Acto primero |
HIDALGO:
Mucho tiempo hace, amigos míos, que lloro
en el silencio la suerte desgraciada de nuestra patria. Oprimida
trescientos años ha por el duro gobierno español,
poseídas las benéficas órdenes que tal
cual monarca ha dictado a su favor, sólo hemos experimentado
desprecios y maltrato general de los mandarines que envían
a gobernarnos. Los empleos honoríficos y pingües
son exclusivos para los españoles: el ser americano
es un impedimento para obtenerlos. La contraseña de
los pretendientes españoles es bien sabida; don Fulano
de tal, dicen en sus solicitudes, natural de los reinos de
Castilla y compañía: de esta manera hechos
dueños del gobierno, se han hecho dueños del
comercio, de las haciendas de labor, de las minas y de nuestras
fortunas, dejándonos únicamente el trabajo
material para comer, porque ni los auxilios que proporciona
la industria se nos permite. Yo mismo he querido fomentar
en este pobre pueblo el cultivo de las viñas. Sí,
yo he plantado algunas por mi mano, y no se ha permitido
fabricar vinos porque se expendan los que nos traen de España.
De este modo, habiendo nacido entre la riqueza y la abundancia,
nos hallamos herederos de una subsistencia muy precaria,
precursora infalible de la mayor miseria. Si tal es la suerte
de los criollos, esto es de los hijos del país que
descienden de padres españoles, ¿cuál será
la que sufren los infelices indios? Por fin, de aquéllos
uno que otro obtiene algún empleo, aunque no de la
primera jerarquía, y no faltan algunos descendientes
de los conquistadores que poseen ricos mayorazgos; pero,
¡los indios!, los indios, los hijos naturales de este país,
los descendientes de sus legítimos señores,
yacen simados en la estupidez y la miseria. Trescientos años
hace que pintó su vida miserable el señor Casas,
y en tanto tiempo no han avanzado un paso a su favor. Siempre
educados en la superstición y la ignorancia, y seguidos
del abatimiento y la desdicha, ni tienen talento para conocer
sus derechos usurpados, ni valor para poderlos reclamar.
Ellos, los infelices, son los que más han sufrido
el rigor español en todos tiempos; y no sólo
de los españoles, sino de los criollos o de los hijos
de ambas naciones. Si el gobierno español los abruma
con tributos, los demás los oprimen con toda clase
de gabelas y con un trato duro, altivo, inflexible. Los párrocos,
que por su instituto debían ser los que les ministrasen
el pasto espiritual con dulzura, con caridad y con desinterés,
son, con excepción de pocos, los que les venden los
sacramentos a un precio muy caro y muy prohibido. Los indios
y las indias han de ser unos esclavos de los curas, los han
de servir y los han de mantener, y si no los azotes y las
bofetadas andan listos. Mi corazón jamás ha
podido soportar estas crueldades, ni el orgullo español
ni la postergación de nuestro mérito por la
colocación del paisanaje. Por otra parte, siempre
he advertido con dolor que separada la América de
España por un inmenso océano, la naturaleza
le avisa que ha sido criada independiente de la Europa. La
vasta extensión de su terreno, cuyos límites
no se conocen todavía, le han granjeado con razón
el epíteto de Nuevo Mundo; pero un mundo lleno de
riquezas y abundancia. Sí, la América no necesita
nada de lo más precioso que producen las tres partes
del globo; en sí misma lo tiene todo sobradamente.
Las perlas y diamantes, el oro y platas, el fierro y el azogue,
el algodón, la azúcar, el café, el cacao,
la vainilla... en fin, todos los frutos que produce la Europa
los tenemos con otros más preciosos, exclusivos sólo
de nuestros climas, como la grana, quina y otros muchos.
Ni los talentos faltan a los americanos para elevar la industria
a la perfección, que las naciones extranjeras. La
ambición e ignorancia de la España, contentándose
con extraer nuestro oro, y nuestra plata, para derramarla
en las demás potencias, se ha desentendido de las
verdaderas riquezas de este suelo, y ha educado a sus hijos
en los vicios, en la ociosidad y en la apatía; porque
no sólo no ha premiado los talentos americanos, sino
que los ha procurado sofocar en cuanto ha estado de su parte.
Ésta es la causa de ese encogimiento, de esa pusilanimidad
de los criollos, que parece que no saben ni hablar. Yo me
lamento, amigos, yo suspiro a mis solas por nuestra triste
esclavitud: conozco que ya no es tiempo de sufrirla: la América
debe ser libre para que sea feliz: las circunstancias todas
le convidan a romper los ominosos lazos conque la aprisiona
su metrópoli: los acaecimientos de Bayona le proporcionaron
una ocasión muy ventajosa; pero no supo aprovecharlos.
