¡Cuánta debió ser
entonces la indignación de los que no gustan de la ajena celebridad, de
los que ganan la vida buscando defectos en todo lo que otros hacen, de los que
escriben comedias sin conocer el arte de escribirlas, y de los que no quieren
ver descubiertos en la escena vicios y errores tan funestos a la sociedad como
favorables a sus privados intereses! La aprobación pública
reprimió los ímpetus de los críticos folicularios: nada
imprimieron contra esta comedia, y la multitud de exámenes, notas,
advertencias y observaciones a que dio ocasión, igualmente que las
contestaciones y defensas que se hicieron de ella, todo quedó
manuscrito. Por consiguiente, no podían bastar estos imperfectos
desahogos a satisfacer la animosidad de los émulos del autor, ni el
encono de los que resisten a toda ilustración y se obstinan en perpetuar
las tinieblas de la ignorancia. Éstos acudieron al modo más
cómodo, más pronto y más eficaz, y si no lograron el
resultado que esperaban, no hay que atribuirlo a su poca diligencia. Fueron
muchas las delaciones que se hicieron de esta comedia al tribunal de la
Inquisición. Los calificadores tuvieron no poco que hacer en examinarlas
y fijar su opinión acerca de los pasajes citados como reprensibles; y en
efecto, no era pequeña dificultad hallarlos tales en una obra en que no
existe ni una sola proposición opuesta al dogma ni a la moral
cristiana.
Un ministro, cuya principal
obligación era la de favorecer los buenos estudios, hablaba el lenguaje
de los fanáticos más feroces, y anunciaba la ruina del autor de
El sí de las niñas como la de un
delincuente merecedor de grave castigo. Tales son los obstáculos que han
impedido frecuentemente en España el progreso rápido de las
luces, y esta oposición poderosa han tenido que temer los que han
dedicado en ella su aplicación y su talento a la indagación de
verdades útiles y al fomento y esplendor de la literatura y de las
artes. Sin embargo, la tempestad que amenazaba se disipó a la presencia
del Príncipe de la Paz; su respeto contuvo el furor de los ignorantes y
malvados hipócritas que, no atreviéndose por entonces a moverse,
remitieron su venganza para ocasión más favorable.
En cuanto a la ejecución de esta
pieza, basta decir que los actores se esmeraron a porfía en acreditarla,
y que sólo excedieron al mérito de los demás los papeles
de Doña Irene, Doña Francisca y Don Diego. En el primero se
distinguió María Ribera, por la inimitable naturalidad y gracia
cómica con que supo hacerle. Josefa Virg rivalizó con ella en el
suyo, y Andrés Prieto, nuevo entonces en los teatros de Madrid,
adquirió el concepto de actor inteligente que hoy retiene todavía
con general aceptación.
Escena I
|
|
DON DIEGO,
SIMÓN.
|
|
Sale
DON DIEGO de su cuarto,
SIMÓN, que está sentado en una silla, se
levanta.
|
DON DIEGO.-
¿No han venido
todavía?
|
SIMÓN.-
No, señor.
|
DON DIEGO.-
Despacio lo han tomado, por
cierto.
|
SIMÓN.-
Como su tía la quiere tanto,
según parece, y no la ha visto desde que la llevaron a
Guadalajara...
|
DON DIEGO.-
Sí. Yo no digo que no la viese;
pero con media hora de visita y cuatro lágrimas estaba concluido.
|
SIMÓN.-
Ello también ha sido
extraña determinación la de estarse usted dos días enteros
sin salir de la posada. Cansa el leer, cansa el dormir... Y, sobre todo, cansa
la mugre del cuarto, las sillas desvencijadas, las estampas del hijo
pródigo, el ruido de campanillas y cascabeles, y la conversación
ronca de carromateros y patanes, que no permiten un instante de quietud.
|
DON DIEGO.-
Ha sido conveniente el hacerlo
así. Aquí me conocen todos: el Corregidor, el señor Abad,
el Visitador, el Rector de Málaga... ¡Qué sé yo!
Todos. Y ha sido preciso estarme quieto y no exponerme a que me hallasen por
ahí.
|
SIMÓN.-
Yo no alcanzo la causa de tanto
retiro. Pues ¿hay más en esto que haber acompañado usted a
Doña Irene hasta Guadalajara para sacar del convento a la niña y
volvernos con ellas a Madrid?
|
DON DIEGO.-
Sí, hombre; algo más hay
de lo que has visto.
|
SIMÓN.-
Adelante.
|
DON DIEGO.-
Algo, algo... Ello tú al cabo
lo has de saber, y no puede tardarse mucho... Mira, Simón, por Dios te
encargo que no lo digas... Tú eres hombre de bien, y me has servido
muchos años con fidelidad... Ya ves que hemos sacado a esa niña
del convento y nos la llevamos a Madrid.
|
SIMÓN.-
Sí, señor.
|
DON DIEGO.-
Pues bien... Pero te vuelvo a encargar
que a nadie lo descubras.
|
SIMÓN.-
Bien está, señor.
Jamás he gustado de chismes.
|
DON DIEGO.-
Ya lo sé. Por eso quiero fiarme
de ti. Yo, la verdad, nunca había visto a la tal Doña Paquita.
Pero, mediante la amistad con su madre, he tenido frecuentes noticias de ella;
he leído muchas de las cartas que escribía; he visto algunas de
su tía la monja, con quien ha vivido en Guadalajara; en suma, he tenido
cuantos informes pudiera desear acerca de sus inclinaciones y su conducta. Ya
he logrado verla; he procurado observarla en estos pocos días y, a decir
verdad, cuantos elogios hicieron de ella me parecen escasos.
|
SIMÓN.-
Sí, por cierto... Es muy linda
y...
|
DON DIEGO.-
Es muy linda, muy graciosa, muy
humilde... Y, sobre todo, ¡aquel candor, aquella inocencia! Vamos, es de
lo que no se encuentra por ahí... Y talento... Sí señor,
mucho talento... Conque, para acabar de informarte, lo que yo he pensado
es...
|
SIMÓN.-
No hay que decírmelo.
|
DON DIEGO.-
¿No? ¿Por
qué?
|
SIMÓN.-
Porque ya lo adivino. Y me parece
excelente idea.
|
DON DIEGO.-
¿Qué dices?
|
SIMÓN.-
Excelente.
|
DON DIEGO.-
¿Conque al instante has
conocido?...
|
SIMÓN.-
¿Pues no es claro?...
¡Vaya!... Dígole a usted que me parece muy buena boda. Buena,
buena.
|
DON DIEGO.-
Sí señor... Ya lo he
mirado bien y lo tengo por cosa muy acertada.
|
SIMÓN.-
Seguro que sí.
|
DON DIEGO.-
Pero quiero absolutamente que no se
sepa hasta que esté hecho.
|
SIMÓN.-
Y en eso hace usted bien.
|
DON DIEGO.-
Porque no todos ven las cosas de una
manera, y no faltaría quien murmurase, y dijese que era una locura, y
me...
|
SIMÓN.-
¿Locura? ¡Buena
locura!... ¿Con una chica como ésa, eh?
|
DON DIEGO.-
Pues ya ves tú. Ella es una
pobre... Eso sí... Porque aquí entre los dos, la buena de
Doña Irene se ha dado tal prisa a gastar desde que murió su
marido que, si no fuera por estas benditas religiosas y el canónigo de
Castrojeriz, que es también su cuñado, no tendría para
poner un puchero a la lumbre... Y muy vanidosa y muy remilgada, y hablando
siempre de su parentela y de sus difuntos, y sacando unos cuentos allá
que... Pero esto no es del caso... Yo no he buscado dinero, que dineros tengo.
He buscado modestia, recogimiento, virtud.
|
SIMÓN.-
Eso es lo principal... Y, sobre todo,
lo que usted tiene ¿para quién ha de ser?
|
DON DIEGO.-
Dices bien... ¿Y sabes
tú lo que es una mujer aprovechada, hacendosa, que sepa cuidar de la
casa, economizar, estar en todo?... Siempre lidiando con amas, que si una es
mala, otra es peor, regalonas, entremetidas, habladoras, llenas de
histérico, viejas, feas como demonios... No señor, vida nueva.
Tendré quien me asista con amor y fidelidad, y viviremos como unos
santos... Y deja que hablen y murmuren y...
|
SIMÓN.-
Pero, siendo a gusto de entrambos,
¿qué pueden decir?
|
DON DIEGO.-
No, yo ya sé lo que
dirán; pero... Dirán que la boda es desigual, que no hay
proporción en la edad, que...
|
SIMÓN.-
Vamos, que no parece tan notable la
diferencia. Siete u ocho años a lo más...
|
DON DIEGO.-
¡Qué, hombre!
¿Qué hablas de siete u ocho años? Si ella ha cumplido
dieciséis años pocos meses ha.
|
SIMÓN.-
Y bien, ¿qué?
|
DON DIEGO.-
Y yo, aunque gracias a Dios estoy
robusto y... Con todo eso, mis cincuenta y nueve años no hay quien me
los quite.
|
SIMÓN.-
Pero si yo no hablo de eso.
|
DON DIEGO.-
Pues ¿de qué hablas?
|
SIMÓN.-
Decía que... Vamos, o usted no
acaba de explicarse, o yo lo entiendo al revés... En suma, esta
Doña Paquita, ¿con quién se casa?
|
DON DIEGO.-
¿Ahora estamos ahí?
Conmigo.
|
SIMÓN.-
¿Con usted?
|
DON DIEGO.-
Conmigo.
|
SIMÓN.-
¡Medrados quedamos!
|
DON DIEGO.-
¿Qué dices?... Vamos,
¿qué?...
|
SIMÓN.-
¡Y pensaba yo haber
adivinado!
|
DON DIEGO.-
Pues ¿qué creías?
¿Para quién juzgaste que la destinaba yo?
|
SIMÓN.-
Para Don Carlos, su sobrino de usted,
mozo de talento, instruido, excelente soldado, amabilísimo por todas sus
circunstancias... Para ése juzgué que se guardaba la tal
niña.
|
DON DIEGO.-
Pues no señor.
|
SIMÓN.-
Pues bien está.
|
DON DIEGO.-
¡Mire usted qué idea!
¡Con el otro la había de ir a casar!... No señor; que
estudie sus matemáticas.
|
SIMÓN.-
Ya las estudia; o, por mejor decir, ya
las enseña.
|
DON DIEGO.-
Que se haga hombre de valor y...
|
SIMÓN.-
¡Valor! ¿Todavía
pide usted más valor a un oficial que en la última guerra, con
muy pocos que se atrevieron a seguirle, tomó dos baterías,
clavó los cañones, hizo algunos prisioneros, y volvió al
campo lleno de heridas y cubierto de sangre?... Pues bien satisfecho
quedó usted entonces del valor de su sobrino; y yo le vi a usted
más de cuatro veces llorar de alegría cuando el rey le
premió con el grado de teniente coronel y una cruz de
Alcántara.
|
DON DIEGO.-
Sí señor; todo es
verdad, pero no viene a cuento. Yo soy el que me caso.
|
SIMÓN.-
Si está usted bien seguro de
que ella le quiere, si no le asusta la diferencia de la edad, si su
elección es libre...
|
DON DIEGO.-
Pues ¿no ha de serlo?...
Doña Irene la escribió con anticipación sobre el
particular. Hemos ido allá, me ha visto, la han informado de cuanto ha
querido saber, y ha respondido que está bien, que admite gustosa el
partido que se le propone... Y ya ves tú con qué agrado me trata,
y qué expresiones me hace tan cariñosas y tan sencillas... Mira,
Simón, si los matrimonios muy desiguales tienen por lo común
desgraciada resulta, consiste en que alguna de las partes procede sin libertad,
en que hay violencia, seducción, engaño, amenazas, tiranía
doméstica... Pero aquí no hay nada de eso. ¿Y qué
sacarían con engañarme? Ya ves tú la religiosa de
Guadalajara si es mujer de juicio; ésta de Alcalá, aunque no la
conozco, sé que es una señora de excelentes prendas; mira
tú si Doña Irene querrá el bien de su hija; pues todas
ellas me han dado cuantas seguridades puedo apetecer... La criada, que la ha
servido en Madrid y más de cuatro años en el convento, se hace
lenguas de ella; y sobre todo me ha informado de que jamás
observó en esta criatura la más remota inclinación a
ninguno de los pocos hombres que ha podido ver en aquel encierro. Bordar,
coser, leer libros devotos, oír misa y correr por la huerta
detrás de las mariposas, y echar agua en los agujeros de las hormigas,
éstas han sido su ocupación y sus diversiones...
¿Qué dices?
|
SIMÓN.-
Yo nada, señor.
|
DON DIEGO.-
Y no pienses tú que, a pesar de
tantas seguridades, no aprovecho las ocasiones que se presentan para ir ganando
su amistad y su confianza, y lograr que se explique conmigo en absoluta
libertad... Bien que aún hay tiempo... Sólo que aquella
Doña Irene siempre la interrumpe; todo se lo habla... Y es muy buena
mujer, buena...
|
SIMÓN.-
En fin, señor, yo
desearé que salga como usted apetece.
|
DON DIEGO.-
Sí; yo espero en Dios que no ha
de salir mal. Aunque el novio no es muy de tu gusto... ¡Y qué
fuera de tiempo me recomendabas al tal sobrinito! ¿Sabes tú lo
enfadado que estoy con él?
|
SIMÓN.-
Pues ¿qué ha hecho?
|
DON DIEGO.-
Una de las suyas... Y hasta pocos
días ha no lo he sabido. El año pasado, ya lo viste, estuvo dos
meses en Madrid... Y me costó buen dinero la tal visita... En fin, es mi
sobrino, bien dado está; pero voy al asunto. Ya te acuerdas de que a muy
pocos días de haber salido de Madrid recibí la noticia de su
llegada.
|
SIMÓN.-
Sí, señor.
|
DON DIEGO.-
Y que siguió
escribiéndome, aunque algo perezoso, siempre con la data de
Zaragoza.
|
SIMÓN.-
Así es la verdad.
|
DON DIEGO.-
Pues el pícaro no estaba
allí cuando me escribía las tales cartas.
|
SIMÓN.-
¿Qué dice usted?
|
DON DIEGO.-
Sí, señor. El día
tres de julio salió de mi casa, y a fines de septiembre aún no
había llegado a sus pabellones... ¿No te parece que para ir por
la posta hizo muy buena diligencia?
|
SIMÓN.-
Tal vez se pondría malo en el
camino, y por no darle a usted pesadumbre...
|
DON DIEGO.-
Nada de eso. Amores del señor
oficial y devaneos que le traen loco... Por ahí en esas ciudades puede
que... ¿Quién sabe? Si encuentra un par de ojos negros, ya es
hombre perdido... ¡No permita Dios que me le engañe alguna bribona
de estas que truecan el honor por el matrimonio!
|
SIMÓN.-
¡Oh! No hay que temer... Y si
tropieza con alguna fullera de amor, buenas cartas ha de tener para que le
engañe.
|
DON DIEGO.-
Me parece que están
ahí... Sí. Busca al mayoral, y dile que venga para quedar de
acuerdo en la hora a que deberemos salir mañana.
|
SIMÓN.-
Bien está.
|
DON DIEGO.-
Ya te he dicho que no quiero que esto
se trasluzca, ni... ¿Estamos?
|
SIMÓN.-
No haya miedo que a nadie lo
cuente.
|
|
(SIMÓN se va por la puerta
del foro. Salen por la misma las tres mujeres con mantillas y basquiñas.
