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ArribaAbajoCapítulo V

En el que nuestro autor refiere su prisión, el buen encuentro de un amigo que tuvo en ella, y la historia de éste


Después de muchos debates que tuvimos sobre la materia antecedente, le dije a Januario: Últimamente, hermano, yo te acompañaré a cuanto tú quieras como no sea a robar; porque, a la verdad, no me estira ese oficio; y antes quisiera quitarte de la cabeza tal tontera.

Januario me agradeció mi cariño; pero me dijo que si yo no quería acompañarlo, que me quedara; pero que le guardara el secreto, porque él estaba resuelto a salir de miserias aquella noche, topara en lo que topara; que si la cosa se hacía sin escándalo, según tenían pensado él y el Pípilo, a otro día me traería un capote mejor que el que me había jugado, y no tendríamos necesidades.

Yo le prometí guardarle el más riguroso silencio, dándole las gracias por su oferta y repitiéndole mis consejos con mis súplicas, pero nada bastó a detenerlo. Al irse me abrazó, y me puso al cuello un rosario diciéndome: por si tal vez por un accidente no nos viéremos, ponte este rosarito para que te acuerdes de mí. Con esto se marchó y yo me quedé llorando; porque lo quería, a pesar de conocer que era un pícaro. No sé qué tiene la comunicación contraída y mantenida desde muchachos que engendra un cariño de hermanos.

Fuese mi amigo, y yo pasé tristísimo lo restante de la tarde sintiendo su abandono y temiendo una funesta desgracia. A las nueve de la noche no cabía yo en mí, extrañando al compañero; y al modo de los enamorados me salí a rondarlo por aquella calle donde me dijo que vivía la viuda.

Embutido en una puerta y oculto a la merced del poco alumbrado   —75→   de la calle, observé que como a las diez y media llegaron a la casa destinada al robo dos bultos, que al momento conocí eran Januario y el Pípilo; abrieron con mucho silencio, emparejaron la puerta, y yo me fui con disimulo a encender un cigarro en la vela del farol del sereno que estaba sentado en la esquina.

Luego que llegué lo saludé con mucha cortesía; él me correspondió con la misma, le di cigarro, encendí el mío, y apenas empezaba yo a enredar conversación con él esperando el resultado de mi amigo, cuando oímos abrir un balcón y dar unos aritos terribles a una muchacha que sin duda fue la criada de la viuda: Señor sereno, señor guarda, ladrones; corra usted, por Dios, que nos matan.

Así gritaba la muchacha, pero muy seguido y muy recio. El guarda luego luego se levantó, chifló lo mejor que pudo y echó unas cuantas bendiciones con su farol en medio de las bocacalles para llamar a sus compañeros, y me dijo: amigo, deme usted auxilio, tome mi farol y vamos.

Cogí el farol, y él se terció su capotito y enarboló su chuzo; pero mientras hizo estas diligencias se escaparon los ladrones. El Pípilo, a quien conocí por su sombrero blanco, pasó casi junto a mí, y por más que corrió el sereno, y yo (que también hice que corría), fue incapaz de darle alcance porque le nacieron alas en los pies. No le valió al sereno gritar, atájenlo, atájenlo, pues aquellas calles son poco acompañadas de noche y no había muchos atajadores.

Ello es que el Pípilo se escapó, y con menos susto Januario, que tomó por la otra bocacalle, por donde no hubo sereno ni quien lo molestara para nada.

Entre tanto, llegaron otros dos guardas, y casi tras ellos una patrulla. La muchacha todavía no cesaba de dar gritos en el balcón, pidiendo un padre, asegurando que habían matado a su ama. A sus voces acudimos todos y entramos en la casa.

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Lo primero que encontramos fue a la dicha muchacha llorando en el corredor, diciéndonos: ¡ay, señores!, un padre y un médico, que ya mataron a mi ama esos indignos.

El sargento de la patrulla con dos soldados, los serenos y yo, que no dejaba el farol de la mano, entramos a la recámara donde estaba la señora tirada en su cama, la cual estaba llena de sangre y ella sin dar muestras de vida.

La vista horrorosa de aquel espectáculo sorprendió a todos, y a mí me llenó de susto y de lástima; de susto, por el riesgo que corría Januario si lo llegaban a descubrir, y de lástima, considerando la injusticia con que habían sacrificado aquella víctima inocente a su codicia.

A poco rato llegaron casi juntos el médico y el confesor, a quienes fue a llamar un soldado por orden del sargento luego que éste desde la calle oyó los gritos de la muchacha.

En cuanto llegaron, se acercó el sacerdote a la cama, y viendo que ni por moverla ni por hablarla se movía, la absolvió bajo de condición, y se retiró a un lado.

Entonces se acercó el médico, y como más práctico advirtió que estaba privada y que aquella sangre era un achaque mujeril. Salímonos a la sala ya consolados de que no era la desgracia que se pensaba, mientras entre el médico y la moza curaron caseramente a la enferma.

Concluida esta diligencia y vuelta en sí del desmayo, llamó el sargento a la criada para que viera lo que faltaba en la casa. Ella la registró toda, y dijo que no faltaba más que el cubierto con que estaba cenando su ama, y el hilito de perlas que tenía en el cuello; porque, luego que uno de los ladrones cargó con ella para la cama, el otro se embolsó el cubierto; y sin ser bastante o sin advertir a detener a la que daba esta razón, salió al balcón y comenzó a gritar al sereno, a cuyos gritos no hicieron los ladrones más que salirse a la calle corriendo.

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Yo estaba con el farol en la mano, desembozado el sarape y   —77→   con aquella serenidad, que infunde la inocencia; pero la malvada moza, mientras estaba dando esta razón, no me quitaba un instante la vista, repasándome de arriba abajo. Yo lo advertí, pero no se me daba nada, atribuyéndolo a que no le parecía muy malote.

Preguntole el sargento si ¿conocía a alguno de los ladrones?, y ella respondió: sí señor, conozco a uno que se llama señor Januario, y le dicen por mal nombre Juan Largo, y no sale de este truquito de aquí a la vuelta, y este señor lo ha de conocer mejor que yo. A ese tiempo me señaló, y yo me quedé mortal, como suelen decir. El sargento advirtió mi turbación y me dijo: sí, amigo, la muchacha tiene razón sin duda. Usted se ha inmutado demasiado, y la misma culpa lo está acusando. ¿Usted será quizá el sereno de esta calle? No señor, lo dije yo, antes, cuando la señora salió al balcón a gritar, estaba yo chupando un cigarro con el sereno, y nosotros fuimos los primeros que vinimos a dar el auxilio. Que lo diga el señor.

Entonces el sereno confirmó mi verdad; pero el sargento, en vez de convencerse, prosiguió: sí, sí, tan buena maula será usted como el sereno. ¿Serenos?, ¡ah!, ahorcados los vea yo a todos por alcahuetes de los ladrones; si éstos no tuvieran las espaldas seguras con ustedes, si ustedes no se emborracharan, o se durmieran, o se alejaran de sus puestos, era imposible que hubiera tantos robos.

El sereno se apuraba y juraba atestiguando conmigo que no estaba retirado ni durmiendo; pero el sargento no le hizo caso, sino que preguntó a la muchacha: ¿y tú, hija, en qué te fundas para asegurar que éste conoce al ladrón! ¡Ay, señor!, dijo la muchacha, en mucho, en mucho. Mire su mercé, ese sarape que tiene el señor es el mismo del señor Juan Largo, que yo lo conozco bien, como que cuando salía a la tienda o a la plaza no más me andaba atajando, por señas que ese rosario que tiene el señor es mío, que ayer me agarró ese pícaro del   —78→   descote de la camisa y del rosario, y me quería meter en un zaguán, y yo estiré y me zafé y hasta se rompió la camisa, mire su mercé, y mi rosario se le quedó en la mano y se reventó; por señas que ha de estar añidido y le han de faltar cuentas, y es el cordón nuevecito, es de cuatro y de seda rosada y verde, y en esa bolsita que tiene ha de tener dos estampitas, una de mi amo señor San Andrés Avelino, y otra de Santa Rosalía.

Frío me quedé yo con tanta seña de la maldita moza, considerando que nada podía ser mentira, como que el rosario había venido por mano de Januario, y ya él me había contado la afición que le tenía.

El sargento me lo hizo quitar, descosió la bolsita, y dicho y hecho, al pie de la letra estaba todo conforme había declarado la muchacha. No fue menester más averiguación. Al instante me trincaron codo con codo con un portafusil, sin valer mis juramentos ni alegatos, pues a todos ellos contestó el sargento: bien, mañana se sabrá cómo está eso.

Con esto me bajaron la escalera, y la moza bajó también a cerrar la puerta, y, viendo que no podía meter la llave, advirtió que el embarazo era la ganzúa que habían dejado en la chapa. La quitó y se la entregó al sargento. Cerró su puerta y a mí me llevaron al vivac principal.

Luego que me entregaron a aquella guardia, preguntaron sus soldados a mis conductores que ¿por qué me llevaban? Y ellos respondieron que por cuchara, esto es, por ladrón. Los preguntones me echaron mil tales, y como que se alegraron de que hubiera yo caído, a modo que fueran ellos muy hombres de bien. Escribieron no sé qué cosa, y se marcharon; pero al despedirse dijo el sargento a su compañero: tenga usted cuidado con ése, que es reo de consecuencia.

No bien oyó el sargento de la guardia tal recomendación, cuando me mandó poner en el cepo de las dos patas.

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La patrulla se fue; los soldados se volvieron a encoger en su tarima; el centinela se quedó dando el quien vive a cuantos pasaban, y yo me quedé batallando con el dolor del cepo, el molimiento del envigado, una multitud de chinches y pulgas que me cercaron y, lo peor de todo, un confuso tropel de pensamientos tristes que me acometieron de repente.

Ya se deja entender qué noche pasaría yo. No pude pegar los ojos en toda ella, considerando el terrible y vergonzoso estado a que me veía reducido sin comerla ni beberla, sólo por haber conservado la amistad de un pícaro58.

Amaneció por fin; se tocó la diana, se levantaron los soldados echando votos, como acostumbran, y cuando llegó la hora de dar el parte lo despacharon al Mayor de Plaza, y a mí amarrado como un cohete entre los soldados para la cárcel de corte.

Luego que entré del boquete al patio tocaron una campana que, según me dijeron después, era diligencia que se hacía con todos los presos, para que el alcaide y los guardianes de arriba estuviesen sobre aviso de que había preso nuevo.

En efecto, a poco rato oí que comenzó uno a gritar: ese nuevo, ese nuevo para arriba. Advirtiéronme los compañeros que a mí me llamaban, y el presidente, que era un hombretón gordo con un chirrión amarrado en la cintura, me llevó arriba y me metió en una sala larga, donde en una mesita estaba el alcaide, quien me preguntó ¿cómo me llamaba, de dónde era, y quién me había traído preso? Yo por no manchar mi generación dije que me llamaba Sancho Pérez, que era natural de Ixtlahuaca, y que me habían traído unos soldados del Principal.

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Apuntaron todo esto en un libro y me despacharon. Luego que bajé me cobró el presidente dos y medio, y no sé cuánto de patente. Yo, que ignoraba aquel idioma, le dije que no quería asentarme en ninguna cofradía en aquella casa, y así, que no necesitaba de patente. El cómitre maldito, que pensó que me burlaba de él, me dio un bofetón que me hizo escupir sangre, diciéndome: so tal (y me lo encajó), nadie se mofa de mí, ni los hombres, contimás un mocoso. La patente se le pide, y si no quieres pagarla, harás la limpieza, so cucharero. Diciendo esto se fue, y me dejó, pero me dejó en un mar de aflicciones.

Había en aquel patio un millón de presos. Unos blancos, otros prietos; unos medio vestidos, otros decentes; unos empelotados, otros enredados en sus pichas; pero todos pálidos, y pintada su tristeza y su desesperación en los macilentos colores de sus caras.

Sin embargo, parece que nada se les daba de aquella vida, porque unos jugaban albures, otros saltaban con los grillos, otros cantaban, otros tejían medias y puntas, otros platicaban, y cada cual procuraba divertirse; menos unos cuantos más fisgones que se rodearon de mí a indagar cuál era el motivo de mi prisión.

Yo les contesté ingenuamente, y así que me oyeron se separaron riendo, y en un momento ya me conocían entre todos por cuchara.

Nadie me consolaba, y todo el interés que manifestaron por saber la causa de mi arresto fue una simple curiosidad. Pero, para que se vea que en el peor lugar del mundo hay hombres buenos, atended.

Entre los que escucharon el examen que me hacían los presos fisgones estaba un hombre como de cuarenta años, blanco y no de mala presencia, vestido con sola su camisa, unos calzones de pana azul, una manga morada, botas de campo, o   —81→   campaneras, como llamamos, zapatos abotinados y sombrero blanco tendido. Éste, luego que me dejaron solo, se acercó a mí, y con una afabilidad nueva para mí en aquellos lugares me dijo: amiguito, ¿gusta usted de un cigarro? Y me lo dio sentándose junto a mí. Yo lo tomé agradeciéndole su comedimiento, y él me instó para que fuera a su calabozo a almorzar de lo que tenía. Torné a manifestarle mi gratitud y me fui con él.

Luego que llegamos a su departamento, descolgó un tompeate que tenía en la pared, sacó un trusco59 de queso y una torta de pan, y lo puso en mis manos diciéndome: la posada no puede ser peor, ni hay cosa mejor que ofrecerle a usted; pero ¿qué hemos de hacer? Comamos esto poco que Dios nos da, estimando usted mi afecto, y no el agasajo, porque éste es bastante corto y grosero.

Yo me admiraba de escuchar unos comedimientos semejantes a un hombre, al parecer, tan ordinario, y entre asombrado y enternecido le dije: le doy a usted infinitas gracias, señor, no tanto por el agasajo que me hace, cuanto por el interés que manifiesta en mi desgraciada suerte. A la verdad que estoy atónito, y no acabo de persuadirme cómo puede hallarse un hombre de bien, como usted debe ser, en estos horrorosos lugares, depósitos de la iniquidad y de la malicia.

El buen amigo me contestó: es cierto que las cárceles son destinadas para asegurar en ella a los pícaros y delincuentes; pero algunas veces otros más pícaros y más poderosos se valen de ellas para oprimir a los inocentes, imputándoles delitos que no han cometido, y regularmente lo consiguen a costa de sus cábalas y artificios, engañando la integridad de los jueces más vigilantes; pero según el dictamen de usted sin duda yo me he engañado en el mío.

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¿Pues cuál es el de usted?, le dije. El mío, me contestó, es el que acabo de decir, esto es: que aunque el instituto de las cárceles sea asegurar delincuentes, la malicia de los hombres sabe torcer este fin, y hacer que sirvan para privar de su libertad a los hombres de bien en muchos casos, de lo que tenemos abundancia de ejemplares que nos eximen de más pruebas.

Conforme a este mi parecer y no sé por qué particular simpatía me compadeció usted luego que vi el mal tratamiento que le hizo el presidente, y formé idea de que era usted un hombre de bien, y que tal vez lo había sepultado en estas mazmorras algún enemigo poderoso como a mí; mas ya usted me ha hecho variar de pensamiento, pues cree que en las cárceles no puede haber sino reos criminales, y así me persuado ahora que usted, como joven sin experiencia, habrá delinquido más por miseria humana que por malicia; pero cuando así sea, hijo mío, no crea usted que me escandalizo, ni menos que lo dejo de amar y de compadecer; porque en el hombre se debe aborrecer el vicio, pero nunca la persona. Por tanto, pídale usted licencia al presidente para venirse a este calabozo, y si le tiene miedo, yo se la pediré y pondrá usted su cama, cuando se la traigan, junto a la mía, así para servirse de mí en lo poco que sea útil, como para que se libre de las mofas de los demás presos que, como gente muy vulgar, sin principios ni educación alguna, se entretienen siempre burlándose con los pobres nuevos que vienen a ser inquilinos de estas cuadras.

