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El pirata del Huayas


Manuel Bilbao



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Primera parte


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- I -

¡Bella es la naturaleza que se ostenta en las márgenes del Huayas!

Cielo despejado, teñido de fuego en el horizonte por los rayos abrasadores de un sol africano.

La luz se presenta sin anunciarse por la aurora que aparece en las regiones apartadas de los trópicos.

La débil claridad que precede al día, abre el curso a las fatigas del calor, cuyo trono se alza majestuoso a las orillas de un caudaloso río, que dio nombre al pueblo que baña con su corriente.

Bosques inmensos delinean sus riberas, presentando graderías de arboledas enormes que competen la elevación y frondosidad.

Una isla cortada al oriente, por el caudaloso río, y al poniente, por un brazo estrecho de mar, sirve de asiento a la ciudad.

  -500-  

Cuando el sol declina, el lado opuesto al ocaso presenta la cadena serpenteada de los Andes que, abatiéndose al Noroeste, deja encumbrarse la elevada mole del Chimborazo, cuya aparición por encima de las nubes, disputa el imperio de los aires a esos vapores que le sirven de ropaje, cual si fuera un gigante de la Eternidad.




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- II -

El buque que conduce al viajero al pueblo de Guayaquil principia a internarse desde la extensa isla de Puná.

Esta isla sirve de costa a una parte del Océano y de puerta a las corrientes del Guayas, que se deslizan por grandes brazos, envolviendo en su curso los árboles y pastos que arrastra con sus corrientes, desde su nacimiento.

Cada brazo es la faja de una isla inculta y virgen, donde se aposenta el lagarto monstruoso, la culebra venenosa, el reptil mortífero y el criadero del desesperante mosquito.

Un lodo espeso, cubierto por enredaderas y árboles siempre verdes, ocultan aquel piso peligroso que invita a pisarlo a causa del atractivo producido por ese manto de vida que engaña a la vista.

Catorce millas se interna el buque por entre esas calles de frescura para la imaginación y de ardor en la realidad.

Parece aquello un sarcasmo dilatado, donde el calor agobia el cuerpo y la vista se recrea.

A medida que esas catorce leguas van desapareciendo, el aire templado que corría va agotándose; principia a respirarse con dificultad; una traspiración sofocante asalta y el mosquito se encarga de festejar al recién llegado.

Cae el ancla, y Guayaquil está a la vista.




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- III -

Se salta en tierra.

Unos palos de balsa flotantes, que suben y bajan a merced de la marea, son el muelle que sale del malecón.

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El malecón es una calle ancha y extensa que forma el frontis de la ciudad, adornada por casas elevadas sobre arcos de madera.

Calle hermosa que corre a lo largo del pueblo, presentando a un lado los edificios al otro el río.

Aquel es el paseo.

A cada cien varas se encuentran las desembocaduras de las calles que cortan la población.

Las veredas están cubiertas por galerías.

El centro de cada calle es un pantano cuyas aguas dejan un lodo verde que se corrompe con el calor, siempre dominante.

Cierta fetidez exhalada por esos depósitos, anuncia de pronto la causa de las frecuentes epidemias y explica la palidez enfermiza de los habitantes.

Desde luego se echa de menos el bullicio de los pueblos y el ruido de las ciudades.

No hay rodados, y la gente permanece encerrada en sus casas.




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- IV -

Las lluvias han pasado.

Se anuncia la entrada del verano para Junio1.

Llega la deseada estación y la temperatura cambia.

El terreno se seca y al amanecer y por la noche se siente una agradable brisa que consuela la laxitud del cuerpo, producida por el calor del día.

Los mosquitos disminuyen; no se dejan sentir con la rabia que despliegan2en el tiempo de las aguas.

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Entonces el malecón se cambia en un terral y da lugar a ser ocupado por los hombres. La mujer no se digna concurrir; sería un acontecimiento revolucionario que una pollera se pasease.

Tras los espesos toldos de los balcones se divisa con dificultad a la virgen y no virgen que se mece en el lecho de todas las condiciones, llamado hamaca.

Allí esperan la noche para dejarse ver de las estrellas.

En esas tardes es preferible renunciar al paseo y pasar a la sábana que sirve de espalda a la población, teniendo por límite un estero navegable y cuyo horizonte es cortado por una baja colina.

¡Allí se puede respirar con más libertad!...

Cae el sol y en su séquito se levanta un horizonte de fuego.

Creería verse el incendio de las entrañas del mundo, amenazando cubrir la mitad del globo que dejaba de alumbrar el astro a quien los Incas adoraban como al representante de Dios.

Los católicos en el delirio de sus creencias, se figurarían ver en ese incendio la mansión de los condenados.

La noche entra sin anunciarse por el crepúsculo.




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- V -

Entra la noche y la oscuridad se presenta para aumentar la tristeza del hombre.

Las casas entregadas al silencio de la inacción.

La juventud se ahuyenta, y los bellos grupos de muchachas, se ven condenadas a perder en la soledad el esplendor de la infancia.

Las familias, espejos de una virtud y de un arte seductor, corren tras los años marchitando la savia de una maternidad sin porvenir, sin recibir el espíritu que vivifica el corazón y sin pasiones que las eleve a la creación de un mundo nuevo.

A la asociación ha sucedido el aislamiento, ¡fruto amargo cosechado   -503-   de los disturbios políticos que por largo tiempo destrozaron a aquella república!

Allí todo se critica para impedir que se haga algo.

El imposible reina.

¡Desgraciada juventud que se ha revestido de la exterioridad cartuja!




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- VI -

En tal pueblo y en tal sociedad se notaba a principios de 1852, una alarma que sacaba a sus habitantes del estado normal en que se encontraban.

Se les había anunciado la proximidad de una invasión extranjera, capitaneada por el caudillo General Juan José Flores.

Las noticias que allí llegaban pintaban a los expedicionarios con colores alarmantes.

Se decía, que una escuadra aparecería para atacar la ciudad, compuesta de mil y más hombres recolectados en la clase perdida de los pueblos americanos, y de los emigrados extranjeros que aventuraban su vida en busca de fortuna.

Que tal colección de bandidos entraría saqueando y arrebatando la virtud a las hijas de familia; que la población sería destruida, sino por el cañón, por el desenfreno de las tropas que carecían de moral.

A los males inmediatos de la invasión, se agregaba el horror que sentían los hijos del Guayas, pensando en las consecuencias de un triunfo del general Flores; porque a su nombre asociaban el recuerdo de quince años de degradaciones y humillación, fuera del luto de centenares de familias de los que habían perecido combatiendo denodadamente en Miñarica, Seis de Marzo y la Elvira; y también en los patíbulos.

Por otra parte, consideraban a ese caudillo, una vez que se entronizase, como a un hombre que esparciría el terror y acallaría el mandato de las leyes, y de las garantías individuales.

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Le miraban con espanto por el pasado de su administración, y con terror por el carácter de conquistador que investía en aquel momento. Era visto, como el Bobes que sobresalió en la cruda guerra a muerte que asoló a Venezuela en los tiempos heroicos de la emancipación Colombiana.

Se temía, pues, por la vida y por el porvenir, temor que se revelaba en el grito de invocación que se hacia al patriotismo del pueblo, presentando ante sus ojos, la imagen sagrada de la Libertad. El pueblo escuchaba con toda la verdad que se siente en las épocas aciagas, ese eco de valor y abnegación, aún cuando sea lanzado por déspotas que especulen con los sentimientos innatos del hombre; pero que ofusca y forma guerreros para morir ante los altares de la patria, vivando la gloria y rechazando al tirano.

