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ArribaAbajo- XXII -

Martín Sánchez Chagollan


Ahora bien: ¿quién era el hombre temerario que se había atrevido a colgar a veinte plateados en los lugares mismos de su dominio, y que así había causado aquel movimiento en el cuartel general de los bandidos?

El nombre de Martín Sánchez Chagollan no era enteramente desconocido en Xochimancas, de modo que no causó sorpresa, pero sí la causó, y muy grande, saber lo que había hecho.

¡Colgar a veinte plateados en los catzahuates de Tetelcingo, es decir, en el corazón mismo de aquella satrapía en que no dominaban más que el crimen y el terror!

Pero, ¿quién era ese hombre? ¿Era acaso un jefe del gobierno, apoyado en la ley y contando con todos los elementos de la fuerza pública, con el dinero del Erario y con el concurso de las autoridades y de los pueblos?

Nada de eso. Martín Sánchez Chagollan, personaje rigurosamente histórico, lo mismo que Salomé Plasencia, el Zarco y los bandidos a quienes hemos presentado en esta narración, era un particular, un campesino, sin antecedentes militares de ninguna especie; lejos de eso, había sido un hombre absolutamente pacífico, que había rehusado siempre mezclarse en las contiendas civiles que agitaban al país hacía muchos años, y así, retraído, casi tímido, vivía entregado exclusivamente a los trabajos rurales en un pequeño rancho que tenía a poca distancia de Ayacapixta, cerca a Cuautla de Morelos. Y, con todo esto, era un hombre de bien a toda prueba, uno de esos fanáticos de la honradez, que prefieren morir a cometer una acción que pudiera manchar su nombre o hacerlo menos estimable para su familia o para sus amigos.

Con tales principios, y en aquella época de revueltas y de corrupción, en que no pocos hombres rústicos y sencillos se vieron obligados a complicarse en las revoluciones o en los crímenes cometidos a la sombra de ellas, Martín Sánchez tuvo que sufrir mucho a fin de substraerse de compromisos y de enredos. Pero a fuerza de habilidad y de energía quedó limpio, y aunque visto con desconfianza y con recelo por todos los partidarios, logró quedar tranquilo, viviendo arrinconado y oculto en su ranchito, cuidando sus pequeños intereses y ayudado de sus hijos, ya grandes.

Porque Martín Sánchez era un hombre ya entrado en años. Tenía unos cincuenta; sólo que contaba con una de esas robustas y vigorosas naturalezas que sólo se ven en el campo y en la montaña, fortificadas por el aire puro, la sana alimentación, el trabajo y las buenas costumbres. Así es que, aunque cincuentón, parecía un hombre en toda la fuerza de la virilidad.

De estatura pequeña, de cabeza redonda, y que parecía encajada en los hombros por lo pequeño del cuello, sus anchas espaldas, sus brazos hercúleos y sus piernas torcidas y nervudas, revelaban en él al trabajador infatigable y al consumado jinete.

Sus ojos pequeños, verdosos y vivos, su nariz aguileña, su cara morena y bien colocada, su boca de labios delgados y fruncidos, su barba rasurada siempre juntamente con su frente estrecha y sus cabellos cortados a peine y casi rizados, le daban cierta apariencia felina. Tenía una vaga semejanza con los leopardos.

Tal era el hombre que ejerció una influencia importantísima en esa época en la tierra caliente, y a cuya acción se debió principalmente la extinción de esa plaga espantosa de bandidos que por años enteros asoló aquellas fértiles y ricas comarcas.

Vivía, pues, Martín Sánchez tranquilamente consagrado a sus labores, como lo hemos dicho, cuando, estando ausente él y su esposa, cayó a su rancho una gran partida de plateados.

El anciano padre de Martín y sus hijos se defendieron heroicamente, pero fueron dominados por el número, asesinado el anciano, así como uno de los hijos, saqueada la casa e incendiada después, y destruido todo lo que constituía el patrimonio del honrado labrador.

Cuando Martín Sánchez regresó de México, donde había ido, no encontró en su casa más que cenizas, y entre ellas los cadáveres de su padre y de su hijo, que no habían sido sepultados aún porque los otros hijos, heridos y ocultos en el monte, no habían podido venir al rancho.

En fin, aquello era el horror y la desolación.

La esposa de Martín estuvo enloquecida algún tiempo de dolor y de miedo.

Martín Sánchez no dijo nada. Fue a buscar a sus hijos al monte; con ellos dio sepultura a los cadáveres de su padre y de su hijo, y despidiéndose de su pobre rancho, convertido en escombros, y de sus campos incendiados, se llevó a su mujer y a su familia al pueblo de Ayacapixtla, donde esperaba tener mayor seguridad.

Entonces vendió lo poco que le había quedado, y, con el dinero que reunió, compró armas y caballos para equipar una partida de veinte hombres.

Después, ya sanos sus hijos, los armó, habló con algunos parientes y les decidió a acompañarle, pagándoles de su peculio, y una vez lista esta pequeña fuerza, fue a hablar con el prefecto de Morelos y le comunicó su resolución de lanzarse a perseguir plateados.

El prefecto, alabándole su propósito, le hizo ver, sin embargo, los terribles peligros a que iba a quedar expuesto en medio de aquella situación. Pero como Martín Sánchez le respondió que estaba enteramente decidido a llevar a cabo su propósito, le ofreció los auxilios que estaban en su poder, y lo autorizó para perseguir ladrones, en calidad de jefe de seguridad pública, y con la condición de someter a los criminales que aprehendiera al juicio correspondiente.