Yo le retorné mis agradecimientos, añadiendo: no puedo menos que considerar en usted un hombre muy sensible y muy de bien, o más propiamente un genio bienhechor que se digna dedicarse a ser mi ángel tutelar en el desamparo en que me hallo, y me he avergonzado de haberme explicado con tanta necedad que pude persuadir a usted que creía que cuantos están en las cárceles son pícaros, pues ciertamente cuando usted   —83→   no fuera una de las excepciones de esta regla, yo mismo soy una prueba contraria al mal juicio que había formado de las cárceles...

Según eso, interrumpió el amigo, ¿usted no ha venido aquí por ningún delito? Ya se ve que no, dije, y en seguida le conté punto por punto mi vida y milagros hasta la época infeliz de mi prisión.

El compañero me atendió con mucha cortesía, y luego que hube concluido me dijo: amigo, la sencillez con que usted me ha referido sus aventuras me confirma en el primer concepto que hice luego que lo vi, esto es, que usted era un mozo bien nacido, y que había venido por una desgracia imprevista; aunque es constante que no padece sin delito. No robó ni cooperó al robo; pero, ¡ay amigo!, tiene usted sobre sí las lágrimas que arrancó a su madre, y tal vez la muerte que probablemente le anticipó con sus extravíos, y los delitos que se cometen contra los padres claman al cielo por la venganza. Por ahora no hay más que conocer esta verdad, arrepentirse y confiar en la divina Providencia, que, aun cuando castiga, siempre dirige sus decretos a nuestro bien.

Por lo que toca a mí, ya le dije, cuente con un amigo y con mis infelices arbitrios, que los emplearé gustosísimo en servirlo.

Por tercera vez le di las gracias conociendo que su oferta no era de boca, como las que se usan comúnmente; y picándome la curiosidad de saber quién sería aquel hombre amable, no pude contenerme, sino que con pocos circunloquios le supliqué me hiciera el favor de imponerme de sus infortunios. A lo que él me contestó con mucho agrado diciéndome: don Pedro, cuando no fuera por corresponder a la confianza que usted ha usado conmigo contándome sus tragedias, haría de buena gana lo que me suplica, porque es sabido y cierto que las penas comunicadas cuando no sanan se alivian. En esta inteligencia   —84→   ha de saber usted que yo me llamo Antonio Sánchez; mis padres fueron de buena cuna y arreglada conducta, y ambos tuvieron un florido capital, del que yo habría disfrutado si la Providencia no me hubiera destinado a padecer desde que vi la luz primera; bien que no me quejo de mi suerte cuando recuerdo mis desgracias, pues sería un blasfemo si hablara con resentimiento de un Dios que me ama infinitamente más que yo mismo, y quien infaliblemente todo lo dispone para mi beneficio; pero sólo en tono de la relación de mi vida digo que desde que nací fui desgraciado, porque mi madre murió en el momento que salí de sus entrañas, y ya se sabe que esta orfandad desde el nacimiento acarrea una larga serie de fatalidades a los que hemos tenido esta desventura.

Mi buen padre no perdonó fatiga, gasto ni cuidado para suplir esta falta; y así entre nodrizas, ayas y criadas pasé mi puerilidad con aquella alegría propia de la edad, sin dejar de aprender aquellos principios de religión, urbanidad y primeras letras, en que no se descuidó de instruirme mi amante padre, con aquel esmero y cariño con que se tratan por los buenos padres los primeros y únicos hijos.

Quince años contaba yo cuando el mío me puso en el colegio, donde permanecí tres muy contento y lleno de inocentes satisfacciones, que se me acabaron con el fallecimiento de su merced, quedando bajo la tutela del albacea, cuyo nombre dejo en silencio por no descubrir enteramente al autor de mis desgracias. Ya usted conocerá por esta expresión que mi albacea en poco tiempo concluyó con mis bienes, dejándome en las garras de la indigencia, y cuando ya no tuvo qué hacer, se fugó de Orizaba, de donde soy natural, sin dejarme siquiera recomendado a su corresponsal que tenía en México.

Éste, luego que supo su ausencia y el funesto motivo que la había ocasionado, fue al colegio, borró colegiatura, me llevó a su casa, me impuso de mi triste situación, concluyendo con   —85→   decirme que él era un pobre cargado de familia que se compadecía de mi desgracia, pero que no podía hacerse cargo de mí, y así que solicitara la protección de mis parientes, y viera lo que hacía.

Considere usted qué tal me quedaría con semejante noticia. Tenía entonces diez y ocho años y ninguna experiencia; pero por especial favor de Dios ni había contraído ningún vicio vergonzoso ni pensaba a lo muchacho; y así le dije que dentro de ocho días resolvería lo que había de hacer, y le avisaría.

En el momento fui a ver a un estudiante pobre y hombre de bien, a quien, después de contarle mis desgracias, le encargué que me vendiese mi cama, libros, manto, turca, reloj y cuanto consideré que podía valer algo.

En efecto, mi amigo hizo la diligencia con eficacia y prontitud, y al segundo día me trajo ciento y pico de pesos. Le di su gratificación, y cambié la mayor parte en oro, comprando con el resto una manga y unas botas semiviejas.

Hecha esta diligencia, fui a los mesones a buscar un pasajero que estuviera de viaje para mi tierra. Por fortuna no fue vana mi solicitud; hallé un arriero que iba a llevar cigarros y traer tabaco, y por diez pesos ajusté con él mi marcha. Entonces avisé mi determinación al corresponsal de mi albacea, quien me la aprobó, y despidiéndome de él y de su familia me fui al mesón y a los dos días partimos para Orizaba.

No me pareció este viaje como los anteriores que había hecho por el mismo camino cuando iba a vacaciones, especialmente en vida del señor mi padre; mas era otro tiempo y era forzoso acomodarme a las circunstancias.

Llegué por fin a la expresada villa sin novedad y, recelando algún despego en uno que otro pariente que tenía acomodado, determiné ir a apearme en casa de unas tías viejas que conocía me amaban, y no desdeñarían de hospedarme.

No salió falso mi modo de pensar, porque luego que me vieron   —86→   las pobrecillas comenzaron a llorar, como que sabían primero que yo mis infortunios, me abrazaron y me internaron a la casita, asegurándome que la mirara como mía.

Les manifesté mi gratitud lo mejor que pude, diciéndoles pensaba en acomodarme en alguna tienda, hacienda o cosa semejante para comenzar a aprender a ganar el pan con el sudor de mi frente, que era ya lo único a que podía aspirar.

Las benditas viejas se enternecían con estas cosas, y yo redoblaba mis agradecimientos a sus sentimientos expresivos.

Seis días contaba yo de hospedaje en su casa, cuando una tarde entró en ella un señor muy decente a quien yo no conocía, y mis tías trataban con confianza, porque le lavaban y cosían su ropa cuando transitaba por allí, y valiéndose de su comunicación le dijeron: señor don Francisco, ¿conoce usted a este niño?, señalándome. El caballero dijo que no, y ellas añadieron: es nuestro sobrino Antoñito, el hijo de su amigo de usted nuestro difunto don Lorenzo Sánchez, que en paz descanse.

¿Es posible, dijo el caballero, que este joven desgraciado es el hijo de mi amigo? ¿Y qué hace aquí, en este traje tan indecente? ¿No estaba en el colegio? Sí, señor, respondieron mis tías, pero como su albacea echó por ahí todo su patrimonio, se halla el pobrecillo reducido a buscar en qué ganar la vida con su trabajo, y mientras se ha venido con nosotras.

Ya tenía yo noticia de la fechoría de ese bribón, dijo el caballero, pero no lo quería creer. ¿Y qué, amiguito, nada le dejó a usted? Nada, señor, le contesté, de suerte que para poder trasladarme a esta villa tuve que vender manto, cama, libros y otras frioleras.

¡Válgame Dios! ¡Pobre joven!, prosiguió el don Francisco. ¡Ah, pícaros, pícaros albaceas, que tan mal desempeñáis los encargos de los testadores, enriqueciéndoos con lo ajeno y dejando por puertas a los miserables pupilos!

Amiguito, no se desanime usted, sea hombre de bien, que no   —87→   todos los que tienen que comer han heredado, así como las horcas no suspenden a cuantos ladrones hay, que si así lo hicieran no se pasearan riendo tantos albaceas ladrones que hay como el de su padre de usted. ¿Sabe usted escribir razonablemente? Señor, le dije, verá usted mi letra, y en seguida escribí en un papel no sé qué.

Le gustó mucho mi letra, y me examinó en cuentas, y viendo que sabía alguna cosa me propuso que si quería irme con él a tierra adentro, donde tenía una hacienda y tienda, que me daría quince pesos cada mes el primer año, mientras me adiestraba, a más de plato y ropa limpia.

Yo vi el cielo abierto con semejante destino, que entonces me pareció inmejorable, como que no tenía ninguno, ni esperanza de lograrlo; y así admití al instante, dándole yo y mis tías muchas gracias.

El caballero debía partir al día siguiente a su destino, y así me dijo que desde aquella hora corría yo por su cuenta, que me despidiera de mis tías, y me fuera con él a su posada.

Resolví hacerlo así, y saqué de la faldriquera cuatro onzas de oro que me habían quedado de la realización de mis haberes, dándoles tres de ellas a mis tías, que no querían admitir por más que yo porfiaba en que las recibieran, asegurándolas que no las había reservado con otro objeto que el dárselas luego que me acomodara, que ya había llegado ese caso, y de consiguiente el de que yo les manifestara mi gratitud.

Con todo esto rehusaban mis tías el admitirlas, hasta que mi amo (que ya es menester nombrarlo así) les dijo que las recibieran, pues yo a su lado nada necesitaría.

Tomáronlas, por fin, y despedímonos entre lágrimas, abrazos y propósito de escribirnos. A otro día salimos de Orizaba, y al mes y días llegamos a Zacatecas, donde estaba la ubicación de mi amo.

Antes de ponerme en su tienda hizo llamar al sastre y a la   —88→   costurera, y con la mayor presteza se me hizo ropa blanca y de color, ordinaria y de gala, comprándoseme cama, baúl y todo lo necesario.

Yo estaba contento pero azorado al ver su munificencia, considerando que según lo que había gastado en mí y mi ruin sueldo de quince pesos, ya estaba yo vendido por cuatro o cinco años cuando menos.

Ya habilitado de esta suerte y recomendándome con el título de su ahijado, me entregó en la tienda a disposición del cajero mayor.

No acabaría si circunstanciadamente quisiera contar a usted los favores que le debí a este mi nuevo padre, pues así lo amaba, y él me quiso como a hijo; porque era viudo y no tuvo sucesión. Baste decir a usted que en doce años que viví con él me apliqué tanto, trabajé con tal tesón y fidelidad, y le gané de tal modo la voluntad, que yo fui no sólo el cajero mayor y el árbitro de sus confianzas, sino que llenaba la boca llamándome hijo, y yo le correspondía tratándolo de padre.

Pero como los bienes de esta vida no permanecen, llegó el tiempo de que se me acabara el poco que había logrado de descanso.

Un sujeto, a quien había fiado en la administración de real hacienda, quebró y cubrió mi amo esta falta con la mayor parte de sus intereses, y a seguida le acometió una terrible fiebre de la que falleció al cabo de quince días, dejándome lleno de dolor, que procuraba desahogar en vano con mis lágrimas, las que no enjugué en mucho tiempo, sin embargo de verme heredero de todo cuanto le había quedado, que después de realizado se redujo a ocho mil pesos.

Traté de separarme de aquella tierra, así para no tener a la vista objetos que me renovasen cada día el sentimiento de su falta, como para atender y recoger a una de mis pobres tías que había quedado.

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Con esta determinación me hice de una libranza para Veracruz, y marché con dos mozos y mi equipaje para mi tierra. Llegué en pocos días, tomé una casa, la equipé, y a la primera visita que hice a mi bienhechora tía me la llevé a ella.

Fui después a Veracruz, empleé mis mediecillos y me dediqué a la viandancia, en la que no me fue mal, pues en seis años ya mi capitalito ascendía a veinte mil pesos.

La que llaman fortuna parece que se cansaba pronto de serme favorable. Contraje amistad estrecha con dos comerciantes ricos de Veracruz, y éstos me propusieron que si quería entrar a la parte con ellos en cierta negociación de un contrabando interesante que estaba a bordo de la fragata Anfitrite. Para esto me mostraron las facturas originales de Cádiz, sobre cuyos precios designaba el dueño para sí una muy corta utilidad, pues siendo todos los efectos ingleses, escogidos y comprados también por alto, el interesado se contentaba con un quince por ciento, pero con la condición de que antes de desembarcarlos se debía poner el dinero en su poder, siendo el desembarque de cuenta y riesgo de los compradores.

Yo me mosquié un poco con tal condición, pero los compañeros me animaron, asegurándome que eso era lo de menos, pues ya estaban comprados los guardas, que una noche se verificaría el desembarco por la costa en dos botes o lanchas del mismo puerto.

Como la codicia agitada por el interés atropella por todo, fácilmente convine con mis camaradas, creyendo hacerme de un principal respetable en dos meses.

Con esta resolución procuré realizar cuanto tenía, y puse mi plata en poder de mis amigos, quienes celebraron el trato con el marino poniendo todo el importe a su disposición.

Todo estaba facilitado para desembarcar seguramente el contrabando, y se hubiera verificado si uno de los mismos   —90→   guardas comprados no hubiera hecho una de las suyas, dando al virreinato la más cabal y circunstanciada noticia del desembarque clandestino, con cuya diligencia se tomaron contra nosotros las precauciones y providencias que exigía el caso, de modo que cuando lo supimos fue cuando el cargamento estaba en tierra y decomisado.

No nos valió diligencia para rescatarlo, y tomamos escapar las personas. Yo era de los tres el más pobre, y sin duda el más codicioso, porque invertí todo mi capital en la negociación, por cuya razón lo perdí todo.

Cáteme usted de la noche a la mañana sin blanca, y perdido en una hora todo lo que había adquirido en diez y ocho años de trabajo.

Poco faltó para desesperarme, y más cuando murió la pobre de mi tía, que no pudo resistir este golpe; pero, en fin, procuré hacer, como dicen, de tripas corazón, y vendiendo lo poco que me quedó, y cobrando algunos picos que me debían, me junté con cerca de dos mil pesos, y con ellos comencé de nuevo a trabajar; pero ya con tan poco puntero lo más que hacía era mantenerme.

En este tiempo (¡locuras de los hombres!), en este tiempo se me antojó casarme, y de hecho lo verifiqué con una niña de la villa de Jalapa, quien a una cara peregrina reunía una bella índole y un corazón sencillo; en fin, era una de aquellas muchachas que ustedes los mexicanos llaman payas.

Las muchas prendas que poseía, y el conocimiento que yo tenía de ellas, me la hacían cada día más amable, y por tanto le procuraba dar gusto en cuanto ella quería.

Entre lo que quiso, fue venir a México para ver lo que le habían contado de esta ciudad, a donde jamás había venido. No necesitó más que insinuármelo para que yo dispusiera el traerla... ¡Ojalá y nunca lo hubiera pensado!

Serían como dos mil y trescientos pesos con los que emprendí   —91→   mi marcha para esta capital, a donde llegué con mi esposa muy contento, pensando gastar los trescientos pesos en pasearla, y emplear los dos mil en algunas maritatas, volviéndome a mi tierra dentro de un mes, satisfecho de haber dado gusto a mi mujer, y con mi capitalito en ser; ¡pero qué errados son los juicios de los hombres! Diversos planes tenía trazados la Providencia para castigar mis excesos y acrisolar el honor de mi consorte.

