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Segunda parte


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- I -

Al amanecer del día siguiente en que los deportados se habían hecho a la vela de la isla de San-Carlos, se hallaron entrando al lugar en que se encontraba el Gobernador, que como hemos dicho, era la isla de Albermack.

Se acercaron cuanto les fue posible a tierra, y poniendo la barca en facha, cuatro de los deportados marcharon en un bote hacia la playa en donde estaba amarrada la balandra de Mena.

Iban disfrazados con los vestidos de los marineros.

Sin ser molestados, atracaron al costado, y subiendo con la celeridad propia que se emplea para dar una sorpresa, tomaron posesión de la balandra.

Encontraron al Gobernador y a los hombres que le acompañaban, y les hicieron prisioneros sin dificultad.

Acto continuo pusieron en tierra a los marineros, barrenearon la balandra y se regresaron a la ballenera trayendo preso a Mena.

-Está usted preso -le dijo Bruno al recibirle a bordo.

-¿Que es esto? -interrogó Mena atemorizado de verse entre los deportados.

-¡Silencio! Que está usted incomunicado -le intimó Bruno; y acercándose al oído le agregó-: pronto debe usted morir; aproveche el tiempo que le queda en rezar.

Mena quiso suplicar, salir de la confusión en que se hallaba, quiso hablar; pero dos de los deportados le tomaron de los brazos   -535-   y precipitadamente le condujeron a uno de los camarotes, donde fue encerrado.

Bruno, alegre con la presa que había hecho, volvió a revestirse del orgullo de su autoridad ordenando la prosecución del viaje.

-Al Golfo de Guayaquil -dijo.

Cuando Bruno hubo bajado de la toldilla del buque, Barra se acercó a hablarle a nombre de sus compañeros.

-Me encargan te haga presente -le dijo-, que si vamos a Guayaquil llegaremos como hemos salido, sin nada; y que allí es muy probable que seamos apresados. Tú nos has ofrecido riquezas, poder y venganza: acuérdate de ello.

Una mirada arrogante e imperiosa fue la primera respuesta que dio Bruno, y en seguida mirando al mensajero de pies a cabeza, agregó:

-Si hay alguno que sea capaz de hacer lo que yo he hecho, que venga a tomar mi puesto. Extraña cosa es que me vengan a hacer advertencias. Les he ofrecido poder, riquezas y venganza; y también les he dicho que mi cabeza responde por el cumplimiento de esa oferta. Contesta eso a los camaradas.

Y despachando al mensajero, se dirigió al camarote donde se encontraba Mena.




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- II -

-Señor Mena -entró diciéndole Bruno-, parece extraño que siendo usted ayer nuestro amo, sea ahora nuestro esclavo.

-No acierto a explicarme lo que veo -le respondió Mena-; no veo razón para que se me tenga preso. ¿Qué significa todo esto?

-Significa -le contestó Bruno-, que ha cesado la justicia de ustedes y que principia la injusticia de nosotros. Ayer era usted el encargado de mantenernos en este desierto que dejamos, sufriendo hambre, desnudez y cuanto usted sabe. Usted era el carcelero de nuestras vidas, el verdugo destinado a hacernos cavar el sepulcro con la desesperación. Ese es el crimen que le ha hecho caer en mis manos y por eso es usted ahora lo que nosotros éramos ayer: nuestro esclavo.

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-Veo que estoy preso -contestó Mena con dolor; pero no creo que vayan a cometer un crimen en mi persona. Yo no he hecho más que cumplir con las órdenes del Gobierno; les he tratado como mejor he podido; no creo, pues, que se propasen con un hombre desarmado, cargado de años y lleno de familia.

-¡Ah! No lo cree usted ¿no es verdad? -le interrogó Bruno con una sonrisa sarcástica.

-No, no puedo creerlo -le contestó Mena-; porque no puedo convenir ni encuentro para qué se hagan ustedes asesinos.

-Y sin embargo -repuso Bruno-, esa reflexión no se la habría hecho jamás, cuando estaba en el poder y cuando veía a nuestros compañeros los pobres, sacrificados por el Gobierno.

-El Gobierno -le objetó el reo-, castiga con causa y porque la ley lo manda.

-Miente usted -le gritó el jefe-, miente; el gobierno castiga porque quiere castigar y nada más.

-Respeta mis canas -le dijo Mena al oír el reto brusco de Bruno-, si es que no respetas mi infortunio. Estás atrevido porque estás con fuerza: eso es indigno del hombre valiente. Para matárseme, no es necesario abusar de la debilidad. ¿Qué es lo que quieres de mí? ¿No estoy en tu poder?

Bruno volvió su cabeza hacia atrás para asegurarse de que nadie lo oía; rechinó los dientes de rabia, miró con espanto a la presa que tenía, y bajando la voz cuanto pudo, le dijo con palabras ahogadas:

-Eso que dice V., es lo mismo que ha hecho conmigo. Esa es la conducta que Uds. tienen para con el pobre cuando le encarcelan. Óigame usted, señor Mena, óigame, para que sepa lo que es la justicia del rico para con el pobre. Yo era un labrador de maderas en la montaña del Daule, donde nací. Tenía 30 años cuando mi corazón se apasionó de Ángela R..., joven rubia que apenas abría sus ojos negros a la vida de la inocencia. Era una criatura huérfana que se había criado al lado de mi madre y cuyos padres no conocía. Mi amor subió a la adoración; quise darle mi nombre y ella convino, pero mi madre se opuso, sin decirme la causa. Entonces propuse a Ángela la fuga y ella la aceptó. A los dos días,   -537-   Ángela, recostada en mis faldas, bajaba en una canoa el río y tomábamos habitación en los suburbios de Guayaquil. Quince días más tarde, la policía me tomaba preso en el astillero, donde trabajaba para vivir: se me acusaba dé raptor... Confesé el crimen y propuse salvar a Ángela, casándome con ella. Un señor, se opuso, llamándose padre de mi querida. Se me juzgó y se me condenó a tres años de presidio. Allí se me reunió con hombres que me escandalizaron con sus palabras y sus consejos. Unos me proponían la fuga; otros me aleccionaban14en el robo, quién se vanagloriaba del asesinato. Mi primera repugnancia hacia esos criminales fue pasando, hasta que armado del despecho, asaltado de celos y hambriento por ver a mi querida Ángela, mis oídos se acostumbraron a la conversación de los compañeros. Cada semana me tocaba el turno de salir a barrer las calles, con una cadena remachada a la pierna. Los primeros días, cada salida era la muerte; cada mirada de los que transitaban por las calles, un arrebato de vergüenza. La costumbre me hizo perderla y ser impasible como habían llegado a serlo mis compañeros. Pero entre tanto, el dolor de la separación crecía, consideraba a Ángela o muerta de hambre o vendida, y esta idea me sacaba de juicio... Pensé en fugarme y lo conseguí. Anduve errante por las calles en busca de mi querida Ángela. La encontré por fin. Vivía sirviendo en casa de... Cuando ella me vio, corrió hacia mí. Se echó en mis brazos y lloramos la desgracia de nuestra pasión. Resolvimos fugar de la ciudad para Tumbes. Necesitaba dinero para el viaje y aproveché los consejos de los compañeros de prisión: robé treinta pesos. Fui descubierto y llevado nuevamente a la cárcel. Cuatro días más tarde, el verdugo me ataba a una escalera en la plaza pública, me ponía un gorro blanco en que se leía: «POR LADRÓN»15. Allí se me desnudó y a raíz del cuero y a presencia de multitud de curiosos, recibí cien latigazos... Cuando se concluyó el castigo... no veía... estaba moribundo... Cien muertes son preferibles a ese castigo... señor Gobernador.

