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ArribaAbajo- XIX -

Xochimancas


Hemos introducido al lector en una de las madrigueras de los famosos plateados, que por el tiempo nefasto que transcurrió de los últimos meses de 1861 a los últimos de 1862, sirvió de cuartel general a los temibles y espantosos bandidos que fueron la calamidad y la deshonra de nuestro país.

Era Xochimancas, y es todavía, una hacienda arruinada, es decir, una finca de campo, con buenos terrenos propios para el cultivo de la caña de azúcar o de maíz, con abundantes aguas y clima ardoroso, y en suma, con todos los elementos necesarios para una agricultura tropical, productiva y fecunda. El algodón, el café, el índigo, la caña de azúcar pueden propagarse allí lo mismo que en los más fértiles terrenos de la cañada de Cuernavaca o de los distritos de Tetecala, de Yautepec, de Morelos o de Jonatepec, rindiendo al agricultor el ciento por uno.

¿Por qué en tal época no se veían en ese pequeño y ardiente valle las hermosas plantaciones de los ricos ingenios que en las otras comarcas que hemos mencionado?

No lo sabemos a punto fijo. Xochimancas, ya en aquel tiempo, era una ruina, pero ella revelaba que en épocas pasadas, desde la dominación colonial seguramente, había sido cultivada por los españoles como una buena finca de campo que rendía pingües productos. ¿De cuándo databa su decadencia y su ruina? No lo hemos averiguado, aunque hubiera sido fácil, ni importa gran cosa para la narración de estos sucesos.

Pero sí es evidente que el lugar es propio para el cultivo, y que sólo la apatía, la negligencia o circunstancias muy particulares y pasajeras pudieron haberle convertido en una guarida de malhechores, en vez de haber presentado el aspecto risueño y halagador de un campo de trabajo y actividad, porque el nombre mismo, de origen nahuatl, indica que desde la época anterior a la conquista española este lugar era fértil y ameno, y tal vez en él tuvo asiento un pueblo de jardineros.

El ilustrado joven ingeniero Vicente Reyes, en su preciosa obra inédita intitulada Onomatología geográfica de Morelos, dice, explicando el jeroglífico correspondiente a Xochimancas:

«Xochimancas. Hacienda de la Municipalidad de Tlaltizapán, en el distrito de Cuernavaca. -Etimología: Xochimanca, lugar de cuidadores y productores de flores; de Xochimanqui, el cuidador y productor de flores, y ca. Formamos el nombre pictórico con el grupo que en la colección Ramírez sirve para descifrar la palabra Xochimancas, Xochimanque». Y luego citando al viejo cronista Sahagún, añade: «En la fiesta celebrada el tercer mes, Tezos-tontli ofrecían las primicias de las flores que aquel año primero nacían en el eu llamado Iopico, y antes que las ofreciesen, nadie osaba oler flor alguna».

«Los oficiales de las flores que se llamaban Xochimanqui hacían fiesta a su diosa llamada Coatlycue, y por otro nombre Cuatlaton».

Y el laborioso y erudito anticuario Cecilio A. Robelo, en sus Nombres Geográficos Mexicanos del Estado de Morelos, obra apreciabilísima, dice, citando a otro antiguo cronista, Torquemada: Xochimancas. ¿Xochimán? Lugar en que se cuidaban o producían las flores que se ofrecían a los dioses.

Entre las divinidades de los aztecas se hallaba la Cohuatlicue o Cohuatlantona, culebra resplandeciente, diosa de las flores, a la que ofrecían en el mes Tezostontli ramos de flores formados con precioso artificio. Los oficiales encargados del cultivo de esas flores y de formar los ramos se llamaban Xochimanqui. El lugar que en el Estado lleva el nombre de Xochimancas, estaba tal vez destinado para el jardín de la diosa, o para la morada de los Xochimanqui, y de ahí quizás tomó el nombre, cuya terminación, como nombre de lugar, no hemos podido encontrar.

Así, pues, parece que, en la antigüedad azteca este lugar, hoy abandonado y yermo, fue un jardín, seguramente un vasto jardín, tal vez una ciudad llena de huertos y de llores, un lugar ameno y delicioso consagrado al culto de la Flora Azteca, a cuyo pie los inteligentes y bravos tlahuica, habitantes de esta comarca y celebrados floricultores, ofrecían, como homenaje, ricos en aromas y colores, los más bellos productos de su tierra, amada del sol, del aire y de las nubes.

Sólo que, como dice nuestro sabio maestro el historiador Orozco y Berra, «por regla general, no siempre es fácil señalar los pueblos actuales correspondientes a los nombrados en las antiguas crónicas, porque si muchos conservan su nombre primitivo, aunque estropeado, otros cambiaron de apelación, se transformaron en haciendas o ranchos o desaparecieron completamente».

Xochimancas se transformó seguramente después de la conquista, de jardín o ciudad de jardines en hacienda, con encomenderos: y esclavos; después en ruinas y guaridas de fieras y reptiles, y al último en guarida de ladrones, y lo que es peor, y como vamos a verlo, en sitio de torturas y de asesinatos.

¡Triste suerte la de un lugar consagrado por los inteligentes y dulces indios a la religión de lo bello!




ArribaAbajo- XX -

El primer día


Manuela pasó los cinco primeros días de su permanencia en Xochimancas, siendo presa de cien emociones diversas, terribles y capaces de quebrantar una organización más fuerte que la suya.

El primer día fue horrible para ella. La sorpresa que le causó el espectáculo de aquel campamento de malhechores; la extrañeza que naturalmente le produjeron aquellos hábitos repugnantes, que no tenían ni siquiera la novedad de la vida salvaje; la ausencia de los seres que había amado, de su madre, de Pilar, de algunas personas amigas, hasta la falta de esas sensaciones a que se está habituado y que en la vida normal pasan inadvertidas, pero cuando desaparecen producen un vacío inmenso; las faenas del día, los toques de las campanas, el ruido de los animales domésticos, el rumor lejano de las gentes del pueblo, el rezo a ciertas horas, todo, todo aquel sistema de vida sencillo, común, poco variable en una población pequeña, pero que podría decirse que amolda el carácter y forma la disciplina de la existencia, todo aquello había desaparecido en pocas horas.

Por resuelta que hubiese estado Manuela a sufrir este cambio, por anticipada que hubiera sido la imaginación de esta vida nueva, en el ánimo de la inexperta joven, era imposible que la realidad hubiese dejado de causarle hondísima impresión. Ella, enamorada como estaba del joven bandido, había poetizado aquella vida, aquellos compañeros, aquellos horrores. Hemos dicho que había creado en su fantasía, rústica como era, un tipo especial novelesco y heroico. La joven que ama, por ignorante que sea, aunque se la suponga salvaje, es siempre algo poetisa. Atala es verosímil, Virginia lo es mucho más. Los amantes de los antiguos poemas bárbaros son enteramente reales. ¿Qué mucho que Manuela, que había recibido alguna educación y que había vivido en una población culta, y que aun había leído algunos libros romancescos, de esos que penetran hasta en las aldeas y en los campos, se hubiese forjado un ideal extraordinario, revistiendo a su amante bandido con los arreos de una imaginación extraviada?

Pero Manuela, al pensar así, estaba muy lejos de la realidad, y su sueño iba a desvanecerse en el momento en que la palpase de cerca.

