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ArribaAbajoCapítulo X

Concluye el padre de Periquillo su instrucción. Resuelve éste estudiar teología. La abandona. Quiere su padre ponerlo a oficio; él se resiste, y se refieren otras cosillas


Cenamos muy contentos como siempre, y nos fuimos a acostar como todas las noches. Yo no pude menos que estar rumiando lo que acababa de decir mi padre, y no dejaba de conocer que me decía el credo, porque hay verdades que se meten por los ojos, aunque uno no quiera; pero por más que me convencían las razones que había oído, no me podía resolver a estudiar cánones o teología, que era el intento de mi buen padre; pues así como me agradaba la vida libre y holgazana   —111→   así me fastidiaba el trabajo. Finalmente, yo me quedé dormido, haciendo mis cuentas de cómo conseguiría ser clérigo para tener dinero sin trabajar, y de cómo eludiría las buenas intenciones de mi padre. En esto se desvelan muchos niños sin advertir que se desvelan en su ruina.

Al otro día después que vino mi padre de misa, me llamó a su cuarto y me dijo: no quiero que se nos vaya a olvidar la contestación de anoche. Te decía, Pedro, que los pueblos padecen mucho cuando sus curas y vicarios son ignorantes o inmorales, porque jamás las ovejas estarán seguras ni bien cuidadas en poder de unos pastores necios o desidiosos; y todo esto te lo he dicho para probarte que la sabiduría nunca sobra en un sacerdote, y más si está encargado del cuidado de los pueblos; y para mayor confirmación de mi doctrina, oye.

En los pueblos puede haber, y en efecto habrá en muchos, algunas almas místicas y que aspiren a la perfección por el camino ordinario, que es el de la oración mental. ¿Y qué dirección podrá dar un padre vicario semi lego a una de estas almas, cuando por desidia o ineptitud no sólo no ha estudiado la respectiva teología, pero ni siquiera ha visto por el forro las obras de Santa Teresa, la Lucerna mística del padre Esquerra, los desengaños místicos del padre Arbiol, y quizá ni aun el Kempis ni el Villacastín? ¿Cómo podrá dirigir a una alma virtuosa y abstracta el que ignora los caminos? ¿Cómo podrá sondear su espíritu ni distinguir si es una alma ilusa, o verdaderamente favorecida, cuando no sabe qué cosa son las vías purgativa, iluminativa, contemplativa y unitiva? ¿Cuando ignora qué cosa ron revelaciones, éxtasis, raptos y deliquios? ¿Cuando le coge de nuevo lo que son consolaciones y sequedades? ¿Cuando se sorprende al oír las voces de ósculo santo, abrazo divino y desposorio espiritual? ¿Y cuando (por no cansarte con lo que no entiendes) ignora del todo los primores con que obra la divina gracia en las almas espirituales y devotas?   —112→   ¿No es verdad? ¿No conoces tú que si te pusieras a llevar un navío a Cádiz, a Cavite o a otro puerto, con las luces que tienes de pilotaje (que son ningunas) seguramente darías con la embarcación infeliz que se te confiara en un banco, en un arrecife, o en un golfo sin llegar jamás por jamás al puerto de su destino? Esto lo debes comprender porque la comparación es muy sencilla. Pues lo mismo sucede a estos infelices vicarios Lárragos a secas, que apenas saben absolver a un pecador común (como los indios que no saben más que llevar una canoa a Ixtacalco). Ellos los pobres son ciegos, y las almas que aspiran a entrar por la vía de la perfección, también son ciegas, y necesitan una buena guía que las dirija. No la hallan en los directores modorros, y sucede que (a no ser por un favor especial de la gracia) ellas o se entibian o se pierden; y las guías o se confunden, o se precipitan en los errores de la ilusión que ellas les comunican.

Ésta es una verdad terrible, pero es una verdad que no negará ningún sacerdote sabio. Yo lo que veo (y que confirma mi opinión en el particular) es que los sacerdotes virtuosos, santos y doctos, son muy escrupulosos para confesar y dirigir monjas y otras almas espirituales, y cuando las dirigen son muy eficaces para no dejar de la mano la sonda de la doctrina y la prudencia. A más de esto, consultan con el teólogo por esencia, con Dios digo, en los ratos de oración que tienen, y como saben que deben hacer cuantas diligencias humanas estén en su arbitrio para conseguir el acierto, consultan las dudas que tienen con otros varones sabios y espirituales. Esto veo, y esto me hace creer lo contingente que será el acierto de la dirección espiritual de unas almas místicas fiado a unos pobres clérigos casi legos, que apenas saben lo muy preciso para decir misa y absolver al penitente en virtud de la promesa de Jesucristo.

De manera, hijo mío, que estoy firmemente persuadido que   —113→   si la Iglesia santa pudiera hacer que todos sus ministros fueran teólogos y santos, no omitiría sacrificio alguno para conseguirlo; pero la escasez de varones y talentos tales como los necesarios, hace que provea a los fieles de aquellos que se encuentran tal cual útiles para la simple administración de los Sacramentos.

Aún hay más. Ya te dije que los sacerdotes son los maestros de la ley. A ellos toca privativamente la explicación del dogma y la interpretación de las Sagradas Escrituras. Ellos deben estar muy bien instruidos en la revelación y tradición en que se funda nuestra fe, y ellos en fin, deben saber sostener a la faz del mundo lo sólido e incontrastable de nuestra tanta religión y creencia.

Pues ahora, supongamos un caso remoto, pero no imposible. Supongamos, digo, que un pobrecito vicario de éstos de que hablamos, o un religioso hebdomadario, o que llaman de misa y olla, tiene con un hereje una disputa acerca de la certeza de nuestra religión, de la justicia de su dogma, de lo divino de sus misterios, de la realidad del cumplimiento de las profecías, de lo evidente de la venida del Mesías, del cómputo de las semanas de Daniel o cosa semejante (advirtiendo que los herejes que promueven o entran en estas disputas, aunque son ciegos para la fe, no lo son para las ciencias. He vivido en puerto de mar, y he conocido y tratado algunos), ¿cómo conocerán sus sofismas? ¿Cómo eludirán sus argumentos? ¿Cómo distinguirán su malicia de la fuerza intrínseca de la razón? ¿Y cómo podrá salir de sus labios la verdad triunfante y con el brillo que le es tan natural? Ello es cierto que si sólo el Ferrer, el Cliquet, el Lárraga u otro sumista de moral semejante fueran bastantes para contrarrestar a los herejes, no sé cómo hubiera salido San Agustín con los maniqueos, San Gerónimo con los donatistas, ni otros santos padres con otras chusmas   —114→   de herejes y heresiarcas a quienes combatieron y confundieron con brillantez y solidez de argumentos.

De todo lo dicho debes concluir, Pedro mío, que para ser un digno sacerdote no sobra con saber lo muy preciso; es necesario imbuirse y empaparse en la sólida teología, y en las reglas o leyes eclesiásticas que son los cánones de la Iglesia.

«Agrega a esto, que es tan peculiar al sacerdocio la literatura, que a mediados del siglo XIII no eran promovidos al clericato sino los literatos, según la novela de Justiniano 6, cap. 4 y 123, cap. 12. De modo que Juliano el antecesor escribía: El que no es literato no puede ser clérigo. Sucedió que para significar un hombre docto y literato, empezó a usarse el nombre de clérigo, y el de lego para denotar un ignorante o que no sabía las letras, de donde provino también que a los legos doctos se les daba el título de clérigos; y por el contrario, los eclesiásticos no literatos eran llamados también legos. Se le llama clérigo (son palabras de Oderico Vital en el lib. 3) porque está imbuido en el conocimiento de las letras y de las demás artes. En la Crónica Andrense leemos también las siguientes palabras: Con la anuencia de algunos romanos, hizo que se le subordinase cierto español muy clérigo llamado Burdino. Y en la historia de los obispos de Eistet: Este obispo Juan fue gran clérigo en el Derecho Canónico, esto es, gran letrado. El mismo significado se observa que tuvo antiguamente en la lengua francesa, pues clerc quería decir lo mismo que docto, como también clergie lo mismo que ciencia y doctrina.»

Toda esta erudición y alguna más, la recogió el señor Muratori en su opúsculo titulado: Reflexiones sobre el buen gusto, cap. 7, fol. 70, 71 y 72, donde lo podrás ver, confirmando que para merecer el nombre de clérigo, es menester ser literato; y de lo contrario, el que no lo sea, no será un padre clérigo, sino un padre lego.

  —115→  

Harto te he dicho, y así si quieres ser eclesiástico, dime ¿qué te resuelves a estudiar?

Viéndome yo tan atacado, no hubo remedio, respondí a mi padre que estudiaría teología, y a los dos días ya era yo cursante teólogo, y vestía los hábitos clericales.

No tardé mucho en ver en la universidad a mi amigo Pelayo, a quien di parte de todo lo que me había ocurrido con mi padre, y cómo yo, no pudiendo escaparme de sus insinuaciones, elegí estudiar teología. Ello será un perdedero de tiempo, supuesto que no te gusta el estudio, me dijo mi amigo; pero si no hay otro remedio, ¿qué se ha de hacer? A veces es preciso contemporizar con los viejos ideáticos, aunque uno no quiera, aunque sea para engañarlos, mientras se realizan nuestros proyectos. Mi padre también es del tenor siguiente: ha dado en que estudie cánones a fortiori, esto es, quieras que no quieras, y aun me habla de licenciaturas y borlas; pero yo que no soy vanidoso, no pienso en eso; lo que quiero es acabar mis cánones bien o mal, alcanzar el gradillo, ordenarme y quitarme de libros ni quebraderos de cabeza. Tú puedes hacer lo mismo: aguanta tus cursos de universidad con la paciencia que un purgado, y cuando menos lo pienses te hallarás hecho un bachiller teólogo, que para el caso de que digan que lo eres, con eso basta.

Ni es menester que te des mala vida ni te derritas los sesos sobre los libros. Estudia de carrera lo que te señale tu catedrático, enséñate a manejar el ergo por imitación, y frecuenta la universidad, porque los cursos importan, hijo; los cursos son más precisos que la ciencia misma, para lograr el grado.

Bien saben y sabemos que a lo que vamos los más estudiantes a la universidad no es a aprender nada, sino a cuajar un rato unos con otros; pero lo cierto es que el que no tiene su certificación de haber cursado el tiempo prefinido por estatuto, no se graduará, aunque sea más teólogo que Santo Tomás;   —116→   y si la tiene, él será bachiller, aunque no sepa quién es Dios por el padre Ripalda; pero ello es que así la vamos pasando, y así la pasaremos tú y yo con más descanso.

Yo apenas falto de la universidad tal cual vez; pero del colegio sí me deserto con frecuencia. Los domingos, jueves y fiestas de guardar, no tenemos clase por el colegio, y yo salo35 uno o dos días a la semana, ya verás qué poco me mortifico.

Esto es lo que harás tú, si quieres que no se te haga pesado el estudio de la teología. Acompáñate conmigo, arráncale a tu padre los realitos que puedas, y confía de mí en que no sólo te pasarás buena vida, sino que te civilizarás, porque advierto que eres un mexicano payo, y yo te quiero sacar de barreras. Sí, yo te llevaré a varias casas de señoritas finas que tengo de tertulias, aprenderás a danzar, a bailar, a contestar con las gentes decentes. Fuera de esto, te sentaré en los estrados y haré que te comuniques con las damas, porque el trato con las señoras ilustra demasiado. Últimamente, te enseñaré a jugar al billar, malilla de campo, tresillo, báciga y albures, que todas estas habilidades son partes de un mozo fino e ilustrado, y de este modo nos la pasaremos buena. Al cabo de un año tú no te conocerás, y me darás las gracias por los buenos oficios de mi amistad.

El cielo vi abierto con el plan de vida que me propuso Pelayo, porque yo no aspiraba a otra cosa que a holgar y divertirme; y así le di las gracias por el interés que tomaba en mis adelantos, y desde aquel día me puse bajo su dirección y tutela.

Él inmediatamente trató de cumplir con sus deberes, llevándome a varias tertulias que frecuentaba en algunas casas   —117→   medianamente decentes, y en las que vivían señoritas de título, como la Cucaracha, la Pisa-bonito, la Quebrantahuesos y otras de igual calaña.

Ya se deja entender que los tertulios y tertulias debajo de capas, casacas y enaguas, eran muchachas y jóvenes de primera tijera, esto es, mozos y mozas estragados, libertinos y tunos de profesión.

Con tan buenas compañías y la dirección de mi sapientísimo Mentor, dentro de pocos meses salí un buen bandolonista, bailador incansable, saltador eterno, decidor, refranero, atrevido y lépero36 a toda prueba.

Como mi maestro se había propuesto civilizarme e ilustrarme en todos los ramos de la caballería de la moda, me enseñó a jugar al billar, tresillo, tute y juegos carteados; no se olvidó de instruirme en las cábulas del bisbís37, ni en los ardides para jugar albures según arte, y no así, así, a la buena de Dios, ni a lo que la suerte diera; pues me decía: que el que limpio jugaba limpio se iba a su casa, sino siempre con su pedazo de diligencia.

Un año gasté en aprender todas estas maturrangas; pero eso sí, salí maestro y capaz de poner cátedra de fullería y leperaje a lo decente; porque hay dos clases de tunantismo: una soez y arrastrada como la de los enfrazadados y borrachos que juegan a la rayuela o a la taba en una esquina, que se trompean en las calles, que profieren unas obscenidades escandalosas, que llevan a otras leperuzcas descalzas y hechas pedazos, y se emborrachan públicamente en las pulquerías y tabernas, y éstos se llaman pillos y léperos ordinarios.

La otra clase de tunantismo decente, es aquella que se compone   —118→   de mozos decentes y extraviados que con sus capas, casaquitas y aun perfumes, son unos ociosos de por vida, cofrades perpetuos de todas las tertulias, cortejos de cuanta coqueta se presenta, seductores de cuanta casada se proporciona, jugadores, tramposos y fulleros siempre que pueden; cócoras38 de los bailes, sustos de los convites, gorrones intrusos, sinvergüenzas, descarados, necios a nativitate, tarabillas perdurables y máquinas vestidas, escandalosas y perjudiciales a la desdichada sociedad en que viven; y estos tales son pillos y léperos decentes, y de esta clase de pillería digo que pude haber puesto cátedra pública, según lo que aproveché con las lecciones de mi maestro y el ejemplo de mis concursantes en el corto espacio de un año.

El pobre de mi padre estaba muy ajeno de mis indignos adelantamientos, y muy pagado de Martín Pelayo, que visitaba mi casa con frecuencia, porque ya os he dicho que vuestro abuelo era de tan buen entendimiento como corazón. En efecto, era hombre de bien y virtuoso, y como tales personas son fáciles de engañarse por las astucias de los malvados, entre yo y mi amigo teníamos alucinado a mi buen padre; porque yo era un gran pícaro, y Pelayo era otro pícaro más que yo; y así entre los dos hacíamos cera y pabilo de las creederas de mi padre, que tenía por un mozo muy fino, arreglado y buen estudiante al tal tuno de Martín, y éste a mis excusas hacía delante de mis padres unos elogios encarecidísimos de mi talento y aplicación, con lo que les clavaba más la espina, esto es, a mi padre, que a mi madre no era menester nada de eso, porque como me amaba sin prudencia, mis mayores maldades las disculpaba   —119→   con la edad, y mis menores me las pasaba por gracias y travesuras.

Pero así como la moneda falsa no puede correr mucho tiempo sin descubrir o su mal trojel o su liga, así la maldad no puede pasar muchos días con la capa de la hipocresía sin manifestar su sordidez. Puntualmente sucedió lo mismo conmigo, pues mi padre, un día que yo no lo pensaba, me preguntó que ¿cuándo era mi acto? ¿O que si estaba en disposición de tenerlo? Ciertamente, que si como me preguntó eso, me hubiera preguntado ¿que si estaba apto para bailar una contradanza? ¿Para pervertir una joven? ¿O para amarrar un alburito? No me tardo mucho en responder afirmativamente, pero me hizo una pregunta difícil, porque yo, con mis quehaceres, no pude dedicarme a otro estudio, de suerte que mi Biluart estaba limpio y casi intacto.

Sin embargo, era preciso responder alguna cosa, y fue que mi catedrático no me había dicho nada, que se lo preguntaría. No, me dijo mi padre, no le preguntes nada, que yo lo haré. En mala hora se encargó mi padre de semejante comisión, porque fue al segundo día al colegio, y le preguntó a mi maestro que ¿en qué estado estaba yo de estudio? Y que si estaba capaz de sustentar un acto, lo hiciese favor de avisárselo para hacer sus diligencias para los gastos.

Mi maestro, tan veraz como serio, le contestó: amigo, yo deseaba que usted me viera para decirle que su niño no promete las más leves esperanzas de aprovechar, no porque carezca de talento, sino por falta de aplicación. Es muy abandonado, rara semana deja de faltar uno o dos días a la clase, y cuando viene, es a enredar y a hacer que pierdan el tiempo los otros colegiales. En virtud de esto, ya usted verá cuál será su aptitud, y cuáles sus adelantos. A más de esto, yo le he advertido ciertas amistades y malas inclinaciones que me hacen temer la ruina próxima de esto mozo, y así usted como buen padre vele sobre su conducta, y vea en qué le ocupa con sujeción;   —120→   porque si no, el muchacho se le pierde, y usted ha de dar a Dios cuenta de él.