Cuando Bruno pronunciaba estas últimas frases, su voz estaba interrumpida por una emoción viva que se derramaba en palabras cortadas, y por lágrimas copiosas que rodaban de sus ojos.

-¿Qué le parece, señor, ese modo de hacer justicia?

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-En todo eso -le contestó Mena-, no veo más que la aplicación de la ley. La ley es la que ordena esa pena.

-¡La ley! -repuso Bruno cambiando su expresión dolorida en impetuosa y amenazadora16- ¿La ley es la que manda esa pena?

-Sí, la ley -le contestó con una frialdad de conciencia tal que pintaba la convicción del Gobernador.

-¿Cómo ha de ser la ley? -saltó Bruno con arrebato-, ¿que ley puede haber que condene a un suplicio peor que la muerte al que ha delinquido sin intención? ¿Qué ley puede ser esa que pone al hombre en la situación de avergonzarse de cuanto ve? ¿De huir del último muchacho para no correr al grito de azotado? ¡Oh! Eso no puede ser, no puede castigarse con una pena eterna a nadie. Al asesino se le fusila, pero muere con él su afrenta; mas al que se le azota, no, vive en el suplicio, maldiciendo de la luz, huyendo de las gentes y devorado de la desesperación. No le queda otro recurso que matar para que le maten.

-¡Eso es horrible! -exclamó Mena, conociendo la intención de Bruno. Igual cosa le pasaría al que se encontrase en la situación que tú te has encontrado.

-¡No lo mismo, no! Eso se hizo conmigo porque era un pobre y con solo los pobres se hace. A ningún rico se le ha azotado jamás, y en esto hay mayor infamia, porque se han prevalecido de la debilidad y de la miseria para imponer la infamia, como si la infamia fuese una herencia del pobre. Entre vds. hay ladrones, señor Gobernador, y los ladrones se pasean públicamente cual si fuesen inocentes. Fortunas hay que han sido hechas en robos al tesoro nacional; en despojos a familias honradas. Rateros hay que han sabido conquistar la impunidad vistiendo un frac. Si fuese cierto que la ley era la que mandaba castigar como se castiga a nosotros, debía hacerse por igual sin excepción de personas, y entonces creería17 lo que vd. me ha dicho. Pero no; no es ley ni nada la que nos castiga, es el odio del rico para con el pobre; es la tendencia de ustedes a tenernos siempre humillados para violar nuestras mujeres, nuestras hijas; tomarnos nuestros jornales, hacernos morir en las guerras por intereses suyos y dominarnos como a una recua de esclavos. Esa es la verdad, señor Gobernador, y es por eso que hoy principia la venganza de los infamados.

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-Esta es una cuestión que yo no puedo seguir.

-Sí, señor, lo sabía -le contestó Bruno-; debe hacerle sufrir la acusación que he hecho a nombre de la injusticia, porque ahora no se puede ejercer la justicia. Lo sabía; pero no importa, usted acabará de oírme la historia de mi desgracia, para que lleve este mensaje a Dios.

Un frío sudor corrió por la frente del inocente Gobernador, a quien Bruno hacía responsable de los vicios de la legislación penal y de la desigualdad que se observaba en la aplicación de la ley.

Se pasó un pañuelo por la frente, y sentándose en la cama con la resignación del hombre que se entrega a una suerte inevitable, dijo a Bruno:

-Cuéntame cuanto quieras.




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- III -

Bruno siguió, con el tono triste que había principiado, relatando su vida.

-Regresé al calabozo moribundo, señor, cuando recibí los azotes. Me tendí de bruces en la sala de los presos; no tenía dolor físico alguno, me encontraba con el corazón destrozado, sin valor aún para mirar a mis compañeros infamados. Recordaba paso por paso lo que había sufrido desde que me pusieron el gorro hasta que me lo quitaron; y el cuerpo se me crispaba de vergüenza. Pedía a Dios que abriese un abismo para sepultarme en aquel suelo que regaba con mis lágrimas y del cual no me hubiese levantado jamás. ¡Pero no! Estaba condenado a vivir muriendo... El médico vino y me sangró para extraerme la sangre machucada: Al verme en aquella situación los carceleros y que no quería levantar la cabeza, el oficial de la guardia me dio un punta-pié, diciéndome:

-Alza ladrón, deja que te vea el médico.

Y el médico agregaba:

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Le han hecho efecto los azotes.

Y repitiendo otros dicterios de esa naturaleza, lanzaban risotadas estrepitosas y añadían insultos sarcásticos.

Estiré un brazo tapándome la cara con la otra mano y me sangraron.

Aquellos momentos de dolor no pueden explicarse...

Cuando sané, me llevaron a la marina de guerra.

Desde la cubierta divisé una tarde a Ángela que atravesaba el malecón. Me oculté corriendo, creyendo que podía divisarme, divisar al azotado, al amante infamado.

Ángela no podría quererme ya. Ella debía ser de otro con el tiempo.

Estas ideas me sacaron de juicio, y en una de las noches oscuras que entoldan el río, me fugué y corrí a ver a Ángela resuelto a matarla para que nadie la poseyese.

Llegué a su casa, la hice llamar y a su presencia quedé petrificado.

En vez de herirla me cubrí la cara; Ángela me tendió los brazos, y cuando ya volvía en mí para estrecharla en los míos, me dijo:

-¡Soy madre! Bruno, sácame de aquí.

-Huyamos -le contesté yo.

-¿A dónde?

No tenía un real. Era imposible fugar.

-Aguarda -le dije entonces-, pronto vuelvo.

-¿A dónde vas? -me interrogó con avidez.

-¡A buscar dinero, Ángela!

-¡Ah! ¡No, no! Vas a robar otra vez y después...

-¡Volverán a azotarme! -le contesté con desesperación y fuera de mí.

-¡Te han azotado ya!... ¡Estás azotado!

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Y diciéndome estas palabras, Ángela corrió al interior de la casa, a ocultarse en el fondo de las habitaciones de la familia a quien servía.

Procuré alcanzarla, no pude.

Sin albergue y sin dinero me eché a andar como un loco.

Esa noche encontré a un hombre decente en la apariencia; le di una puñalada que le tendió muerto.

Le robé y huí.