En primer lugar, nunca pudo figurarse que el nido a que iba a conducirla aquel milano de las montañas, fuese esa galera infecta de presidiarios o de mendigos. Ella suponía que el Zarco iba a llevarla a alguna cabañita salvaje, escondida entre los bosques, o a alguna gruta abierta entre las rocas que solía divisar a lo lejos entre los picos dentellados de la sierra. Ése, ese escondite era digno de la querida de un bandido, de un enemigo de la sociedad. Allí estarían solos, allí serían felices, allí ocultarían sus amores criminales, pero libres. Allí ella lo esperaría preparando la comida, y palpitante de pasión y de inquietud. Allí, en un lecho rústico y sentada sobre el musgo, ella acariciaría aquella frente querida que acababa de exponerse al peligro de un combate, besaría aquellos ojos fatigados por la vigilia de la emboscada o del asalto nocturno, o reclinándolo sobre su seno, velaría por su amante mientras dormía. Cuando el peligro fuese terrible, cuando hubiera necesidad de huir por la aproximación de las tropas del gobierno, allí vendría el Zarco a buscarla para ponerla a la grupa de su caballo, y escapar, o le ordenaría ocultarse en lo más recóndito del bosque o de las barrancas, mientras que podía volver a buscarla. Allí tendría también un lugarcito, sólo de ella conocido, para guardar sus valiosas alhajas. Tal era el concepto que se había formado del lugar en que iba a tener que vivir con su amante, mientras que pudieran alejarse de aquel rumbo e ir a casarse donde no les conocieran.

En vez de encontrar ese retiro misterioso y agreste, el Zarco la llevaba a esa especie de cárcel o de mazmorra para hacerla vivir mezclada con mujeres ebrias y haraposas, con bandidos osados que no respetaban a las queridas de sus compañeros, que pronto iban a tutearla, a ultrajarla, tal vez a robarla, en alguna ausencia del Zarco.

Y quizás, y eso era lo más horroroso a juzgar por las chanzas amenazadoras de los facinerosos, y por la actitud pasiva y tolerante del Zarco, cansado éste de su amor, iba a abandonarla en manos de uno de aquellos sátiros, vestido de plata, tal vez de aquel espantoso demonio de mulato gigantesco que la había saludado con una frase sarcástica, cuyo tono le había hecho el efecto de un puñal en el corazón.

Todas estas consideraciones habían hecho sombrío para Manuela aquel primer día, que ella había soñado como un día luminoso, alegre, un día nupcial de embriaguez y de deleite.

Con semejante impresión, aun las caricias del Zarco, que naturalmente redoblaron en esas horas, en que se encontraban, por fin, unidos, fueron ineficaces para tranquilizarla y devolverle la ilusión perdida.

La verdad es, y tal fenómeno aparece con frecuencia en el espíritu de la mujer enamorada, que el amante que en las entrevistas nocturnas le parecía siempre lleno de prestigio, ahora había perdido mucho de él. Ahora le veía de cerca, vulgar, grosero, hasta cobarde, puesto que soportaba riendo las insultantes chanzas de sus compañeros que lastimaban hondamente a la mujer amada. No era, pues, entonces el Zarco el hombre terrible que infundía pavor y respeto a sus secuaces; ella suponía que aun entre los ladrones, la mujer del jefe debía ser un objeto sagrado, algo como la mujer de un general entre los soldados. Lejos de eso, se la trataba como una mujerzuela, como la presa de un asalto, y venía a aumentar el número de las desdichadas criaturas que componían aquella especie de harem nauseabundo que se alojaba, como una tribu de gitanos, en la vieja capilla.

Tal vez a ellas aludía el mulato cuando decía, al entrar Manuela:

-¡Si el Zarco tiene otras! ¿Pa qué quiere tantas?

Esto era abominable.

Decididamente, Manuela sentía que ya no amaba al Zarco, que se había engañado acerca de los sentimientos que la habían obligado a escapar de su casa.

Pero entonces, examinándose más profundamente, sondeando el abismo obscuro de su conciencia, acababa por comprender con terror que había otra pasión en ella que la había sostenido en este amor malsano, que la había seducido, tanto como el prestigio personal del Zarco, y esa pasión era la codicia, una codicia desenfrenada, loca, verdaderamente absurda, pero irresistible y que había corrompido su carácter.

E irritada por esa consideración, se sublevaba contra ella, negaba, y con una gran apariencia de razón. No podía ser la codicia, no podían ser las valiosísimas alhajas que el Zarco le llevara casi todas las noches de sus entrevistas, las que hubieran influido sobre ella para querer al bandido; no podían ser tampoco las esperanzas de obtenerlas todavía mejores por los robos sucesivos; porque, en suma, este tesoro y el que se reuniera después, es decir, el capital ya poseído y el que se esperaba, podían desaparecer en un momento con la muerte del bandido, con su derrota. Nada había más inseguro que este dinero de ladrones.

Por otra parte, la mujer ama las alhajas por el placer de ostentarlas en público, y ella no podía lucirlas delante de nadie, al menos por de pronto. No en las poblaciones, porque no podía bajar a ellas, y tampoco delante de aquellos malhechores, porque les darían tentaciones de arrebatárselas. Además, si hubiera sido el deseo del lujo el que la hubiese guiado en su afición al Zarco, él la habría decidido de preferencia en favor de Nicolás, porque el herrero poseía ya una fortuna regular y saneada, y aunque era económico como todo hombre que tiene moralidad y que gana el dinero con un trabajo difícil, es seguro que, enamorado como estaba de ella, le habría dado cuanto quisiera para verla feliz.

Así, pues, no era la codicia la que la había arrojado en los brazos de su amante: era el amor, era la fascinación, era una especie de vértigo, lo que la hizo enloquecer y abandonar todo madre, hogar, honor, cuanto hay de respetable y de sagrado, por seguir a aquel hombre sin el cual, todavía hacía dos días, no podía vivir.

¡Y ahora!...

¡Pero esto era espantoso! Manuela creía salir de un sueño horrible. Habíanle bastado algunas horas para comprender todo lo execrable de su pasión, y todo lo irremediable de su desventura. Y era que, desvaneciéndose su ilusión malsana, y apagándose por eso la llama impura que había abrasado su corazón, iba reapareciendo la luz de su conciencia y palpándose la fría realidad con su cortejo de verdades aterradoras.

A tan dolorosa revolución, que se operaba cada vez más intensa, se agregaban, como es de suponer, los punzantes recuerdos de la pobre anciana, de la dulce y tierna madre, tan honrada, tan amorosa, a quien había engañado vilmente, a quien había abandonado en el mayor desamparo, a quien había asesinado, porque era seguro que al despertar, al buscarla por todas partes en vano, al saber, por su carta, que había huido la desesperación de la infeliz señora no había tenido límites... ¡se había enfermado e iba a morir!

No podía pensar en ello Manuela, y así, abrumada por tantas emociones, torturada por tantos remordimientos se apoderaba de ella el desaliento, el tedio de la vida sentía que su razón iba a perderse.

El castigo de su falta no se había hecho esperar mucho tiempo.

Entretanto, el Zarco le prodigaba mil cuidados, la llenaba de atenciones; se esmeraba, acompañado de los bandidos y de las mujeres, en componer el departamento que le estaba destinado en la capilla, trayendo esteras nuevas, tendiendo jorongos, colgando algunas estampas de santos, y sobre todo, mostrándole sus baúles, en los que había algunas talegas de pesos, alguna vajilla de plata, mezclada con arreos de caballos, con cortes de vestidos de seda, ropa blanca de hombre y de mujer, y mil otros objetos extraños. Hubiérase dicho que aquellas arcas eran verdaderos nidos de urraca, en los que todo lo robado estaba revuelto confusamente.