Así autorizado, Martín Sánchez partió con su pequeña fuerza. Pero comprendiendo bien que con tan débiles elementos no podía hacer frente a las huestes numerosas de plateados que merodeaban en los distritos de Morelos, Yautepec y Jonacatepec, se limitó a una guerra meramente estratégica, procurando combatir a partidas pequeñas, con el objeto de aprovecharse de sus armas y caballos y aumentar su fuerza.

Así fue como, huyendo y caminando de noche, y pagando emisarios, y haciendo jornadas fabulosas, poco a poco fue derrotando algunas partidas de bandoleros, y proveyéndose de armas, municiones y caballos.

Luchaba con el desaliento general, con el terror a los plateados, con la complicidad de muchas gentes, con la hostilidad de algunas autoridades, meticulosas o complicadas en aquellos crímenes; luchaba, en fin, hasta con la poquedad de ánimo de sus mismos soldados, que no teniendo más aliciente que el de un pequeño sueldo, iban arriesgando la vida, y arriesgándola con los plateados, que daban a los prisioneros y a los plagiados una muerte siempre acompañada de espantosas torturas.

Así es que Martín Sánchez tenía que vencer día a día tremendas dificultades, pero su sed de venganza le dio fuerzas superiores.

Esa sed fue su resorte.

Movido por un sentimiento personal, poco a poco, en él, fueron reuniéndose los rencores generales, como en un pecho común; cada sentimiento de venganza por un crimen de los plateados encontraba en su espíritu un eco, cada asesinato cometido por ellos era inscripto en el tremendo libro de su memoria; cada lágrima de viuda, de huérfana de padre, se depositaba en su corazón como en una urna de hierro. De vengador de su familia se habla convertido en vengador social.

Era el representante del pueblo honrado y desamparado, una especie de juez Lynch, rústico y feroz también, e implacable.

Había suprimido en su alma el miedo, había abrazado con fe su causa, esperando que en ella dejaría la vida, y estaba resuelto; pero también había suprimido, entre sus sentimientos, el de la piedad para los bandidos.

Ojo por ojo y diente por diente. Tal era su ley penal.

¿Los plateados eran crueles? Él se proponía serlo también.

¿Los plateados causaban horror? Él se había propuesto causar horror.

La lucha iba a ser espantosa, sin tregua, sin compasión.

¿Quién ganaría? ¡Quién sabe, pero Martín Sánchez se lanzaba a ella con los ojos cerrados, con la espada desnuda y con el pecho acorazado por su sed de venganza y de justicia!

Los bandidos debían temblar. ¡Había aparecido por fin el ángel exterminador!

Para aquellas inmundas aves de rapiña no había más que el águila de la montaña, de pico y de garras de acero.

Martín Sánchez era la indignación social hecha hombre.




ArribaAbajo- XXIII -

La Calavera, era una venta del antiguo camino carretero de México a Cuautla de Morelos, más famosa todavía que por ser paraje de recuas, de diligencias y de viajeros pedestres, por ser lugar de asaltos.

En efecto, no en la venta propiamente, pero sí un poco más acá o un poco más allá, siempre había un asalto en aquella época. Y es que por allí las curvas del camino, lo montuoso de él y la proximidad de los bosques espesos, y de las barrancas, ofrecían grandes facilidades a los ladrones para ocultarse, emboscarse o escapar.

Por eso los pasajeros de la diligencia o los arrieros no se acercaban a La Calavera, sino santiguándose y palpitando de terror. El nombre mismo del paraje es lúgubre. Probablemente allí había habido, en los antiguos tiempos, una calavera clavada en los árboles del camino y que pertenecía a algún famoso bandido ajusticiado por las partidas de Acordada en la época colonial; o tal vez había habido muchos cráneos de ladrones, y el vulgo, como tiene por costumbre en México, había singularizado el nombre para hacerlo más breve.

El caso es que el lugar es siniestro en demasía, y que no se veía antiguamente el caserón obscuro, ruinoso y triste de la venta sin un sentimiento de disgusto y de terror.

Allí, pues, una tarde de otoño, ya declinando el sol, y tres meses después de haberse verificado los sucesos que acabamos de referir, se hallaba delante de la venta una fuerza de caballería formada, y compuesta de cuarenta hombres.

Estaban éstos uniformados de un modo singular: llevaban chaqueta negra con botones de acero pintados de negro; pantalones negros, con grandes botas fuertes de cuero amarillo, y acicates de acero: sombrero negro de alas muy cortas, sin más adorno que un cinta blanca con este letrero: Seguridad Pública. Y en cuanto a las armas, eran: mosquete terciado a la espalda, sable de fuerte empuñadura negra y vaina de acero. Cada soldado llevaba una canana llena de cartuchos en la cintura. Los caballos magníficos, casi todos de color obscuro, las sillas y todo el equipo de una extrema sencillez y sin ningún adorno. Los ponchos negros, atados en la grupa.

