Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


ArribaAbajo

El hijo de la tempestad

[fragmento]1


Eusebio Chacón2




Introducción

A mi querido amigo, Licenciado don Félix Baca, estas páginas dedico.

Son creación genuina de mi propia fantasía y no robadas ni prestadas de gabachos ni extranjeros. Sobre el suelo Nuevo Mexicano me atrevo a cimentar la semilla de la literatura recreativa para que si después otros autores de más feliz ingenio que el mío siguen el camino que aquí les trazo, puedan volver hacia el pasado la vista y señalarme como el primero que emprendió tan áspero camino. Digo áspero porque no es muy placentero cuando algún personaje de nuestras historietas parece haber llegado al término de sus acciones sin haberle visto nosotros el fin a la novela, nos arrancamos las barbas por idear alguna aventura o por dar en una fosa para en un punto eliminar al individuo superfluo.






- I -

En una noche borrascosa de verano caminaban con cierto trabajo por la falda de una montaña dos individuos, hombre y mujer, jóvenes aún y que buscaban un abrigo contra la inclemencia del tiempo. El furor del viento, lo tupido de la lluvia, el fragor de los truenos y la horripilante luz de los relámpagos hacían de aquella noche una noche de pavor. En medio de aquella confusión de los elementos, nuestros nocturnos viajeros se habían extraviado del camino y angustiados imploraban la guía del cielo en tan terrible noche.

Quien haya experimentado las peripecias de una tormenta en las sierras, con el fragor de los truenos y el bramar de los torrentes, bien puede imaginarse qué de emociones y de tristes ansias no abrumarían a aquellos dos corazones en trance tan penoso. El del hombre, pues que era el marido de la mujer, latía con inusitada violencia por encontrar algún paraje donde abrigar a su compañera que venía débil y enferma, próxima a tener un niño. Tras muchas horas de penar al fin hallaron aquel refugio anhelado al pie de un muro de peñascos, imponente y soberbio; y apenas se encontraron en el interior de una de sus numerosas cuevas, cuando principió la mujer a sentirse mal y en menos de una hora, sufriendo cruentísimos dolores, dio a luz a un hermoso nido y dejó de existir.

Los torrentes bramaban, y los relámpagos culebreaban con siniestro resplandor entre las nubes. En la mitad de aquel horrísono fragor se oyó el último «¡Ay!» de la que volaba al cielo acompañando al primer llanto del que venía al mundo. Se oyó también la queja de un angustiado esposo que con un mismo llanto plañía su viudez y celebraba su paternidad. Sobre el duro suelo de la cueva yacía el cadáver de la que acababa de ser madre, y le servían de cirios funerales los rayos de la tormenta.

Al fin amaneció. No quedaba en el cielo una sola nube, y el sol se levantó dorando las elevadas cimas con sus rayos. Por doquiera gorjeaban los pájaros y brillaban las gotas del rocío entre las flores como una lluvia de incendiadas perlas. La naturaleza despertaba llena de mil encantos como si la noche anterior no hubiese dormido en los brazos del huracán. Sin embargo, en medio de aquel recreo universal, lloraba un hombre arrodillado en la cueva, a los pies de una muerta, y lloraba un tierno infante pugnando en vano por mamar de sus helados pechos. Los rancheros, no bien llegó el día, habían vuelto a sus faenas cotidianas, y por las faldas de las laderas se esparramaban sus ganados seguidos de los pastores y de los perros.

Volvía la vaquera a ver sus vacas, y el sencillo labrador se dirigía al campo tarareando algún romance y blandiendo al aire su cortadora guadaña. En tan temprana hora aconteció que pasaba por el rancho una gitana adivina, sucia como todos los de su raza, pero diestra en su oficio y sabedora en el arte de cantar y de bailar. Acompañábanle un asqueroso mono, una vihuela, y un lío de andrajos en los cuales, según dijo, portaba todos sus haberes mundanales.

Llegando a la primera puerta, murmuró algunas palabras extrañas al oído del mono, y desterciándose la vihuela principió a cantar las siguientes coplas:


Yo sé quién nació a deshora
a la luz de las centellas,
yo sé quién murió al ser madre
en medio de la tormenta.
Érase un joven galán
que enamoró a una doncella.
El galán se queda viudo,
huérfano el hijo se queda.
Deja la tórtola el nido,
deja su concha la perla,
para volver a ser libre
después de haber sido presa.
El que a su madre mató
cuando nació en la tormenta,
¿qué no hará cuando crecido?
¿Qué no hará cuando ya crezca?
La leche que mamará
será leche de hechicera
porque a su madre mató
en medio de la tormenta.
En el bosque encontrará
quien alimentarlo deba,
los bosques serán su patria
su asilo serán las sierras.
En una noche de horror,
una noche sin estrellas
nació quien se ha de llamar
el hijo de la tormenta.
Ay, del que abrigo le dé,
ay, del que piadoso quiera
bajo techado poner
al que nació en las tinieblas.