RITA deja un pañuelo atado sobre la mesa y
recoge las mantillas y las dobla.)
|
Escena III
|
|
DOÑA IRENE,
DOÑA FRANCISCA,
DON DIEGO.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Nos vamos adentro,
mamá, o nos quedamos aquí?
|
DOÑA IRENE.-
Ahora, niña, que quiero
descansar un rato.
|
DON DIEGO.-
Hoy se ha dejado sentir el calor en
forma.
|
DOÑA IRENE.-
¡Y qué fresco tienen
aquel locutorio! Vaya, está hecho un cielo...
(Siéntase
DOÑA FRANCISCA junto a su
madre.)
|
DOÑA FRANCISCA.-
Pues con todo, aquella monja tan gorda
que se llama la madre Angustias, bien sudaba... ¡Ay, cómo sudaba
la pobre mujer!
|
DOÑA IRENE.-
Mi hermana es la que sigue siempre
bastante delicada. Ha padecido mucho este invierno... Pero, vaya, no
sabía qué hacerse con su sobrina la buena señora...
Está muy contenta de nuestra elección.
|
DON DIEGO.-
Yo celebro que sea tan a gusto de
aquellas personas a quienes debe usted particulares obligaciones.
|
DOÑA IRENE.-
Sí, Trinidad está muy
contenta; y en cuanto a Circuncisión, ya lo ha visto usted. La ha
costado mucho despegarse de ella; pero ha conocido que, siendo para su
bienestar, es necesario pasar por todo... Ya se acuerda usted de lo expresiva
que estuvo y...
|
DON DIEGO.-
Es verdad. Sólo falta que la
parte interesada tenga la misma satisfacción que manifiestan cuantos la
quieren bien.
|
DOÑA IRENE.-
Es hija obediente, y no se
apartará jamás de lo que determine su madre.
|
DON DIEGO.-
Todo eso es cierto, pero...
|
DOÑA IRENE.-
Es de buena sangre y ha de pensar
bien, y ha de proceder con el honor que la corresponde.
|
DON DIEGO.-
Sí, ya estoy; pero ¿no
pudiera, sin faltar a su honor ni a su sangre...?
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Me voy, mamá?
(Se levanta y vuelve a
sentarse.)
|
DOÑA IRENE.-
No pudiera, no señor. Una
niña educada, hija de buenos padres, no puede menos de conducirse en
todas ocasiones como es conveniente y debido. Un vivo retrato es la chica,
ahí donde usted la ve, de su abuela que Dios perdone, Doña
Jerónima de Peralta... En casa tengo el cuadro, ya le habrá usted
visto. Y le hicieron, según me contaba su merced para enviárselo
a su tío carnal el padre fray Serapión de San Juan
Crisóstomo, electo obispo de Mechoacán.
|
DON DIEGO.-
Ya.
|
DOÑA IRENE.-
Y murió en el mar el buen
religioso, que fue un quebranto para toda la familia... Hoy es y todavía
estamos sintiendo su muerte; particularmente mi primo Don Cucufate, regidor
perpetuo de Zamora, no puede oír hablar de Su Ilustrísima sin
deshacerse en lágrimas.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¡Válgate Dios, qué
moscas tan...!
|
DOÑA IRENE.-
Pues murió en olor de
santidad.
|
DON DIEGO.-
Eso bueno es.
|
DOÑA IRENE.-
Sí señor; pero como la
familia ha venido tan a menos... ¿Qué quiere usted? Donde no hay
facultades... Bien que, por lo que pueda tronar, ya se le está
escribiendo la vida; y ¿quién sabe que el día de
mañana no se imprima, con el favor de Dios?
|
DON DIEGO.-
Sí, pues ya se ve. Todo se
imprime.
|
DOÑA IRENE.-
Lo cierto es que el autor, que es
sobrino de mi hermano político el canónigo de Castrojeriz, no la
deja de la mano; y a la hora de ésta lleva ya escritos nueve tomos en
folio, que comprenden los nueve años primeros de la vida del santo
obispo.
|
DON DIEGO.-
¿Conque para cada año un
tomo?
|
DOÑA IRENE.-
Sí señor; ese plan se ha
propuesto.
|
DON DIEGO.-
¿Y de qué edad
murió el venerable?
|
DOÑA IRENE.-
De ochenta y dos años, tres
meses y catorce días.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Me voy, mamá?
|
DOÑA IRENE.-
Anda, vete. ¡Válgate
Dios, qué prisa tienes!
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Quiere usted
(Se levanta, y después de hacer
una graciosa cortesía a
DON DIEGO, da un beso a
DOÑA IRENE y se va al cuarto de
ésta.) que le haga una cortesía a la francesa,
señor Don Diego?
|
DON DIEGO.-
Sí, hija mía. A ver.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Mire usted, así.
|
DON DIEGO.-
¡Graciosa niña!
¡Viva la Paquita, viva!
|
DOÑA FRANCISCA.-
Para usted una cortesía, y para
mi mamá un beso.
|
Escena IV
|
|
DOÑA IRENE,
DON DIEGO.
|
DOÑA IRENE.-
Es muy gitana, y muy mona, mucho.
|
DON DIEGO.-
Tiene un donaire natural que
arrebata.
|
DOÑA IRENE.-
¿Qué quiere usted?
Criada sin artificio ni embelecos de mundo, contenta de verse otra vez al lado
de su madre, y mucho más de considerar tan inmediata su
colocación, no es maravilla que cuanto hace y dice sea una gracia, y
máxime a los ojos de usted, que tanto se ha empeñado en
favorecerla.
|
DON DIEGO.-
Quisiera sólo que se explicase
libremente acerca de nuestra proyectada unión, y...
|
DOÑA IRENE.-
Oiría usted lo mismo que le he
dicho ya.
|
DON DIEGO.-
Sí, no lo dudo; pero el saber
que la merezco alguna inclinación, oyéndoselo decir con aquella
boquilla tan graciosa que tiene, sería para mí una
satisfacción imponderable.
|
DOÑA IRENE.-
No tenga usted sobre ese particular la
más leve desconfianza; pero hágase usted cargo de que a una
niña no la es lícito decir con ingenuidad lo que siente. Mal
parecería, señor Don Diego, que una doncella de vergüenza y
criada como Dios manda, se atreviese a decirle a un hombre: yo le quiero a
usted.
|
DON DIEGO.-
Bien; si fuese un hombre a quien
hallara por casualidad en la calle y le espetara ese favor de buenas a
primeras, cierto que la doncella haría muy mal; pero a un hombre con
quien ha de casarse dentro de pocos días, ya pudiera decirle alguna cosa
que... Además, que hay ciertos modos de explicarse...
|
DOÑA IRENE.-
Conmigo usa de más franqueza. A
cada instante hablamos de usted, y en todo manifiesta el particular
cariño que a usted le tiene... ¡Con qué juicio hablaba ayer
noche, después que usted se fue a recoger! No sé lo que hubiera
dado porque hubiese podido oírla.
|
DON DIEGO.-
¿Y qué? ¿Hablaba
de mí?
|
DOÑA IRENE.-
Y qué bien piensa acerca de lo
preferible que es para una criatura de sus años un marido de cierta
edad, experimentado, maduro y de conducta...
|
DON DIEGO.-
¡Calle! ¿Eso
decía?
|
DOÑA IRENE.-
No; esto se lo decía yo, y me
escuchaba con una atención como si fuera una mujer de cuarenta
años, lo mismo... ¡Buenas cosas la dije! Y ella, que tiene mucha
penetración, aunque me esté mal el decirlo... ¿Pues no da
lástima, señor, el ver cómo se hacen los matrimonios hoy
en el día? Casan a una muchacha de quince años con un arrapiezo
de dieciocho, a una de diecisiete con otro de veintidós: ella
niña, sin juicio ni experiencia, y él niño también,
sin asomo de cordura ni conocimiento de lo que es mundo. Pues, señor
(que es lo que yo digo), ¿quién ha de gobernar la casa?
¿Quién ha de mandar a los criados? ¿Quién ha de
enseñar y corregir a los hijos? Porque sucede también que estos
atolondrados de chicos suelen plagarse de criaturas en un instante, que da
compasión.
|
DON DIEGO.-
Cierto que es un dolor el ver rodeados
de hijos a muchos que carecen del talento, de la experiencia y de la virtud que
son necesarias para dirigir su educación.
|
DOÑA IRENE.-
Lo que sé decirle a usted es
que aún no había cumplido los diecinueve años cuando me
casé de primeras nupcias con mi difunto Don Epifanio, que esté en
el cielo. Y era un hombre que, mejorando lo presente, no es posible hallarle de
más respeto, más caballeresco... Y, al mismo tiempo, más
divertido y decidor. Pues, para servir a usted, ya tenía los cincuenta y
seis, muy largos de talle, cuando se casó conmigo.
|
DON DIEGO.-
Buena edad... No era un niño
pero...
|
DOÑA IRENE.-
Pues a eso voy... Ni a mí
podía convenirme en aquel entonces un boquirrubio con los cascos a la
jineta... No señor... Y no es decir tampoco que estuviese achacoso ni
quebrantado de salud, nada de eso. Sanito estaba, gracias a Dios, como una
manzana; ni en su vida conoció otro mal, sino una especie de
alferecía que le amagaba de cuando en cuando. Pero luego que nos
casamos, dio en darle tan a menudo y tan de recio, que a los siete meses me
hallé viuda y encinta de una criatura que nació después, y
al cabo y al fin se me murió de alfombrilla.
|
DON DIEGO.-
¡Oiga!... Mire usted si
dejó sucesión el bueno de Don Epifanio.
|
DOÑA IRENE.-
Sí, señor; ¿pues
por qué no?
|
DON DIEGO.-
Lo digo porque luego saltan con...
Bien que si uno hubiera de hacer caso... ¿Y fue niño, o
niña?
|
DOÑA IRENE.-
Un niño muy hermoso. Como una
plata era el angelito.
|
DON DIEGO.-
Cierto que es consuelo tener,
así, una criatura y...
|
DOÑA IRENE.-
¡Ay, señor! Dan malos
ratos, pero ¿qué importa? Es mucho gusto, mucho.
|
DON DIEGO.-
Ya lo creo.
|
DOÑA IRENE.-
Sí señor.
|
DON DIEGO.-
Ya se ve que será una delicia
y...
|
DOÑA IRENE.-
¿Pues no ha de ser?
|
DON DIEGO.-
... un embeleso el verlos juguetear y
reír, y acariciarlos, y merecer sus fiestecillas inocentes.
|
DOÑA IRENE.-
¡Hijos de mi vida!
Veintidós he tenido en los tres matrimonios que llevo hasta ahora, de
los cuales sólo esta niña me ha venido a quedar; pero le aseguro
a usted que...
|
Escena VIII
|
|
RITA,
CALAMOCHA.
|
RITA.-
Mejor es cerrar, no sea que nos
alivien de ropa, y...
(Forcejeando para echar la
llave.) Pues cierto que está bien acondicionada la llave.
|
CALAMOCHA.-
¿Gusta usted de que eche una
mano, mi vida?
|
RITA.-
Gracias, mi alma.
|
CALAMOCHA.-
¡Calle!... ¡Rita!
|
RITA.-
¡Calamocha!
|
CALAMOCHA.-
¿Qué hallazgo es
éste?
|
RITA.-
¿Y tu amo?
|
CALAMOCHA.-
Los dos acabamos de llegar.
|
RITA.-
¿De veras?
|
CALAMOCHA.-
No, que es chanza. Apenas
recibió la carta de Doña Paquita, yo no sé adónde
fue, ni con quién habló, ni cómo lo dispuso; sólo
sé decirte que aquella tarde salimos de Zaragoza. Hemos venido como dos
centellas por ese camino. Llegamos esta mañana a Guadalajara, y a las
primeras diligencias nos hallamos con que los pájaros volaron ya. A
caballo otra vez, y vuelta a correr y a sudar y a dar chasquidos... En suma,
molidos los rocines, y nosotros a medio moler, hemos parado aquí con
ánimo de salir mañana... Mi teniente se ha ido al Colegio Mayor a
ver a un amigo, mientras se dispone algo que cenar... Esta es la historia.
|
RITA.-
¿Conque le tenemos
aquí?
|
CALAMOCHA.-
Y enamorado más que nunca,
celoso, amenazando vidas... Aventurado a quitar el hipo a cuantos le disputen
la posesión de su Currita idolatrada.
|
RITA.-
¿Qué dices?
|
CALAMOCHA.-
Ni más ni menos.
|
RITA.-
¡Qué gusto me das!...
Ahora sí se conoce que la tiene amor.
|
CALAMOCHA.-
¿Amor?... ¡Friolera!...