Un mes más tarde, volvía a caer preso, y esta vez juzgándoseme por desertor y sin probárseme otro delito, fui condenado a Galápagos por ocho años.

Bien sabe vd. que me faltan siete años y que estos siete años se han concluido hoy en que soy el jefe de los infamados.

¿Qué le parece a vd. esto, señor Gobernador?

-Que me ha de parecer, sino que eres un desgraciado y un desgraciado que corre a un fin desastroso.

-Un desgraciado a quien ustedes han sacrificado -repuso Bruno-, ustedes los del Gobierno que me arrebataron a mi Ángela; que me abrieron los ojos acompañándome con los criminales de la cárcel; que me hicieron perder la vergüenza haciéndome arrastrar una cadena por las calles; ¡que me infamaron azotándome! Yo era un hombre honrado, que solo pensaba en trabajar y amar a Ángela. Nunca había pensado que llegaría a separarme de esa joven, ni que mi trabajo me faltaría: vivía contento y con la esperanza de morir en brazos de hijos míos y dando gracias a la Providencia en cada caricia de mi esposa; pero ustedes lo han trastornado todo y mi corazón de humano lo han convertido en corazón de tigre. El amor no existe en mí, odio y solo venganzas deseo. ¡He aquí al hombre hechura de ustedes!

Bruno mismo se horrorizó de su estado; recordó su amor y se enterneció.

Mena, queriendo sacar partido de la tristeza del jefe, se esforzó en llamarle al buen camino, arrastrándole a un campo de felicidad donde recuperara el honor y a su querida.

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-Tienes razón en estar como estás -le dijo-; pero de ese estado se puede salir y volver a recobrar lo que has perdido.

-Imposible -le contestó Bruno-, porque he sido infamador para una eternidad.

-No es eterna la deshonra -replicó Mena-. Tienes una patria, una madre, una amante y un hijo. Esa patria donde están las afecciones de tu vida, está en peligro. ¿Por qué no ir a servirla, a salvarla? Allí en el combate adquirirás gloria y la gloria cubre toda deshonra.

-No, señor Gobernador; mi madre ha originado mi fuga con Ángela; Ángela me ha rechazado. ¡Ah!... Mi hijo... -Bruno se contuvo pensativo, y luego como saliendo de una irresolución exclamó.- ¡No! ¡No! No tengo mas patria que el crimen, más madre que el crimen, más hijo que el crimen. ¡No! Si viese a mi patria incendiada respiraría, porque vería desaparecer con ella a los testigos de mi infamia; pero ahora viven y la existencia de ellos es mi cadalso. Dígame usted si hay crímenes que cometer y le escucharé; pero aconsejarme que haga bienes, es creerme un loco.

-Estás ciego -le repuso Mena-; el crimen te conducirá a un cadalso, caerás si no hoy, mañana y morirás en el banco. Puedes salvarte si sigues mis consejos.

-Déjese usted de consejos, señor; vienen ya tarde. Mi obra está principiada y concluirá.

-¿Cuál es tu obra?

-Vengarme, exterminando a los que nos juzgan y nos mandan. La infamia del azote solo puede lavarse con la muerte del que los mandó dar y el exterminio de los que apoyan esa pena.

-Piensa en lo que te he dicho, no son los que mandan, es la ley la que impone ese castigo.

-Aunque sea la ley, ningún hombre debe obedecer las leyes que destruyen el honor.

-Te equivocas -repuso Mena-; el mandatario debe hacer cumplir la ley.

-Pero no hacerse el verdugo de los hombres. ¿Oye usted? ¡Por   -543-   fin! Basta de discusión. Está usted condenado a muerte, porque ha sido un agente de los que nos han perdido. Dispóngase a morir para dentro de veinticuatro horas.

Concluyendo de dar este fallo, Bruno salió precipitadamente cerrando la puerta del camarote.




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- IV -

Estaban los compañeros de Bruno, tendidos sobre la cubierta de la barca, cuando se les presentó éste con el semblante pálido, agitado por las impresiones que había recibido en la conversación que acababa de tener.

-Vengan acá camaradas -les dijo el jefe-. Levántense que les necesito.

En menos de un segundo le rodearon todos, sorprendidos de la fisonomía extraordinaria que ofrecía el jefe.

-¿Qué ocurre, mi general? -le interrogó uno de los zambos.

-Aquí nos tienes -agregó el Oso, con ese aire de preponderancia que lo distinguía.

-Es poca cosa -les respondió Bruno-. ¿Qué les parece lo hecho hasta aquí?

-Magnífico, inmejorable -le respondieron los camaradas.

-¿Cómo siguen los marineros?

-Van bien hasta ahora -contestó Barra, que se encontraba de guardia.

-El viento que hace es inmejorable -observó Bruno-, y supongo estaremos en el Golfo antes de diez días.

-Es lo mismo que me ha dicho el piloto -contestó el de guardia.

-¿La comida, el vino, el agua, todo está corriente y abundante? -les interrogó el jefe.

-Estamos como príncipes -contestó el Oso-, todo sobra.

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-¿Qué necesitan por ahora?

-Nada, mi jefe -repuso Galeote.

-Solo deseamos llegue el momento de la venganza, del poder y de la riqueza -contestó a su turno el Sapo.

-El momento del poder está en ejercicio, porque ya mandamos -dijo Bruno-. Somos dueños de este buque y en él haremos cuanto queramos. Nuestro dominio se extiende más allá de lo que alcanzamos con la vista. Pronto será mayor... El momento de las riquezas se acerca y el de las venganzas principia mañana a las ocho. Ya ven ustedes que voy cumpliendo mis ofertas.

Acompañó estas palabras con una sonrisa tan espantosa de ferocidad, que los camaradas inclinaron la cabeza y se miraron recíprocamente de soslayo.

-Parece que están asustados -observó el jefe-, de que les presente una venganza próxima; pero ella es necesaria. El Gobernador debe morir mañana a las ocho.

-¡El Gobernador! -exclamó Galeote con voz imperceptible-. ¡El Gobernador!

Los compañeros, a pesar de los deseos de venganza que abrigaban, se conmovieron del crimen que estaba próximo a ejecutarse, y Barra, no pudiendo contener esa emoción, dijo a Bruno:

-¿Y a qué fin matará un pobre viejo, cuando los que deben morir son otros?

-Debe morir -contestó Bruno-, porque es el Gobernador, el encargado de custodiarnos, el compañero de nuestros enemigos. Si él no muriese, el buque estaría expuesto a caer en su poder, por medio de un levantamiento que bien podría tentar. Mena debe morir, porque todos debemos estar ligados por un crimen, y ese crimen debe ser, ¡amigos!..., el fusilamiento del Gobernador. Mañana quizá avistemos tierra ¿y quién sabe si ustedes mismos querrán salvarse dejándome solo? La muerte de Mena será el sello puesto al juramento de obediencia que me hicieron.

Los camaradas observaban aún a Bruno que no aceptaban el fusilamiento, demostrando la repulsa en sus semblantes entristecidos.

