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El «onus probandi» con respecto al cambio lingüístico

Sebastián Mariner Bigorra





La equiparación -tan tardíamente lograda y tan prometedora- entre la obligación de buscar los cambios en los objetos de las ciencias positivas y la de hacerlo también en las lenguas, objeto de la ciencia lingüística, difícilmente podría ser sostenida sin más desde que se advierte una radical diferencia en la esencia misma de unos y otros cambios. Mientras que el típico de los objetos naturales se puede examinar desde una suposición de que ellos continuarían iguales a sí mismos si no mediaran las tales causas de cambios, es un hecho evidente que cada lengua comporta -aperiódica, pero indefectiblemente, dada la limitación de la vida de sus hablantes y la impericia inicial de sus transmisores- no ya un germen de mutación, sino un conjunto de alteraciones tan enorme y tan terrible, que no es ninguna exageración calificarlo de catastrófico. En tanto que, no ya sólo la roca del geólogo, sino incluso la montaña y la cuenca hidrográfica del geógrafo «están ahí» metodológicamente enfocables como dispuestas a una permanencia en la identidad en todo lo que no sea afectado por una u otra de las causas de cambio, este sistema abstracto que es cada lengua sufre en su transmisión generacional unos destrozos tan horribles, que no podrían compararse con ninguna erosión ni con ningún movimiento orogénico observables: sólo el terremoto o la erupción volcánica podrían sugerir una semejanza. Pero sólo inicial: inmediatamente se reflexionaría en lo esporádico y localizado de tales agentes de cambio, frente a lo regular y habitual de la catástrofe en la transmisión lingüística. Lo corriente, por ejemplo, es que en cada nuevo niño incorporado a la comunidad lingüística castellana, esta lengua pase por fases en que se le desprovee de varios fonemas consonánticos, de la mayoría de los grupos vocálicos tautosilábicos y de los consonánticos de esta clase y heterosilábicos; de los artículos y de muchos otros utensilios gramaticales; de una gran parte de la flexión pronominal y verbal1. Los desperfectos suelen ser menos aparatosos -pero, en parte y quizá por ello, más persistentes- en el caso de la transmisión horizontal, es decir, de una lengua a quienes ya están hablando otra2. Se objetará, tal vez, que mayor es la diferencia en el caso del biólogo, que tiene que habérselas (también verticalmente en la «herencia» y horizontalmente en el «cruce») con distancias que se antojan infinitas cuando tratan de expresarse matemáticamente, entre el óvulo fecundado y el ser adulto y que, sin embargo, ello no imposibilita la metodología que, partiendo de la consideración de que cada ser de una generación nueva iba a resultar, al llegar a adulto, posesor de las características tenidas por típicas de cada especie y aun raza, hace recaer la carga de la prueba precisamente sobre las innovaciones y se preocupa de encontrar explicaciones para las anomalías que divergen de aquellos caracteres admitidos como típicos. La objeción es sólo parcialmente válida: el biólogo, en efecto -con independencia de las ideas creacionistas y providencialistas o materialistas que pueda sustentar-, no deja de preocuparse por la indagación de los mecanismos que rigen la herencia y -hasta donde alcanza- de las causas que determinan su actuación; lo propio hace con las motivaciones del distinto predominio de cada raza o especie en los rasgos que caracterizan al híbrido producto del cruce.

He aquí, pues, según este modelo tan próximo y adecuado, la doble tarea de una metodología lingüística razonadora: partiendo de la realidad bien conocida de que cada estado sincrónico es el producto compensado de tendencias de sentido divergente -unas, hacia la conservación; otras, hacia el cambio-, considerar que la obligación de la prueba es incumbencia no sólo de estas, sino también de aquellas. La misma carga gravita sobre la conveniencia de encontrar las causas de las conservaciones que sobre el interés en indagar los motivos de los cambios. No creo que haga falta probar cuán desequilibrada anda corrientemente, por el contrario, dicha carga: en todas las escuelas lingüísticas3 abundan los intentos de dar cuenta de las alteraciones, y apenas hay alguna de dichas escuelas que, entre tanta abundancia, no pueda ofrecer algunas explicaciones geniales; mientras que, para encontrarse con un Jakobson que, entre los lingüistas (cosa muy distinta cabría decir de los pedagogos, es cierto, pero no es de su metodología de lo que se trata aquí), se interese por la explicación de cómo se adquiere el sistema por parte de los niños, se necesita poco menos que un cambio copernicano en las concepciones lingüísticas mismas4.

Lo que sí creo procedente, por aleccionador, es más bien procurar señalar los motivos de tal desequilibrio. El mayor papel creo que lo juega uno de carácter general: lo novedoso del cambio lo hace más interesante que la rutina de la conservación. Por otro lado, esta aparenta ser más monótona, mientras que los cambios suelen ser -incluso en el caso de comunidades y períodos que no los presentan numerosos- variados y heterogéneos. Por último, variación y heterogeneidad parecen ser también mucho mayores en las causas mismas de la alteración, en tanto que las de la conservación son ciertamente menos en número y mucho menos diversas, hasta el punto de que resulta fácil englobarlas en unos pocos grandes grupos.