Al llegar a este punto una multitud de hombres, mujeres, niños, niñas, jóvenes y viejos se habían congregado alrededor de la gitana, y con las bocas abiertas y en silencio, contemplaban sus habilidades y la velan bailar junto con el mono, éste haciendo cabriolas y piruetas, ella dando al aire sus graciosas formas mal protegidas por un andrajoso túnico, presentaban un contraste nunca visto por aquellos remotos lugares; la voz de la adivina despertaba mil ecos en las cercanas laderas. Era guapa la gitana, aunque desaliñada y sucia; mas aquella circunstancia no la ponía en desdoro cuando se trataba de divertir a unos rancheros, quienes por aquellos tiempos no eran muy dados a la limpieza. Verdad es que no faltó de entre la turba de rancheros quien requebrase a la extranjera a riesgo de encelar a su mujer o de perder a su amada. Ladraban los perros asustados con el mono, aplaudían los rancheros, redoblaba la vihuela, se cuchicheaban las rancheras, el mono saltaba y la gitana seguía cantando:


Digo la buena ventura,
sé de amor y de riquezas,
canto, niña, el porvenir
al toque de mi vihuela.
Sé con quién te has de casar,
sé el destino que te espera,
leo en los astros del cielo
y el cendal de las tinieblas.



Al tratarse de adivinaciones, media docena de voces interrumpió a la gitana para que dijese la buena ventura.

-¡Adivina, adivina! Di si seré rico, preguntaba uno.

-Dime si me he de casar, interponía un solterón calabaceado.

-¿Llegaré a la vejez?, suspiraba una solterita de cincuenta años.

-¿Seré viudo algún día?, vociferaba un viejo remozado que tenía una mujer celosa.

-¡Adivina, adivina!, gritaban todos y se agolpaban unos sobre otros con un entusiasmo verdaderamente de rancho.

De esta suerte cada cual importunaba a la gitana para que se le respondiese a él primero, y no a veces se les enfrió el entusiasmo de saber la buenaventura al anunciárseles la tremenda nueva de que lo bueno es caro, y si querían saber la suerte debían pagarla bien. Los medios escaseaban, mas no por esto faltó quien se dejase vencer de la curiosidad, y en un breve tiempo la gitana había recogido un hato de cabros y de lechones, un mundo de grano y un gallinero de pollos. Del grano tomó poco, que no tenía en qué levantarlo y lo convirtió en otras mercancías más fáciles de trasportar. La fortuna había favorecido a la parienta de Mahoma, como favorece a todo aventurero, lo que es notorio; ello es que en una hora cosechaba la ladina gitana las ganancias de muchos días de afán de los rancheros. Al alejarse de allí tornó a murmurar algo al oído del mono, y éste, ligero como el pensamiento, arreó el ganado como si fuera un muchacho entendido, y en medio de la confusión, de cuando en cuando se oía el canto, al alejarse del lugar la procesión:


Deja la tórtola el nido,
deja su concha la perla,
para volver a ser libre
después de haber sido presa.






- II -

Apenas se perdió de vista la gitana cuando un hombre, trayendo a un niño recién nacido en sus brazos, llegó a la misma puerta donde aquélla había estado bailando unos momentos antes, y pidió abrigo para él y para aquel niño. Era el viajero de la noche anterior y venía a depositar a su precioso huérfano con alguna persona caritativa mientras volvía por el cadáver de la madre para darle sepultura. Pidió asilo y se lo negaron; pidió de caridad quien alimentara a su hijo y por respuesta sólo recibía una negativa y una exclamación de horror. Aquellas gentes dominadas por la superstición se acordaban de la adivina y de su canto, y el pobre huérfano no hallaba abrigo ni alimento: «Ay del que abrigo le dé»: esta frase estaba aún fresca en la mente de los rancheros; y así andando tuvo que salir el triste padre de aquel ingrato lugar, tocando de puerta en puerta sin que nadie se doliese de él, y murmurando una maldición se dirigió al bosque donde unos momentos antes se había internado la gitana con su mono, ganancias y vihuela. Al poco caminar hallola sentada sobre el tronco de un árbol caído y con lágrimas en los ojos la dijo:

-Buena mujer, traigo a mi niño huérfano que desde que nació anoche no ha probado alimento. Por lo que más améis, dadle el pecho en tanto que yo vuelva a las montañas por la madre que dejó muerta.

-Ah, murmuró la gitana; y brillándole los ojos, tomó al pequeñito entre sus brazos, le dio el pecho y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Un recuerdo del pasado cruzó por su memoria: años hacía que otra extraña la había alimentado a ella de la misma suerte, y por eso andaba errante por el mundo.

El padre se alejó callado y pensativo; la gitana quedaba con el huérfano, y a cada instante le cobraba más cariño y le decía mil ternezas. Loca de emociones sentía en su corazón un nuevo impulso y en su desvarío olvidaba al mono, la vihuela, los cabros y los lechones; y al fin cuando ya el sol tocaba en el ocaso se quedó profundamente dormida arrullando al niño; y soñó en tierras lejanas con palacios de mármol donde todo era juventud y flores.