Mi padre se despidió de mi maestro bastante avergonzado (según después me dijo) y lleno de una justa cólera contra mí. ¡Pobres padres! ¡Y qué ratos tan pesados les dan los malos hijos! Fue a casa al medio día, me saludó con mucha desazón, se entró a la recámara con mi madre, y ésta como a las dos horas salió con los ojos llorosos a mandar poner la mesa.

Mi padre apenas comió, mi madre tampoco; yo, como sinvergüenza y que ignoraba que era el eje sobre que se movía aquel disgusto, no dejé de hacer cuanto pude por agotar los platos, porque al fin no hay sinvergüenza que no sea glotón. Durante la comida no habló mi padre una palabra, y así que se concluyó se levantaron los manteles, y se dieron gracias a Dios; se retiró mi padre a dormir siesta y me dijo con mucha seriedad: esta tarde no vaya usted al colegio, que lo he menester.

Como la culpa siempre acusa, yo me quedé con bastante miedo, temiendo no hubiera sabido mi padre algunas de mis gracias extraordinarias, y me quisiese dar con un garrote el premio que merecían.

Luego concebí que yo había sido la causa de la cólera, de la parsimonia de la mesa, y de las lágrimas de mi madre; pero como estaba satisfecho en que ésta no me quería, sino me adoraba, no tuve empacho para decirla: señora, ¿qué novedad será ésta de mi padre? A lo que la pobrecita me contestó con sus lágrimas, y me refirió todo lo que había acaecido a mi padre con mi maestro, y cómo estaba resuelto a ponerme a oficio... ¿A oficio, (dije yo) a oficio? No lo permita Dios, señora. ¿Qué pareciera un bachiller en artes, y un cursante teólogo convertido de la noche a la mañana en sastre o carpintero? ¿Qué burla me hicieran mis condiscípulos? ¿Qué dijeran mis parientes? ¿Qué se hablará? Pues hijo, me contestó mi madre,   —121→   ¿qué quieres que haga? Ya yo he rogado a tu padre bastante, ya se lo he dicho, ya le he llorado; pero está renuente, no hay forma de convencerse; dice que no quiere que se lo lleve el diablo juntamente contigo por darme gusto. Yo no sé qué hacer... No llore usted, señora, la dije, yo sí sé lo que se ha de hacer. Seguro está que mi padre tenga el gusto de verme de hojalatero ni de sastre. Pues ¿que ya se cerraron los cuarteles? ¿Ya se acabaron las casacas y el pan de munición? ¿Qué quieres decir con eso, Pedrito?, me decía mi madre. Nada, señora, le contesté, sino que antes que aprender oficio, me meteré a soldado, a bien que tengo buen cuerpo, y me recibirán en cualquiera parte con mil manos.

Aquí redobló mi madre su llanto, y me dijo: ¡ay hijo de mi alma! ¿Qué es lo que dices? ¿Soldado? ¿Soldado? ¡No lo permita Dios! No te preocupes ni te desesperes; yo volveré a rogarle a tu padre esta tarde, y ya que dice que no eres para los estudios, y que es fuerza darte destino, veremos si te coloca en una tienda... Calle usted madre, le dije. Eso es peor. ¿Qué bien pareciera un bachiller tiznado, y lleno de manteca, y un teólogo despachando tlaco de chilitos en vinagre? No, no; soldado y nada más; pues una vez que a mi padre ya se le hace pesado el mantenerme, el rey es padre de todos, y tiene muchos miles para vestirme y darme de comer. Esta tarde me voy a vender en la bandera de China, y mañana vengo a ver a usted vestido de recluta.

Cada vez que yo me acuerdo de este y otros malos ratos que di a la pobre de mi madre, y de las lágrimas que derramó por mí, quisiera sacarme el corazón a pedazos de dolor; pero ya es tarde el arrepentimiento, y sólo sirven estas lecciones, hijos míos, para encargaros que miréis a vuestra madre siempre con amor y respeto verdadero, sin imitar a los malos hijos como yo fui; antes rogad a Dios no castigue los extravíos de mi juventud como merecen, y acordaos que por boca del Sabio os   —122→   dice: honra a tu padre, y no olvides los gemidos de tu madre. Acuérdate que a ellos les debes la vida, y págales lo que te han dado.

Finalmente, esta escena paró en que mi madre me rogó, me instó, me lloró porque no fuera soldado, jurándome que se volvería a empeñar con mi padre para que desistiera de su intento y no me pusiera a oficio, con cuya promesa me serené, como que eso era lo que yo deseaba, y por lo que afligí tanto a su merced, no porque a mí me agradaba la carrera militar, y más en clase de soldado, como que veía con horror todo género de trabajo.

¡Qué bueno hubiera sido que mi madre me hubiera quebrado en la cabeza cuanta silla había en la sala, y bien amarrado me hubiera despachado al primer cuartel, y allí me hubiesen encajado luego la gala de recluta! Con eso se hubieran acabado mis bachillerías y sus cuidados; pero no lo hizo así, y tuvo después que sufrir lo que Dios sabe.

Al cabo de un rato salió mi padre ya con sombrero y bastón, y me dijo: tome usted la capa y vamos. Yo la tomé y salí con su merced con temor, y mi madre se quedó con cuidado.

A poco haber andado, se paró mi padre en un zaguán, y me dijo: amigo, ya estoy desengañado de que es usted un gran perdido, y yo no quiero que se acabe de perder. Su maestro me ha dicho que es un flojo, vago, y vicioso, y que no es para los estudios. En virtud de esto, yo tampoco quiero que sea para la ganzúa ni para la horca. Ahora mismo elige usted oficio que aprender, o de aquí llevo a usted a presentarlo al rey en la bandera de China.

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Todos los retobos que usé con mi madre, con mi padre se volvieron sumisiones, como que sabía yo que no acostumbraba mentir y era resuelto; y así no pude hacer más que humillarme y pedirle por favor que me diese un plazo para informarme del oficio que me pareciera mejor. Concediome mi padre   —123→   tres días a modo de ahorcado, y volvimos para casa, donde hallamos a mi pobre madre enferma de un gran flujo de sangre que le había venido por la pesadumbre que le di, y el susto con que se quedó.

Ya se ha dicho que mi padre la amaba con extremo; y así lleno de sentimiento acudió a que la medicina la auxiliara. En efecto, al segundo día ya estuvo mejor; pero sin dejar de llorar de cuando en cuando, porque ya yo le había dicho la resolución de mi padre, y ella en medio de su dolencia no se había descuidado en suplicarle no me pusiera a oficio, a lo que mi padre le contestó que se restableciera de su achaque, y que ahí se vería lo que por fin se había de hacer.

Esta respuesta desconsoló a mi madre, y fue causa de que yo no las tuviera todas conmigo, porque no habiendo visto jamás a mi padre tan tenaz en su propósito y tan esquivo con mi madre al parecer, me hizo entender que de aquella vez no me escaparía yo de cualquier aprendizaje.

No sabiendo qué hacer para librarme de la férula de los maestros mecánicos, que me amenazaba por momentos, discurrí la traza más diabólica que podía en lance tan apurado, y fue ir a ver a mi caritativo preceptor y sabio amigo, el ínclito Martín Pelayo. Con la confianza que tenía, me entré de rondón hasta su cuarto, donde lo hallé columpiándose de un lazo que pendía del techo, tarareando unas boleras y dando saltos en el suelo.

Tan embebecido estaba en su escoleta, que no sintió cuando yo entré, y prosiguió brincando como un gamo, hasta que yo le dije: ¿qué es esto, Martín? ¿Te has vuelto loco o estás aprendiendo a maromero? Entonces él me vio y me contestó: ni estoy loco, ni quiero ser volatín; sino que estoy trabajando por aprender a hacer la octava que piden estas boleras, y diciendo esto continuó sus cabriolas.

Yo, mirando lo espacio que estaba, le dije: suspende un poco   —124→   tus lecciones, que traigo un asunto de mucha importancia que comunicarte, y del que sólo tu amistad puede sacarme con bien. Él entonces muy cortés se quitó el lazo, se sentó conmigo en su cama, y me dijo: no sabía yo que traías asunto, pero di lo que se ofrezca, que ya sabes cuánto te estimo.

Le conté punto por punto todas mis cuitas, rematando con decirle que para libertarme del deshonor que me esperaba en el aprendizaje, había pensado meterme a fraile. Él me oyó con bastante gravedad, y me dijo: Perico, yo siento los infortunios que te amenazan por el genio ridículo y escrupuloso de tu padre; pero supuesto que no hay medio entre ser oficial mecánico o soldado, y que el único arbitrio de evadirte de ambas cosas de ésas es meterte a fraile, yo soy de tu mismo parecer; porque más vale tuerta que ciega, peor es ser el sastre Perico, o el soldado Perico, que no el padre fray Pedro. Ello es verdadero que la vida de fraile trae sus incomodidades inaguantables, como el estudio, la asistencia de comunidad, la observancia de las reglas, la subordinación a los prelados y la sujeción o privación de la libertad que tanto te acomoda a ti y a mí, pero todo es hacerse. A más de que en cambio de esas molestias, tiene el estado sus ventajas considerables, como el honor de la religión que se extiende por todos sus individuos, aunque sean legos; el respeto que infunde el santo hábito, y sobre todo, hijo, el afianzar la torta para siempre. Ya verás tú, que estas conveniencias no las encuentra un artesano ni un soldado; y así me parece que lleves adelante tu pensamiento.

Pues yo he venido, le dije, a consultarte mis designios, y a suplicarte te empeñes con tu padre para que me dé una esquela de recomendación para que me admita tu tío el provincial de San Diego; porque esto urge, y en la tardanza está el peligro; pues como yo consiga la patente de admitido, ya a mi padre se le quitará el enojo, y me verá de distinto modo.

Pues eso es lo de menos, me dijo Pelayo, ven mañana temprano   —125→   que yo haré que mi padre ponga la esquela esta noche. Con este consuelo me despedí de Martín muy contento, y me volví a mi casa.

Entré en ella, y encontré de visitas a don Martín el de la hacienda, a la señora su esposa la que me cascó el zapatazo, a su niña y al famoso Juan Largo o Januario, que toda la familia había venido a México a pasear; porque como todo fastidia en este mundo, los que viven en las ciudades buscan su diversión en el campo, y los que viven en el campo anhelan por la ciudad para divertirse, y ni unos ni otros logran por largo tiempo satisfacer sus deseos, porque como la tristeza no está en el campo ni en la ciudad sino en el corazón, nos siguen los fastidios y cuidados donde quiera que llevamos nuestro corazón.

Luego que hube saludado a las visitas y que cesaron los cumplimientos de moda, me aparté al corredor con Januario y hablamos largo sobre diversos asuntos, ocupando el mejor lugar de la conversación los míos, entre los que le conté mis aventuras, y la última resolución que tenía de volverme fraile, a lo que Juan Largo me contestó muy aprisa: sí, sí, Periquillo, vuélvete fraile, hijo, vuélvete fraile, no harás cosa mejor. No todos los hombres hacen lo que deben, sino lo que les está más a cuento para sus fines particulares, quien hay que se ordene porque es inútil para otra cosa, o por no perder una capellanía; quien que se casa con la primera que encuentra mas que no le tenga amor, ni con qué mantenerla, sólo por escaparse de una leva; quien que se meta a soldado porque no lo persiga la justicia ordinaria, por tramposo o por alguna fechoría que ha cometido; y quien, en fin, que hace mil cosas contra su gusto, sólo por evitar éste o el otro lance que considera serle peor; conque ¿qué nuevo ni raro será que tú te metas a fraile por no emprender oficio, ni ser soldado?

Sí, Perico, haces bien, alabo tu determinación; pero hermano, aviva, aviva el negocio, porque al mal paso darle prisa.

  —126→  

Así concluyó su arenga este grande hombre. Él, es claro que me dijo muchas verdades, pero truncas. Si me hubiera dicho después de ellas, que aunque así lo hacen, en ello nada justo hacen ni digno de un hombre de bien, y que por lo común estas trampas y artificios de que se valen para eludir el castigo, excusar el trabajo, engañar al superior o evitar por el camino más breve la desgracia inminente o que parece tal, no son sino unos remedios paliativos o aparentes, que después de tomados se convierten en unos venenos terribles, cuyas funestas resultas se lloran toda la vida; si me hubiera dicho esto, repito, quizá me hubiera hecho abrir los ojos y cejar de mi intento de ser religioso, para el que no tenía ni natural ni vocación; pero por mi desgracia los primeros amigos que tuve fueron malos, y de consiguiente pésimos sus consejos.

A otro día marché para la casa de Pelayo, quien puso en mis manos la esquela de su padre, el que no contento con darla, pensando que yo era un joven muy virtuoso, prometió ir a hablar por mí a su hermano el provincial, para que me dispensara todas aquellas pruebas y dilaciones que sufren los que pretenden el hábito en semejantes religiones austeras.

No parece sino que me ayudaba en todo aquella fortuna que llaman de pícaro, porque todo se facilitaba a medida de mi deseo.

Yo recibí mi esquela con mucho gusto, di las gracias a mi amigo por su empeño, y me volví para casa.




ArribaAbajoCapítulo XI

Toma Periquillo el hábito de religioso, y se arrepiente en el mismo día. Cuéntanse algunos intermedios relativos a esto


Todo aquel día lo pasé contentísimo esperando que llegara el siguiente para ir a ver al provincial. No quise ir en esa   —127→   tarde, por dar lugar a que el padre de Pelayo hiciese por mí el empeño que había ofrecido.

Nada ocurrió particular en este día; y al siguiente a buena hora me fui para el convento de San Diego, y al pasar por la alameda, que estaba sola, me puse frente a un árbol, haciéndolo pasar en mi imaginación la plaza de provincial, y allí me comencé a ensayar en el modo de hablarle en voz sumisa, con la cabeza inclinada, los ojos bajos, y las dos manos metidas dentro de la copa del sombrero.

Con éstas y cuantas exterioridades de humildad me sugirió mi hipocresía, marché para el convento.

Llegué a él, anduve por los claustros preguntando por la celda del prelado; me la enseñaron, toqué, entré y hallé al padre provincial sentado junto a su mesa, y en ella estaba un libro abierto, en el que sin duda leía, a mi llegada.

Luego que lo saludé, le besé la mano con todas aquellas ceremonias en que poco antes me había ensayado, y le entregué la carta de recomendación de su hermano. La leyó, y mirándome de arriba abajo, me preguntó que si quería ser religioso de aquel convento. Sí, padre nuestro, respondí. ¿Y usted sabe, prosiguió, qué cosa es ser religioso, y de la estrecha observancia de Nuestro Padre San Francisco? ¿Lo ha pensado usted bien? Sí padre, respondí. ¿Y qué le mueve a usted el venir a encerrarse en estos claustros, y a privarse del mundo, estando como está en la flor de su edad? Padre, dije yo, el deseo de servir a Dios. Muy bien me parece ese deseo, dijo el provincial, pero ¿que no se puede servir a su majestad en el mundo? No todos los justos ni todos los santos lo han servido en los monasterios. Las mansiones del Padre celestial son muchas, y muchos los caminos por donde llama a sus escogidos. En correspondiendo a los auxilios de la gracia, todos los estados y todos los lugares de la tierra son a propósito para servir a Dios. Santos ha habido casados, santos célibes, santos viudos, santos anacoretas,   —128→   santos palaciegos, santos idiotas, santos letrados, santos médicos, abogados, artesanos, mendigos, soldados, ricos, y en una palabra, santos en todas clases del estado. Conque, de aquí se sigue que para servir a Dios no es condición precisa el ser fraile, sino el guardar su santa ley, y ésta se puede guardar en los palacios, en las oficinas, en las calles, en los talleres, en las tiendas, en los campos, en las ciudades, en los cuarteles, en los navíos, y aun en medio de las sinagogas de los judíos y de las mezquitas de los moros.

La profesión de la vida religiosa es la más perfecta; pero si no se abraza con verdadera vocación, no es la más segura. Muchos se han condenado en los claustros, que quizá se hubieran salvado en el siglo. No está el caso en empezar bien, es menester la constancia. Nadie logra la corona del triunfo, sino el que pelea varonilmente hasta el fin. En la edad de usted es preciso desconfiar mucho de esos ímpetus o fervores espirituales, que ordinariamente no pasan de unas llamaradas de zacate, que tan pronto se levantan como se apagan; y así sucede que muchos o no profesan, o si profesan es por la vergüenza que les causa el qué dirán; y estos tales profesos, como que lo son sin su voluntad, son unos malos religiosos, desobedientes y libertinos, que con sus vicios y apostasías dan que hacer a los superiores, escandalizan a los seculares, y de camino quitan el crédito a las religiones; porque como dice Santa Teresa, y es constante: el mundo quiere que los que siguen la virtud, sean muy perfectos; nada les dispensa, todo les nota, los advierte y moteja con el mayor escrúpulo, y de aquí es que los mundanos fácilmente disculpan los vicios más groseros de los otros mundanos, pero se escandalizan grandemente si advierten algunos en este o el otro religioso o alma dedicada a la virtud. Levantan el grito hasta el cielo, y hablan no sólo contra aquel fraile que los escandaliza, sino contra el honor de toda la religión, sin pesar en la balanza de la justicia los   —129→   muchos varones justos y arreglados que ven en la misma religión, y aun en el mismo convento.

Para evitar que los jóvenes se pierdan abrazando sin vocación un estado que ciertamente no debe ser de holgura, sino de un trabajo continuo, para cumplir los prelados con nuestra obligación, y no dar lugar a que las religiones se descrediten por sus malos hijos, debemos examinar con mucha prudencia y eficacia el espíritu de los pretendientes, aun antes de que entren de novicios, pues el noviciado es para que ellos experimenten la religión; pero el prelado debe examinarles el espíritu aun antes de ser novicios.