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Por tal causa, el jefe se esforzó en persuadirles con nuevas argucias.

-Tengo otra idea más -agregó-, que me obliga a dar este paso: la muerte del Gobernador resonará en Guayaquil y servirá de provecho a los pobres que allí sufren la justicia de los jueces. Se nos mirará, no como a criminales infamados y azotados, sino como a enemigos temibles. Si por desgracia cayésemos presos, no nos azotarán, ni nos condenarán a prisiones como las que hemos tenido; ¡nos fusilarán a presencia del pueblo y en el patíbulo nos admirarán! ¿Prefieren acaso volver a arrastrar cadenas, barrer las calles?... -Bruno acabó la frase con una reticencia expresiva que recordaba cuánto habían sufrido y lo que se les aguardaba si caían de nuevo en poder de las autoridades-. ¡Moriremos como valientes! -agregó con energía.

La voz valiente sonó en los oídos de los camaradas, como un acento dulce y despertante.

Les hirió el orgullo brutal que hace creer que el valor oculta toda falta; pero no les acabó de decidir; porque la conciencia tiene una voz fría que no se apaga con los estímulos del crimen.

-¿Qué dicen, pues? -les interrogó el jefe, pasado que hubo un momento de reflexión.

-Tengo el presentimiento de que esa muerte -contestó el Oso-, ha de ser nuestra perdición. Yo renunciaría a ella.

-Con tenerlo encerrado bastaría -agregó Galeote.

-Y nos serviría de prenda para un caso apurado -continuó Barra.

-¡Basta! ¡Basta de tonteras! -interrumpió Bruno con exaltación-. Aquí nadie manda sino yo. Yo mando que ese hombre muera y que todos seamos cómplices de su fusilamiento. Si les he consultado ha sido por el aprecio que les tengo; y ustedes desconociendo los sacrificios que hago, se resisten a una medida justa y necesaria. Si Mena no muriese, no respondo del éxito de la empresa. A las ocho de la noche en punto... ¡morirá!

Tal fue la resolución del jefe, que conmovió a los camaradas, dejándoles en una tristeza involuntaria.

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Bruno se tornó a la cámara a recostarse, y los camaradas puestos en la necesidad de obedecer; se volvieron a sus puestos repitiendo en voz baja y mustia:

-Será necesario que muera. ¡Qué hacer! El jefe lo manda.




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- V -

Cuando estos nombres hubieron oído a Bruno que elevaba el eco con arrogancia imponía su voluntad a título de jefe, ellos tranquilizaron sus conciencias repitiendo la frase de abdicación social: el jefe lo manda.

El principio de autoridad que ha sido inculcado a los pueblos como el fallo absoluto de un poder infalible, como una máxima religiosa que exige la obediencia ciega y a la cual es necesario obedecer, vino en aquel momento de conflicto a resolver las dudas y a dar por finalizada la aceptación de un crimen, que lo era a los ojos de la razón; pero un deber a presencia del mandato del jefe.

Sucedía en ese momento, lo que sucede en la marcha ordinaria de las sociedades, en que por espíritu de obediencia el hijo del pueblo fusila a sus hermanos, sosteniendo intereses opuestos a la generalidad; en que el hombre abate su razón y su energía para mancharse con obediencias monstruosas que envuelven crímenes de delación, de abdicación de la soberanía. El espíritu de ciega obediencia ha formado pues, esa idea perniciosa de fidelidad para apoyar cuanto venga del Poder.

Con tal de que el jefe lo mande, todo está concluido.

Aun cuando sean los instrumentos de una arbitrariedad, ellos se creen a salvo, presentando la orden de la autoridad.

Parece que la creación de la autoridad hubiese sido la proclamación de la esclavitud humana, o que la esclavitud humana fuese la base del poder constituido, y no la libre voluntad de los hombres que tienen por guía la razón y la conciencia.

No de otro modo podía explicarse esa sumisión de los camaradas a la orden de Bruno; ni de otro modo puede tampoco concebirse   -547-   la voluntaria esclavitud de los hombres que se dan Gobiernos.

La sentencia de muerte del Gobernador estaba dada.

La hora señalada para su ejecución se acercaba.

Mena, sobresaltado e inquieto, no podía resignarse a soportar un sacrificio injusto y estéril.

A veces presumía que aquello no pasaría de una amenaza, y otras sentía el anuncio de su corazón que le presagiaba el término de su vida.

Meditaba sobre esos puntos, cuando entró Bruno al camarote del Gobernador, con un farol en la mano, diciéndole:

-Ya es hora de salir.

-¿A dónde me llevas? -le interrogó con dignidad Mena.

-A morir -le contestó Bruno.

-¿A morir? ¿Por qué matarme cuando a nadie he hecho mal? -el Gobernador sintió anudársele la voz y con la ternura del anciano honrado que cree ver a sus hijos, a su mujer, siguió enternecido- Hombre de Dios, ¿no sientes remordimientos, al arrebatar la vida a un viejo cargado de hijos? ¿Qué bien te resulta con asesinarme?

-Salga usted pronto -le mandó Bruno-, que ya ha vivido demasiado.

-Yo no quiero la vida para mí, es por la orfandad de mis hijos que no tienen otro pan que mi trabajo.

-Le mando salir -repuso Bruno con fuerza.

-Salir... y luego morir... ¡pobres hijos!... -y al acabar estas frases cortadas, las mejillas desencajadas del anciano se cubrieron de lágrimas. Luego se tapó la cara con las manos y lloró como un padre que tiene corazón.

-¿Obedece usted o no? -le interrogó Bruno con brusquedad.

-Obedezco -contestó Mena.

-Sígame usted.

Y subiendo la escala de la cámara, se encontró con los camaradas   -548-   que estaban formados en línea, aguardando la víctima. Cuando Mena vio aquel grupo formado en lo oscuro y junto a la obra muerta, el pobre anciano sintió correr por sus venas el hielo de la muerte.

-Siéntenlo18en el banco -ordenó Bruno.

-¿Ya me van a matar? -interrogó aún el infeliz maquinalmente.

-Ya, y sin perder tiempo -contestó el jefe.

-¡Un momento! Un momento... -y se dejó caer de rodillas, pronunciando19 una oración en que invocaba a Dios. Cuando hubo concluido, se levantó con nueva vida, hablando a sus verdugos con la palabra que augura el porvenir.

-Ya estoy listo -les dijo-; el crimen que vais a cometer os conducirá a un cadalso; mi sangre chorreará sobre vuestras cabezas en esta vida y en el otro mundo. Yo les perdono, pero las lágrimas de mis hijos serán una plegaria de venganza que oiréis a cada hora en vuestros sueños. ¡Vais a ser asesinos!

-Amarren a ese hombre en el acto -ordenó Bruno fuera de sí.

Dos de los zambos procedieron a la operación y apenas acababan de afianzarle, cuando a la luz de dos velas, en medio del bullicio de las olas, colocados sobre un abismo y con un infinito sobre sus cabezas, se dejó oír la descarga de los camaradas.