Los partidos se habían unido bajo el estandarte de la independencia ecuatoriana3, y unos pocos hijos extraviados sentían la alegría en el corazón, sin darse cuenta que se jugaba en aquel amago la honra del país.

Los ecuatorianos veían en Flores al primer capitán del siglo, y a los jefes que le acompañaban, dignos de la gloria que se adquiere por el valor.




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- VII -

Con semejantes antecedentes, el temor del pueblo crecía al extremo de considerar perdido el puerto principal de la República, por cuanto el ejército de línea se hallaba en Quito, sin poder acudir a la costa, en razón de la incomunicación del camino originada por las lluvias.

La plaza apenas contaba con 500 hombres para su guarda.

Para reparar ese temor justo que se sentía, la prensa lanzaba papeles incendiarios, desafiando a los expedicionarios, y las mismas bellezas parecían ofrecerse en holocausto para un caso extremo. De tal decisión había resultado el alistamiento de la juventud en las filas de los defensores, para combatir al frente de sus amores y por la salvación común.

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En una situación como esta se encontraba Guayaquil, cuando se supo la salida de la expedición floreana y su arribada a la isla de Lobos.

Es concebible el efecto que haría esta noticia y el espanto que produciría, al pensarse que en cuatro días podría presentarse en las aguas del río; mas ese espanto nacido de un justo motivo, fue para otros el renacimiento de una esperanza que daba lugar a planes terribles.

Era la ocasión que se aprovechaba por ocho individuos, para combatir a la expedición y a los defensores del país. Una tercera entidad que se presentaba con el carácter del Pirata4.




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- VIII -

¿Quién era el pirata? ¿De dónde venía?

La noticia de la expedición Flores era un hecho tan notorio, que solo se ponía en duda por los que la armaban, siendo que en el archipiélago de Galápagos, donde algunos balleneros arribaban para proveerse5 de tortugas y agua, y en donde se encuentra el silencio del desierto, se llegó a saber por ocho hombres que estaban alejados de las ciudades del Ecuador.

En una de las islas de ese archipiélago; se encontraban ocho individuos que los tribunales de justicia habían condenado a algunos años de residencia en aquel punto.

Los jueces estaban en la idea, de que el criminal es un ser perdido a quien la pena debe curar sin otro propósito que el castigo.

Por tal razón habían creído conveniente destinar una de esas islas para depósito de criminales, a fin de que allí, careciendo de goces, de recursos y apartados de la sociedad, expiasen su pasado en el silencio y en la desesperación, habitando una tierra salvaje, de donde era difícil salir.

Con tal providencia creían vindicada la sociedad, reparado el delincuente y satisfecha la ley.

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El código criminal estatuía esas reglas de barbarie y a la vez otras que aún imperan como un monumento de la degradación humana, a causa de una indolencia reprochable por un olvido siniestro de los gobiernos, por falta de luces para inquirir las reformas sociales; y más que todo, por ese espíritu servil que encadena la carrera de la civilización a la ciega obediencia y a la conservación ridícula de cuanto se nos legó por la conquista.

Los congresos se habían abstenido de atender la reforma criminal, y los jueces apoyaban sus conciencias en la letra de ley, aun cuando la ley fuese el cadalso del honor.

No comprendían que la legislación penal debe tener por base la vindicación de la sociedad por medio del castigo y la rehabilitación del delincuente a la vez.

Tenían la creencia de considerar al criminal como a un enemigo monstruoso que dejaba de ser hombre para siempre.

De ahí nacía el odio apagando la compasión; el castigo desterrando de la asociación al extraviado, perdiéndole y formando un réprobo perpetuo al que podía haber vuelto a ser un ciudadano útil.

La experiencia no les convencía, de que los fenómenos criminales, los criminales famosos habían salido no del seno de la sociedad, sino del seno de las cárceles, del corazón de los presidios; escuelas permanentes en donde el alma se acostumbra al alma de los que le rodean; el corazón se endurece y pierde la sensibilidad del sentimiento, la inteligencia estudia el perfeccionamiento del crimen, y en donde se acostumbra a amar el mal y a combatir la sociedad que los ha expulsado de su seno y les ha marcado con la infamia.

El respeto al espíritu conservador que por tantos años ha detenido el desarrollo moral y material de estos países, con detrimento de las ideas republicanas y de las riquezas naturales, al extremo de poner en duda el porvenir independiente y libre a que la revolución americana nos condujo; ese respeto funesto por lo establecido, que nos ha originado revoluciones y trastornos poco fructuosos, impedían se conociesen verdades como las que hemos expuesto; y aun conociéndose, preferían los legatarios del retroceso, seguir en   -507-   la senda ya andada, sea por temor a innovar lo que las leyes estúpidas y atrasadas habían prescrito, sea por la ignorancia de los hombres, que regularmente han ocupado los destinos directivos de estas Repúblicas, con ofensa de las luces y con descrédito del sistema representativo.

De tales convicciones había resultado la traslación de esos ocho hombres, que residían en Galápagos y acababan de saber la nueva de una guerra en su patria, por conducto del gobernador del archipiélago, un señor Mena.




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- IX -

El archipiélago de Galápagos se compone de diez y ocho islas situadas en la latitud de la línea equinoccial y como a quinientas o seiscientas millas de la costa.

Tres son las principales.

La más extensa que mide cerca de cuarenta leguas a la redonda y que se encuentra al Oeste de las otras, se llama Albemarck.

Una selva virgen cubre su superficie.

Montes elevados nacen del centro que está poblado por árboles corpulentos.

Sus costas están guarnecidas de rocas escarpadas donde azota con estrépito el mar.

Es en esta isla donde se encuentra la tortuga en abundancia.

Hacia el lado Norte de Albemark está la segunda, tres veces más pequeña que la anterior y que nada ofrece de notable.

Hacia el Noroeste de esta última está la tercera, conocida antiguamente con el nombre de San Carlos y posteriormente con el de Floriana.

La Floriana presenta una triste perspectiva:

Un conjunto de volcanes apagados.

La existencia del archipiélago parece no contar muchos siglos, al juzgársele por la multitud de bajos que hay al acercarse, la poca antigüedad6   -508-   de los árboles, y la conservación de las cenizas que yacen cubriendo la superficie del suelo de esta última isla.

Parecen esas islas nacidas de erupciones volcánicas submarinas.

En la tercera isla que indicamos, se encuentran unas doce habitaciones rústicas, situadas sobre la plataforma de un grupo de montañas, a la cual se llega en una hora de marcha desde la costa. Allí se encuentra una fuente de agua dulce.

En este sitio árido y melancólico, apartado de toda comunicación con el resto del mundo; donde las lluvias caen con la fuerza del granizo, los vientos soplan con la violencia del huracán; donde de día el calor despliega7 su fuerza abrumadora y de noche el aire esparce un frío penetrante; donde el alimento es escaso, dificultoso y miserable, y donde no se oye otro ruido que el estallido de las olas y el bramar de los huracanes; en este desierto, poblado de insectos y de miseria, se encontraba el lugar que las autoridades habían destinado para presidio de los criminales del Ecuador.

Cuando en 1848, el piloto Fulton, de la goleta Rosita que viajaba para California, se fugó dejando en tierra a los viajeros, Don Ernesto Charton (uno de ellos), dice que en ese entonces eran cincuenta los reos que allí vivían y entre ellos una joven arrojada allí por los tribunales para su enmienda.