Porque, desde luego, no se trata de unas desconocidas: la tendencia del niño a la imitación -la gran superadora de las diferencias que se producen en las primeras fases del aprendizaje- y la necesidad de una adaptación al sistema del interlocutor en aras de alcanzar y proporcionar una información lo menos ambigua y lo más completa posible -necesidad que actúa de niveladora eficaz de un sinnúmero de anfractuosidades, grietas y socavones que en el terreno del sistema provoca la adopción del mismo por usuarios de otros- son más bien viejas conocidas, y no mucho más jóvenes son otras causas de índole diferente también conservadoras, como la influencia de la normativa escolar, el peso de una modalidad escrita de la misma lengua, etc.5 Pero, tal vez precisamente por contarse con ellas desde hace mucho tiempo, se las ha atendido cada vez menos y, sobre todo, se ha ido pasando por alto su importancia, como si su actuación fuera meramente mecánica, rutinaria y cuasi automática (una especie de «inercia» en la metodología lingüística) en lugar de multicolor, vívida y variante como es en la realidad6.

Esta realidad invita, por tanto, a superar -en algo que puede, a primera vista, pero sólo a primera, antojarse un verdadero delirio hegeliano- la vieja antinomia de una manera que podría semejarse a esta: no hay cambios automáticos: todos son motivados; pero tampoco hay conservaciones automáticas: todas tienen sus motivos también. (Confío en que las consideraciones hechas hasta aquí justifiquen que esto no es ni delirio ni siquiera paradoja, sino lógica purísima, y ni tan sólo profunda, sino de lo más elemental.)

De acuerdo con ella y con ellas, cabe proponer una fórmula equitativa de distribución del «peso de la prueba»:

peso = diferencia entre motivos de cambio y
motivos de conservación,

fácilmente interpretable en el sentido de que la incumbencia atañerá en cada caso a aquel de los dos contrarios que resulte menor7. Así, en una situación en que, p. ej., una diferencia fonológica de fácil realización y bien encasillada en un sistema, o una oposición morfológica sólidamente apoyada, o una distinción semántica de bulto, o una construcción sintáctica diáfana hayan sucumbido o estén en trance de sucumbir, lo lógico será preguntarse por los motivos del cambio: un cambio que ni la mímesis infantil ni la necesidad de intercomunicación han sido capaces de evitar. Viceversa, ante una situación contraria, en que lo que acusa síntomas de variación es un grupo fonético difícilmente pronunciable -en relación con los demás, admitidos en la lengua, como el STL inicial en el latín STLITIBVS-, o una oposición fonológica de escaso rendimiento funcional -como /Símbolo/ ≠ /y/ en castellano o /v/ ≠ /b/ en catalán-, o un tipo morfológico prácticamente aislado o con pocas correlaciones -cast. anduviera frente a *andara-, o una distinción semántica sutil -como lo que separa cristal de vidrio-, o, en fin, una construcción sintáctica nada clara -por ambigua o por polisémica, lo mismo da, v. gr., el participio absoluto en castellano, muerto el perro, se acabó la rabia-, lo lógico es preguntarse por las causas de su mantenimiento (respectivamente, juridicismo arcaizante, influencia de la normativa, de la lengua escrita, de la analogía con hubiera y estuviera, mucho más frecuentes que anduviera, del lenguaje técnico, del lenguaje literario y proverbial). Y, naturalmente, en la práctica, muy lógico también que, en los casos en que la diferencia sea escasa o incluso difícil de apreciar -pues no parece que existan «unidades» que permitan medirla instrumentalmente con exactitud-, se aduzcan (y no sólo en la didáctica, sino en la metodología lingüística en general) a la vez las causas que favorecen el cambio y las que apoyan el mantenimiento. Pues, apurando la metáfora, se trata efectivamente de «repartir» una «carga». Y no puedo pretender que no se haga jamás; incluso reconozco gustoso que suele hacerse: lo que me atrevo a proponer es que no debe omitirse, al menos implícitamente, aun en los casos en que la diferencia entre unos y otros motivos resulte ser de las más grandes.

Sin embargo, muchas veces se omite. Me atreveré a ejemplificarlo con unos casos que, a la par, espero que resulten comprobantes del «deber» que también he osado señalar hace un momento.

Hay motivos de cambio cuya actuación es extensa y continuada, poco menos que general: la tendencia al menor esfuerzo, la analogía, el «peso del sistema»... Frente a ellos, las causas conservatistas se las ven y se las desean para mantener las cosas en el statu quo. Por el contrario, otros motivos de cambio son peculiares, propios de circunstancias concretas: así, las influencias de sustratos, adstratos y superestratos; por lo común, son ellas las que se las ven y se las desean para imponerse a aquellas fuerzas conservadoras. Quisiera haber sugerido que, en consecuencia de su índole diferente, no se los puede medir por el mismo rasero. Y, sin embargo, es lo que también «suele hacerse».