Posamos en el mesón del Ángel, y luego luego mandé llamar al sastre para que le hiciese trajes del día, en cuya operación, como bien pagado, no se tardó mucho tiempo, porque las manos de los artesanos se mueven a proporción de la paga que han de recibir.

A los dos días trajo el sastre los vestidos, que le venían a mi mujer como pintados, pues era tan hermosa de cara como gallarda de cuerpo. Fuera de que, aunque era payita, no era de aquellas payas silvestres y criadas entre las vacas y cerdos de los ranchos; era una de las jalapeñas finas y bien educadas, hija de un caballero que fue capitán de una de las compañías del regimiento de Tres Villas; y por aquí conocerá usted cuán poco tendría que aprender de aquel garbo, o lo que llaman aire de taco las cortesanas.

Efectivamente, luego que comencé a presentarla en los paseos, bailes, coliseo y tertulias, advertí con una necia complacencia que todos celebraban su mérito, y muchos con demasiada expresión. ¿Quién creerá que era yo tan abobado que pensaba que no había ningún riesgo en las adulaciones y lisonjas que la prodigaban? Así era, y yo las correspondía con gratitud; y aún hacía más en mi daño, que era franquearla en cuantos lugares públicos podía, congratulándome de que festejaran su mérito y envidiaran mi dicha. ¡Necio! Yo ignoraba que la mujer hermosa es una alhaja que excita muy vivamente la codicia del hombre, y que el honor en estos casos se aventura   —92→   con exponerla con frecuencia a la curiosidad común; mas...

Aquí llegaba la conversación de mi amigo cuando la interrumpieron unos gritos que decían: ese nuevo, anda Sancho Pérez, anda cucharero, anda hijo de p... Mi amigo me advirtió que sin duda a mí me llamaban. Era así, y yo tuvo que dejar pendiente su conversación.




ArribaAbajoCapítulo VI

Cuenta Periquillo lo que le pasó con el escribano, y don Antonio continúa contándole su historia


Suspendí la conversación de mi amigo, según dije, para ir a ver qué me querían. Subí lleno de cólera al ver el tratamiento tan soez que me daba aquel meco, mulato o demonio de gritón (que era un preso destinado al efecto de llamar a los demás) que fue el que me condujo a la misma sala o cuadra donde me asentó el alcaide; pero no me llevó a su mesa, sino a otra donde estaba un figurón prietusco y regordete, que por los ojos centellaba el fuego que abrigaba su corazón.

Luego que llegamos allí me dijo el picarón: éste es el señor secretario que llama a usted. El tal escribano entonces volvió la cara y, echándome una mirada infernal, me dijo: espérate ahí. El gritón se fue, y yo me quedé un poco retirado de la mesa, y muy fruncido, esperando que acabara de moler a un pobre indio que tenía delante.

Luego que despachó a éste, me llamó y, haciéndome poner la señal de la cruz, me dijo que si ¿sabía lo que era jurar? Que por ningún caso debía mentir ni quebrantar el juramento, sino decir la verdad en lo que supiere y fuera preguntado, aunque me ahorcaran. Que si ¿juraba hacerlo así? Yo respondí afirmativamente, y él añadió con una gravedad de un varón   —93→   apostólico, si así lo hicieres, Dios te ayude; y si no, te lo demande.

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Concluida esta formalidad, comenzó a preguntarme: ¿Quién era yo? ¿Cómo me llamaba? ¿Qué calidad, cuántos años, qué oficio y estado tenía? ¿De dónde era? De manera que ya estaba yo desesperado con tantas preguntas, creyendo que llevaba traza de preguntarme de qué color eran las primeras mantillas que me pusieron.

Tantas preguntas y repreguntas pararon en que me hizo contarle cuanto quiso acerca del modo con que había adquirido el rosario de la moza, de la amistad que llevaba con Januario, de los conocidos del truquito, y de otras cosillas de éstas, que a mí entonces me parecieron menudencias.

Así que escribió como dos pliegos de papel, me hizo que los firmara, después de lo cual me envió a mi destino.

Bajeme muy contento, deseando acabar de oír la tragedia de mi amigo, a quien hallé recostado en su cama, divertido con la lectura de un libro.

Luego que me vio, cerrolo, y sentándose en la cama me preguntó que ¿cómo me había ido? Yo le respondí que ni bien ni mal, pues la llamada se redujo a hacerme mil preguntas el escribano y a escribir dos pliegos de papel, los que firmé, y quedé expedito para volver a gustar de su amable conversación.

Él me contestó con urbanidad, y me dijo: esas preguntas que han hecho a usted se llama tomar la declaración preparatoria. Es menester que tenga usted muy presente lo que ha respuesto para que no se enrede o se contradiga cuando le tomen la confesión con cargos, que es el paso más serio de la causa, y del que depende, las más veces, el buen o mal éxito de los reos.

¡Virgen Santísima!, eso sí está malo, dije, porque hoy me hicieron una infinidad de preguntas y de cosas que muchas me   —94→   parecieron frioleras. ¿Quién se acordará después de todo lo que yo contesté a ellas? ¿Y de aquí a cuándo será la confesión con cargos?

Eso va largo, dijo don Antonio, porque, como el robo no fue cuantioso, es regular que no haya parte que agite, y en este caso la causa se seguirá de oficio; y como estas causas no producen, por lo regular, costas a los escribanos, porque los delincuentes no tienen tras qué caer, las dejan dormir cuanto quieren, y vea usted como su confesión con cargos la puede esperar de aquí a tres meses, por ahí por ahí.

Mucho me desconsuela esa noticia, le dije, por dos razones: la primera, por la dilación que me espera en esta infame casa; y la segunda, porque en tanto tiempo es muy fácil que me olvide de lo que ahora respondí.

Por lo que toca a la dilación, me contestó mi amigo, no es mucha. Los tres meses que he dicho son el plazo que prudentemente considero que pasará para dar el segundo paso en su causa de usted, pero... Dispense usted, le interrumpí, ¿cómo es eso del segundo paso? ¿Pues qué no es el último, y con el que, justificada mi inocencia, me echarán a la calle?

Riose mi amigo de mi simpleza, diciéndome: ¡qué bien se conoce que en su vida de usted las ha visto más gordas! Sí, se echa de ver que usted no sólo no ha estado preso jamás, pero ni se ha juntado con quien lo haya estado. Así es, le dije, y me he acompañado con buenos pillos, mas de nadie he sabido que haya estado preso, y por lo mismo me cogen estas cosas de nuevo. Pero qué, ¿todavía de aquí a tres meses estará mi negocio muy espacio?

Sí, querido, me respondió mi amigo. Las causas (no siendo muy ruidosas, ejecutivas o agitadas por partes) andan con pies de plomo. ¿No ha oído usted por ahí un axioma muy viejo que dice que en entrando a la cárcel se detienen los reos en si es o no es, un mes; si es algo, un año; y si es cosa grave, sólo   —95→   Dios sabe? Pues de esto conocerá usted que aquí se eternizan los hombres.

¿Pero en siendo inocentes?, pregunté. No importa nada, respondió el amigo. Aunque usted esté inocente (como no tiene dinero para agitar su causa ni probar su inocencia) mientras que ello no se manifiesta de por sí, y a pasos tan lentos, pasa una multitud de tiempo.

Ésa es una injusticia declarada, exclamé, y los jueces que tal consienten son unos tiranos disimulados de la humanidad; pues que las cárceles que no se han hecho para oprimir, sino para asegurar a los delincuentes, mucho menos son para martirizar a los inocentes privándolos de su libertad.

Usted dice muy bien, dijo mi amigo. La privación de la libertad es un gran mal, y si a esta privación se agrega la infamia de la cárcel, es un mal no sólo grande sino terrible; y tanto, que tenemos leyes que quieren que en ciertos casos y a tales personas se les admitan fianzas de estar a derecho, pagar, etc., y no se sepulten en estos horrorosos lugares; pero sepa usted que los jueces no tienen la culpa de las morosidades de las causas, ni de los perjuicios que por ellas sufren los miserables reos. En los escribanos consiste este y otros daños que se experimentan en las cárceles, porque en ellos está el agitar o echar a dormir los negocios de los reos; y ya le dije a usted que las causas de oficio andan espacio porque no ofrecen mucho lugar a las tenidas.

Eso es decir, repuse yo, que los más escribanos son venales, y que sólo se afanan, trabajan y dan curso a cualquier negocio por interés; pero si éste falta, no hay que contar con ellos para maldita la cosa de provecho.

A lo menos, respondió mi amigo, yo no daría tanta extensión a la proposición, si no oyera lamentarse de sus morosidades a tantos infelices que hay en nuestra compañía; pero, don Pedro, es mucho el influjo que tienen los escribanos sobre la   —96→   suerte de los reos. De manera que si ellos quieren endulzan, y si no agrian las causas, siendo ésta una verdad tan triste como sabida. Hasta los niños dicen que en el escribano está todo, y los no niños se consuelan cuando tienen al escribano de su parte, especialmente en las causas criminales.

Según eso, dije yo, ¿los escribanos tienen facilidad de engañar a los jueces cuando quieren?

Y ya se ve que la tienen, me respondió mi amigo, y que toda la responsabilidad que cargaría sobre los magistrados o jueces, carga sobre ellos por el abuso que hacen de la confianza que los dichos jueces depositan en ellos.

No piense usted que es avanzada la proposición. Si me fuera lícito, contaría a usted casos modernos y originales de que soy buen testigo, y en algunos también parte; pero ahí se irá usted comunicando con otros presos que son menos escrupulosos que yo, y ellos informarán a usted por menor de cuanto le digo.

La lástima es que los malos escribanos, los más venales y corrompidos, son los más hipócritas y los que se saben captar más que otro la confianza y benevolencia de los jueces, y, a vueltas de ésta, cometen sus intrigas y sus picardías con tanta mayor satisfacción cuanto que están seguros de que se crea su mala fe.

Vuelvo a decir que éstas son verdades duras para los malos; pero para éstos ¿qué verdades hay suaves? Los jueces más íntegros y timoratos, si están dominados del escribano, ¿cómo sabrán el estado de malicia o de inocencia que presenta la causa de un reo, cuando el escribano sólo ha tomado la declaración? ¿Y cuando al darle cuenta con ella añade criminalidades, o suprime defensas, según le conviene? En tal caso, y descansando su conciencia en la del escribano, claro es que sentenciará según el aspecto con que éste le manifieste el del delito del reo.

  —97→  

De esto se ve con mucha frecuencia en los pueblos, y también en las ciudades, especialmente sobre delitos comunes y que no llevan un agregado horroroso. Supongamos, en los delitos de juego, hurtos rateros, embriaguez, incontinencia y otros así; que en los crímenes de estado, asesinatos, robos cuantiosos, sacrílegos, etc., ya sabemos que no se fían los jueces de los escribanos, sino que asisten a las declaraciones, confesiones, careos y demás diligencias que exigen tales causas.

Confieso a usted, señor, le dije, que estas noticias me desconsuelan demasiado, ya porque el delito que se me supone es cabalmente de aquellos cuya averiguación se sujeta a la férula de los escribanos, ya porque yo no tengo plata con que agitar, y ya, en fin, porque no me atrevo a poner la menor duda en lo que usted me dice.

Ni la debe usted poner, me contestó, porque cuando no hubiera aquí dentro tantos testigos de mi verdad, yo mismo soy una prueba de ella. Sí, amigo, dos años cuento de prisión por una injusta calumnia, y mi enemigo no hubiera hallado tanta facilidad para perderme si no hubiera contado con un escribano venal y tracalero.

Pues ya que ha tocado usted ese punto, le dije, sírvase continuar la conversación de sus desgracias, que, si mal no me acuerdo, quedamos en que tenía usted mucha complacencia en lucir a su madama en las mejores concurrencias de México.

Es verdad, dijo don Antonio, y esa necia complacencia la he pagado con una serie no interrumpida de trabajos. Mi esposa sabía bailar diestramente, y aun danzar; pero no por arte sino, como se suele decir, de afición. Yo, deseando que sobresaliera su mérito en todo, y que no la notasen en los bailes de mera aficionada, la solicité un buen maestro, cuyas lecciones aprovechó ella muy bien, y en poco tiempo salió tan adelantada que podía competir con las mejores bailarinas del teatro; y como su garbo y su hermosura natural la favorecían, se llevaba   —98→   las atenciones en todas partes, y recogía en vítores, lisonjas y palmoteos el fruto de su habilidad.

Encantado estaba yo con mi apreciable compañera, creyendo que, aunque todos me la envidiaran, ninguno se atrevería a seducírmela; y aun en este caso, su constante honor y virtud burlaría las solicitudes inicuas de mis rivales.

Con esta confianza me franqueaba con ella a cualquiera parte donde me convidaban, que era casi a los mejores bailes de México. En estas concurrencias, ¡qué cumplimientos y obsequios nos dispensaban! ¡Qué destinos y acomodos lucrosos no me brindaban! ¡Qué protecciones no se me facilitaron, y qué de regalitos y visitas no me hacían! ¿Y que fuera yo de tan poco mundo y tan majadero que pensara que todas aquellas adoraciones eran a mí? ¡Ah!, bien podía haber cargado la albarda mejor que el jumento de la imagen.

Cierta noche, una señora de respeto, con motivo de ser día de su santo, convidó a mi mujer al baile de su casa. Yo la llevé muy contento, según tenía de costumbre. Fue mi esposa de las primeras que danzaron, sacándola un sujeto de distinción porque era rico y noble (si es que se da verdadera nobleza donde falta la virtud) a quien conoceremos con el título del marqués de T. Este caballero se enloqueció desde aquel momento por mi esposa, pero supo disimular su loca pasión.

Acabó de danzar, y como ya mi esposa y yo éramos conocidos de la casa, le fue fácil informarse de quiénes éramos, de qué tierra, del estado de nuestra suerte y de cuanto quiso y pudo saber; y ya con estas noticias se sentó junto a mí y con la mayor cortesía comenzó a enredar conversación conmigo, y de unas en otras materias vino a caer la plática sobre el comercio y las grandes ventajas que ofrecía.

Con este motivo le conté el atraso que había padecido por el contrabando que me decomisaron. Mostró él afligirse mucho y condolerse de mi desgracia, y más cuando supo lo poco   —99→   que me había quedado de principal. Pero por fin me preguntó: ¿usted qué giro piensa tomar con tan escaso dinero? Yo le respondí: pienso volverme a Jalapa dentro de quince días, llevar empleados en algunas maritatas los pocos medios que han quedado, dejar a mi mujer en casa de su madre y continuar en la viandancia. Amigo, ésa es una bobera, dijo el marqués, creo que, por mucho que usted trabaje, nada medrará; porque un puntero tan miserable ha de dejar más miserables utilidades, las que usted ha de consumir precisamente en gastos de camino y en subsistir, y jamás se juntará con diez mil pesos suyos, ni se podrá prometer ningún descanso.

Ya lo veo así, le dije, mas es forzoso trabajar para comer, y cuando sólo esto consiga no haré poco. Bien, dijo el marqués, pero cuando al hombre de bien se le facilita una proporción ventajosa, no debe ser omiso ni despreciarla. Ésa es la que a mí no se me facilita, le contesté. ¿Luego si a usted se le facilitara, dijo el marqués, admitiría? Precisamente, señor, le respondí, no había de ser tan necio. Pues amigo, añadió, alegrarse, que la situación de usted y los infortunios que ha sufrido me compadecen demasiado. Usted nació para rico, pero la suerte siempre es cruel con los buenos. No obstante, mi compasión no se queda en palabras; amo a usted por una oculta simpatía; soy rico... últimamente, quiero hacerlo hombre. ¿Dónde vive usted? Le contesté que en el mesón. Pues bien, añadió, mañana espéreme usted entre once y doce, y crea que no le pesará la visita. ¿Ya me conoce usted? No, señor, le dije, sólo para servirle. Pues soy, prosiguió, su amigo el marqués de T, que tengo proporciones y deseo de emplearlas en favorecer a usted.