En virtud de esto, usted que desea servir a Dios en la religión, ¿ya sabe que aquí de lo primero que ha de renunciar es de la voluntad, porque no ha de tener más voluntad que la de los superiores, a quienes ha de obedecer ciegamente? Sí padre, dije yo. ¿Sabe que ha de renunciar para siempre al mundo, sus pompas y vanidades, así como lo prometió en el bautismo? Sí, padre. ¿Sabe que aquí no ha de venir a holgar ni a divertirse, sino a trabajar y a estar ocupado todo el día? Sí, padre; y sí padre, y sí padre, respondí a setenta sabes que me preguntó, que ya pensaba yo que era llegada mi hora y me estaban sacramentando; y todo este examen paró en que me dio mi patente allí mismo, advirtiéndome que fuera mi padre a verse con su Reverencia.

Tales fueron mis palabras estudiadas y mis hipocresías, que la llevó entre oreja y oreja aquel buen prelado, y formó de mí un concepto ventajoso. Ya se ve, él era bueno; yo era un pícaro, y ya se ha dicho lo fácil que es que los pícaros engañen a los hombres de bien, y más si los cogen desprevenidos.

El bendito provincial, al despedirme, me abrazó y me dijo: Pues hijo mío, vaya con Dios, y pídale a su Majestad que le conserve en sus buenos propósitos, si así conviene a su mayor gloria y bien de su alma. Dígale todos los días con el mayor   —130→   fervor: confirma hoc Deus, quod operatus es in nobis39, y disponga su corazón cada día más y más para que fecundice en él la gracia del Espíritu Santo, y produzca frutos opimos de virtud. Con esto le besé la mano, y me retiré para casa.

¿Quién creerá que cuando salí del convento sentí no sé qué de bueno en mí, que me parecía que de veras tenía yo vocación de ser religioso? No se me olvidaba aquel aspecto venerable del anciano prelado, aquellas palabras tan llenas de unción y penetrantes que tanto eco hicieron en mi corazón, aquella su prudencia, aquel su carácter amable, y aquel todo hechicero de la verdadera virtud, capaz de enamorar al mismo vicio.

En efecto, yo decía entre mí: ¿qué mano que hubiera nacido para fraile, que no lo hubiera advertido, y Dios quisiera haberse valido de este accidente para reducirme, y meterme en el camino que me conviene? No hay duda, así debe ser. Yo me acuerdo haber oído decir que Dios hace renglones derechos con pautas torcidas, y éste ha de ser uno de ellos, sin remedio. Estos y semejantes discursos ocupaban mi imaginación en el camino del convento a mi casa.

Luego que llegué a ella, me entré a ver a mi madre, y le conté cuanto me había pasado manifestándole la patente de admitido en el convento de San Diego. De que mi madre la vio, no sé cómo no se volvió loca de gusto, creyendo que yo era un joven muy bueno, y que cuando menos sería yo otro San Felipe de Jesús.

No hay que dudar ni que admirarse de esta sorpresa de mi madre, pues si mis maldades le parecían gracias, mi virtud tan al vivo ¿qué le parecería?

Vino mi padre de la calle, y mi madre llena de júbilo le impuso de todas mis intenciones, enseñándole al propio tiempo la patente del padre provincial.

  —131→  

¿Ves, hijo, le decía, ves como no es tan bravo el león como lo pintan? ¿Ves como Pedrito no era tan malo como tú decías? Él como muchacho ha sido traviesillo, ¿pero qué muchacho no lo es? Tú querías que fuera un santo desde criatura, querías bien; pero hijo, es una imprudencia, ¿cómo han de comenzar los niños por donde nosotros acabamos? Es necesario dar tiempo al tiempo. Ya ves qué mutación tan repentina. ¿Cuándo la esperabas? Ayer decías que Pedro era un pícaro, y hoy ya lo ves hecho un santo; ayer pensabas que había de ser el lunar de su linaje, y hoy ya ves que él será el lustre de su familia, porque familia que cuenta un deudo fraile, no puede ser de oscuro principio; yo a lo menos así lo entiendo, y en esta fe y creencia he de vivir, aunque me digan, como ya me lo han dicho, que esto es una preocupación de las que han echado más raíces en América que en otras partes del mundo; pero yo no lo creo, sino que en teniendo una familia un pariente fraile, ya puede apostárselas en nobleza con el Preste Juan de las Indias sin haber menester ejecutorias, genealogías, ni esotras zarandajas de que tanto blasonamos los nobles, porque esas cosas sólo las saben los parientes y amigos de las casas, pero los extraños que no las ven, no pueden saber si son nobles o no. Lo que no sucede teniendo un deudo fraile, porque todo el mundo lo ve, y nadie puede dudar de que es noble él, sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos y sus tatarabuelos; y si el dicho fraile se casara, fueran nobles y muy nobles sus hijos, nietos, biznietos, tataranietos y choznos, porque un fraile es una ejecutoria andando. Conque mira si tengo razón de estar contenta, y si tú también debes estarlo con la nueva resolución de Pedrito.

Yo por un agujerito de la puerta había estado oyendo y fisgando toda esta escena, y vi que mi padre leyó, releyó, y remiró una, dos y tres veces la patente; y aun advertí que más de una vez estuvo por limpiarse los ojos, a pesar de que no tenía   —132→   lagañas. ¡Tal era la duda que tenía de mi verdad que apenas creía lo que estaba leyendo!

Sin embargo de esta su sorpresa, oyó muy bien toda la arenga de mi madre, a la que luego que concluyó le dijo: ¡Válgate Dios, hija, qué cándida eres! ¡Cuántas boberías me has dicho en un instante! Si alguno nos hubiera escuchado, yo me avergonzara, pues las familias que en realidad son nobles, como la tuya, no aspiran a parecerlo con el empeño de tener un hijo religioso, ni hacen vanidad de ello cuando lo tienen; antes ese empeño y esa vanidad, es una prueba clara de una no conocida nobleza, o que a lo menos no puede manifestarse de otro modo; modo ciertamente muy aventurado, y que puede estar sujeto a mil trácalas; pero esto no es lo que importa por ahora, a más que la nobleza verdadera consiste en la virtud. Ésta es su piedra de toque y su prueba legítima, y no los puestos brillantes, eclesiásticos o seculares, pues éstos muchas veces se pueden hallar en personas indignas de tenerlos por su mala moral, etc. Lo que importa por ahora es esta patente. Yo me hago cruces y no acabo de entender cómo es esto. Ayer era Pedro tan libertino y descarriado, que hacía continuas faltas en el colegio por irse a tunantear con sus amigos, ¿y hoy tan sujeto y virtuoso que pretende ser religioso, y de una religión estrecha y observante? Ayer tan flojo que aun para estudiar teología, ponía mil cortapisas, ¿y hoy tan decidido por el trabajo de una comunidad? Ayer tan disipado, ¿hoy tan recoleto? Ayer tan uno, ¿y hoy tan otro? No sé cómo será esto.

Yo no ignoro que Dios es poderoso y puede hacer cuanto quiera; sé muy bien que de una Magdalena hizo una santa, de un Dimas un confesor, de un Saulo un Pablo, de un Aurelio un Agustino, y de otros pecadores otros tantos siervos suyos que han edificado su iglesia; pero estos casos no son comunes, porque no es común que el pecador corresponda a los auxilios de la gracia; lo corriente es despreciarlos cada instante,   —133→   y por eso está el mundo tan perdido. No sé por qué me parece que éstas son picardías de Pedro... Cállate, dijo mi madre, como tú no quieres al pobre muchacho, aunque haga milagros te han de parecer mal. Sus defectos sí, los crees, aunque no los veas; pero de su virtud dudas, aun mirándola con los ojos. Bien dicen, en dando en que un perro tiene rabia, hasta que lo matan.

¿Qué estás hablando, hija?, decía mi padre, ¿qué virtud estoy mirando yo, ni jamás he visto en Pedro? ¿Qué más prueba de virtud que esa patente?, decía mi madre. No, esta patente no prueba virtud, replicaba mi padre, lo que prueba es que tuvo habilidad para engañar al provincial hasta arrancársela por sus fines particulares. Tú harás y dirás todo eso por no gastar en el hábito y en la profesión; pero para eso no es menester que quites de las piedras para poner en mi hijo. Aún tiene tíos, y cuando no, yo pediré los gastos de limosna. Así se explicó mi madre, a quien mi padre, con mucha prudencia contestó: no seas tonta, mujer. No son los gastos, sino la experiencia que tengo la que me hace desconfiar de Pedro. Conozco su genio, y tengo examinado su carácter, por eso dudo que sea cierta su vocación. Él es mi hijo, lo amo, y lo amo mucho; pero este amor no me quita el conocimiento que tengo de él. Sé que no le gusta el trabajo, que le agrada la libertad, los amigos y el lujo demasiado, y que es muy variable en su modo de pensar. A más de esto, es muy joven, le falta mucho para saber distinguir bien las cosas, y todo ello me hace creer que apenas estará en el convento dos o tres meses, verá el trabajo de la religión y se saldrá. Esto es lo que deseo excusar, no los gastos, pues siempre he erogado gustoso cuantos he considerado concernientes a su bien.

No obstante, yo de buena gana y con la misma voluntad que otras veces gastaré en esta ocasión cuanto sea necesario, y me daré los plácemes de que sea con provecho suyo.

  —134→  

Aquí paró la sesión, y salieron los dos buenos viejos a comer.

A la noche me llamó mi padre a solas, me hizo mil preguntas, a las que yo contesté amén, amén, con la misma hipocresía que al provincial, me echó su merced mi buen sermón explicándome qué cosa era la vida de un religioso, cuál la perfección de su estado, cuáles sus cargos, cuán temibles son las resultas que se debe prometer el que abraza sin vocación un estado semejante, y qué sé yo que otras cosas, todas ciertas, justas, muy bien dichas y para mi bien; pero esto es lo que los muchachos oyen con menos atención, y así no es mucho se les olvide pronto. Ello es que yo estuve en el sermón con los ojos bajos y con una modestia tal, que ya parecía un novicio. Tan bien hice el papel, que mi padre creyó que era la pura verdad, y me ofreció ir por la mañana a ver al padre provincial; me dio su bendición, le besé la mano y nos fuimos a acostar.

Yo dormí muy contento y satisfecho, porque los había engañado a todos, y me había escapado de ser aprendiz o soldado.

A otro día cuando me levanté, ya mi padre había salido de casa, y cuando volvió a ella al medio día, me dijo delante de mi madre: señor Pedrito, ya vi al provincial, ya está todo en corriente, y de aquí a ocho días, dándonos Dios vida, tomarás el hábito.

Mi madre se alegró, y yo fingí alegrarme más con la noticia.

Comimos, y a la tarde fui a ver a Pelayo y le di cuenta del buen estado de mi negocio. Él me dio los plácemes de este modo: me alegro, hermano, de que todo se haya facilitado. El caso es que aguantes las singularidades de los frailes, y más en el año del noviciado, porque te aseguro que las tienen y de marca, pues esto de levantarse a media noche, rezar todo el   —135→   día, andar con los ojos bajos, hablar poco, ayunar mucho, pelarse a azotes, barrer los claustros, estudiar y sufrir por toda la vida a tanto fraile grave, es una tarea inacabable, un subsidio eterno, una esclavitud constante, y una serie no interrumpida de trabajos, de que sólo la muerte podrá librarte; pero en fin, ya lo hiciste, y es menester morderte un brazo, porque si no, ¿qué dirá tu padre? ¿Qué dirá tu madre? ¿Qué dirán tus parientes? ¿Qué dirá el provincial? ¿Qué dirán los conocidos de tu casa? ¿Qué dirá mi padre? Y ¿qué dirán todos? Si ahora te arrepintieras, fuera un escándalo para el público, un deshonor para ti, y una vergüenza terrible para tus pobres padres; y así no hay remedio, hermano, a lo hecho pecho, dice el refrán, ahora es fuerza que seas fraile quieras o no quieras.

Hay hombres cuyo carácter es tan venenoso que hacen mal, aun cuando ellos piensan que hacen bien. Son como el gato que lastima al tiempo de hacer cariños. Así era el de Pelayo, que después que decía que me estimaba, parece que se empeñaba en enredarme o afligirme; pues primero me pintó que la religión era una Jauja; y ya que estuve comprometido, me la representó como una mazmorra, desacreditándola por ambos lados.

Yo me despedí de él, bien contristado, y casi casi ya estaba por retractarme de mis propósitos; pero la vergüencilla y este qué dirán, este qué dirán del mundo, que es causa de que atropellemos casi siempre con las leyes divinas, me hizo forzar mi inclinación, hacer a un lado mis temores, y llevar adelante mi falsa intentona.

En aquellos ocho días se prepararon todas las cosas necesarias para mi ingreso, se dio parte de él a todos mis amigos, parientes, conocidos, bien y malhechores, y de todos ellos recibió mi padre mil parabienes y mi madre mil enhorabuenas, que hacían por junto dos mil faramallas, que llaman políticas, ceremonias y cumplimientos; pero que no dejan todas ellas una onza de utilidad, por más que se multipliquen en número.

  —136→  

Mis padres se ocupaban en estos ocho días en recibir visitas y en disponer lo necesario para la entrada, y yo me ocupaba en andar con Pelayo despidiéndome de mis tertulias no con poco dolor de mi corazón, pues sentía demasiada violencia en la separación de mis pecaminosas distracciones.

Mi gran Pelayo se había propuesto avisar en cuantas partes íbamos de mis nuevos intentos, y lo pronto que estaba mi noviciado. Yo le rogaba que los callara, mas a él se le hacía escrúpulo y cargo de conciencia el reservarlos, y como todas las casas que visitábamos eran de aquellos y aquellas que llaman de la hoja, me daban mis estregadas terribles, especialmente las mujeres. Una me decía: ¡ay!, ¡qué lástima!, tan niño y encerrarse. Otra: ¡qué gracia!, y tan muchacho. Otra: ¿que no se acordará usted de mí? Otra: ¿a que no profesa usted? Ésta: yo no creo que usted sea bueno para fraile siendo tan muchacho, no feo, y con tantas gracias. Aquélla: ¿bailador y fraile?, vamos, yo no lo creo; y así todas, y cuando se ofrecía proferir algunos cuentecillos y palabritas obscenas (que se ofrecían a cada paso) saltaba alguna muchacha burlona con la frialdad de ¡ay niña! ¿quién dice eso? Cállate, no perturbes al siervo de Dios.

Sin embargo de todas estas bufonadas, yo me divertía todo lo posible por despedida. Hacía orejas de mercader y bailaba, tocaba el bandolón, platicaba, seducía y hacía cosas que son mejores para calladas. Tales fueron los ejercicios preparatorios en que me entretuve en los ocho días precedentes a mi frailazgo. Así salió ello.

No contento con la libertad que tenía en la calle hasta las ocho de la noche (que hasta esa hora se le extendió la licencia al religioso in fieri, o por ser), ni satisfecho por las holguras que me proporcionaba mi maestro Pelayo, mi genio festivo, y la facilidad de las damas que visitábamos, todavía aspiraba a seducir a Poncianita, la hija de don Martín el de la hacienda, que frecuentaba   —137→   mi casa diariamente; mas la muchacha era virtuosa, discreta y juguetona. Conocía bien mi carácter, y me tenía por lo que era, esto es, por un joven calavera y malicioso, pero tonto en la realidad, y así a todos los mimos y zorroclocos que yo le hacía, me contestaba con mucho agrado; pero también con mucha variedad, y siempre haciéndome ver que me quería. Con esto yo más bobo y malicioso que ella, pensaba lograr alguna vez la conquista; pero ella más honrada y viva que yo, pensaba que esta vez jamás llegaría, como en efecto jamás llegó.

Un día le di yo mismo una esquelita que decía una sarta de tonteras y requiebros, y remataba asegurándole de mi buena voluntad, y que si yo no hubiera de entrarme religioso, con nadie me casaría sino con ella. Por aquí se puede conocer muy bien lo que yo era, y cómo es compatible la ignorancia suma con la suma malicia; pero lo más digno de celebrarse es la chusca contestación de ella a mi papel, que decía: Señorito: agradezco la buena voluntad de usted y si pudiera la correspondería, pero estoy queriendo bien a otro caballerito, que si esto no fuera, con nadie me casaría yo mejor que con usted aunque sacara dispensa. Dios lo haga buen religioso, y le dé ventura en lides. La que usted sabe.

No puedo ponderar bien las agitaciones que sentí con esta receta. Ella me enceló, me enamoró y me enfureció en términos que esa noche que fue la víspera de mi entrada, apenas pude dormir. ¿Qué tal sería el alboroto de mis pasiones? Pero por fin amaneció, y con la vista de otros objetos, fue calmando un poco aquel tumulto.

Llegó la tarde; me despedí de mi madre, tías y conocidas a quienes abracé muy compungido, sin descuidarme de hacer la misma ceremonia con la dómina Poncianita, la que correspondió mi abrazo con bastante desdén, como que estaba presente su madre, y no me quería como me significaba.

  —138→  

Acabada la tanda de abrazos, lágrimas y monerías, nos fuimos para el convento, mi padre, yo, mis tíos, y una porción de convidados que iban a ser testigos de mi hipocresía.