Voy a poner sacrílegamente mis manos en uno de los principios más venerandos de nuestra metodología, con la agravante de que creo en él y lo admiro. Es el que, a la hora de determinar «parentescos» en la diferenciación de variedades lingüísticas a partir de un mismo tronco, establece que sólo las innovaciones «unen», que no los conservatismos8. (Sería absurda, por ejemplo, no ya sólo la idea de una «hispanodacorromanía» a base de las conocidas series de conservadurismos que se dan en ambas áreas marginales frente a las innovaciones del área central, sino incluso la de una isoglosa hispanorromana de uno de estos conservadurismos en particular: que aquí y en Rumania hayan pervivido resultados del clásico FERVERE para la noción de «hervir» no supone ninguna comunidad especial de evolución de hispanolatinos y dacolatinos, frente a la que sí supone entre galorromanos e italorromanos la coincidencia en la innovación de la sustitución de aquel vocablo por el expresivo BVLLIRE, desde su acepción clásica de «burbujear».)

Basta el ejemplo en el momento en que me dispongo a consumar el sacrilegio. Sí propongo que se distinga entre conservadurismos y conservadurismos; entre innovaciones e innovaciones. Estas sólo unen cuando consisten en cambios cuyos motivos comportan peculiaridad, pero no cuando son de los que pueden actuar poco menos que generalmente (reducciones de grupos consonánticos especialmente difíciles, eliminación de formas particularmente anómalas, pérdida de matices semánticos muy sutiles, etc.): su misma posibilidad general de aparición hace que puedan haberse gestado separadamente y nacido en lugares variados sin mutua relación. Era el sistema el que ya contenía sus gérmenes; el hecho de que se hayan desarrollado es, pues, equiparable, a estos efectos, con los «conservadurismos», cuya comunidad hemos aprendido que nada prueba en orden a un parentesco en la evolución y consiguiente tipología.

En otro orden de cosas parece que se impone también un descuento similar: frente a la praxis metodológica de equiparar cualesquiera innovaciones a la hora de señalar efectos sustratísticos, etc., propongo asimismo descontar las que consisten en consecuencias de tendencias generales, como la al menor esfuerzo, la analogía, etc., según ya indiqué. Así, concretando con ejemplos, la asimilación en sí (no, el sentido en que la asimilación se hace), la generalización -por muy ilógica que sea- de algún tipo de flexión o concordancia, etc. Si -según creo que es el caso en todo el conjunto de lenguas derivadas del indodoeuropeo- las asimilaciones de grupo «nasal + oclusiva» son habitualmente progresivas (esto es, que de MB constan evoluciones a MM más que a BB9; y de ND a NN más que a DD), propongo que se niegue valor probatorio a los argumentos aducidos para apoyar la supuesta colonización suditálica de Hispania tomando pie de resultados que suponen dicha asimilación, tipo PALVMBEM < paloma, VERECVNDIA > cat. vergonya, etc. En efecto, la asimilación y posterior simplificación de la geminada resultante se documentan todavía hoy en palabras que no pudieron ser latinas -como que se sabe que se han aglutinado dentro del castellano ya- en estadios vulgares de esta lengua: tam(i)én < también10 -o no tan vulgares: se lo oí muchas veces a una Sra. maestra nacional, oriunda de Mejorada del Campo, en esta misma provincia- o habría que admitir, a la vista de fr. vergogne, que sólo los suditálicos servían para colonizar, o sospechar, a la vista de ital. vergogna, que eso que llamamos Sur comprende, en Italia, poco menos que todo el centro también; mientras, por el contrario, los suditálicos venidos a Hispania no levantina se olvidaron la VERECVNDIA en su Berra de origen, dada la no asimilación -todavía hoy en cast. vergüenza. Ni -ejemplificando ahora en otro terreno- creo que pueda buscarse razón extrínseca común, que permitiera sospechar una vinculación dialectal concreta a la extensión de la concordancia masculina con nombres empezados por a tónica: «este agua» me lo documentó por primera vez un alumno palentino, en 1961-62; «este área» se ha escrito en el BOE, y cabalmente en disposiciones del MEC que desarrollaban la LGE; debo a mi colega Eugenio Lázaro el registro de «en el ala derecha de la Facultad» por parte de un profesor de la misma; y ayer escuchamos a un comunicante «en el otro habla». Puedo garantizar que este último, al menos, no ha tenido arte ni parte en la LGE ni en su desarrollo)11. Lo ya dicho: el sistema -o mejor, la limitación normal del sistema, que antepone el a dichos nombres- contiene ya el germen de la posible extensión, que puede surgir, por motivo de analogía, en cualquier lugar y tiempo en que se le asocie la noción de masculino12 a la que, por su forma, es fácilmente referible.

Como propuse, deseo ahora que estos ejemplos hayan patentizado el abuso metodológico y, a la vez, apuntado alguna posible corrección.





 
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