin la sugestión maligna
de ese dragón infernal?
¿Y vos con vuestras proezas,
vos, desenvainando audaz
por mis derechos la espada,
con la noble heroicidad
que vió el mundo, no enmendasteis
de vuestra sangre el desmán?
¿No es este suceso mismo
en que con firmeza tal
las tentaciones más grandes
que tiene la Humanidad,
los más tiranos afectos
qué encadenan al mortal
habéis vencido, don Pedro,
crisol de vuestra lealtad?
Volved en vos y miradlo,
que si es justo vuestro afán,
no es justo por un delirio
a todo extremo llegar.

 (Aparte, con rapidez.) 

El último esfuerzo hagamos
porque la tranquilidad
vuelva a su pecho. La hora
de mi sacrificio es ya.

 (Alto.) 

Ved, pues, si estoy decidida
a que sin posteridad
de Azagra la noble estirpe
no quede, porque jamás
de tan valientes guerreros,
de magnates tan sin par
carezca este reino mío,
la España y la cristiandad,
que os mando, como señora,
que al punto y sin replicar
a doña Isabel Torrellas

 (Aparte.) 

¡ay, que es mi pecho un volcán!,

 (Alto.) 

le deis la mano de esposo;
cumplid con mi voluntad.

 (Queda DON PEDRO muy agitado y como faltándole palabras.) 

DOÑA ISABEL.

 (Arrojándose a los pies de la REINA.) 

¡Señora, señora mía!
¡Oh qué angélica bondad!
REINA.

 (Levantándola y abrazándola.) 

¡Isabel! ¡Ay!, tú no sabes
lo que en mí pasando está.
Haz feliz a Pedro Azagra,
que esto es lo que importa más.
DON PEDRO.
Esclarecida señora,
reina de Aragón... ¡Oh cuán
poderoso es vuestro labio!
¡Qué excelsa vuestra bondad!...

 (Acercándose a DOÑA ISABEL.) 

¡Isabel, vuestro amor sólo
de darme vida es capaz!...

 (Separándose de repente de DOÑA ISABEL y con tono resuelto.) 

Pero momento no es éste,
ni éste tampoco el lugar...

 (A la REINA, con energía.) 

Dentro de un año, señora,
obedecida serás.
Ahora parto a la frontera
nuevos timbres a ganar
y a borrar con sangre mora
de mi sangre la fealdad.
Y cuando triunfante vuelva
y de una insigne ciudad,
por mí arrancada a los moros,
ponga a vuestra planta real
las llaves, la mano mía
con vuestro amparo será
de doña Isabel Torrellas,
de esa estrella celestial
que es de un alma sin ventura
dueño, vida, luz y paz.
REINA.

 (Aparte.) 

¿Esto escucho?... ¡Ah, desfallezco!
La pena ahogándome va.

 (Alto.) 

Bien; a adquirir nuevos lauros,
ilustre Azagra, volad.
La victoria y la fortuna
os vayan siempre detrás.
DON PEDRO.
Marcho, pues... Dadrne, señora,
la regia mano a besar.

 (Hinca una rodilla y besa la mano de la REINA.) 

¡Isabel...!

 (Vase.) 

REINA.

 (Con ansiedad.) 

Volved triunfante;
por vuestra vida mirad.

 (Aparte.) 

¡Ay de mí, desventurada!
No puedo resistir más.

 (Se apoya, desmayada, en DOÑA ISABEL.) 

Sevilla, 1842.



 
 
FIN DE «EL CRISOL DE LA LEALTAD»