Casi todos estos soldados parecían jóvenes, muy robustos, y tenían un gran aire marcial; pero su uniforme y su equipo les daban un aspecto lúgubre y que infundía pavor. Parecían fantasmas, y en aquella venta de La Calavera, y a aquella hora, en que los objetos iban tomando formas gigantescas, y cerca de aquellos montes solitarios, semejante fila de jinetes, silenciosos y ceñudos, más que tropa, parecía una aparición sepulcral.

El que seguramente era el jefe se hallaba de pie a tierra, teniendo su caballo de la brida, y parecía interrogar el horizonte en que se perdía el camino, en espera seguramente de alguno.

Estaba vestido del mismo modo que sus soldados, sólo que, en lugar de botas, tenía chaparreras de chivo amarillo y se hallaba abrigado con una espesa esclavina obscura.

A pocos momentos salió de la ventana un sujeto ya de edad y bien vestido, que, dirigiéndose a este jefe le preguntó:

-¿No aparecen todavía, don Martín?

-¡Nada, ni su luz! -respondió éste.

Así, pues, aquel jefe era Martín Sánchez Chagollan, y aquélla era su tropa, uniformada, según los propósitos de su jefe, de color obscuro y sin ningún adorno, por odio a los plateados. También por odio a éstos había determinado que los sombreros de sus soldados no tuviesen las faldas anchas, sino, al contrario, muy cortas y sin ningún galón.

Martín Sánchez veía con muy mal ojo a todo el que usaba el sombrero adornado de plata, y como sus sospechas iban haciéndose temibles, los sombreros sencillos y obscuros se estaban poniendo de moda por aquellos rumbos, porque eran una especie de salvaguardia.

Sin embargo, todavía en ese tiempo Martín Sánchez estaba muy lejos de llegar a ser el terror de los bandidos y de sus cómplices. Todavía tomaba mil precauciones para sus marchas y sus expediciones, temeroso de ser derrotado; todavía estaba haciendo pininos, como él decía. Ya había colgado un buen número de plateados, pero ya le habían acusado muchas veces de haber cometido esos abusos para los que no estaba autorizado, pues, como lo hemos dicho, sólo tenía facultades para aprehender a los criminales y consignarlos a sus jueces. Pero Martín Sánchez había respondido que no colgaba sino a los que morían peleando, y eso lo hacía para escarmiento.

En esto era muy posible que ocultara algo, y que realmente él fusilara a todo bandido que cogía; pero, como se ve, ni había podido desplegar toda su energía ni tenía los elementos necesarios para hacerlo, pues no contaba más que con aquellos cuarenta hombres y con su resolución.

El sujeto que acababa de dirigirle la palabra y que parecía ser un rico hacendado o comerciante, viendo que no venían las personas a quienes esperaban, dijo:

-Pues, don Martín, supuesto que estos señores no aparecen, si usted no dispone otra cosa, seguiremos nuestra marcha, porque se nos hace tarde y no llegaremos a Morelos a buena hora. Además, el cargamento se ha adelantado mucho, y podría ocurrirle algún accidente.

-Yo creo -respondió Martín- que no hay cuidado por esa parte. Saben que estoy por aquí, y no se han de atrever. Pero este don Nicolás sí me tiene con inquietud. Algo le ha de haber pasado, puesto que no llega. Me escribió que saldría de Chalco a la madrugada; debe haber almorzado en Tenango, y ya era hora de que estuviera con nosotros. Es verdad que viene acompañado y que además es muy hombre; pero estos malditos son capaces de haberle puesto una emboscada de Tenango acá, aunque yo no tengo noticia de que haya aparecido ninguna partida ayer ni anteayer. Pero usted sabe que los de Ozumba se ponen de acuerdo con los otros, y así hacen sus combinaciones. ¡Pues de veras sentiría yo que le hubiera pasado algo a tan buen amigo! Debí haberme adelantado hasta Juchi o hasta Tenango, pero él me advirtió que donde necesitaba acompañarse conmigo era aquí, porque desde aquí tenía aviso de que lo esperaban sus enemigos, que han jurado que han de acabar con él, lo mismo que conmigo. Y figúrese usted que el pobre va a casarse, y que ha ido a México a emplear una buena cantidad de dinero en las donas; de modo que los malditos, además de matarlo, cogerían una buena suma en alhajas. En fin, dejaré a unos muchachos aquí por si viniere, y nos adelantaremos, porque, en efecto, el cargamento ya ha de ir lejos.

Entonces Martín Sánchez montó a caballo y desfiló con su tropa, acompañado de aquel comerciante y de sus mozos, y dejando unos diez hombres, con orden de acompañar a Nicolás, nuestro conocido, que venía de México.

No bien habían caminado casi una media hora, cuando oyeron tiros, y un arriero corría a escape para encontrarlos, gritándoles que los plateados estaban robando el cargamento.

Martín, a la cabeza de su fuerza, avanzó a escape, y momentos después caía sobre los bandidos, que lo recibieron con una lluvia de balas y con una gritería insolente, diciéndole que ése era su último día.

Los jinetes negros hacían prodigios de valor, lo mismo que su jefe, que se lanzaba a lo más fuerte del combate. Pero los plateados eran numerosos y estaban mandados por los jefes principales; la tropa de Martín estaba literalmente sitiada: ya seis u ocho de aquellos bravos soldados habían caído y otros comenzaban a cejar; se había empezado la pelea al arma blanca, y Martín, rodeado de enemigos, se defendía herido desesperadamente, y procurando vender cara su vida, cuando un socorro inesperado vino a salvarlo.