No se encuentra entre nosotros un Washington que arrostre
los peligros y haga la libertad de su nación. Iturrigaray,
ese virrey prudente que sabía conciliar la fidelidad
al rey con nuestros intereses, ya estaba resuelto a crear
una junta que sin reconocer a la de Sevilla, convocase a
las Cortes del reino. Tal paso hubiera sido muy avanzado
a nuestra independencia; pero una facción de oidores
y acaudalados destruyeron sus planes una noche. ¡Pluguiese
a Dios que se borrase su memoria en la cronología
de nuestros tiempos! Os acordáis, amigos: ahora dos
años, el de ochocientos ocho, una turba de forajidos
y tunantes se lanzaron al real palacio, sorprendieron a Iturrigaray,
atropellaron a su esposa, lo arrastraron a la Inquisición
con ignominia para hacer creer al pueblo que era hereje,
y no contentos con tantas tropelías, insultaron al
pacífico pueblo mexicano, atribuyéndole por
rotulones públicos una traición de que sólo
fueran capaces los Batallares y Aguirres, los Yermos y Lozanos
y otros tales. Desde entonces las cosas van de mal en peor.
Estamos amenazados a los franceses orgullosos con sus victorias,
y la nación yace abismada entre el temor y la más
justa desconfianza. Yo, a pesar de mi edad, de mis enfermedades
y mi estado, he resuelto libertar a mi patria o sacrificar
la vida en la demanda. Todos los planes están bien
combinados; lo sabéis, y si os he hecho esta prolija
relación, ha sido por recordaros vuestros derechos
y los peligros de la patria. ¿Qué me decís?,
¿os halláis con la misma resolución que siempre
para acompañarme en esta empresa? |
ALDAMA:
Yo, señor
cura, antes de decidirme titubeo; pero una vez decidido no
retrocedo de mi resolución. |
ABASOLO:
Y yo lo mismo.
Os ayudaremos impertérritos en la gloriosa empresa,
y moriremos si necesario fuere, pues morir por la patria
es inmortalizarse. |
HIDALGO:
Amigos míos: no esperaba
otra respuesta de vuestro honor y vuestro patriotismo. La
causa que vamos a defender es la más justa, el Dios
de las batallas esforzará vuestros valientes brazos
y os conducirá a la victoria, así como...
|
ALDAMA:
Señor, parece que a la puerta llega gente.
|
HIDALGO:
Adentro. |
|
(Sale ANSELMO viejo, sosteniéndose
en el brazo de su nieto JACINTO, joven labrador.)
|
ANSELMO:
Señor cura, muy buenos días dé Dios
a su merced. |
HIDALGO:
Así se los dé Dios,
tata Anselmo. ¿Qué anda usted haciendo por acá?
|
ANSELMO:
He recibido un recado de su merced, y vine a saber
qué es lo que me manda. |
HIDALGO:
Es verdad que lo
mandé llamar. Espérese un poco. |
ANSELMO:
Sí,
señor. |
HIDALGO:
Siéntese usted. Vaya, en aquesta
silla estará cómodo. |
ANSELMO:
Dios se lo pague,
señor cura: ya los años me agobian, y no puedo
salir a la calle sino teniéndome de este muchacho.
|
|
(Entra precipitada y llorando INÉS, vestida de negro,
con una joven y tres muchachillos pobremente vestidos.)
|
INÉS:
Señor cura, soy la mujer más infeliz del mundo;
pero lo seré mucho más si no hallo amparo en
su presencia... |
HIDALGO:
Vamos, doña Inés,
usted serénese y cuénteme sus cuitas. |
INÉS:
¡Ay, señor cura!, mi pena es la mayor irremediable...
Ha muerto mi marido... |
HIDALGO:
¿Qué, don Carlos
murió? |
INÉS:
A media noche acabó de
expirar... ¡Ay infelice!, esta pobre doncella... mis tres
hijos... |
HIDALGO:
Serénese, señora, en este
instante solamente la religión nos presta los consuelos
necesarios. Advierta usted que todos los hombres nacemos
sujetos a la muerte; que este tributo es forzoso pagarlo
a la naturaleza, que la vida no es la cosa más grata,
sino una cadena no interrumpida de pobrezas, enfermedades
y miserias, de cuya carga insoportable nos liberta la muerte
a un solo golpe. Su marido de usted era ya anciano, su enfermedad
era crónica y demasiado dolorosa: él vivía
en un tormento continuado, y con sus ayes afligía
sin cesar el corazón de usted. Ha muerto; pero ya
su cuerpo dejó de padecer y su espíritu descansa
en su creador; ¿qué más consuelo puede usted
apetecer? ¿Lo amaba usted con ternura?, pues consuélese
también con la esperanza de que en el último
día de los tiempos lo volverá usted a ver para
no perderlo jamás. |
INÉS:
¡Ay, señor
cura!, esos consuelos son muy buenos; pero yo no tengo ni
con qué pagarle a usted los derechos del entierro.