Luego la suerte (adversa para mí) presagió mi desventura, en mi concepto, porque el silencio con que íbamos, y la larga serie de coches que seguía el nuestro, representaba bien un duelo, y cuantos nos miraban en la calle no pensaban otra cosa. En efecto, a mí y a mis padres se nos podía haber dado el pésame con justicia.

Llegamos a San Diego, se avisó al padre provincial, quien nos recibió con su acostumbrado buen carácter, y montando en el coche en que yo iba con mi padre, nos dirigimos a Tacubaya, donde está el noviciado de San Diego.

Luego que nos apeamos a la puerta del convento, se dispusieron todas las cosas, y fuimos al coro, donde se celebró la función. Tomé el hábito, pero no me desnudé de mis malas cualidades; yo me vi vestido de religioso y mezclado con ellos, pero no sentí en mi interior la más mínima mutación, me quedé tan malo como siempre, y entonces experimenté por mí mismo que el hábito no hace al monje.

Despidiose mi padre de mí y de aquella venerable comunidad, hicieron lo mismo los demás, y Juan Largo me dio un grande abrazo, a cuyo tiempo le dije: no dejes de venir a verme. Él me lo prometió; se fueron todos, y me quedé yo solo y curtido entre los frailes, y como suele decirse, rabo entre piernas, y como perro en barrio ajeno.

Inmediatamente comencé a extrañar lo áspero del sayal. Llegó la hora de refectorio, y me disgustó bastante lo parco de la cena. Fuime a acostar, y no hallaba lugar que me acomodara; por todas partes me lastimaba la cama de tablas, y como nunca me había dado una ensayadita en estas mortificaciones ni de chanza, se me asentaban demasiado.

Daba vueltas y más vueltas, y no podía dormir pensando   —139→   en Poncianita, en la Zorra, en la Cucaracha, y en otras iguales sabandijas, y me arrepentía sinceramente de mi determinación, renegaba del apoyo que hallé en Pelayo, y me daba al diablo juntamente con la esquela de recomendación que tan breve me había facilitado mi presidio, que así nombraba yo mi nuevo estado; pero él no tenía la culpa, sino yo, que no era para él.

¿No soy buen salvaje y majadero (me decía yo mismo), en haberme condenado por mi propia voluntad a esta cárcel tan espantosa, y a esta vida tan miserable? ¿Qué caudales me he robado? ¿Qué moneda falsa he fabricado? ¿Qué herejías he dicho? ¿Qué casa he incendiado? ¿Ni qué crimen atroz he cometido, para padecer lo que padezco? ¿Quién diablos me metió en la cabeza ser fraile sólo por librarme de ser aprendiz o soldado? En cualquiera de estos dos ejercicios me la pasara yo mejor seguramente, porque comiera cuando pudiera hasta hartarme, y lo que se me diera la gana, me pusiera camisa mas que fuera de manta, durmiera en colchón si lo tenía, y hasta que se me antojara el día que estuviera franco, y por último, gozaría de mi libertad andando entre mis amigos y conocidas en los bailes y jaranitas; y no aquí con esta jerga pegada al pellejo, descalzo, comiendo mal, durmiendo peor y sobre unas duras tablas, encerrado, trabajando, y sin ver una muchacha ni cosa que lo parezca por todo esto. ¡Ah!, reniego de mí, y maldita sea la hora en que yo pensé ser fraile.

Así hablaba yo conmigo mismo, y así hablan todos aquellos jóvenes de ambos sexos, y en especial las niñas miserables, que sin una inspiración de Dios y sin una vocación perfecta, abrazan el estado religioso; estado santo, estado quieto, dulce y celestial para los que son llamados a él por la gracia; pero estado duro, difícil e infernal para los que se introducen a él sin vocación. ¡Cuántos, cuántos lo experimentan en sí mismos a la hora de ésta, tal vez, y sin remedio! Cuidado, hijos míos,   —140→   cuidado con errar la vocación, sea cual fuere, cuidado con entrar en un estado sin consultar más que con vuestro amor propio, y cuidado por fin, con echaros cargas encima que no podéis tolerar, porque pereceréis debajo de ellas.

Maldiciendo y renegando, como os digo, me quedé dormido cerca de las once y media de la noche, y apenas había pegado mis párpados, cuando entra en mi celda un novicio despertador, y me dice: hermano, hermano, levántese su caridad, vamos a maitines. Abrí los ojos, advertí que era fuerza obedecer, y me levanté echando sapos y culebras en mi interior.

Fui a coro, y medio durmiendo y rezongando lo que entendía del oficio, concluí mi tarea y volví a mi celda apeteciendo un pocillo de chocolate siquiera a aquella hora, porque ciertamente tenía hambre; pero no había ni a quién pedírselo.

Reinaba un profundo silencio en aquel dormitorio, y en medio del pavor que me causaba, para entretener mi hambre, mi vigilia y mi desesperación, me volví a entregar a mis ideas libertinas y melancólicas, y tanto me abstraje en ellas, que derramé hartas lágrimas de cólera y de arrepentimiento; pero me venció el sueño al cabo de las cuatro de la mañana, y me quedé dormido; mas ¡oh desgracia de flojos!, no bien había comenzado a roncar, cuando he aquí al hermano novicio que me vino a despertar para ir a prima.

Me levanté otra vez lleno de rabia, maldiciéndome a guisa de condenado, pero allá en mi corazón y sin hablar una palabra, diciendo entre mí: ¿pues no es ésta una vida pesadísima? ¡Habrase visto empeño como el que ha tomado este frailecillo en no dejarme dormir! Él es mi ahuizote sin duda, es otro doctor Pedro Recio, pues si el del Quijote quitaba a Sancho Panza los platos de delante luego que empezaba a comer, éste me quita a mí el sueño luego que comienzo a dormir.

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Pensando estos despropósitos me fui a coro, recé más que un ciego, y al cantar abría tanta boca, pero de hambre, porque   —141→   como la cena de la noche anterior no me gustó mucho, apenas la probé; y así tenía el estómago en un hilo, deseando se acabara la prima para ir a desquitarme con el chocolate, que me lo prometía de lo mucho y bueno, pues había oído decir en el siglo que los frailes tomaban muy buen caracas, y cuando en casa había algún pocillo muy grande, decían, este pozuelón es frailero; con esto yo decía entre mí: a lo menos si la cena fue mala, el desayuno será famoso. Sí, no hay duda, ahora me soplaré un tazón de buen chocolate con sus correspondientes bizcochos, o cuando no, con cuartilla de pan enmantecado por lo menos.

En esta santa contemplación se acabó el rezo y salimos de coro; ¡pero cuál fue mi tristeza y enojo cuando dieron las seis, las seis y media, las siete, y no parecía tal chocolate ni pareció en toda la mañana, porque me dijeron que era día de ayuno! Entonces me acabé de dar a Barrabás, renegando más y con doble fervor de mi maldito pensamiento de ser fraile, y más cuando fueron otros dos novicios, y presentándome dos cubetas de cuero, me dijeron: hermano, venga su caridad; tome esas cubetas, y vamos a barrer el convento mientras es hora de ir a coro.

Ésta está peor, me decía yo, ¡conque no dormir, no comer, y trabajar como un macho de noria! ¿Esto es ser novicio? ¿Esto es ser fraile? ¡Ah, pese a mi maldita ligereza, y a los infames consejos de Pelayo y de Juan Largo! No hay remedio, yo no soy fraile, yo me salgo, porque si duro aquí ocho días me acaba de llevar el diablo de sueño, de hambre y de cansancio. Yo me salgo, sí, yo me salgo... pero ¿tan breve? ¿Aún no caliento el lugar, y ya quiero marcharme? No puede ser. ¿Qué dirán? Es fuerza aguantar dos o tres meses, como quien bebe agua de tabaco, y entonces disimularé mi salida fingiéndome enfermo; aunque no habrá para qué afanarme en fingir, pues mi enfermedad será real y verdadera con   —142→   semejante vida, y plegue a Dios que de aquí allá no haya yo estacado la zalea40 en estos santos paredones. ¡Qué hemos de hacer!

Así discurría yo mientras subía agua y regaba los tránsitos con la pichancha, siempre triste y cabizbajo, pero admirándome de ver lo alegres que barrían los otros dos frailecitos mis compañeros, que eran tanto o más jóvenes que yo; ya se ve, eran unos virtuosos, y habían entrado allí con verdadera, vocación, y no por excusarse de trabajar, para holgarse como yo.

El uno de ellos, que era el más muchacho, era muy alegre, su color era blanco, su pelo bermejo, sus ojillos azules y muy vivos, su boca llena de una modesta sonrisa, y como estaba fatigado con el trabajo, estaba coloradito y bonito que parecía un San Antonio; advirtió mi semblante sombrío y triste, y creyendo el inocente que era efecto de una suma austeridad y de los escrúpulos que me agitaban, se llegó a mí y me dijo con mucho agrado: hermanito, ¿qué tiene? ¿Por qué está tan triste? Alégrese, la alegría no se opone al servicio de Dios. Este Señor es todo bondad. Somos sus hijos, no sus esclavos; quiere que lo amemos como a padre, y que lo adoremos como al Señor Supremo; no que lo temamos con un miedo servil, no, si no es nuestro tirano. Es un Dios lleno de dulzura, no un Dios parricida como el Saturno de los paganos. Su vista sola alegra a los santos y hace toda la felicidad del cielo. Su servicio debe inspirar a los suyos la mayor confianza y alegría.

El santo rey David nos dice expresamente: servid al Señor con alegría, y el Eclesiástico: «arroja lejos de ti la tristeza, porque es pasión que a muchos quita la vida, y en ella no hay   —143→   utilidad.» Pero ¿qué más? El mismo Jesucristo nos manda «que no queramos hacernos tristes como los hipócritas.» Conque hermanito, alegrarse, alegrarse, y desechar escrúpulos e ideas funestas que ni hacen honor a la deidad, ni traen provecho a las almas.

Yo agradecí sus consejos al buen religioso, y le envidié su virtud, su serenidad y alegría, porque no sé qué tiene la sólida virtud que se hace amable de los mismos malos.

Llegó la hora de la misa conventual, y fuimos a coro. Entonces advertí que no asistían algunos padres que había visto por el convento. Pregunté el motivo, y me dijeron que eran padres graves y jubilados, o exentos de las asistencias de comunidad. Con esto me consolé un poco, porque decía: en caso de profesar, que lo dudo, como yo sea padre grave, ya estoy libre de estas cosas. Fuimos a coro.




ArribaAbajoCapítulo XII

Trátase sobre los malos y los buenos consejos; muerte del padre de Periquillo, y salida de éste del convento


Estuve en el coro durante la tercia y la misa, pero con la misma atención que el facistol. Todo se me fue en cabecear, estirar los párpados y bostezar, como quien no había cenado ni dormido.

El que presidía lo notó, y luego que salimos me dijo: hermano, parece que su caridad es harto flojillo; enmendarse, que aquí no es lugar de dormir.

Yo no dejé de incomodarme, como que no estaba acostumbrado a que me regañaran mucho, pero no osé replicar una palabra. Me calé la capilla, y marché a continuar la limpieza de mi santo cuartel.

Llegó la hora bendita del refectorio, y aunque la comida era   —144→   de comunidad, a mí pareció bajada del cielo, como que a buena hambre no hay mal pan.

En fin, me fui acostumbrando poco a poco a sufrir los trabajos de fraile y el encierro de novicio, manteniendo el estómago debilitado, consolando a mis ojos soñolientos, animando mis miembros fatigados con el trabajo, y tolerando las demás penalidades de la religión, con la esperanza de que en cumpliendo seis meses fingiría una enfermedad, y me volvería a mis ajos y coles, que había dejado en la calle.

Esta esperanza se avaloraba con la vista de mi padre de cuando en cuando, pero más y más con los siempre cristianos, prudentes y caritativos consejos de mis dos mentores Januario y Pelayo, que solían visitarme con licencia del padre maestro de novicios, a quien mi padre los había recomendado.

Uno me decía: sí, Perico, no harás otra cosa mejor que mudarte de aquí; mírate ahí como te has puesto en dos días, flaco, triste, amarillo, que ya con la mortaja encima no falta más sino que te entierren, lo que no tardarán mucho en hacer estos benditos frailes, pues con toda su santidad son bien pesados e imprudentes. Luego, luego quisieran que un pobre novicio fuera canonizable; todo le notan, todo le castigan, nada le disimulan ni perdonan; ya se ve, ningún padre maestro se acuerda que fue novicio. Esto me decía el menos malo de mis amigos, que era Pelayo; que el Juan Largo maldito, ése era peor: blasfemaba de cuantos frailes y religiosos había en el mundo, y ¿en qué términos lo haría, pues siendo yo algo peor que Barrabás, me escandalizaba?

Ciertamente que no son para escritas las cosas que me decía de todas, y en especial de aquella venerable religión, que no tenía la culpa de que un pícaro como yo se acogiera a ella sin vocación y sin virtud, sólo para eludir los muy justos designios de su padre; pero por sus consejos inferiréis el fondo de maldad que abrigaba su corazón. No seas tonto, me decía,   —145→   salte, salte a la calle; no te vayas a engreír aquí y profeses, que será enterrarte en vida. Eres muchacho, salvaje, goza del mundo. Las muchachas tus conocidas siempre me preguntan por ti; mi prima ha llorado mucho, te extraña, y dice que ojalá no fueras fraile, que ella se casara contigo. Conque salte, Periquillo, hijo, salte, y cásate con Poncianita, que es la única hija de don Martín y tiene sus buenos pesos. Ahora, ahora que te quiere has de lograr la ocasión, pues si ella pierde la esperanza de tu salida y se enamora de otro, lo pierdes todo. ¡Ojalá y yo no fuera su primo! A buen seguro que te diera estos consejos, pues yo los tomara para mí; pero no puedo casarme con ella, al fin se ha de casar con cualquiera, y ese cualquiera no ha de ser otro más que tú, que eres mi amigo; pues lo que se ha de llevar el moro, mejor será que se lo lleve el cristiano. ¿Qué dices? ¿Qué le digo? ¿Cuándo te sales?

Yo era maleta, y luego con las visitas y persuasiones de este tuno me pervertía más y más; y llegué a tanto grado de desidia que no hacía cosa a derechas de cuantas me mandaba la obediencia. Si salía a acolitar, estaba en el altar inquietísimo, mi cabeza parecía molinillo, y no paraban mis ojos de revisar a cuanta mujer había en la iglesia; si barría el convento lo hacía muy mal; si servía el refectorio, quebraba los platos y escudillas; si me tocaba algún oficio en el coro, me dormía; finalmente, todo lo hacía mal, porque todo lo hacía de mala gana; con esto, raro era el día en que no entraba al refectorio con la almohada, la escoba o los tepalcates colgados, con un tapaojos o con otra señal de mis malas mañas y de las ridiculeces de los frailes, como yo decía.

Los primeros días se me asentaba la silla un poco41, esto es, se me hacían pesadas semejantes burlas y mojigangas como   —146→   yo las llamaba, siendo su propio nombre penitencias; pero después me fui connaturalizando con ellas de modo que se me daba tanto de entrar al coro o refectorio con una sarta de guijarros pendiente del cuello, como si llevara un rosario de Jerusalén.

Así cayendo y levantando, y haciendo desesperar a los benditos religiosos, llegué a cumplir seis meses de novicio, tiempo que desde el primer día me había prefijado para salirme a la calle y volverme a mis andanzas en el siglo. Ya estaba yo pensando de qué mal sería bueno enfermarme, o fingir que me enfermaba, para cohonestar mi veleidad, y habiendo por último elegido la epilepsia, ya iba a descargar sobre el corazón sensible de mi padre el golpe fatal, escribiéndole mi resolución de salirme, cuando llegó Januario y me dio la triste noticia de hallarse mi dicho padre gravemente enfermo y desahuciado de los médicos.

Afligiome semejante nueva, y trataba de acelerar mi salida, pero Januario me contuvo diciéndome que tiempo había para ella, que por entonces suspendiera mi resolución pues nada iba a medrar, y antes podría suceder que mi padre con la pesadumbre se agravara y se abreviaran sus días por mi precipitación; y así, que me sosegara, que por muerte o por vida de mi padre se haría la cosa después con más acierto y menos inconvenientes.

Hícelo así, y confieso que me convenció, porque a pesar de ser tan malo, esta vez me aconsejó como hombre de bien.

Los hombres, hijos míos, son como los libros. Ya sabéis que no hay libro tan malo que no tenga algo bueno; así los hombres, no hay uno tan perverso, que tal cual vez no tenga algunos buenos sentimientos; y en esta inteligencia, el mayor pecador, el más relajado y libertino puede darnos un consejo sabio y edificante.

Cinco días pasaron después del que me habló Januario, cuando   —147→   vino a verme don Martín, y previniéndome el ánimo con los consuelos que le dictó su caridad, me dio una carta cerrada de mi padre, y con ella la noticia de su fallecimiento.

La naturaleza apretó mi corazón, y mis lágrimas manifestaron en abundancia mis sentimientos. Don Martín repitió sus consuelos, y se fue a dar algunas limosnas al padre provincial para sufragios por el alma del difunto. El padre Vicario, los coristas y mis connovicios, entraron a mi celda y me daban todos aquellos consuelos que se apoyan en la religión; y luego que calmó un poco mi dolor, me dejaron solo y se retiraron a sus destinos. Dos días pasaron sin que yo me atreviese a abrir la carta, pues cada vez que la quería abrir, leía el sobrescrito que decía: A mi querido hijo Pedro Sarmiento. Dios lo guarde en su santa gracia muchos años. Entonces se estremecía mi corazón sobremanera, y no hacía más que besarla y humedecerla con mis lágrimas, pues aquellos pocos caracteres me acordaban el amor que siempre me había tenido, y su constante virtud que me había inspirado.