Era Nicolás, que con los diez soldados que le había dejado Martín en La Calavera, y con otros diez hombres que traía, habiendo oído el tiroteo, se adelantó a toda carrera y llegó justamente en los momentos de mayor apuro para Martín Sánchez. Aquel valiente y aquella tropa de refresco, produjeron un momento de confusión entre los plateados; aun así, eran éstos muy superiores en número y siguieron combatiendo.

Pero Nicolás era hombre de un arrojo irresistible, montaba un caballo soberbio y llevaba excelentes armas. Así es que viendo a Martín Sánchez cercado, se lanzó sobre el grupo, repartiendo tajos y reveses. Ya era tiempo, porque el valiente jefe tenía la espada rota y estaba herido.

El Zarco y el Tigre eran los que rodeaban a Martín, pero al ver a Nicolás retrocedieron y procuraron huir. El herrero, al reconocer al Zarco, no pudo contener un grito de odio y de triunfo. ¡Por fin lo tenía enfrente!

Partió sobre él como un rayo; el bandido, perdido de terror, se salió del combate y se dirigió a un bosquecillo, donde estaban algunas mujeres de los bandidos, a caballo, pero ocultas.

Nicolás alcanzó al Zarco, precisamente al acercarse éste al grupo de mujeres, y allí al tiempo en que el bandolero disparaba sobre él su mosquete, le abrió la cabeza de un sablazo y le dejó tendido en el suelo, después de lo cual volvió al lugar de la pelea, no sin gritar:

-¡Ya está vengada doña Antonia!

Ni oyó siquiera, furioso como estaba, el grito de Manuela, que era una de las mujeres que estaban a caballo, y que le había conocido precisamente en el instante mismo en que hería al Zarco.

La pelea, después de esto, duró poco, porque los bandidos huyeron despavoridos, dejando libre el cargamento.

El sol se había puesto ya enteramente. Avanzaban las sombras, y a la luz crepuscular, Martin Sánchez recogió sus muertos y heridos, lo mismo que los de los plateados, operación que le hizo detenerse algunas horas hasta que anocheció completamente.

Entonces temiendo que los plateados se rehicieran y volvieran sobre él con todas las ventajas que les daban el número y la obscuridad, determinó que alguno avanzara rápidamente hasta Morelos, y pidiera a la autoridad el auxilio de fuerza y las camillas que se necesitaban.

La comisión era peligrosísima; los bandidos no debían estar lejos, y era de temerse una emboscada en el camino.

Sólo un hombre podía desempeñarla, y Martín Sánchez, en aquella angustia, no vaciló en pedir tal sacrificio a Nicolás.

-Señor don Nicolás -le dijo-, sólo usted es capaz, de exponerse a ese riesgo, pero acabe usted su obra. Ya nos salvó usted hace un rato. Usted conoce los caminos, tiene buen caballo y es hombre como ninguno. Se lo ruego...

Nicolás partió inmediatamente. Cuando Martín le vio perderse entre las sombras:

-¡Yo no he visto nunca -dijo- un hombre tan valiente como éste!

-Pero en un descuido lo van a matar por ahí -dijo el comerciante.

-¡Dios ha de querer que no! -replicó Martín Sánchez- ¿Pero qué quiere usted que hagamos para salir de aquí? No hay más que este recurso. ¡No le ha de suceder nada, ya verá usted! Don Nicolás tiene fortuna. Y es tan bueno...; ¡valía más que me mataran a mí y no a él!

Entretanto, los soldados que observaban las cercanías de aquel lugar para ver si había algunos heridos, volvieron diciendo que cerca, en unos matorrales, estaba llorando una mujer junto a un cadáver.

Don Martín fue en persona a reconocer a esa mujer, que no era otra que Manuela, que no había querido huir con sus compañeras, no por amor al Zarco, a quien creyó muerto al principio, sino por miedo al Tigre, que la hubiera tomado por su cuenta.

Martín, examinando el cuerpo se cercioró de que aún respiraba. La herida que recibió el Zarco fue terrible, pero no mortal. El bandido estaba bañado en sangre y era difícil reconocerle, pero por Manuela se supo que era el Zarco.

Martín Sánchez se estremeció de gozo. Aquel bandido temible y renombrado había caído en su poder.

Iba a colgarlo tan pronto como amaneciera. Desgraciadamente, a la madrugada llegó la autoridad de Morelos con la fuerza y las camillas. Martín le entregó los bandidos prisioneros y heridos, juntamente con aquella mujer. Nicolás apenas los vio, y Manuela, por su parte, no quiso dar la cara de vergüenza y se cubrió la cabeza completamente con su rebozo.

Así marcharon a Morelos, Martín para curarse de sus heridas, que eran graves, lo mismo que sus soldados, continuando Nicolás a Yautepec a fin de preparar su matrimonio.

Manuela, como era natural, presa con su amante, permaneció en la cárcel, incomunicada, y viendo en su imaginación la imagen de Nicolás cada vez más bella.




ArribaAbajo- XXIV -

El presidente Juárez


Martín Sánchez estaba indignado. El partido de los bandoleros aún era muy fuerte y contaba con grandes influencias, tanto en México como en la tierra caliente. La desorganización en que se hallaba el país, en aquel tiempo, era causa de que se viese semejante escándalo.