Le di las debidas gracias, añadiendo que, si Su Señoría no gustaba incomodarse en pasar a mi casa, yo pasaría a la suya a la hora que mandase. No, no, me contestó, si yo gusto mucho de visitar a los pobres, y a más de que estos pasos los doy también   —100→   en obsequio de mi salud, porque me conviene hacer algún ejercicio a pie.

Diciendo esto se comenzaron a levantar algunos para bailar contradanza y, llegando a convidar al marqués, se levantó éste y fue a sacar a mi mujer, a tiempo que otro capitán estaba en la misma solicitud. Cate usted que sobre quién de los dos había de bailar se trabó una disputa reñidísima, alegando cada uno las excepciones que le parecían; pero como a ninguno de los dos satisfacían los alegatos del contrario, pues cada uno decía que no podía quedar desairado, ni permitir que su honor se atropellase en público60, se fueron excediendo de unas palabras en otras, hasta decírselas tan injuriosas que, a no alborotarse las mujeres y mediar varios sujetos de respeto, se afianzan a bofetadas; pero las señoras les tenían bien guardados los espadines.

En fin, ellos, quisieron que no quisieron, se sosegaron, concluyéndose la cuestión con que mi mujer no bailara con ninguno, como debía ser, y de este modo quedaron algo satisfechos; aunque toda la gente se disgustó, y yo más que nadie,   —101→   al ver la ridiculez de los contendientes, que no parecía sino que disputaban una cosa suya.

El marqués con algún entono de voz me dijo: Vámonos don Antonio. Y yo, no atreviéndome a oponerme a mi presunto protector, le obedecí, y me salí con él y mi esposa, dejando sin duda harta materia para que se ejercitara la crítica maliciosa de los que se quedaron.

Salimos para la calle, el marqués nos hizo lugar en su coche y mandó que parase en una fonda.

Yo y mi esposa lo resistíamos; pero él insistió en que cenara mi esposa alguna cosita, y que si quería divertirse aquella noche, que se buscaría otro baile, y caso de no hallarse lo haría en su misma casa. Nosotros agradecimos su favor, suplicándole no se empeñara en eso, pues ya era tarde.

En esto llegamos a la fonda, donde el marqués hizo poner una mesa espléndida, al modo de fonda, quiero decir, más abundante que limpia ni curiosa; pero así, y siendo solos tres los cenadores, tuvo que pagar dos onzas de oro, que tanto le cobró el marmitón.

Así que salimos de la fonda, traté yo de despedirme, pero el marqués no lo consintió, sino que nos llevó al mesón en su coche y se volvió a su casa.

Yo tenía un criado muy fiel, llamado Domingo, que hace papel en esta historia, y éste tenía cuidado de abrirnos a la hora que veníamos, como lo hizo esa noche.

Nosotros, que ya habíamos cenado, no tuvimos más que hacer que acostarnos. Aunque yo no cabía en mí de gusto, considerando la fortuna que me aguardaba con la protección de aquel caballero, mi esposa advirtió mi desasosiego, me preguntó la causa, y la referí cuanto me había pasado con el marqués, de lo que la pobrecilla se alegró mucho, no creyendo, como ni yo tampoco, que los fines de tal protección eran contra su honestidad y mi honor.

  —102→  

Hay en el mundo muchos protectores como éste, que no saben dar un medio real de limosna y sacrifican sus respetos y su dinero por satisfacer una pasión. Nos recogimos y dormimos el resto de la noche tranquilamente.

Al día siguiente, a la hora prefijada por el marqués, estaba éste en casa. Justamente era día de años del rey, o no sé qué, ello es que mi gran protector fue en un famoso coche y vestido de gala.

Nos saludó con mucho cariño y cortesía y, después de haber hecho una ligera crítica del pasaje de la noche anterior, me dijo: amigo, he venido a cumplir mi palabra, o más bien a asegurar a usted en mi palabra; porque el marqués de T, lo que una vez dice, lo cumple como si lo prometiera con escritura. Diez mil pesos tengo destinados para habilitar a usted con una memoria bien surtida para que vaya con ella a la feria de San Juan de los Lagos, con el bien entendido de que todas las utilidades serán para usted. Con que manos a la obra. ¿Qué determina usted? Yo le di las gracias por su generosidad, ofreciéndole que dentro de doce o catorce días recibiría la memoria y marcharía para San Juan.

¿Pero por qué hasta entonces?, preguntó el marqués; y yo lo dije que porque quería ir a llevar a mi esposa con su madre, pues en México no tenía casa de confianza donde dejarla, ni me parecía bien se quedara sola, fiada únicamente al cuidado de una criada.

Muy bien pensado está lo segundo, dijo el marqués, pero tampoco puede ser lo primero, porque yo trato de favorecer a usted, mas no de perder mi dinero, como sucedería seguramente si difiriera mandar mis efectos hasta cuando usted quiere; porque, vea usted, se necesitan lo menos seis días para buscar mulas y arrieros, para recibir la memoria y acondicionarla. A más de esto, son menester siquiera doce días para que llegue usted a su destino; la feria no tarda en hacerse, y yo quiero que   —103→   el sujeto que vaya, si usted no se determina, no pierda tiempo, sino que aligere, para que logre las mejores ventajas siendo de los primeros. Ésta es mi resolución; mas no es puñalada de cobarde que no da tiempo. Voy al besamanos, y de aquí a una hora daré la vuelta por acá. Entre tanto usted vea lo que determina con espacio, y me avisará para mi gobierno. Diciendo esto, se fue.

¿Quién había de pensar que, cuando el marqués mostraba más indiferencia en que me fuera o no me fuera pronto de México, era cuando puntualmente apuraba todos sus arbitrios para violentar mi salida? ¡Ah, pobreza tirana, y cómo estrechas a los hombres de bien a aventurar su honor por sacudirte!

En un mar de dudas nos quedamos yo y mi esposa, pensando en el partido que deberíamos tomar. Por una parte yo advertía que, si dejaba pasar aquella ocasión favorable, no era tan fácil esperar otra semejante, y más en mi edad; y por otra, no sabía qué hacer con mi esposa, ni dónde dejarla, porque no tenía casa de mi satisfacción en México para el efecto.

Mil cálculos estuvimos haciendo sin acabar de determinarnos, y en esta ansiedad y vacilación nos halló el marqués cuando volvió de su cumplido. Entró, se sentó y me dijo: por fin, ¿qué han resuelto ustedes? Yo le respondí de un modo que conoció el deseo que tenía de aprovecharme de su favor, y el embarazo que pulsaba para admitirlo, y consistía en no tener dónde dejar a mi esposa. A lo que él con mucho disimulo me contestó: es verdad. Ése es un motivo tan poderoso como justo para que un hombre del honor de usted prescinda de las mayores conveniencias; porque, en efecto, para ausentarse de una señora del mérito de la de usted es menester pensarlo muy espacio, y en caso de decidirse a ello es necesario dejarla en una casa de mucha honra y de no menos seguridad; pues, no porque la señorita no se sepa guardar en cualquiera parte, sino por la ligereza con que piensa el vulgo malicioso de una mujer sola   —104→   y hermosa; y también por las seducciones a que queda expuesta, porque no nos cansemos, y usted dispense, señorita, el corazón de una dama no es invencible, nadie puede asegurarse de no caer en un mundo sembrado de lazos, y el mejor jardín necesita de cerca y de custodia; y luego en esta México... en esta México donde sobran tantos pícaros y tantas ocasiones. Así que yo le alabo a usted su muy justo reparo, y desde luego soy el primero que le quitaré de la cabeza todo contrario pensamiento. Éste era el camino único que yo tenía de favorecer a usted, pero Dios me libre de ser una causa ni remota de su desasosiego, o tal vez... No amigo, no; piérdase todo, que el honor es lo primero.

Aquí hizo punto el marqués en su conversación, y yo y mi esposa nos quedamos sin poder disimular el sentimiento que nos causó ver frustradas en un momento las esperanzas que habíamos concebido de mudar de fortuna en poco tiempo. ¡Ah, maldito interés, a qué no expones a los miserables mortales!

Mi piadoso protector era muy astuto, y así fácilmente conoció en nuestros semblantes el buen efecto de su depravada maquinación, la que tuvo lugar de llevar al cabo a merced de la sencillez de mi esposa.

Fue el caso que, adolorida de ver que, aunque sin culpa, ella era el obstáculo de mi ventura, me dijo: pero mira, Antonio, si lo que te detiene para recibir el favor del señor es no tener dónde dejarme, es fácil el remedio. Me iré contigo, que a bien que sé andar a caballo... No, no, dijo el marqués, eso menos que nada. ¡Qué disparate! ¿Cómo había yo de querer que usted se expusiera a una enfermedad en una caminata tan larga? Ni era honor del señor don Antonio el permitirlo. ¿No ve usted que los hombres de bien si trabajan es porque sus mujeres disfruten algunas comodidades? ¿Cómo había de entregar a usted a los soles, desveladas, malas comidas y demás penurias de un camino largo? No señorita, ni pensarlo.

  —105→  

Mejor es el medio que voy a proponer y, siempre que ustedes se conformen con él, me parece que no tendrán por qué arrepentirse.

Con tanta ansia como bobería, le rogamos nos lo declarara, y el marqués sin hacerse de rogar dijo:

Pues señores, yo tengo una tía que no sólo es honrada, sino santa, si puedo decirlo. Ella es una pobre vieja, beata de San Francisco, doncella que se quedó para vestir santos y regañar muchachos; es muy rezadora y escrupulosa, de las que frecuentan el confesonario cada dos días. Su casa es un convento; pero, ¿qué digo?, es un poco peor. Allí apenas va una u otra visita, y eso de viejas, como dice ella; porque calzonudos, según dice, no pisarán su estrado por cuanto el mundo tiene. A las oraciones de la noche ya está cerrada la casa y la llave bajo la almohada. Sus mayores paseos son a la iglesia y a los hospitales el domingo, a consolar a las enfermas. En una palabra, su vida es de lo más arreglado, y su casa puede servir de modelo al más estrecho monasterio.

Pero no piense usted, señorita, por esto, que es una vieja tétrica y ridícula. Nada de eso, es de lo más apacible y cariñosa, y tiene una conversación tan suave y tan divertida que con sola ella entretiene a cuantas la visitan.

En fin, si usted es capaz de sujetarse a una vida tan recóndita por dos o tres meses que podrá dilatarse su esposo de usted, cuando más, me parece que no hay cosa más a propósito.

Mi esposa, a quien en realidad yo había sacado de sus casillas, como dicen, porque ella estaba criada en igual recogimiento que el que acababa de pintar el marqués, no dudó un instante responder que ella iba a los bailes y a los paseos porque yo la llevaba, pero que, siempre que quisiera dejarla en esa casa, se quedaría muy contenta y no extrañaría otra cosa más que mi ausencia. Yo me alegré mucho de su docilidad, y acepté el nuevo favor del marqués, dándole las gracias,   —106→   y quedando contentísimo de ver resucitadas mis esperanzas, y tan asegurada mi mujer.

El marqués manifestó igual contento, según decía, por haberme servido, y se despidió quedando en volver al otro día, así para darme a conocer en el almacén donde me habían de surtir y entregar la memoria, como para llevarnos a la casa de la buena señora su tía.

El resto de aquel día lo pasamos yo y mi esposa muy alegres, haciendo mil cuentas ventajosas, paseándonos en el jardín de los bobos.

Al siguiente ya el marqués estaba en el mesón muy temprano. Me hizo entrar en su coche y me llevó al almacén, donde dijo se me surtiera la memoria de que había hablado el día anterior, y se me entregase según los ajustes que yo hiciera y como quisiera, y que él no era más que un comisionado para responder por mí y darme aquel conocimiento.

El comerciante, al oír esto, creyendo que era verdad lo que decía el marqués, me hizo mil zalemas, y se despidió de mí con más cariño y cortesía que la que usó cuando entré en su casa. Ya se ve, no era por mí, sino por los pesos que pensaba desembolsarme.

Corrido este paso, volvimos al mesón, y el marqués hizo vestir a mi esposa, y nos fuimos a Chapultepec61, donde tenía dispuesto un famoso almuerzo y comida.

Pasamos allí una mañana de campo bien alegre en aquel bosque, que es hermoso por su misma naturaleza. A la tarde, como a las cuatro, nos volvimos a la ciudad y fuimos a parar a la casa de la señora tía.

Apeámonos, entró el marqués, tocó la campanilla del zaguán, bajó una criada vieja preguntando ¿quién era? Respondió   —107→   el marqués que él. Pues voy a avisar a la señora, dijo la criada, que aquí no se le abre a ningún señor si mi ama no lo ve por el escotillón de la sala. Espérese usted.

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En efecto, nos estuvimos esperando o desesperando como un cuarto de hora, hasta que oímos sonar una ventanita en el techo del mismo zaguán. Alzamos la vista y vimos entre tocas a la venerable vieja con sus anteojos, mirándonos muy espacio, y volviendo a preguntar que ¿quién era? El marqués, como enfadado, le dijo: yo tía, yo, Miguel. ¿Abren o no? A lo que la vieja respondió: ¡ah!, sí, Miguelito, ya te conozco mi alma, ya te van a abrir; pero, y ese otro señor, ¿viene contigo, hijo? ¡Oh, porra!, dijo el marqués, ¿pues con quién ha de venir? Pues no te enojes, dijo la vieja, van.

Con esto cerró el escotilloncito, y el marqués nos dijo: ¿qué les parece a ustedes? ¿Han visto clausura más estrecha? Pero no se aturda usted, niña, que no es tan bravo el león como se pinta.

A este tiempo llegó la vieja criada y abrió el postigo. Entramos, subimos las escaleras, y ya estaba esperándonos en el portón la señora tía, vestida con su hábito azul y sus tocas reverendas, con sus anteojos puestos, un paño de rebozo fino de algodón y su rosario gordo en la mano. Como le debí tantos favores a esta buena señora, conservo su imagen muy viva en la memoria.

Nos recibió con mucho cariño, especialmente a mi esposa, a quien abrazó con demasiada expresión, llenándola de mi almas y mi vidas, como si de años atrás la hubiera conocido. Entramos a dentro, y a poco nos sacaron muy buen chocolate.

El marqués la dijo el fin de su visita, que era ver si quería que aquella niña se quedara unos días en su casa. Ella mostró que en eso tendría el mayor gusto, pero que no tenía más defecto que no ser amiga de paseos ni visitas, porque en eso peligraban las almas, y en seguida nos habló como media hora de virtud, escándalo, reatos, muerte, eternidad, etc., amenizando su plática con mil ejemplos, con los que tenía a mi inocente   —108→   mujer enamorada y divertida, como que era de buen corazón.

Aplazado el día de su entrada en aquel pequeño monasterio, nos dijo: sobrino, señores, vengan ustedes a ver mi casita, y que venga mi novicia a ver si le gusta el convento.

Condescendimos con la reverenda, y a mi esposa le agradó mucho la limpieza y curiosidad de la casa, particularmente los cristales, pajaritos y macetas.

En esto se pasó la tarde, y nos despedimos, saliendo mi mujer prendadísima de la señora.

Nosotros nos quedamos en el mesón y el marqués se fue a su casa. En los seis días siguientes recibí la memoria, solicité mulas y dejé listo mi viaje; pero en todo este tiempo no se descuidó mi protector en obsequiar y pasear a mi esposa, porque decía que era menester divertir a la nueva monja.

Es verdad que yo, mirando el extremo del marqués con ella, no dejaba de mosquearme un poco; pero como tenía tanta satisfacción en el amor y buena conducta de mi esposa, no tuve embarazo para comunicarla mis temores, a lo que ella me contestó que los depusiera, lo uno porque me amaba mucho y no sería capaz de ofenderme por todo el oro del mundo; y lo otro porque el marqués era el hombre más caballero que había conocido, pues aun cuando salía con mi permiso con él y una criada en su coche jamás se había tomado la más mínima licencia, sino que siempre la trataba con decoro. Con esta seguridad me tranquilicé, y ya traté de salir de esta capital a mi destino.