-Todo esto es tuyo, Manuelita, tuyo nada más; aquí tienes las llaves y yo te traeré más.

Manuela sonreía tristemente.

El Zarco, al verla así, creía que estaba extrañando el cambio de vida; pero ni un momento pudo sospechar el cambio que se había efectuado en el ánimo de su amada, de cuya pasión estaba cada vez más seguro.

Así es que previno a aquellas mujeres que la entretuvieran, que la distrajeran, elogiándole la existencia que se llevaba allí, las diversiones que se improvisaban y, sobre todo, la fortuna del Zarco en sus asaltos y sus presas.

En la tarde el Zarco le trajo a dos bandidos que cantaban acompañándose con una guitarra y les encargó que entonaran sus mejores canciones. Manuela los vio con horror; ellos cantaron una larga serie de canciones, de esas canciones fastidiosas, disparatadas, sin sentido alguno, que canta el populacho en los días de embriaguez.

Los bandidos las entonaban con esa voz aguda y destemplada de los campesinos de la tierra caliente, voz de eunuco, chillona y desapacible, parecida al canto de la cigarra, y que no puede oírse mucho tiempo sin un intenso fastidio.

Manuela se sintió fatigada, y los músicos, conociéndolo, muy contrariados por no haber agradado a la catrina, le dieron las buenas noches y se retiraron.

Llegó la noche, la noche pavorosa y lúgubre de aquel campamento de bandidos. Manuela fue a asomarse a la puerta de la capilla, deseosa de respirar aire puro y de contemplar el aspecto de semejante lugar que comenzaba a parecerle peligrosísimo, a pesar de tener por apoyo al Zarco.

La noche era sombría y como la anterior, amenazaba tempestad. Las luces que brillaban por entre las ventanas y las grietas de las ruinas le daban un aspecto todavía más espantoso.

Acá y acullá cruzaban patrullas a caballo que iban de avanzada o que hacían la ronda; reinaba un silencio sepulcral. La noche es para los malhechores favorable, cuando se emboscan o emprenden un asalto; pero está llena de terrores y de peligros también para ellos, si descansan en la guarida. Así que su sueño nunca es tranquilo y está turbado por cada rumor de la arboleda, por cada galope que se oye a lo lejos, por cada silbido del viento, por todo ruido extraño.

Aun seguros como estaban los plateados en Xochimancas, ya lo hemos dicho, no descuidaban ninguna precaución. Así es que su campo estaba guardado por avanzadas, por escuchas, por rondas, y todavía así, los jefes no dormían sino con un ojo.

Entonces tenían un motivo más para estar alerta. El rapto de Manuelita debía haber causado gran alboroto en Yautepec. El herrero de Atlihuayán, hombre peligroso para los plateados, y que los odiaba a muerte, pretendiente desdeñado de la joven, debía haber puesto en alarma a los vecinos y a sus amigos de la hacienda. Era gran conocedor de aquellos terrenos, y muy audaz y muy valiente. Además ese día había llegado a Yautepec la caballería que había ido a perseguir a los asaltantes de Alpuyeca, y aunque los plateados sabían a qué atenerse respecto de la bravura de esa tropa, nada extraño sería que animada por el odio del herrero y por la resolución de los vecinos, se hubiera determinado a atacarlos.

Ya hemos visto que la previsión de los bandidos no carecía de fundamento, y que lo que ellos temían se intentó por Nicolás, aunque en vano, a causa de la cobardía del comandante.

Así es que la vigilancia se redobló en Xochimancas.

Salomé, el principal jefe de los plateados, había dicho, al obscurecer, al Zarco:

-Dios quiera, Zarco, que tu güera no nos vaya a traer algún perjuicio. Es necesario estar con cuidado; tú, vete con ella, y estate muy tranquilo, y diviértete, vale -añadió, guiñándole el ojo y riéndose maliciosamente-, que yo quedo velando. He avanzado a los muchachos por todos los caminos, y Félix se ha adelantado hasta cerca de Atlihuayán, por si hay algo. Conque, anda, vete y que duermas bien.

Algunas otras frases le dijo, pero debieron ser tales, que no quiso pronunciarlas sino en voz baja y en el oído del Zarco. El caso es que los dos se separaron riéndose a carcajadas. Salomé montó a caballo y seguido de una veintena de jinetes, se fue a hacer ronda. El Zarco se dirigió a la capilla, donde todos dormían ya, menos Manuela, que lo esperaba sentada en un banco, ceñuda y llorosa.




ArribaAbajo- XXI -

La orgía


Pasaron así algunos días que parecieron siglos a Manuela, siglos de aburrimiento y de tristeza. Érale imposible ya habituarse a aquella existencia entre los bandidos, puesto que a medida que el Zarco la trataba con mayor intimidad, siendo ya su querida, sentía mayor despego hacia él, despego complicado con una especie de miedo o de horror al hombre que había podido arrastrarla hasta aquel abismo.

Por una necesidad de su nueva vida, Manuela había tenido que entablar relaciones, si no de amistad, al menos de familiaridad con aquellas mujeres que habitaban la capilla con ella, y aun con las queridas de los otros bandidos que vivían en otra parte.

Entre ellas hacía distinción de una, no porque fuese menos perversa, sino porque conocía muy bien a Yautepec, donde había residido muchos años, y le hablaba siempre de personas que le eran conocidas, de doña Antonia, de Pilar, de Nicolás, sobre todo de Nicolás, a quien conocía mucho.

-¡Ay Manuelita -le había dicho esta mujer el primer día en que trabaron conversación-, yo me alegro mucho de que esté usted con nosotras, porque es usted tan bonita y tan graciosa, y porque quiero al Zarco y mi hombre le quiere también, pero no por eso dejaré de decir a usted que ha hecho una gran tontería en venirse aquí con él. Si le hubiera puesto a usted casa en alguno de los pueblos, o haciendas, o ranchos donde tenemos amigos, habría hecho mejor, estaría usted más segura y más contenta. Pero aquí, mi alma, va usted a padecer mucho. Para nosotras, que hemos seguido a nuestros hombres en todas las guerras, y que hemos corrido con ellos la ceca y la meca,esta vida ya no es pesada, y al contrario, nos gusta, porque, en fin, estamos acostumbradas, y las aventuras que nos suceden son divertidas algunas veces, fuera de que tenemos también nuestro reparto en ocasiones y nos tocan regulares cosas. Es cierto que pasamos también buenos sustos, y que hay días en que no comemos y noches en que no dormimos, y nuestros hombres nos pegan y nos maltratan, pero, ya digo, estamos acostumbradas y nada nos hace. Pero usted, una niña que ha estado tan recogida siempre, tan metidita en su casa, tan cuidada por su mamá, que tiene usted la carita tan fina y el cuerpecito tan delicado y que no está hecha a pasar trabajos, la verdad, mi alma, me temo mucho que se vaya a enfermar o que le suceda alguna desgracia. Ahora ya lo ve usted, está muy triste, se le echa de ver luego en la cara que no está usted contenta, ¿verdad?

Manuela respondió sólo derramando un mar de lágrimas.