El moro Gazul fue para con él un pelele, Medoro un zascandil y Gaiferos
un chiquillo de la doctrina.
|
RITA.-
¡Ay, cuando la señorita
lo sepa!
|
CALAMOCHA.-
Pero acabemos. ¿Cómo te
hallo aquí? ¿Con quién estás? ¿Cuándo
llegaste? Qué...
|
RITA.-
Yo te lo diré. La madre de
Doña Paquita dio en escribir cartas y más cartas, diciendo que
tenía concertado su casamiento en Madrid con un caballero rico, honrado,
bien quisto, en suma, cabal y perfecto, que no había más que
apetecer. Acosada la señorita con tales propuestas, y angustiada
incesantemente con los sermones de aquella bendita monja, se vio en la
necesidad de responder que estaba pronta a todo lo que la mandasen... Pero no
te puedo ponderar cuánto lloró la pobrecita, qué afligida
estuvo. Ni quería comer, ni podía dormir... Y al mismo tiempo era
preciso disimular, para que su tía no sospechara la verdad del caso.
Ello es que cuando, pasado el primer susto, hubo lugar de discurrir
escapatorias y arbitrios, no hallamos otro que el de avisar a tu amo, esperando
que si era su cariño tan verdadero y de buena ley como nos había
ponderado, no consentiría que su pobre Paquita pasara a manos de un
desconocido, y se perdiesen para siempre tantas caricias, tantas
lágrimas y tantos suspiros estrellados en las tapias del corral. A pocos
días de haberle escrito, cata el coche de colleras y el mayoral Gasparet
con sus medias azules, y la madre y el novio que vienen por ella; recogimos a
toda prisa nuestros meriñaques, se atan los cofres, nos despedimos de
aquellas buenas mujeres, y en dos latigazos llegamos antes de ayer a
Alcalá. La detención ha sido para que la señorita visite a
otra tía monja que tiene aquí, tan arrugada y tan sorda como la
que dejamos allá. Ya la ha visto, ya la han besado bastante una por una
todas las religiosas, y creo que mañana temprano saldremos. Por esta
casualidad nos...
|
CALAMOCHA.-
Sí. No digas más...
Pero... ¿Conque el novio está en la posada?
|
RITA.-
Ése es su cuarto
(Señalando el cuarto de
DON DIEGO, el de
DOÑA IRENE y el de
DOÑA FRANCISCA.) , éste el de
la madre y aquél el nuestro.
|
CALAMOCHA.-
¿Cómo nuestro?
¿Tuyo y mío?
|
RITA.-
No, por cierto. Aquí dormiremos
esta noche la señorita y yo; porque ayer, metidas las tres en ese de
enfrente, ni cabíamos de pie, ni pudimos dormir un instante, ni respirar
siquiera.
|
CALAMOCHA.-
Bien. Adiós.
(Recoge los trastos que puso sobre la
mesa en ademán de irse.)
|
RITA.-
Y, ¿adónde?
|
CALAMOCHA.-
Yo me entiendo... Pero, el novio,
¿trae consigo criados, amigos o deudos que le quiten la primera
zambullida que le amenaza?
|
RITA.-
Un criado viene con él.
|
CALAMOCHA.-
¡Poca cosa!... Mira, dile en
caridad que se disponga, porque está en peligro. Adiós.
|
RITA.-
¿Y volverás presto?
|
CALAMOCHA.-
Se supone. Estas cosas piden
diligencia y, aunque apenas puedo moverme, es necesario que mi teniente deje la
visita y venga a cuidar de su hacienda, disponer el entierro de ese hombre,
y... ¿Conque ése es nuestro cuarto, eh?
|
RITA.-
Sí. De la señorita y
mío.
|
CALAMOCHA.-
¡Bribona!
|
RITA.-
¡Botarate! Adiós.
|
CALAMOCHA.-
Adiós, aborrecida.
(Éntrase con los trastos en el
cuarto de
DON CARLOS.)
|
Escena IX
|
|
DOÑA FRANCISCA,
RITA.
|
RITA.-
¡Qué malo es!... Pero...
¡Válgame Dios! ¡Don Félix aquí!... Sí,
la quiere, bien se conoce...
(Sale
CALAMOCHA del cuarto de
DON CARLOS, y se va por la puerta del
foro.) ¡Oh! Por más que digan, los hay muy finos; y
entonces, ¿qué ha de hacer una?... Quererlos; no tiene remedio,
quererlos... Pero ¿qué dirá la señorita cuando le
vea, que está ciega por él? ¡Pobrecita! ¿Pues no
sería una lástima que...? Ella es.
(Sale
DOÑA FRANCISCA.)
|
DOÑA FRANCISCA.-
¡Ay, Rita!
|
RITA.-
¿Qué es eso? ¿Ha
llorado usted?
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Pues no he de llorar? Si
vieras mi madre... Empeñada está en que he de querer mucho a ese
hombre... Si ella supiera lo que sabes tú, no me mandaría cosas
imposibles... Y que es tan bueno, y que es rico, y que me irá tan bien
con él... Se ha enfadado tanto, y me ha llamado picarona, inobediente...
¡Pobre de mí! Porque no miento ni sé fingir, por eso me
llaman picarona.
|
RITA.-
Señorita, por Dios, no se
aflija usted.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Ya, como tú no lo has
oído... Y dice que Don Diego se queja de que yo no le digo nada... Harto
le digo, y bien he procurado hasta ahora mostrarme delante de él, que no
lo estoy por cierto, y reírme y hablar niñerías... Y todo
por dar gusto a mi madre, que si no... Pero bien sabe la Virgen que no me sale
del corazón.
(Se va oscureciendo lentamente el
teatro.)
|
RITA.-
Vaya, vamos, que no hay motivo
todavía para tanta angustia... ¿Quién sabe?... ¿No
se acuerda usted ya de aquel día de asueto que tuvimos el año
pasado en la casa de campo del intendente?
|
DOÑA FRANCISCA.-
¡Ay! ¿Cómo puedo
olvidarlo?... Pero ¿qué me vas a contar?
|
RITA.-
Quiero decir que aquel caballero que
vimos allí con aquella cruz verde, tan galán, tan fino...
|
DOÑA FRANCISCA.-
¡Qué rodeos!... Don
Félix. ¿Y qué?
|
RITA.-
Que nos fue acompañando hasta
la ciudad...
|
DOÑA FRANCISCA.-
Y bien... Y luego volvió, y le
vi, por mi desgracia, muchas veces... Mal aconsejada de ti.
|
RITA.-
¿Por qué,
señora?... ¿A quién dimos escándalo? Hasta ahora
nadie lo ha sospechado en el convento. Él no entró jamás
por las puertas, y cuando de noche hablaba con usted, mediaba entre los dos una
distancia tan grande, que usted la maldijo no pocas veces... Pero esto no es el
caso. Lo que voy a decir es que un amante como aquél no es posible que
se olvide tan presto de su querida Paquita... Mire usted que todo cuanto hemos
leído a hurtadillas en las novelas no equivale a lo que hemos visto en
él... ¿Se acuerda usted de aquellas tres palmadas que se
oían entre once y doce de la noche, de aquella sonora punteada con tanta
delicadeza y expresión?
|
DOÑA FRANCISCA.-
¡Ay, Rita! Sí, de todo me
acuerdo, y mientras viva conservaré la memoria... Pero está
ausente... y entretenido acaso con nuevos amores.
|
RITA.-
Eso no lo puedo yo creer.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Es hombre, al fin, y todos
ellos...
|
RITA.-
¡Qué bobería!
Desengáñese usted, señorita. Con los hombres y las mujeres
sucede lo mismo que con los melones de Añover. Hay de todo; la
dificultad está en saber escogerlos. El que se lleve chasco en la
elección, quéjese de su mala suerte, pero no desacredite la
mercancía... Hay hombres muy embusteros, muy picarones; pero no es
creíble que lo sea el que ha dado pruebas tan repetidas de perseverancia
y amor. Tres meses duró el terrero y la conversación a oscuras, y
en todo aquel tiempo, bien sabe usted que no vimos en él una
acción descompuesta, ni oímos de su boca una palabra indecente ni
atrevida.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Es verdad. Por eso le quise tanto, por
eso le tengo tan fijo aquí... aquí...
(Señalando el pecho.)
¿Qué habrá dicho al ver la carta?... ¡Oh! Yo bien
sé lo que habrá dicho...: ¡Válgate Dios! ¡Es
lástima! Cierto. ¡Pobre Paquita!... Y se acabó... No
habrá dicho más... Nada más.
|
RITA.-
No, señora; no ha dicho
eso.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Qué sabes
tú?
|
RITA.-
Bien lo sé. Apenas haya
leído la carta se habrá puesto en camino y vendrá volando
a consolar a su amiga... Pero...
(Acercándose a la puerta del
cuarto de
DOÑA IRENE.)
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Adónde vas?
|
RITA.-
Quiero ver si...
|
DOÑA FRANCISCA.-
Está escribiendo.
|
RITA.-
Pues ya presto habrá de
dejarlo, que empieza a anochecer... Señorita, lo que la he dicho a usted
es la verdad pura. Don Félix está ya en Alcalá.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Qué dices? No me
engañes.
|
RITA.-
Aquél es su cuarto... Calamocha
acaba de hablar conmigo.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿De veras?
|
RITA.-
Sí, señora... Y le ha
ido a buscar para...
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Conque me quiere?...
¡Ay, Rita! Mira tú si hicimos bien de avisarle... Pero ¿ves
qué fineza?... ¿Si vendrá bueno? ¡Correr tantas
leguas sólo por verme... porque yo se lo mando!... ¡Qué
agradecida le debo estar!... ¡Oh!, yo le prometo que no se quejará
de mí. Para siempre agradecimiento y amor.
|
RITA.-
Voy a traer luces. Procuraré
detenerme por allá abajo hasta que vuelvan... Veré lo que dice y
qué piensa hacer, porque hallándonos todos aquí, pudiera
haber una de Satanás entre la madre, la hija, el novio y el amante; y si
no ensayamos bien esta contradanza, nos hemos de perder en ella.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Dices bien... Pero no; él tiene
resolución y talento, y sabrá determinar lo más
conveniente... Y ¿cómo has de avisarme?... Mira que así
que llegue le quiero ver.
|
RITA.-
No hay que dar cuidado. Yo le
traeré por acá, y en dándome aquella tosecilla seca...
¿Me entiende usted?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Sí, bien.
|
RITA.-
Pues entonces no hay más que
salir con cualquier excusa. Yo me quedaré con la señora mayor; la
hablaré de todos sus maridos y de sus concuñados, y del obispo
que murió en el mar... Además, que si está allí Don
Diego...
|
DOÑA FRANCISCA.-
Bien, anda; y así que
llegue...
|
RITA.-
Al instante.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Que no se te olvide toser.
|
RITA.-
No haya miedo.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¡Si vieras qué consolada
estoy!
|
RITA.-
Sin que usted lo jure lo creo.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Te acuerdas, cuando me
decía que era imposible apartarme de su memoria, que no habría
peligros que le detuvieran, ni dificultades que no atropellara por
mí?
|
RITA.-
Sí, bien me acuerdo.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¡Ah!... Pues mira cómo me
dijo la verdad.
(DOÑA FRANCISCA se va
al cuarto de
DOÑA IRENE;
RITA, por la puerta del foro.)
|
Escena III
|
|
RITA,
DOÑA IRENE,
DOÑA FRANCISCA.
|
|
Sale
RITA por la puerta del foro con luces y las pone
encima de la mesa.
|
DOÑA IRENE.-
Vaya, mujer, yo pensé que en
toda la noche no venías.
|
RITA.-
Señora, he tardado porque han
tenido que ir a comprar las velas. Como el tufo del velón la hace a
usted tanto daño...
|
DOÑA IRENE.-
Seguro que me hace muchísimo
mal, con esta jaqueca que padezco... Los parches de alcanfor al cabo tuve que
quitármelos; ¡si no me sirvieron de nada! Con las obleas me parece
que me va mejor... Mira, deja una luz ahí, y llévate la otra a mi
cuarto, y corre la cortina, no se me llene todo de mosquitos.
|
RITA.-
Muy bien.
(Toma una luz y hace que se
va.)
|
DOÑA FRANCISCA.-
(Aparte, a
RITA.) ¿No ha venido?
|
RITA.-
Vendrá.
|
DOÑA IRENE.-
Oyes, aquella carta que está
sobre la mesa, dásela al mozo de la posada para que la lleve al instante
al correo...
(Vase
RITA al cuarto de
DOÑA IRENE.) Y tu, niña,
¿qué has de cenar? Porque será menester recogernos presto
para salir mañana de madrugada.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Como las monjas me hicieron
merendar...
|
DOÑA IRENE.-
Con todo eso... Siquiera unas sopas
del puchero para el abrigo del estómago...
(Sale
RITA con una carta en la mano, y hasta el fin de
la escena hace que se va y vuelve, según lo indica el
diálogo.) Mira, has de calentar el caldo que apartamos al medio
día, y haznos un par de tazas de sopas, y tráetelas luego que
estén.
|
RITA.-
¿Y nada más?
|
DOÑA IRENE.-
No, nada más... ¡Ah!, y
házmelas bien caldositas.
|
RITA.-
Sí, ya lo sé.
|
DOÑA IRENE.-
Rita.
|
RITA.-
(Aparte.) Otra.
¿Qué manda usted?
|
DOÑA IRENE.-
Encarga mucho al mozo que lleve la
carta al instante... Pero no, señor; mejor es... No quiero que la lleve
él, que son unos borrachones, que no se les puede... Has de decir a
Simón que digo yo que me haga el gusto de echarla en el correo.
¿Lo entiendes?
|
RITA.-
Sí, señora.
|
DOÑA IRENE.-
¡Ah!, mira.
|
RITA.-
(Aparte.) Otra.
|
DOÑA IRENE.-
Bien que ahora no corre prisa... Es
menester que luego me saques de ahí al tordo y colgarle por aquí,
de modo que no se caiga y se me lastime...
(Vase
RITA por la puerta del foro.)