Díjele un día al marqués cómo todo estaba corriente, y él, que no deseaba otra cosa que verse libre de mí, me dijo que a la tarde vendría para llevarme a casa de su deuda, y yo podría salir la mañana siguiente.

Mi esposa me suplicó le dejase al mozo Domingo para tener un criado de confianza a quien mandar si se le ofrecía alguna cosa. Yo accedí a su gusto sin demora, y el marqués no puso   —109→   embarazo en ello, antes dijo: mejor, se le dará un cuarto abajo a Domingo, y les podrá servir de portero y compañía.

Mientras que el marqués se fue a comer, compuse el baúl de mi esposa, dejándola mil pesos en oro y plata, por si se le ofreciera algo.

Cuando el marqués vino no había más que hacer que la llevada de mi esposa, cuya separación le costó, como era regular, muchas lágrimas; pero al fin se quedó, y yo marché en la misma tarde a dormir fuera de garita.

Aquí llegaba don Antonio cuando uno de los reglamentos de la cárcel volvió a interrumpir su conversación.




ArribaAbajoCapítulo VII

Cuenta Periquillo la pesada burla que le hicieron los presos en el calabozo, y don Antonio concluye su historia


El motivo por que se volvió a interrumpir la conversación de don Antonio fue porque serían como las cinco de la tarde cuando bajó el alcaide a encerrar a los presos en su respectivo calabozo, acompañado de otros dos que traían un manojo de llaves.

Luego que encerró a los del primer patio, pasó al segundo, y el feroz presidente, aún amostazado contra mí, sin razón, me separó de la compañía de don Antonio y me llevó al calabozo más pequeño, sucio y lleno de gente. Entré el último y, cerrando con los candados, quedamos allí como moscas en cárcel de muchachos.

Por mi desgracia, entre tanto hijo de su madre como estaba encerrado en aquel sótano, no había otro blanco más que yo, pues todos eran indios, negros, lobos, mulatos y castas, motivo suficiente para ser en la realidad, como fui, el blanco de sus pesadas burlas.

  —110→  

Como a las seis de la tarde encendieron una velita, a cuya triste luz se juntaron en rueda todos aquellos mis señores, y, sacando uno de ellos sus asquerosos naipes, comenzaron a jugar lo que tenían.

Me llamaron a acompañarlos, pero, como yo no tenía ni un ochavo, me excusé confesando lisa y llanamente la debilidad de mi bolsa; mas ellos no lo quisieron creer, antes se persuadieron a que o era una ruindad mía, o vanidad.

Jugaron como hasta las nueve, hora en que ya apenas tenía la vela cuatro dedos, y no había otra; y así determinaron cenar y acostarse.

Se deshizo la rueda y comenzaron a calentar sus ollitas de alverjones en un pequeño brasero que ardía con cisco de carbón.

Yo esperaba algún piadoso que me convidara a cenar, así como me convidó don Antonio a comer; pero fue vana mi esperanza, porque aquellos pobres todos parecían de buen diente y mal comidos, según que se engullían sus alverjones casi fríos.

Durante el juego yo me había estado en un rincón, envuelto en mi sarape y rezando el rosario con una devoción que tiempo había que no lo rezaba. Ya se ve, ¿qué navegante no hace votos al tiempo de la borrasca?

Las maldiciones, juramentos y palabrotas indecentes que aquella familia mezclaba con las disputas de juego eran innumerables y horrorosas, y tanto que, aunque para mis oídos no eran nuevas, no dejaban de escandalizarme demasiado. Yo estaba prostituido, pero sentía una genial repugnancia y hastío en estas cosas. No sé qué tiene la buena educación en la niñez que, en la más desbocada carrera de los vicios, suele servir de un freno poderoso que nos contiene, y ¡desdichado de aquel que en todas ocasiones se acostumbra a prescindir de sus principios!

Así que cenaron, cada uno fue haciendo su cama como pudo,   —111→   y yo, que no tenía petate ni cosa que lo valiera, viendo la irremediable, doblé mi sarape haciendo de él colchón y cubierta, y de mi sombrero almohada.

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Habiéndose acostado mis concubicularios, comenzaron a burlarse de mí con espacio diciéndome: ¿Conque, amigo, también usted ha caído en esta ratonera por cucharero? ¡Buena cosa! ¡Conque también los señores españoles son ladrones? Y luego dicen que eso de robar se queda para la gente ruin.

No te canses, Chepe, decía otro, para eso todos son unos, los blancos y los prietos; cada uno mete la uña muy bien cuando puede. Lo que tiene es que yo y tú robaremos un rebozo, un capote, o alguna cosa ansí; pero éstos, cuando roban, roban de a gordo.

Y como que es ansina, decía otro; yo apuesto a que mi camarada lo menos que se jurtó jueron doscientos o quinientos; y ¿a que compone, eh?, ¿a que compone?

Así, y a cuál peor, se fueron produciendo todos contra mí, que al principio procuraba disculparme; mas, mirando que ellos se burlaban más de mis disculpas, hube de callar, y, encogiéndome en mi sarape al tiempo que se acabó la velita, hice que me dormí, con cuya diligencia se sosegó por un buen rato el habladero, de suerte que yo pensé que se habían dormido.

Pero, cuando estaba en lo mejor de mi engaño, he aquí que comienzan a disparar sobre mí unos jarritos con orines, pero tantos, tan llenos y con tan buen tino, que en menos que lo cuento ya estaba yo hecho una sopa de meados, descalabrado y dado a Judas.

Entonces sí perdí la paciencia y comencé a hartarlos a desvergüenzas; mas ellos, en vez de contenerse ni enojarse, empezaron de nuevo su diversión hartándome a cuartazos con no sé qué, porque yo que sentí los azotes, no vi a otro día las disciplinas.

Finalmente, hartos de reírse y maltratarme, se acostaron, y   —112→   yo me quedé en cuclillas junto a la puerta, desnudo y sin poderme acostar, porque mi sarape estaba empapado, y mi camisa también.

¡Válgame Dios!, y qué acongojado no sentí mi espíritu aquella noche al advertirme en una cárcel, enjuiciado por ladrón, pobre, sin ningún valimiento, entre aquella canalla, y sin esperanza de descansar siquiera con dormir, por las razones que he referido; mas al fin, como el sueño es valiente, hubo de rendirme, y poco a poco me quedé dormido, aunque con sobresalto, junto a la puerta, y apenas había comenzado a dormir, cuando saltó una rata sobre mí, pero tan grande que en su peso a mí se me representó gato de tienda; ello es que fue bastante para despertarme, llenarme de temor y quitarme el sueño, pues aún creía que los diablos y los muertos no tenían más que hacer de noche que andar espantando a los dormidos. Lo cierto del caso fue que ya no pude dormir en toda la noche, acosado del miedo, de la calor, de las chinches que me cercaban en ejércitos, de los desaforados ronquidos de aquellos pícaros y de los malditos efluvios que exhalaban sus groseros cuerpos, juntos con otras cosas que no son para tomadas en boca, pues aquel sótano era sala, recámara, asistencia, cocina, comunes, comedor y todo junto. ¡Cuántas veces no me acordé de las ingratas noches que pasé en el arrastraderito de Januario!

Al fin quiso Dios echar su luz al mundo, y yo, que fui el primero que la vi, comencé a reconocer mis bienes, que estaban todavía medio mojados por más que los había exprimido; ya se ve, tal fue el aguacero de orines que sufrieron; pero por último me vestí la camisa y calzoncillos, y trabajo me costó para ponerme los calzones, porque mis amados compañeros, creyendo que los botones eran de plata, no se descuidaron en quitárselos.

A las seis de la mañana vinieron a abrir la puerta, y yo fui   —113→   el primero que muerto de hambre y desvelado me salí para fuera, tanto por quejarme con mi amigo don Antonio, cuanto por esperar al sol que secara mis trapos.

En efecto, el buen don Antonio se condolió de mi mala suerte, y me consoló lo mejor que pudo, prometiéndome que no volvería a pasar otra noche semejante entre aquellos pícaros, pues él le suplicaría al presidente que me dejara en su calabozo.

¡Ay, amigo!, le dije, que me parece que se avergonzará usted en vano, porque ese cómitre es muy duro, e incapaz de suavizarse con ningunos ruegos del mundo.

No se aflija usted, me contestó, porque yo sé la lengua con que se le habla a esta gente, que es con el dinero; y así, con cuatro o seis reales que le demos, verá usted como todo se consigue.

Aún no acababa yo de darle las gracias a mi amigo, cuando me gritaron, y yo, pensando que era para otra declaración, salí corriendo, y vi que no era la llamada sino para ayudar a la limpieza del calabozo en donde me hicieron tantos daños la noche anterior; ésta se reducía a sacar el barril de las inmundicias, vaciarlo en los comunes y limpiarlo.

No sé cómo no volqué las tripas en tal operación. Allí no me valieron ruegos ni promesas, porque el maldito vejancón que lo mandaba, viendo mi resistencia, ya comenzaba a desatarse el látigo que tenía en la cintura; y así yo, por excusarme mayor pesadumbre, quise que no quise, desempeñé aquel asqueroso oficio, concluido el cual me fui otra vez al calabozo de mi buen amigo, que era mi paño de lágrimas.

Luego que lo vi me salieron éstas a los ojos, y le volví a referir mi nuevo castigo. Él no se hartaba de consolarme y procurarme mi alivio de cuantas maneras podía.

Lo primero que hizo fue hacerme acostar en su pobre cama, me dio un pocillo de chocolate, cigarros, y después salió a buscar al feroz presidente, de quien consiguió cuanto quiso, pagando por mí los injustos derechos que estos bribones llaman   —114→   patente62, y dándole no sé qué otra gratificación, con lo que, gracias a Dios, me dejaron en paz.

Yo no tenía palabras con que significar mi gratitud a don Antonio después que entendí (porque me lo dijo otro preso) todo lo que había hecho por mí, pues él apenas me aseguró que no me mortificarían más. Éste es el verdadero carácter de un buen amigo, y de un caritativo, no jactarse del beneficio que hace, hacerlo sin mérito, y tratar aun de que no lo sepa el agraciado para que no le cueste el trabajo de agradecerlo. Pero ¡qué pocos amigos hay de éstos!, y ¡qué pocas caridades se hacen con tanta perfección! Ordinariamente las más caridades o favores que llevan este nombre suelen hacerse más bien por pasar plaza de generosos y buenos cristianos (lo que a la verdad es hipocresía) que por hacer un beneficio, y esto es puntualmente contra el orden mismo de la caridad, pues Jesucristo dijo que lo que dé la mano derecha no lo sepa la izquierda. Es decir, que todo bien que haga el hombre, lo haga por Dios, sin esperar premio del hombre; porque si éste lo paga, ya Dios no debe nada, para que nos entendamos; y es bastante premio del beneficio publicarlo en nuestro obsequio, o compulsar tácitamente al beneficiado a que nos viva reconocido con su agradecimiento.

Era don Antonio muy prudente, y, como sabía que no había yo dormido en toda la pasada noche, me hizo acostar, y no me despertó hasta la una del día para que lo acompañara a comer.

  —115→  

Me levanté harto de sueño, pero necesitado del estómago, cuya necesidad satisfice a expensas del piadoso preso, quien, luego que se concluyó nuestra mesa frugal, me dijo: amigo, creeré que a pesar de los trabajos que ha sufrido usted aún le habrá quedado gana de acabar de saber el origen de los míos. Yo le dije que sí, porque a la verdad su plática era un suave bálsamo que curaba mi espíritu afligido, y don Antonio continuó el hilo de su historia de esta suerte.

Me acuerdo, dijo, que quedamos en que salí de esta ciudad con mis mulas y arrieros, quedándose en ella mi esposa en casa de la tía vieja, sin más compañía de su parte que el mozo Domingo.

Quisiera no acordarme de lo que sigue, porque, sin embargo del tiempo que ha pasado, aún sienten dolor al tocarlas las llagas de mis agravios, que ya se van cicatrizando; mas es preciso no dejar a usted en duda del fin de mi historia, tanto porque se consuele al ver que yo sin culpa he pasado mayores trabajos, cuanto porque aprenda a conocer el mundo y sus ardides.

Nada particular ocurre que decirle a usted tocante a mí, porque nada tiene de particular el viaje de un viandante, ni su residencia en el paraje de su destino; a lo menos yo caminé y llegué al mío sin novedad, mientras que a mi honrada esposa se le preparaba la más terrible tempestad.

Luego que el pícaro del marqués... perdóneme este epíteto indecoroso, ya que yo le perdono los agravios que me ha hecho. Luego, pues, que conoció que ya yo me había alejado de México, trató de descubrir sus pérfidas intenciones.

Comenzó a frecuentar a todas horas la casa de la vieja, que no tenía ni la virtud que aparentaba, ni el parentesco que decía, y no era otra cosa que una alcahueta refinada; y con semejante auxilio, considere usted lo fácil que le parecería la conquista del corazón de mi mujer; pero se engañó de medio a medio, porque cuando las mujeres son honradas, cuando aman   —116→   verdaderamente a sus maridos y están penetradas de la sólida virtud, son más inexpugnables que una roca.

Tal fue esta heroína de la fidelidad conyugal. Las astucias del marqués, sus dádivas, sus halagos, sus respetos, sus seducciones, sus promesas y aun sus amenazas, juntas con las repetidas y vehementes diligencias de la maldita vieja, fueron inútiles. Con todas ellas no sacaba el marqués más jugo de mi esposa que el que puede dar un pedernal; y ya desesperado, advirtiendo por tan repetidas experiencias que aquel corazón no era de los que él estaba hecho a conquistar, sino que necesitaba de armas más ventajosas, se determinó a usar de ellas y a satisfacer su apetito a pura fuerza.

Con esta resolución, una noche determinó quedarse en casa para poner en práctica sus inicuos proyectos; pero apenas lo advirtió mi fiel esposa, cuando con el mayor disimulo, aprovechando un descuido, bajó al patio al cuarto de Domingo, y le dijo: el marqués días ha que me enamora; esta noche parece que se quiere quedar acá, sin duda con malas intenciones; la puerta del zaguán está cerrada, no puedo salirme, aunque quisiera; mi honor y el de tu amo está en peligro, no tengo de quién valerme, ni quién me libre del riesgo que me amenaza, más que tú. En ti confío, Domingo. Si eres hombre de bien y estimas a tus amos, hoy es el tiempo en que lo acredites.

El pobre Domingo todo turbado la dijo: y bien, señora, dígame su merced qué quiere que haga, que yo le prometo el hacer cuanto me mande.

Pues hijo, le dijo mi esposa, yo lo que quiero es que te ocultes en mi recámara, y que si el marqués se desmandare, como lo temo, me defiendas, suceda lo que sucediere.

Pues no tenga su merced cuidado. Váyase, no la echen menos, y lo malicien; que yo le juro que sólo que me mate el marqués conseguirá sus malos pensamientos. Con esta sencilla promesa se subió mi mujer muy contenta, y tuvo la fortuna de que no la habían extrañado.

  —117→  

Llegó la hora de cenar, y entró Domingo a servir la mesa como siempre. El marqués procuraba que mi esposa se cargara el estómago de vino, pero ella, sin faltar a la urbanidad, se excusó lo más que pudo.

Acabada la cena, mi rival por sobremesa apuró toda la elocuencia del amor para que mi esposa condescendiera con sus torpes deseos; pero ésta, acostumbrada a resistir tales asaltos, no hizo más que reproducir los desengaños que mil veces le había dado, aunque en vano, pues el marqués estaba ciego, y cada desengaño lo obstinaba.