A la mañana siguiente el padre del niño no venía. Algún acaso imprevisto le detenía, y la gitana iba teniendo hambre y sed. Se dispuso a encender un fuego para tostar algunos alimentos destinados al desayuno cuando se le presentó una octogenaria, encorvada y de voz hueca y gangosa que caminaba con paso muy lento apoyándose en un bordón hecho a manera de báculo, sólo que en la extremidad superior tenía la forma de una escoba.

Al verse de pronto con tan extraña visita, la gitana se sobresaltó un tanto, pero cobrando luego su natural aplomo continuó haciendo la lumbre y ensayando en voz baja una canción en un lenguaje extraño. La vieja se le aproximó y trazando sobre ella un círculo imaginario con la punta de su báculo, le dirigió estas palabras:

-Hija de las arenas del desierto. Mis días están contados sobre la tierra. El destino me llama y lo sigo por fuerza; pero antes de irme quiero que me dejes ver el rostro de ese niño, y después vuelvo a seguir mi camino.

-¿Quién sois? interrogó la gitana.

-Soy la que viene y se va.

-¿Cómo os llamáis? ¿De dónde venís? ¿Y con qué derecho queréis ver el rostro de ese infante?

-Mi nombre es Sombra de la luz, vengo del tiempo, y mi derecho para ver a ese infante es el que está escrito.

Respuestas misteriosas por cierto fueron aquéllas, y calculadas para despertar mil sospechas en la mente de la gitana, quien haciendo como que iba a recoger leña para la lumbre, se alejó un trecho y silbando hizo venir al mono hacia ella. Murmuró algo al oído; el mono se espeluzó y gruñó y de sus ojos parecían salir dos llamas de luz roja.

Volvió la gitana a su lumbre y entonces fue ella quien se dirigió a la vieja con un ademán algo altanero y provocativo:

-Seguid, vieja, le dijo, el camino por donde habéis venido. La Sombra de la luz no verá al infante que nació en la tempestad.

-Pero es preciso, refunfuñó la vieja. Lo que está escrito se ha de cumplir.

-¿Gustáis desayunaros? dijo la gitana variando súbitamente de tono y de conversación.

-No. La Sombra de la luz no se alimenta como las hijas del desierto.

-¿De qué se alimenta, pues?

-Del corazón de los que nacen en medio de las tinieblas cuando Hécate tiene amor con el genio del huracán, en medio de los rayos; y así está escrito.

La gitana cayó en la cuenta entonces, que aquélla debía ser una hechicera, y que quería ver el rostro del infante para sacarle el corazón y después marcharse saboreando aquel manjar cuyo nombre tan sólo pone espanto. Y así fue en efecto: viendo que se las había con otra hechicera como ella, la vieja se arrojó como una arpía sobre el niño que yacía dormido, e iba ya a desgarrarle el pecho con sus enormes uñas. Entonces se oscureció la escena, gimió el centro de la tierra, culebreó un relámpago en la tiniebla, y, en el lugar del mono que se había aproximado de un salto a la vieja, apareció el ángel caído que puso sus garras sobre ella, y con un movimiento rápido la dominó. La vieja se vio cara a cara con el diablo y forcejeando por libertarse gritaba:

-Déjame, Luzbel; no te quieras oponer a lo que estaba escrito.

-También estaba escrito, respondió el diablo sin soltarla, que la Sombra de la luz no se debe alimentar del corazón del Hijo de la Tempestad.

-¿Cómo? ¿No es una ley sagrada en el averno que todo aquél que nace cuando Hécate tiene amor con el genio del huracán debe morir? ¿Y que su corazón sea alimento de las brujas? ¡Yo reclamo mi presa, Satanás!

-También es otra ley que lo que estaba escrito debe ser.

-¿Y este infante no debe morir?

-Reclamo mi presa, Satanás, gritaba la vieja con una voz cavernosa. Y si no me la entregas, ¡yo te maldigo otra vez desde el fondo de mi alma maldita! Déjame, Satanás.

-Calmaos, vieja, calmaos. Si es una ley que debe morir todo aquél que nace cuando Hécate tiene amor con el genio del huracán, también hay en las leyes del infierno otra que dice, «Si el que naciere cuando Hécate tiene amor con el genio del huracán, se alimentare del pecho de una hechicera, ése no morirá; sino que vivirá para ser el azote de muchos pueblos y el terror de la humanidad». El destino se cumple. Lo que está escrito debe ser.

-Pero esa ley yo no conozco; y es injusto que viva un niño que cuando crecido sea una calamidad.

-En el Infierno no hay justicia, sino la que hace el Dios de San Miguel. Yo me complazco en las desgracias de la humanidad, y los malvados son los ministros de mi rabia y de mi venganza.

-¡Satanás, yo te maldigo! gimió la vieja alcanzando con un brazo a donde estaba el niño dormido y clavándole una de sus uñas en el pecho, con tal encono que el niño dio un grito y la sangre le brotó por la herida en borbotones.

Lanzó una carcajada el diablo y la vieja cayó muerta a sus pies, y la tierra se abrió y se la tragó.

Era la mitad del día. Por las vecinas laderas pacían ganados sin cuento y se oían gritos de pastores y ladridos de perros. La gitana tañía su vihuela, el niño dormía agobiado por el dolor de la herida, y el diablo vuelto a su disfraz de mono, estaba hosco y enojado a un corto trecho lamiéndose el hocico y arrojando miradas emponzoñadas de sus ojos.