Mas en la época a que nos referimos en este trabajo, la isla tenía ocho criminales, el Gobernador y cuatro hombres más que le acompañaban en sus labores.

Estos últimos vivían a orillas de la playa en donde paraban muy poco, ocupados como estaban en beneficiar galápagos, pescar langostas y bacalao que allí hay en abundancia.

Para hacer estas operaciones, se embarcaban en la única balandra que había y en ella se trasladaban a Albemark o bien permanecían en el mar.

El producto de estos trabajos se expendía a los balleneros o lo remitían a Guayaquil cuando aparecían embarcaciones.

Los presos tenían que mantenerse con lo que se buscaban ellos mismos, y sobre todo con patatas que extraían de la tierra.

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El fuego se lo proporcionaban encendiendo troncos débiles que con solo remecerlos caían.

Sin otra ocupación que aquella y sin más esperanza que la de aguardar el término señalado en las sentencias, los criminales vivían como viven los animales.

Maldecían y acostumbraban sus almas al desprecio de la vida y al odio de la humanidad.

Fugar era imposible, no había en qué, ni sabían a donde ir.




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- X -

Tal era la situación de los ocho reos, cuando el Gobernador les participó la noticia de la Guerra del Ecuador.

Esta noticia se las dio al embarcarse en su balandra para ir a las ocupaciones que conocemos.

Había pasado algún tiempo desde que se había separado este, cuando uno de los ocho reos, llamado Bruno Arce, dijo a sus compañeros que se encontraban sentados en la playa:

-¿Han oído ustedes al Gobernador?

-¿De que hay guerra en Guayaquil? -dijo el mas joven de ellos, a quien llamaban Galeote.

-Sí, eso mismo -replicó Bruno con semblante animado que contrastaba con la indolencia brutal de los otros-; eso mismo.

-¿Y qué nos importa esa guerra? -objetó un otro, que tenía la cara cubierta de una larga patilla mezclada con el cabello desaliñado que caía en mechones sobre su frente y el cuello, por cuya razón le llamaban el Oso.

-Tiene mucho -contestó Bruno-, importa nuestra libertad quizá.

-Explícate, explícate -le replicaron todos con cierta exigencia que más bien parecía burla que otra cosa.

-Me admira que se muestren así -les dijo Bruno formalizando la expresión de su semblante-. ¿No acaban de oír que hay guerra en   -510-   el Ecuador, y no ven ustedes que si la paz continuase tendríamos que estar aquí seis u ocho años más, al pasar que ahora se han cumplido nuestras condenas?

-Haces bien en admirarte -le contestó el Oso con cierto aire de burla-; ¡que tal! ¿No has pensado hombre de Dios que estamos en medio del mar sin poder salir aún cuando el mundo arda? Habrá guerra y cuanto quieras que haya, pero todo pasará y aquí mismo tendremos que saber que ha concluido.

Diciendo el Oso estas palabras que interpretaban el pensamiento de sus compañeros, soltó una carcajada de pifia y de despecho, y echó a andar hacia uno de los ranchos en que vivían.

Bruno tomando por una injuria el modo brusco y sarcástico del Oso, echó mano a su puñal, y amenazándolo le gritó:

-Si eres capaz de reírte de mí, ven a probarme que no eres cobarde.

El Oso que seguía su camino riendo, creyó que el reto de Bruno era una chanza, y en vez de pararse continuó la burla con mayor descaro.

Bruno aumentó también su rabia y volvió a provocar al que parecía desairarle.

A este desafío repetido, el Oso se detuvo herido por el insulto.

Lanzó sobre su adversario miradas de fuego y se alistó para lanzarse contra el que le había llamado cobarde; ultraje que entre ellos equivalía al mayor agravio que podía hacérseles.

-¿Hablas de veras? -le interrogó el Oso con rabia manifiesta.

-Sí -le respondió Bruno con energía-; de veras.

-Desdícete, porque de lo contrario te destripo -le repuso el Oso, haciendo brillar en la derecha un agudo puñal, y envolviendo en la izquierda un rito sucio, como si fuese un escudo para barajar los golpes de su contrario.

-Si me desdijera, sería yo quien debiera llamarme como te he llamado -replicó Bruno a tiempo que se precipitaba de un salto sobre su adversario, procurando pasarlo con el puñal.

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El Oso paró el golpe con el escudo improvisado, y dando un sacudón con la cabeza, echó los cabellos hacia atrás y correspondió el ataque, que Bruno eludió dando un salto a retaguardia.

A este tiempo, los compañeros se interpusieron, y con gran trabajo, separaron aquellas furias que parecían en su elemento sediento uno de otro por beberse la sangre.

-No hay que matarse camaradas -les dijo Galeote, que era chileno y quien a usanza de su país, les había enseñado a combatir con el puñal del modo que acaba de describirse-. No hay que matarse, el asunto es una bufonada. Somos hermanos de desgracia, reconcíliense.

Una mirada de hiena se dirigieron los contendientes al verse separados.

-Los dos tienen razón -agregó otro de los reos procurando apaciguarlos-; pero no para pelear. El Oso se ha reído de las esperanzas de Bruno. Pienso que no hay para qué acalorarse, pues Bruno no ha hecho más que comenzar su idea; quién sabe cuál sea su plan. Opino porque se suspenda el pleito hasta que conozcamos si lo que dice el Oso es mejor que lo que tiene que decir el otro.

-Dices bien -dijo Bruno-, tenía un plan que el Oso me ha impedido explicar con su insulto.

-Si no tuve razón en lo que dije -objetó el contrario-, me desdigo de lo hablado; pero si no, volveré a reír.

-Te reirás -añadió el del plan-, cuando me mates.

-¿Ya volvemos? -interrumpió Galeote-, ¿ya volvemos a las mismas? Así no avanzamos. Si quieren pelear, tiempo les sobra, pero antes sepamos el plan.

-Sí, sí, que nos cuente el plan antes de volver a pelear y después que hagan lo que quieran -dijeron todos.

-¿Y después nos dejan pelear? -objetó Bruno.

-Palabra de hombre -contestaron los camaradas.

-Pues bien, voy a exponerlo, y que escuche el Oso para que vea lo que tiene que hacer.

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-Listo, lo dicho, dicho -repuso el Oso; pero vámonos a los ranchos porque la noche entra.

-Aprobado -respondieron todos, dirigiéndose a los ranchos que cobijaban a los reos.




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- XI -

Estos ranchos eran de pequeñas dimensiones, habitado cada cual por uno de los presos.

No tenían más que un piso del cual se elevaba la armazón, apoyada por troncos sin pulir y tejidos sus techos y paredes por juncos marinos.

El suelo era el mismo de la isla, desparejo y volcánico.

En la habitación que acababan de ocuparse veían algunos pellejos, mantas tiradas y ropa andrajosa.

Hacia un rincón se divisaba una pipa con agua y algunos mariscos que servían de alimento.

Cántaros y ollas de barro se encontraban en el centro de la pieza, rodeando un montón de ceniza, donde ardía un poco de fuego.

Este era el ajuar de los deportados.

Cuando hubieron llegado a la pieza, después de la escena que acababa de pasar, uno de los compañeros arrimó algunos leños al fuego y levantó una llama que alumbró la habitación.

Luego se sentaron al rededor de esa hoguera y allí se dispusieron a oír y discutir el plan de Bruno.