Con su larga enfermedad he vendido mis animalitos; ni qué
vender ni qué empeñar... |
HIDALGO:
Basta, doña
Inés; ya sé el estado de pobreza a que se halla
usted reducida. La compadezco y procuraré aliviarla
en cuanto pueda. Dé usted un recado de mi parte al
padre vicario, para que esta tarde le dé sepultura
al cadáver, diciéndole que se entienda conmigo,
que ya usted me satisfizo los derechos. Prosiga usted cuidando
de la educación de estos niños, que ya veremos
cómo se hacen útiles, y por ahora llévese
ese socorrillo para que coman unos días. (Le da unos
pesos.) |
INÉS:
(Llorando.) Señor cura, usted
es nuestro padre, nuestro benefactor... Queridos míos:
besad la mano a vuestro nuevo padre. (Aquí arrodilla
a sus hijos a los pies de HIDALGO: ellos le abrazan por las
rodillas, la doncella con el pañuelo a los ojos le
besa una mano; el cura los levanta y acaricia.) Sí,
besad esa mano liberal que derrama los consuelos en el seno
de una familia desgraciada. |
HIDALGO:
Basta, señora;
basta, hijitos: levantaos. ¡Pobrecillos!, las inocentes lágrimas
que lloran, son hijas de la más pura gratitud. |
LA
JOVEN:
¡Ay padre!, yo no sé cómo dar a usted
las gracias por la caridad que ha usado con nosotras. |
HIDALGO:
Hija mía: nada he hecho que no debiera hacer en este
caso, ni nada tenéis que agradecerme. Ahora se necesita...
|
|
(Entra CASILDA con su hija ROSA.)
|
CASILDA:
Ave María
Purísima. Muy buenos días dé Dios a
su merced. |
HIDALGO:
Téngalos usted muy buenos, tía
Casilda; ¿cómo va? |
CASILDA:
Pasando, señor
cura, pasando con estas piernas tan hinchadas que no puedo
dar paso, que a no ser por el recado que recibí esta
mañana de su merced para que viniera, no me hubiera
levantado de la cama. |
HIDALGO:
¡Válgame Dios!, pues
¿qué estaba usted en cama? |
CASILDA:
Sí, señor
cura: esta hidropesía y esta tos (tose) ya me van
llevando a la sepultura. |
HIDALGO:
No sabía yo la
gravedad de usted, que a saberla, la hubiera ido a ver para
excusarle esta incomodidad. |
CASILDA:
¡Ay!, no lo permita
Dios, señor cura; ¿cómo era eso capaz? |
HIDALGO:
Vamos, siéntese usted, descanse. |
CASILDA:
Sea por
amor de Dios. |
|
(Siéntala junto al viejo.)
|
HIDALGO:
Pues he llamado a ustedes dos para esto. Jacinto me ha dicho
que se quiere casar con Rosita... |
LOS DOS VIEJOS:
No lo
permita Dios: ni por pienso, ni por pienso. |
HIDALGO:
(A
sus amigos.) Es menester tolerarles a estos pobres sus necedades.
|
ALDAMA:
Solamente la paciencia de usted... |
HIDALGO:
No
tengo mucha; pero si el pastor no sobrelleva a sus ovejas,
¿cómo las sufrirán los de la calle? Vaya, déjense
de regañar a los muchachos. Usted tío Anselmo,
dígame, ¿por qué no quiere que se case Jacinto
con Rosita? |
|
(Mientras el cura habla con los capitanes, los
viejos están regañando a sus hijos.)
|
ANSELMO:
Ni con Rosita, ni con nana Rosa, ni con mujer ninguna se
ha de casar Jacinto, mientras viva. |
HIDALGO:
¿Pero por qué
razón?, la muchacha no lo desmerece; yo sé
que es muy mujercita y muy honrada. |
ANSELMO:
Ella será
una santa, señor cura, pero yo no quiero que se case
Jacinto con ella. |
CASILDA:
Ni yo quiero que se case Rosa
con él; ¿qué, yo le ruego, o he mandado padres
descalzos a que le pidan a su hijo? Había de ser mejor.
|
ANSELMO:
Mejor o peor, él no se ha de casar con ella.
|
CASILDA:
No, ni ella con él. |
HIDALGO:
Eso ya es
perderme el respeto. Cada uno de ustedes ha de hablar conmigo
y nada más. |
CASILDA:
Sí, señor cura,
usted me dispense; pero como señor Anselmo trata de
despreciar a mi hija: si yo hubiera querido, días
hace que se hubiera casado y muy bien. |
ABASOLO:
¿Con quién,
tía Casilda? |
CASILDA:
Con el sacristán de
la parroquia. (Ríense todos.) No, no se rían
ustedes. Pregúntenselo a él que no me dejará
mentir. |
HIDALGO:
Pues ahora yo le suplico que nos deje hablar.
Vaya, tío Anselmo, ¿por qué no quiere usted
que se case Jacinto? |
ANSELMO:
Porque no tiene la edad suficiente.
|
HIDALGO:
Eso no le hace, la ley lo puede habilitar dando
usted su licencia. |
ANSELMO:
Pero, señor cura, no
conviene. |
HIDALGO:
¿Por qué? ¿Sabe usted que tenga
algún impedimento? |
ANSELMO:
No, señor. |
HIDALGO:
Pues entonces es capricho de usted. |
ANSELMO:
No, señor,
no es capricho, sino muchísima razón. Oiga
usted; yo soy un pobre viejo, tengo ochenta y siete años,
para servir a usted; estoy muy enfermo y ya no puedo trabajar.
Mi mujer es otra pobre vieja, que está tullida en
una cama. No tenemos quién nos socorra sino este muchacho,
que es nuestro nieto, y apenas gana para que medio comamos.