¡Qué noche tan mala me dio!... ¡Pues no se estuvo el animal
toda la noche de Dios rezando el Gloria Patri y la oración del Santo
Sudario!... Ello, por otra parte, edificaba, cierto. Pero cuando se trata de
dormir...
|
Escena IV
|
|
DOÑA IRENE,
DOÑA FRANCISCA.
|
DOÑA IRENE.-
Pues mucho será que Don Diego
no haya tenido algún encuentro por ahí, y eso le detenga. Cierto
que es un señor muy mirado, muy puntual... ¡Tan buen cristiano!
¡Tan atento! ¡Tan bien hablado! ¡Y con qué garbo y
generosidad se porta!... Ya se ve, un sujeto de bienes y posibles... ¡Y
qué casa tiene! Como un ascua de oro la tiene... Es mucho aquello.
¡Qué ropa blanca! ¡Qué batería de cocina!
¡Y qué despensa, llena de cuanto Dios crió!... Pero
tú no parece que atiendes a lo que estoy diciendo.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Sí, señora, bien lo
oigo; pero no la quería interrumpir a usted.
|
DOÑA IRENE.-
Allí estarás, hija
mía, como el pez en el agua. Pajaritas del aire que apetecieras las
tendrías, porque como él te quiere tanto, y es un caballero tan
de bien y tan temeroso de Dios... Pero mira, Francisquita, que me cansa de
veras el que siempre que te hablo de esto hayas dado en la flor de no
responderme palabra... ¡Pues no es cosa particular, señor!
|
DOÑA FRANCISCA.-
Mamá, no se enfade usted.
|
DOÑA IRENE.-
No es buen empeño de...
¿Y te parece a ti que no sé yo muy bien de dónde viene
todo eso?... ¿No ves que conozco las locuras que se te han metido en esa
cabeza de chorlito?... ¡Perdóneme Dios!
|
DOÑA FRANCISCA.-
Pero... Pues ¿qué sabe
usted?
|
DOÑA IRENE.-
¿Me quieres engañar a
mí, eh? ¡Ay, hija! He vivido mucho, y tengo yo mucha trastienda y
mucha penetración para que tú me engañes.
|
DOÑA FRANCISCA.-
(Aparte.) ¡Perdida soy!
|
DOÑA IRENE.-
Sin contar con su madre... Como si tal
madre no tuviera... Yo te aseguro que aunque no hubiera sido con esta
ocasión, de todos modos era ya necesario sacarte del convento. Aunque
hubiera tenido que ir a pie y sola por ese camino, te hubiera sacado de
allí... ¡Mire usted qué juicio de niña éste!
Que porque ha vivido un poco de tiempo entre monjas, ya se la puso en la cabeza
el ser ella monja también... Ni qué entiende ella de eso, ni
qué... En todos los estados se sirve a Dios, Frasquita; pero el
complacer a su madre, asistirla, acompañarla y ser el consuelo de sus
trabajos, ésa es la primera obligación de una hija obediente... Y
sépalo usted, si no lo sabe.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Es verdad, mamá... Pero yo
nunca he pensado abandonarla a usted.
|
DOÑA IRENE.-
Sí, que no sé yo...
|
DOÑA FRANCISCA.-
No, señora. Créame
usted. La Paquita nunca se apartará de su madre, ni la dará
disgustos.
|
DOÑA IRENE.-
Mira si es cierto lo que dices.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Sí, señora; que yo no
sé mentir.
|
DOÑA IRENE.-
Pues, hija, ya sabes lo que te he
dicho. Ya ves lo que pierdes, y la pesadumbre que me darás si no te
portas en todo como corresponde... Cuidado con ello.
|
DOÑA FRANCISCA.-
(Aparte.) ¡Pobre de
mí!
|
Escena V
|
|
DON DIEGO,
DOÑA IRENE,
DOÑA FRANCISCA.
|
|
Sale
DON DIEGO por la puerta del foro y deja sobre la mesa
sombrero y bastón.
|
DOÑA IRENE.-
Pues ¿cómo tan
tarde?
|
DON DIEGO.-
Apenas salí tropecé con
el Padre Guardián de San Diego y el doctor Padilla, y hasta que me han
hartado bien de chocolate y bollos no me han querido soltar...
(Siéntase junto a
DOÑA IRENE.) Y a todo esto,
¿cómo va?
|
DOÑA IRENE.-
Muy bien.
|
DON DIEGO.-
¿Y Doña Paquita?
|
DOÑA IRENE.-
Doña Paquita siempre
acordándose de sus monjas. Ya la digo que es tiempo de mudar de bisiesto
y pensar sólo en dar gusto a su madre y obedecerla.
|
DON DIEGO.-
¡Qué diantre!
¿Conque tanto se acuerda de...?
|
DOÑA IRENE.-
¿Qué se admira usted?
Son niñas... No saben lo que quieren, ni lo que aborrecen... En una
edad, así, tan...
|
DON DIEGO.-
No; poco a poco, eso no. Precisamente
en esa edad son las pasiones algo más enérgicas y decisivas que
en la nuestra, y por cuanto la razón se halla todavía imperfecta
y débil, los ímpetus del corazón son mucho más
violentos...
(Asiendo de una mano a
DOÑA FRANCISCA, la hace sentar inmediata a
él.) Pero de veras, Doña Paquita, ¿se
volvería usted al convento de buena gana?... La verdad.
|
DOÑA IRENE.-
Pero si ella no...
|
DON DIEGO.-
Déjela usted, señora;
que ella responderá.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Bien sabe usted lo que acabo de
decirla... No permita Dios que yo la dé que sentir.
|
DON DIEGO.-
Pero eso lo dice usted tan afligida
y...
|
DOÑA IRENE.-
Si es natural, señor.
¿No ve usted que...?
|
DON DIEGO.-
Calle usted, por Dios, Doña
Irene, y no me diga usted a mí lo que es natural. Lo que es natural es
que la chica esté llena de miedo y no se atreva a decir una palabra que
se oponga a lo que su madre quiere que diga... Pero si esto hubiese, por vida
mía, que estábamos lucidos.
|
DOÑA FRANCISCA.-
No, señor; lo que dice su
merced, eso digo yo; lo mismo. Porque en todo lo que me mande la
obedeceré.
|
DON DIEGO.-
¡Mandar, hija mía! En
estas materias tan delicadas los padres que tienen juicio no mandan.
Insinúan, proponen, aconsejan; eso sí, todo eso
sí;¡pero mandar!... ¿Y quién ha de evitar
después las resultas funestas de lo que mandaron?... Pues,
¿cuántas veces vemos matrimonios infelices, uniones monstruosas,
verificadas solamente porque un padre tonto se metió a mandar lo que no
debiera?... ¿Cuántas veces una desdichada mujer halla anticipada
la muerte en el encierro de un claustro, porque su madre o su tío se
empeñaron en regalar a Dios lo que Dios no quería? ¡Eh! No,
señor; eso no va bien... Mire usted, Doña Paquita, yo no soy de
aquellos hombres que se disimulan los defectos. Yo sé que ni mi figura
ni mi edad son para enamorar perdidamente a nadie; pero tampoco he
creído imposible que una muchacha de juicio y bien criada llegase a
quererme con aquel amor tranquilo y constante que tanto se parece a la amistad,
y es el único que puede hacer los matrimonios felices. Para conseguirlo
no he ido a buscar ninguna hija de familia de estas que viven en una decente
libertad... Decente, que yo no culpo lo que no se opone al ejercicio de la
virtud. Pero ¿cuál sería entre todas ellas la que no
estuviese ya prevenida en favor de otro amante más apetecible que yo? Y
en Madrid, figúrese usted en un Madrid... Lleno de estas ideas me
pareció que tal vez hallaría en usted todo cuanto deseaba.
|
DOÑA IRENE.-
Y puede usted creer, señor Don
Diego, que...
|
DON DIEGO.-
Voy a acabar señora;
déjeme usted acabar. Yo me hago cargo, querida Paquita, de lo que
habrán influido en una niña tan bien inclinada como usted las
santas costumbres que ha visto practicar en aquel inocente asilo de la
devoción y la virtud; pero si, a pesar de todo esto, la
imaginación acalorada, las circunstancias imprevistas, la hubiesen hecho
elegir sujeto más digno, sepa usted que yo no quiero nada con violencia.
Yo soy ingenuo; mi corazón y mi lengua no se contradicen jamás.
Esto mismo la pido a usted, Paquita: sinceridad. El cariño que a usted
la tengo no la debe hacer infeliz... Su madre de usted no es capaz de querer
una injusticia, y sabe muy bien que a nadie se le hace dichoso por fuerza. Si
usted no halla en mí prendas que la inclinen, si siente algún
otro cuidadillo en su corazón, créame usted, la menor
disimulación en esto nos daría a todos muchísimo que
sentir.
|
DOÑA IRENE.-
¿Puedo hablar ya,
señor?
|
DON DIEGO.-
Ella, ella debe hablar, y sin
apuntador y sin intérprete.
|
DOÑA IRENE.-
Cuando yo se lo mande.
|
DON DIEGO.-
Pues ya puede usted mandárselo,
porque a ella la toca responder... Con ella he de casarme, con usted no.
|
DOÑA IRENE.-
Yo creo, señor Don Diego, que
ni con ella ni conmigo. ¿En qué concepto nos tiene usted?... Bien
dice su padrino, y bien claro me lo escribió pocos días ha,
cuando le di parte de este casamiento. Que aunque no la ha vuelto a ver desde
que la tuvo en la pila, la quiere muchísimo; y a cuantos pasan por el
Burgo de Osma les pregunta cómo está, y continuamente nos
envía memorias con el ordinario.
|
DON DIEGO.-
Y bien, señora,
¿qué escribió el padrino?... O, por mejor decir,
¿qué tiene que ver nada de eso con lo que estamos hablando?
|
DOÑA IRENE.-
Sí señor que tiene que
ver; sí señor. Y aunque yo lo diga, le aseguro a usted que ni un
padre de Atocha hubiera puesto una carta mejor que la que él me
envió sobre el matrimonio de la niña... Y no es ningún
catedrático, ni bachiller, ni nada de eso, sino un cualquiera, como
quien dice, un hombre de capa y espada, con un empleíllo infeliz en el
ramo del viento, que apenas le da para comer... Pero es muy ladino, y sabe de
todo, y tiene una labia y escribe que da gusto... Cuasi toda la carta
venía en latín, no le parezca a usted, y muy buenos consejos que
me daba en ella... Que no es posible sino que adivinase lo que nos está
sucediendo.
|
DON DIEGO.-
Pero, señora, si no sucede
nada, ni hay cosa que a usted la deba disgustar.
|
DOÑA IRENE.-
Pues ¿no quiere usted que me
disguste oyéndole hablar de mi hija en términos que...?
¡Ella otros amores ni otros cuidados!... Pues si tal hubiera...
¡Válgame Dios!..., la mataba a golpes, mire usted...
Respóndele, una vez que quiere que hables, y que yo no chiste.
Cuéntale los novios que dejaste en Madrid cuando tenías doce
años, y los que has adquirido en el convento al lado de aquella santa
mujer. Díselo para que se tranquilice, y...
|
DON DIEGO.-
Yo, señora, estoy más
tranquilo que usted.
|
DOÑA IRENE.-
Respóndele.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Yo no sé qué decir. Si
ustedes se enfadan...
|
DON DIEGO.-
No, hija mía; esto es dar
alguna expresión a lo que se dice; pero enfadarnos no, por cierto.
Doña Irene sabe lo que yo la estimo.
|
DOÑA IRENE.-
Sí, señor, que lo
sé, y estoy sumamente agradecida a los favores que usted nos hace... Por
eso mismo...
|
DON DIEGO.-
No se hable de agradecimiento; cuanto
yo puedo hacer, todo es poco... Quiero sólo que Doña Paquita
esté contenta.
|
DOÑA IRENE.-
¿Pues no ha de estarlo?
Responde.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Sí, señor, que lo
estoy.
|
DON DIEGO.-
Y que la mudanza de estado que se la
previene no la cueste el menor sentimiento.
|
DOÑA IRENE.-
No, señor, todo al contrario...
Boda más a gusto de todos no se pudiera imaginar.
|
DON DIEGO.-
En esa inteligencia, puedo asegurarla
que no tendrá motivos de arrepentirse después. En nuestra
compañía vivirá querida y adorada, y espero que a fuerza
de beneficios he de merecer su estimación y su amistad.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Gracias, señor don Diego...
¡A una huérfana, pobre, desvalida como yo!...
|
DON DIEGO.-
Pero de prendas tan estimables que la
hacen a usted digna todavía de mayor fortuna.
|
DOÑA IRENE.-
Ven aquí, ven... Ven
aquí, Paquita.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¡Mamá!
(Levántase, abraza a su madre y se
acarician mutuamente.)
|
DOÑA IRENE.-
¿Ves lo que te quiero?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Sí, señora.
|
DOÑA IRENE.-
¿Y cuánto procuro tu
bien, que no tengo otro pío sino el de verte colocada antes que yo
falte?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Bien lo conozco.
|
DOÑA IRENE.-
¡Hija de mi vida! ¿Has de
ser buena?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Sí, señora.
|
DOÑA IRENE.-
¡Ay, que no sabes tú lo
que te quiere tu madre!
|
DOÑA FRANCISCA.-
Pues ¿qué? ¿No la
quiero yo a usted?
|
DON DIEGO.-
Vamos, vamos de aquí.
(Levántase
DON DIEGO, y después
DOÑA IRENE.) No venga alguno y nos
halle a los tres llorando como tres chiquillos.
|
DOÑA IRENE.-
Sí, dice usted bien.
(Vanse los dos al cuarto de
DOÑA IRENE.
DOÑA FRANCISCA va detrás, y
RITA, que sale por la puerta del foro, la hace
detener.)
|
Escena VII
|
|
DON CARLOS,
DOÑA FRANCISCA.
|
|
Sale
DON CARLOS por la puerta del foro.
|
DON CARLOS.-
¡Paquita!... ¡Vida
mía! Ya estoy aquí... ¿Cómo va, hermosa,
cómo va?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Bien venido.
|
DON CARLOS.-
¿Cómo tan triste?...
¿No merece mi llegada más alegría?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Es verdad, pero acaban de sucederme
cosas que me tienen fuera de mí... Sabe usted... Sí, bien lo sabe
usted... Después de escrita aquella carta, fueron por mí...