Al frente de la puerta se colocó el Oso, hombre de cuarenta años de edad, de facciones groseras y cuya cara ennegrecida por la intemperie y la falta de aseo, apenas dejaba entrever por en medio de los pelos que le caían sobre la frente, el ojo encendido y la nariz aplastada de una fisonomía siniestra. Vestía una camisa amarilla de lana, y sobre ella cargaba el rito gris que le servía de capa y de escudo. El pie desnudo y abierto, se manifestaba en   -513-   toda la deformidad de su hechura, por el pantalón corto de bayeta azul que sostenía con una faja descolorida en donde guardaba su compañero de infancia, el cuchillo.

Aquel hombre era bajo de estatura, abultado en carnes y de una musculatura acentuada y dura como el fierro.

A la derecha de este se encontraba Augusto Barra, de facciones desencajadas por el hundimiento de las mejillas.

Era de treinta y cinco años, y en la tristeza de la mirada se dejaba entrever algo de melancólico y de desesperante.

Hablaba poco y regularmente se entretenía en abrir galápagos que conseguía, para comer esa carne asada en la concha del animal.

Cuando se expresaba en medio de los amigos, sus palabras eran quejas, y sus deseos venganzas. Tenía antecedentes que explicaban ese carácter.

Seguía de este joven, Galeote, chileno de 22 años de edad, que acariciaban sus compañeros como al hilo de su experiencia.

El muchacho era delgado y robusto, nariz aguileña y vista despejada, notándose la vivacidad de la pupila del ojo que no se detenía en objeto alguno. Una camisa rosada y sucia, entrada en el pantalón de lona, salpicado por el lodo, cubría aquel cuerpo viril que se educaba al lado de maestros tales como el Oso.

A su lado se hallaba Bruno, el del desafío; hombre de estatura regular, de cuerpo seco y de fisonomía distinguida. La tez de un color que tendía al bronce, inalterable a los ardores del sol, al soplo de los vientos y a la humedad de las lluvias. Frente estrecha y alta, coronada por un cabello fino y negro como el azabache que caía en ondas ensortijadas sobre el cuello. Mejillas anchas, pobladas de una patilla espesa y oscura que daban realce al perfil de la nariz. Ojos azules y pequeños, risueños de costumbre, y duros en el sufrimiento.

Cuando la rabia le asaltaba, un tinte de sangre asomaba al rededor de la pupila que le presentaba feroz.

Cuidaba de su persona, y ese cuidado anunciaba que el hombre   -514-   esperaba volver a la vida social. Usaba chaqueta y pantalón de paño verde, ceñida al cuerpo. Camisa colorada que embellecía el conjunto varonil de su físico.

A continuación se encontraban tres mulatos altos y musculosos que reían con frecuencia, mostrando una fila de dientes esmaltados y parejos.

Eran hombres de 30 a 40 años. Y el octavo que cerraba el círculo, era Juan Calzada, de aspecto repugnante y de un pasado asqueroso, que se revelaba en la ancha boca que remataba en mejillas huesosas y pronunciadas.

Le apellidaban el Sapo.

Todos llevaban vestidos diferentes, y la única prenda que tenían parecida, era una cuchilla de más de cuarta de largo, metida en una vaina de suela que guardaban en la cintura, atada por una faja o cuerda.

Cuando estuvieron sentados al rededor de aquella llama, que los presentaba coloreados, y brillantes, Bruno tomó la palabra para expresar el plan que había concebido, con el objeto de salir de aquel estado: Si el plan era aprobado por la mayoría, el desafío con el Oso no tenía lugar, y si no, debía efectuarse.

Por esta razón y por el anhelo que cada cual manifestaba de conseguir su libertad, es concebible la seriedad y atención con que todos se pusieron a oír a Bruno.




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- XII -

-Decía, compañeros -dijo Bruno-, que la guerra de Flores con el Ecuador, había dado fin a nuestra prisión; porque en donde hay guerra, todos mandan y la autoridad no puede ocuparse sino de aquellos que tienen las armas.

-Hasta aquí dices bien -le interrumpió el Oso-; la guerra es el festín de los que nada tienen que perder.

-¡Y qué festín! Mi querido -añadió Calzada abriendo su ancha boca que presentaba unos dientes todos amarillosos-; un festín en   -515-   que el que no quiere no roba ni mata. Allí la pagan los enemigos. ¡Oh! Si yo estuviese, aprovecharía de la ocasión para matar al que me tomó preso.

-No pudiendo los del Ecuador -continuó Bruno que había sido interrumpido por los anteriores, salir del río, es claro que nosotros no estamos bajo su poder y no estándolo, es también claro que nadie nos manda y estamos libres. ¿No es verdad?

-¿Y el gobernador? -objetó Galiote-; ¿No nos manda?

Nos manda -contestó Bruno-, si nosotros lo queremos.

-¿Cómo si nosotros lo queremos? -dijo uno de los zambos, con un aire estúpido de duda. Explícate.

-Nada más fácil de explicar -respondió Bruno-. El gobierno nos manda y nosotros le obedecemos, no por temor a los cuatro hombres que acompañan al gobernador sino porque si alguna vez le hubiésemos atacado y vencido, habría venido fuerza de otro pueblo y nos habrían degollado. Pero ahora que nadie puede venir a socorrerle ¿seríamos tan flojos que temiésemos a cinco hombres? Basta sorprenderlos para acabarlos.

-¿Y cómo sorprenderlos cuando la mayor parte del tiempo lo pasan en la otra isla? ¿Cómo salir de aquí para irlos a buscar? -añadió el zambo.

-Esa es la dificultad quo objeta el Oso -observó Galiote-, y por cierto que ahora la encuentro de peso.

-Nada es difícil, camaradas -contestó Bruno-, para el que quiere hacer una cosa con resolución. Si esa es la dificultad que tienen ustedes, pueden salvarla sencillamente.

-¿Sencillamente? -murmuraron todos, con interés particular mirando al que tales cosas decía-; ¿Sencillamente?

-Díganme antes de todo ¿presentarán ustedes dificultad para morir si es necesario?

-Entendámonos -dijo el Oso-, para morir en pleito con el mar, yo me resisto; porque es una muerte sin provecho; ¿en qué parte le daría de cuchilladas?

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-No con el mar -respondió Bruno con sequedad-, combatiendo con hombres.

-Con hombres aunque sean cinco contra mí solo -exclamó fanfarrónicamente el adversario.

-Con hombres no hay dificultad -añadieron todos con entereza: no hay dificultad.

-Si no hay dificultad para morir en un caso necesario -continuó Bruno-, tampoco la hay para salir de aquí. Voy a explicarme.

-Atendamos que esto es curioso -dijo el Sapo llamando la atención de sus camaradas que parecían distraerse.

-No es para tanto, mi amigo -siguió el del proyecto-. ¿Qué harán ustedes en el caso de que estando presos, se les dejase la puerta de la prisión abierta por un momento y en esa puerta se encontrase un extraño a caballo?

-Echar a correr -respondieron los camaradas.

-¿Pero si tuviesen las piernas baldadas y únicamente en estado de andar un corto trecho?

-Quedarnos sin salir.

-¡Valiente cosa! -exclamó Bruno- ¿Nada harían? ¿No se aprovecharía el caballo?

-¿De qué modo, cuándo sobre él estaba un hombre?

-Con ánimo -le observó Bruno-, salvando la dificultad, echando por tierra al que estaba encima, y luego ocupando su puesto.

-De lo dicho al hecho, hay mucho trecho, camarada -le observó Galeote; porque para derribar a ese hombre sería preciso pelear, y en la pelea sería uno capturado.