-¡Pobrecita! -continuó aquella mujer-, yo la conocí a usted hace dos años, allá en Yautepec, ¡tan hermosa! ¡tan decente! ¡tan bien vestida! Parecía usted una Virgen, y que la querían a usted mucho los gachupines de la tienda y todos los muchachos bien parecidos de la población, aunque le hablaré a usted francamente, ninguno de ellos valía nada en comparación de don Nicolás el herrero. Él, pobrecito, es trigueñito, es feo, es desairado, como indio que es, y artesano, pero dicen que es muy trabajador, que tiene ya su dinero y que le quieren mucho. Aquí no hay que hablar bien de él, porque le tienen miedo y es el único a quien no le han podido dar un golpe, porque es muy valiente y no se deja; y como no tiene tierras, ni ganado, ni nada que le puedan ocupar, sino que tiene su dinero quién sabe dónde, de ahí es que habría necesidad de cogerlo a él para darle tormento y que lo entregara; pero no se ha podido, porque él es muy desconfiado y anda siempre muy bien armado y con otros compañeros, también resueltos. ¡Pero ese sí le habría convenido a usted, niña, y él andaba enamorado desde hacía tiempo de usted, y todos lo sabían! Eso es hablarle a usted la verdad y Dios me libre de que oyera el Zarco, porque me sacaba los ojos, pero es la verdad. El Zarco es cierto que es buen mozo y simpático, y bueno para la pelea y tiene mucha fortuna; pero le diré a usted, tiene su mal genio, y si la sigue viendo a usted triste se va a enojar, y puede que...

-¡Qué! -interrumpió Manuela con vivacidad-, ¿que me pegue?

-¡Pues... vea usted, Manuelita, no sería difícil! Él la quiere a usted mucho, pero yo le digo a usted, tiene muy mal genio...

-¡Pues eso sólo me faltaba! -replicó Manuela. Y luego añadió con amargura: -No, no lo hará, y ¿por qué lo había de hacer?, ¿qué motivo le doy?

-Ya se ve que ninguno, y al contrario, está muy enamorado de usted; pero por eso mismo, él es muy perro, y si la ve a usted triste y triste, va a creer tal vez que usted no le quiere, que está usted arrepentida de haberle seguido, y sería capaz de matarla en un coraje... Yo le aconsejo a usted que se muestre más alegre, al Zarco que le haga la disimulada, que le dé a conocer que está usted contenta, que se lleve con nosotras, que aguante las chanzas de los muchachos, que también han advertido ya que no los quiere usted; en fin, que se vaya usted haciendo a nuestra vida, porque al cabo, ya ahora mi alma, es usted del Zarco, y a no ser una desgracia, como por ejemplo, que lo maten, tiene usted que andar con él siempre, si no es que logra usted con modito que la lleve a otra parte, pero entonces puede que sea peor; porque tendrá usted que lidiar con las gentes, que sospecharán de usted, y además con los celos del Zarco, que estando ausente de usted ha de andar siempre desconfiado, y con el menor chisme que le cuenten, habrá pleitos y muertes, y se arrepentirá de haberse separado de él. Conque es mejor que haga usted lo que le digo, mucho disimulo y granjearse el cariño de todos.

Manuela comprendió fácilmente que aquella mujer tenía razón, y que, aunque amarga y desagradable, le había pintado la existencia que tenía que llevar con la verdad propia de la experiencia. Las razones que le daba no tenían réplica, todo lo que le pasaba e iba a pasarle todavía no era más que la consecuencia ineludible de su aturdimiento, de su ceguedad, de su insensatez. Precipitada de cabeza en el abismo, no había desviación posible; tenía que caer hasta el fondo. Así pues, no había escapatoria; era como una avecilla presa en las redes, como una mosca envuelta en la negra tela de una araña monstruosa, y más envuelta a medida que eran mayores los esfuerzos que hacía para salir de ella.

A esta consideración, Manuela sentía circular en su cuerpo un calofrío de muerte, y se apoderaba de ella un fuerte deseo de escaparse, de volar, al que sucedían luego un desmayo y un desaliento indecibles.

¡Fingir!, ¡disimular! Esto era horroroso, y sin embargo, no le quedaba otro camino. Se propuso pues, seguirlo, cambiar de conducta enteramente y engañar al Zarco para inspirarle confianza, a fin de aprovechar la primera oportunidad para escaparse de sus garras.

Semejante vida estaba llena de vicisitudes, de aventuras; no siempre estarían en aquella madriguera, no siempre andarían por aquellos rumbos. Era posible que alguna vez tuviesen que atravesar cerca de alguna ciudad; entonces se refugiaría en ella, apelaría a las autoridades, llamaría en su auxilio; tal vez encontraría a Nicolás, le inspiraría compasión y la salvaría, él a quien los bandidos temían tanto, él que era tan valiente, tan honrado y tan generoso.

Porque, como es de suponerse, dado el cambio de ideas que se había operado en el ánimo de Manuela, a medida que el tipo del Zarco se iba cubriendo con las sombras del miedo, del horror y quizás del odio, el del joven herrero se iba iluminando con nueva y rosada luz.

Nicolás, aun para aquella mujer que no hacía más que hablar la verdad, valía más que el Zarco, más que todos los bandidos, que le tenían miedo. No estaba dotado de buena figura, pero en cambio, ¡qué alma tan hermosa tenía! Manuela ya había aprendido en tan pocos días a estimar lo que vale la apariencia cuando se la compara con el fondo. El Zarco, joven, guapo, agraciado antes para ella, hoy le inspiraba horror.

Nicolás, el obrero rudo, el indio atezado, con las manos negras y gruesas, blandiendo el martillo, junto al yunque, cubierto con su mandil de cuero, iluminado con los fulgores rojizos de la fragua, y ganando la vida con su honradísimo trabajo, le parecía ahora hermoso, lleno de grandeza, amable en comparación con aquellos holgazanes, carcomidos de vicios, cubiertos de plata, que habían arrancado por medio del asesinato y el robo, proscritos de la sociedad, viviendo con zozobra siempre, teniendo por perspectiva el patíbulo, durmiendo con sobresalto, buscando en la embriaguez y en el juego, el olvido de sus remordimientos o los únicos placeres de su vida infame.

¡Qué bella y qué dulce hubiera sido la existencia en la casa de aquel obrero, rodeada por el respeto de las gentes honradas! ¡Qué hogar tan tranquilo, por más que fuese humilde! ¡Qué días tan alegres consagrados desde el amanecer a las santas faenas de la familia! ¡Qué noches tan gratas, después de las fatigas del día, pasadas en suaves conversaciones y en un reposo no turbado por ningún recuerdo amargo! Y luego, la cena sabrosa y bien aderezada, en la mesa pobre, pero limpia, las caricias de los hijos, los consejos de la anciana madre, los proyectos para lo futuro, las esperanzas que arraigan en la economía, en la actividad y en la virtud... todo un mundo de felicidad y de luz... ¡Todo desvanecido!..., ¡todo ya imposible!

Y en medio de este cuadro, surgía rápida, pero precisa y clara, una imagen que hacía estremecer a Manuela. ¡Era la imagen de Pilar, de su dulce y buena amiga, que parecía amar a Nicolás en silencio y a quien acostumbraba a decírselo en broma, como para humillarla! Y ahora... esta aparición fugaz, en ese sueño de dicha que se alejaba, producía a Manuela un sentimiento amargo y punzante. ¡Era la envidia! ¡Eran los celos!

Pilar merecía esa dicha, que ella, la insensata había desdeñado; pero, con todo, Manuela sentía un malestar indecible con sólo sospecharlo, y no se tranquilizaba sino pensando que tal unión era imposible, puesto que Nicolás no podía amar a la huérfana, apasionado como estaba de ella, de Manuela, y exacerbada como debía estar esta pasión a consecuencia de la fuga.