Los plateados contaban con amigos en todas partes, y si un hombre de bien, como lo hemos visto con Nicolás, encontraba difícilmente patrocinio, un bandolero contaba con mil resortes, que ponía en juego tan luego como corría peligro. Y es que, como eran poderosos, y tenían en su mano la vida y los intereses de todos los que poseían algo, se les temía, se les captaba y se conseguía, a cualquier precio, su benevolencia o su amistad.

Mientras que el bravo jefe que exponía su vida en lucha tan desigual, se estaba curando de sus heridas, el Zarco, ya restablecido, había logrado, por medio de sus protectores, que se le sometiera a juicio y que se le trasladase a Cuernavaca, so pretexto de que en ese distrito había cometido crímenes.

Juzgarlo y trasladarlo era salvarle la vida; encontraría defensores y quizá podría evadirse. Lo mismo se había hecho con los otros bandidos que habían caído heridos o prisioneros en el combate cerca de La Calavera. La población de Morelos estaba escandalizada, pero como hechos de esta naturaleza no habían sido, por desgracia, sino muy frecuentes, no pasó de ahí.

Martín Sánchez reflexionó entonces que mientras no se emprendiese en grande la lucha con los bandidos, éstos, por la mancomunidad de intereses que tenían entre sí, habían de favorecerse siempre; que mientras él, Martín, y otros jefes perseguidores no tuviesen facultades como las que tuvo en otro tiempo el famoso Oliveros, había de ser inútil toda persecución, porque sometidos los bandidos al fuero común, habían de encontrar recursos, influencias y dinero para substraerse al castigo. Que mientras no viesen los pueblos abierta la lucha sin cuartel entre la autoridad y los malhechores, no habían de decidirse en favor de la primero.

En ese concepto, pensó en dar un paso decisivo para saber a qué atenerse; y resolvió ir a México, para apersonarse con el presidente Juárez, darle cuenta con verdad del estado en que se hallaba la tierra caliente, decidirlo en favor de la buena causa y pedirle facultades, armas y apoyo.

Esa resolución se hizo más urgente aun cuando Martín Sánchez supo que, al ser conducido el Zarco con su querida y sus compañeros a Cuernavaca escoltados por una fuerza pequeña y mala, los plateados se habían emboscado en el estrecho y escabroso paso llamado Las Tetillas, y atacando a la escolta, la desbarataron y libraron a los presos. Así pues, el Zarco había vuelto con sus antiguos compañeros para sembrar de nuevo el terror con sus crímenes en aquella comarca.

Martín Sánchez se dirigió a México, y aunque no contando con ningún valimiento ni reputación, provisto sólo de algunas cartas de amigos del presidente Juárez, se presentó a éste tan pronto como pudo.

Juárez no era entonces el magistrado de autoridad incontestable y aceptada, ante cuya personalidad se inclinaran todos, como lo fue mucho más tarde.

Por aquella época, aunque acababa de triunfar en la famosa guerra de Reforma, luchaba aún con mil dificultades, con mil adversarios, con mil peligros, de que sólo su energía y su fortuna pudieron sacarlo avante.

Las fuerzas clericales, acaudilladas por Márquez, Zuloaga y otros, todavía combatían con encarnizamiento y distraían a las tropas del gobierno ocupadas en perseguirlos.

En el partido liberal surgían para el presidente rivalidades poderosas, aunque, a decir verdad, ellas no constituían el mayor peligro.

El erario estaba en bancarrota, y para colmo de desdichas la invasión extranjera había ya profanado el territorio y los adversarios del gobierno liberal, es decir, la fracción reaccionaria y clerical, se unía a los invasores.

Juárez, pues, se hallaba en los días de mayor conflicto. Ya hemos dicho que, merced a estas circunstancias, los bandidos se habían enseñoreado de la tierra caliente.

Martín Sánchez pensó encontrar en el presidente a un hombre ceñudo y tal vez predispuesto contra él, y se encontró con un hombre frío, impasible, pero atento.

El jefe campesino lo abordó con resolución y le presentó las cartas que traía. El presidente las leyó, y fijando una mirada profunda y escrutadora en Martín Sánchez, le dijo:

-Me escriben aquí algunos amigos, que usted es un hombre de bien y el más a propósito para perseguir a esos malvados que infestan el Sur del Estado de México, y a quienes el gobierno por sus atenciones, no ha podido destruir. Infórmeme usted acerca de esto.

Martín Sánchez le dio un informe detallado, que el presidente escuchó con su calma ordinaria; pero que interrumpió a veces con señales de indignación. Al concluir Sánchez, Juárez exclamó:

-¡Eso es un escándalo, y es preciso acabar con él! ¿Qué desea usted para ayudar al gobierno?

Entonces, animado Martín Sánchez por esas frases del presidente, lacónicas como todas las suyas, pero firmes y resueltas, le dijo:

-Lo primero que yo necesito, señor, es que me dé el gobierno facultades para colgar a todos los bandidos que yo coja, y prometo a usted, bajo mi palabra de honor, que no mataré sino a los que lo merezcan. Conozco a todos los malhechores, sé quiénes son y los he sentenciado ya, pero después de haber deliberado mucho en mi conciencia. Mi conciencia, señor, es un juez muy justo. No se parece a esos jueces que libran a los malos por dinero o por miedo. Yo ni quiero dinero ni tengo miedo.