-Si te pones a pelear, convenido, pero si en lugar de perder tiempo das una buena tajada al extraño, todo estará concluido en un segundo.

-¿Matándolo? ¡Oh! Eso me parece muy duro -agregó Galeote; ¿por qué matar a uno que nada me ha hecho? Sería un crimen que me llevaría al banco.

-Se conoce tu inocencia -interrumpió el Oso-. Sabe joven querido,   -517-   que el matar no es crimen, cuando de la muerte resulta un bien al que la hace. Nunca te acuerdes del banco; el día que nos toque, que venga; pero no te acuerdes de él, porque así jamás serás hombre. ¿Entiendes?

El joven que no había perdido completamente las últimas pulsaciones del sentimiento, repuso con enfado:

-Por eso son Vds. tan desgraciados, camaradas; no temen la justicia de Dios.

Una estrepitosa carcajada de los siete compañeros, fue la respuesta que recibió el joven Galeote.

-¡Ni a la justicia ni a Dios! -repitió Barra con énfasis, como si en el mundo hubiese justicia, y eso de Dios, quien sabe.

-Parece un condenado -agregó Galeote-, asustado de la blasfemia. Bien puedo ser un facineroso, mas no por eso desconfío de volver a ser hombre honrado cuando cumpla mi condena.

-¿Y en que parte piensas ser hombre honrado? -le interrogó Barra reasumiendo el pensamiento de los otros. Sábete que cuando vuelvas a los pueblos, los hombres se reirán de ti, nadie te dará trabajo porque te creerán ladrón, y si alguna vez llegas a conseguir una ocupación, será humillándote y oyendo repetir a cada momento el letrero del bonete que te pusieron en la plaza, cuando el verdugo te azotaba: ¡azotado por ladrón!

Este recuerdo de los azotes hizo perder la tranquilidad a Galeote y recordar con todo el dolor que lleva en sí la infamia de esa pena; la muerte de una esperanza que le fortificaba, creyendo en la justicia y en Dios.

Barra que le observaba mudar de semblante, agregó:

-La justicia es para el pobre su perdición, y si ella no existiese, ten seguro que hubiésemos hecho algo por reconciliarnos con nuestros enemigos; pero ¿cómo reconciliarnos cuando sobre nuestras frentes está impresa la deshonra? ¿Cómo llegar a ser hombres honrados, cuando todos nos condenan a vagar por las calles, sin darnos trabajo y obligándonos a quitar por fuerza lo que no se nos proporciona para subsistir? ¿Cómo esperar en el honor, cuando   -518-   nadie nos creerá capaces de tenerlo? Por eso es que yo maldigo a cada momento; porque me veo perdido para ser hombre de bien y condenado mientras exista, a ser un enemigo de mis semejantes, porque ellos lo son de mí.

-Has hablado como un veterano -le dijo el Oso-; lo que llaman justicia es también la causa de mi perdición. Puedo asegurarles, camaradas, que en adelante no podría vivir más que entre personas como Vds.

Y dirigiéndose a Galeote que estaba absorto en la conversación, agregó:

-Aprende, amiguito, de nosotros que tenemos experiencia. En este mundo no te resta otra cosa que hacer sino renunciar a toda esperanza y no pararte en pelillos cuándo quieras alcanzar algo. Acuérdate que los azotes te han inutilizado para la sociedad, excepto para matar, robar y seguir adelante.

Galeote8tenía las mejillas encendidas; la sangre se le agolpaba a la cabeza, sintiendo revivir la vergüenza que no se pierde en la infancia.

Quiso cubrirse la cara con las manos, para ocultar dos gruesas lágrimas que rodaban por su rostro; pero advirtiéndolo los camaradas, volvieron a soltar otra carcajada estúpida que pintaba el cinismo de sus almas.

-¡Muy bien! ¡Muy bien! -le dijo Bruno queriendo consolar al joven, ¡muy bien! Pareces una mujer. ¿Con que aún sientes los azotes? ¡Hola amiguito! Pues nosotros nos reímos de los que se nos han dado. Ánimo muchacho y guarda esa rabia para vengarte.

-¡Para vengarme! -exclamó Galeote con un aire de sorpresa y de alegría tal que sorprendió a sus camaradas. ¿Cuándo? ¿Cómo?

-Así estás interesante -le respondió Bruno-. Te aseguro que te vengarás; confía, confía en la experiencia.

-Si alguna vez puedo vengarme -volvió a exclamar Galeote olvidando su instinto humano y revistiéndose de la ferocidad del desesperado-, seré feliz, gozaré; mi corazón respirará.

-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaron los reos, eres de esperanza.

  -519-  

Y el Oso movido por un impulso de entusiasmo, añadió con estrépito:

-Te hago mi hijo.

Los camaradas se rieron del entusiasmo de esos dos compañeros.

-Todo está corriente -interrumpió Barra-, pero hasta ahora Bruno no nos ha sacado de la duda.

El silencio reapareció en el círculo; agregaron algunos leños al fuego, y haciendo levantar las llamas con vigor, esperaron que Bruno siguiera.

Este no se hizo esperar.




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- XIII -

La palabra venganza había sido para todos una voz mágica que les conmovió de placer.

En la fisonomía indolente y brusca de los deportados se dejó ver la ansiedad por alcanzarla.

Eran consecuentes al encadenamiento de los malos sentimientos que se despiertan en un hombre, cuando ha sido presa de un crimen.

Vengarse era para ellos salvarse, equivalía a la satisfacción de sus aspiraciones.

Bruno conoció el entusiasmo de sus camaradas y queriendo halagarles, siguió adelante en la exposición de su plan.

-Ustedes saben -les dijo-, que en el mar no se puede andar a caballo y para suplir al animal, se hicieron los buques. Estos son los caballos que debemos buscar como buscaría el preso la puerta de la prisión. ¿Comprenden ahora el plan, atando esto con lo que antes les decía?

Los camaradas quedaron pensativos, esperando uno de otro que aclarase lo que se les preguntaba.

El Oso interrumpió ese estado expresando una duda.

  -520-  

Es claro que para salir necesitamos un buque o embarcación, pero ¿de dónde la sacamos?

-Eso es más claro -le respondió Bruno-, la sacaremos de aquí mismo.

-Si no la pintan en el suelo... difícil me parece -replicó el Oso meneando la cabeza con cierto aire de satisfacción en lo que decía.

-Para el que teme los peligros -dijo Bruno-, es propio encontrarlos pintados en el suelo; pero para el que no los teme, le es fácil encontrar lo que precisamos. ¿No han visto algunas veces y con frecuencia pasar barcas pescadoras? ¿No han observado que regularmente se detienen algunas horas y hasta más de un día a nuestra presencia?

-¿Y qué sacamos de ello? -repusieron los camaradas.

-Sacamos -les contestó Bruno-, que debemos apoderarnos de una de esas embarcaciones o buques y en ellos salir de aquí.

-Siempre estamos en las mismas -observó Galeote-. ¿Cómo las tomamos? ¿Cómo llegar a bordo cuando siempre se ponen lejos y adonde sería imposible llegar nadando?

-Parece que no quisieran comprenderme -dijo el del proyecto algo incomodado-: Para llegar a bordo hay un medio sencillo, una estrategia. Supongamos que el buque se pone a la vista y que manda el bote para tomar leña o agua, lo cual es frecuente: que llegue a tierra y por engaños uno de nosotros conduce a los que lo tripulan a esta habitación; ¿no sería fácil tomarlos por sorpresa y contar desde luego con un bote en que ir a bordo?