Con todo, apenas nacieron estos pensamientos en el espíritu de Manuela, después de la conversación con la mujer a quien había escogido por confidente, cuando se desarrollaron de una manera tenaz e implacable. La imagen de Pilar fue ya la pesadilla constante de Manuela y las sospechas tomaron el carácter de realidades, como sucede siempre en las imágenes vivas. Y es que Manuela amaba ya a Nicolás y lo amaba con el amor desesperado y violento que lucha con lo imposible.

Así es que, aunque se había propuesto seguir los consejos que se le habían dado, y adoptar el camino del disimulo, no pudo hacerlo, y se encerró en un silencio y en una tristeza más obstinados todavía que los de los días anteriores.

El Zarco se manifestó enojado, al fin, y le riñó.

-Si sigues triste, vas a hacer que yo cometa una barbaridad -la dijo.

Manuela se encogió de hombros.

Pero una tarde llegó el Zarco a caballo y muy contento. Durante el día había hecho una expedición en unión de varios compañeros. Saltó del caballo a la puerta de la capilla y corrió a ver a Manuela, que como siempre, se hallaba encerrada en la especie de alcoba que se le había improvisado.

-Toma -le dijo el bandido-, para que ya no estés triste.

Y puso en sus manos una talega con onzas de oro.

-¿Qué es esto? -preguntó Manuela con disgusto.

-Mira lo que es -contestó el Zarco, vaciando las onzas en la cama.

-Cien onzas de oro -añadió-, que me acaban de traer, y mañana me traerán otras cien, o le corto el gaznate al francés.

-¿Qué francés? -preguntó Manuela horrorizada.

-Pues un francés que me fueron a traer los muchachos hasta cerca de Chalco, figúrate, hasta cerca de México. ¡Es rico y aflojará la mosca o se muere! Ya mandó la familia cien onzas, pero si no manda quinientas la lleva. Por ahí le tengo comiendo una tortilla cada doce horas.

-¡Jesús! -exclamó Manuela espantada.

-¡Qué! ¿Te espantas, soflamera?¡Pues vaya que estás lucida! En lugar de que te alegraras, porque con ese dinero vamos a ser ricos. Yo les daré a los compañeros algo, pero nos cogeremos la mayor parte, y después nos iremos zafando de aquí poco a poco porque no se puede hacer luego, y nos marcharemos por ahí, para Morelos o para Zacatecas o para en casa de los diablos, donde no sepan quién soy, y pondré un mesón o compraremos un rancho, porque, lo que eres tú, no tienes pintas de querer llevar esta vida, ¡y que me lo habías prometido!...

Manuela, sin darse por entendida por este reproche, después de haber mirado el oro con indiferencia, le contestó:

-Oye, Zarco, aunque no me traigas más dinero, te ruego que sueltes a ese hombre. ¿Dices que está comiendo una tortilla cada doce horas?

-Sí -replicó el Zarco, sorprendido de la pregunta.

-Pues bien -continuó Manuela-, yo te suplico que le des de comer bien, y que luego lo dejes libre, aunque no te dé más dinero.

-¿Qué es lo que estás diciendo? -preguntó el Zarco, con voz ronca en que se traslucía la cólera más salvaje-. ¿Estás loca, Manuela, para decirme eso? ¿No sabes que cada rico que cae en nuestras manos tiene que comprar su vida pesándose en oro? ¿Conque nada más que por ti, por ti no más, ingrata, he arriesgado a los muchachos para que vayan a traerme a ese rico, para que nos dé dinero, para que nos replete de onzas, para que te compres alhajas, vestidos de seda, todo lo que quieras, y ahora me sales con esta compasión y con estos ruegos? Pues seguramente tú no has acabado de saber quién soy yo, y de lo que yo soy capaz. Tú eres muy buena, Manuelita, y te has criado entre gente muy escrupulosa y muy santa; pero tú sabías quién era yo, y si no te creías capaz de acomodarte a mi modo, ¿para qué te saliste de tu casa? Ya sabías lo que soy, ya sabías de dónde venían las alhajas que te he dado. ¿De qué te espantas ahora? ¿Te has venido aquí para predicarnos sermones? Pues pierdes el tiempo y me estás fastidiando, porque, la verdad, ya no aguanto tus gestos y tus desprecios para mis compañeros, y tus lágrimas y tus soflamas. Hace varios días que Salomé, Félix y el Coyote me están diciendo que he hecho mal en traerte aquí con nosotros y que tú nos vas a causar alguna desgracia, y yo, sólo por el cariño que te tengo, he estado sufriendo sus indirectas, y creyendo darte gusto he expuesto la vida de mis mejores compañeros para que traigan a un rico, y pelarlo y darte dinero, mucho dinero, y ¡que me salgas con esa tontera!... la verdad, Manuelita, no lo he de aguantar. Si tu modo era diferente, ¿por qué no te casaste con el indio de Atlihuayán? ¡Ese no es ladrón! Pero conmigo, la bebes o la derramas... o te conformas con la vida que llevo o te mueres, Manuela -dijo el Zarco arrimándose a la joven, abriendo los ojos, apagando el acento y poniendo la mano en el puño de la pistola.

Manuela tembló ante esta explosión de ira.

-Pero yo quería -dijo con timidez- que por causa mía no fueras a matar a ese extranjero... Era por ti, sólo por ti... porque tengo miedo de que cometas un crimen...

-¡Crimen! -repitió el Zarco, lívido de cólera y con voz nasal, pero ya un poco calmado-. ¡Crimen! ¡Vaya una tonta! ¿Pues tú estás pensando que ésta es la primera zorra que desuello? ¡Vete al demonio con tus escrúpulos! Este francés se irá adonde se han ido los otros, aunque no sea para darte a ti el dinero. ¿No sabes, inocente, que el rico que cae en nuestro poder nos pertenece a todos? Aunque yo quisiera echar libre al francés, ¿piensas que los demás me habían de dejar? Pues ¿y la parte que les toca?

-Bien, no hablemos ya más de eso -dijo Manuela espantada-; haz lo que quieras, Zarco, no te diré más.

-¡Pues está bueno -replicó el bandido-, y harás bien! Ahora lo que hay que hacer es aprovecharse de la ocasión. Guarda esas onzas sin hacer ruido, y no hables ni me molestes con llantos y con quejumbres.

Acabado de decir esto el Zarco, se oyó un gran ruido de voces, mezclado al rasgueo de guitarras y de jaranitas, y entraron en la capilla Salomé Plasencia, Palo Seco, el Tigre, Linares y otros veinte bandoleros más, que parecían regocijados y estaban ebrios.

-¡Zarco! -gritaron-; ahora estás rico, hermano, y vamos a hacer un baile para que se alegre la chata que te has traído de Yautepec y que se está muriendo de tiricia.

-¡A ver! ¡Sácala, negro, sácala, y que venga a bailar con nosotros el valse y la polca y el chotis!

-Ven, Manuelita, y cuidado con disgustar a mis compañeros -dijo el Zarco, tomando de la mano a la joven, que se dejó arrastrar como una víctima y que procuró fingir una sonrisa.

-Aquí estoy, hermanos, y aquí está mi chata para ir al baile.

-Güerita -dijo Salomé que traía una botella en la mano-. Nos va a acompañar al baile que vamos a hacer para celebrar las hazañas de su querido, el Zarco; antier le dio el tormento de la caña al francés y escupió luego las oncitas que debe usted haber guardado, buena moza, y vamos a beber y a gustar... Véngase para acá y deje de estar allí tan triste.

-Bueno, bueno -dijo el Zarco-, vamos a disponer el baile y a preparar los licores, que ya vendré por Manuela para llevarla. Vístete, mi vida, y componte para el baile, que ya vengo por ti.