Lo segundo que yo necesito, señor, es que usted no dé oídos a ciertas personas que andan por ahí abogando por los plateados y presentándolos como sujetos de mérito que han prestado servicios. Desconfíe usted de esos patrones, señor presidente, porque reciben parte de los robos y se enriquecen con ellos. Por aquí hay un señor que usa peluca güera, que torna polvos en caja de oro, y que recibe cada mes un gran sueldo de los bandidos. Ése da pasaportes a los hacendados para que pasen sus cargamentos de azúcar y de aguardiente sin novedad, pagando por supuesto una fuerte contribución. Ése, con el mismo dinero de los plateados, se procura influencias y nombra autoridades en la tierra caliente, y liberta a los presos, como libertó al Zarco, el otro día, un ladrón y un asesino que merecía la horca. Ése, por fin, es el verdadero capitán de los plagiarios, que vive de los robos y sin arriesgar nada, y ése, si yo lo viera por mi rumbo, aunque me costara la vida después, iba a dar a la rama de un árbol, amarrado por el pescuezo.

-¿Quién es ese sujeto? -preguntó Juárez impaciente.

Martín Sánchez le alargó unas cartas, y le dijo:

-Ahí está el nombre disfrazado, pero por las señas usted lo conocerá.

-Bueno -replicó Juárez, después de leer las cartas y guardándolas en seguida-. No tenga usted cuidado por él; ya no libertará a ninguno. ¿Qué más desea usted?

-Armas, nada más que armas, porque no tengo sino unas cuantas. No necesito muchas, porque yo se las quitaré a los bandidos, pero para empezar, necesitaré unas cien.

-Cuente usted con ellas. Mañana venga usted al Ministerio de la Guerra y tendrá todo. Pero usted me limpiará de los ladrones ese rumbo.

-Lo dejaré, señor, en orden.

-Bueno, y hará usted un servicio patriótico, porque hoy es necesario que el gobierno no se distraiga para pensar sólo en la guerra extranjera y en salvar la independencia nacional.

-Confíe usted en mí, señor presidente.

-Y mucha conciencia, señor Sánchez; usted lleva facultades extraordinarias, pero siempre con la condición de que usted debe obrar con justicia, la justicia ante todo. Sólo la necesidad puede obligarnos a usar de estas facultades, que traen tan grande responsabilidad, pero yo sé a quien las doy. No haga usted que me arrepienta.

-Me manda usted fusilar si no obro con justicia dijo Martín.

Juárez se levantó y alargó la mano al terrible justiciero.

Al ver a aquellos dos hombres, pequeños de estatura, el uno frente al otro, el uno de frac negro, como acostumbraba entonces Juárez, el otro de chaquetón también negro; el uno moreno y con el tipo del indio puro, y el otro amarillento, con el tipo del mestizo y del campesino; los dos serios, los dos graves, cualquiera que hubiera leído un poco en lo futuro se habría estremecido. Era la ley de la salud pública armando a la honradez con el rayo de la muerte.




Arriba- XXV -

El albazo


A pocos días de esta entrevista y en una mañana de diciembre, templada y dulce en la tierra caliente como una mañana primaveral, el pueblo de Yautepec se despertaba alborozado y alegre, como para una fiesta.

Y en efecto, esperaba una fiesta; no una fiesta religiosa, ni pública, sino una fiesta de familia, una fiesta íntima, pero en la que tomaba parte la población entera.

Nicolás, el honradísimo herrero de Atlihuayán, se casaba con la buena y bella Pilar, la perla del pueblo por su carácter, por su hermosura y sus virtudes.

Y como sabemos, estos dos jóvenes eran muy amados por sus compatriotas.

Así es que festejaban su enlace con toda solemnidad. Desde muy temprano, desde que la luz del alba había extendido en el cielo, limpio de nubes, y sobre las montañas, las huertas y el caserío, su manto aperlado y suave, los repiques a vuelo, en el campanario de la iglesia parroquial, habían despertado a los vecinos; la música del pueblo tocaba alegres sonatas, y los petardos y las cámaras habían anunciado la misa nupcial.

Nicolás era humilde y no había deseado tanto ruido, pero las autoridades, el cura, los vecinos, habían querido demostrar así al estimable obrero y a su bella esposa el amor con que los veían. La iglesia, los altares, y especialmente el altar mayor, en que iba a celebrarse el casamiento, estaban llenos de arcos y de ramilletes de flores. Todos los naranjos y limoneros deYautepec, y se cuentan por centenares de miles, habían dado su contribución de azahares. Sin exageración podía decirse que ninguna novia en el mundo había contado jamás, en el camino de su casa a la iglesia, en ésta, y en la casita que se le había dispuesto en Atlihuayán, con un adorno en que se ostentara la flor simbólica con tal riqueza y tal profusión. Era una lluvia de nieve y de aroma que rodeaba a la pareja por todas partes. A las siete de la mañana, ésta apareció radiante en la puerta de la casa de Pilar y se dirigió a la iglesia, acompañada de sus padrinos y de una comitiva numerosa.

Ya la noche anterior se había celebrado el matrimonio civil, delante del juez recién nombrado, porque la ley de Reforma acababa de establecerse, y en Yautepec, como en todos los pueblos de la República, estaba siendo una novedad. Nicolás, buen ciudadano, ante todo, se había conformado a ella con sincero acatamiento.