Minutos después, un cuerpo ensangrentado se perdía en la espuma de las olas.

Los marineros se recogían a la proa sobrecogidos de temor; los camaradas se retiraban a sus puestos satisfechos de haber llenado un deber, y Bruno delirante de espanto, se precipitaba en su lecho, sin separar de su imaginación la sombra sangrienta de Mena.




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- VI -

Aquella noche fue placentera para Bruno. Venciendo los últimos destellos del corazón humano y en pugna con los sentimientos siniestros que despierta todo crimen, se recreaba en su obra creyendo   -549-   por esos medios borrar la idea que su Ángela hubiese formado de él.

-A ella me le presentaré -se decía-, revestido con las conquistas que haremos, le contaré cuanto hemos hecho, la sangre que habremos derramado, y entonces mi adorada Ángela, verá en mí, no un azotado, sino a un hombre terrible, cuyo nombre se repetirá con espanto. La mujer es loca por lo extraordinario y mi obra extraordinaria le volverá a encender ese amor que me tenía; mi hijo no se llamará el hijo del ladrón, sino el hijo de Bruno el valiente. Sí, y ese puesto lo conquistaré aun cuando sea preciso sumergir mis pies en charcos de sangre.

Le consolaba el partido que había tomado, de cubrir el epíteto de ladrón con el de asesino, y en consonancia con esa idea, Bruno tenía la convicción de encontrar simpatías en su amada y en el sentimiento nacional que aplaude cuanto lleva el sello del valor, del heroísmo en todas sus faces.

¡Hábito arraigado que por desgracia prepondera en las masas y de donde frecuentemente se ven surgir fenómenos inconcebibles!

La supremacía de la espada sobre la inteligencia, ha sido uno de esos resultados que tantas revelaciones ha costado a la América y una de las principales fuentes del despotismo que ha obstruido el desarrollo de las industrias y de las reformas.

Educado el jefe de los piratas en esa escuela, lo mismo que sus camaradas, en vez de haber reflexionado sobre las consecuencias del asesinato de Mena, sintieron despertarse en sus corazones, la necesidad de engrandecer la obra con hechos que señalasen el carácter que investían. Movidos por un pensamiento común, luego que se encontraron reunidos al almuerzo, el jefe tuvo necesidad de comunicar sus planes posteriores.

-Ya somos inseparables -les dijo, al sentarse a la mesa. Lo que hemos hecho anoche, es digno del valor que nos acompaña; pero falta mucho más que hacer.

-Yo desearía un combate -dijo el Oso-, para mostrarme de lo que me creo capaz. Matar sin peligro es poco agradable.

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-No tengas cuidado -le contestó el jefe-, pronto llenarás tus deseos: veremos de lo que eres capaz.

-Me conocerán, si llega la ocasión -repuso el Oso llevando a sus labios un trozo de carne salada.

-Y si necesitas de compañero -agregó Galeote, dirigiéndose al que acababa de hablar-, cuenta con tu hijo.

-Estén seguros que en el primer asalto -les dijo Bruno-, les mandaré a ustedes dos.

-Y a mí no me olvides -añadió uno de los zambos.

-Nada, nada, no hay que apurarse -contestó Bruno-. En cuanto lleguemos al Golfo, nos pondremos en acecho para tomar las embarcaciones que salgan de Tumbes, vengan de Paita, del Callao o partan de Guayaquil. Para el apresamiento de esos buques se necesita mucha astucia, de lo contrario somos perdidos.

-¿Con qué vamos a tomar más buques? -interrogó Barra.

-Es necesario que seamos poderosos y ricos, y la riqueza la hallaremos en los cargamentos, en el dinero que lleven las naves. ¿Comprenden? -repuso Bruno.

-Esa es la mejor parte del proyecto -dijo el Oso.

-Pero no todos los buques son mercantes -agregó el jefe-, ni a todos se les toma con la facilidad que tomamos esta barca. La tripulación puede defenderse, y si son buques del ejército de Flores, también será necesario apresarlos con arrojo y sin que queden testigos.

-Para ese caso debíamos haber degollado a los que hemos dejado atrás -observó Calzada.

-Era inútil dar ese paso -contestó Bruno-; porque los hemos dejado sin tener en qué salir.

-Recuerdo, mi general -dijo el Oso-, que los dueños del buque quedaron amarrados, de donde no podrán escapar sino con gran dificultad; y para todo caso, en una lancha es muy fácil naufragar.

-Tienes razón -contestó Barra-. No podrán escapar.

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-¡Dios lo quiera! -exclamó Calzada.

-No pensemos en cosas como esas que son imposibles -agregó Bruno llevando la conversación al pensamiento que le ocupaba. Muy pronto vamos a encontrarnos en el campo de batalla y para ese caso quiero adelantar mis órdenes.

-En hora buena, explícate mi jefe -le dijo Barra-; y para que la suerte nos ayude bebamos un trago.

Los dos camaradas llenaron sus copas de vino tinto y las vaciaron de un golpe.

-¿Cuáles son las órdenes que vas a darnos? -le interrogó el Oso, sorbiéndose los bigotes.

-Las siguientes -contestó Bruno-. Cuando avistemos un buque izaremos bandera y nos fijaremos en la que enarbole el contrario. Si la bandera es de Francia, inglesa, que no pertenezca a estas tierras, le dejaremos pasar porque a los extranjeros no se les puede sorprender ni engañar con nuestras voces que ellos no entienden; pero si es peruana, ecuatoriana o chilena, mandaré visitar el buque por cuatro de ustedes y dos remeros de los marineros. Llegarán al costado, sin llevar otra arma que el puñal, y cuando estén allí observarán si va mucha gente y si van soldados. Si sucediese esto último, griten al acercarse ¡Viva Flores! porque solo buques de Flores andarán fuera del río, y entonces ellos abrirán la puerta de la escala y les recibirán con confianza y alegría. En el momento que pisen la cubierta, procurarán aprovechar la confianza que inspiren y lanzarse como leones sobre cuantos encuentren, esparciendo la muerte y el terror y cuidando de asegurar el triunfo. Si no se pudiese acometer, hablarán de los deseos que tienen de enrolarse en la expedición junto con los otros com pañeros que quedan en este buque, y entonces unidos, ¡vive Dios!... que no quedará dudoso el combate. Para el caso de que el buque fuese mercante, obrarán con presteza, despachando los estorbos que encuentren y haciendo prisioneros a los rendidos. ¡Debemos considerarnos como un ejército, compañeros! Como una autoridad conquistadora.

-¡Bravo! ¡Bravo! -exclamaron los camaradas al comprender lo que podían llegar a ser. Esto merece una copa de aguardiente.