-Zarco, tú eres celoso -dijo Salomé, dándole una palmada en el hombro, con tono de burla-; eres celoso, y tú sabes que entre nosotros eso no se usa. Por ahora te consentimos esas tarugadas, pero no sigas con ellas mucho tiempo, hermano, porque no convienen.

Manuelita tembló. Todo se convertía en nuevos peligros para ella. Luego que se quedó sola, llamó a su confidente para que la ayudara a vestirse, y en realidad para hablar con ella.

-¿Quién es ese francés que tienen preso? -le preguntó- ¿No sabe usted nada?

-¡Cómo no! -contestó la mujer-, y me extraña mucho que usted no lo sepa. Ahí está el francés en un sótano de la casa de la hacienda, y todos los días le dan tormento para que escupa el dinero de su familia, que está en México. Dicen que ya dio una talega, y que la tiene el Zarco. El Amarillo (así se llamaba su hombre) es el que lo cuida ahora, lo mismo que a los demás.

-¿Pues que, hay otros? -preguntó curiosamente Manuela.

-Ya se ve que hay otros -respondió la mujer-. Hay un gachupín, hay otro tendero, otro viejo muy tacaño que se queja todo el día, y otros más pelados, pero que pueden dar sus cien o doscientos pesos. ¡Siempre es algo!

-¿Y podría yo verlos?

-¡Cómo no! Si el Zarco quiere llevarla a usted, lo más fácil; pero como es usted tan delicada, se va usted a afligir.

-No me afligiré -respondió Manuela, con aire de resolución-; ya estoy cambiada, ya voy a seguir los consejos de usted.

-¡Ah, qué gusto! -exclamó la mujer-, entonces va usted a divertirse mucho. ¡Ya verá usted!

Como el Zarco llegaba en ese momento, Manuela le rogó que la condujera a donde estaban las plagiados.

El Zarco la miró con sorpresa.

-¿Tú? -le dijo-, ¿tú, quieres ver a los presos? Pero ¿qué ha sucedido?

-Ha sucedido -contestó Manuela-, que voy a probarte que yo no estoy triste ni descontenta con esta vida; que no me espanto de nada, y que, cuando me resolví a dejar mi casa y mi familia por ti, es que estaba yo determinada a seguirte a todas partes y a correr tu suerte.

-¡Bueno, muchacha, eso sí me gusta! Me tenías muy disgustado, pero, puesto que estabas fingiendo, y que eres lo que yo pensaba, ahora sí soy feliz. Voy a llevarte adonde están esos tarugos y no les tengas lástima, porque tienen dinero y no arriesgan la vida como nosotros.

Manuela, ya vestida y compuesta para el baile, y muy bella, a pesar de su palidez y de su demacración, se dejó conducir por el bandido hasta las viejas bóvedas de los purgares, que servían de cárcel a las desdichadas víctimas de los facinerosos.

En la única puerta que había practicable, estaba una guardia de veinte bandidos, armados de mosquetes, pistolas, machetes y puñales. Todos guardaban silencio y tenían cubiertos los rostros con pañuelos.

Aquellos vastos salones abovedados, que habían servido en otro tiempo para guardar los panes de azúcar y que son conocidos en las haciendas con el nombre de purgar, habrían estado completamente obscuros si en los ángulos no hubiera alumbrado una lamparilla de manteca, junto a la cual se tendían en petates inmundos cuatro hombres atados de pies y manos, vendados los ojos, y que habrían sido tomados por cadáveres si de cuando en cuando no hubiesen revelado en movimientos de dolor o en apagados sollozos, que eran cuerpos que vivían.

-¡Mira al francés! -dijo el Zarco a Manuela, llevándola a uno de los rincones y señalando a un hombre anciano, con la cabeza gris, fuertemente vendada y que apenas daba señales de vida.

Junto a él había vigas en cruz, reatas, lanzas y algunos otros objetos de tortura, un jarro de agua y una botella de aguardiente.

-Antier le hemos dado caña a este maldito gabacho, y por eso ha dado las onzas, pero si no suelta más dinero le haremos algo peor. No sabe todavía lo que es tener el pescuezo apretado ni que le saquen las uñas de los pies y de las manos. ¡Ya lo sabrá!

A estas últimas palabras dichas en alta voz el pobre francés, que las habla escuchado, trató de incorporarse y con voz débil y suplicante, dijo:

-¡Oiga, señor, por el amor de Dios, máteme, ya no puedo más, máteme!

-No, todavía no, viejo agarrado; manda traer otras cuatrocientas onzas; si no ya verás lo que te pasa.

-No tengo más onzas -contestó el desdichado-. ¡Soy pobre, tengo familia, tengo hijitos, no hay quien me preste!... ¡No tengo más!... ¡no tengo más!.. ¡mátenme!...

-Vámonos -dijo Manuela, próxima a desmayarse-; si no tiene dinero, mátenlo...

-No -repuso el Zarco riendo con una risa siniestra y espantosa-; esto dicen todos: se desesperan, quieren morir, pero como la vida no retoña, acaban por soltar la mosca. Mañana dará éste lo que le pedimos. Ya se avisé a su familia, y ya escribió él diciendo lo que le pasa.

-Bien -dijo Manuela, toda temblando-, ¿pero qué?, ¿el gobierno no mandará tropa a perseguir a ustedes y a libertar a éstos? ¿Sus familias no avisarán?

-¡Ah, no!, no les conviene porque tendrán miedo de que los matemos. Además, no puede el gobierno enviar fuerza contra nosotros, y aunque las enviara no nos harían nada; no nos encontrarían aquí. ¡Si tú no sabes, Manuelita: nosotros somos fuertes, estamos seguros y lo que es por ahora, nadie nos ronca!... ¡Pero vámonos al baile, que ya nos están aguardando! Es preciso que bailes con todos, que estés risueña; no vayan a decir que estoy celoso y vayamos a tener una tinga.

Manuela salió del purgar apresuradamente, lívida, convulsa, con los ojos fuera de las órbitas, loca de horror y de pavor. Por espantoso que fuera a ser ese baile, no podría producirle el pavor, la inmensa repugnancia que acababa de causarle el cuadro de los plagiados.

Como el baile se daba en las piezas que estaban un poco más enteras en la antigua casa de la hacienda, y junto a las bóvedas del purgar, la pareja subió las ruinosas escaleras y pronto se presentó en el salón, alumbrado con velas de sebo y lleno de humo en que se habían reunido los bandidos para divertirse.

Resonaban allí algunos bandolones, guitarras y jaranas tocando polcas y valses, porque es de advertir que esos bandidos eran poco aficionados a los bailes populares, como el jarabe, y sólo como una especie de adorno o de capricho solían usarlos. Los plateados tenían pretensiones, bailaban a lo decente, pero por eso mismo, sus bailes tenían todo el aspecto repugnante de la parodia o el grotesco de la caricatura.

Al entrar Manuela con el Zarco, se alzó una gritería espantosa: vivas, galanterías, juramentos, blasfemias, todo eso salió de cien bocas torcidas por la embriaguez y la crápula. Todos los bandidos famosos estaban allí, cubiertos de plata, siempre armados, cantando unas canciones obscenas, abrazando otros a las perdidas que les hacían compañía. Manuela se estremeció; apenas acababa de soltarse del brazo del Zarco, cuando se acercó a ella el mulato colosal y horroroso que tanta repugnancia le inspiraba. Traía todavía su venda, que le cubría parte de la cara; pero dejaba ver su enorme boca, armada de dientes agudos y blancos, de los que sobresalían los dos colmillos superiores que parecían hendirle el labio inferior, y venía literalmente forrado de plata, como si hubiera querido sobrepujar en adornos a sus demás compañeros.