¡Ay, hijos! ¡Qué cierto es que el buen padre, la buena esposa y el buen amigo, sólo se conocen cuando la muerte cierra sus ojos! Yo sabía que mi padre era bueno, pero no lo conocí bien hasta que tuve la noticia de su fallecimiento. Entonces a un golpe de vista vi su prudencia, su amor, su juicio, su afabilidad y todas sus virtudes, y al mismo tiempo eché de ver el maestro, el hermano, el amigo y el padre que había perdido.

Al cabo de tres días abrí la carta, cuyo contenido leí tantas veces que se me quedó en la memoria, y por ser sus documentos digna herencia de vuestro abuelo, os la quiero dejar aquí escrita.

Amado, hijo: al borde del sepulcro te escribo ésta, que según mi orden, te entregarán luego que esté mi cadáver sepultado.

No tengo más bienes que dejar a tu pobre madre que cuatro reales y los pocos muebles de casa para que pase sin ansias algunos   —148→   días de su triste viudedad; y a ti, hijo mío, ¿qué te podré dejar, sino escritas por mi mano trémula y moribunda aquellas mismas máximas que he procurado inspirarte toda mi vida? Hazles lugar en tu corazón y procura traerlas a la memoria con frecuencia. Obsérvalas, que jamás te arrepentirás de su observancia.

Ama a Dios, témelo y reconócelo por tu padre, tu Señor y tu benefactor.

Sé fiel a tu patria, y respeta u las autoridades establecidas.

Pórtate con todos como quisieras se portaran contigo.

A nadie hagas daño, y jamás omitas el bien que puedas hacer.

No aflijas a tu madre, ni excites su llanto, porque las lágrimas que derraman las madres por los malos hijos, claman ante Dios contra éstos por la venganza.

Jamás desprecies los clamores del pobre, y hallen sus miserias un abrigo en tu corazón.

No juzgues del mérito de los hombres por su exterior, que éste es engañoso las más veces.

No te empeñes nunca en singularizarte en nada.

Si profesares en esa santa religión, no olvides en ningún tiempo los votos con que te has consagrado a Dios.

No te afanes por alcanzar los puestos honoríficos de la religión, ni te entristezcas si no los alcanzares, que esto no es propio del verdadero religioso que ha abandonado el mundo y sus pompas.

Si fueres padre maestro o prelado, no olvides la observancia de tu regla; antes entonces debes ser más modesto en el hábito, más puntual en el coro, y más edificante en todo; pues no es razón que exijas de tus súbditos el estrecho cumplimiento de su obligación, si tú les enseñas otra cosa con el ejemplo.

No te mezcles en los negocios y asambleas de los seglares, porque no los escandalice tu relajación; pues también parece un religioso en el coro, en el claustro, en el altar, púlpito o confesonario,   —149→   como mal en el paseo, tertulia, juego, baile, coliseo y estrados de visitas.

No uses copetes en el cerquillo a modo de faisán o pavo, que esta sola divisa manifiesta el poco espíritu religioso, y declara bien lo apegado que está el que lo usa al mundo y a sus modas.

Finalmente, si no profesas, guarda los preceptos del Decálogo en cualquiera que sea el estado de tu vida. Ellos son pocos, fáciles, útiles, necesarios y provechosos. Están fundados en el derecho natural y divino. Lo que nos mandan es justo, lo que nos prohíben es en beneficio nuestro y de nuestros semejantes, nada tienen de violento sino para los abandonados y libertinos; y por último, sin su observancia es imposible lograr ni la paz interior en esta vida, ni la felicidad eterna en la otra.

Acuérdate pues, de esto, y de que dentro de pocos días seguirás el camino en que va a entrar tu padre, cuya bendición con la de Dios te alcance por siempre. Adiós, hijo amado. A las orillas de la eternidad, tu amante padre -Manuel.

Esta carta no hizo más efecto que entristecerme algunos ratos, pero sin profundizar sus verdades en mi corazón, porque a éste le faltaba disposición para recibir tan saludable semilla.

Pasaron quince días, en cuyo corto tiempo se me olvidaron en gran parte los sentimientos de la muerte de mi padre, los avisos de su carta (esto es, el primer espíritu de compunción con que la leí) y sólo me acordaba de mi apetecida libertad.

Al cabo de estos días vino Januario y me trajo un recado de mi madre, diciéndome que estaba muy apesarada y triste en su soledad, y que ya era tiempo para que yo realizara mis proyectos, pues habiendo muerto mi padre, ya no había cosa que embarazara mi salida; antes ésta podría servir a mi madre de consuelo, y otras cosas a este modo conque acabé yo de resolverme.

  —150→  

Le manifesté a Januario la carta de mi padre, y él luego que la leyó se echó a reír, y me dijo: está bueno el sermón, no hay que hacer. Tu padre, hermano, erró la vocación de medio a medio. Era mejor para misionero que para casado; pero consejos y bigotes, dicen que ya no se usan. La herencia está muy buena, aunque yo no daría por ella una peseta. Si como tu padre te dejó advertencias, te hubiera dejado monedas, se las deberías agradecer más; porque, amigo, un peso duro, vale más que diez gruesas de consejos. Guarda esta carta, y salte a ver qué haces con lo que ha dejado tu padre, porque tu madre ¿qué ha de hacer? En cuatro días lo gasta y se acaba, y ni tú ni ella lo disfrutan.

Yo le agradecí aquellos que me parecían buenos consejos, y le dije que le propusiera a mi madre mi salida, pretextándole mi enfermedad y lo útil que yo le podía ser a su lado. Januario me ofreció desempeñar el asunto y volver al otro día con la razón.

Inquietísimo me quedé yo esperando la resolución de mi madre, no porque yo quería captar su venia, pues no la juzgaba necesaria, sino para con esta hipocresía atarle la voluntad de modo que me franqueara sin reserva todos los mediecillos que mi padre había dejado, y se fiara de mí, como si yo fuera un buen hijo.

Todo me salió según me lo propuse, pues al día siguiente volvió Januario, y me dijo que todo estaba corriente, que él había ponderado mucho mi falsa enfermedad a mi madre, y díchole que yo lloraba mucho por ella, que tanto por mi salud, como por servirla y acompañarla, deseaba salirme; pero que esperaba su parecer, porque era tan bueno su hijo, que sin su licencia no daría un paso. A lo que mi madre le contestó que saliera en horabuena, pues mi salud valía más que todo, y en todas partes se podía servir a Dios.

  —151→  

Oídos que tales orejas42, dije yo al escuchar estas razones. Mañana comemos juntos, Januario... Y al instante vamos a visitar a Poncianita, me dijo él, que cada día está más chula el diantre de la muchacha.

En conversaciones tan edificantes como éstas pasamos el rato que me permitió la campana, a cuyo toque se despidió Januario, quedándome yo deseando llegara la noche para avisarle mi determinación al padre maestro de novicios.

Llegó en efecto, y a mi parecer más tarde que otras veces. Luego que tuve lugar me entré en su celda, y le dije que estaba enfermo, y a más de eso, que mi madre había quedado viuda, pobre y sin más hijo que yo, y que así pensaba volverme al siglo; que me hiciera favor de facilitarme mi ropa.

El buen religioso me escuchó con santa paciencia, y me dijo que viera lo que hacía, que ésas eran tentaciones del demonio; si estaba enfermo, médicos y botica tenía el convento, y que allí me curarían con el mismo cuidado que en mi casa; que si mi madre había quedado viuda y pobre, no había quedado sin Dios, que es padre universal y no desampara a sus criaturas; y por último, que lo pensara bien. Ya lo tengo bien pensado, padre nuestro, le dije, y no hay remedio, yo me salgo, porque ni la religión es para mí, ni yo para la religión.

Enfadose su paternidad con estas razones, y me dijo: la religión es para todos los que son para ella; mas su caridad dice bien, que no es para la religión, y así me lo ha parecido algunas veces. Vaya con Dios. Mañana temprano mandaré avisar a nuestro padre provincial, y se irá a su casa o a donde le parezca.

Me retiré de su vista, y esa noche ya no quise ir a coro ni   —152→   a refectorio (ni me hicieron instancia tampoco), y a otro día entre nueve y diez de la mañana, me llamó el padre maestro de novicios, me despojó solemnemente de los hábitos, me dio mi ropa, y me marché para la calle, dirigiéndome inmediatamente para México.

Después que descansé un rato en un asiento de la alameda, y me sacudí el polvo del camino, que había hecho desde Tacubaya, me dirigía a mi casa, e iba yo envuelto en mi capa, con mi pañuelo amarrado en la cabeza y lleno de confusión, pensando que estaba como excomulgado y separado de aquellos siervos de Dios. No sé qué pavor se apoderaba de mi corazón cada vez que volvía la cara y veía las sagradas paredes de San Diego, depósitos de la virtud y quietud, de donde yo me retiraba.

No hay duda, decía yo entre mí, yo acabo de dejar el asilo de la inocencia, yo he dejado la única tabla a que podía asirme en el naufragio de esta vida mortal. Dios me verá como un ingrato, y los hombres me despreciarán como un inconstante... ¡Ah, si pudiera yo volverme!

En estas serias meditaciones iba yo embebecido, cuando me tiró de la capa uno de mis antiguos contertulianos que me conoció y acompañaba a una de las coquetillas más desenvueltas que yo había chuleado antes de entrar en el convento.

Luego que nos saludamos y reconocimos los tres, me preguntó él ¿cuándo me había salido y por qué? Le respondí que aquel mismo día, y por la muerte de mi padre y mi enfermedad. Me lo tuvieron a bien, y me llevaron a almorzar a un figón, donde comí a lo loco y bebí punto menos, con cuyos socorros se disiparon mis tristezas.

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Despidiéronse de mí, y me fui para mi casa. Luego que mi madre me vio, comenzó a abrazarme y a llorar amargamente, pero me manifestó su contento por tenerme otra vez en su compañía. ¿Quién le había de decir que sus trabajos comenzaban desde aquel día, y que mi persona, lejos de proporcionarle   —153→   los consuelos y alivios que se prometía, le había de ser funestamente gravosa? Pero así fue, como veréis en el capítulo siguiente.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Trata Periquillo de quitarse el luto, y se discute sobre los abusos de los funerales, pésames, entierros, lutos, etc.


Entramos a la época más desarreglada de mi vida. Todos mis extravíos referidos hasta aquí, son frutas y pan pintado respecto a los delitos que se siguen. Ciertamente me horrorizo yo mismo, y la pluma se me cae de la mano al escribir mis escandalosos procederes, y al acordarme de los riesgos y lances terribles que a cada momento amenazaban mi honra, mi vida y mi alma, porque es evidente que el hombre mientras es más vicioso está más expuesto a mayores peligros. Ya se sabe que nuestra vida es un tejido continuo de sustos, miserias, riesgos y zozobras que por todas partes nos amagan; pero el hombre de bien con su conducta arreglada se libra de muchos de ellos, y se hace feliz en cuanto cabe en esta vida miserable; cuando por el contrario, el hombre vicioso y abandonado no sólo no se libra de los males que naturalmente nos acometen, sino que con su misma relajación se mete en nuevos empeños, y llama sobre sí una espantosa multitud de peligros y lacerías, que ni remotamente los experimentara si viviera como debía vivir; y de este fácil principio se comprende por qué los más viciosos son los más llenos de aventuras, y acaso los que lo pasan peor aun en esta vida. Yo fui uno de ellos.

Seis meses estuve en mi casa haciendo una vida bien hipócrita, porque rezaba el rosario todas las noches, según la costumbre de mi difunto padre, salía muy poco a la calle, no asistía a ninguna diversión, hablaba de la virtud y de cosas de   —154→   Dios con frecuencia, y en una palabra, hice tan bien el papel de hombre de bien, que la pobre de mi madre lo creyó y estaba conmigo loca de contenta; ¡qué mucho!, si la tragó Januario siendo tan veterano en picardías, y tanto lo creyó que un día me dijo: Periquillo, me has admirado; ciertamente que tú naciste para fraile, pues cuando yo esperaba que salieras a coger las primicias de tu libertad absoluta, y que nos daríamos los dos nuestros verdes muy razonables, te veo encerrado y hecho un anacoreta en tu casa. ¡Pobre de Januario! ¡Pobre de mi madre! ¡Y pobres de cuantos se persuadieron a que era virtud lo que sólo era en mí una malicia muy refinada!

Trataba yo de conceptuarme bien con mi madre para que confiando en mí totalmente, no me escaseara los mediecillos que mi padre le hubiera dejado, lo que no me fue difícil conseguir con mis estratagemas maliciosas.

De facto, mi madre me descubrió y aun me hizo administrador de los bienecillos que habían quedado, y consistían en mil y seiscientos pesos en reales, como quinientos en deudas cobrables, y cerca de otros mil en alhajitas y muebles de casa. Cortos haberes para un rico, mas un principalito muy razonable para sostenerse cualquier pobre trabajador y hombre de bien; pero sólo eso era lo que me faltaba, y así di al traste con todo dentro de poco tiempo, como lo veréis.

Cualquier capitalito razonable florece en las manos de un hombre de conducta y aplicado al trabajo; pero ninguno es suficiente para medrar en las de un joven como yo, que no sólo era disipado, sino disipador.

El dinero en poder de un mozo inmoral y relajado es una espada en las manos de un loco furioso. Como no sabe hacer de él el uso debido, constantemente sólo le sirve de perjudicarse a sí mismo y perjudicar a otros, abriendo sin reserva la puerta a todas las pasiones, facilitando la ejecución de todos los   —155→   vicios, y acarreándose por consecuencia necesaria un sin número de enfermedades, miserias, peligros y desgracias.

Para precaver así la dilapidación de los mayorazgos, como la total ruina de estos pródigos viciosos, meten la mano los gobiernos, y quitándoles la administración y manejo del capital, les señalan tutores que los cuiden y adieten como a unos muchachos o dementes; porque si no, en dos por tres tirarían los bancos de Londres si los hubieran a las manos.

¡Es una vergüenza que a unos hombres regularmente bien nacidos, y sin la desgracia de la demencia, sea menester que las leyes los sujeten a la tutela y los reduzcan al estado de pupilos, como si fueran locos o muchachos! Pero así sucede, y yo he conocido algunos de estos mayorazgos sin cabeza.

Si yo hubiera sido mayorazgo, no me hubiera quedado por corto para tirar todo el caudal en dos semanas, pues era flojo, vicioso y desperdiciado, tres requisitos que con sólo ellos sobra para no quedar caudal a vida por opulento y pingüe que sea.

Atando el hilo de mi historia digo que ya me cansaba yo de disimular la virtud que no tenía, y deseando romper el nombre y quitarme la máscara de una vez, le dije un día a mi madre: Señora, ya no tarda nada el día, de San Pedro. ¿Y qué me quieres decir con eso?, preguntó su merced. Lo que quiero decir, le respondí, es que ese día es de mi Santo, y muy propio para quitarnos el luto. ¡Ay!, no lo permita Dios, decía mi madre. ¿Yo quitarme el luto tan breve? Ni por un pienso. Amé mucho a tu padre, y agraviaría su memoria si me quitara el luto tan presto.

¿Cómo tan presto, señora?, decía yo, ¿pues ya no han pasado seis meses? ¿Y qué?, decía ella toda escandalizada, ¿seis meses de luto te parecen mucho para sentir a un padre y a un esposo? No hijo, un año se debe guardar el luto riguroso por semejantes personas.

Ya ustedes verán que mi madre era de aquellas señoras antiguas   —156→   que se persuaden a que el luto prueba el sentimiento por el difunto, y gradúan éste por la duración de aquél; pero ésta es una de las innumerables vulgaridades que mamamos con la primera leche de nuestras madres.

Es cierto que se debe sentir a los difuntos que amamos, y tanto más, cuanto más estrechas sean los relaciones de amistad o parentesco que nos unían con ellos. Este sentimiento es natural, y tan antiguo, que sabemos que las repúblicas más civilizadas que ha habido en el mundo, Grecia y Roma, no sólo usaban luto, sino que hacían aun demostraciones más tiernas que nosotros por sus muertos. Tal vez no os disgustará saberlas.

En Grecia, a la hora de expirar un enfermo, sus deudos y amigos que asistían, se cubrían la cabeza en señal de su dolor para no verlo. Le cortaban la extremidad de los cabellos, y le daban la mano en señal de la pena que les causaba su separación.

Después de muerto cercaban el cadáver con velas43, lo ponían en la puerta de la calle, y cerca de él ponían un vaso con agua lustral, con la que rociaban a los que asistían a los funerales. Los que concurrían al entierro y los deudos, llevaban luto.

Los funerales duraban nueve días. Siete se conservaba el cadáver en la casa, el octavo se quemaba, y el noveno se enterraban sus cenizas. Con poca diferencia hacían lo mismo los romanos.

Luego que expiraba el enfermo, daban tres o cuatro alaridos para manifestar su sentimiento. Ponían el cadáver en el suelo,   —157→   lo lavaban con agua caliente, y lo ungían con aceite. Después lo vestían y le ponían las insignias del mayor empleo que había tenido.

Como aquellos gentiles creían que todas las almas debían pasar un río del infierno que llamaban Aqueronte, para llegar a los Elíseos, y en este río había sólo una harca, cuyo amo era un tal Carón, barquero interesable que a nadie pasaba si no le pagaban el flete, le ponían los romanos a sus muertos una moneda en la boca para el efecto.