Mañana a Madrid... Ahí está mi madre.
|
DON CARLOS.-
¿En dónde?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Ahí, en ese cuarto.
(Señalando al cuarto de
DOÑA IRENE.)
|
DON CARLOS.-
¿Sola?
|
DOÑA FRANCISCA.-
No, señor.
|
DON CARLOS.-
Estará en
compañía del prometido esposo.
(Se acerca al cuarto de
DOÑA IRENE, se detiene y vuelve.)
Mejor... Pero ¿no hay nadie más con ella?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Nadie más, solos
están... ¿Qué piensa usted hacer?
|
DON CARLOS.-
Si me dejase llevar de mi
pasión, y de lo que esos ojos me inspiran, una temeridad... Pero tiempo
hay... Él también será hombre de honor, y no es justo
insultarle porque quiere bien a una mujer tan digna de ser querida... Yo no
conozco a su madre de usted ni... Vamos, ahora nada se puede hacer... Su decoro
de usted merece la primera atención.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Es mucho el empeño que tiene en
que me case con él.
|
DON CARLOS.-
No importa.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Quiere que esta boda se celebre
así que lleguemos a Madrid.
|
DON CARLOS.-
¿Cuál?... No. Eso
no.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Los dos están de acuerdo, y
dicen...
|
DON CARLOS.-
Bien... Dirán... Pero no puede
ser.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Mi madre no me habla continuamente de
otra materia. Me amenaza, me ha llenado de temor... Él insta por su
parte, me ofrece tantas cosas, me...
|
DON CARLOS.-
Y usted, ¿qué esperanza
le da?... ¿Ha prometido quererle mucho?
|
DOÑA FRANCISCA.-
¡Ingrato!... ¿Pues no
sabe usted que...? ¡Ingrato!
|
DON CARLOS.-
Sí; no lo ignoro, Paquita... Yo
he sido el primer amor.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Y el último.
|
DON CARLOS.-
Y antes perderé la vida que
renunciar al lugar que tengo en ese corazón... Todo él es
mío... ¿Digo bien?
(Asiéndola de las
manos.)
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Pues de quién ha de
ser?
|
DON CARLOS.-
¡Hermosa! ¡Qué
dulce esperanza me anima!... Una sola palabra de esa boca me asegura... Para
todo me da valor... En fin, ya estoy aquí... ¿Usted me llama para
que la defienda, la libre, la cumpla una obligación mil y mil veces
prometida? Pues a eso mismo vengo yo... Si ustedes se van a Madrid
mañana, yo voy también. Su madre de usted sabrá
quién soy... Allí puedo contar con el favor de un anciano
respetable y virtuoso, a quien más que tío debo llamar amigo y
padre. No tiene otro deudo más inmediato ni más querido que yo;
es hombre muy rico, y si los dones de la fortuna tuviesen para usted
algún atractivo, esta circunstancia añadiría felicidades a
nuestra unión.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Y qué vale para
mí toda la riqueza del mundo?
|
DON CARLOS.-
Ya lo sé. La ambición no
puede agitar a un alma tan inocente.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Querer y ser querida... No apetezco
más ni conozco mayor fortuna.
|
DON CARLOS.-
Ni hay otra... Pero debe usted
serenarse, y esperar que la suerte mude nuestra aflicción presente en
durables dichas.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Y qué se ha de hacer
para que a mi pobre madre no le cueste una pesadumbre?... ¡Me quiere
tanto!... Si acabo de decirla que no la disgustaré, ni me
apartaré de su lado jamás; que siempre seré obediente y
buena... ¡Y me abrazaba con tanta ternura! Quedó tan consolada con
lo poco que acerté a decirla... Yo no sé, no sé qué
camino ha de hallar usted para salir de estos ahogos.
|
DON CARLOS.-
Yo le buscaré... ¿No
tiene usted confianza en mí?
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Pues no he de tenerla?
¿Piensa usted que estuviera yo viva si esta esperanza no me animase?
Sola y desconocida de todo el mundo, ¿qué había yo de
hacer? Si usted no hubiese venido, mis melancolías me hubieran muerto,
sin tener a quién volver los ojos, ni poder comunicar a nadie la causa
de ellas... Pero usted ha sabido proceder como caballero y amante, y acaba de
darme con su venida la prueba de lo mucho que me quiere.
(Se enternece y llora.)
|
DON CARLOS.-
¡Qué llanto!...
¡Cómo persuade!... Sí, Paquita, yo solo basto para
defenderla a usted de cuantos quieran oprimirla. A un amante favorecido,
¿quién puede oponérsele? Nada hay que temer.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Es posible?
|
DON CARLOS.-
Nada... Amor ha unido nuestras almas
en estrechos nudos y sólo la muerte bastará a dividirlas.
|
Escena IX
|
|
DON CARLOS,
CALAMOCHA,
RITA.
|
DON CARLOS.-
¡Quitármela!
(Paseándose inquieto.)
No... Sea quien fuere, no me la quitará. Ni su madre ha de ser tan
imprudente que se obstine en verificar este matrimonio repugnándolo su
hija..., mediando yo... ¡Sesenta años!... Precisamente será
muy rico... ¡El dinero!... Maldito él sea, que tantos
desórdenes origina.
|
CALAMOCHA.-
Pues, señor
(Sale por la puerta del foro.) ,
tenemos un medio cabrito asado, y... a lo menos parece cabrito. Tenemos una
magnífica ensalada de berros, sin anapelos ni otra materia
extraña, bien lavada, escurrida y condimentada por estas manos
pecadoras, que no hay más que pedir. Pan de Meco, vino de la Tercia...
Conque, si hemos de cenar y dormir, me parece que sería bueno...
|
DON CARLOS.-
Vamos... ¿Y adónde ha de
ser?
|
CALAMOCHA.-
Abajo.. Allí he mandado
disponer una angosta y fementida mesa, que parece un banco de herrador.
|
RITA.-
¿Quién quiere sopas?
(Sale por la puerta del foro con unos
platos, taza, cucharas y servilleta.)
|
DON CARLOS.-
Buen provecho.
|
CALAMOCHA.-
Si hay alguna real moza que guste de
cenar cabrito, levante el dedo.
|
RITA.-
La real moza se ha comido ya media
cazuela de albondiguillas... Pero lo agradece, señor militar.
(Éntrase al cuarto de
DOÑA IRENE.)
|
CALAMOCHA.-
Agradecida te quiero yo, niña
de mis ojos.
|
DON CARLOS.-
Conque ¿vamos?
|
CALAMOCHA.-
¡Ay, ay, ay!...
(CALAMOCHA se encamina a la
puerta del foro, y vuelve; hablan él y
DON CARLOS, con reservas, hasta que
CALAMOCHA se adelanta a saludar a
SIMÓN.) ¡Eh! Chit,
digo...
|
DON CARLOS.-
¿Qué?
|
CALAMOCHA.-
¿No ve usted lo que viene por
allí?
|
DON CARLOS.-
¿Es Simón?
|
CALAMOCHA.-
El mismo... Pero ¿quién
diablos le...?
|
DON CARLOS.-
¿Y qué haremos?
|
CALAMOCHA.-
¿Qué sé yo?...
Sonsacarle, mentir y... ¿Me da usted licencia para que...?
|
DON CARLOS.-
Sí; miente lo que quieras...
¿A qué habrá venido este hombre?
|
Escena X
|
|
SIMÓN,
DON CARLOS,
CALAMOCHA.
|
|
SIMÓN sale por la puerta
del foro.
|
CALAMOCHA.-
Simón, ¿tú por
aquí?
|
SIMÓN.-
Adiós, Calamocha.
¿Cómo va?
|
CALAMOCHA.-
Lindamente.
|
SIMÓN.-
¡Cuánto me alegro
de...!
|
DON CARLOS.-
¡Hombre! ¿Tú en
Alcalá? ¿Pues qué novedad es ésta?
|
SIMÓN.-
¡Oh, que estaba usted
ahí, señorito!... ¡Voto a sanes!
|
DON CARLOS.-
¿Y mi tío?
|
SIMÓN.-
Tan bueno.
|
CALAMOCHA.-
¿Pero se ha quedado en Madrid,
o...?
|
SIMÓN.-
¿Quién me había
de decir a mí...? ¡Cosa como ella! Tan ajeno estaba yo ahora de...
Y usted, de cada vez más guapo... ¿Conque usted irá a ver
al tío, eh?
|
CALAMOCHA.-
Tú habrás venido con
algún encargo del amo.
|
SIMÓN.-
¡Y qué calor traje, y
qué polvo por ese camino! ¡Ya, ya!
|
CALAMOCHA.-
Alguna cobranza tal vez,
¿eh?
|
DON CARLOS.-
Puede ser. Como tiene mi tío
ese poco de hacienda en Ajalvir... ¿No has venido a eso?
|
SIMÓN.-
¡Y qué buena mula le ha
salido el tal administrador! Labriego más marrullero y más
bellaco no le hay en toda la campiña... ¿Conque usted viene ahora
de Zaragoza?
|
DON CARLOS.-
Pues... Figúrate tú.
|
SIMÓN.-
¿O va usted allá?
|
DON CARLOS.-
¿Adónde?
|
SIMÓN.-
A Zaragoza. ¿No está
allí el regimiento?
|
CALAMOCHA.-
Pero, hombre, si salimos el verano
pasado de Madrid, ¿no habíamos de haber andado más de
cuatro leguas?
|
SIMÓN.-
¿Qué sé yo?
Algunos van por la posta, y tardan más de cuatro meses en llegar... Debe
de ser un camino muy malo.
|
CALAMOCHA.-
(Aparte, separándose de
SIMÓN.) ¡Maldito seas
tú y tu camino, y la bribona que te dio papilla!
|
DON CARLOS.-
Pero aún no me has dicho si mi
tío está en Madrid o en Alcalá, ni a qué has
venido, ni...
|
SIMÓN.-
Bien, a eso voy... Sí
señor, voy a decir a usted... Conque... Pues el amo me dijo...
|
Escena XI
|
|
DON DIEGO,
DON CARLOS,
SIMÓN,
CALAMOCHA.
|
DON DIEGO.-
No
(Desde adentro.) , no es menester;
si hay luz aquí. Buenas noches, Rita.
(DON CARLOS se turba y se
aparta a un extremo del teatro.)
|
DON CARLOS.-
¡Mi tío!...
|
DON DIEGO.-
¡Simón!
(Sale del cuarto de
DOÑA IRENE, encaminándose al suyo;
repara en
DON CARLOS y se acerca a él.
SIMÓN le alumbra y vuelve a dejar la luz
sobre la mesa.)
|
SIMÓN.-
Aquí estoy, señor.
|
DON CARLOS.-
(Aparte.) ¡Todo se ha
perdido!
|
DON DIEGO.-
Vamos... Pero.. ¿quién
es?
|
SIMÓN.-
Un amigo de usted, señor.
|
DON CARLOS.-
(Aparte.) ¡Yo estoy
muerto!
|
DON DIEGO.-
¿Cómo un amigo?...
¿Qué?... Acerca esa luz.
|
DON CARLOS.-
Tío.
(En ademán de besar la mano a
DON DIEGO, que le aparta de sí con
enojo.)
|
DON DIEGO.-
Quítate de ahí.
|
DON CARLOS.-
Señor.
|
DON DIEGO.-
Quítate... No sé
cómo no le... ¿Qué haces aquí?
|
DON CARLOS.-
Si usted se altera y...
|
DON DIEGO.-
¿Qué haces
aquí?
|
DON CARLOS.-
Mi desgracia me ha traído.
|
DON DIEGO.-
¡Siempre dándome que
sentir, siempre! Pero...
(Acercándose a
DON CARLOS.) ¿Qué dices?
¿De veras ha ocurrido alguna desgracia? Vamos... ¿Qué te
sucede?... ¿Por qué estás aquí?
|
CALAMOCHA.-
Porque le tiene a usted ley, y le
quiere bien, y...
|
DON DIEGO.-
A ti no te pregunto nada...
¿Por qué has venido de Zaragoza sin que yo lo sepa?...
¿Por qué te asusta el verme?... Algo has hecho: sí, alguna
locura has hecho que le habrá de costar la vida a tu pobre
tío.
|
DON CARLOS.-
No, señor, que nunca
olvidaré las máximas de honor y prudencia que usted me ha
inspirado tantas veces.
|
DON DIEGO.-
Pues ¿a qué viniste?
¿Es desafío? ¿Son deudas? ¿Es algún disgusto
con tus jefes?... Sácame de esta inquietud, Carlos... Hijo mío,
sácame de este afán.
|
CALAMOCHA.-
Si todo ello no es más
que...
|
DON DIEGO.-
Ya he dicho que calles... Ven
acá.
(Tomándole de la mano se aparta
con él a un extremo del teatro y le habla en voz baja.) Dime
qué ha sido.
|
DON CARLOS.-
Una ligereza, una falta de
sumisión a usted... Venir a Madrid sin pedirle licencia primero... Bien
arrepentido estoy, considerando la pesadumbre que le he dado al verme.
|
DON DIEGO.-
¿Y qué otra cosa
hay?
|
DON CARLOS.-
Nada más, señor.
|
DON DIEGO.-
Pues ¿qué desgracia era
aquella de que me hablaste?
|
DON CARLOS.-
Ninguna. La de hallarle a usted en
este paraje... y haberle disgustado tanto, cuando yo esperaba sorprenderle en
Madrid, estar en su compañía algunas semanas y volverme contento
de haberle visto.
|
DON DIEGO.-
¿No hay más?
|
DON CARLOS.-
No, señor.
|
DON DIEGO.-
Míralo bien.
|
DON CARLOS.-
No, señor... A eso
venía. No hay nada más.
|
DON DIEGO.-
Pero no me digas tú a
mí... Si es imposible que estas escapadas se... No, señor...