Esta contienda duraría como una hora, tiempo bastante para que la criada se durmiera, y Domingo sin ser sentido se hubiera ocultado bajo la misma cama de su ama, la que, viendo que su apasionado la llevaba larga, se levantó de la mesa diciéndole: señor marqués, yo estoy un poco indispuesta, permítame usted que me vaya a recoger que es bien tarde. Con esto se despidió y se fue a su recámara cuidadosa de si Domingo se habría olvidado de su encargo; pero luego que entró, el criado fiel le avisó dónde estaba, diciéndole que estuviera sin miedo.

Sin embargo de esta compañía, mi esposa no quiso desnudarse ni apagar la vela, según lo tenía de costumbre, recelosa de lo que podía suceder, como sucedió en efecto.

Serían las doce de la noche cuando el marqués abrió la puerta y fue entrando de puntillas, creyendo que mi esposa dormía, pero ésta, luego que lo sintió, se levantó y se puso en pie.

Un poco se sobresaltó el caballero con tan inesperada prevención, pero, recobrado de la primera turbación, le preguntó: señorita, ¿pues qué novedad es esta que tiene a usted en pie y vestida a tales horas de la noche? A lo que mi esposa con gran socarra le respondió: señor marqués, luego que advertí que usted se quedaba en casa de esta santa señora, presumí que no dejaría de querer honrar este cuarto a deshora de la noche, a pesar   —118→   de que yo no me he granjeado tales favores, y por eso determiné no desnudarme ni dormirme, porque no era decente esperar de esa manera una visita semejante.

Parece que era regular que el marqués hubiera desistido de su intento al verlo prevenido y reprochado tan a tiempo; mas estaba ciego, era marqués, estaba en su casa y según a él le pareció no había ni testigos ni quien embarazara su vileza; y así, después de probar por última vez los ruegos, las promesas y las caricias, viendo que todo era inútil, abrazó a mi mujer, que se paseaba por la recámara, y dio con ella de espaldas en la cama; pero aún no había acabado ella de caer en el colchón, cuando ya el marqués estaba tendido en el suelo, porque Domingo, luego que conoció el punto crítico en que era necesario, salió por debajo de la cama y, abrazando al marqués por las piernas, lo hizo medir el estrado de ella con las costillas.

Mi esposa me ha escrito que, a no haber sido el motivo tan serio, le hubiera costado trabajo el moderar la risa, pues no fue el paso para menos. Ella se sentó inmediatamente en el borde de su cama, y vio tendido a sus pies al enemigo de mi honor, que no osaba levantarse ni hablar palabra, porque el jayán de Domingo estaba hincado sobre sus piernas, sujetándolo del pañuelo contra la tierra y amenazando su vida con un puñal, y diciéndole a mi esposa lleno de cólera: ¿lo mato, señora? ¿Lo mato? ¿Qué dice? Si mi amo estuviera aquí, ya lo hubiera hecho, conque ansina nada se puede perder por horrarle ese trabajo; antes cuando lo sepa, me lo agradecerá muncho.

Mi esposa no dio lugar a que acabara Domingo de hablar, sino que, temerosa no fuera a suceder una desgracia, se echó sobre el brazo del puñal y con ruegos y mandatos de ama, a costa de mil sustos y porfías, logró arrancárselo de la mano y hacer que dejara al marqués en libertad.

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Este pobre se levantó lleno de enojo, vergüenza y temor, que tanto le impuso la bárbara resolución del mozo. Mi esposa no tuvo más satisfacción que darle sino mandar a Domingo   —119→   que se retirara a la segunda pieza y no se quitara de allí, y, luego que éste la obedeció, le dijo al marqués: ¿Ve usted, señor, al riesgo a que lo ha expuesto su inconsideración? Yo presumí, según le insinué poco hace, que se había de determinar a mancillar mi honor y el de mi esposo por la fuerza, y, para impedirlo, hice que este criado se ocultara en mi recámara. Llegó el caso temido, y a este pobre payo, que no entiende de muchos cumplimientos, le pareció que el único modo de embarazar el designio de usted era tirarlo al suelo y asesinarlo, como lo hubiera verificado a no haber yo tomado el justo empeño que tomé en impedirlo.

Yo conozco que él se excedió bárbaramente, y suplico a usted que lo disculpe; pero también es forzoso que usted conozca y confiese que ha tenido la culpa. Ya le he dicho a usted mil veces que le agradezco muy mucho y le viviré reconocida por los favores que tanto a mí como a mi marido nos ha dispensado, mucho más cuando advierto que ni el uno ni la otra los merecemos; pero, señor, no puedo pagarlos en la moneda que usted quiere. Soy casada, amo a mi marido más que a mí, y sobre todo tengo honor, y éste, si una vez se pierde, no se restaura jamás. Usted es discreto, conozca la justicia que me asiste, trate de desechar ese pensamiento que tanto lo molesta, y me incomoda; y como no sea en eso, yo me ofrezco a servirle como la última criada de su casa.

El marqués guardó un profundo silencio mientras que habló mi esposa, pero, luego que concluyó, se levantó diciendo: señorita, ya quedo impuesto en el motivo que ocasionó a usted pretender quitarme la vida alevosamente, y quedo medio persuadido a que si no tuviera esposo me amaría, pues yo no soy tan despreciable. Yo trataré de quitar este embarazo y, si usted no me correspondiere, se acordará de mí, se lo juro.

Diciendo esto, sin esperar respuesta, se salió de la recámara, y mirando a Domingo en la puerta le dijo: has procedido como un villano vil de quien no me es decente tomar una satisfacción   —120→   cuerpo a cuerpo; mas ya sabrás quién es el marqués de T.

Mi esposa, que me escribió estas cosas tan por menor como las estoy contando a usted, no entendió que aquellas amenazas se dirigieran contra mí y la existencia de mi criado.

Ella esperaba la aurora para tratar de librarse de los riesgos a que su honor se hallaba expuesto en aquella casa prostituida, y mucho más cuando el criado la contó lo que le había dicho el marqués, añadiendo que él pensaba partirse a otro día de la ciudad, porque temía que lo hiciera asesinar.

Mi esposa aprobó su determinación, pero le rogó que la dejara en salvo y fuera de aquella casa, y mi mozo se lo prometió solemnemente; para que se vea que entre esta gente, que llamamos ordinaria sin razón, se hallan también almas nobles y generosas63.

Rasgó el sol los velos de la aurora y manifestó su resplandeciente cara a los mortales, y mi esposa al instante trató de mudarse de la casa; ¿pero adónde, si carecía absolutamente de conocimiento en México? Mas ¡oh lealtad de Domingo! Él le facilitó todo y le dijo: lo que importa es que su merced no esté aquí, y más que esté en medio de la plaza. Voy a llamar los cargadores.

Diciendo esto se fue a la calle, y a poco rato volvió con un par de indios a quienes imperiosamente mandó cargar la cama y baúl de mi esposa, que ya estaba vestida para salir; y aunque la vieja hipócrita procuró estorbarlo, diciendo que era menester esperar al señor marqués, el mozo lleno de cólera le   —121→   dijo: ¡qué marqués ni que talega! Él es un pícaro y usted una alcahueta, de quien ahora mismo iré a dar cuenta a un alcalde de corte.

No fue menester más para que la vieja desistiera de su intento, y a los quince minutos ya mi esposa estaba en la calle con Domingo y los dos cargadores; pero cuando vencían una dificultad, hallaban otras de nuevo que vencer.

Se hallaba mi esposa fatigada en medio de la calle, con los cargadores ocupados y sin saber a dónde irse, cuando el fiel Domingo se acordó de una nana Casilda que nos había lavado la ropa cuando estábamos en el mesón; y, sin pensar en otra cosa, hizo dirigir allí a los cargadores.

En efecto llegaron y, descargados los muebles, le comunicó a la lavandera cuanto pasaba, añadiéndole que él dejaba a mi esposa a su cuidado, porque su vida corría riesgo en esta capital; que la señora su ama tenía dinero, que de nada necesitaba sino de quien la librara del marqués; y que su amo era muy honrado y muy hombre de bien, que no se olvidaría de pagar el favor que se hiciera por su esposa. La buena vieja ofreció hacer cuanto estuviera de su parte en nuestro obsequio; mi fiel consorte le dio cien pesos a Domingo para que se fuera a su tierra y nos esperara en ella, con lo cual él, llenos los ojos de lágrimas, marchó para Jalapa, advertido de no darse por entendido con la madre de mi esposa.

Luego que el mozo se ausentó, la viejita fue en el momento a comunicar el asunto con un eclesiástico sabio y virtuoso a quien lavaba la ropa, y éste, después de haber hablado con mi esposa, dispuso las cosas de tal manera que a la noche durmió mi mujer en un convento, desde donde me escribió toda la tragedia.

Dejemos a esta noble mujer quieta y segura en el claustro, y veamos los lazos que el marqués me dispuso, mucho más vengativo cuando no halló a mi esposa en la casa de la vieja, ni aun pudo presumir en dónde se ocultaba de su vista.

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Lo primero que hizo fue ponerme un propio avisándome estar enfermo, y que luego, leída la suya, enfardelara las existencias y me pusiera en camino a la ligera para México, porque así convenía él sus intereses.

Yo inmediatamente obedecí las órdenes de mi amo, y traté de ponerme en camino; pero no sabía la red que me tenía prevenida.

Ésta fue la siguiente. En una de las ventas donde yo debía parar tenía mi amo apostados dos o tres bribones mal intencionados (que todo se compra con el oro), los cuales, sin poder yo prevenirlo, se me dieron por amigos, diciéndome iban a cumplimentarme de parte del marqués.

Yo los creí sincerísimamente, porque el hombre mientras menos malicioso es más fácil de ser engañado, y así me comuniqué con ellos sin reserva. En la noche cenamos juntos y brindamos amigablemente, y ellos, no perdiendo tiempo para su intriga, embriagaron a mis mozos y a buena hora mezclaron entre los tercios de ropa una considerable porción de tabaco, y se acostaron a dormir.

A otro día madrugamos todos para venirnos a la capital, a la que llegamos en el preciso día a marchas forzadas. Pasaron mis cargas de la garita sin novedad y sin registro; bien es verdad que no sé qué diligencia hicieron con los guardas, porque como no todos los guardas son íntegros, se compran muchos de ellos a bajo precio.

Yo no hice alto en esto, pensando que mis camaradas iban a platicar con ellos porque tal vez serían conocidos; y así con esta confianza llegamos a México y a la misma casa del marqués.

Luego que me apié, mandó éste desaparejar las mulas y embodegar las cargas, haciéndome al mismo tiempo mil expresiones.

En vista de ellas, aunque ya tenía en el cuerpo las malas noticias, de mi esposa, que había recibido en el camino, no pude   —123→   excusarme de admitir sus obsequios y, aunque deseaba ir a verla al convento, me fue forzoso disimular y condescender con las instancias del marqués.

A pesar de la molestia y cansancio que me causó el camino, no pude dormir aquella noche pensando en mi adorada Matilde, que éste es el nombre de mi esposa; pero por fin amaneció y me vestí, esperando que despertara el marqués para salir de casa.

No tardó mucho en despertar, pero me dijo que en la misma mañana quería que concluyéramos las cuentas, porque tenía un crédito pendiente y deseaba saber con qué contaba de pronto para cubrirlo.

Como yo, aunque lo veía con tedio, no presumía que trataba de aprovechar aquellos momentos para perderme, y a más de esto anhelaba también por entregarle su ancheta y romper de una vez todas las conexiones que me habían acarreado su amistad, no me costó mucho trabajo darle gusto.

En efecto, comencé a manifestarle las cuentas, y a ese tiempo entraron en el gabinete dos o tres amigos suyos, cuyas visitas suspendieron nuestra ocupación, bien a mi pesar, que estaba demasiado violento por quitarme de la presencia de aquel pérfido; pero no fue dable, porque el pícaro, pretextando urbanidad y cariño, sacó al comedor a sus amigos sin dejarme separar de ellos, antes tratándome con demasiada familiaridad y expresión, y de esta suerte nos sentamos juntos a almorzar.

Aún no bien habíamos acabado, cuando entró un lacayo con un recado del cabo del resguardo que esperaba en el patio con cuatro soldados.

¿Soldados en mi casa?, preguntó el marqués fingiendo sorprenderse. Sí señor, respondió el lacayo, soldados y guardas de la aduana. ¡Válgate Dios! ¿Qué novedad será ésta? Vamos a salir del cuidado.

Diciendo esto, bajamos todos al patio, donde estaban los guardas y soldados. Saludaron a mi amo cortésmente, y el   —124→   cabo o superior de la comparsa le preguntó quién de nosotros era su dependiente que acababa de llegar de tierra adentro. El marqués contestó que yo, e inmediatamente me intimaron que me diese por preso, rodeándose de mí al mismo tiempo los soldados.

Considere usted el sobresalto que me ocuparía al verme preso, y sin saber el motivo de mi prisión; pero mucho más sofocado quedé cuando, preguntándolo el marqués, le dijeron que por contrabandista, y que en achaque de géneros suyos había pasado la noche antecedente una buena porción de tabaco entre los tercios, que aún debían estar en su bodega; que la denuncia era muy derecha, pues no menos venía que por el mismo arriero que enfardeló el tabaco, por señas que los tercios más cargados eran los de la marca T; y por último, que de orden del señor director prevenían al señor marqués contestase sobre el particular y entregase el comiso.

El marqués con la más pérfida simulación decía: si no puede ser eso, sobre que este sujeto es demasiado hombre de bien, y en esta confianza le fío mis intereses sin más seguridad que su palabra, ¿cómo era posible que procediera con tanta bastardía que tratase de abochornarme y de perderse? ¡Vamos, que no me cabe en el juicio!

Pues señor, decían los guardas, aquí está el escribano que dará fe de lo que se halle en los tercios, registrémoslos y saldremos de la duda.

Así será, dijo el marqués, y como lleno de cólera mandó pedir las llaves. Trajéronlas, abrieron la bodega, desliaron los tercios y fueron encontrándolos casi rellenos de tabaco.

Entonces el marqués, revistiendo su cara de indignación y echándome una mirada de rico enojado, me dijo: so bribón, trapacero, villano y mal agradecido, ¿éste es el pago que ha dado a mis favores? ¿Así se me corresponde la ciega o imprudente confianza que hice de él? ¿Así se recompensan mis servicios que en nada me los tenía merecidos? Y por fin, ¿así se   —125→   retorna aquella generosidad con que le di mi dinero para que él sólo se aprovechara de sus utilidades, sin que conmigo partiera ni un ochavo, cosa que tiene pocos ejemplares? ¿No le bastaba al muy pícaro robarme y defraudarme, sino que trató de comprometer a un hombre de mi honor y de mi clase? Muy bien está que él pague el fraude hecho contra la real hacienda, bogando en una galera o arrastrando una cadena en un presidio por diez años; pero a mí ¿quién me limpiará de la nota en que me ha hecho incurrir, a lo menos entre los que no saben la verdad del caso? Y ¿quién restaurará mis intereses, pues es claro que cuanto tienen de tabaco los tercios, tanto les falta de géneros y existencias? Mi honor yo lo vindicaré y lo aquilataré hasta lo último; pero ¿cómo resarciré mis intereses?

Vamos, no calle, ni quiera hacerse ahora mosca muerta. Diga la verdad delante del escribano. ¿Yo lo mandé a comerciar en tabaco? ¿O tengo interés en este contrabando?

Yo, que había estado callado a semejante inicua reprensión, aturdido, no por mi culpa, que ninguna tenía64, sino por la sorpresa que me causó aquel hallazgo, y por las injurias que escuchaba de la boca del marqués, no pude menos que romper el silencio a sus preguntas y confesar que él no tenía la más mínima parte en aquello, pero que ni yo tampoco, pues Dios sabía que ni pensamiento había tenido de emplear un real en tabaco. A esto se rieron todos y, después de emplazar al marqués para que contestara, cargaron con los tercios para la aduana, y conmigo para esta prisión, sin tener el ligero gusto de ver a mi querida esposa, causa inocente de todas mis desgracias.