A seguida de esto, exponían el cadáver al público entre hachas y velas encendidas, sobre una cama en la puerta de la casa.

Cuando se había de hacer el entierro, se llevaba el cadáver al sepulcro o en hombros de gente o en literas (como nosotros antes de hoy los llevábamos en coches). Acompañaba al cadáver la música lúgubre, y unas mujeres lloronas alquiladas, que llamaban por esta razón Praeficae, y en castellano se llaman plañideras, que con sus llantos forzados reglaban el tono de la música y el punto que había de seguir en el suyo el acompañamiento.

Los esclavos a quienes el difunto había dado libertad en su testamento, iban con sombreros puestos y hachas encendidas. Los hijos y parientes con los rostros cubiertos y tendido el cabello. Las hijas con las cabezas descubiertas, y todos los demás amigos con el pelo suelto y vestidos de luto.

Si el difunto era ilustre, se conducía primero el cadáver a la plaza, y desde una columna que llamaban de las arengas, un hijo o pariente pronunciaba una oración fúnebre en elogio de sus virtudes. Tan antiguos así son los sermones de honras.

Después de esto, se conducía el cadáver al sepulcro, sobre cuyo lugar hubo variación. Algún tiempo se conservaban los cadáveres en las casas de los hijos. Después viendo lo perjudicial de este uso, se estableció por buen gobierno que se sepultasen en despoblado; y ya desde entonces procuraba cada   —158→   uno labrar sepulcros de piedra para sí y su familia44. Lo mismo observaron los griegos, con excepción de los lacedemonios. Los pobres que no podían costear este lujo, se enterraban como en todas partes, en la tierra pelada.

Después se acostumbró quemar a los héroes difuntos. Para esto ponían el cadáver sobre la Pira45, que era un montón bien elevado de leña seca, la que rociaban con licores y aromas olorosos, y los parientes le pegaban fuego con las hachas que llevaban encendidas, volviendo en aquel acto las caras a la parte opuesta.

Mientras ardía el cadáver, los parientes echaban al fuego los adornos y armas del difunto, y algunos sus cabellos en prueba de su dolor.

Consumido el cadáver, se apagaba el fuego con agua y vino, y los parientes recogían las cenizas, y las colocaban en una urna entre flores y aromas. Después el sacerdote rociaba a todos con agua para purificarlos, y al retirarse, decían todos en alta voz: Aeternum vale, o que te vaya bien eternamente, cuyo buen deseo explica mejor nuestro requiescat in pace. En paz descanse. Hecho esto, se colocaba la urna en el sepulcro, y grababan en él el epitafio, y estas cuatro letras S. T. T. L. que querían decir: Sit tibi terra levis. Séate la tierra leve, para que los pasajeros deseasen su descanso. Entre nosotros se ve una cruz en un camino, o un retablito de algún matado en una calle, a fin de que se haga algún sufragio por su alma.

  —159→  

Concluida la función, se cerraba la casa del difunto, y no se abría en nueve días, al fin de los cuales se hacía una conmemoración.

Los griegos cerca de la hoguera o pira ponían flores, miel, pan, armas y viandas... ¡Ay!, ofrendas, ofrendas de los indios, ¡qué antiguo y supersticioso es vuestro origen!46 Toda la función se concluía con una comida que se daba en casa de algún pariente. Hasta esto imitamos, acordándonos que los duelos con pan son menos.

¿Y acaso sólo los griegos y romanos hacían estos extremos de sentimiento en la muerte de sus deudos y amigos? No, hijos míos. Todas las naciones, y en todos tiempos han expresado su dolor por esta causa. Los Hebreos, los Sirios, los Caldeos, y los hombres más remotos de la antigüedad, manifestaban su sensibilidad con sus finados, ya de uno, ya de otro modo. Las naciones bárbaras sienten y expresan su sentimiento como las civilizadas.

Justo es sentir a los difuntos, y en los libros sagrados leemos estas palabras: Llora por el difunto, porque ha faltado su luz o su vida. Supra mortum plora, defecit enim, lux ejus. (Eccl., Cap. 22, V. 10.), Jesucristo lloró la muerte de su querido Lázaro; y así sería un absurdo horroroso el llevar a mal unos sentimientos que inspira la misma naturaleza, y blasfemar contra las demostraciones exteriores que los expresan.

Así es que yo estoy muy lejos de criticar ni el sentimiento ni sus señales; pero en la misma distancia me hallo para calificar por justos los abusos que notamos en éstas, y creo que todo hombre sensato pensará de la misma manera; porque ¿quién

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47

Ésta sí fuera asistencia honrosa, y los mayores elogios que pudieran lisonjear el corazón de sus parientes; porque las lágrimas de los pobres en la muerte de los ricos, honran sus cenizas, perpetúan la memoria de sus nombres, acreditan su caridad y beneficencia, y aseguran con mucho fundamento la felicidad de su suerte futura con más solidez, verdad y energía que toda la pompa, vanidad y lucimiento del entierro. ¡Infelices de los ricos cuya muerte ni es precedida ni seguida de las lágrimas de los pobres!

Volvamos al entierro. Siguen metidos dentro de unos sacos colorados unos cuantos viejos, que llaman trinitarios; después van algunos eclesiásticos y con ellos otros muchos monigotes al modo de clérigos; a esta comitiva sigue el cadáver y tras él una porción de coches.

La iglesia donde se hacen las exequias está llena de blandones con cirios, y la tumba magnífica y galana. La música es igualmente solemne aunque fúnebre.

Durante la vigilia y la misa, que para algunos herederos no es de réquiem sino de gracias, no cesan las campanas de aturdirnos con su cansado clamoreo, repitiéndonos


Que ese doble de campana
no es por aquel que murió,
sino porque sepa yo
que me he de morir mañana.

Bien que de esta clase de recuerdos deben aprovecharse especialmente los ricos, pues estos dobles sólo por ellos se echan y les acuerdan que también son mortales como los pobres, por los que no se doblan campanas, o si acaso, es poco y de mala gana; y así los pobres son en la realidad los muertos que no hacen ruido.

Se concluye el entierro con todo el fausto que se puede, o que se quiere, cuidándose de que el cadáver se guarde en un   —163→   cajón bien claveteado, forrado y aun dorado (como lo he visto), y tal vez que se deposite en una bóveda particular, ya que los mausoleos son privativos a los príncipes, como si la muerte no nos hiciera a todos iguales, verdad que atestigua Séneca diciendo en la ep. 102, que la ceniza iguala a todos. ¿Quién distinguirá las cenizas de César o Pompeyo de las de los pobres villanos de su tiempo?

Toda esta bambolla cuesta un dineral, y a veces en estos gastos tan vanos como inútiles se han notado abusos tan reprensibles que obligaron a los gobernantes a contenerlos por medio de las leyes, mandando éstas que siendo los gastos de los funerales excesivos, atendidos los haberes y calidad del difunto, los modifique el juez del respectivo domicilio.

Entra aquí la grave dificultad para saber cuándo no hay exceso en estos gastos. Confieso que será muy rara la vez que el juez pueda decidir en este caso, porque casi siempre le faltarán los conocimientos interiores del estado de las cosas del finado; y así sólo podrá determinar el exceso con atención a su calidad. Supongamos: cuando un plebeyo conocido quiera sepultarse con la pompa de un conde, y aun entonces si tiene dinero con que pagarla, no sé si se burlará de las leyes, pero Horacio sí lo sabía cuando dijo que todo, la virtud... entiéndase, los elogios que a ella son debidos, la fama y el esplendor obedecen a las hermosas riquezas, y el que las sepa acopiar será ilustre, valiente, justo, sabio, y lo que quiera.

Mas hablando a lo cristiano, yo no me detendré en fijar la regla por donde se deba conocer cuándo hay exceso en los funerales.

Ya sé que parecerá nimiamente escrupulosa, pero aseguro que es infalible y muy sencilla. Se reduce a que lo que se gaste de lujo en los funerales no haga falta a los acreedores, ni a los pobres.

¿Y si los acreedores están pagados y a los pobres se les han   —164→   dado algunas limosnas, no podrá el finado disponer a su voluntad del quinto de sus bienes? Sí podrá, se responde, pero luego, luego pregunto: ¿lo que se gasta en lujo no estuviera mejor empleado en los pobres que siempre sobran? Es inconcuso. Pues en este caso ¿cuál es el lujo que se deberá usar lícitamente entre cristianos? Ninguno a la verdad. Digo esto si hablo con cristianos, que si hablara con paganos que afectaran profesar el cristianismo, sería menos escrupuloso en mis opiniones. Vamos a otra cosa.

A proporción de los abusos que se notan en los entierros de los ricos, se advierten casi los mismos en los de los pobres; porque como éstos tienen vanidad, quieren remedar en cuanto pueden a los ricos. No convidan a los del Hospicio, ni a los trinitarios, ni a muchos monigotes, ni se entierran en conventos, ni en cajón compuesto, ni hacen todo lo que aquéllos, no porque les faltan ganas, sino reales. Sin embargo, hacen de su parte lo que pueden. Se llama a otros viejos contrahechos y despilfarrados que se dicen hermanos del Santísimo, pagan sus siete acompañados, la cruz alta, su cajoncito ordinario, etc., y esto a costa del dinero que antes de los nueve días del funeral suele hacer falta para pan a los dolientes.

Es costumbre amortajar a los difuntos con el humilde sayal de San Francisco; pero si en su origen fue piadosa, en el día ha venido a degenerar en corruptela.

Estoy muy lejos de murmurar la verdadera piedad y devoción, y el objeto de mi presente crítica recae únicamente sobre el simoniaco comercio48 que se hace con las mortajas, y los perjuicios que resienten las gentes vulgares por vestir a sus muertos de azul y a tanta costa.

  —165→  

Las mortajas se venden a un precio excesivamente caro, cual es el de doce pesos y medio, si es para hombre, y seis pesos dos reales para mujer. Los pobres, apenas muere el enfermo, tratan de solicitarle la mortaja, ¿y si no tienen dinero? Se empeñan, se endrogan, y aun piden limosna para ello, haciendo falta para pan a las criaturas lo que gastan en un trapo inútil y asqueroso, pues no pasa de ahí la mejor mortaja cuando se pone a un muerto, quien está en el caso de no poder ganar ninguna indulgencia; y como para gozar estas gracias espirituales se necesita estar en el estado de merecer, se sigue que en no vistiendo al enfermo la mortaja en vida, después de muerto le valdrá tanto como el capisallo del gran Chino.

Vosotros, si tenéis en el discurso de vuestra vida algunos deudos, y sus fallecimientos acaecen en medio de vuestra indigencia, no os aflijáis por el entierro, ni por la mortaja. El entierro se facilita con tres pesos cuatro reales, que distribuiréis en esta forma. Doce reales de un cajón; un peso para los cargadores, y otro para el sepulturero que les abre la casa en el campo santo.

La mortaja será más barata si os conformáis con vuestra pobreza. Los judíos acostumbraban liar a sus muertos con unas vendas que llamaban Sudarios, y después los envolvían en una sábana limpia. Así podéis hacerlo y quedarán los vuestros tan amortajados como el mejor. Por cierto que no fue otra la mortaja de Jesucristo.

Acabados los entierros, siguen los pésames. Para recibir éstos, se cierran las puertas, se colocan las señoras mujeres en los estrados, y los señores hombres en las sillas, todos enlutados y guardando un profundo silencio durante esta ceremonia, o cuando más, hablando en voz baja porque no les dé alferecía a los dolientes, cuya moderación y respeto acaso no se observó tan escrupulosamente en la enfermedad del finado.

  —166→  

También he notado como abuso en estos lances, que las conversaciones que se tienen con los dolientes se dirigen a celebrar y ponderar las virtudes del difunto, a traer a la memoria las causas que produjeron su enfermedad, lo que padeció en ella, los remedios que le ministraron, lo que tardó en la agonía, y otras impertinencias semejantes, con cuya relación atormentan más los afligidos espíritus de sus parientes.

Esta costumbre de dar pésames se contrae a dos cosas. La primera, a manifestar que tomamos parte en el sentimiento de aquellas personas a quienes los damos, ya por razón de parentesco, o ya por la amistad que teníamos con el difunto. La segunda, para consolar en lo posible a sus dolientes, ofreciéndoles nuestros arbitrios temporales, y asegurándoles que con los suyos uniremos nuestros votos para que se aumenten los sufragios de que consideramos a su alma necesitada.

Ya se ve que todo este ceremonial es casi siempre un embuste solemne, un cumplimiento de rutina, y una de las costumbres más bien recibidas.

No parecerá muy avanzada esta proposición a quien advierta que, no digo los parientes remotos y los amigos, pero los más inmediatos y aun los más favorecidos del difunto, pasado poco tiempo, no se vuelven a acordar de él; porque con el discurso de los días el corazón se serena, las lágrimas se enjugan, la falta se suple, los beneficios se olvidan y todo se borra, a pesar de cuantos gritos, alharacas, lágrimas, pataletas y faramallas se prodigaron en la escena triste de su muerte.

Y si este olvido se nota en el hijo, en la esposa, y en el hermano, ¿qué esperanza podrán tener los pobres muertos en los sufragios tan prometidos por los que sólo van al velorio por beber el chocolate, y a dar el pésame porque les llevaron el convite, por más que al despedirse digan que no los olvidarán en sus oraciones, aunque malos?

Este asunto es muy serio. Lo suspenderemos mientras acabamos   —167→   de refutar el abuso de hablar de los difuntos al tiempo de dar los pésames, porque si como hemos dicho, uno de los objetos de estos pesamenteros es aliviar el sentimiento de los dolientes, parece que es un error que puede calificarse de impolítico el renovar los motivos de dolor a los deudos al tiempo mismo que pretendemos consolarlos.

No puede menos que atormentarse el corazón de la mujer o hijo del difunto al oír decir: ¡qué bueno era don Fulano! ¡Qué atento! ¡Qué afable! ¡Ay, mi alma!, dice otra, tiene usted mil razones de llorarlo; no hallará otro marido como el que perdió; y otras sandeces de éstas, que son otros tantos tornillos con que están apretando el corazón que quieren consolar. De modo que estas políticas lisonjas son unos indiscretos torcedores de los espíritus afligidos.

¿Cuánto mejor no fuera sustituir a esta fórmula imprudente de dar pésames, otra opuesta, en la que o se trataran asuntos festivos e indiferentes, o más bien se redujera sólo esta etiqueta a ofrecer con sinceridad sus haberes y proporciones a la voluntad de los dolientes, en caso de haberlos menester? Pues, pero con verdad, no con faramalla, y cuando los dichos dolientes estuvieran satisfechos de esta verdad, seguramente quedarían más bien consolados que con todos los panegíricos que hoy dedican los pesamenteros a sus muertos.

Pero volviendo a éstos, digo que pobre del que se muere si no ha procurado en vida facilitarse el camino de su salvación, ateniéndose a los hijos, a los amigos y albaceas.

Vemos (y muy frecuentemente) que muchos, que tal vez tienen proporciones, mientras viven, ni dan limosna, ni se hacen decir una misa, ni pagan sus deudas, ni restituyen lo mal habido, ni practican ninguna obligación de aquellas que nos impone la religión y nuestro mismo interés; pero llega la hora en que nuestros oídos no pueden menos que escuchar la verdad. Les intima el médico la sentencia de su muerte; conocen ellos   —168→   que puede no errar el pronóstico, porque su naturaleza se debilita por instantes más y más; se apodera de sus corazones el temor de la eternidad que los espera; se llama al confesor y al escribano; vienen los dos casi juntos; se hace la confesión de prisa y Dios sabe cómo; se sigue el testamento; se dispone todo; se declaran las deudas; se manda pagar; se nombran albaceas para el efecto; se ordena hacer las limosnas que llaman mandas forzosas, algunas a los pobres; decir algunas misas por su alma; y hecho todo esto, se recibe el sagrado Viático, los santos Óleos, y muere el enfermo muy consolado; pero ¡ah!... ¡Cuánto hay que desconfiar de estas buenas disposiciones cuando se hacen a la orilla misma del sepulcro!

Se dan limosnas y se mandan hacer restituciones (si se mandan hacer) en aquella hora, porque no se pueden llevar los caudales a la sepultura. Se mueren muy confiados en que los albaceas cumplirán el testamento, ¿y cuántas veces se engañan los testadores? ¿Cuántas veces se trasforman los albaceas en herederos, y los curadores ad bona en tenedores de bienes? Innumerables. No, no son raras las quejas que se oyen todos los días a los pobres menores a quienes ha dejado por puertas o la mala fe, o la mala administración de aquéllos.

Todo lo dicho os enseña a no esperar, como dicen, a la hora de los gestos para disponer de vuestras cosas, porque entonces el susto y la precipitación rebajan mucha parte del acierto.

Llegamos a los lutos en los que, como visteis con mi madre, caben también los abusos. El luto no es más que una costumbre de vestirse de negro para manifestar nuestro sentimiento en la muerte de los deudos o amigos; pero este color a merced de la dicha costumbre, es sólo señal, mas no prueba del sentimiento. ¿Cuántos infelices no se visten luto en la muerte de las personas que más aman, porque no lo tienen? Y su dolor es innegable. Al contrario, ¿cuántas viuditas jóvenes, cuántos hijos   —169→   y sobrinos malos e interesables, que desearon la muerte del difunto por entrar en la posesión de sus bienes, no se vestirán unos lutos muy rigurosos así por seguir la costumbre, como por persuadirnos que están penetrados del sentimiento que no conocen?