Si se casa, es fuerza que primero atienda a su mujer, y entonces
también será fuerza que nos muramos de hambre.
Nos moriremos, y entonces que se case con quien quisiere.
|
HIDALGO:
¡Válgate Dios, y a lo que obliga la miseria!
Y usted tía Casilda, ¿por qué no quiere que
se case Rosita? |
CASILDA:
Porque no, señor, porque
no. |
HIDALGO:
Ésa no es razón: dígame
usted la verdad como el tío Anselmo. |
CASILDA:
Pues,
señor, no quiero porque Jacinto apenas gana con qué
mantenerse con sus padres: si se casa, se aumenta la familia
y es de esperar que mi hija ande en cueros y muerta de hambre,
y para eso, mejor está en su casa. |
|
El cura a ALDAMA
y ABASOLO.
|
HIDALGO:
Vean ustedes uno de los mayores perjuicios
que la pobreza trae a la sociedad; la falta de la población.
Estos jóvenes se aman, y sus padres embarazan su enlace
únicamente porque es pobre Jacinto. ¿No es esto? (A
los viejos.) |
LOS VIEJOS:
Sí, señor, por eso.
|
HIDALGO:
Y si yo encontrase un arbitrio para que Jacinto
pudiera mantener a su mujer, sin faltar a socorrer a sus
padres, ¿lo dejará usted casar, tío Anselmo?
|
ANSELMO:
¡Oh, señor! entonces, ¿por qué se
lo había de estorbar? |
HIDALGO:
Lo mismo digo a usted
señora: si yo salgo por fiador de Jacinto, de que
siempre tratará bien a su niña y que no le
faltará nada, según su clase, ¿consentirá
usted en sus bodas? |
CASILDA:
De mil amores, señor
cura, de mil amores. ¿Yo qué puedo querer sino darle
gusto a la muchacha? Ella ya es grandecita, y el cuerpo le
pide matrimonio. Sobre que a todos nos gusta casarnos. Yo
también me casé, y con mi viejecito cuento
cinco maridos, con bien lo diga. |
HIDALGO:
Adiós,
pues, todo está hecho. Voy a poner a Jacinto que administre
mi fábrica de loza, y a Rosita la enseñaremos
a criar los gusanos y que saque su seda, con cuyos auxilios
no les faltará lo preciso. |
LOS JÓVENES:
Señor,
¿con qué pagaremos tan grandes beneficios? |
HIDALGO:
Con quererse mucho, con trabajar y con no olvidar a sus padres
ni dejar de socorrerlos, para que os colme Dios de bendiciones.
|
ANSELMO:
La mía te alcance, hijo Jacinto. (Bendícelo.)
|
CASILDA:
Y las mías a los dos, aunque mala y pecadora.
(Bendice a los dos a dos manos.) |
INÉS:
Repito mis agradecimientos, señor cura, y con el permiso
de usted me retiro; me he dilatado por saber lo que usted
mandaba, pues cuando entró esa señora dijo
a Tulitas, que era preciso no sé que cosa. |
HIDALGO:
Ah, sí, le iba a decir que es preciso que esto no
lo publiquen, pues no hay para qué. |
INÉS:
¿Cómo no? ¿Cómo es posible que esté
oculta tanta virtud? Cuando no se puede corresponder un beneficio,
es un desahogo publicarlo. |
HIDALGO:
Pues yo le encargo a
usted que omita esos desahogos, pues cuando cumplo con los
deberes que me impone la humanidad, me es repugnante que
se cacareen mis acciones. |
INÉS:
En usted es un deber
el ocultar su caridad, en mí fuera una ingratitud
el no reconocer y confesar los beneficios que me acaba de
hacer. No, yo lo publicaré por todas partes. Usted
ha sido mi paño de lágrimas, y el iris que
ha serenado la tempestad de dolor, en que se anegaba mi corazón.
Fuera de que, ¿qué importa que yo deposite en el silencio
esta acción, cuando el carácter benéfico
de usted es público en todo el pueblo de Dolores,
y sus contornos? ¿Es verdad, señores, que nuestro
cura Hidalgo es el genio mismo de la beneficencia? ¿Podrán
ustedes no agradecer los favores que le acaban de recibir?
|
JACINTO:
De ninguna manera. El señor cura convenciendo
a mi padre, me ha hecho feliz, pues lo seré al lado
de mi Rosa. |
ROSA:
Y yo lo seré al tuyo por su prudente
mediación. |
ANSELMO:
Usted es, señor, el padre
de los pobres. |
CASILDA:
Nuestro benefactor. |
INÉS:
Nuestro consuelo. |
HIDALGO:
Basta, hijos, basta. Vuestra
generosidad me enternece y yo quisiera poder haceros verdaderamente
felices. |
INÉS:
Sí lo seremos, mientras usted
nos viva. (Toda esta escena es abrazándolo, y besándole
la mano, y él abrazando a todos.) |
ANSELMO:
Así
lo pediremos al Todopoderoso. |
INÉS:
Él conserve
su vida, porque siempre digamos que viva nuestro padre.
|
ANSELMO:
Nuestro amparo. |
TODOS:
Y viva siempre el cura de
Dolores. |
|
Telón
|
Acto segundo |
|
La misma sala, y saliendo de otra pieza HIDALGO y los capitanes.