-Magnífica idea -contestó Barra-, yo la apruebo aun cuando sea necesario batirse con los marineros.

-A una sorpresa nadie se resiste -observó el Oso-, y si se resisten en un bendito los despachamos al otro mundo.

-¿Y si los del bote se resisten a pasar a la habitación? -agregó el Sapo.

-Nos batiremos en la playa -contestó Bruno.

-¿Pero el buque se irá al presenciar la pelea?

  -521-  

-Mas habremos conquistado un bote y en un bote, podremos apoderarnos del Gobernador, y de su balandra, repuso el del proyecto.

Los reos se miraron unos a otros al tener conocimiento del plan de Bruno, y como impulsados por un propio sentimiento de alegría, gritaron:

-¡Viva la patria! ¡Viva Bruno! ¡Somos libres!

El Oso convencido de la posibilidad de realizar el plan y movido por el entusiasmo de los camaradas, se levantó y extendiendo la mano a Bruno, le dijo:

-Soy tu amigo si crees que me reconcilio porque me has convencido; pero si juzgas que lo hago por cobardía, prefiero batirme.

Bruno satisfecho con esta explicación y orgulloso por los vivas de sus compañeros, apretó la mano a su adversario, respondiéndole:

-Te creo digno de ser mi competidor en el puñal.

-Así se portan los hombres -agregaron los reos-. ¡Vivan los valientes! ¡Vivan los valientes!

Y en medio de esta vociferación de los camaradas, el desafío concluyó por un abrazo de los adversarios.




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- XIV -

-Ya que estamos convenidos -interrumpió Barra-, en el modo como hemos de escapar, convengamos en lo que haremos cuando seamos dueños de un buque. ¿A dónde nos vamos?

Esta nueva dificultad llamó la atención de los camaradas con alguna seriedad y como si no quisiesen pensar en dificultades, esperaron a que Bruno la allanase.

Este conoció la intención de sus compañeros y respondió:

-Creo inútil pensar en eso por ahora, cuando estemos en el buque nos sobrará tiempo para resolver lo que más nos convenga.

  -522-  

-Nos iremos a Guayaquil -opinó Galiote, en busca de nuestros enemigos.

-¿Y si nos toma el vapor? -preguntó Bruno.

-Mejor es que nos vayamos a donde está Flores -agregó uno de los zambos, con él podremos entrar sin peligro.

-¿A servir de soldados? -dijo el Oso-, valía más volver a la cárcel.

La dificultad se aumentaba a medida que más pensaban en ella; se manifestaban pensativos y abrumados por mil otras dificultades que se les presentaban por momentos.

¿Quién dirigiría el buque? ¿Quién salvaría? ¡Qué harían en alta mar? ¿En qué lugar desembarcarían?

El único que se presentaba sereno era Bruno; parecía tener allanadas las dificultades en su pensamiento, pero al mismo tiempo se manifestaba egoísta respecto a lo que había ideado.

Se conocía que el hombre ocultaba un plan secundario al de la evasión.

¿Por qué razón no lo revelaba? Esperaba que sus camaradas desesperasen, para aparecérseles como un ángel; quería antes de todo hacerse nombrar jefe y luego proceder al desarrollo de su proyecto.

Y en verdad que los deportados se encontraban sin saber qué partido tomar; creían fácil la evasión porque para ello tan solo se requería arrojo, y cada cual se sentía capaz de dar buena cuenta del suyo; pero para seguir adelante se necesitaba algo más, inteligencia y esta no estaba muy ejercitada en los camaradas, mucho más, cuando no entendían una palabra de navegación ni sabían cómo arribar a un puerto conocido de la costa.

Para ellos, Guayaquil y sus contornos era cuanto conocían; por eso era que sus pensamientos se estrellaban en las dificultades que les presentaban sus dudas y sus temores.

Esa falta de inteligencia que les hacía considerar como un caos la salida de la isla, les arrastró por grados a delirios irrealizables, que acabaron por convencerles valía más quedarse sin hacer nada.

  -523-  

Cuando Bruno se posesionó bien de la desesperación de sus compañeros, les presentó un pequeño rayo de luz que tendía a arrastrarles a ser esclavos de su voluntad.

-Y si yo -les dijo-, les hiciese ver que hay un hermosa plan a realizar; que hay donde ir y que podemos satisfacer nuestros deseos y labrar nuestra suerte ¿qué dirían?

-Que eres hijo del Diablo -le contestó Barra-, porque lo que no hemos podido idear entre todos, tú lo puedes.

-¿Nada más dirían? -repuso Bruno.

-Que eres más hábil, más hombre que todos nosotros juntos -dijo el Oso-. Yo me confieso incapaz de idear cómo salir de este lugar.

-Lo mismo nosotros -agregaron los otros-. Nos damos por vencidos.

-Si se dan por vencidos, mis amigos, si están resueltos a quedarse por no saber qué hacer cuando tomemos una embarcación, denme las albricias porque voy a satisfacer cuanto desean.

-¡Dinos lo que piensas! -exclamaron los reos con ansiedad.

-Primero las albricias.

-¿Qué quieres que te demos?

-Una cosa muy sencilla, que en nada les perjudica, que nada les cuesta. Nómbrenme de jefe.

La voz jefe pareció herir el amor propio de los camaradas que se creían iguales en todo y para todo.

Se echaron una mirada de sorpresa estúpida y envidiosa sin responder nada.

Bruno que les miraba de soslayo no trepidó en combatir las pasiones que veía en juego y al efecto agregó:

-No crean que quiero ese nombramiento por la vanidad de mandar a Vds., lo quiero para imponer unión y claridad a nuestros procedimientos; lo quiero para correr mayores riesgos y acarrearme mayores compromisos. ¿Voy acaso a ganar algún sueldo, a tener honores entre Vds.? Sin jefe cada uno querría hacer de las suyas   -524-   cuando saliésemos de aquí, y separados nos tomarían. Tal vez el jefe sea el más esclavo, porque será el qué más tendrá que trabajar.

-¿Y que sacas con ser jefe? -le preguntó el Oso-, ¿quién se negará a ejecutar lo que sea conveniente?

-¿Sabes acaso lo que vamos a hacer cuando estemos navegando? -le interrogó Bruno.

Tal observación entró el resuello a los camaradas, porque les recordó su nulidad y la impotencia en que se encontraban de proceder por sí solos.

-¡Vamos a ser dueños de un buque -añadió Bruno-, y con este buque, de tesoros que adquiriremos a menudo. Vamos a conquistar un poder igual al que hay en la ciudad y aun mayor; vamos a hacernos temibles, que se olviden de nuestros castigos pasados, a vengarnos; y por último, a gozar de nuestras queridas!

Decía Bruno estas palabras con tal fuerza y tal convicción, que los camaradas reconociendo la superioridad del hombre, olvidaron las mezquinas pasiones que habían sentido despertar en sus corazones, y fácilmente aceptaron por jefe al que no se atrevían a nombrar como tal.

-¡Plata! ¡Mujeres! ¡Venganza! -dijeron entre dientes-... es mucho.

-Si nos dices -interrogó Barra-, cómo vamos a obtener tanto, lo cual creo imposible, te nombramos jefe.

-El CÓMO se hará todo eso -contestó el del proyecto-, lo sabrán cuando sea el momento de obrar; pero si dudan, mi cabeza responde.