-Ora va usted a bailar conmigo, güerita -dijo a Manuela, cogiendo con una de sus manazas el brazo blanco y delicado de la joven.

Por un movimiento irresistible, Manuela retrocedió asustada y procuró seguir al Zarco para refugiarse con él. Pero el mulato la siguió, riéndose, la ciñó el talle con su brazo nervudo, y dijo al Zarco:

-Mira, Zarco, a tu chata, que corre de mí y no quiere bailar: ¡oblígala!

-Hombre, ¿qué es eso, Manuela? ¿Por qué no quieres bailar con mi amigo el Tigre? Ya te dije que has de bailar con todos, para eso has venido.

Manuela se resignó, y fingiendo una sonrisa lastimosa, se dejó conducir por aquel monstruo de fealdad y de insolencia.

-¡Ah! -exclamó éste, echándose el gran sombrero para atrás, mientras que seguía ciñendo y apretando convulsivarnente la cintura de Manuela-. ¡Bien dije yo que había de tener el gusto de abrazarla a toda mi satisfacción! Por ahora está usted con un hombre y nos vamos a dar gusto bailando este chotis.

Manuela casi cerró los ojos y se dejó llevar por aquella especie de cíclope, que la devoraba con el único ojo que le quedaba libre y que la bañaba con su resuello, como con un vapor de aguardiente.

Al verlos pasar así, espantoso él, como una fiera rabiosa, y débil ella y doblada, como una presa, los demás bandidos le gritaban:

-¡Ah, Tigre, no te comas a esa venadita!

Después de haber dado algunas vueltas en aquel salón infecto, atropellando y empujando a cincuenta parejas de bandoleros y de mujeres ebrios, el Tigre dejó de bailar, pero inclinándose hacia su compañera le dijo con voz ahogada por los deseos y apretándola brutalmente el brazo:

-Chatita, desde que la vide llegar con el Zarco me gustó y le encargué a la Zorra, la mujer del Amarillo, que se lo dijera, no para que usted me correspondiera luego lueguito, sino para que lo supiera de una vez; no sé si se lo habrá dicho.

Manuela no contestó.

-Pues si no se lo ha dicho, ahora se lo digo yo francamente; usted me ha de llegar a querer.

-¿Yo?... -exclamó la joven asustada.

-¡Usted! -replicó el Tigre-, ¡ya verá usted!... El Zarco no es constante y le ha de pagar a usted mal, como les ha pagado a todas... Pero yo estoy aquí, mi alma, para que cuando le dé el desengaño se acuerde usted de mí, y entonces sabrá usted quién es el Tigre; usted no me conoce y no conoce todavía al Zarco. No se espante de verme así con la cara vendada, porque precisamente estoy así por causa de usted.

-¿Por causa mía? -preguntó Manuela con una curiosidad mezclada de pavor.

-Sí, por causa de usted, y se lo voy a explicar. Me hirieron en Alpuyeca los gringos a quienes matamos. Yo los maté, ¡vaya!... yo fui quien sostuvo la pelea, mientras que el Zarco robaba los baúles; un gringo me dio un balazo con su pistola, que por poco me saca un ojo; pero al fin se murió él y se murieron todos los que lo acompañaban en clase de hombres. Pero el Zarco apenas nos dio la mano en lo fuerte de la pelea, y después de que ya estaban todos caídos y moribundos, fue cuando vino él y los mató cuando estaban rendidos, y mató a las mujeres y a los muchachos. Sí, señor, así fue. El Zarco es un lambrijo y un gallina, pero eso sí, se sacó todas las alhajas para llevárselas a usted y no nos dejó más que la ropa inútil, porque ¿para qué queríamos eso? ¡Levitas, sacos, túnicos viejos, trapos de catrines! Y el Zarco se cogió lo mejor, después que nosotros triunfamos. ¡Está bueno! ¡Los gavilanes no chillan! Pero luego que vide a usted, dije: «¡Ora sí, me emparejé! Que se lleve el Zarco las alhajas, pero que nos deje a la güerita y estamos a mano».

Manuela parecía ser presa de una pesadilla y se sintió desfallecer. Las revelaciones sobre el Zarco, sus asesinatos de las mujeres, de los moribundos y de los niños, aquellas amenazas del Tigre, todo era superior a sus fuerzas y a su resolución de afrontar semejante vida. ¡Había caído en el infierno! Sabía que aquellos hombres eran simplemente bandidos, y en realidad eran demonios vomitados por el averno. ¡Oh! ¡Si hubiera podido escapar en ese momento! ¡Si hubiera podido al menos morir! Quedáse paralizada y muda. Sacola de aquel estado la voz áspera y ronca del Tigre, que le preguntó:

-¿Qué es lo que le pasa, linda? ¿Se asusta usted de lo que le digo?... ¿No le había contado a usted el Zarco todas sus hazañas y valentías? Apuesto a que no; pues sépalas y váyase conformando con lo que le digo, usted ha de venir a parar en mi poder.

-¿Pero usted cree que el Zarco se va a dejar? -exclamó al fin Manuela, sofocada de ira y de fastidio.

-¡Y a mí qué me importa que se deje o no, chata! ¿Pues qué? ¿Usted piensa que yo le tengo miedo a ese collón? Si usted admite mi cariño, ahora mismo, dígame una palabra y mato al Zarco. Con eso, de una vez se queda usted libre... Si no, esperaré, y ya verá usted lo que le pasa.

-¡Pues yo se lo voy a decir al Zarco para que esté prevenido!

-¡Pues dígaselo usted, linda, dígaselo usted! -respondió el Tigre, con una risa desdeñosa y siniestra, en que se revelaba una resolución espantosa-. Ya el Zarco me conoce -añadió- y verá usted si es verdad lo que le digo; el Zarco, de quien se ha enamorado usted porque lo ha creído hombre, no es más que un lambrijo. Conque dígaselo usted, y para que sea pronto, la voy a sentar y me quedo aguardando.

Manuela fue a sentarse aterrada. Seguramente iba a producirse allí una catástrofe; el Tigre deseaba provocarla a toda costa para matar al Zarco, y ella estaba destinada a ser el botín del vencedor. ¡Qué situación tan espantosa! Manuela se sentía agonizar.

Pero cuando ella buscaba con angustia a su amante, a quien, a pesar del horror que ya le inspiraba, creía su único apoyo, le vid dirigirse hacia ella, ceñudo, frío, lívido de cólera. Manuela creyó que estaba celoso del Tigre y pensó que era llegado el momento de la riña que estaba temiendo.

Pero el Zarco, con una sonrisa satánica y enronquecida por la ira, le dijo:

-¡Conque ya sé cuál es el motivo de tus tristezas y de tu aburrimiento en estos días, ya me lo han contado, y ya no me la volverás a pegar, arrastrada!...

-Pero, ¿qué es? ¿Qué es?¿Qué te han contado, Zarco? -preguntó Manuela, tan asombrada como despavorida al oír estas palabras.

-Sí; ya me dijo la Zorra que lo que hay es... que te has arrepentido de haberte largado conmigo, que has conocido que no me querías... de veras...; que el único hombre a quien amabas era el indio Nicolás; que sientes haberlo dejado; que la vida con los plateados no te conviene, y que en la primera ocasión que se te ofrezca me has de abandonar.