- III -

Pasaron muchos años. La gitana ya no tañía su vihuela ni contaba la buena ventura andando por los pueblos. De su rostro habían huido los matices de la juventud, y en su lugar se veían profundas arrugas. Su voz no era sonora como en otro tiempo. El mono caduco ya y encorvado se mantenía con ella en el más oscuro rincón de la cueva donde vivían y cada día se tornaba más hosco y huraño. El Hijo de la Tempestad, convertido en capitán de bandoleros, asolaba los campos y destruía los pueblos, cometiendo los más grandes delitos con una crueldad satánica.

Cual todo enemigo de las leyes, había huido a la sierra convirtiéndola en foco de asesinos y de ladrones cuya delicia era la rapiña y el combate. La misma cueva donde nació y donde su madre murió, era la entrada para un laberinto de subterráneos donde tenían sus habitaciones él y sus satélites. Allí se guardaban los tesoros robados, y gemían en una horrenda esclavitud muchos hombres y mujeres que habían sido tomados en las campanas. Allí en fin era donde la gitana y el inseparable mono vivían en eterna compañía, haciendo ella de madona y de ama, puesto que era la madrastra del Hijo de la Tempestad, y ¡ay del que no la respetara y obedeciera!

Una deliciosa mañana de mayo caminaba el Hijo de la Tempestad caballero en un brioso trotón por el fondo de una cañada, y le seguían veinte de sus hombres armados todos y todos montados en magníficas caballerías. A no largo trecho del camino serpenteaba un arroyuelo, y a derecha e izquierda se alzaban ásperos cerros. El camino que les quedaba por andar era largo y monótono, y ya los hombres empezaban a impacientarse cuando oyeron un coro de voces bien concentradas y armoniosas. Detuvieron los caballos a una señal de su caudillo y escucharon por un momento.

Las voces salían de un pequeño bosque que quedaba a la izquierda distante algo más que cien varas, y evidentemente no eran todos hombres los que cantaban porque entre las voces sobresalían dos o tres tiples de mujer. Los bandoleros tornaron a escuchar, y echando luego sus cálculos se aprestaron a embestir hostigados por su feroz deseo de combate y por el botín y las esclavas que pensaban recoger; tan acostumbrados estaban a la victoria que nadie hasta entonces los había vencido, y así con un alarido que retumbó por los cerros embistieron a los que cantaban en el bosque. No fue tan repentino su ataque, sin embargo, que no diese tiempo a los cantores de ponerse en la defensiva. La canción se apagó y a ella se siguió un confuso rumor de chocar de pisadas, y cuando los bandoleros se presentaron fueron recibidos con un nutrido fuego de carabinas. Aquello fue una sorpresa para el Hijo de la Tempestad. ¿Qué misterio había en aquello que cuando más se figuraban encontrar una comitiva de viajeros descuidados se entregaban a carga cerrada a los tiros certeros de una bien organizada defensa? El Hijo de la Tempestad comprendió la situación a un golpe de vista. Mucho dinero habían ofrecido los gobiernos por su cabeza y años hacía que era perseguido encarnizadamente por las tropas, encontrándose con ellas a menudo pero siempre saliendo ventajoso. Aquél era un golpe soberbio para el Hijo de la Tempestad. Su propia codicia le llevó a un precipicio y sin pensarlo se encontraba cara a cara con un cuerpo de infantería. A la primera descarga intentó practicar una maniobre diestra para poder a salvo atacar a sus enemigos, pero se halló flanqueado por otro cuerpo de tropas que inmediatamente rompieron fuego sobre él con resultados fatales. Cuatro de sus hombres cayeron heridos mortalmente. No había remedio: era preciso pelear.

Con un grito feroz arremetieron al enemigo y el combate se hizo sangriento y terrible. Las maldiciones, los gritos, el relincho de los caballos, los ayes de los moribundos, mezclados con el tiroteo y con el chocar de las espadas, hacían un funesto ruido que se repartía por los cerros vecinos. Las mujeres que habían ido con las tropas para hacer más completo el engaño con que se iba a enredar al terrible bandido, se dispersaron como una parva de palomas a la vista del halcón. El combate arreciaba; uno a uno caían los bandidos y el caudillo se batía como un león. Le habían muerto el caballo y él mismo iba herido en el brazo con un tiro de fusil que le fatigaba mucho. Le quedaban siete hombres y todos peleaban con desesperación. Las tropas cerraban el cerco y no había por donde huir: cayeron tres más de los bandidos y otro y otro y sólo quedaban dos y el jefe. Como águilas prisioneras, los tres feroces compañeros se abalanzaron hacia el capitán de una de las compañías y matándole a e y a otros, con una horrible maldición dieron un salto, se salvaron, treparon por los peñascos y se perdieron entre las breñas. En vano los buscaron las tropas; aquellos ágiles bandidos hablan desaparecido como por encanto. Tornaron luego los soldados a socorrer a los heridos y a enterrar a los muertos. Por lo que toca a las mujeres, tornaron a reunirse con las tropas y con ellas siguieron la marcha participando de todos los contratiempos y fatigas de una campaña militar.