  -552-  

Se bebieron la segunda copa con entusiasmo, y Bruno continuó:

-Pero no es esto todo. Cuando hayamos capturado algunos buques y poseamos algún dinero, dos de ustedes irán a la ciudad y de allí pasarán al Daule. En Daule se presentarán ocultos a nuestros compañeros que andan sueltos; les hablarán de nuestro poderío, comprarán armas y los convidarán a enrolarse en nuestras filas.

-Y estoy cierto que vendrá gran número -dijo Barra.

-Como una bandada de gallinazos tras el olor de un burro muerto -agregó uno de los zambos.

-Sí, vendrán muchos, lo creo -continuó Bruno-; y entonces podremos tripular otro buque y hacernos invencibles. Así es que, en algunos días que aprovecharemos con denuedo, Guayaquil temblará, ¡y llegará tiempo en que podamos dar un asalto y vengarnos!...

-¡Nunca me habría imaginado lo que se nos esperaba! -exclamó Calzada.

-Nos vengaremos en grande -agregó Barra.

-Salomón no discurría como acaba de discurrir nuestro jefe -añadió Galeote.

-Sí, compañeros -continuó Bruno embriagado por las ilusiones-; nadie habrá discurrido lo que yo, ni nadie ha acometido empresa tan heroica, porque nadie ha contado con gente tan valiente como ustedes. Nuestros triunfos resonarán en todas partes, y mientras estemos gozando en el furor de los combates, luchando a brazo partido con nuestros enemigos y abriendo sus vientres a cada golpe de nuestros puñales, nosotros empapados en sangre y hartos de matanzas, descansaremos en brazos de nuestras queridas al finalizar nuestras venganzas, y por todas partes se dirá al divisársenos, ¡son bravos como tigres!

Los camaradas arrebatados por el fervor del jefe20 y enajenados con la pintura que les hacía de lo que se les aguardaba; exclamaron con delirio:

  -553-  

-¡Mereces la presidencia!

El almuerzo concluyó por un nuevo trago de aguardiente, volviendo cada cual a ocupar su puesto, según el orden del servicio.




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- VII -

Habían transcurrido cuatro días desde que tuvo lugar la escena anterior y el camarada del número 5 se encontraba de guardia, cuando se dejó oír que este daba la voz:

-¡Tierra!

La tripulación se agolpó a la proa, y Bruno mirando con el anteojo de larga vista anunció:

-La isla del Muerto.

Seis horas después se divisaba la costa florida de Tumbes, los árboles gigantescos que parecen nacer del centro del mar, y antes que todo, ese cadáver amortajado que yace en medio de las olas, abriendo las puertas al Golfo de Guayaquil y a quien Bruno anunciaba con el nombre de «Isla del Muerto».

El Pirata se acercaba lentamente a tomar posesión del campo en que quería sentar su imperio.

Los camaradas se deleitaron a la vista de la tierra y a presencia de las imágenes que el jefe les había pintado para mantenerles fieles a la realización de su plan siniestro.

Cuando se hubieron hartado con la vista de tierra, Bruno convocó a sus legionarios para organizar el asalto que debían dar a la primera nave que se divisara.

-Ya estamos en el campo de batalla -les dijo-: solo falta que aparezca el enemigo. Para el primer ataque, ¿quiénes quieren ir?

Cada cual le respondió con resolución.

-¡Yo!

-Deben ir tan solo cuatro -observó el jefe.

  -554-  

-Yo debo ser el primero -fue la contestación sucesiva de cada uno.

-De ese modo no nos entendemos, yo elegiré en tal caso -repuso Bruno.

-Elige a los más hombres, mi jefe -le pidió el Oso considerándose el más fuerte.

-No tengo motivos para saber cuál sea el más hombre, -contestó Bruno-, a todos les creo iguales.

-Al que haya dado más pruebas de valor en su vida -agregó Barra.

-Sí, sí -respondieron los otros.

Galeote propuso entonces que cada uno refiriese sus hazañas, para poderle apreciar, agregando:

-Que principie el Oso, que nos cuente por qué se cree el más capaz.

Bruno y todos miraron al Oso, provocándolo a que expusiese lo que había hecho de grande en su vida para satisfacción del amor propio de los otros, que no querían ceder un palmo de superioridad a nadie.

-Ninguno de ustedes -contestó el Oso-, es capaz de hacer lo que yo he hecho. Yo he peleado desde pequeño, y muchos viven marcados por mi hacha, cuando labraba en el monte. Hasta hoy ninguno me ha vencido, y si no lo creen pregúntenlo a los que habitan en Conducta. Pero eso de vencer hombres no es gracia; me he batido con fieras.

-Con fieras -repitieron los camaradas riéndose a carcajadas.

-Como lo oyen, mis amigos, me he batido con fieras.

-¿Cuándo y en dónde? -le preguntó Galeote admirado.

-El 3 de enero de 1842 a presencia de todos mis compañeros del astillero.

-Cuéntanos para ver lo que hay de cierto.

-Deben saber que tuve un hijo, del viento, camaradas; y que   -555-   este hijo idéntico a su padre, se divertía por las tardes en nadar a orillas del río, siendo que apenas tenía 5 años. Varias veces le había reprendido a fin de que no lo hiciese por temor a la corriente, y por esta razón le arrimaba fuertes latigazos a causa de su desobediencia. Mi hijo cambió de lugar para bañarse y se fue dos cuadras hacia arriba a seguir su capricho. El día 2 de enero de ese año, el muchacho estaba parado en la orilla del malecón para tirarse al agua, cuando un lagarto cebado en ese punto, se acercó por bajo del agua, y dando un colazo a mi hijo, lo arrebató de la orilla y se sumergió con él. Media hora después supe la muerte de un hijo a quien quería como prenda única de mi corazón. Creí de mi deber el vengarme del monstruo que había arrebatado a Juanito, que así se llamaba.

-¿Vengarte de un monstruo? -le interrogaron los camaradas-, ¿de qué manera?

-Muy sencillamente. Como el lagarto estaba cebado, era exacto que al día siguiente volvería al mismo punto si se le presentaba otra presa, para lo cual me presenté yo mismo. Al efecto, acudí al punto marcado, me desnudé completamente, me puse un sombrerito en la cabeza y con mi buen puñal en la mano, me entré al río. El olor a almizcle que se siente cuando se aproxima algún lagarto, su cresta formada por las escamas impenetrables que te cubren, me anunciaron bien pronto que la fiera venia sobre mí. Entonces me entró al agua hasta no dejar fuera sino la cabeza. Cuando así estuve, el lagarto se lanzó sobre mí con la velocidad del rayo, abriendo su enorme boca para tragarme. Herir a aquel animal de frente, es inútil, porque no le entra ni la bala: era necesario atacarlo por el vientre, que no tiene escama. Así fue, que al mismo tiempo que el animal saltaba para agarrarme, yo me zambullía dejando el sombrerito en la superficie y me ponía bajo el vientre del animal. Allí lo aproveché, perdiéndole con furor una y seis veces mi puñal en sus entrañas. En seguida salí sobre el agua nadando y el lagarto se volvió de espaldas, muerto por mi brazo. Pedí una soga, le amarré de la cabeza y luego le saqué a tierra. Allí le abrí el vientre, en donde encontré los huesos intactos de mi querido hijo. Tuve el consuelo de enterrarle en sagrado21.