Pero todavía en ese tiempo, como ahora mismo, la fiesta de bodas se reservaba para el matrimonio religioso. Los novios, pues, se presentaron ante el altar.

Nicolás, vestido con esmero, aunque sin ostentación, manifestaba en el semblante una alegría profunda, un sentimiento de felicidad tanto más verdadero, cuanto que se cubría con un exterior grave y dulce. Pilar estaba encantadora; su belleza natural se hallaba realzada ahora por su traje blanco y elegante, por su peinado de cabellos negros y sedosos, adornados con la corona nupcial, aquella corona que ella se complacía siempre en formar con el mayor gusto, no sabiendo todavía, como decía ella, si le serviría para su tocado de esposa o para su tocado de virgen muerta.

Ya estaba viendo que servía para lo primero, y que un espíritu bueno y protector le habla augurado siempre su feliz destino. Apenas lo creía; había en sus ojos dulcísimos y lánguidos, algo como el reflejo de una visión celeste que le daba un aspecto de santa, una mirada angelical.

El rubor natural causado por aquel momento y por ser el objeto de las miradas de todos, la timidez, el amor, aquel concurso, aquel altar lleno de cirios y de flores, la voz del órgano, el murmullo de los rezos, el incienso que llenaba la nave, todo había producido en ella tales y tan diversas emociones, que parecía como arrebatada a un mundo extraño, al mundo de los sueños y de la dicha.

Con todo, y a pesar del aturdimiento que la embargaba, la buena joven tuvo un pensamiento para la pobre anciana a quien había amado como a una madre, para la infeliz mártir cuyo luto acababa de llevar y cuyas bendiciones la protegían. Una lágrima de ternura inundó sus mejillas al recordarla, y al recordar también a la desdichada Manuela, por quien oró en aquel momento en que era tan feliz.

Por fin la misa acabó, y los novios, después de recibir los plácemes de sus amigos, de todo el pueblo, se dispusieron a partir para la hacienda de Atlihuayán, donde tenían su casa, a la que habían invitado a muchas personas de su estimación para tomar parte en un modesto festín.

Al efecto, se dispuso una cabalgata que había de servir de cortejo al guayín en que caminaban los esposos con el cura y otros amigos.

A las ocho de la mañana partieron, y comenzaron a caminar por la carretera que conducía a la hacienda.

Pero poco antes de llegar al lugar en que se alzaba el gran amate en que siempre cantaba el búho, las noches en que pasaba el Zarco, cuando venía a sus entrevistas con Manuela, la comitiva se detuvo estupefacta.

Al pie del corpulento árbol estaba formada una tropa de caballería, vestida de negro y con las armas preparadas.

Nadie esperaba ver allí a esa fuerza, que se aparecía como salida de la tierra. ¿Qué podía ser?

Era la tropa de Martín Sánchez Chagollan, como cien hombres y con el aspecto lúgubre y terrible que les conocemos.

Al descubrir el cortejo nupcial, alegre y acompañado de la música, el comandante, es decir, Martín Sánchez, se adelantó hasta donde venía el guayín de los novios, y quitándose el sombrero respetuosamente, dijo a Nicolás:

-Buenos días, amigo don Nicolás; no esperaba usted verme por aquí, ni yo esperaba tener el gusto de saludar a usted de desearle mil felicidades, lo mismo que a la señora, que es un ángel. Ya le explicaré el motivo de mi presencia aquí. Ahora mi tropa va a presentar las armas, en señal de respeto y de cariño, y yo le ruego a usted que continúe sin parar hasta la hacienda. Allá iré yo después.

Tenía Martín Sánchez tal aspecto de serenidad y de franqueza que Nicolás no sospechó nada siniestro. Así es que se contentó con darle un apretón de manos, y con presentarle a su esposa y a las demás personas del guayín.

Pero en esto una mujer, una joven en quien todos reconocieron luego a Manuela, se abrió paso entre la fila de los jinetes y vino corriendo, arrastrándose, desmelenada, desencajada, temblando, pudiendo apenas hablar, y asiéndose a las puertas del guayín, dijo, con una voz enronquecida y con palabras entrecortadas:

-¡Nicolás! ¡Nicolás! ¡Pilar, hermana!... ¡Socorro! ¡Misericordia! ¡Tengan piedad de mí!... ¡Perdón! ¡Perdón!

Nicolás y Pilar se quedaron helados de espanto.

-Pero, ¿qué es eso?... ¿Qué tienes? -gritó Pilar.

-Es que... -dijo Manuela- es que... ahorita van a fusilar al Zarco; allí está amarrado, tapado con los caballos..., ¡lo van a matar delante de mí! ¡Perdón! ¡Perdón, don Martín! ¡Perdón Nicolás!... ¡Ah, me voy a volver loca!...

En efecto, la fila de jinetes enlutados ocultaba un cuadro estrecho en el centro del cual, y sentados en una piedra y bien amarrados, lívidos y desfallecidos, estaban el Zarco y el Tigre, próximos a ser ejecutados. Martín Sánchez, al ver la comitiva y previendo que podría ser el cortejo nupcial de Nicolás, había querido ocultar a los bandidos para ahorrar este espectáculo a los novios.