Dos años hace que habito las mansiones del crimen reputado   —126→   por uno de tantos delincuentes; dos años hace que sin recurso lidio con las perfidias del marqués empeñado en sepultarme en un presidio, que hasta allá no ha parado su vengativa pasión, porque después que con infinito trabajo he probado con las declaraciones de los arrieros que no tuve ninguna noticia del tabaco, él me ha tirado a perder demandándome el resto que dice falta a su principal; dos años hace que mi esposa sufre una horrorosa prisión, y dos años hace que yo tolero con resignación su ausencia y los muchos trabajos que no digo; pero Dios, que nunca falta al inocente que de veras confía en su alta Providencia, ha querido darse por satisfecho y enviarme los consuelos a buen tiempo; pues cuando ya los jueces, engañados con la malicia de mi poderoso enemigo y con los enredos del venal escribano de la causa, que lo tenía comprado con doblones, trataban de confinarme a un presidio, asaltó al marqués la enfermedad de la muerte, en cuya hora, convencido de su iniquidad y temiendo el terrible salto que iba a dar al otro mundo, entregó a su confesor una carta escrita y firmada de su puño en la que, después de pedirme un sincero perdón, confiesa mi buena conducta, y que todo cuanto se me había imputado había sido calumnia y efecto de una desordenada y vengativa pasión.

De esta carta tenga copia, y se les ha dado a los jueces privadamente, para que no pare en perjuicio del honor del marqués, de manera que de un día a otro espero mi libertad y el resarcimiento de mis intereses perdidos.

Ésta, amigo, es mi trágica aventura. Se la he contado a usted para que no se desconsuele, sino que aprenda a resignarse en los trabajos, seguro de que, si está inocente, Dios volverá por su causa.

Aquí llegaba don Antonio cuando fue preciso separarnos para rezar el rosario y recogernos. Sin embargo, después de cenar y cuando estuvimos más solos, le dije lo siguiente.



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ArribaAbajoCapítulo VIII

Sale don Antonio de la cárcel, entrégase Periquillo a la amistad de los tunos sus compañeros y lance que le pasó con el Aguilucho


Cuando estuvimos acostados le dije a don Antonio: ciertamente, querido amigo, que en este instante he tenido un gusto y un pesar. El gusto ha sido saber que su honor de usted quedó ileso, tanto de parte de su fidelísima consorte, cuanto de parte del marqués, en virtud de la tan pública y solemne retractación que ha hecho, según la cual usted será restituido brevemente a su libertad, y disfrutará la amable compañía de una esposa tan fiel y digna de ser amada; y el pesar ha sido por advertir el poco tiempo que gozaré la amigable compañía de un hombre generoso, benéfico y desinteresado.

Reserve usted esos elogios, me dijo don Antonio, para quien los sepa merecer. Yo no he hecho con usted más que lo que quisiera hicieran conmigo, si me hallara en su situación; y así, sólo he cumplido en esta parte con las obligaciones que me imponen la religión y la naturaleza; y ya ve usted que el que hace lo que debe no es acreedor ni a elogios ni a reconocimiento.

¡Oh, señor!, le dije, si todos hicieran lo que deben, el mundo sería feliz; pero hay pocos que cumplan con sus deberes, y esta escasez de justos hace demasiado apreciables a los que lo son, y usted no lo dejará de ser para mí en cuanto me dure la vida. Apetecería que mi suerte fuera otra, para que mi gratitud no se quedara en palabras, pues si según usted el que hace lo que debe no merece elogios, el que se manifiesta agradecido a un favor que recibe hace lo que debe justamente; porque ¿quién será aquel indigno que recibiendo un favor, como yo, no lo confiese, publique y agradezca, a pesar de la modestia de su benefactor? Mi padre, señor, era muy honrado y dado a los   —128→   libros, y yo me acuerdo haberle oído decir que el que inventó las prisiones fue el que hizo los primeros beneficios; ya se ve que esto se entiende respecto de los hombres agradecidos, pero ¿quién será el infame que recibiendo un beneficio no lo agradezca? En efecto, el ingrato es más terrible que las fieras. Usted ha visto la gratitud de los perros, y se acordará de aquel león a quien habiéndole sacado un caminante una espina que tenía clavada en la mano, siendo éste después preso y sentenciado a ser víctima de las fieras en el circo de Roma, por suerte, o para lección de los ingratos, le tocó que saliese a devorarlo aquel mismo león a quien había curado de la mano, y éste, con admiración de los espectadores, luego que por el olfato conoció a su benefactor, en vez de arremeterle y despedazarlo como era natural, se le acerca65, lo lame, y con la cola, boca y cuerpo todo lo agasaja y halaga, respetando a su favorecedor. ¿Quién, pues, será el hombre que no sea reconocido? Con razón las antiguas leyes no prescribieron pena a los ingratos, pensando el legislador que no podía darse tal crimen; y con igual razón dijo Ausonio que no producía la naturaleza cosa peor que un ingrato.

Conque vea usted, amigo don Antonio, si podré yo excusarme de agradecer a usted los favores que me ha dispensado.

Yo jamás hablo contra lo que me dicta la razón, me respondió; conozco que es preciso y justo agradecer un beneficio; yo así lo hago, y aun lo publico, pues a más no poder es una media paga el publicar el bien recibido, ya que no se pueda compensar de otra manera; pero, con todo eso, desearía que no lo hicieran conmigo, porque no apetezco la recompensa del tal cual beneficio que hago del que lo recibe, sino de Dios y del testimonio de mi conciencia; porque yo también he leído en   —129→   el autor que usted me citó que el que hace un beneficio no debe acordarse de que lo hizo.

Conque así, dejando esta materia, lo que importa es que usted no desmaye en los trabajos, ni se abata cuando yo lo falte, pues le queda la Providencia, que acudirá a sostenerlo en ese caso, así como lo hace ahora por mi medio, pues yo no soy más que un instrumento de quien a la presente se vale.

En estas amistosas conversaciones nos quedamos dormidos, y a otro día, sin esperarlo yo, me llamaron para arriba. Subí sobresaltado, ignorando para qué me necesitaban; pero pronto salí de la duda, haciéndome entender el escribano que me iba a tomar la confesión con cargos.

Me hicieron poner la cruz y me conjuraron cuanto pudieron para que confesara la verdad so cargo del juramento que había prestado.

Yo en nada menos pensaba que en confesar ni una palabra que me perjudicara, pues ya había oído decir a los léperos que en estos casos primero es ser mártir que confesor; pero sin embargo yo juró decir verdad, porque decir que sí no me perjudicaba.

Comenzaron a preguntarme mucho de lo que ya se me había preguntado en la declaración preparatoria, y yo repetí las mismas mentiras a muchas de las mismas preguntas, que sospechaba no me eran favorables, y así negué mi nombre, mi patria, mi estado, etc., añadiendo acerca del oficio que era labrador en mi tierra; confesé, porque no lo podía negar, que era verdad que Januario era mi amigo, y que el sarape y rosario eran suyos; pero no dije cómo habían venido a mi poder, sino que me los había empeñado.

A seguida se me hicieron varios cargos, pero nada valió para que yo declarara lo que se quería, y en vista de mi resistencia se concluyó aquella formalidad haciéndome firmar la declaración y despachándome al patio.

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Yo obedecí prontamente, como que deseaba quitarme de su presencia. Bajeme a mi calabozo y, no hallando en él a don Antonio, salí para el patio a tomar sol.

Estando en esta diligencia se juntaron cerca de mí unos cuantos cofrades de Birjan, y tendiendo una frazadita en el suelo se sentaron a jugar a la redonda en buena paz y compañía, la que por poco les deshace el presidente si no le hubieran pagado dos o cuatro reales de licencia, que tanto llevaba de pitanza, con nombre de licencia, por cada rueda de juego que se ponía, y tal vez más, según era la cantidad que se jugaba.

Yo me admiraba al ver que en la cárcel se jugaba con más libertad y a menos costo que en la calle, envidiando de paso las buscas de los presidentes, pues, a más de las generales, éste de quien hablo tenía otras que no le dejaban poco provecho, porque por tercera persona metía aguardiente y lo vendía como se le antojaba, prestaba sobre prendas con dos reales de logro por peso, y hacía otras diligencias tan lícitas y honestas como las dichas.

Deseaba yo mezclarme con los tahures a ver si me ingeniaba con alguna de las gracias que me había enseñado Juan Largo; pero no me determiné por entonces, porque era nuevo y veía la clase de gente que jugaba, que cada uno podía darme lecciones en el arte de la fullería; y así me contenté con divertirme mirándolos.

Pasado un largo rato de ociosidad, como todos los que se pasan en nuestras cárceles, repetí mi viaje al calabozo y ya estaba don Antonio esperándome. Le conté todo mi acaecimiento con el escribano, y él mostró admirarse diciéndome: me hace fuerza que tan presto se haya evacuado la confesión con cargos, pues ayer le dije a usted que podía esperar este paso de aquí a tres meses, y en efecto puedo citarle muchos ejemplares de estas dilaciones. Bien es verdad que cuando los jueces son activos y no hay embarazo que lo impida, o urge   —131→   mucho la conclusión del negocio, se determina pronto esta diligencia.

Pero vamos a esto: ¿ha hecho usted muchas citas? Porque siendo así se enreda o se demora más la causa. No sé lo que son citas, le respondí; a lo que don Antonio me dijo: citas son las referencias que el reo hace a otros sujetos poniéndolos por testigos, o citándolos con cualquiera ingerencia en la causa, y entonces es necesario tomarles a todos declaración, para examinar por ésta la verdad o falsedad de lo que ha dicho; y esto se llama evacuar citas. Ya usted verá que naturalmente estas diligencias demandan tiempo.

Pues amigo, le dije, mal estamos; porque yo, para probar que no salí con Januario la noche del robo, atestigüé que me había estado en el truquito con todos los inquilinos de él, y éstos son muchos.

En verdad que hizo usted mal, dijo don Antonio, pero si no había prueba más favorable, usted no podía omitirla. En fin, si con la prisa que ha comenzado el negocio, continúa, puede usted tener esperanza de salir pronto.

En estas y otras conversaciones entretuvimos el resto de aquel día, en el que mi caritativo amigo me dio de comer; y en los quince o veinte más que duró en mi compañía no sólo me socorrió en cuanto pudo, sino que me doctrinó con sus consejos. ¡Ah, si yo los hubiera tomado!

Cuando me veía adunarme con algunos presos cuya amistad no le parecía bien, me decía: mire usted, don Pedrito, dice el refrán que cada oveja con su pareja. Podía usted no familiarizarse tanto con esa clase de gente como N. y Z., pues no porque son pobres ni morenos, éstos son accidentes por los que solamente no debe despreciarse al hombre ni desecharse su compañía, en especial si aquel color y aquellos trapos rotos cubren, como suele suceder, un fondo de virtud; sino porque esto no es lo más frecuente; antes la ordinariez del nacimiento   —132→   y el despilfarro de la persona suelen ser los más seguros testimonios de su ninguna educación ni conducta; y ya ve usted que la amistad de unas gentes de esta clase no puede traerle ni honra ni provecho; y ya se acuerda de que, según me ha contado, los extravíos que ha padecido y los riesgos en que se ha visto no los debe a otros que a sus malos amigos, aun en la clase de bien nacidos, como el señor Januario.

A este tenor eran todos los consejos que me daba aquel buen hombre, y así con sus beneficios como con la suavidad de su carácter se hizo dueño de mi voluntad, en términos que yo lo amaba y lo respetaba como a mi padre.

Esto me acuerda que yo debí a Dios un corazón noble, piadoso y dócil a la razón. La virtud me prendaba, vista en otros; los delitos atroces me horrorizaban, y no me determinaba a cometerlos; y la sensibilidad se excitaba en mis entrañas a la presencia de cualquiera escena lastimosa.

Pero ¿qué tenemos con estas buenas cualidades si no se cultivan? ¿Qué con que la tierra sea fértil, si la semilla que en ella se siembra es de cizaña? Eso era cabalmente lo que me sucedía. Mi docilidad me servía para seguir el ímpetu de mis pasiones y el ejemplo de mis malos amigos; pero cuando lo veía bueno, pocas veces dejaba de enamorarme la virtud, y si no me determinaba a seguirla constantemente, a lo menos me sentía inclinado a ello, y me refrenaba mientras tenía el estímulo a la vista.

Así me sucedió mientras tuve la compañía de don Antonio, pues lejos de envilecerme o contaminarme más con el perverso ejemplo de aquellos presos ordinarios, que conocemos con el nombre de gentalla, según me aconteció en el truquito, lejos de esto, digo, iba yo adquiriendo no sé qué modo de pensar con honor, y no me atrevía a asociarme con aquella broza por vergüenza de mi amigo, y por la fuerza que me hacían sus suaves y eficaces persuasiones. ¡Qué cierto es que el ejemplo de un amigo honrado contiene a veces más que el precepto   —133→   de un superior, y más si éste sólo da preceptos y no ejemplos!

Pero como yo apenas comenzaba a ser aprendiz de hombre de bien con los de mi buen compañero, luego que me faltaron rodó por tierra toda mi conducta y señorío, a la manera que un cojo irá a dar al suelo luego que le falte la muleta.

Fue el caso que una mañana que estaba yo solo en mi calabozo, leyendo en uno de los libros de don Antonio, bajó éste de arriba, y dándome un abrazo me dijo muy alborozado: querido don Pedro, ya quiso Dios, por fin, que triunfara la inocencia de la calumnia, y que yo logre el fruto de aquélla en el goce completo de mi libertad. Acaba el alcaide de darme el correspondiente boleto. Yo trato de no perder momentos en esta prisión para que mi buena esposa tenga cuanto antes la complacencia de verme libre y a su lado, y por este motivo resuelvo marcharme ahora mismo. Dejo a usted mi cama, y esa caja con lo que tiene dentro para que se sirva de ella entre tanto la mando sacar de aquí; pero le encargo me la cuide mucho.

Yo prometí hacer cuanto él me mandara, dándole los plácemes por su libertad y las debidas gracias por los beneficios que me había hecho, suplicándole que mientras estuviera en México, se acordara de su pobre amigo Perico, y no dejara de visitarlo de cuando en cuando. Él me lo ofreció así, poniéndome dos pesos en la mano, y estrechándome otra vez en sus brazos me dijo: sí, mi amigo... mi amigo... ¡pobre muchacho!, bien nacido y mal logrado... A Dios... No pudo contener este hombre sensible y generoso su ternura, las lágrimas interrumpieron sus palabras y, sin dar lugar a que yo hablara otra, marchó dejándome sumergido en un mar de aflicción y sentimiento, no tanto por la falta que me hacía don Antonio, cuanto por lo que extrañaba su compañía, pues en   —134→   efecto, ya lo dije y no me cansaré de repetirlo, era muy amable y generoso.

Aquel día no comí, y a la noche cené muy parcamente; mas como el tiempo es el paño que mejor enjuga las lágrimas que se vierten por los muertos y los ausentes, al segundo día ya me fui serenando poco a poco; bien es verdad que lo que calmó fue el exceso de mi dolor, mas no mi amor ni mi agradecimiento.

Apenas los pillos mis compañeros me vieron sin el respeto de don Antonio y advirtieron que quedé de depositario de sus bienecillos, cuando procuraron granjearse mi amistad, y para esto se me acercaban con frecuencia, me daban cigarros cada rato, me convidaban a aguardiente, me preguntaban por el estado de mi causa, me consolaban, y hacían cuanto les sugería su habilidad por apoderarse de mi confianza.

No les costó mucho trabajo, porque yo, como buen bobo, decía: no, pues estos pobres no son tan malos como me parecieron al principio. El color bajo y los vestidos destrozados no siempre califican a los hombres de perversos; antes a veces pueden esconder algunas almas tan honradas y sensibles como la de don Antonio; y ¿qué sé yo si entre estos infelices me encontraré con alguno que supla la falta de mi amigo?