  -556-  

-Eso último es lo más raro -observó Calzada con cierto aire de duda que molestó al Oso-; porque el matar lagartos, como tú lo has hecho, se ha verificado otras veces, pero eso de los huesos...

El Oso un poco incómodo satisfizo al que parecía presentar dudas sobre lo que acababa de referir, haciéndole ver que el lagarto no solo conservaba huesos en su vientre, sino una gran cantidad de piedras que tomaba de lastre para sumergirse; que nunca comía en el agua, y que al tomar una presa, lo que hacía era llevarla hasta el fondo del río para ahogarla, de donde la sacaba a tierra para comerla.

Contó otras especialidades de ese monstruo marino y continuaba refiriendo varios hechos asombrosos, cuando se dejó oír la voz del número 6 que estaba de guardia.

-¡Buque a la vista!

El solo anuncio bastó para cortar la conversación y obligar al jefe a nombrar los cuatro que debían acometer al buque.

-Observaremos -dijo-, el método de la numeración. Irán los cuatro primeros números con dos marineros; para el segundo que aparezca irá el resto conmigo.

Nadie replicó a la orden de Bruno.

-Son dos los buques -volvió a gritar el de guardia.

-No importa -repuso Bruno-; asalten al primero, y si pueden, sigan con el segundo. Yo no puedo abandonar la barca, y es necesario que esperemos la vuelta de los que ahora tienen el turno.

Y volviéndose hacia el que manejaba el timón agregó con voz de mando:

-Timonel, dirige la proa sobre esos buques que se ven. ¡Sobre ellos, timonel!

Cuando el jefe daba estas órdenes, ya el Oso con los otros tres compañeros designados, alistaban una chalupa para echarla al agua.

Ágiles y entusiastas, se mostraban en aquel momento dispuestos para luchar con cuanto se les presentara.

  -557-  

-Rivalizaban en el apresto, y ya descolgaban la embarcación, cuando el Oso se despedía de su jefe pronosticándole la victoria.

-No volveré -le dijo-, sino para ser admirado por vos. A fe de hombre te prometo la conquista de esos barcos, sea que estén cargados de hombres o de plata. ¡Compañeros, ya es tiempo!

-Sí, ya es tiempo -respondieron los otros, bajando la escala-: ¡fortuna y valor!




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- VIII -

Por ese tiempo, la expedición de Flores había zarpado de las costas del Callao y de Chile, en dirección a las islas de Lobos, punto de reunión para los diversos buques que conducían gente enganchada o emigrados ecuatorianos que se encontraban en las costas del Perú.

En esas islas se organizaban los diferentes cuadros de tropa que iban llegando, y de allí, se disponían a partir sobre la isla de Puná para dar principio a las operaciones de conquista.

Los dos barquichuelos que acababan de divisar los tripulantes del Pirata, eran dos transportes mercantes que conducían de Tumbes al punto de la reunión, 63 hombres para engrosar las filas de la expedición.

El primero de esos buquecitos, estaba mandado por el teniente coronel Tamayo y llevaba 29 tripulantes; el segundo mandado por el de igual clase, Sr. Guerrero, conducía 34.

La desgracia quiso, que el día en que el Pirata llegaba al Golfo, fuese aquel en que ellos partían a tomar las armas, persuadidos de que en pocos días más iban a ser dueños del Ecuador.

Navegaban arrimados a la costa y en la entera confianza que nadie les molestaría, atendiendo a que del río no saldría el pequeño vapor Guayas del gobierno, y a que encontrándose en aguas del Perú y bajo pabellón peruano, nadie podía molestarles.

En tal confianza viajaban, que la mayor parte iba sin armas y acostados en el entrepuente, estrecho de los buquecitos paiteños.

  -558-  

Cuando divisaron la barca ballenera que se dirigía sobre ellos, no se movieron ni aun se dignaron satisfacer la curiosidad, reconociendo en el Pirata un buque cualquiera norte-americano, por la bandera que flameaba en su popa.

Por tal causa, los tripulantes se quedaron en sus camas y tan solo Tamayo con siete de los marineros, permaneció sobre cubierta esperando la barca que se acercaba.

En esa disposición se encontraban, cuando vieron atracar al costado del que mandaba Tamayo una chalupa que se acababa de desprender de la ballenera.

Era la que tripulaba el Oso con tres de sus camaradas, y dos remeros extranjeros.

Al subir, el Oso dio el grito de ¡Viva Flores! que repitieron los que le acompañaban y a la vez el jefe del buque, que creía encontrar nuevos afiliados a la cruzada floreana.

El Oso sobre cubierta, mirando con rapidez a todas partes y reconociendo el campo que iba a conquistar, acabó por cerciorarse de la gente que allí se encontraba, y no queriendo dar tiempo a que le reconociesen, se lanzó sobre Tamayo con el puñal alzado, dando la orden de ataque:

-¡A la carga, compañeros!

A esa voz, caían muertos cuatro, atravesados por el puñal de los bandidos; y sin dar treguas, despachaban con la seguridad de la sorpresa a cuantos encontraban paralizados por el terror.

Veloces como el tigre, se repartieron en todas direcciones y en todas direcciones acuchillaron a cuantos encontraban.

Pasó un momento en que se hallaron con la cubierta barrida, empapados en sangre y con los rostros encendidos de furor, buscando más víctimas que sacrificar.

Se les presentó un grupo, que despavorido salía del entre puente, y a él le cargaron con más coraje que a los primeros.

Unos cayeron rodando, otros se bambolearon con las agonías de la muerte; por un lado se divisó quien parecía dilatar sus últimos momentos conteniendo las entrañas que salían por las heridas: voces   -559-   de súplicas y de perdón, ayes dolorosos y de terror se oían lanzados por la desesperación, y en medio de ese campo de heridos y muertos se veía a los cuatro bandidos que recorrían el barquichuelo con nuevos bríos, como si ese conjunto de clamores fuese el canto de guerra que incitase a la pelea.

-¡Salgan pronto! -gritaban a los pocos que quedaban en el entre puente, arrinconados por el pánico que se había apoderado al divisar la carnicería de la cubierta y sentir que la sangre chorreaba donde ellos estaban.

-¡Perdón! ¡Perdón! -era la respuesta de esos infelices, y se arrinconaban cuanto les era posible, sin atreverse a salir.

Despechados los bandidos con aquella tardanza, se precipitaron al entre-puente, y sin atender al ademán suplicante de las víctimas que quedaban, implorando de rodillas la vida, repartieron por todas partes golpes de puñal, que sumergían en los cuerpos, y que exánimes caían tendidos, revolcándose en su propia sangre.

La carnicería había sido completa.