-¡Pero yo no he dicho!.. -interrumpió temblando Manuela.

El Zarco no la dejó acabar.

-¡Sí, tú se lo has dicho, falsa y embustera; no quieras negarlo! Yo tengo la culpa por fiarme de una catrina y una santularia como tú, que no quería más que alhajas y dinero... Pero, mira -añadió cogiéndola de un brazo y apretándoselo bestialmente-, lo que es de mí no te burlas, ¿me entiendes? Ya te largaste conmigo y ahora ves para qué naciste. ¡En cuanto al indio herrero, yo he de tener el gusto de traerte su cabeza para que te la comas en barbacoa, y después te morirás tú, pero no te has de quedar riendo de mí!

Manuela apenas pudo decir al Zarco, en actitud suplicante:

-¡Zarco, hazme el favor de sacarme de aquí, estoy enferma!...

-¡No te saco, muérete! -contestó el bandido en el paroxismo del furor.

No bien acababa de decir estas palabras cuando hubo un gran ruido en la puerta de la sala, y varios bandidos, cubiertos de polvo y con el traje desordenado por una larga caminata, se precipitaron adentro con aire azorado, y preguntando por Salomé Plasencia, por el Zarco, por el Tigre y por los demás jefes.

Salomé y los otros fueron a su encuentro.

-¿Qué hay? -preguntó aquél, mientras que todos los plateados iban formando círculo en torno suyo y cesaban, como es de suponerse, la música y la algazara del baile.

-Novedad -respondió uno de los recién llegados, sofocándose-. Hemos corrido diez leguas para avisarles... Martín Sánchez Chagollan, el de Acapixtla, con una fuerza de cuarenta hombres, ha sorprendido a Juan el Gachupín y a veinte compañeros y los ha colgado en la catzahuatera de Casasano.

-¿Y cuándo? -preguntaron en coro los bandidos aterrados.

-Anoche, a cosa de las diez los sorprendió. Estaban emboscados esperando un cargamento que iba a pasar, cuando Martín Sánchez les cayó, los acorraló y apenas pudieron escaparse cinco o seis, que vinieron a buscarnos y que se han quedado heridos y no han podido venir hasta acá.

-¿Pero... qué?... ¿no pelearon esos muchachos? -preguntó Salomé.

-Sí, pelearon, pero los otros eran más y traían muy buenas armas.

-¿Y qué, no tuvieron aviso?

-¡Eso es lo que extrañamos!, pero creo que la gente comienza a ayudar a Martín Sánchez y a faltarnos a nosotros.

-Pues, es preciso vengar a nuestros compañeros y meter miedo a las gentes, para que no se vayan a voltear enteramente contra nosotros. Mañana, amaneciendo, todos vamos a salir de aquí, y que se nos reúnan los demás que andan dispersos, y vamos a buscar a Martín Sánchez y a ver si es tan bueno contra quinientos hombres como contra treinta. Conque alístense para mañana.

-¿Y qué hacemos con los presos? -preguntó uno.

-Pues ésos que se mueran -dijo Salomé-, ¿para qué queremos estorbos?... Tú, Tigre, anda, y mátalos luego luego.

-Mira, Salomé -dijo el Tigre, adelantándose-, mejor dale esa comisión al Zarco; él sabe bien matar a los muertos -añadió con desprecio.

-¿Matar a los muertos dices, Tigre?

-¡Sí, matar a los muertos! -replicó el Tigre-; acuérdate de Alpuyeca.

-¡Pues ya verás si sé matar también a los vivos! -replicó el Zarco, lívido de cólera.

-¡Bueno, bueno -dijo Salomé, interponiéndose-; no queremos disputas; cualquiera es bueno para despachar a los presos! El caso es que no amanezcan; llévenle la orden al Amarillo y vámonos. Se acabó el baile.

-¡Ah!, ¡otra noticia! -añadió el otro de los recién llegados-. Esta mañana se enterró, en Yautepec, la madre de la muchacha que se trajo el Zarco.

Entonces se oyó un grito que hizo volver la cara a todos aquellos hombres.

-¡Mi madre! -exclamó Manuela, y se dejó caer desfallecida en el suelo.

-¡Pobrecita! -dijeron las mujeres, ya vueltas en sí de la embriaguez ante aquella lluvia de malas noticias.

-Levántala, Zarco, y llévatela y que se conforme, porque si no nos va a estorbar.

El Zarco, ayudado de algunas mujeres, levantó a Manuela, la cargó y se la llevó a la capilla, donde la recostó en su cama. La joven estaba moribunda. Tantas emociones seguidas, tantos peligros, tantas amenazas, tantos horrores, habían abatido aquella naturaleza débil y estaban obscureciendo aquel espíritu. Manuela parecía idiota y no hacía más que llorar en silencio.

El Zarco, preocupado también con mil pensamientos diversos, encolerizado contra el Tigre, celoso de Nicolás, cada vez más enamorado de Manuela, pero contrariado infinitamente por las últimas noticias, y por la necesidad que había de marchar, no sabía qué hacer.

Daba vueltas como una fiera encerrada en su jaula; llamaba a las mujeres para que asistieran a su querida, comunicaba órdenes a los bandidos que le obedecían y le servían, preparaba maletas, registraba los baúles, se sentaba unas veces a la orilla de la cama en que se reclinaba Manuela, y veía a ésta con miradas en que era difícil distinguir el amor, el odio o las tentaciones de una resolución siniestra; y otras se ponía a pasear a lo largo de la capilla, blasfemando.

Por fin, se acercó a la joven y con acento frío y seco le dijo:

-Ya eso no tiene remedio; deja de llorar, y prepárate para que marchemos mañana de aquí y ayúdame a hacer las maletas. Guarda bien tus alhajas; eso es lo que te importa.

-Entre nosotros -añadió, viendo que Manuela sollozaba con más violencia-, no se usa afligirse tanto ni hacer tanto duelo cuando se nos muere alguno..., ¡para eso nacimos! Además, tu madre ya estaba vieja, y me aborrecía la buena señora; rézale un sudario y amén... no vuelvas a acordarte de ella. Tu indio debe haberla enterrado y se cogerá la huerta, y se pagará, los gastos; después lo enterrarás a él, no tengas cuidado, y tendrás el gusto de llorar en su sepultura.

Así, pues, aquel bandido, aquel Zarco, a quien Manuela había creído siquiera hombre, siquiera compasivo, no era más que un perverso sin entrañas, que se complacía en aumentar su tormento, en insultarla, en los momentos de mayor pesadumbre. y en calumniar al hombre generoso que había asistido en sus últimos instantes a la pobre y desventurada anciana.

Ya lo había pensado Manuela.

Pilar y Nicolás eran los que habían velado junto al lecho de muerte de la desdichada señora y le habían dado sepultura.

¡Nicolás y Pilar! ¡Otra vez esta pareja, que no se apartaba de su imaginación! Ahora, ¡qué grandes y qué nobles les parecían los dos jóvenes!... Pero, ¡qué desgracia que no se le aparecieran así sino para causarle el horroroso tormento de los celos, y la indecible vergüenza de considerarse como un monstruo de ingratitud y de bajeza en comparación de ellos!

Y, sin embargo, atormentada y degradada, despreciable como era, sólo al pensar en Nicolás le parecía una vislumbre de consuelo en medio de aquella espantosa noche que la rodeaba por todas partes con sus tinieblas, sus terrores y sus peligros, desconocidos pero pavorosos.

Por fin se incorporó, y bebiéndose las lágrimas, se puso a preparar las maletas, sintiendo la muerte en el alma.