|
HIDALGO:
Muy buena siesta han dormido ustedes, caballeros.
|
ALDAMA:
Sí, señor cura; no ha sido mala.
|
HIDALGO:
Sentémonos, y tomaremos chocolate mientras
llegan nuestros tertulianos. (Siéntanse.) |
ALDAMA:
Sea enhorabuena. |
ABASOLO:
¿Conque usted tiene su tertulia
todas las noches? |
HIDALGO:
Las más. La música
me deleita demasiado y aunque aquí no puede disfrutarse
una excelente orquesta, sin embargo, a costa de trabajo y
dinero he conseguido poner una muy razonable, con la que
les he hecho una escoleta a mis inditos, que son muy aplicados;
y no sólo saben ya el canto llano, sino algo de buena
música; de suerte que un día de función
clásica de iglesia no es desagradable en Dolores.
|
|
(Sacan chocolate y luces, y mientras lo toman sigue el diálogo.)
|
ALDAMA:
Si todos los curas
tuvieran la eficacia de usted bien pudieran tener su escoleta
en todos los pueblos, y no que en los más es una irrisión
una función clásica. |
ABASOLO:
¡Jesús!,
por no sufrir el rechinido de los violines de pita, y raca
raca de aquellas malditas guitarras conque aporrean los oídos
menos delicados, se puede uno quedar sin misa. |
HIDALGO:
Lo peor es aquella sarta de desatinos que cantan en los coros.
¡Pobres indios!, los hacen blasfemar. Ya se ve, no saben
hablar el castellano, ¿cómo es posible que pronuncien
el latín correctamente? |
ALDAMA:
Y qué, ¿ahora
vienen los inditos a ensayar algunas vísperas o misa?
|
HIDALGO:
Misa no es; pero pueden ser vísperas. |
ABASOLO:
¿Vísperas de qué, señor cura? |
HIDALGO:
De nuestra libertad. |
ABASOLO:
No entiendo a usted. |
ALDAMA:
Ni yo. |
HIDALGO:
Pues ahora lo entenderán. No son
los indios los que componen mi tertulia, sino algunas muchachas
decentes y jóvenes honrados del pueblo, que son muy
aficionados y no tienen malas voces. Yo les hago sus letrillas
y pago la música, y ellos se adiestran y me divierten.
|
ABASOLO:
¿Y qué tienen prevenido para esta noche?
|
HIDALGO:
Una marchita patriótica que están
ensayando. |
ABASOLO:
De todo saca usted partido a beneficio
de la patria, hasta de la música y de sus diversiones
caseras. |
HIDALGO:
Es preciso entusiasmar a nuestros paisanos,
hacerles conocer sus derechos, la opresión en que
viven y lo dulce que es la libertad. Sí, es menester
no descuidarse un punto en esto; sino trabajar con tesón
en las concurrencias, en los púlpitos, en los estrados,
y en todas partes, en prosa y en verso, en todos los idiomas
que aquí se hablan: con la lengua, con la pluma y
con los violines y las flautas. |
ALDAMA:
No puede usted negar
su grande patriotismo. |
HIDALGO:
Él es mi pasión
favorita. Como yo vea a mi patria libre, más que al
momento cierre mis ojos la muerte para siempre. |
ALDAMA:
Con media docena de curas como usted y otra media de militares
como Allende, la cosa era hecha en cuatro días. |
HIDALGO:
Ella se hará aunque sea en veinte: yo no pierdo las
esperanzas. Contamos con lo más necesario para lograr
la empresa, que es la razón y la opinión, y
el cielo no desamparará tan justa causa. |
ALDAMA:
Yo lo creo; mas por ahora sólo deseo que lleguen las
muchachas, y que canten, pues no veo la hora de oír
la letra que será como de usted. |
HIDALGO:
Nada tiene
de particular: su estilo es muy sencillo y natural, tal como
se necesita para que lo entiendan los autores; pero respira
patriotismo. |
ALDAMA:
Eso es lo mejor que puede tener. |
ABASOLO:
Ya creo que vienen, según el tropel de la escalera.
(Levántase, sale de la primera pieza, y vuelve a entrar
alborozado.) Ellos son, ellos son. Aquí están.
|
|
(Entran los que cantan.)
|
UNO:
Señores, muy felices
noches. |
HIDALGO:
Amigos: bienvenidos, ya culpábamos
la dilación de ustedes. |
UNO:
Por venir reunidos de
una vez, nos hemos dilatado un poco más; pero aún
no son las siete. |
HIDALGO:
Es muy buena hora. ¿Qué
tal saben letra? |
UNO:
Perfectamente. |
HIDALGO:
Pues siéntense,
mientras los músicos tocan la obertura que tienen
prevenida. |
TODOS:
Enhorabuena.