El color, dicen los físicos que es un accidente que no altera la sustancia de las cosas; y así, el buen hijo sentirá a su padre, la buena esposa a su marido y los buenos amigos a sus amigos, ora se vistan de negro, ora de azul, ora de verde, encarnado o cualquier color. Y al contrario, el deudo que no amaba a su pariente, o que quizá deseaba que expirara por heredarlo, no lo sentirá mas que se eche encima cuantas bayetas negras hay en todas las luterías del mundo.

En algunas provincias del Asia, el color blanco es el que han adaptado para luto; y entre nosotros, que se acostumbra vestirse de negro el Viernes Santo y el día de Finados, se observa que no es por sentimiento, sino por lujo.

Después de todo, no tengo por abuso el traje negro en semejantes casos; pero sí califico por tal, aquel determinado número de días que se traen los lutos para denotar nuestro mayor o menor sentimiento, según las graduaciones de parentesco que se tiene con los difuntos.

Ya habéis visto que en el tiempo de mi madre, un año era el prefijado para llevar el luto por los padres, hijos y consortes49, seis meses por los hermanos, tres por los sobrinos, etc. Ésta no puede menos que ser una bobera, porque si se amaba a los difuntos verdaderamente, y el luto es la prueba del sentimiento, en ningún tiempo se debía quitar, porque en ningún tiempo debía cesar el motivo; y si no se amaban, era indiferente el   —170→   llevarlo pocos o muchos meses, pues que no prueba sentimiento el traje negro.

Algunas de estas reflexiones hice a mi madre, hasta que la desentusiasmé de su capricho, y me ofreció que nos quitaríamos el luto para el día de San Pedro, que era cuanto yo deseaba para quitarme también la máscara de la virtud que había fingido, y correr a rienda suelta por toda la carrera de los vicios, disfrutando de mi libertad enteramente, y tirando con mis amigos los pocos mediecillos que mi padre había economizado para la subsistencia de mi pobre madre.

Según esta determinación, se me hizo un vestido de petimetre para ese día, y se dispuso su almuerzo, comida, y bailecito para la noche.

Llegó el tan deseado para mí 29 de Junio; me quité los trapos negros, que hasta entonces habían sido escolares, y me planté de gala a lo secular. Parece que con campana llamaron a todos los parientes y conocidos ese día, muchos que no habían vuelto a casa desde el entierro de mi padre, y otros que ni aun el pésame habían ido a dar a mi madre, se encajaron entonces con la mayor confianza y poca vergüenza.

Ya se deja entender que en primer lugar fueron mis íntimos amigos Januario, Pelayo, y otros como ellos, que también llevaron al baile a sus madamas tituladas que lo eran también mías. En una palabra, el olor del guajolote y del pulque de piña, acarreó ese día a mi casa una porción de amigos míos, parientes y conocidos de mi madre, que fueron a cumplimentarme. Dios se los pague.

Se lamieron el almuerzo, consumieron la comida, y a su tiempo alegraron el baile grandemente, porque cantaron, bailaron, retozaron, se embriagaron, ensuciaron toda la casa, y al fin, al fin, salieron unos murmurando el almuerzo, otros la comida, otros el baile, y todos alguna cosa de lo mismo que habían disfrutado.

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  —171→  

¡Qué necedad es tener una diversión pública! Se gasta el dinero, se sufren mil incomodidades, se pierden algunas cosas, y siempre se queda mal con los mismos a quienes se pretende obsequiar; y se recibe en murmuración y habladurías lo que se pretende recibir en agradecimiento.

Sin embargo de todo esto, como entonces yo no pensaba así, nada me daba cuidado, ni en nada pensé sino en divertirme y holgarme a costa del dinero, aunque es verdad que en aquella hora me adularon bastante, especialmente las coquetas, con cuyos elogios di por bien empleado el dinero que se gastó y las incomodidades que sufrió mi madre.




ArribaCapítulo XIV

Critica Periquillo los bailes, y hace una larga y útil digresión hablando de la mala educación que dan muchos padres a sus hijos, y de los malos hijos que apesadumbran a sus padres


Cansados de bailar y de beber, se acabó el baile como todos se acaban. A las doce poco más de la noche se fueron yendo los más prudentes, o los menos tontos que no trataban de desvelarse. Los demás que se quedaron, fuérase porque extrañaban el bullicio de los que se habían ido, o porque se habían cansado ya, apenas se levantaban a bailar. Las velas estaban muy bajas y pidiendo su relevo, y los músicos (que no descuidan en empinar la copa en tales ocasiones) ya no atinaban a tocar bien el son que le pedían, y aun había alguno de ellos que rascaba su bandolón abajo de la puente.

Januario, como tan diestro en estas escuelas, me dijo: hombre, ¡qué entristecida se ha dado el baile y tan temprano! ¿Y qué hemos de hacer?, le dije yo. ¿Cómo qué? Alegrarlo, me respondió. ¿Y con qué se alegra?, le pregunté. Con una friolera. ¿Hay aguardiente? Sí, le dije. ¿Y azúcar y limones? También. Pues manda que lo pongan todo en la recámara.   —172→   Hice lo que me dijo Januario, quien en un momento hizo una mezcla de aguardiente, azúcar y limón, que llaman ponche; mandó poner nuevas luces en las pantallas, y comenzó a dar a los músicos y a los asistentes de aquel brebaje condenado a pasto y sin medida, con cuya diligencia se puso aquello de los demonios.

Al principio bailaban con algún orden, y sabían algunos lo que tocaban y otros lo que saltaban, pero en cuanto el aguardiente endulzado comenzó a hacer su operación, se acabaron de trastornar las cabezas, se hizo a un lado el tal cual respetillo y moderación que había habido, las mujeres escondieron la vergüenza y los hombres el miramiento.

Entró segunda y tercera tanda de ponche, y ya no había gente con gente, porque ya aquello no era baile, sino retozo y escándalo criminal.

Los que hacen bailes, y más si son de la clase de éste (que pocos hay que no lo sean), son unos alcahuetes y solapadores de mil indecencias escandalosas. Tal vez no lo presumirán, no lo querrán y aun se disgustarán con ellas, pero todo esto no salva el que sean los consentidores y los motores principales de estas lúbricas desenvolturas, pues en buena filosofía se sabe que lo que es causa de la causa, es causa de lo causado; y así los que hacen un baile deben tener consideración de muchas cosas para evitar estos desenfrenos escandalosos, porque si no pasarán la plaza de alcahuetes declarados a los ojos del mundo, y a los de Dios serán reos de cuantos pecados se cometan en sus casas.

Las principales consideraciones que debe tener presentes el que hace un baile, me parece que se pueden reducir a las siguientes.

1.ª Que las mujeres concurrentes sean honestas, de buena vida, y nunca solteras o mujeres libres, sino hijas de familia o casadas, y que vayan con sus padres o maridos, para   —173→   que el respeto de éstos las contenga, y contenga a los jóvenes libertinos.

2.ª Que con conocimiento, jamás se convide a ninguno de éstos por exquisita que sea su habilidad, pues menos malo será que se baile mal, que no que se seduzca bien. Ordinariamente estos mozos bailadores, o como les dicen, útiles, son unos pícaros de buen tamaño; no llevan a un baile más que dos objetos: divertirse y chonguear (es su voz). Este chongueo no es más que sus seducciones o llanezas. Si pueden, pervierten a la doncella y hacen prevaricar a la casada, y todo esto sin amor, sino por un mero vicio o pasatiempo.

Algunas ocasiones (¡ojalá no fueran tantas!) logran sus intentos, y apenas satisfacen su lujuria, cuando abandonan por nuevo objeto a aquellas infelices locas que prostituyeron su honor y su virtud a la verbosidad y arterías de un mozo inmoral, lascivo, necio y sólo buen bailarín.

Pero aun cuando encuentran con pedernal, quiero decir, cuando por fortuna las muchachas todas de un baile son juiciosas, honestas y recatadas, que saben burlar sus intentonas y conservar su honor ileso en medio de las llamas, como la zarza que vio arder Moisés sin quemarse, lo que ciertamente es un milagro, aun en este caso tan remoto hacen estos útiles su negocio.

Ellos, a más no poder, y cuando se les cierran los oídos de las jóvenes, no se dan por vencidos ni se entristecen. Como sus adulaciones y diligencias en cualquier seducción no son por amor sino por vicio, no se les da cuidado de los desaires, ni se entibian por no hallar correspondencia. Nada menos. Siguen brincando y saltando muy serenos, contentándose con lo que ellos llaman caldo.

Este caldo... alerta casados y padres de familia que sabéis lo que es el honor, y lo queréis conservar como es debido, este caldo es el manoseo que tienen con vuestras hijas y mujeres50,   —174→   las licencias pasan mil veces de las manos a las bocas, casi convirtiéndose los manoseos claros en ósculos furtivos, que las menos escrupulosas no llevan a mal, y las que se llaman prudentes y honradas disimulan y sufren por evitar pendencias.

De suerte que el marido o padre pundonoroso que en su casa se espantaría de que su mujer o hija le diese la mano a un hombre, en un baile de éstos tolera a su vista que se las abracen, tienten, estrujen y manoseen más que las ancas de un caballo gordo.

Lo peor es que estos manoseos y tentadas acompañadas de las risas y dichitos que se acostumbran, son para muchas mujeres como el pecado venial para las almas, con la diferencia que el pecado venial entibia y dispone a las almas para el pecado mortal, y los manoseos o caldos de que hablamos, encienden y disponen a algunas jóvenes para dar al traste con su honor, el de sus padres y maridos. Ningún escrúpulo está por demás para evitar estos excesos.

La tercera consideración que podían tener los que hacen o dan un baile, era que no hubiera en ellos licor espirituoso. En caso de ser preciso, por costumbre o cariño, obsequiar a los concurrentes, sería menos malo hacerlo con zoletas y nieve de leche, limón, tamarindo, etc., de esta clase, que no con merendatas y vino, aguardiente, ponche y otros licores semejantes, que ofuscando el cerebro facilitan el trastorno de la razón, y alteran la constitución física de ambos sexos, cuyas resultas, cuando menos, no escapan de ser deseos, pensamientos consentidos, y delectaciones morosas, y en tal y tal persona algo más, y más pecaminoso.

  —175→  

Mucho de esto se evitaría con la reglita que os dejo señalada, pues es cierto el dicho antiguo de que sine Cerere et Baccho friget Venus, que equivale a esta coplita:


Poco manjar y ninguna
espirituosa bebida,
si la lujuria no apagan,
a lo menos la mitigan.

La cuarta y última consideración que se debía tener, era que los bailes durasen cuando más hasta las doce de la noche. Ésta es una hora más que regular para irse a recoger cada uno a su casa bastante divertido, si es racional; porque lo que pasa de esa hora, ya no debe llamarse diversión, sino vicio, incomodidad y tontería.

A solas estas cuatro reglillas quisiera yo que se sujetaran los que dan un baile, y me parece (bien que no lo aseguro) que no se arrepentirían de su observancia.

Últimamente, yo no declamo contra los bailes, sino contra los escándalos de los bailes. Quítese de ellos todo lo que los hace pecaminosos y peligrosos, y dejándolos en una clase de diversión indiferente, ellos serán malos para quien quiera ser malo en ellos, y serán honestos para el honesto; pero mientras así no se haga, el baile, sea por sus abusos, sea por su ocasión, no podrá librarse de la definición de un padre de la Iglesia, que dice que el baile es un círculo, cuyo centro es el demonio.

Bailar no es malo, lo malo es el modo con que se baila, y el objeto por que se baila. David bailó delante del Arca del Señor, y los israelitas delante del becerro de Belial. Todos bailaron, pero ¡con qué diverso, modo, y con qué diverso objeto! Por eso también fueron diversas las retribuciones.

Hay moralistas tan austeros que no consideran baile sin ocasión próxima voluntaria, y según esto, no juzgan lícito ninguno.   —176→   Yo, después de respetar su opinión, no me conformo con ella. Soy más indulgente y digo que puede haber y de hecho habrá, no siendo como los que se usan, algunos bailes donde falten estas ocasiones, estos escándalos, cantares lascivos, manoseos, embriagueces, y demás abusos que se notan en los más de ellos. ¿Y cuáles serán éstos? Los que se debieran usar entre gentes de buena conciencia.

Si todos los concurrentes lo son, el baile será una diversión honesta. La dificultad estriba en que se dé un baile con tanto arreglo.

Dejando a todos que hagan lo que quieran en sus casas, volviendo a la mía, digo que ya fatigados de saltar, beber y charlar, se fueron poniendo en quietud a más no poder, porque los más no se podían tener en pie.

Los músicos arrumbaron sus instrumentos junto a las sillas, y ellos se acostaron en ellas lo mejor que pudieron; las mujeres se amontonaron en el estrado, y los hombres se pusieron a contar cuentos y a hablar ociosidades para no dormirse, pues no tardaba en amanecer, como deseaban, para irse a tomar café.

Las disposiciones no eran muy malas, pero ellos ni ellas eran dueños de sí, sino el aguardiente que los narcotizaba más y más a cada minuto.

Con esto, unos hablando y otros oyendo simplezas, se fueron quedando dormidos unos por un lado y otros por otro, siendo de los primeros Januario.

La señora mi madre ya se había recogido bien temprano, encargándome que cuidara la casa, como lo hice, pues aunque tenía sueño como el mejor, no me atreví a dormir temeroso de que no se fuera alguno a llevar alguna cosa. Es un demonio el interés. En el estado de la salud pocas cosas desvelan a los hombres más que él.

Alerta estaba yo velando a todos y oyéndolos roncar y variar el estómago cual más cual menos. No me era muy grata   —177→   esta música ni estos olores; y a más de eso, ya no podía sufrir el sueño.

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Es verdad que el zaguán estaba cerrado y yo tenía la llave, por lo que bien me podía haber acostado, pero me detenía el considerar que en casa no había más que mi madre, yo y una criada buena, pero vieja y dormilona, que no madrugaba si el mundo se volcara de arriba abajo. Mi madre no era justo que se levantara a abrir a aquellos bribones a la hora que a cada uno se le quitara la borrachera y quisiera marcharse para la calle, y así no había otro centinela más que yo, que para no dormirme me puse a divertir con los dormidos a mi entera satisfacción, como que sabía que dormían, los más, con dos sueños, el natural y el del aguardiente.

Uno de los perjuicios que la embriaguez acarrea al que la tiene, es exponerlo a la irrisión de cualquiera, como les sucedió a éstos conmigo, pues a unos les tizné las caras, a otros les escondí varias cosas, a otros los cosí unos con otros, y a todos les hice mil maldades.

Amaneció el día, corrió el ambiente fresco, abrí el balcón, y a vista de la luz, y al sonido de las campanas y del ruido de la gente que andaba por las calles, fueron despertando; y mirándose unos a otros las caras llenas de jaspes y labores, no podían contener la risa, especialmente las mujeres, las que lo mismo fue levantarse que oír, con dolor de su corazón, tronar sus vestidos y aun verlos hechos pedazos.

Unas disimulaban su pesar, mas otras renegaban del pícaro ocioso que las había inferido tal daño, que ciertamente lo era; pero los tunantes como yo, no reparan en eso; el caso es divertirse a costa ajena, y como esto se logre, nada les importa hacer una maldad que perjudique el interés y aun la salud de los demás.

Pasado el primer fervor del enojo, limpias unas, remendadas otras, y todos más serenos, se marcharon para el café o sus   —178→   casas, menos Januario y tres o cuatro amigos suyos y míos, que como más gorrones y sinvergüenzas, se quedaron hasta apurar en el almuerzo las reliquias del día anterior; pero por fin almorzaron, y viendo que ya no quedaba más que repelar de la fiesta, se fueron a la calle y yo a mi cama.

Dormí como un podenco hasta las doce del día, a cuya hora me levanté y hallé a la pobre vieja cocinera hecha un Bernardo contra los bailadores. Señora, decía a mi madre, ¿no es brava sinrazón la de estos perdularios, que después de haber tragado y divertídose todo el día, pusieran la casa como la han puesto? Mire usted, señora, todo el día se me ha ido en limpiar sus porquerías; porque ¡Jesús! ¡Cómo estaba todo! Era un asco. Un vómito por el corredor, una suciedad por la escalera, otra por otro lado; hasta la sala, señora, hasta la sala estaba hecha una zahúrda. ¡Ah fu! ¡Qué gente tan sucia y tan grosera! Pero lo que yo más he sentido, señora, han sido las macetas. Mire su merced cómo las han puesto. Todas están destrozadas. ¡Ay, qué gentes van a los bailes de tan mal natural, que no contentas con tragar, divertirse, emborracharse y emporcar la casa, todavía hacen mil maldades como ésta!

Mi madre consoló a la viejecita diciéndole: dice usted bien, nana Felipa, son unos pícaros, indecentes, groseros y malcriados los que hacen tanto mal en las mismas casas en que se divierten; pero ya, por ahora, no hay remedio. Ya usted sabe que mi marido no era amigo de estas jaranas, y así yo no tenía experiencia de semejantes groserías; pero le empeño a usted mi palabra en que será la primera y la última.

No me gustó mucho esta sentencia, porque como ni yo gastaba el dinero, ni trabajaba en nada de la función, hubiera querido que siguieran los bailecitos en mi casa, a lo menos tres veces a la semana.

Sin embargo, no me metí por entonces en otra cosa más   —179→   que en reírme de la vieja, y a la tarde a buena hora tomé mi sombrero y me salí para la calle.

