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El retorno de Henry James

Ricardo Gullón





El retorno de Henry James, vuelto a la actualidad desde la discreta penumbra en donde ingresó a su muerte (1916), constituye uno de los fenómenos más singulares registrados en el ámbito literario durante la pasada década. Entre 1940 y 1950, la obra de James volvió a ser editada, leída y estudiada con fervor, que, a primera vista, puede resultar extraño. Trataré de explicar brevemente lo sucedido.

Henry James, hermano menor de William James, nació en Nueva York el 15 de abril de 1843, y por una lesión padecida en accidente se vio exento del servicio de las armas durante la guerra de Secesión (1861-1865). En 1865 publicó en el Atlantic Monthly su primer relato, y poco después, en 1869, vino a Europa, instalándose definitivamente en Inglaterra seis años más tarde. Desde entonces puede ser considerado como inglés, aunque no adquirió la ciudadanía británica hasta 1915, cuando el sentimiento de lealtad a su país de adopción le inclinó a dar este paso para evidenciar sus simpatías en horas de grave peligro.

En la vida de James no acontece nada extraordinario. Fue una vida dedicada a la creación literaria y a un tipo de creación que alejaba de sus obras al lector apresurado e incluso al snob anhelante de novedades. Y no porque en ellas no pudieran encontrarse elementos de suma originalidad, sino porque esos elementos, lejos de manifestarse con la violencia que suelen presentar en obras de signo renovador, estaban sometidos a designios del escritor, que sólo adquirían significación a los ojos de quienes atisbaban, bajo la brillante y algo trivial superficie, las genuinas ambiciones de aquél. Su amistad con William Dean Howells, director del Atlantic Monthly, y su relación con los intelectuales de la Nueva Inglaterra (Lowell, Homes y Longfellow, entre otros), no bastaron para retenerle en los Estados, donde su hermano William pronto alcanzó considerable prestigio, ligado en parte a la consideración que le deparó su magisterio en la Universidad de Harvard (la misma en que él y Henry habían estudiado).

Henry James consideró que debía dedicar su vida a escribir y sintió la necesidad de realizar su obra literaria en Europa y desde Europa, para librarse del receloso provincianismo y -aun siendo él un moralista- del puritanismo incomprensivo de la burguesía americana. En una de sus mejores narraciones, The jolly corner, ha descrito la situación del hombre que se enfrenta con cierta posibilidad de vida ya perdida, situación semejante a la suya, escindido entre Inglaterra y los Estados Unidos, y con curiosidad -no con nostalgia- de otra existencia, curiosidad del Henry James, que pudo ser si hubiera permanecido en la tierra natal. En este relato refiere el caso de un americano que regresa al país tras permanecer treinta años en el extranjero; encontrándose de nuevo en la mansión familiar, siente, por influencia de ciertas insinuaciones, que la casa está habitada por un fantasma, con el que tiene algo de común: es el fantasma del hombre que quedó en América y allí envejeció. El viajero desea verle y reconocer en él una imagen ya imposible; mas, cuando lo consigue, el choque es demasiado brusco. La vida no vivida se levanta ante él personalizada, atractiva y horrible, símbolo de la pasión de James, que, confinado en la creación literaria, no podía rehuir un cierto sentimiento de frustración.

¿Por qué, ahora -nos preguntamos-, contra lo previsible, renace Henry James? En estos tiempos de literatura comprometida, de novelística abrupta y amarga, llega a la cima la fama de Kafka, se lee con interés a Faulkner y a Steinbeck. Es natural. Ellos aluden a formas de la angustia, que encuentran eco en el preocupado corazón del hombre actual. Pero James fue el escritor menos comprometido que cabe imaginar. Su literatura está absolutamente desvinculada de los acontecimientos políticos, sociales o guerreros, y no comparte sino del modo más oblicuo las preocupaciones contemporáneas. En buena parte su obra trata problemas estéticos, y en la totalidad resulta inactual, si se considera que la actualidad está ligada a las circunstancias del momento y no a temas de constante vibración. Sus obras parecían tener pocas probabilidades de interesar a vastos grupos de lectores, pero de hecho han conseguido atraerlos.

Por una vez atribuyamos a la crítica, a la denostada crítica literaria, algún mérito en el reconocimiento de los atribuibles a la obra de James. Los críticos norteamericanos, cuyo empeño por situar a sus mejores escritores en línea con los más grandes de cualquier tiempo y lugar, es elogiable (un jamesiano ilustre, Clifton Fadiman, precisamente en su Introducción a las Short Stories, publicadas por la Modern Library, menciona a Melville y a Dante, como si ambos tuvieran la misma estatura espiritual); esos críticos, digo, han estudiado con atención las novelas de Henry James y pusieron de relieve su variedad de planos, la hondura de sus análisis y la complejidad de las estructuras trazadas. A historias «de miedo», como The Turn of the Screw, supieron extraerle la secreta riqueza disimulada bajo el extraordinario horror del asunto. La diversidad de soluciones propuestas para descifrar esta narración prueba la sutileza de James, capaz de recrear en la historia una atmósfera de ambigüedad que hace admisibles y verosímiles las más increíbles hipótesis. Pero, evidentemente, el esfuerzo de la crítica, aunque relevante, no explica el rápido auge de la literatura jamesiana y las causas decisivas han de buscarse en la obra misma, en su calidad de logro impecable, maduro, propiamente artístico y delicado.