(Se sientan; la música
toca una solemne obertura, y concluida se levantan todos,
menos HIDALGO y los capitanes, y cantan la siguiente marcha.)
|
Coro:
| | A las armas corred, mexicanos: | | | | de la patria el clamor
escuchad, | | | | baste ya de opresión vergonzosa, | | | | libertad
pronunciad, libertad. | | |
|
|
| Después de tres centurias | | | | de dura esclavitud, | | | | busquemos la salud, | | | | basta de padecer. | | | | España sin monarca, | | | | Fernando ya en Bayona, | | | | abdicó
la corona, | | | | y quedamos sin rey. | | |
|
|
Coro:
| | La junta de Sevilla | | | | compuesta de anarquistas, | | | | de intrusos y de egoístas, | | | | darnos quiere la ley. | | | | No estamos en el caso | | | | de sufrir
más cadenas, | | | | basta, basta de penas, | | | | ya no hay que
obedecer. | | |
|
|
Coro:
| | Alarma, mexicanos, | | | | viva la libertad; | | | | todos os preparad | | | | por si viene el francés. | | | | Ya la
América joven | | | | emanciparse quiere, | | | | su libertad prefiere | | | | al gobierno de un rey. | | |
|
|
Coro:
| | Sabio Iturrigaray, | | | | viendo
nuestros derechos, | | | | dejarlos satisfechos | | | | quiso según
la ley. | | | | Pero una facción fiera | | | | de oidores y traperos, | | | | burlaron los esmeros, | | | | de aquel justo virrey. | | |
|
|
Coro:
| | Los
inicuos autores | | | | de tan atroz traición, | | | | hacen la
desunión | | | | de este mundo de aquél. | | | | Si al virrey
no respetan | | | | porque no es de su gusto, | | | | ¿por qué en
lo que es injusto | | | | hemos de obedecer? | | |
|
|
Coro:
| | De ninguna
manera | | | | de tan sagrado intento, | | | | dude mi pensamiento; | | | | libres
hemos de ser. | | | | Libres, libres seremos, | | | | porque libres nacimos, | | | | mas yugo no admitimos, | | | | o morir o vencer. | | |
|
| |
|
HIDALGO:
(A sus compañeros.) ¿Qué les ha parecido a
ustedes? |
ALDAMA:
La letra y la música muy buenas,
y el espíritu que la dictó inmejorable. Lo
que me hace mucha fuerza es la satisfacción con que
la han cantado. |
HIDALGO:
Todos estos señores que
usted ve, son amigos de toda mi confianza. |
ALDAMA:
¿Conque
son muy buenos patriotas, según eso? |
HIDALGO:
Sí,
excelentes. En mi casa no entran serviles ni chaquetas.
|
ABASOLO:
Muy bien hecho: en este caso no está por
demás ninguna precaución, y menos ahora que
está el espionaje muy recomendado y... |
|
(Entra un payo
precipitado con una carta.)
|
PAYO:
Ave María. ¿El señor
cura dónde está? |
HIDALGO:
Aquí estoy,
Nicolás, ¿qué se ofrece? |
PAYO:
Mi amo el señor
don Ignacio Allende le manda a su mercé esta carta.
(Dásela: el cura lee para sí, se queda suspenso
y al cabo de un segundo, dice:)
|
HIDALGO:
¿Y qué hacía Allende cuando te despachó?
|
PAYO:
Estaba registrando unos papeles y mandó ensillar.
A lo que yo percibí; para acá viene y no tarda.
|
HIDALGO:
Pues anda adentro a descansar, y ustedes, amigos,
permítanme que me retire a contestar esta carta que
es ejecutiva, a bien que para mañana diferiremos nuestra
tertulia. |
UNO:
Señor cura, está muy bien.
Hasta mañana. |
TODOS:
Que pase usted muy buena noche.
|
HIDALGO:
Que a ustedes les vaya bien. (Vanse.) Amigos, nuestra
empresa se ha perdido. |
ALDAMA:
¿Cómo así?
|
HIDALGO:
Lea usted ese papel. |
ALDAMA:
(Lee.) «Todos nuestros
planes están descubiertos ante el gobierno. Anticipo
estas cuatro letras, para que no sorprenda a usted mi llegada
a ése, donde le informaré por menor. Soy del...»
¡Válgame Dios! ¿Y quién ha sido el vil americano
que ha tenido la bajeza de vendernos? |
HIDALGO:
Qué
sé yo: soy con ustedes. (Vase.) |
ABASOLO:
Ahora somos perdidos sin remedio. Todo se lo llevó
el diablo en un instante. Si la cosa se ha descubierto como
dice Allende, nuestra prisión es infalible. |
ALDAMA:
Y nuestra ruina también. |
ABASOLO:
¿Pues qué
hacemos?, ¿a qué nos detenemos?; ponernos en salvo
es lo más seguro. |
HIDALGO:
(Con serenidad.) Aquí
estamos bien seguros. |
ALDAMA:
¿Aquí, señor?
|
HIDALGO:
Sí, aquí. |
ALDAMA:
¿Y cuál
es la seguridad conque contamos? |
HIDALGO:
Con la que prestan
los buenos caballos y las armas. |
ABASOLO:
¿Y si no nos dan
tiempo de tomarlos? |
HIDALGO:
No se apoquen ustedes que al
fin más ha de ser el ruido que las nueces... mas Allende
llega... (Se asoma a una puerta.) Sí, él es.
|
|
(Sale ALLENDE de capitán con botas y decente.)
|
ALLENDE:
Yo soy, mi amable cura y compañeros. |
HIDALGO:
Vamos,
¿qué ha sucedido? |
ALLENDE:
Todo malo. Un eclesiástico
de Querétaro ha descubierto al gobierno de México
la revolución que teníamos trazada por el 1º
del próximo octubre. |
HIDALGO:
¡Qué vileza!
|
ALDAMA:
¡Qué iniquidad! |
ABASOLO:
¡Qué infamia!