Volví por la primera a las nueve de la noche, y hallé a mi madre algo seria, pues me dijo que ¿dónde había estado? Que extrañaba en mí tanta licencia, que yo era su hijo, y que no pensara que porque había muerto mi padre ya era yo dueño absoluto de mi libertad, y otras cosas a este modo, a las que respondí que ya ese tiempo se había acabado, que ya yo no era muchacho, que ya me rasuraba, y que si salía y me detenía en la calle, era para ver de qué cosa nos habíamos de mantener.

Semejantes respostadas entristecieron a mi madre bastante, y desde luego conoció lo que iba a suceder, que fue quitarme la máscara y perderla el respeto enteramente como sucedió.

Quisiera pasar este poco tiempo de maldades en silencio, y que siempre ignorarais, hijos míos, hasta donde puede llegar la procacidad de un hijo insolente y malcriado; pero como trato de presentaros un espejo fiel en que veáis la virtud y el vicio según es, no debo disimularos cosa alguna.

Hoy sois mis hijos, y no pasáis de unos muchachos juguetones; pero mañana seréis hombres y padres de familias, y entonces la lectura de mi vida os enseñará cómo os debéis manejar con vuestros hijos, para no tener que sufrirles lo que mi pobre madre tuvo que sufrirme a mí.

Dos años sobrevivió mi madre a la muerte de mi amado padre, y fue mucho, según las pesadumbres que le di en ese tiempo, y de que me arrepiento cada vez que me acuerdo.

Constantemente disipado, vago y mal entretenido, no pensaba sino en el baile, en el juego, en las mujeres, y en todo cuanto directamente propendía a viciar mis costumbres más y más.

El dinerito que había en casa no bastaba a cumplir mis deseos. Pronto concluyó. Nos vimos reducidos a mudarnos a una viviendita de casa de vecindad; pero como ni aun ésta   —180→   se pudo pagar, a pocos días puse a mi madre en un cuarto bajo e indecente, lo que sintió sobremanera, como que no estaba acostumbrada a semejante trato.

La pobre de su merced me reprendía mis extravíos, me hacía ver que ellos eran la causa del triste estado a que nos veíamos reducidos, me daba mil consejos persuadiéndome a que me dedicara a alguna cosa útil, que me confesara, y que abandonara aquellos amigos que me habían sido tan perjudiciales, y que quizá me pondrían en los umbrales de mi última perdición. En fin, la infeliz señora hacía todo lo que podía para que yo reflexionara sobre mí, pero ya era tarde.

El vicio había hecho callos en mi corazón, sus raíces estaban muy profundas, y no hacían mella en él ni los consejos sólidos, ni las reprensiones suaves ni las ásperas. Todo lo escuchaba violento y lo despreciaba pertinaz. Si me exhortaba a la virtud, me reía; y si me afeaba mis vicios me exasperaba; y no sólo, sino que entonces le faltaba al respeto con unas respuestas indignas de un hijo cristiano y bien nacido, haciendo llorar sin consuelo a mi pobre madre en estas ocasiones.

¡Ah, lágrimas de mi madre, vertidas por su culpa y por la mía! Si a los principios, si en mi infancia, si cuando yo no era dueño absoluto de los resabios de mis pasiones, me hubiera corregido los primeros ímpetus de ellas, y no me hubiera lisonjeado con sus mimos, consentimientos y cariños, seguramente yo me hubiera acostumbrado a obedecerla y respetarla; pero fue todo lo contrario, ella celebraba mis primeros deslices y aun los disculpaba con la edad, sin acordarse que el vicio también tiene su infancia en lo moral, su consistencia y su senectud lo mismo que el hombre en lo físico. Él comienza siendo niño o trivial, crece con la costumbre y fenece con el hombre, o llega a su decrepitud cuando al mismo hombre en fuerza de los años se le amortiguan las pasiones.

¡Qué provecho no hubiera resultado a mi madre y a mí, si   —181→   no se hubiera opuesto tantas veces a los designios de mi padre, si no le hubiera embarazado castigarme, y si no me hubiera chiqueado tanto con su imprudente amor! ¡Ah!, yo me habría acostumbrado a respetarla, me hubiera criado timorato y arreglado, y bajo este sistema, no hubiera yo padecido tantos trabajos en el mundo, ni mi madre hubiera sido víctima de mis desobediencias y vilipendios.

Lo más sensible es que este funesto caso no carece de ejemplares. Hijos de viudas consentidoras, casi siempre son hijos perdidos y malcriados, y madres de semejantes hijos ¿qué han de ser sino unas mujeres desgraciadas?

Sucede por lo común que el padre es un hombre regular que procura inspirar al niño unos sentimientos cristianos, morales y políticos, y según ellos desviarlo de todas aquellas bajezas a que el hombre se inclina naturalmente. Esto hace llorar al niño, y la madre se aflige y lo embaraza. Hace alguna travesura, se le celebra; usa alguna malacrianza, se le disculpa; produce algunas palabras indecentes, o porque las oyó a los criados, o en la calle, y se festejan; el padre se tuesta de estas cosas, y teme empeñarse en reprenderlas y castigarlas al hijo, porque cuando lo hace, sabe que salta la madre como una leona; y ya sea porque la ama demasiado, ya porque no se vuelva aquel matrimonio un infierno, condesciende con ella, no se castiga el delito del muchacho, éste se queda riendo, y satisfecho en la impunidad que le asegura su mamá, da rienda a sus vicios, que entonces como dijimos son vicios niños, puerilidades, frioleras, pero en la edad adulta son crímenes y delitos escandalosos.

Sin embargo, rara vez deja de servir de cierto freno la presencia del padre; pero si éste muere, todo se acaba de perder. Roto el único dique que había, aunque débil, se sale de caja el río de las pasiones, atropellando con cuanto se pone por delante.

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Entonces la viuda reconoce lo feroz de un corazón entregado a la libertad, quiere oponerse por la primera vez, pero es tarde, el torrente es impetuoso, y sus fuerzas incapaces de contenerlo. Prueba los consejos, emplea las caricias, compila las reprensiones, tienta las amenazas, agota las lágrimas, solicita castigos, y acaso desesperada prorrumpe en maldiciones contra su hijo51; mas nada basta. El joven endurecido y obstinado, y acostumbrado a no obedecer ni respetar a su madre, desprecia los consejos, se mofa de las caricias, burla las reprensiones, se ríe de las amenazas, se divierte con las lágrimas, elude los castigos, y retorna las imprecaciones con otras tales, si no se desacata, como se ha visto, a poner sus viles manos en la persona de su madre52.

Toda esta lastimosa catástrofe se excusaría con educar bien y escrupulosamente a los niños. ¿Y a cuántos puntos se pueden reducir las principales obligaciones de los padres acerca de la buena educación de sus hijos? A tres, en sentir de un varón apostólico que floreció en México53. A saber: a enseñarles lo que deben saber, a corregirles lo mal que hacen, y a darles buen ejemplo. Tres cosas muy fáciles al decirse, pero muy difíciles al practicarse, atendiendo la multitud de hijos mal criados y llenos de vicios que notamos; mas no porque sean difíciles de observarse, porque el yugo del Señor es suave; sino porque los tales padres y madres, ni remotamente se aplican a practicar los tres preceptos insinuados, antes parece que al propósito se desvían de ellos cuanto pueden.

Si es en la instrucción, se contentan con darles la muy superficial   —183→   por medio de unos maestros o ayos mercenarios54, que acaso, viendo el chiqueo de los padres, no tratan más que de lisonjear al pupilo con harto daño de él y de sus conciencias.

Si es en la corrección, ya hemos dicho el abandono de estos padres, y especialmente de las madres.

Últimamente, si es en el ejemplo, ¿cuál es el ordinario que ven los hijos en sus casas? Lujo en las personas, excesos en la mesa, orgullo con los criados, altanería y desprecio con los pobres.

Esto es cuando menos, que cuando más, ya se sabe lo que ven y oyen los niños en muchas casas. Y siendo el ejemplo el aliciente más poderoso para formar bien o mal el corazón del niño en aquella edad, ¿cómo será éste con tales ejemplos?   —184→   Los resultados nos lo dicen: niño engreído, grande soberbio; niño consentido, grande necio; niño abandonado, grande perdido; y así de lo demás.

Todo esto se remediaba con la buena educación, y ésta desde temprano. El consejo es del Espíritu Santo, que dice: si tienes hijos, instrúyelos desde su niñez. (Eccl. cap. 7.) El árbol se ha de enderezar cuando es vara, no cuando se robustece y es tronco. Los médicos dicen que los remedios se deben aplicar al principio de las enfermedades, antes que tomen cuerpo, antes que se vicie toda la sangre y corrompa los humores. Los diestros cirujanos componen el hueso luego que se disloca, y lo entablan luego que advierten la fractura, porque si no, cría babilla, y se imposibilita la cura.

Así, ni más ni menos, debe ser la educación de los niños, desde pequeños, antes que sean troncos. Se han de corregir sus deslices luego que se les noten, porque si no, crían babilla.

Estas verdades son más claras que el agua, más repetidas que los días, no hay quien diga que las ignora; y con todo eso no se ven sino muchachos malcriados y necios, que después son unos hombres vagos, viciosos y perdidos.

Esto no puede estar en otra cosa sino en que obramos contra lo mismo que sabemos. Consentimos a los muchachos, por serlo, y por tenerles demasiado amor; ellos cuando jóvenes nos llenan de pesadumbres y disgustos, y entonces son los ojalás y los malhayas, pero sin fruto.

¿Cuánto mejor y más fácil no es domar al caballo de potro que de viejo? Tienen los padres un freno y un acicate muy oportunos para el caso, y que, sabiéndolos manejar con prudencia, es casi imposible que deje de producir buenos efectos. El freno es la ley evangélica bien inspirada, y el acicate, el buen ejemplo practicado constantemente.

Los campistas de nuestra tierra dicen que el mejor caballo necesita las espuelas; así podemos decir, que el niño más dócil   —185→   y el de mejor natural, ha menester observar buenos ejemplos para formar su corazón en la sana moral, y no corromperse. Ésta es la espuela más eficaz para que los niños no se extravíen.

El buen ejemplo mueve más que los consejos, las insinuaciones, los sermones, y los libros. Todo esto es bueno, pero por fin, son palabras, que casi siempre se las lleva el viento. La doctrina que entra por los ojos, se imprime mejor que la que entra por los oídos. Los brutos no hablan, y sin embargo, enseñan a sus hijos, y aun a los racionales con su ejemplo. Tanta es su fuerza.

No hay que admirarse de que el hijo del borracho sea borracho; el del jugador, tahúr; el del altivo, altivo, etc., etc.; porque si eso aprendió de sus padres, no es maravilla que haga lo que vio hacer. El hijo del gato caza ratón, dice el refrán.

Lo que si es maravilla, o por mejor decir, cosa de risa, es que, como apunté poco ha, cuando el hijo o hija son grandes, y grandes pícaros, cuando cometen grandes delitos y dan grandes disgustos, entonces los padres y las madres se hacen de las nuevas y exclaman: ¡Quién lo pensara de mi hijo! ¡Quién lo creyera de fulana! ¡Tontos! ¿Quién lo ha de creer, quién lo ha de pensar? Todo el mundo, porque todo el mundo ha visto cuál ha sido vuestro modo de criarlos. El milagro fuera que educándolos bien y dándolos buenos ejemplos, ellos salieran indóciles y perversos; pero que salgan malos cuando la doctrina que han mamado ha sido ninguna, y los ejemplos que han visto han sido pésimos, es una cosa muy natural, porque todos los efectos corresponden a sus causas. ¿Quién se ha admirado hasta hoy de que un poco de algodón arda si se aplica al fuego? ¿Ni que se manche un pliego de papel si se mete en una olla de tinta? Nadie, porque todos saben que es propio del fuego   —186→   quemar lo combustible, y de la tinta teñir lo susceptible de su color. Pues tan natural así es que los niños ardan con la mala educación, y se contaminen con los malos ejemplos. Lo que importa es no darles una ni otros.

Por esto entre los Lacedemonios se acostumbraba castigar en los padres los delitos de los hijos, disculpando en ellos la falta de advertencia, y acriminando en aquéllos la malicia o la indolencia.

Wenceslao y Boleslao, príncipes de Bohemia, fueron hermanos, hijos de una madre; el primero fue un santo, a quien veneramos en los altares; y el segundo un tirano cruel que quitó la vida a su mismo hermano. Distintos naturales, distintas suertes; pero ¿a qué se atribuirán sino a las distintas educaciones? Al primero lo educó su abuela Ludmila, mujer piadosísima y santa, y al segundo su madre Draomira, mujer loca, infame y torpísima. ¡Tal es la fuerza de la buena o mala educación en los primeros años!

Cuando ponderamos lo mal que hacen los padres cuando faltan a las obligaciones que tienen contraídas respecto de los hijos, no disculpamos a éstos de sus desacatos e inobediencias. Unos y otros hacen mal, y unos y otros trastornan el orden natural, infringen la ley y perjudican las sociedades en que viven, y no enmendándose, unos y otros se condenan, pues como se lee en los sagrados libros: los hijos recogen la leña, y los padres encienden el fuego55.

Es verdad que Dios dice que el hijo malcriado será el oprobio y la confusión de sus padres; pero también están llenas de anatemas las divinas letras contra tales hijos. Oíd algunas que constan en los Proverbios y el Eclesiástico. Se extinguirá la vida del que maldice a su padre, y pronto quedará entre las tinieblas del sepulcro. Mala será la fama, o se verá deshonrado   —187→   el que menosprecia a su madre. El que aflige a su padre o huye de su madre, será ignominioso e infeliz. La maldición de ésta destruye hasta los cimientos de la casa de los malos hijos; y por último: Devoren los cuervos carniceros el cadáver, y sáquenle los ojos al que se atreve a burlarse de su padre.

Horrorizan estas maldiciones; pero y qué, ¿habrá hijos tan inicuos, ingratos y desalmados que las merezcan? Esto mismo dudó Solón, y por eso cuando dio leyes a los atenienses y les señaló castigo a todos los delitos, no lo señaló al hijo ingrato y parricida56, diciendo que no se persuadía pudiera haber tales hijos. ¡Ah! Nosotros no podemos fingirnos esta duda, porque vemos mil hijos que ni merecen este nombre, según son de perversos o ingratos con sus padres.

Por el contrario, prodiga Dios las bendiciones de los hijos buenos, amantes y obedientes a sus generadores. Dice que vivirán largo tiempo sobre la tierra, que la bendición del padre afirma las casas de los hijos, esto es, su felicidad temporal. Que de la honra que tributaren al padre, resultará la gloria del hijo o su buen nombre. Que el Señor se acordará del buen hijo en el día de su tribulación, que atenderá sus oraciones, que les perdonará su pecados, y en fin, que les acompañará la bendición de Dios eternamente.

Es tan justo, debido y natural el amor, respeto y gratitud que los hijos deben a los padres, que los mismos paganos que no conocieron al verdadero Dios, ni se impusieron en sus bendiciones y amenazas, nos lo dejaron recomendado no sólo con sus plumas sino con sus obras.

¡Qué amor el de aquella joven romana que estando su padre preso y sentenciado a morir de hambre, se dio arbitrio para alimentarlo por una rendija de la puerta de la cárcel! Y   —188→   ¿con qué? Con la leche de sus pechos. Acción tan tierna que, sabida por los jueces, le granjeó el indulto al infeliz anciano.

¡Qué respeto el de aquellos dos nobles hijos Cleoves y Vitón, que faltando los caballos, ellos tiraron la carroza y condujeron hasta las puertas del templo a su madre la sacerdotisa! Acción que elogió Cicerón, y la aplaudieron tanto los romanos que veneraron como a dioses a aquellos dos tan reverentes hijos.

¡Qué piedad la de Eneas que ardiendo la ciudad de Troya en la noche fatal de su exterminio, cuando todo era espanto, terror y confusión, y no tratando todos sino de librarse de la muerte, él corre donde estaba su viejo padre Anchises, lo pone sobre sus hombros, vuela con él por entre las llamas, y le asegura la vida diciéndole:


Ea, ven a mi cerviz, que yo en mis hombros
te tengo de librar, oh padre amado,
sin que tan dulce carga en ningún tiempo
me agrave ni la estime por trabajo.
Sea después lo que fuere, que hora el riesgo
o la dicha será común a entrambos.


-Virg. En. 2.                


Estos heroicos ejemplos ¿no embelesan, no encantan, no enternecen a los buenos hijos? Y a los malos ¿no los avergüenzan y confunden? Estas brillantes acciones no fueron hechas por unos santos cristianos, ni por unos anacoretas del Yermo, sino por unos gentiles, por unos paganos, que no gozaron la luz del Evangelio, ni tuvieron noticia de sus infalibles promesas, y sin embargo amaban, veneraban y socorrían a sus padres hasta el extremo que habéis visto, sin más guía que la naturaleza, y sin más interés que la complacencia interior que es uno de los frutos de la virtud.

  —189→  

Pero los malos hijos no sólo no veneran a sus padres, sino que los insultan, y lejos de socorrerlos y alimentarlos, les disipan cuanto tienen, los abandonan y los dejan perecer en la miseria. ¡Ay de tales hijos!, y ¡ay de mí!, que fui uno de ellos, y a fuerza de disgustos y sinsabores di con mi pobre madre en la sepultura, como lo veréis en el capítulo primero del tomo que sigue.




 
 
FIN DEL TOMO PRIMERO