-¿Qué se pierde en nombrarle? -dijo Galiote-; hasta ahora él es el que nos va a sacar de aquí y el que nos ofrece maravillas. Sin él ¿qué haríamos?

-Tienes razón -le contestaron los compañeros como si saliesen de un estupor.

-Nombrémosle jefe, su cabeza es buena garantía.

-Si convienen en nombrarme jefe -dijo Bruno-, juren sobre la   -525-   hoja de los puñales obedecerme cuanto les ordene por más peligro que haya para cumplir la orden; que matarán al que desobedezca una orden del servicio. ¡Juren, pues!

Los camaradas se pusieron de pie, se descubrieron la cabeza y desenvainaron los puñales que relucían al resplandor de la llama, y juraron lo que Bruno les pedía.

-Gracias, camaradas -les dijo el jefe-. Siempre seremos iguales salvo el caso en que sea preciso obrar.

Esta última satisfacción de Bruno, acabó de destruir la susceptibilidad9 de sus amigos.

La noche estaba avanzada y la llama que alumbraba la pieza iba disminuyendo.

-Será bueno que nos acostemos -les dijo el jefe-, para madrugar; que desde mañana principia el trabajo por nuestra libertad.

Una hora después, el fuego estaba oculto bajo la ceniza, y los ocho deportados roncaban, en sus respectivas habitaciones, con tranquilidad.




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- XV -

Al amanecer del día siguiente en que pasaba la anterior escena, se dejó oír la voz de Bruno que mandaba:

-¡Arriba camaradas! El soldado en campaña debe sorprender la luz y no dejarse sorprender por ella. ¡Arriba!¡Que es hora de trabajo!

Los camaradas se levantaron de priesa y cual si fuesen veteranos, acudieron al llamado del jefe.

-Voy a organizar el servicio durante permanezcamos aquí -les dijo Bruno-. Durante cada 4 horas estará uno de centinela a la orilla del mar. El centinela tiene el encargo de dar parte de la primera embarcación que aviste. Para que reine un orden estricto, cada uno tendrá su número y según el turno hará el servicio. El Oso será el número 1, Barra el número 2; Galeote el número 3, Calzada   -526-   el número 4. Los tres zambos tienen los números 5, 6 y 7. Por hoy -agregó el jefe-, cada uno afilará su puñal.

-Está muy bien -respondieron los camaradas.

Pasada una hora, los reos se presentaron con sus armas relucientes y a satisfacción de sus dueños, para que el jefe los revistase.

Este les ordenó un ensayo.

-Pruébenlas en ese árbol -les dijo-, señalándoles uno corpulento que estaba inmediato. Veremos cuál tiene más pulso y mejor puñal. Yo les daré el ejemplo; y diciendo estas palabras, levantó su cuchillo y lo clavó en el árbol.

-¡Ha penetrado dos dedos! -exclamó con placer-; lo cual era mucho atendida la dureza del tronco.

-A ver si me acuerdo de mis tiempos -dijo el Oso adelantándose y descargando sin trepidar el golpe de su brazo.

-Ha entrado un poco más de dos dedos -dijo el jefe-. Tenía razón en creerte digno de competir conmigo.

La misma prueba dieron los otros, satisfaciendo a Bruno. Cuando ya no hubo qué hacer, el jefe ordenó al Oso se colocase en su puesto de guardia por el tiempo señalado; orden que este partió a cumplir en el acto. Los demás se dispersaron a preparar el alimento de costumbre, que consistía en patatas silvestres, bacalao, langostas y galápagos.




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- XVI -

Seis días habrían pasado desde que Bruno se hallaba revestido del mando supremo de los deportados, constituyendo, según ellos, un gobierno independiente, que no reconocía potestad superior en la tierra, ni tenía obligación de obedecer a hombre alguno que se presentara imponiéndoles cargas. Se creían libres, y con la facultad de hacer por si lo que las autoridades del Ecuador habían hecho con ellos, y aun excederles en la represalia, llegado que fuese el caso.

Al principiar el séptimo día, se encontraba de guardia el número   -527-   3, siguiendo el orden prescripto por el jefe. Los otros reos andaban esparcidos por la isla, cortando leños para el fuego y cargándolos para las habitaciones. El trascurso de seis días no les había hecho desesperar aún, y siempre fijos en la idea de la evasión, continuaban en el orden y disciplina que requería Bruno para la realización de su plan.

Estaba para concluirse la guardia del No 3, en el día séptimo, cuando se dejó oír la voz de este que decía:

-¡Buque a la vista! -y luego se le vio correr a dar el parte con la expansión que produce un deseo comprimido y la alegría del preso que entrevé10 abiertas las puertas de la cárcel.

Bruno acudió al instante, divisó una barca que arribaba, reunió a sus compañeros y les ordenó con calma:

-Ha llegado el momento de alcanzar nuestra libertad. Obediencia ciega. Listos los puñales. Ocúltense en la habitación de Barra. Cuando dé la voz, salgan y maten si hay resistencia; si no, amarren no más. Ahora soy yo el centinela: a sus puestos que yo marcho al mío.

Acto continuo los camaradas se arrastraron por el suelo para ocultarse de los tripulantes de la barca que enfrentaba, y se escondieron en la habitación de Barra. Bruno siguió a la ribera con paso grave y aire distraído.




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- XVII -

La barca tenía bandera de los Estados Unidos de Norte América, y había fondeado a milla y media distante de la costa. Sin pérdida de tiempo echó bote al agua, y cinco personas se embarcaron en él dirigiéndose al lugar en que estaba Bruno. Eran cuatro remeros y el capitán de la nave que rayaba en los 54 años.

Al saltar en tierra, armados con escopetas, amarraron el bote a una roca y se dirigieron por el camino que conduce a la fuente de agua dulce que ya conocemos.

Bruno les salió al encuentro saludándoles y tentando entrar en conversación.

  -528-  

-Dios les guarde, caballeros -les dijo-; ¿qué andan haciendo ustedes por aquí?

-Venimos a hacer aguada y a tomar alguna leña que necesitamos -le respondió el capitán en un mal español; pues tenemos necesidad de esas cosas para seguir nuestra navegación.

-¿Seguramente irán a tierras muy distantes? -le replicó Bruno.

-Somos balleneros, mi amigo, que andamos en este mar.

-Pues si andan de prisa -les dijo Bruno-, variando la conversación, yo podría venderles mil rajas de leña por un poco de aguardiente.

El capitán creyó encontrarse con algún propietario de la isla y queriendo cerciorarse de su presunción en vez de responderte, le interrogó.

-Y vos amigo, ¿sois el dueño de este lugar?

-No, señor, arriendo al gobierno únicamente. Trabajo con tres compañeros más, y como nos va muy bien, hemos pensado aumentar las labores. Ahora solo tenemos necesidad de aguardiente: por eso es que sería bueno me compren lo que ustedes necesitan.

El capitán, queriendo aprovechar el tiempo, aceptó la ventajosa oferta de Bruno, diciéndole:

-Está bien, acepto. ¿Y en donde está la leña?

-En las casuchas, señor; junto a la fuente del agua dulce.

-Pues entonces, vamos allá.

-Yo les guiaré.

Y Bruno marchando adelante, se encaminaron a las casuchas que se divisaban a la distancia.

Durante el camino, Bruno procuró indagar del capitán algunas noticias que le eran provechosas.

-¿Y mucha es la gente que trae el buque? -le interrogó a tiempo que trepaban uno de los montes de la isla.