¿Ni quién ha de permitir que un oficial se vaya cuando se le
antoje, y abandone de ese modo sus banderas?... Pues si tales ejemplos se
repitieran mucho, adiós disciplina militar... Vamos... Eso no puede
ser.
|
DON CARLOS.-
Considere usted, tío, que
estamos en tiempo de paz; que en Zaragoza no es necesario un servicio tan
exacto como en otras plazas, en que no se permite descanso a la
guarnición... Y, en fin, puede usted creer que este viaje supone la
aprobación y la licencia de mis superiores, que yo también miro
por mi estimación, y que cuando me he venido, estoy seguro de que no
hago falta.
|
DON DIEGO.-
Un oficial siempre hace falta a sus
soldados. El rey le tiene allí para que los instruya, los proteja y les
dé ejemplo de subordinación, de valor, de virtud.
|
DON CARLOS.-
Bien está; pero ya he dicho los
motivos...
|
DON DIEGO.-
Todos esos motivos no valen nada...
¡Porque le dio la gana de ver al tío!... Lo que quiere su
tío de usted no es verle cada ocho días, sino saber que es hombre
de juicio, y que cumple con sus obligaciones. Eso es lo que quiere... Pero
(Alza la voz y se pasea con
inquietud.) yo tomaré mis medidas para que estas locuras no se
repitan otra vez... Lo que usted ha de hacer ahora es marcharse
inmediatamente.
|
DON CARLOS.-
Señor, si...
|
DON DIEGO.-
No hay remedio... Y ha de ser al
instante. Usted no ha de dormir aquí.
|
CALAMOCHA.-
Es que los caballos no están
ahora para correr..., ni pueden moverse.
|
DON DIEGO.-
Pues con ellos
(A
CALAMOCHA.) y con las maletas al
mesón de afuera. Usted
(A
DON CARLOS.) no ha de dormir
aquí... Vamos
(A
CALAMOCHA.) tú, buena pieza,
menéate. Abajo con todo. Pagar el gasto que se haya hecho, sacar los
caballos y marchar... Ayúdale tú...
(A
SIMÓN.) ¿Qué dinero
tienes ahí?
|
SIMÓN.-
Tendré unas cuatro o seis
onzas.
(Saca de un bolsillo algunas monedas y se
las da a
DON DIEGO.)
|
DON DIEGO.-
Dámelas acá... Vamos,
¿qué haces?
(A
CALAMOCHA.) ¿No he dicho que ha de
ser al instante?... Volando. Y tú
(A
SIMÓN.) ve con él,
ayúdale, y no te me apartes de allí hasta que se hayan ido.
(Los dos criados entran en el cuarto de
DON CARLOS.)
|
Escena XII
|
|
DON DIEGO,
DON CARLOS.
|
DON DIEGO.-
Tome usted
(Le da el dinero.) Con eso hay
bastante para el camino... Vamos, que cuando yo lo dispongo así, bien
sé lo que me hago... ¿No conoces que es todo por tu bien, y que
ha sido un desatino lo que acabas de hacer?... Y no hay que afligirse por eso,
ni creas que es falta de cariño... Ya sabes lo que te he querido
siempre; y en obrando tú según corresponde, seré tu amigo
como lo he sido hasta aquí.
|
DON CARLOS.-
Ya lo sé.
|
DON DIEGO.-
Pues bien; ahora obedece lo que te
mando.
|
DON CARLOS.-
Lo haré sin falta.
|
DON DIEGO.-
Al mesón de afuera.
(A los dos criados, que salen con los
trastos del cuarto de
DON CARLOS y se van por la puerta del
foro.) Allí puedes dormir, mientras los caballos comen y
descansan... Y no me vuelvas aquí por ningún pretexto ni entres
en la ciudad... ¡Cuidado! Y a eso de las tres o las cuatro, marchar. Mira
que yo he de saber que sales. ¿Lo entiendes?
|
DON CARLOS.-
Sí, señor.
|
DON DIEGO.-
Mira que lo has de hacer.
|
DON CARLOS.-
Sí, señor; haré
lo que usted manda.
|
DON DIEGO.-
Muy bien... Adiós... Todo te lo
perdono... Vete con Dios... Y yo sabré también cuándo
llegas a Zaragoza; no te parezca que estoy ignorante de lo que hiciste la vez
pasada.
|
DON CARLOS.-
¿Pues qué hice yo?
|
DON DIEGO.-
Si te digo que lo sé, y que te
lo perdono, ¿qué más quieres? No es tiempo ahora de tratar
de eso. Vete.
|
DON CARLOS.-
Quede usted con Dios.
(Hace que se va y vuelve.)
|
DON DIEGO.-
¿Sin besar la mano a su
tío, eh?
|
DON CARLOS.-
No me atreví.
(Besa la mano a
DON DIEGO y se abrazan.)
|
DON DIEGO.-
Y dame un abrazo, por si no nos
volvemos a ver.
|
DON CARLOS.-
¿Qué dice usted?
¡No lo permita Dios!
|
DON DIEGO.-
¡Quién sabe, hijo
mío! ¿Tienes algunas deudas? ¿Te falta algo?
|
DON CARLOS.-
No, señor; ahora, no.
|
DON DIEGO.-
Mucho es, porque tú siempre
tiras por largo... Como cuentas con la bolsa del tío... Pues bien; yo
escribiré al señor Aznar para que te dé cien doblones de
orden mía. Y mira cómo los gastas... ¿Juegas?
|
DON CARLOS.-
No, señor; en mi vida.
|
DON DIEGO.-
Cuidado con eso... Conque, buen viaje.
Y no te acalores: jornadas regulares y nada más... ¿Vas
contento?
|
DON CARLOS.-
No, señor. Porque usted me
quiere mucho, me llena de beneficios, y yo le pago mal.
|
DON DIEGO.-
No se hable ya de lo pasado...
Adiós.
|
DON CARLOS.-
¿Queda usted enojado
conmigo?
|
DON DIEGO.-
No, por cierto... Me disgusté
bastante, pero ya se acabó... No me des que sentir.
(Poniéndole ambas manos sobre los
hombros.) Portarse como hombre de bien.
|
DON CARLOS.-
No lo dude usted.
|
DON DIEGO.-
Como oficial de honor.
|
DON CARLOS.-
Así lo prometo.
|
DON DIEGO.-
Adiós, Carlos.
(Abrázanse.)
|
DON CARLOS.-
(Aparte, al irse por la puerta del
foro.) ¡Y la dejo!... ¡Y la pierdo para siempre!
|
Escena XVI
|
|
RITA,
DOÑA FRANCISCA.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¡Dios mío de mi alma!
¿Qué es esto?... No puedo sostenerme... ¡Desdichada!
(Siéntase en una silla junto a la
mesa.)
|
RITA.-
Señorita, yo vengo muerta.
(Saca la jaula del tordo y la deja encima
de la mesa; abre la puerta del cuarto, de
DON CARLOS, y vuelve.)
|
DOÑA FRANCISCA.-
¡Ay, que es cierto!...
¿Tú lo sabes también?
|
RITA.-
Deje usted, que todavía no creo
lo que he visto... Aquí no hay nadie... ni maletas, ni ropa, ni... Pero
¿cómo podía engañarme? Si yo misma los he visto
salir.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Y eran ellos?
|
RITA.-
Sí, señora. Los dos.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Pero, ¿se han ido fuera de la
ciudad?
|
RITA.-
Si no los he perdido de vista hasta
que salieron por la Puerta de Mártires... Como está un paso de
aquí.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Y es ése el camino de
Aragón?
|
RITA.-
Ese es.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¡Indigno!... ¡Hombre
indigno!
|
RITA.-
Señorita...
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿En qué te ha ofendido
esta infeliz?
|
RITA.-
Yo estoy temblando toda... Pero... Si
es incomprensible... Si no alcanzo a descubrir qué motivos ha podido
haber para esta novedad.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Pues no le quise más
que a mi vida?... ¿No me ha visto loca de amor?
|
RITA.-
No sé qué decir al
considerar una acción tan infame.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Qué has de decir? Que
no me ha querido nunca, ni es hombre de bien... ¿Y vino para esto?
¡Para engañarme, para abandonarme así!
(Levántase y
RITA la sostiene.)
|
RITA.-
Pensar que su venida fue con otro
designio, no me parece natural... Celos... ¿Por qué ha de tener
celos?... Y aun eso mismo debiera enamorarle más... Él no es
cobarde, y no hay que decir que habrá tenido miedo de su competidor.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Te cansas en vano... Di que es un
pérfido, di que es un monstruo de crueldad, y todo lo has dicho.
|
RITA.-
Vamos de aquí, que puede venir
alguien y...
|
DOÑA FRANCISCA.-
Sí, vámonos... Vamos a
llorar... ¡Y en qué situación me deja!... Pero ¿ves
qué malvado?
|
RITA.-
Sí, señora; ya lo
conozco.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¡Qué bien supo fingir!...
¿Y con quién? Conmigo... ¿Pues yo merecí ser
engañada tan alevosamente?... ¿Mereció mi cariño
este galardón?... ¡Dios de mi vida! ¿Cuál es mi
delito, cuál es?
(RITA coge la luz y se van
entrambas al cuarto de
DOÑA FRANCISCA.)
|
Escena I
|
|
Teatro oscuro. Sobre la mesa habrá un
candelero con vela apagada y la jaula del tordo.
SIMÓN duerme tendido en el banco.
|
|
DON DIEGO,
SIMÓN.
|
DON DIEGO.-
(Sale de su cuarto poniéndose la
bata.) Aquí, a lo menos, ya que no duerma no me
derretiré... Vaya, si alcoba como ella no se... ¡Cómo ronca
éste!... Guardémosle el sueño hasta que venga el
día, que ya poco puede tardar...
(SIMÓN despierta y se
levanta.) ¿Qué es eso? Mira no te caigas, hombre.
|
SIMÓN.-
Qué, ¿estaba usted
ahí, señor?
|
DIEGO.-
Sí, aquí me he salido,
porque allí no se puede parar.
|
SIMÓN.-
Pues yo, a Dios gracias, aunque la
cama es algo dura, he dormido como un emperador.
|
DIEGO.-
¡Mala comparación!... Di
que has dormido como un pobre hombre, que no tiene ni dinero, ni
ambición, ni pesadumbres, ni remordimientos.
|
SIMÓN.-
En efecto, dice usted bien...
¿Y qué hora será ya?
|
DON DIEGO.-
Poco ha que sonó el reloj de
San Justo y, si no conté mal, dio las tres.
|
SIMÓN.-
¡Oh!, pues ya nuestros
caballeros irán por ese camino adelante echando chispas.
|
DON DIEGO.-
Sí, ya es regular que hayan
salido... Me lo prometió y espero que lo hará.
|
SIMÓN.-
¡Pero si usted viera qué
apesadumbrado le dejé! ¡Qué triste!
|
DON DIEGO.-
Ha sido preciso.
|
SIMÓN.-
Ya lo conozco.
|
DON DIEGO.-
¿No ves qué venida tan
intempestiva?
|
SIMÓN.-
Es verdad. Sin permiso de usted, sin
avisarle, sin haber un motivo urgente... Vamos, hizo muy mal... Bien que por
otra parte él tiene prendas suficientes para que se le perdone esta
ligereza... Digo... Me parece que el castigo no pasará adelante,
¿eh?
|
DON DIEGO.-
¡No, qué!... No
señor. Una cosa es que le haya hecho volver. Ya ves en qué
circunstancia nos cogía... Te aseguro que cuando se fue me quedó
un ansia en el corazón.
(Suenan a lo lejos tres palmadas y poco
después se oye que puntean un instrumento.) ¿Qué
ha sonado?
|
SIMÓN.-
No sé... Gente que pasa por la
calle. Serán labradores.
|
DON DIEGO.-
Calla.
|
SIMÓN.-
Vaya, música tenemos,
según parece.
|
DON DIEGO.-
Sí, como lo hagan bien.
|
SIMÓN.-
¿Y quién será el
amante infeliz que viene a puntear a estas horas en ese callejón tan
puerco?... Apostaré que son amores con la moza de la posada, que parece
un mico.
|
DON DIEGO.-
Puede ser.
|
SIMÓN.-
Ya empiezan. Oigamos...
(Tocan una sonata desde adentro.)
Pues dígole a usted que toca muy lindamente el pícaro del
barberillo.
|
DON DIEGO.-
No: no hay barbero que sepa hacer eso,
por muy bien que afeite.
|
SIMÓN.-
¿Quiere usted que nos asomemos
un poco, a ver?...
|
DON DIEGO.-
No, dejarlos... ¡Pobre gente!
¡Quién sabe la importancia que darán ellos a la tal
música!... No gusto yo de incomodar a nadie.
(Salen de su cuarto
DOÑA FRANCISCA y
RITA, encaminándose a la venta.
DON DIEGO y
SIMÓN se retiran a un lado y
observan.)
|
SIMÓN.-
¡Señor!... ¡Eh!...
Presto, aquí a un ladito.
|
DON DIEGO.-
¿Qué quieres?
|
SIMÓN.-
Que han abierto la puerta de esa
alcoba, y huele a faldas que trasciende.
|
DON DIEGO.-
¿Sí?...
Retirémonos.
|
Escena VIII
|
|
DON DIEGO,
DOÑA FRANCISCA.
|
DON DIEGO.-
¿Usted no habrá dormido
bien esta noche?
|
DOÑA FRANCISCA.-
No, señor. ¿Y usted?
|
DON DIEGO.-
Tampoco.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Ha hecho demasiado calor.
|
DON DIEGO.-
¿Está usted
desazonada?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Alguna cosa.
|
DON DIEGO.-
¿Qué siente usted?
(Siéntase junto a
DOÑA FRANCISCA.)
|
DOÑA FRANCISCA.-
No es nada... Así un poco de...
Nada... no tengo nada.
|
DON DIEGO.-
Algo será, porque la veo a
usted muy abatida, llorosa, inquieta... ¿Qué tiene usted,
Paquita? ¿No sabe usted que la quiero tanto?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Sí, señor.
|
DON DIEGO.-
Pues ¿por qué no hace
usted más confianza de mí? ¿Piensa usted que no
tendré yo mucho gusto en hallar ocasiones de complacerla?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Ya lo sé.
|
DON DIEGO.-
¿Pues cómo, sabiendo que
tiene usted un amigo, no desahoga con él su corazón?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Porque eso mismo me obliga a
callar.
|
DON DIEGO.-
Eso quiere decir que tal vez soy yo la
causa de su pesadumbre de usted.
|
DOÑA FRANCISCA.-
No, señor; usted en nada me ha
ofendido... No es de usted de quien yo me debo quejar.
|
DON DIEGO.-
Pues ¿de quién, hija
mía?... Venga usted acá...