En el otoño de 1875, Henry James llegó a París. Mevyn Jones-Evans, estudiando este período de la vida de aquél, señala que James tenía entonces la edad adecuada (treinta y dos años) para que la experiencia resultara fructífera. Antes había residido varios años en Europa, pero la estancia en Francia, en 1875-76, suele considerarse importante para la orientación de su obra, porque ese año entró en relación con celebrados novelistas, entre ellos Flaubert, Zola, Daudet y Turgueneff. Frecuentó salones y entabló amistad con escritores naturalistas, a quienes admiraba, aunque sin compartir sus teorías ni su manera de tratar los incidentes novelescos. En contraste con el ambiente puritano de la Nueva Inglaterra o la solemnidad del victorianismo inglés, la intensa vida artística parisina y el interés con que los franceses seguían el trabajo de escritores y artistas, le pareció al principio un clima ideal para la producción literaria. Luego comprobó que su impresión primera había sido demasiado optimista, y que, salvo Turgueneff, los consagrados apenas le concedían beligerancia. Dedicó un año a empaparse de París y a vivirlo, leyendo sus escritores, paseando sus rincones, conviviendo con sus gentes. En «Cartas» a periódicos americanos transmitía observaciones e impresiones; en ellas, como en la correspondencia que mantuvo con los amigos de Ultramar, procuró disimular su decepción, sin conseguirlo del todo. Jones-Evans sostiene que una de las causas de tal decepción fue el descubrimiento de que no le era posible aceptar sin protesta los excesos del naturalismo francés, reconociendo en esta repugnancia un fondo de moralista que hasta entonces se ignoraba. Le exasperó también, según el mencionado crítico, la incapacidad de los franceses para comprender una de sus mayores admiraciones: la obra de George Eliot, encerrados como estaban en reducido círculo de ideas y convenciones.

En conjunto, y para resumir esta etapa de su vida, la experiencia francesa fue una decepción, pero asimismo una enseñanza. Libros como The Ambassadors (una de sus dos o tres mejores novelas) fueron tejidos con él resplandeciente atractivo de la sociedad francesa y la vida en París. El modo descarnado con que los naturalistas abordaban los temas de amor le incitó a buscar una manera elusiva y extraña de tratarlos. Pues no por ser poco realista la expresión pasional de James debe reputársele falto de pasión; Edmund Wilson ha puesto de relieve el simbolismo sexual de The Turn of the Screw. Acaso su reserva y la delicadeza de sus narraciones fueren consecuencia indirecta de la frecuentación de la novelística francesa. En Flaubert advirtió el valor artístico del detalle, la posibilidad de lograr la perfección formal mediante concertada acumulación de ellos y -por otro lado- el riesgo de reducir el arte de escribir a mero ejercicio técnico.

El equilibrio de la obra jamesiana, perfecto en narraciones como What Maisie Knew o en novelas como The Portrait of a lady, se establece partiendo de este supuesto: la obra ha de obtener un máximum de intensidad en cada una de sus páginas, pero no puede convertirse en pretexto para el adiestramiento de una maestría estéril. O, dicho en otras palabras: la forma perfecta no basta.

Cuando pasado un año de residencia en París James se instala en Inglaterra, su personalidad es más rica. Posee mayor sentido crítico y su sensibilidad parece haberse refinado. Viendo de cerca a los literatos franceses descubrió sus fallos, superando la sugestión de lo desconocido y distante. Desde entonces busca un camino propio para un arte propio, y seguro de sí, se afirma en él sin atender a los reproches y a la incomprensión de sus amigos y de su mismo hermano. Pues a medida que los libros de Henry van siendo más personales, más atendidos a la necesidad de crear un mundo personal con elementos dispuestos en plena consciencia, William se manifiesta más reacio a entenderlos, no tanto -según sugiere Eliseo Vivas- por sus «dificultades» como por la divergencia entre las posiciones morales de ambos.

A partir de su definitiva instalación en Inglaterra James participó en la vida del Londres victoriano y encontró el ambiente adecuado para su trabajo; vivió a gusto en la severa etiqueta de los círculos un tanto aburridos de la aristocracia británica. «Los ingleses son los únicos que pueden hacer grandes cosas sin ser inteligentes», decía, y en su admiración por lo inglés y por la vida inglesa entraba por mucho su conservadurismo político y social. Es curioso que, como Proust, dedicara parte tan considerable de su tiempo a fiestas y reuniones mundanas. Esas horas en apariencia perdidas le dejaban recuerdos y sensaciones que proporcionaron a sus novelas cimientos muy sólidos.