-Si yo hubiese sabido que ustedes venían para acá, a esta hora, crea usted, don Nicolás, que me habría llevado a esos pícaros para otra parte; pero no lo sabía. Lo que sí sabía yo, y por eso me tiene usted aquí, es que le esperaban a usted estos malvados con su gente, y que se ha escapado usted de buena. Lo supe a tiempo, anduve dieciséis leguas, y les di un albazo esta mañana, por aquí cerca...; los he matado a casi todos, pero tengo que colgar a los capitanes en este camino; al Zarco aquí, y al Tigre lo voy a colgar en Xochimancas.

-Pero don Martín, yo le ruego a usted por quien es..., que si puede, perdone a ese hombre, siquiera por esta pobre mujer.

-Don Nicolás -respondió ceñudo el comandante-, usted es mi señor, usted me manda, por usted doy la vida, pídamela usted y es suya, pero no me pida usted que perdone a ningún bandido y menos a estos dos... Señor, usted sabe quiénes son...; asesinos como estos y plagiarios no los hay en toda la tierra. ¡Si no pagan con una vida!... ¡Y lo iban a matar a usted!... ¡Lo habían jurado! ¡Y se iban a robar a la señora, a su esposa de usted! Ése era el plan. ¡Conque dígame usted si es posible que yo los deje con vida! Señor don Nicolás, siga usted su camino con todos estos señores, y déjeme que yo haga justicia.

Pilar estaba temblando. En cuanto a Manuela, por un rapto de locura, había corrido ya al lado del Zarco y se había abrazado a él y seguía gritando palabras incoherentes.

-Siquiera nos llevaremos a Manuela -dijo Pilar.

-Si ustedes quieren, pueden llevársela, pero esa muchacha es una malvada; acabo de quitarle un saco en que tenía las alhajas de los ingleses que mataron en Apuyeca..., alhajas muy ricas; ¡no merece compasión!

Sin embargo, por orden de Martín Sánchez, un soldado procuró arrancar a la joven del lado del Zarco, a quien tenía abrazado estrechamente, pero fue en vano. El Zarco le dijo:

-¡No me dejes, Manuelita, no me dejes!

-¡No -respondió Manuela-, moriré contigo!... Prefiero morir a ver a Pilar con su corona de flor de naranjo al lado de Nicolás, el indio herrero a quien dejé por ti...

-Vámonos -dijeron el cura y los demás vecinos despavoridos-. Esto no tiene remedio.

Pilar se puso a sollozar amargamente; Nicolás se despidió de Martín Sánchez.

-Señor cura, usted puede quedarse. Éstos han de querer confesarse, tal vez.

-Sí, me quedaré -dijo el cura-, es mi deber.

Y la comitiva nupcial, antes tan alegre, partió como una procesión mortuoria y apresuradamente.

Cuando se había perdido a lo lejos, y no había quedado ya ningún rezagado en el camino, Martín Sánchez preguntó al Zarco y al Tigre si querían confesarse.

El Zarco dijo que sí, y el cura lo oyó pronto y lo absolvió; pero el Tigre dijo a Martín:

-¿Pero, yo también voy a morir, don Martín?

-Tú también -respondió éste con terrible tranquilidad.

-¿Yo? -insistió el Tigre-, ¿yo que le di a usted el aviso para que viniera, y que le dije a usted las señas del camino que seguíamos, y que le avisé que tendría yo un pañuelo colorado en el sombrero para que me distinguiera?

-Nada tengo que ver con eso -respondió Martín-. Yo nada te prometí; peor para ti si fuiste traidor con los tuyos. Vamos, muchachos, fusilen al Zarco y después cuélguenlo de esa rama...; véndenlo primero...

El Zarco apenas podía tenerse en pie; el terror lo había abatido. Con todo, alzó la cara, y viendo la rama en que colgaban ya los soldados una reata, murmuró:

-¡La rama en que cantaba el tecolote!... ¡Bien lo decía yo!... ¡Adiós, Manuelita!

Manuela se cubrió la cara con las manos. Los soldados arrimaron al Zarco junto al tronco y dispararon sobre él cinco tiros, y el de gracia. Humeó un poco la ropa, saltaron los sesos, y el cuerpo del Zarco rodó por el suelo con ligeras convulsiones. Después fue colgado en la rama, y quedó balanceándose. Manuela pareció despertar de un sueño. Se levantó, y sin ver el cadáver de su amante, que estaba pendiente, comenzó a gritar como si aun tuviese el guayín de los desposados:

-¡Sí, déjate esa corona, Pilar; tú quieres casarte con el indio herrero; pero yo soy la que tengo la corona de rosas...; yo no quiero casarme, yo quiero ser la querida del Zarco, un ladrón!...

En esto alzó la cabeza; vio el cuerpo colgado..., después contempló a los soldados, que la veían con lástima, luego a don Martín, luego al Tigre, que estaba inclinado y mudo, y después se llevó las manos al corazón, dio un grito agudo y cayó al suelo.

-¡Pobre mujer -dijo don Martín-, se ha vuelto loca! Levántenla y la llevaremos a Yautepec.

Dos soldados fueron a levantarla, pero viendo que arrojaba sangre por la boca, y que estaba rígida y que se iba enfriando, dijeron al jefe:

-¡Don Martín, ya está muerta!

-Pues a enterrarla -dijo con aire sombrío-, y vámonos a concluir la tarea.

Y desfiló la terrible tropa lúgubre.

FIN