(Acércase más.)
Hablemos siquiera una vez sin rodeos ni disimulación... Dígame
usted: ¿no es cierto que usted mira con algo de repugnancia este
casamiento que se la propone? ¿Cuánto va que si la dejasen a
usted entera libertad para la elección no se casaría conmigo?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Ni con otro.
|
DON DIEGO.-
¿Será posible que usted
no conozca otro más amable que yo, que la quiera bien, y que la
corresponda como usted merece?
|
DOÑA FRANCISCA.-
No, señor; no,
señor.
|
DON DIEGO.-
Mírelo usted bien.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿No le digo a usted que no?
|
DON DIEGO.-
¿Y he de creer, por dicha, que
conserve usted tal inclinación al retiro en que se ha criado, que
prefiera la austeridad del convento a una vida más...?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Tampoco; no señor... Nunca he
pensado así.
|
DON DIEGO.-
No tengo empeño de saber
más... Pero de todo lo que acabo de oír resulta una
gravísima contradicción. Usted no se halla inclinada al estado
religioso, según parece. Usted me asegura que no tiene queja ninguna de
mí, que está persuadida de lo mucho que la estimo, que no piensa
casarse con otro, ni debo recelar que nadie dispute su mano... Pues
¿qué llanto es ése? ¿De dónde nace esa
tristeza profunda, que en tan poco tiempo ha alterado su semblante de usted, en
términos que apenas le reconozco? ¿Son éstas las
señales de quererme exclusivamente a mí, de casarse gustosa
conmigo dentro de pocos días? ¿Se anuncian así la
alegría y el amor?
(Vase iluminando lentamente la escena,
suponiendo que viene la luz del día.)
|
DOÑA FRANCISCA.-
Y ¿qué motivos le he
dado a usted para tales desconfianzas?
|
DON DIEGO.-
¿Pues qué? Si yo
prescindo de estas consideraciones, si apresuro las diligencias de nuestra
unión, si su madre de usted sigue aprobándola y llega el caso
de...
|
DOÑA FRANCISCA.-
Haré lo que mi madre me manda,
y me casaré con usted.
|
DON DIEGO.-
¿Y después, Paquita?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Después... y mientras me dure
la vida, seré mujer de bien.
|
DON DIEGO.-
Eso no lo puedo yo dudar... Pero si
usted me considera como el que ha de ser hasta la muerte su compañero y
su amigo, dígame usted: estos títulos ¿no me dan
algún derecho para merecer de usted mayor confianza? ¿No he de
lograr que usted me diga la causa de su dolor? Y no para satisfacer una
impertinente curiosidad, sino para emplearme todo en su consuelo, en mejorar su
suerte, en hacerla dichosa, si mi conato y mis diligencias pudiesen tanto.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¡Dichas para mí!... Ya se
acabaron.
|
DON DIEGO.-
¿Por qué?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Nunca diré por qué.
|
DON DIEGO.-
Pero ¡qué obstinado,
qué imprudente silencio!... Cuando usted misma debe presumir que no
estoy ignorante de lo que hay.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Si usted lo ignora, señor Don
Diego, por Dios no finja que lo sabe; y si en efecto lo sabe usted, no me lo
pregunte.
|
DON DIEGO.-
Bien está. Una vez que no hay
nada que decir, que esa aflicción y esas lágrimas son
voluntarias, hoy llegaremos a Madrid, y dentro de ocho días será
usted mi mujer.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Y daré gusto a mi madre.
|
DON DIEGO.-
Y vivirá usted infeliz.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Ya lo sé.
|
DON DIEGO.-
Ve aquí los frutos de la
educación. Esto es lo que se llama criar bien a una niña:
enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más inocentes con
una pérfida disimulación. Las juzgan honestas luego que las ven
instruidas en el arte de callar y mentir. Se obstinan en que el temperamento,
la edad ni el genio no han de tener influencia alguna en sus inclinaciones, o
en que su voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se
las permite, menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal
que finjan aborrecer lo que más desean, con tal que se presten a
pronunciar, cuando se lo mandan, un sí perjuro, sacrílego, origen
de tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama excelente
educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de
un esclavo.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Es verdad... Todo eso es cierto... Eso
exigen de nosotras, eso aprendemos en la escuela que se nos da... Pero el
motivo de mi aflicción es mucho mas grande.
|
DON DIEGO.-
Sea cual fuere, hija mía, es
menester que usted se anime... Si la ve a usted su madre de esa manera,
¿qué ha de decir?... Mire usted que ya parece que se ha
levantado.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¡Dios mío!
|
DON DIEGO.-
Sí, Paquita; conviene mucho que
usted vuelva un poco sobre sí... No abandonarse tanto... Confianza en
Dios... Vamos, que no siempre nuestras desgracias son tan grandes como la
imaginación las pinta... ¡Mire usted qué desorden
éste! ¡Qué agitación! ¡Qué
lágrimas! Vaya, ¿me da usted palabra de presentarse
así..., con cierta serenidad y...? ¿Eh?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Y usted, señor... Bien sabe
usted el genio de mi madre. Si usted no me defiende, ¿a quién he
de volver los ojos? ¿Quién tendrá compasión de esta
desdichada?
|
DON DIEGO.-
Su buen amigo de usted... Yo...
¿Cómo es posible que yo la abandonase... ¡criatura!..., en
la situación dolorosa en que la veo?
(Asiéndola de las
manos.)
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿De veras?
|
DON DIEGO.-
Mal conoce usted mi
corazón.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Bien le conozco.
(Quiere arrodillarse;
DON DIEGO se lo estorba, y ambos se
levantan.)
|
DON DIEGO.-
¿Qué hace usted,
niña?
|
DOÑA FRANCISCA.-
Yo no sé... ¡Qué
poco merece toda esa bondad una mujer tan ingrata para con usted!... No,
ingrata no; infeliz... ¡Ay, qué infeliz soy, señor Don
Diego!
|
DON DIEGO.-
Yo bien sé que usted agradece
como puede el amor que la tengo... Lo demás todo ha sido...
¿qué sé yo?..., una equivocación mía, y no
otra cosa... Pero usted, ¡inocente! usted no ha tenido la culpa.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Vamos... ¿No viene usted?
|
DON DIEGO.-
Ahora no, Paquita. Dentro de un rato
iré por allá.
|
DOÑA FRANCISCA.-
Vaya usted presto.
(Encaminándose al cuarto de
DOÑA IRENE, vuelve y se despide de
DON DIEGO besándole las manos.)
|
DON DIEGO.-
Sí, presto iré.
|
Escena X
|
|
DON CARLOS,
DON DIEGO.
|
DON DIEGO.-
Venga usted acá,
señorito; venga usted... ¿En dónde has estado desde que no
nos vemos?
|
DON CARLOS.-
En el mesón de afuera.
|
DON DIEGO.-
¿Y no has salido de allí
en toda la noche, eh?
|
DON CARLOS.-
Sí, señor; entré
en la ciudad y...
|
DON DIEGO.-
¿A qué?...
Siéntese usted.
|
DON CARLOS.-
Tenía precisión de
hablar con un sujeto...
(Siéntase.)
|
DON DIEGO.-
¡Precisión!
|
DON CARLOS.-
Sí, señor... Le debo
muchas atenciones, y no era posible volverme a Zaragoza sin estar primero con
él.
|
DON DIEGO.-
Ya. En habiendo tantas obligaciones de
por medio... Pero venirle a ver a las tres de la mañana, me parece mucho
desacuerdo... ¿Por qué no le escribiste un papel?... Mira,
aquí he de tener... Con este papel que le hubieras enviado en mejor
ocasión, no había necesidad de hacerle trasnochar, ni molestar a
nadie.
(Dándole el papel que tiraron a la
ventana.
DON CARLOS, luego que le reconoce, se le vuelve y
se levanta en ademán de irse.)
|
DON CARLOS.-
Pues si todo lo sabe usted,
¿para qué me llama? ¿Por qué no me permite seguir
mi camino, y se evitaría una contestación de la cual ni usted ni
yo quedaremos contentos?
|
DON DIEGO.-
Quiere saber su tío de usted lo
que hay en esto, y quiere que usted se lo diga.
|
DON CARLOS.-
¿Para qué saber
más?
|
DON DIEGO.-
Porque yo lo quiero y lo mando.
¡Oiga!
|
DON CARLOS.-
Bien está.
|
DON DIEGO.-
Siéntate ahí...
(Siéntase
DON CARLOS.) ¿En dónde has
conocido a esta niña?... ¿Qué amor es éste?
¿Qué circunstancias han ocurrido?... ¿Qué
obligaciones hay entre los dos? ¿Dónde, cuándo la
viste?
|
DON CARLOS.-
Volviéndome a Zaragoza el
año pasado, llegué a Guadalajara sin ánimo de detenerme;
pero el intendente, en cuya casa de campo nos apeamos, se empeñó
en que había de quedarme allí todo aquel día, por ser
cumpleaños de su parienta, prometiéndome que al siguiente me
dejaría proseguir mi viaje. Entre las gentes convidadas hallé a
Doña Paquita, a quien la señora había sacado aquel
día del convento para que se esparciese un poco... Yo no sé que
vi en ella, qué excitó en mi una inquietud, un deseo constante,
irresistible, de mirarla, de oírla, de hallarme a su lado, de hablar con
ella, de hacerme agradable a sus ojos... El intendente dijo entre otras
cosas..., burlándose..., que yo era muy enamorado, y le ocurrió
fingir que me llamaba Don Félix de Toledo, nombre que dio
Calderón a algunos amantes de sus comedias. Yo sostuve esa
ficción, porque desde luego concebí la idea de permanecer
algún tiempo en aquella ciudad, evitando que llegase a noticia de
usted... Observé que Doña Paquita me trató con un agrado
particular, y cuando por la noche nos separamos, yo me quedé lleno de
vanidad y de esperanzas, viéndome preferido a todos los concurrentes de
aquel día, que fueron muchos. En fin... Pero no quisiera ofender a usted
refiriéndole...
|
DON DIEGO.-
Prosigue...
|
DON CARLOS.-
Supe que era hija de una señora
de Madrid, viuda y pobre, pero de gente muy honrada... Fue necesario fiar de mi
amigo los proyectos de amor que me obligaban a quedarme en su
compañía; y él, sin aplaudirlos ni desaprobarlos,
halló disculpas, las más ingeniosas, para que ninguno de su
familia extrañara mi detención. Como su casa de campo está
inmediata a la ciudad, fácilmente iba y venía de noche...
Logré que Doña Paquita leyese algunas cartas mías; y con
las pocas respuestas que de ella tuve, acabé de precipitarme en una
pasión que mientras viva me hará infeliz.
|
DON DIEGO.-
Vaya... Vamos, sigue adelante.
|
DON CARLOS.-
Mi asistente (que, como usted sabe, es
hombre de travesura y conoce el mundo), con mil artificios que a cada paso le
ocurrían, facilitó los muchos estorbos que al principio
hallábamos... La seña era dar tres palmadas, a las cuales
respondían con otras tres desde una ventanilla que daba al corral de las
monjas. Hablábamos todas las noches, muy a deshora, con el recato y las
precauciones que ya se dejan entender... Siempre fui para ella Don Félix
de Toledo, oficial de un regimiento, estimado de mis jefes y hombre de honor...
Nunca la dije más, ni la hablé de mis parientes, ni de mis
esperanzas, ni la di a entender que casándose conmigo podía
aspirar a mejor fortuna; porque ni me convenía nombrarle a usted, ni
quise exponerla a que las miras de interés, y no el amor, la inclinasen
a favorecerme. De cada vez la hallé más fina, más hermosa,
más digna de ser adorada... Cerca de tres meses me detuve allí;
pero al fin era necesario separarnos, y una noche funesta me despedí, la
dejé rendida a un desmayo mortal, y me fui, ciego de amor, adonde mi
obligación me llamaba... Sus cartas consolaron por algún tiempo
mi ausencia triste, y en una que recibí pocos días ha, me dijo
cómo su madre trataba de casarla, que primero perdería la vida
que dar su mano a otro que a mí; me acordaba mis juramentos, me
exhortaba a cumplirlos... Monté a caballo, corrí precipitado el
camino, llegué a Guadalajara, no la encontré, vine aquí...
Lo demás bien lo sabe usted, no hay para qué
decírselo.
|
DON DIEGO.-
¿Y qué proyectos eran
los tuyos en esta venida?
|
DON CARLOS.-
Consolarla, jurarla de nuevo un eterno
amor, pasar a Madrid, verle a usted, echarme a sus pies, referirle todo lo
ocurrido, y pedirle, no riquezas, ni herencias, ni protecciones, ni... eso
no... Sólo su consentimiento, y su bendición para verificar un
enlace tan suspirado, en que ella y yo fundábamos toda nuestra
felicidad.
|
DON DIEGO.-
Pues ya ves, Carlos, que es tiempo de
pensar muy de otra manera.
|
DON CARLOS.-
Sí, señor.
|
DON DIEGO.-
Si tú la quieres, yo la quiero
también. Su madre y toda su familia aplauden este casamiento. Ella..., y
sean las que fueren las promesas que a ti te hizo..., ella misma, no ha media
hora, me ha dicho que está pronta a obedecer a su madre y darme la mano,
así que...
|
DON CARLOS.-
Pero no el corazón.
(Levántase.)
|
DON DIEGO.-
¿Qué dices?
|
DON CARLOS.-
No, eso no... Sería
ofenderla... Usted celebrará sus bodas cuando guste; ella se
portará siempre como conviene a su honestidad y a su virtud; pero yo he
sido el primero, el único objeto de su cariño, lo soy y lo
seré... Usted se llamará su marido; pero si alguna o muchas veces
la sorprende, y ve sus ojos hermosos inundados en lágrimas, por
mí las vierte... No la pregunte usted jamás el motivo de sus
melancolías... Yo, yo seré la causa... Los suspiros, que en vano
procurará reprimir, serán finezas dirigidas a un amigo
ausente.
|
DON DIEGO.-
¿Qué temeridad es
ésta?