Muy entrada la noche de aquel día llegó el Hijo de la Tempestad a su cueva seguido de sus dos compañeros y al momento de entrar dijo uno de ellos:

-¿Qué diremos a nuestras gentes luego que nos vean venir sin nuestros compañeros?

-Decir que perecieron y que hemos sido derrotados, contestó el otro.

-¡Mientes! Interrumpió su jefe. ¡Mientes, vil impostor, y por castigo ve al infierno a saludar por mí al diablo! Al decir esto descargó un furibundo golpe con su machete al que había hablado así, pero aquél lo paró diestro y tomó un aire más insolente hacia su jefe.

-¿A mí, traidor? ¿A mí? Gritaba el hijo de las tinieblas apretando los dientes.

-A ti y cien más, capitán orgulloso. Hijo de la Tempestad, tu estrella mengua. No podía ser de otra manera.

-¡Cómo un aleve, vil, a quien yo salvé de la horca en otro tiempo, como tú, se atreve al Hijo terrible de la Tempestad! ¡Mi estrella mengua!

Se siguió un profundo silencio y los tres bandidos entraron en la cueva, desapareciendo sus formas en la oscuridad. El capitán iba regando el suelo con la sangre que le brotaba de la herida.




- IV -

En lo más oscuro de una de las mazmorras de aquellas horrorosas catacumbas de la sierra, gemía cargado de cadenas un anciano de poblada barba y blanca cabellera. Estaba desnudo, salvo por un tosco manto que le servía para cubrir aquellas partes que el decoro y la naturaleza de la humanidad quieren que se cubran. A su lado gemía una joven hermosa aunque pálida, con el pelo destrenzado y ataviada de un escaso ropaje al estilo frigio en cuyos lánguidos pliegues se dibujaban las esbeltas formas de una clásica hermosura. La joven daba el pecho al anciano, que lo tomaba con ternura y así se alimentaba de aquel casto seno, y su escasa leche había sido el único manjar que su paladar conocía por muchos años. Manjar por cierto delicioso, puesto que aquella mujer era la hija del anciano y juntos padecían una de las más crueles prisiones, porque la virtud de la hija y el heroísmo del padre habían hecho embotarse los más feroces ímpetus del Hijo de la Tempestad. Ambos hechos para sufrir, y educados en la escuela de la hidalguía, preferían mil veces todos los males posibles al deshonor, y aunque prisioneros rechazaban a su verdugo con una serenidad digna de los heroicos tiempos de Roma.

¿Mas cómo habían venido a parar en tan infeliz estado? ¿Cómo el destino los había conducido a aquellos laberintos donde monstruos humanos más temibles que las fieras tenían su madriguera? Oíd: en una de las ricas villas del reino tenían por costumbre salir las gentes todos los veranos a la sierra, y a este fin se organizaban en bandos de veinte, treinta, y hasta de cincuenta familias. El objeto era pasar el tiempo de los calores en una manera verdaderamente pastoril, asemejándola en cuanto era dado a la vida celebrada de los poetas donde abundaban los Amarilis y las Floridas y donde vegetaban la dulce poesía y su hermana la divina música a las orillas de algún tranquilo río. Pues bien, las patricias gentes de aquella villa del reino todos los veranos hacían su éxodo a la sierra y para ello se abastecían de víveres, de oreados, de vihuelas, de flautas, y otros varios instrumentos amigos del hombre en sus horas de farniente. En una de aquellas excursiones habían participado aquel anciano y su familia entre las cuales se contaba aquella hija que le hacía compañía en su esclavitud; y una noche cuando la danza estaba en su apogeo bajo un pabellón que tenía por techo los copudos árboles, y por alfombra la mullida grama, el Hijo de la Tempestad con sus bandidos había caído como un ave de rapiña sobre la gente y a los que no mató se llevó prisioneros. Al llegar a la cueva para hacer la correspondiente repartición, entregó a sus bandidos todas las mujeres, pero él se reservó la posesión de aquella hermosa joven.

Se dispuso luego la cena. Una cena espléndida fue aquella, digna de reyes. El vino abundaba y trastornaba los cerebros de los bandidos. Las esclavas de aquella noche y las que servían la mesa, eran las que habían sido tomadas en aquella última aventura. Entre ellas, ¿cuál era la más hermosa? ¿Cuál la menos arrobadora? Aun el mismo dolor que se pintaba en sus semblantes parecía hacerlas más bellas, y otros que los bandidos de aquella maldita cueva hubieran sido enternecidos por tanta belleza anonadada en tanta desventura. La orgía no estaba completa. A la satisfacción del apetito del estómago faltaba el complemento de la satisfacción de los arrebatos de la carne. ¿Y qué había para impedir aquel deleite? Nada. Al contrario, aquella pléyade de encantadoras esclavas y el vapor del vino convidaban al más lánguido placer en los voluptuosos harenes de aquellos subterráneos.