-Somos veinte por todos, mi amigo. Hemos salido de New-York hace tres meses. Los veinte formamos compañía para repartirnos   -529-   las utilidades, lo cual haremos cuando tengamos un grueso capital.

-¿Y quién hace cabeza? ¿Seguramente será usted, señor? -le interrogó Bruno al capitán.

-Ciertamente, yo soy el capitán y el dueño del buque -contestó el viejito.

En conversaciones de esta especie se pasó el tiempo que tardaron en llegar a las casuchas.

El calor era insoportable y tanto más se hacía sentir, cuanto que el mosquito reinaba en su mejor estación.

-Estas circunstancias obligaron a los tripulantes a buscar una sombra donde descansar11.

Bruno les facilitó una y otra cosa; les abrió su pieza y les invitó a que se tendiesen en el suelo, mientras él iba a traerles agua y a preparar la leña.

Los marinos, ganados por la confianza y el cariño que les mostraba Bruno, arrimaron las escopetas a la pared y se tendieron sofocados.

Junto a la habitación de Bruno estaba la de Barra.

Bruno conociendo que aquel momento era el oportuno para dar el primer paso en su empresa, se acercó disimuladamente al capitán que aún no se acababa de sentar, y al tenerle a su lado gritó:

-¡Ahora muchachos!

A esta voz, entraron de tropel los camaradas, blandiendo sus puñales y amenazando el pecho de los marineros.

-¡Se entregan o mueren!

Tal fue la orden de intimación que recibieron los huéspedes.

Desarmados estos y aterrorizados por la sorpresa, se rindieron sin oposición. Bruno había tomado al capitán, y en cinco minutos los cuatro remeros se encontraban amarrados por la espalda.

-Nada hay que temer -les dijo Bruno-, con tal que no piensen en evadirse, porque entonces morirán.

  -530-  

No acababan de volver del espanto los huéspedes, cuando eran trasladados a la habitación inmediata, despojados de sus vestidos y puestos en incomunicación, con centinela de vista. Bruno tomó al capitán del brazo, seguido de cuatro más de sus camaradas, armados con las escopetas y vestidos con la ropa de los marineros y se dirigieron a la ribera.

-¿A dónde me lleváis? -preguntó el viejito pálido de temor.

-A que llames la lancha -le contestó Bruno.

-¿La lancha?

-Si, y si no lo hacéis, si la lancha no viene, ten por sabido que morirás. Haz pronto la señal.

El capitán obedeció.

Llegó a la ribera w hizo el llamado.

La barca contestó y pronto se le vio venir con ocho tripulantes y el contramaestre que la gobernaba.

-Cuidado con hablar -le dijo Bruno-, ni hacer la menor señal.

La lancha se acercaba, y la comitiva de tierra para evitar ser conocida al acercarse, se dio vuelta dirigiéndose a las casuchas del gobernador que estaban a pocos pasos del desembarcadero, y que como sabemos se encontraban sin gente.

Allí llegaron, y derribaron de un empellón la puerta.

Hicieron señas a los que venían en la lancha de acercarse a ese lugar y en el momento entraron.

-¿Y qué es lo que quieres de nosotros? -preguntó el capitán a tiempo que lo amarraban. Si quieren aguardiente, arroz, dinero, se los daré: pero déjenme seguir el viaje; me arruinan si me dejan aquí.

-Da gracias a Dios -le contestó Bruno-, que te dejemos vivo. Nada queremos, porque todo lo encontraremos en la barca. Nosotros somos presos políticos12 que necesitamos del buque para salir de este destierro.

  -531-  

-Si es por eso, yo les llevaré a dónde quieran -volvió a suplicar el capitán.

-No creas que somos cándidos -repuso Bruno-. ¡No hay que hablar más, silencio!...

A ese tiempo entraban los de la lancha, uno en pos de otro, sin armas y con la confianza que les inspiraba el llamado de su capitán.

Creían venir a llevar el agua y la leña en cuya diligencia habían arribado a la isla.

A medida que pasaban el umbral de la puerta, los reos se arrojaban sobre la presa, le ponían un puñal al pecho y le hacían enmudecer.

Así fueron tomados y en seguida amarrados.

Inmediatamente se dirigieron con ellos a dónde estaban los primeros y juntándoles en una habitación, los dejaron maniatados de modo que no pudiesen escapar tan pronto.

Concluida esta operación, el jefe dijo a sus camaradas:

-Aquí nada nos queda que hacer. ¡Vamos a tomar la barca! ¡Viva la libertad!

-¡Viva! -repitieron los deportados con la alegría del triunfo. ¡Viva!

Y en seguida partieron a embarcarse.

Una hora después, se embarcaban en el bote los ochos expedicionarios dejando varada la lancha.

-En el buque solo quedan seis -les dijo el jefe-. Prontos a tomar la escalera no hay que matar, porque tenemos necesidad de esos marineros. ¡Adelante camaradas!

Los deportados se colocaron con estudio en la embarcación.

Uno en el timón, cuatro en los remos y tres acostados en el fondo.

De este modo emprendieron sobre la barca.



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- XVIII -

Los seis individuos que habían quedado en el buque, no presumiendo ni aún teniendo la menor idea de que sus compañeros hubiesen tenido contraste alguno en la isla, seguían ocupados en las faenas de la nave sin inquietarse por los que habían ido a tierra.

Cuando divisaron que el bote se acercaba, volvieron a seguir en el trabajo para no ser reprendidos por el capitán.

En tal desprevención se encontraban, cuando los deportados se acercaron al costado.

Por consiguiente subieron sin obstáculo.

Al desconocerles los marineros, echaron a correr a la bodega, asustados con la aparición de rostros extraños y siniestros.

-¡Alto allí! -les gritó Bruno-. Somos de paz.

Un muchacho mejicano que servía en el buque, fue el único que entendió las palabras de Bruno y se detuvo, más de temor que de deseos de correr.

Bruno se dirigió entonces a él y se informó de que los otros no entendían el idioma español.

-Pues tú serás el intérprete -le dijo-, y supuesto que sabes inglés, di a tus compañeros, que ahora soy el dueño de la barca: que si resisten a obedecerme serán fusilados13; que si no, serán recompensados. Que dentro de un cuarto de hora se alisten para darnos a la vela.

Los reos habían formado en línea, y esperaban órdenes del jefe para ejecutarlas.

Los marineros, pálidos de temor, acudieron a prestar sus servicios al nuevo capitán.

Se miraban asustados y discutían en inglés con voz apagada.

El muchacho mejicano comunicó la respuesta de sus compañeros.

  -533-  

-Que hicieran de ellos lo que quisieren.

-Corriente -repuso Bruno-. Diles que nada teman sino la desobediencia; que el capitán y sus amigos han quedado vivos porque no se resistieron.

El intérprete pasó la palabra a los marineros y cuando hubo concluido, Bruno siguió:

-Atiendan mis órdenes: en primer lugar marcharemos a la isla de Albermack. El que desobedezca muere. Y en segundo lugar el piloto se encargará de dirigir la barca, teniendo entendido que si nos engaña morirá él y cuantos sean necesarios. Nosotros les ayudaremos a maniobrar.

Y luego dirigiéndose a los camaradas, continuó:

-Ya ven ustedes que somos dueños de nuestra libertad. Hemos conquistado un buque y tenemos el mar bajo nuestro poder. ¡Orden y valor!

Una aclamación entusiasta saludó al jefe, que ordenaba:

-¡Cortad el ancla!

Eran las seis de la tarde y ya la barca navegaba hacia Albermack.





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