(Se levanta con mucho enojo,
encaminándose hacia
DON CARLOS, que se va retirando.)
|
DON CARLOS.-
Ya se lo dije a usted... Era imposible
que yo hablase una palabra sin ofenderle... Pero acabemos esta odiosa
conversación... Viva usted feliz, y no me aborrezca, que yo en nada le
he querido disgustar... La prueba mayor que yo puedo darle es mi obediencia y
mi respeto, es la de salir de aquí inmediatamente... Pero no se me
niegue a lo menos el consuelo de saber que usted me perdona.
|
DON DIEGO.-
¿Con que, en efecto, te
vas?
|
DON CARLOS.-
Al instante, señor... Y esta
ausencia será bien larga.
|
DON DIEGO.-
¿Por qué?
|
DON CARLOS.-
Porque no me conviene verla en mi
vida... Si las voces que corren de una próxima guerra se llegaran a
verificar... entonces...
|
DON DIEGO.-
¿Qué quieres decir?
(Asiendo de un brazo a
DON CARLOS le hace venir más
adelante.)
|
D CARLOS.-
Nada... Que apetezco la guerra porque
soy soldado.
|
DON DIEGO.-
¡Carlos!... ¡Qué
horror!... ¿Y tienes corazón para decírmelo?
|
DON CARLOS.-
Alguien viene...
(Mirando con inquietud hacia el cuarto de
DOÑA IRENE, se desprende de
DON DIEGO y hace que se va por la puerta del foro.
DON DIEGO va detrás de él y quiere
detenerle.) Tal vez será ella... Quede usted con Dios.
|
DON DIEGO.-
¿Adónde vas?... No,
señor; no has de irte.
|
DON CARLOS.-
Es preciso... Yo no he de verla... Una
sola mirada nuestra pudiera causarle a usted inquietudes crueles.
|
DON DIEGO.-
Ya he dicho que no ha de ser... Entra
en ese cuarto.
|
DON CARLOS.-
Pero si...
|
DON DIEGO.-
Haz lo que te mando.
(Éntrase
DON CARLOS en el cuarto de
DON DIEGO.)
|
Escena XI
|
|
DOÑA IRENE,
DON DIEGO.
|
DOÑA IRENE.-
Conque, señor Don Diego,
¿es ya la de vámonos?... Buenos días...
(Apaga la luz que está sobre la
mesa.) ¿Reza usted?
|
DON DIEGO.-
(Paseándose con
inquietud.) Sí, para rezar estoy ahora.
|
DOÑA IRENE.-
Si usted quiere, ya pueden ir
disponiendo el chocolate y que avisen al mayoral para que enganchen luego
que... Pero ¿qué tiene usted, señor?... ¿Hay alguna
novedad?
|
DON DIEGO.-
Sí; no deja de haber
novedades.
|
DOÑA IRENE.-
Pues ¿qué?...
Dígalo usted, por Dios... ¡Vaya, vaya!... No sabe usted lo
asustada que estoy... Cualquiera cosa, así, repentina, me remueve toda y
me... Desde el último mal parto que tuve, quedé tan sumamente
delicada de los nervios... Y va ya para diez y nueve años, si no son
veinte; pero desde entonces, ya digo, cualquiera friolera me trastorna... Ni
los baños, ni caldos de culebra, ni la conserva de tamarindos; nada me
ha servido; de manera que...
|
DON DIEGO.-
Vamos, ahora no hablemos de malos
partos ni de conservas... Hay otra cosa más importante de que tratar...
¿Qué hacen esas muchachas?
|
DOÑA IRENE.-
Están recogiendo la ropa y
haciendo el cofre para que todo esté a la vela y no haya
detención.
|
DON DIEGO.-
Muy bien. Siéntese usted... Y
no hay que asustarse ni alborotarse
(Siéntanse los dos.) por
nada de lo que yo diga; y cuenta, no nos abandone el juicio cuando más
lo necesitamos... Su hija de usted está enamorada...
|
DOÑA IRENE.-
¿Pues no lo he dicho ya mil
veces? Sí señor que lo está; y bastaba que yo lo dijese
para que...
|
DON DIEGO.-
¡Ese vicio maldito de
interrumpir a cada paso! Déjeme usted hablar.
|
DOÑA IRENE.-
Bien, vamos, hable usted.
|
DON DIEGO.-
Está enamorada; pero no
está enamorada de mí.
|
DOÑA IRENE.-
¿Qué dice usted?
|
DON DIEGO.-
Lo que usted oye.
|
DOÑA IRENE.-
Pero, ¿quién le ha
contado a usted esos disparates?
|
DON DIEGO.-
Nadie. Yo lo sé, yo lo he
visto, nadie me lo ha contado, y cuando se lo digo a usted, bien seguro estoy
de que es verdad... Vaya, ¿qué llanto es ése?
|
DOÑA IRENE.-
(Llora.) ¡Pobre de
mí!
|
DON DIEGO.-
¿A qué viene eso?
|
DOÑA IRENE.-
¡Porque me ven sola y sin
medios, y porque soy una pobre viuda, parece que todos me desprecian y se
conjuran contra mí!
|
DON DIEGO.-
Señora Doña Irene...
|
DOÑA IRENE.-
Al cabo de mis años y de mis
achaques, verme tratada de esta manera, como un estropajo, como una puerca
cenicienta, vamos al decir... ¿Quién lo creyera de usted?...
¡Válgame Dios!... ¡Si vivieran mis tres difuntos!... Con el
último difunto que me viviera, que tenía un genio como una
serpiente...
|
DON DIEGO.-
Mire usted, señora, que se me
acaba la paciencia.
|
DOÑA IRENE.-
Que lo mismo era replicarle que se
ponía hecho una furia del infierno, y un día del Corpus, yo no
sé por qué friolera, hartó de mojicones a un comisario
ordenador y si no hubiera sido por dos padres del Carmen, que se pusieron de
por medio, le estrella contra un poste en los portales de Santa Cruz.
|
DON DIEGO.-
Pero ¿es posible que no ha de
atender usted a lo que voy a decirla?
|
DOÑA IRENE.-
¡Ay! No, señor; que bien
lo sé, que no tengo pelo de tonta, no, señor... Usted ya no
quiere a la niña, y busca pretextos para zafarse de la obligación
en que está... ¡Hija de mi alma y de mi corazón!
|
DON DIEGO.-
Señora Doña Irene,
hágame usted el gusto de oírme, de no replicarme, de no decir
despropósitos, y luego que usted sepa lo que hay, llore y gima, y grite
y diga cuanto quiera... Pero, entretanto, no me apure usted el sufrimiento, por
amor de Dios.
|
DOÑA IRENE.-
Diga usted lo que le dé la
gana.
|
DON DIEGO.-
Que no volvamos otra vez a llorar y
a...
|
DOÑA IRENE.-
No, señor; ya no lloro.
(Enjugándose las lágrimas
con un pañuelo.)
|
DON DIEGO.-
Pues hace ya cosa de un año,
poco más o menos, que Doña Paquita tiene otro amante. Se han
hablado muchas veces, se han escrito, se han prometido amor, fidelidad,
constancia... Y, por último, existe en ambos una pasión tan fina,
que las dificultades y la ausencia, lejos de disminuirla, han contribuido
eficazmente a hacerla mayor. En este supuesto...
|
DOÑA IRENE.-
¿Pero no conoce usted,
señor, que todo es un chisme inventado por alguna mala lengua que no nos
quiere bien?
|
DON DIEGO.-
Volvemos otra vez a lo mismo... No,
señora; no es chisme. Repito de nuevo que lo sé.
|
DOÑA IRENE.-
¿Qué ha de saber usted,
señor, ni qué traza tiene eso de verdad? ¡Conque la hija de
mis entrañas, encerrada en un convento, ayunando los siete reviernes,
acompañada de aquellas santas religiosas! ¡Ella, que no sabe lo
que es mundo, que no ha salido todavía del cascarón, como quien
dice!... Bien se conoce que no sabe usted el genio que tiene
Circuncisión... ¡Pues bonita es ella para haber disimulado a su
sobrina el menor desliz!
|
DON DIEGO.-
Aquí no se trata de
ningún desliz, señora Doña Irene; se trata de una
inclinación honesta, de la cual hasta ahora no habíamos tenido
antecedente alguno. Su hija de usted es una niña muy honrada, y no es
capaz de deslizarse... Lo que digo es que la madre Circuncisión, y la
Soledad, y la Candelaria, y todas las madres, y usted, y yo el primero, nos
hemos equivocado solemnemente. La muchacha se quiere casar con otro, y no
conmigo... Hemos llegado tarde; usted ha contado muy de ligero con la voluntad
de su hija... Vaya, ¿para qué es cansarnos? Lea usted ese papel,
y verá si tengo razón.
(Saca el papel de
DON CARLOS y se le da a
DOÑA IRENE. Ella, sin leerle, se levanta
muy agitada, se acerca a la puerta de su cuarto y llama. Levántase
DON DIEGO y procura en vano
contenerla.)
|
DOÑA IRENE.-
¡Yo he de volverme loca!...
¡Francisquita!... ¡Virgen del Tremedal!... ¡Rita!
¡Francisca!
|
DON DIEGO.-
Pero ¿a qué es
llamarlas?
|
DOÑA IRENE.-
Sí, señor; que quiero
que venga y que se desengañe la pobrecita de quién es usted.
|
DON DIEGO.-
Lo echó todo a rodar... Esto le
sucede a quien se fía de la prudencia de una mujer.
|
Escena XIII
|
|
DON CARLOS,
DON DIEGO,
DOÑA IRENE,
DOÑA FRANCISCA,
RITA.
|
|
Sale
DON CARLOS del cuarto precipitadamente; coge de un
brazo a
DOÑA FRANCISCA, se la lleva hacia el fondo del
teatro y se pone delante de ella para defenderla.
DOÑA IRENE se asusta y se retira.
|
DON CARLOS.-
Eso no... Delante de mí nadie
ha de ofenderla.
|
DOÑA FRANCISCA.-
¡Carlos!
|
DON CARLOS.-
(A
DON DIEGO.) Disimule usted mi
atrevimiento... He visto que la insultaban y no me he sabido contener.
|
DOÑA IRENE.-
¿Qué es lo que me
sucede, Dios mío? ¿Quién es usted?... ¿Qué
acciones son éstas?... ¡Qué escándalo!
|
DON DIEGO.-
Aquí no hay
escándalos... Ése es de quien su hija de usted está
enamorada... Separarlos y matarlos viene a ser lo mismo... Carlos... No
importa... Abraza a tu mujer.
(Se abrazan
DON CARLOS y
DOÑA FRANCISCA, y después se
arrodillan a los pies de
DON DIEGO.)
|
DOÑA IRENE.-
¿Conque su sobrino de
usted?...
|
DON DIEGO.-
Sí, señora; mi sobrino,
que con sus palmadas, y su música, y su papel me ha dado la noche
más terrible que he tenido en mi vida... ¿Qué es esto,
hijos míos, qué es esto?
|
DOÑA FRANCISCA.-
¿Conque usted nos perdona y nos
hace felices?
|
DON DIEGO.-
Sí, prendas de mi alma...
Sí.
(Los hace levantar con expresión
de ternura.)
|
DOÑA IRENE.-
¿Y es posible que usted se
determina a hacer un sacrificio?...
|
DON DIEGO.-
Yo pude separarlos para siempre y
gozar tranquilamente la posesión de esta niña amable, pero mi
conciencia no lo sufre... ¡Carlos!... ¡Paquita!...
¡Qué dolorosa impresión me deja en el alma el esfuerzo que
acabo de hacer!... Porque, al fin, soy hombre miserable y débil.
|
DON CARLOS.-
Si nuestro amor
(Besándole las manos.) , si
nuestro agradecimiento pueden bastar a consolar a usted en tanta
pérdida...
|
DOÑA IRENE.-
¡Conque el bueno de Don Carlos!
Vaya que...
|
DON DIEGO.-
Él y su hija de usted estaban
locos de amor, mientras que usted y las tías fundaban castillos en el
aire, y me llenaban la cabeza de ilusiones, que han desaparecido como un
sueño... Esto resulta del abuso de autoridad, de la opresión que
la juventud padece; éstas son las seguridades que dan los padres y los
tutores, y esto lo que se debe fiar en el sí de las niñas... Por
una casualidad he sabido a tiempo el error en que estaba... ¡Ay de
aquellos que lo saben tarde!
|
DOÑA IRENE.-
En fin, Dios los haga buenos, y que
por muchos años se gocen... Venga usted acá, señor; venga
usted, que quiero abrazarle.
(Abrazando a
DON CARLOS,
DOÑA FRANCISCA se arrodilla y besa la mano
de su madre.) Hija, Francisquita. ¡Vaya! Buena elección
has tenido... Cierto que es un mozo muy galán... Morenillo, pero tiene
un mirar de ojos muy hechicero.
|
RITA.-
Sí, dígaselo usted, que
no lo ha reparado la niña... señorita, un millón de besos.
(Se besan
DOÑA FRANCISCA y
RITA.)
|
DOÑA FRANCISCA.-
Pero ¿ves qué
alegría tan grande?... ¡Y tú, como me quieres tanto!...
Siempre, siempre serás mi amiga.
|
DON DIEGO.-
Paquita hermosa
(Abraza a
DOÑA FRANCISCA.) , recibe los
primeros abrazos de tu nuevo padre... No temo ya la soledad terrible que
amenazaba a mi vejez... Vosotros
(Asiendo de las manos a
DOÑA FRANCISCA y a
DON CARLOS.) seréis la delicia de
mi corazón; el primer fruto de vuestro amor... sí, hijos,
aquél... no hay remedio, aquél es para mí. Y cuando le
acaricie en mis brazos, podré decir: a mí me debe su existencia
este niño inocente; si sus padres viven, si son felices, yo he sido la
causa.
|
DON CARLOS.-
¡Bendita sea tanta bondad!
|
DON DIEGO.-
Hijos, bendita sea la de Dios.
|