No quedaba un solo testigo de la matanza; y tan pronto como se hubieron cerciorado de que nadie quedaba allí vivo, se miraron unos a otros con la alegría infernal que se apercibía en la sonrisa de sus labios.

Sus pechos latían con el exceso22de la fatiga; sus ojos medios cubiertos por el cabello que bailado de sudor y sangre caía sobre sus caras, parecían preguntar por más hombres que matar.

En tal situación el Oso gritó:

-¡Están despachados, volemos a alcanzar al otro que huye!

-¡A ellos! -contestaron los camaradas-, ¡Volemos!

Y diciendo estas palabras, bajaron de carrera al bote que les esperaba al costado, dirigiéndose con cuantas fuerzas podían desplegar, sobre el segundo barquichuelo, que había presenciado la carnicería a bordo del primero, y que en vez de protegerle, se entregaba a la fuga, dirigiéndose a encallar en tierra.

Bruno desde la barca, acompañado del resto de su gente, animaba con sus gritos a los que divisaba combatir; y cuando vio que seguían   -560-   en persecución de la segunda presa, hizo adelantar el Pirata cuanto pudo, para proteger a los asaltantes que nada oían ni nada veían.

Solo miraban hacia adelante, dejando flotar sus cabellos y ropas manchadas a merced del viento, y mostrando el ojo chispeante de la pantera que busca alas para alcanzar la presa que se le escapa.

-¡Aguárdense cobardes! -era el reto que lanzaban a sus contrarios fugitivos, blandiendo los puñales humeantes de sangre.

Pero las velas del barquichuelo daban más celeridad que la que los remos comunicaban a la chalupa.

La tierra estaba próxima, y la proa de la nave que huía encalló bien pronto en el lodo de la costa.

Los tripulantes saltaron por todas partes, echando a correr como en las circunstancias aciagas en que se dice: sálvese quien pueda.

No atendían al corto número de los bandidos; solo pensaban en correr, y ese pensamiento atolondrado, crecía a medida que llegaba a sus oídos la provocación de los asesinos.

Tal era el efecto que causaban aquellos hombres.

Vanos fueron los esfuerzos del bote para llegar a tierra.

Los expedicionarios les llevaban un cuarto de hora de ventaja, mas esta circunstancia no les desalentó.

Saltaron también, y creyendo suplir la distancia con la celeridad de sus piernas; echaron a correr tras los rastros dispersos que dejaron los escapados de sus garras.




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- IX -

La noche entraba anunciando una de las frecuentes borrascas que aparecen en las costas del Ecuador.

Soplaba un viento fresco que cubría con rapidez el cielo de nubes espesas.

  -561-  

De súbito se dejó oír el eco de la tormenta.

Un trueno dilatado que recorría la atmósfera, oscurecida como en la víspera de la creación en que el mundo era un caos, daba sucesión a otro trueno que parecía rasgar los montes.

Aquello no era más que el anuncio de una revolución poética que iba a presentar el choque de los elementos desencadenados.

El aire calmaba y el trueno se repetía con estrépito creciente, sin divisarse el más pequeño átomo de luz, siendo que la lobreguez progresaba a impulsos de ese ruido espantoso.

Un momento de silencio y en seguida se veía correr por los espacios, luces centelleantes que se sepultaban en las nubes después de describir surcos de fuego.

El trueno reaparecía, se sucedían las centellas y a la vez corría por entre las tinieblas una bola de fuego que dejaba en su curso una estela de luz.

Era el rayo que rasgaba la lobreguez del cielo y se presentaba como el carro misterioso que arrastra en su triunfo la resurrección de la vida combatida por la muerte.

La lluvia copiosa se desencadenó para dar desahogo a los elementos que acababan de combatir.

Pasó esta y el buen tiempo reapareció.

La luz triunfaba.

Bruno esperó a sus compañeros hasta que hubo pasado la tormenta, y juzgando que tenían sobrado tiempo para haber vuelto, creyó que los fugitivos se habrían rehecho y tomado presos o muerto a sus camaradas.

Pensamiento tan justo le presentó el peligro que corría de amanecer en aquel mismo lugar, donde sería tomado al día siguiente.

Tanto por salvar, cuanto por engrosar sus fuerzas diezmadas, resolvió encaminarse a Puná, dejar allí la barca y en una chalupa internarse a la ciudad de Guayaquil, para sacar otros compañeros que creía dignos de su empresa.

  -562-  

Para llevar a cabo el pensamiento, convidó a los marineros, quienes no se opusieron, en atención a que condescendiendo, tenían esperanzas de escapar con la vida.




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- X -

Por este tiempo, el Gobierno Supremo que residía en Quito, se acababa de trasladar a Guayaquil, punto en donde debía librarse el primer combate con los floreanos.

Se encontraba al frente de la administración, el general Urbina, educado por Flores, que había derribado la administración Novoa el 17 de julio de 1851. Urbina, militar astuto y de maneras seductoras, tenía a su cargo la misión de salvar al país, y para ello se aprestaba empleando cuantos recursos tenía, haciendo fortificar el malecón, proveyendo los fuertes de Saraguyo y del cerro, y desplegando esa actividad propia de las circunstancias.

Sus esfuerzos eran secundados con confianza por los valientes Elizalde, Robles, Franco, Villamil, Gómez, Rojas, y en especial, por el espíritu entusiasta de la población.

Con todo, aquellos preparativos eran insuficientes y con razón se desconfiaba del éxito de un encuentro, desde que el ejército de línea no llegaba ni podía acercarse, por el estado intransitable de los caminos.

Para evitar una sorpresa, el vapor Guayas partía diariamente a observar si se presentaba la flota enemiga; recorría hasta la desembocadura del río y se volvía.

En una de esas excursiones del Guayas, cuando conducía 30 hombres para guarnecer la ribera de Machala, el comandante del vaporcito divisó venir con la corriente una chalupa con ocho hombres de tripulación; y sin detenerse, a fin de saber qué noticias traían o quiénes eran, se dirigió sobre ellos.

Los de la embarcación dejaron de remar un momento al divisar el vaporcito; pero luego siguieron poniendo la proa sobre él.

Antes de un cuarto de hora la chalupa atracaba al costado del Guayas, dando gritos entusiastas de ¡Viva el Ecuador! ¡Muera Flores!

  -563-  

En el vapor se creyó a primera vista que esos hombres serían algunos desertores de la flota floreana; pero el jefe del Guayas reconoció a Bruno cuando éste extendía los brazos para tomar la escala.

Entonces, la guarnición acudió a la orden del comandante Robles, y abocando sobre los de la chalupa sus fusiles, les intimaron orden de subir uno por uno.

Bruno y los camaradas, quisieron entonces huir; pero no había cómo; estaban descubiertos; era necesario renunciar al proyecto de apresar el vapor y el tentar otros medios para salvar la existencia.

Momentos después, los ocho tripulantes se encontraban amarrados y con grillos.

El vapor siguió su ruta, desembarcó en Machala la guarnición, y se volvía a la ciudad con aquellos presos.





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