Se levantó la turba de bandidos, con los ojos encendidos del deseo, y cada cual tomando en sus fornidos brazos a la que iba a ser víctima de su lujuria, las condujeron a los retretes de lujo más que oriental, que cada cual, tenía para sí en aquel intrincado laberinto de bóvedas y patios. El Hijo de la Tempestad fue a tomar a su esclava, pero al momento brilló un puñal en la diestra de aquélla y al mismo tiempo exclamó:

-¡Atrás, infame malhechor! ¡Atrás, cobarde que os atrevéis al honor de una mujer!

-Ay, qué bien cuadra ese valor en la querida del Hijo de la Tempestad. Venid, bella sultana; venid conmigo y gozaremos en lánguido desmayo de la suprema dicha de la tierra, contestó el bandido, y al mismo tiempo se adelantaba hacia la joven que retrocedía pálida y con una varonil resolución pintada en el semblante.

-¿No me escucháis, ingrata de los rizados cabellos? ¿No sabéis que el fiero león de la sierra que hace temblar las selvas con su voz, como una paloma se acerca a vos y os pide un cariño de amor?

-Ese lenguaje almibarado, volvió a decir la joven, sienta muy bien en ese fiero león que decís vos. Engañador astuto, veis el puñal que llevo en la mano y conocéis que tengo valor para hundíroslo en el pecho, si por la fuerza intentáis reducirme al deshonor. Sois cobarde y astuto, y probáis la lisonja creyéndome fácil. ¡Atrás, cobarde con ojos de león!

-Si la ofendida beldad que ha domado mi corazón se calma un poco, tal vez podremos razonar. ¿De qué sirve oponeros a mi deseo? Soy vuestro amo; soy el bandido más poderoso de estas sierras. De aquí no más tornaréis a ver la luz del día sino para salir a la sepultura. Si un exagerado punto de honor os detiene, arrojadlo de vos. ¿Qué os importa el mundo a vos si el mundo no conociera que habéis sido la esclava en el tálamo del Hijo de la Tempestad? Sois hermosa; vuestros encantos os harán querida a mis ojos.

-Infame, callad, ¡callad! Los del mundo como vos creen que porque el mundo no conoce sus infamias son menos despreciables. Pero hay otro mundo donde un ojo omnisciente vela sobre nosotros. Él penetra los abismos y va marcando las obras de cada uno, hasta los atentados que se hacen al honor de una doncella en las mazmorras de un infierno como es éste.

-¿Me rechazáis?

-¡Os desprecio!

-Pues ya os arrepentiréis. Entretanto lloraréis lágrimas de amargura. ¡Hola, madrastra!, gritó dirigiéndose a la gitana vieja que venía saliendo de un retrete. Haced llevar a esta casta Susana a la cámara donde he mandado que ataran a su padre con hierros.

Tomando largos trancos y mordiéndose el bigote se alejó por el retrete de donde había salido la vieja, y al pasar el umbral de la puerta se encontró con el mono que le gruñía y le obstruía el paso. Le dio un soberbio puntapié, enviándole a la mitad del corredor, y blasfemando se encerró en sus departamentos y aquella noche más parecía un demonio que un ser humano.

La vieja gitana por su parte se encargó del importante cometido que le había confiado su hijastro. La heroica doncella fue conducida al calabozo de su padre y allí sufrían y penaban juntos, alimentándose el padre del pecho de la hija, y la hija de un hueso que le arrojaba la vieja todos los días como si fuera un perro.

Todas las noches cuando el Hijo de la Tempestad volvía de alguna correría se oían voces y llantos en la prisión de estos desgraciados seres. Se oían también maldiciones y ruido de cadenas, y el rechinar de goznes; después unas pisadas, y después nada. El Hijo de la Tempestad iba siempre a importunar a la doncella, mas la doncella siempre lo rechazaba. Por fin, cansados de sufrir padre e hija sin ver cambio en su suerte llegaron a una conclusión:

-Hija, le dijo el anciano estrechándole contra su corazón, siento que el aliento me falta. En breve voy a morir y cuando ya no sea más de este mundo, ¡ay de la suerte que te espera!

-Padre mío, no os acongojéis.

-Ay, infeliz de mí, gemía el anciano: sólo un remedio hay ya para salvarte de la deshonra.

-¿Y cuál es?

-El casamiento.

-¿Con ese monstruo?

-Con ese monstruo. Tal vez el cielo toque su corazón con las bendiciones del espíritu, y le trueque en otro hombre, y tú te habrás salvado del deshonor.

-Padre, mi padre, qué sacrificio tan grande. ¿Lo exigís de mí?

-Deseo morir tranquilo y no tener que ver desde el sepulcro a mi hija deshonrada y triste.

-Padre, si lo deseáis así se hará. Esta noche cuando venga el verdugo seré su esposa.

Así hablaban padre e hija en las mazmorras el día en que el Hijo de la Tempestad se alejaba de la primera batalla que perdía. Dos lágrimas pugnaron por brotar de los párpados del anciano, pero se cortaron y sus ojos se cerraron. Estaba muerto. Aquella noche sacaban de la prisión el cadáver de un anciano para darle sepultura, y conducían a la presencia del jefe a una joven pálida, con el pelo destrenzado y ataviada con el ropaje frigio, en cuyos pliegues se dibujaban las formas de una clásica hermosura.