El deleite de vivir en Inglaterra, en las «deliciosas viejas mansiones» en que gustaba situar sus personajes, hizo más grata la vida de James. Sus libros fueron apareciendo con regularidad y la suave corriente no cesó hasta su muerte. Fue escritor de considerable producción (novelas, novelas cortas, crítica literaria, ensayo, libros de viaje...) y la abundancia no perjudicó la calidad.

Atribuir a la necesidad de evasión del hombre actual el alza en la cotización de la novelística jamesiana me parece superficial. Las razones de su retorno radican, como he dicho antes, en la obra misma. Recordemos las cinco objeciones fundamentales que suelen apuntarse contra el arte de James; Clifton Fadiman las resume así: 1. Él y su obra carecen de raíces; 2. Su esnobismo le imponía una patética limitación de asuntos; 3. Aun dentro de su limitado mundo, su capacidad emocional es escasa; 4. Sacrificó el contenido a la forma, y 5. Su estilo es esotérico hasta el punto de ilegible. El mismo Fadiman responde satisfactoriamente a estas objeciones, más considerables cuanto en parte ciertas.

Henry James

Henry James

Si examinamos con cuidado las narraciones de James hallaremos que el desarraigo destacado por los críticos norteamericanos no tiene la importancia que ellos le atribuyen. En Inglaterra su vida y su obra prendieron con vigorosas raíces. El moralista y el conservador encontraron tierra de elección, donde la personalidad dio de sí con libertad. Su falta de interés por el hombre medio es innegable -y sensible-: sus novelas traen siempre a escena tipos excepcionales, extraídos del llamado «gran mundo». Esa falta de interés se explica recordando que no pretendía reflejar una situación social, sino actitudes morales, y para hacerlo recurrió a los ambientes que, vividos por él, podían hacer plausibles sus relatos. En esa preferencia por lo moral, por el análisis de conflictos cuya esencia es de todos los tiempos, encuentro una de las causas del «revival» jamesiano.

Considerar frívolas sus novelas simplemente porque el escenario y los personajes pertenezcan a un mundo extinguido, es desconocer las verdaderas intenciones del escrito y juzgarle por lo que no estuvo en su intención lograr. Las figuras evanescentes y algo frágiles que se complacía en diseñar eran el material apropiado para sus construcciones y sus etéreos análisis que, calando muy dentro, dan la sensación de respetar ciertas zonas del alma, algún reservado continente en el que la suprema discreción del novelista rehúye entrar.

Este primoroso don de análisis, que permite seguir las sinuosidades y repliegues del personaje, encuentra en el estilo de James su necesario complemento, de tal suerte que uno y otro resultan inseparables, sin dar ocasión a ese alegado sacrificio del fondo a la forma, inconcebible en quien concibe que la forma viene impuesta por el fondo. Cuando -según ocurre en alguna de sus novelas- la intriga se diluye y el asunto interesa poco, el estilo se nos antoja recargado, complicado y hasta aburrido. Pero cuando -como acontece en novelas como The Ambassadors o en narraciones como The Beast in the Jungle- el problema psicológico está vivo, los meandros de su prosa, lejos de innecesarios o enojosos, sirven para penetrar con la lentitud conveniente en estados de ánimo que no sería cauto abordar sin rodeos.

Mediado el siglo, la imagen de Henry James nos devuelve la serenidad del tiempo pasado, de un tiempo definitivamente perdido que sobre el prestigio de lo pretérito tiene el don de hacernos añorar momentos menos complicados y dramáticos. Los conflictos jamesianos se refieren a vivencias personales: su desgarro entre dos patrias, los problemas del escritor, la espera de sucesos maravillosos que nunca llegan... James recurre a la concentración de efectos sobre lo esencial, dilucidando no sólo el aspecto estético, sino el aspecto moral de sus preocupaciones.

Si la anécdota resulta con frecuencia prolija y el desarrollo de la acción excesivamente lento, tal morosidad no es fortuita o caprichosa, sino el medio de manifestarlos en su compleja estructura y de avanzar unos pasos en el conocimiento de la naturaleza humana. El hombre de 1951 encuentra en las obras de James lo que no deparan las contemporáneas: la posibilidad de vivir un mundo estable y seguro que la nostalgia embellece y el contacto con textos que, desdeñosos de la actualidad, intentan ser obras de arte y desplazar la imaginación de los problemas cotidianos para alzarla a una visión significativa de las secretas relaciones que se establecen en la vida, no sólo de hombre a hombre o entre el hombre y las cosas, sino entre el hombre y sus sueños, sus esperanzas y sus fracasos.





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