¡Un sacerdote! ¡Un ministro de paz, y americano! |
HIDALGO:
¿Conque ya no tienen duda de nuestras intenciones? |
ALLENDE:
Son tan públicas que hasta Riaño, el intendente
de Guanajuato, las sabe. Garrido se delató él
mismo... |
HIDALGO:
¡Qué bastardía! |
ALLENDE:
Ayer intercepté un correo de Guanajuato, en que aquel
intendente previene nuestro arresto. Vean ustedes los oficios
originales. |
|
(Los entrega a HIDALGO y éste lee en voz
alta.)
|
HIDALGO:
«Habiendo sabido positivamente que los capitanes
don Ignacio Allende y don Juan Aldama, como también
don Ignacio Abasolo, tratan de conspirar contra el gobierno,
en unión del cura de Dolores, prevengo a usted que
sin pérdida de tiempo, proceda a la prisión
de Allende y Aldama, que se hallan en esa villa, en lo que
hará usted un buen servicio al rey y a la patria.
Dios guarde a usted muchos años. Guanajuato 13 de
septiembre de 1810. Riaño. Señor subdelegado
de San Miguel el Grande». (Representa.) No hay la menor duda,
la firma es suya. |
ALLENDE:
Igual encargo traía don
Francisco Iriarte, para arrestar a usted y Abasolo. |
ABASOLO:
¿Pues qué debemos hacer en este caso? |
HIDALGO:
¿Cómo
qué?, dar el grito en esta misma noche. |
ALDAMA:
¿En
esta misma noche? |
HIDALGO:
Sí, señor. Ya estamos
perdidos, la cosa es innegable pues nos descubren los mismos
compañeros, y no es lo peor que nos perdiéramos
nosotros, sino que la empresa se pierde, y si nosotros no
la llevamos al cabo, acaso no habrá otros que la emprendan.
¿Qué dice usted, Allende? |
ALLENDE:
Yo, ya sabe usted
que siempre sigo gustoso sus disposiciones, y así
no tiene sino mandar, y yo obedecer. |
ALDAMA:
Pero, ¿con
qué gente, con qué auxilios contamos para llevar
a efecto una empresa de tanto empeño? |
HIDALGO:
Con
nuestro valor, y con unos muchachos que tengo prevenidos.
Entren, hijos. |
|
(Entran diez payos, vestidos al uso de la
tierra, unos con carabinas y otros con machetes.)
|
HIDALGO:
Inmediatamente van y ponen presos a los siete españoles
que hay aquí, sin maltratarlos, y en un lugar seguro
y separado, y esperadnos en la plaza. |
TODOS:
Sí,
señor. (Vanse.) |
ALDAMA:
Señor cura, por Dios,
¿qué va usted a hacer? Con diez hombres intentar una
revolución, es la mayor temeridad; y luego cometiendo
la tropelía de arrestar a los europeos. |
HIDALGO:
No es tropelía, es prudencia, porque el pueblo que
lo verá usted conmovido muy en breve, no los mate.
|
ALDAMA:
Sin embargo, una vez desconcertados nuestros planes,
diez hombres nada valen. |
HIDALGO:
Pues si ellos no valen
nada, yo valgo mucho. Nunca será libre la patria si
hemos de andar con tanta cobardía. Si muriésemos
en la empresa, otros nos remplazarán; la causa es
justísima y general, y por último, el que tenga
miedo, que se marche, que yo solo basto para lo que esta
noche se ha de hacer. El patriotismo, amigo, ha de lucir
en los peligros, no en los estrados y placeres. |
|
(Al decir
esto se ciñe un sable que estará sobre la mesa,
y toma su sombrero y su bastón.)
|
ALDAMA:
Por Dios
que me avergüenzo, señor cura, de que atribuya
mi prudencia a poco patriotismo o cobardía. Si por
tal la ha tenido, yo lo desengañaré. Vamos,
vamos a morir por la patria. |
HIDALGO:
Eso sí, los
nobles sentimientos jamás pueden disimularse mucho
tiempo. Ea, amigos: ¿juráis defender los derechos
de nuestra nación oprimida? |
TODOS:
Sí, juramos.
|
HIDALGO:
¿Juráis morir, si necesario fuere, por tal
causa? |
TODOS:
Sí, juramos. |
HIDALGO:
Pues a salvar
la patria, o a morir. |
ALLENDE Y TODOS:
Vamos, y desde aquí
la patria. Viva. (Éntranse.) |
|
(Descúbrese vista
de calles, en ellas habrá tres tiendas que a su tiempo
abrirá el pueblo con hachas, y arrojará la
ropa y víveres que habrá dentro. A un lado
estará la cárcel: luego que se dejen ver, HIDALGO
y compañeros, comenzarán a sonar campanas,
y se verán algunas gentes con hachas de brea, discurriendo
por todas partes.)
|
HIDALGO:
Amigos, ya estamos en la palestra.