- V -

¡Qué escena tan diferente de las que eran usuales al regreso de una campaña! ¡Qué abatidos los rostros! ¡Qué silenciosos los retretes! Era el salón de la cena. Alrededor de la mesa se sentaban un centenar de bandidos, pero no se oía la vocería usual, ni el alegre chocar de copas, ni los picantes chistes, ni toda aquella batahola que en semejantes ocasiones acompaña a las gentes groseras y sin ley. En las cavernas del Hijo de la Tempestad reinaba un sombrío silencio parecido a la calma que precede la llegada del huracán. A la cabecera se sentaba callado como la noche el jefe, y comía poco; meditaba profundamente. Un presentimiento fatal carcomía su corazón. Alzando al fin la vista y paseándola con sombría estolidez por sus hombres, dijo:

-¿Están aquí todos mis hombres?

-Todos, menos diez y ocho, -contestó uno que parecía ser segundo en importancia.

-Pues entonces brindemos a mi salud y a la salud de la que va a ser mi compañera.

Saltaron los tapones de cien botellas y el espumoso vino llenó las copas. Chocaron los cristales, cien manos se alzaron y cien bocas exprimieron con amargo paladar el suave líquido.

-¡Bravo! ¡Bravo! ¡Viva el Hijo de la Tempestad!, exclamó el caudillo, y todos contestaron, ¡Viva!

-Ahora, madre, añadió dirigiéndose a la vieja gitana que guardaba un puesto de honor a la izquierda; haced que venga a mi presencia la esclava de rizados cabellos. Esta noche es noche de alegría, camaradas míos. El Hijo de la Tempestad va en breve a doblegar el cuello a la coyunda del amor. ¡Música, esclavos! Haced que gima nuestra mansión con los acordes más dulces.

A esta orden se siguió un raudal de armonía que parecía venir de muy lejos, y fue creciendo, creciendo, y la luz fue haciéndose más clara y hermosa; y en breve, conducida entre una turba de jóvenes con trajes blancos, apareció la huérfana que se iba a ofrecer en holocausto a las aras del amor filial y de la obediencia. Su palidez la hacía espiritual, sus párpados y sus mejillas aún llevaban frescas las huellas del llanto. Semejante a Cordelia en el drama patético de Lear, no parecía menos aérea, menos intangible que aquella princesa tierna y bienhechora al delirante rey en sus momentos de agonía tremenda, cuando entraba al campamento de Doubres seguido de dos locos y de un ciego. ¡Pobre joven, pobre desconsolada huérfana! Por un lado traspasado su corazón al encontrarse sin su padre, su único consuelo en aquella desventura; por otro, rodeada de brutales bandidos de cuyos ojos no salía una mirada consoladora, ni de cuyas bocas se escapaba una palabra de dulzura. ¡Pobre joven! ¡Pobre joven desgraciada! Sin embargo, el dolor la hacía más altiva, más arrobadora; y acercándose a la mesa donde brindaban los bandidos, parándose enfrente del jefe, alzó la voz y dijo:

-Asesino de mi padre; es preciso acabar de una vez con esta farsa sacrílega. Heme aquí preparada al sacrificio.

-¡Viva la que viene a ser sultana de las sierras, exclamó el caudillo levantándose y pasando a recibir a la joven.

Los demás bandidos, repitieron la viva, pero más parecía aquello un gemido de agonía que una expresión de gusto.

El Hijo de la Tempestad condujo de la mano a la que iba a ser su esposa y sentándola a su diestra, hizo que tornaran las copas a llenarse y a vaciarse en honor de su sultana. La música crecía; la escena se animaba; los rostros de aquella despreciable gente se encendían con el calor, y la joven prisionera se ponía más pálida. ¿Qué lamento parecía haber llegado a turbar aquella forzada alegría? ¿Era el eco de una armonía entre las bóvedas? Cesaron la música y el bullicio por un momento. El rumor de una pisada llegó al oído del jefe. ¿Era el crujir aquél de algún arnés de batalla? Tal vez no era nada.

-Música, más música, tornó a exclamar el caudillo, y el son se apagó entre los acordes de la orquesta. Volvieron a cruzarse las vivas y los brindis; la orgía proseguía; la joven estaba triste y pálida.

-¡Verdugo -exclamó fijando sus miradas en el jefe-. ¿Hasta cuándo he de sufrir este tormento? ¡Acabad de una vez para siempre!

-¡Más vino! -vociferaron los bandidos-.

-¡Verdugo!

-¡Vino!

-¡Viva la sultana del Hijo de la Tempestad!

-¡Viva, viva, viva!