Engañado con estos hipócritas sentimientos, resolví hacerme camarada de aquella gentuza, olvidándome de los consejos de mi ausente amigo y, lo que es más, del testimonio de mi conciencia que me decía que, cuando no en lo general a lo menos en lo común, raro hombre sin principios ni educación deja de ser vicioso y relajado.

A los tres días de la partida de don Antonio ya era yo consocio de aquellos tunos, llevando con ellos una familiaridad tan estrecha como si de años atrás nos hubiéramos conocido, porque no sólo comíamos, bebíamos y jugábamos juntos, sino que nos tuteábamos y retozábamos de manos como unos niños.

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Pero con quien más me intimé fue con un mulatillo gordo, aplastado, chato, cabezón, encuerado y demasiadamente vivo y atrevido, que le llamaban la Aguilita, y yo jamás le supe otro nombre, que verdaderamente le convenía así por la rapidez de su genio como por lo afilado de su garra. Era un ladrón astuto y ligerísimo, pero de aquellos ladrones rateros, incapaces de hacer un robo de provecho pero capaces de sufrir veinte y cinco azotes en la picota por un vidrio de a dos reales o un pañito de a real y medio. Era, en fin, uno de estos macutenos o corta bolsas, pero delicado en la facultad. No se escapaba de sus uñas el pañuelo más escondido, ni el trapo más bien asegurado en el tendedero. ¡Qué tal sería, pues los otros presos que eran también profesores de su arte le rendían el pórrigo66, le confesaban la primacía y se guardaban de él como si fueran los más lerdos en el oficio!

Él mismo, haciendo alarde de sus delitos, me los contó con la mayor franqueza, y yo le referí mis aventuras punto por punto en buena correspondencia, sin ocultarle que, así como a él por mal nombre le llamaban Aguilita, así a mí me decían Periquillo Sarniento.

No fue menester más que revelarle este secreto para que todos lo supieran, y desde aquel día ya no me conocían con otro nombre en la cárcel.

Éste fue, según dije, el gran sujeto con quien yo trabé la más estrecha amistad. Ya se deja entender qué ejemplos, qué consejos y qué beneficios recibiría de mi nuevo amigo y de todos sus camaradas. Como de ellos.

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Al plazo que dije ya habían concluido los dos pesos que me dejó don Antonio, y yo no tenía ni qué comer ni qué jugar. Es cierto que el amigo Aguilucho partía conmigo de su plato, pero éste era tal que yo lo pasaba con la mayor repugnancia, pues se reducía a un poco de atole aguado por la mañana, un trozo de toro mal cocido en caldo de chile al medio día y algunos alverjones o habas por la noche, que ellos engullían muy bien, tanto por no estar acostumbrados a mejores viandas, como por ser éstas de las que les daba la caridad; pero yo apenas las probaba, de manera que si no hubiera sido por un bienhechor que se dignó favorecerme, perezco en la cárcel de enfermedad o de hambre, pues era seguro que si comía las municiones alverjonescas y el toro medio vivo me enfermaría gravemente, y si no comía eso, no habiendo otros alimentos, la debilidad hubiera dado conmigo en el sepulcro.

Pero nada de esto sucedió, porque desde el cuarto día de la ausencia de don Antonio me llevaron de la calle un canastito con suficiente y regular comida, sin poder yo averiguar de dónde, pues siempre que lo preguntaba al mandadero sólo sacaba de éste que me la daba un amigo, quien mandaba decir que no necesitaba saber quién era.

En esta inteligencia yo recibía el canastillo, daba las gracias a mi desconocido benefactor y comía con mejores apetencias, y casi siempre en compañía del Aguilucho o de alguno de sus cofrades.

Mas como la amistad de éstos no era verdadera, ni se dirigía a mi bien, sino al provecho que esperaban sacar de mí, no cesaban de instarme a jugar, y esto lo hacían por medio del Aguilita, quien me decía a cada cuarto de hora: amigo Perico, vamos a jugar, hombre, ¿qué haces tan triste y arrinconado con el libro en la mano hecho santo de colateral? Mira, en la cárcel sólo bebiendo o jugando se puede pasar el rato, pues no hay nada que hacer ni en qué ocuparse. Aquí el herrero, el sastre, el   —137→   tejedor, el pintor, el arcabucero, el bateoja, el hojalatero, el carrocero y otros muchos artesanos, luego que se ven privados de su libertad, se ven también privados de su oficio, y de consiguiente constituidos en la última miseria ellos y sus familias en fuerza de la holgazanería a que se ven reducidos; y los que no tienen oficio perecen de la misma manera; y así, camarada, ya que no hay más que hacer, pasemos el rato jugando y bebiendo mientras que nos ahorcan o nos envían a comer pescado fresco a San Juan de Ulúa, porque lo demás será quitarnos la vida antes que el verdugo o los trabajos nos la quiten.

Acabó mi amigo su persuasiva conversación, y le dije: no pensé jamás que un hombre de tu pelaje hablara tan razonablemente; porque la verdad, y sin que sirva de enojo, los de tu clase no se explican en materia ninguna de ese modo. Aunque no es esa regla tan general como la supones, me contestó, sin embargo, es menester concederte que es así, por la mayor parte; mas esa dureza o idiotismo que adviertes en los indios, mulatos y demás castas no es por defecto de su entendimiento, sino por su ninguna cultura ni educación. Ya habrás visto que muchos de esos mismos que no saben hablar hacen mil curiosidades con las manos, como son cajitas, escribanías, monitos, matraquitas y tanto cachivache que atrae la afición de los muchachos y aun de los que no lo son. Pues lo más especial que hay en el caso es el precio en que los venden y la herramienta con que los trabajan. El precio es poco menos que medio real o cuartilla, y la herramienta se reduce a un pedazo de cuchillo, una tira de hoja de lata y casi siempre nada más.

Esto prueba bien que tienen más talento del que tú les concedes, porque si no siendo escultores, carpinteros, carroceros, etc., ni teniendo conocimiento en las reglas de las artes que te he nombrado, hacen una figura de un hombre o de un animal, una mesa, un ropero, un cochecito y cuanto quieren, tan bonitos y agradables a la vista, si hubieran aprendido esos oficios claro es que harían obras perfectas en su línea.

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Pues de la misma manera debes considerar que, si los dedicaran a los estudios, y su trato ordinario fuera con gente civilizada, sabrían muchos de ellos tanto como el que más, y serían capaces de lucir entre los doctos no obstante la opacidad de su color67. Yo, por ejemplo, hablo regularmente el castellano porque me crié al lado de un fraile sabio, quien me enseñó a leer, escribir y hablar. Si me hubiera criado en casa de mi tía la tripera, seguramente a la hora de ésta no tuvieras nada que admirar en mí.

Pero dejemos estas filosofías para los estudiantes. Aquí nada vale hablar bien ni mal, ser blancos ni prietos, trapientos o decentes; lo que importa es ver cómo se pasa el rato, y cómo se les pelan los medios a nuestros compañeros; y así vamos a jugar, Periquillo, vamos a jugar, no tengas miedo, a mí no me la dan de malas en el naipe, de eso entiendo más que de castrar monas, y en fin, amarro un albur a veinte cartas. Conque vamos hombre.

Yo le dije que iría de buena gana si tuviera dinero, pero que estaba sin blanca. ¡Sin blanca!, exclamó el Girifalte. No puede ser. ¿Pues para qué quieres esas sábanas ni esa colcha que tienes en la cama, ni los demás trebejos que guardas en la cajita? Aquí el presidente, y otros de tan arreglada conciencia como él, prestan ocho con dos sobre prendas, o al valer, o a si chifla.

El logro de recibir dos reales por premio de ocho que se   —139→   presten, le dije, ya lo entiendo, y sé que eso se llama prestar ocho con dos; pero en esto de la valedura y del chiflido no tengo inteligencia. Explícame qué cosas son.

Prestar al valer, me respondió, es prestar con la obligación de dar el agraciado al prestador medio o un real de cada albur que gane, y prestar a si chifla es prestar con un plazo señalado, sin usura, pero con la condición de que pasado éste, y no sacando la prenda, se pierde ésta sin remedio en el dinero que se prestó sobre ella, sin tener el dueño acción para reclamar las demasías.

Muy bien, dije yo, he quedado bien enterado en el asunto, y saco por buena cuenta que ya de uno, ya de otro modo está el empeñador muy expuesto a quedarse sin su alhaja y los tales logreros en ocasión próxima de que se los lleve el diablo.

Eso no te apure, dijo el Aguilucho, que se los lleve o no, ¿qué cuidado se te da? ¿Acaso tú los pariste? El caso es que nos habiliten con monedas para jugar, y por lo demás allá se las avenga.

Todo está bueno, hermano, pero si esas prendas no son mías, ¿cómo las puedo empeñar? Con las manos, decía mi gran amigo, y si no quieres hacerlo tú, yo lo haré, que sé muy bien quién presta, y quién no, en nuestra casa. Lo que te puede detener es lo que responderás a don Antonio cuando venga por ellas, ¿no es eso? Pues mira, la respuesta es facilísima, natural y que debe pasar a la fuerza, y es decir que te robaron. No pienses que don Antonio lo ha de dudar, porque a él mismo le hemos robado yo y otros no tan asimplados como tú; y así es preciso que él se acuerde y diga: si a mí que era dueño de lo mío me robaban, ¿cómo no han de robar a este tonto, nuevo y que no ha de cuidar lo mío tanto como yo propio?

Fuera de que, aun cuando no discurriera de este modo, sino que pensara que era trácala tuya, ¿qué te había de hacer? Ya estás en la cárcel, hijo, ni más adentro, ni más afuera.

Pero no tengas cuidado de que lo sepa, aunque vendas hasta   —140→   los bancos públicamente, pues aquí todos nos tapamos con una frazada68, y no te descubriéramos, si el diablo nos llevara.

Yo creo cuanto me dices, le contesté; pero mira, ese sujeto es un buen hombre; ha hecho confianza de mí, se ha dado por mi amigo y lo ha manifestado llenándome de favores. ¿Cómo, pues, es posible que yo proceda con él de esa manera?

¡Qué animal eres!, decía el Gavilán; lo primero que esa amistad de don Antonio era por su conveniencia, por tener con quien platicar, y porque con nosotros no tenía partido por mono, ridículo y misterioso. Lo segundo que, ya embriagado con su libertad, no se acordará en la vida de estos tiliches69, así como no se ha acordado en cuatro días que ha que salió. Lo tercero que, en caso que se acuerde, es fuerza que crea la disculpa sin hacerte cargo del robo; y lo cuarto y último, que eso no se llama agraviar a los amigos, pues tú no le haces ningún agravio, ni le quitas su mujer ni su crédito, ni sus intereses, ni le das una puñalada, ni le haces ninguna injuria a sus sabiendas. Le vendes una que otra friolerilla por pura necesidad y sin que lo sepa, lo que es señal de grande amistad. Si le hicieras algún daño cierto de que lo había de saber, era señal de que lo querías agraviar; pero venderle cuatro trapos, seguro de que no lo sabrá, es la prueba más incontestable de que lo quieres bien, lo que puede aquietar tu interior.

Finalmente, tanto hizo y dijo el pícaro mulatillo, que yo, que poco había menester, me convencí y empeñé en cinco pesos unos calzones de paño azul muy buenos, con botones de plata, que había en la caja, y nos fuimos a poner el montecito sin perder tiempo.

Como moscas a la miel acudieron todos los pillos enfrazadados   —141→   a jugar. Se sentaron a la redonda y comenzó mi amigo a barajar y yo a pagar alegremente.

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En verdad que era fullero el Aguilucho, pero no tan diestro como decía, porque en un albur que iba interesado con cosa de doce reales, hizo una deslomada tan tosca y a las claras que todos se la conocieron, y comenzando por el dueño de la apuesta amparándolo sus amigos, y al montero los suyos, se encendió la cosa de tal modo que en un instante llegamos a las manos, y, hechos un nudo unos sobre otros, caímos sobre la carpeta del juego, dándonos terribles puñetes, y algunos de amigos, pues como estábamos tan juntos y ciegos de la cólera, los repartíamos sin la mejor puntería, y solíamos dar el mejor mojicón al mayor amigo. A mí, por cierto, me dio uno tan feroz el Aguilucho que me bañó en sangre, y fue tal el dolor que sentí que pensé que había escupido los sesos por las narices.

El alboroto del patio fue tan grande que ni el presidente podía contenerlo con su látigo, hasta que llegó el alcaide, y como no era de los peores nos sosegamos por su respeto.

Luego que nos serenamos, y estando yo en mi departamento, me fue a buscar mi compañero el Aguilucho, quien, como acostumbrado a estas pendencias en la cárcel y fuera de ella, estaba más fresco que yo; y así con mucha sorna me preguntó ¿cómo me había ido de campaña? De los diablos, le respondí, todos los dientes tengo flojos y las narices quebradas, siendo lo más sensible para mí que tú fuiste quien me hizo tan gran favor.

Yo no lo sé, dijo el mulatillo, pero no lo niego, que cuando me enojo no atiendo cómo ni a quién reparto mis cariños. Ya viste que aquellos malditos casi me tenían con la cara cosida contra el suelo, y así yo no veía a dónde dirigía la mano. Sin embargo, perdóname, hermano, que no lo hice a mal hacer. ¿Y es mucha la sangre que has echado? No había de haber   —142→   sido tanta, le respondí, sobre que hasta desvanecido estoy. No le hace, añadió él. Sábete que no hay mal que por bien no venga, y regularmente un trompón de éstos bien dado, de cuando en cuando, es demasiado provechoso a la salud, porque son unas sangrías copiosas y baratas que nos desahogan las cabezas y nos precaven de una fiebre.

Maldito seas tú y tu remedio condenado, le dije, y será mejor que en la vida no me apliques otra semejante sangría. Pero dime, ¿cómo salimos de monedas? Porque será la del diablo que después de sangrados y magullados hayamos salido sin blanca.

Eso sí que no, me respondió mi camarada, las tripas hubiera dejado en manos de mis enemigos primero que un real. Luego que vi que nos comenzamos a enojar, procuré afianzar la plata, de suerte que cuando el general tocó a embestir ya los medios estaban bien asegurados.

¿Y dónde?, le pregunté, porque tú no tienes chupa, ni camisa, ni calzones, ni cosa que lo valga, ¿conque dónde los escondiste tan presto? En la pretina de los calzones blancos, me contestó, y entre el ceñidor, y por acabar esa maniobra me pusieron como viste, que si desde el principio del pleito me cogen con ambas manos francas, otro gallo les cantara a esos tales; pero no somos viejos y sobran días en el año.

Vaya, deja esos rencores, le dije, a ver lo que me toca, porque ya me muero de hambre y quisiera mandar traer de almorzar. Ya está corrida esa diligencia, me contestó el Aguilucho, y por señas que ahí viene tío Chepito el mandadero con el almuerzo.

En efecto llegó el viejecito con una canasta bien habilitada de manitas en adobo, cecina en tlemole, pan, tortillas, frijoles y otras viandas semejantes. Llamó el Aguilón a sus camaradas y nos pusimos todos en rueda a almorzar en buena paz y compañía, pero en medio de nuestro gusto nos acordábamos   —143→   del pulquillo, y su falta nos entristecía demasiado; mas al fin se suplió con aguardiente de caña, y fueron tan repetidos los brindis que yo, como poco o nada acostumbrado a beber, me trastorné de modo que no supe lo que sucedió después, ni cómo me levanté de allí. Lo cierto es que a la noche, cuando volví en mí, me hallé en mi cama, no muy limpio y con un fuerte dolor de cabeza; y de esta manera me desnudé y procuré volver a dormir, lo que no me costó poco trabajo.