Vamos a sacar los presos de la cárcel. Es necesario
hacer agradecidos. (Llega.) Ea, el alcaide. |
ALCAIDE:
Mande
usted, señor cura. |
HIDALGO:
Abra la puerta y eche
fuera los presos. |
ALCAIDE:
Yo no puedo en eso obedecer a
usted porque están bajo mi responsabilidad. |
HIDALGO:
Si se dilata, es su muerte segura. A ver las llaves. (Le
encara una pistola.) |
ALCAIDE:
Ya está, ya está,
señor. (Le da las llaves, HIDALGO abre y salen unos
veinte presos gritando.) |
TODOS:
Que viva nuestro padre el
cura Hidalgo. |
HIDALGO:
Hijos, a mí no me aclaméis
sino a la patria. ¿Estáis gustosos con vuestra libertad?
|
TODOS:
Sí, estamos. |
HIDALGO:
¿Me la agradecéis?
|
TODOS:
Sí, agradecemos. |
HIDALGO:
Pues, escuchad.
(A este tiempo llegan los diez payos con sables desnudos
y carabinas, y uno de ellos traerá una bandera blanca,
con una águila. Algunos otros los acompañan
con hachas de brea. A la presencia del cura, se paran todos,
y éste prosigue:)
Americanos: nacisteis libres por
la naturaleza, como todos los hombres al mundo: la codicia
europea descubrió este vasto y rico continente, lo
conquistó, esto es, lo usurpó a los indios
sus legítimos dueños, y desde entonces han
visto y tratado a los hijos del país como sus colonos
y aun como sus esclavos. En vuestra misma patria no sois
nada, ni podéis sembrar ni cultivar, sino lo que os
permiten como gracia. Nacisteis en el reino del oro y de
la plata, y no tenéis un peso: rodeados de la abundancia,
perecéis en medio del hambre y la miseria: el cielo
os dotó de talentos despejados, y vivís y morís
ignorantes. De esta manera, oprimidos vuestros padres por
los españoles, os dejaron pobres, rudos y miserables;
y vosotros bajo los mismos principios, no podéis dejar
a vuestros hijos otra herencia que la miseria, la esclavitud
y la ignorancia. Esta suerte de los americanos será
eterna mientras no conozcan sus derechos, esto es, que son
libres porque son hombres, que nuestra patria ya se halla
en estado de gobernarse por sí, sin necesidad de que
la gobierne y domine un extranjero que está a dos
mil leguas de distancia de nosotros, que nos carga de leyes,
nos abruma con gabelas y se lleva a su nación nuestros
tesoros. La justicia nos favorece, podemos ser felices si
queremos de un momento a otro. Un empuje generoso se necesita
de vuestra parte; pero con unión y constancia. El
tiempo presente es el precioso; si lo desaprovechamos, estamos
a pique de ser esclavos para siempre. Ya os lo digo: España,
por ahora, tutoreada y aun dominada por la Francia, está
imposibilitada de enviar tropas de refuerzo contra nosotros;
pero los franceses no carecen de recursos ni intenciones:
acaso ellos vendrán y nuestra esclavitud será
mayor. Yo advierto en vosotros una decidida inclinación
para recobrar y conservar vuestra libertad; pero también
advierto que os detiene lo inermes que os halláis
y el no contar con una cabeza que os dirija. Yo os amo mucho,
y deseo la libertad de la patria como vosotros; si os resolvéis
a seguirme, a pesar de mi vejez y mis achaques, os conduciré
a la victoria con la ayuda de Dios y el favor de estos ilustres
compañeros. ¿Qué decís?, ¿queréis
vivir esclavos, o ser libres y salvar vuestra patria? |
UNOS:
¡Viva la libertad! |
OTROS:
¡La patria viva! |
HIDALGO:
(Toma
HIDALGO la bandera y les dice:) He aquí, hijos míos,
las armas del suelo mexicano, las de vuestros mayores y el
símbolo de vuestra libertad. ¿Juráis ante el
Dios de los ejércitos y ante la patria derramar vuestra
sangre en su defensa? |
TODOS:
Sí, juramos: o morir
o ser libres... (Entra uno precipitado.) |
UNO:
Señor,
el alboroto es ya general en todo el pueblo, el furor crece
por instantes contra los españoles; si no estuvieran
presos, ya fueran víctimas de su furor; pero éste
se ha encarnizado en sus efectos, han abierto sus tiendas
y después de robar, arrojan a la calle lo que resta.
|
ALLENDE:
Es muy escandaloso este desorden. |
ABASOLO:
Una
injusticia es. |
HIDALGO:
Es cierto, pero ni es política
el oponernos a la plebe furiosa, ni tenemos fuerza para el
caso. Es de necesidad ceder a las circunstancias. |
|
(A este
tiempo entra la multitud, tirando las tiendas y gritando.)
|
UNOS:
¡Muera el gobierno español! |
Y OTROS:
¡Viva
la libertad, viva la patria! |
|
Telón
|