Tornábanse más inciertas las voces. La estancia parecía girar en raudo remolino; crecía el bullicio y la razón perdía su norma, y los objetos iban tomando formas grotescas y fantásticas. ¿Habéis oído acaso en los islotes de la costa una banda de gaviotas agitar las esferas con caliginoso revoloteo? Tal parecía el festín. ¿Mas qué rumor volvía a resonar entre aquella algazara? ¿Era el tropel fantástico de una tropa de gnomos, que en las altas horas de la noche venían a visitar aquel festín de bandoleros? ¿Qué visiones parecían cruzarse por un momento allá a lo lejos en la penumbra? ¿Qué movimiento sin ruido? ¿Qué susurro como el de brisa otoñal entre las hojas amarillas de los bosques? ¿Qué opresión tan terrible fatigaba al jefe? ¿Qué temor sobrecogía a la gitana? ¿Y qué extraña luz brillaba de los ojos del mono? ¡Poderosos elementos del sabroso vino! ¡Cómo arrebatáis a las cosas sus seres y les dais otros más caprichosos y quiméricos!

Llegó la hora en que los espíritus salen de sus tinieblas y se pasean por el mundo; y en que los fuegos fatuos sirven de antorcha a las aves de la noche mientras elevan su vuelo por el espacio tenebroso. Uno a uno habían caldo al suelo los ladrones dominados por el vino. Rígidos con el sopor de los narcóticos yacían por los suelos y sólo quedaba en pie la joven, la vieja gitana, el mono y el temible caudillo. La música ya no tocaba, y las esclavas y los esclavos se habían retirado a llorar lágrimas de desesperación en las tinieblas de aquellos subterráneos. Levantándose de su asiento, el caudillo tomó la mano de la joven entre las suyas y sonriendo dijo:

-Sultana del Hijo de la Tempestad, yo te tomo por esposa.

-Entonces abreviad. ¿Dónde el altar y todo aquel acompañamiento de regla?

Iba el caudillo a contestar, pero otro ruido turbó sus oídos. No era ya el tropel de gnomos, ni el eco de alguna armonía entre las bóvedas; no era ya creación de la fantasía sino que hacia donde él estaba, caminaba una gruesa columna de soldados reales y verdaderos tan decididos como los que el día anterior le habían derrotado. En una palabra, eran los mismos. Su arrojo y una feliz casualidad los había conducido a aquella cueva. En mitad del camino habíalos cogido una fuerte tormenta y vagando al acaso habían dado con ella. La tempestad bramaba en el exterior, mas en el interior todo era calma. Vagando por aquellos numerosos laberintos habían sorprendido el festín y sólo aguardaban el momento oportuno para dar un golpe de mano. Al tropezar su vista con aquel aparato de batalla el Hijo de la Tempestad soltó la mano de la joven y desenvainando la espada, gritó con una voz que hizo temblar la tierra.

-¿Qué queréis?

-¡Que entreguéis la espada, aleve ladrón, contestó el capitán.

-Yo soy aquel que nunca entregó la espada.

-¡Rendíos, pardiez!

-¡Voy a patearos la lengua, perro de la justicia, voy a exprimiros el corazón con mi puñal:

-A él, soldados, a él -gritó el capitán señalando al bandido con el dedo.

Hubo un estrépito espantoso que necesariamente despertó a los que dormían borrachos. Se oyeron maldiciones y crujir de espadas. Levantáronse los beodos azorados; trabose un combate feroz y la sangre corría por los suelos; y saltaban rotas las cabezas separadas de sus troncos. Bramaba por fuera la tempestad y allá dentro en las entrañas de la tierra, en los patios de aquella cueva, rugía una batalla como la convulsión de un volcán reprimido.

-Dios de las misericordias -rezaba de rodillas la joven pálida de rizados cabellos-, haz que triunfe el justo y que se castigue el crimen.

-Vamos, vamos -chillaba la vieja gitana-. Dejaos de boberías, niña; vamos. Ya Dios no nos escuchará.

El combate crecía. Cual nube cogida en el timón que ya crece, ya se repliega, ya vuela, ya se arrastra, y ya se desbarata para volver a rehacerse, tal se movía aquella masa de guerreros cuyas manos blandían terribles armas con las cuales a cada instante descargaban un golpe y con cada golpe repartían una muerte.

Sucumbieron tras un rudo combate los ladrones, y las tropas arrastraron sus detestados cadáveres por el suelo. El jefe había caído atravesado por todas partes y con una satánica blasfemia en los labios murió.

Años después los campesinos de los vecinos lugares oían cada noche a la hora de la que da ruidos extraños y espantosos gritos, que robaban el sueño a los ánimos medrosos, a las viejas y a los niños. Decíase que ensangrentados fantasmas de guerreros se paseaban al borde de los precipicios donde se alzaba la cueva maldita. Decíase también que en las noches borrascosas bajaba de la montaña una vieja encorvada en compañía de un feroz mono, y se dirigían al cementerio donde se hartaban de osamentas humanas. Se llegó un día en que la vieja no hizo su excursión nocturna y ya no se la volvió a ver más. ¿Qué le había sucedido? Oíd lo que el capitán decía mientras agotaba una jarra de aguardiente cierto día:

-¿Os interesáis en la vieja alcahueta, picarillos? ¡Pues sabed que se la llevó el diablo, a lo más profundo de los infiernos, ja, ja, ja,: ¡Tiénela allí barriendo el aposento que deben ocupar ciertos politicastros que traen a la patria muy revuelta, ja, ja, ja: ¡Otra jarra, pardiez!

El capitán nunca dijo una mentira.





  Arriba
Indice