Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —86→     —87→  

ArribaAbajoCapítulo X

Comienza la hoja de servicios de don Jacobo


A don Jacobo no le faltaron el primer día ni voluntad ni piernas; pero al tordillito le faltó sólo morirse, porque al rendir la jornada hubiera exclamado de buena gana:

-Ni Cristo pasó de la cruz... etc.

El jefe recibió el parte de la baja y ordenó la requisición de caballos.

Cinco minutos después se pusieron a temblar todos los dueños de caballos de la población, y a los cinco minutos   —88→   más la nación tenía a su servicio otros diez caballos con que salvar a la patria.

Don Jacobo tuvo en qué elegir.

Eligió un prieto, de alzada, bueno para la carrera, lo cual era una condición inestimable.

Al echarle la silla don Jacobo pensó.

-Este caballo es de otro; pero la nación me lo ha dado.

-¡Que buen caballo tiene, amigo! -le dijo uno de sus co-héroes.

-No es mío, amigo -contestó don Jacobo.

-Pues, ¿de quién es?

-De la nación.

-Eso es... de la nación, pero su dueño está que chilla, y oiga, amigo, cuídese de él, es malo y no lo ha de perdonar a usted que monte su prieto.

-¿Y yo qué?

-Nada; que siempre es buena la precaución, y que no venga solo por aquí nunca.

La palabra nación estaba siendo insuficiente para quitarle su valor a la palabra robo.

Don Jacobo, y debemos decirlo en obsequio de su conciencia, hubiera devuelto el caballo por tal de no tener aquella carcoma.

-¿Quién es el dueño?

-El del ranchito de...

-¿Y es buen hombre?

-Mírelo.

  —89→  

Don Jacobo volvió la cara y encontró unos ojos que lo veían, pero aquellos ojos eran dos ojos de tigre.

Don Jacobo probó la primera desazón de la carrera gloriosa de las armas; bajó los ojos ante aquella mirada provocativa, insolente, y siguió arreglando la silla.

El caballo al ver a su amo alargó el cuello como para reconocerlo y luego levantó la cabeza y se sacudió en señal de satisfacción.

Don Jacobo se inquietó al ver aquel movimiento.

El mismo animal hubiera querido irse con su antiguo amo.

El amo entendió esto y se quedó viendo su caballo con la ternura con que hubiera podido ver a su querida, y luego, al ver el movimiento de alarma de don Jacobo, estudió una de esas frases embozadas y malévolas, peculiares de nuestro pueblo, y dijo a don Jacobo con profunda intención:

-Es manso... amo.

Don Jacobo no supo qué contestar.

-Oiga, amo... -añadió el dueño del caballo acercándose a don Jacobo-. Va usted bien en el animal... es muy noble, y... de veras bueno...

Al decir aquel hombre esto, se limpió una lágrima con el dorso de la mano, y en seguida experimentando la transición de la ternura a la ira, le tomó la mano a don Jacobo y le fijó otra vez su mirada de tigre.

-Oiga, amo...

  —90→  

-Vámonos, compadre -dijo un hombre que se había acercado, viendo que allí se preparaba una escena seria.

-No, compadre -dijo el dueño del caballo-, no tenga usted cuidado, le voy no más a decir al patroncito que me lo cuide... nada más.

-Bueno, dígaselo usted y vámonos.

El dueño del caballo se acercó lo más que pudo a don Jacobo, y con la cara a una pulgada de la de su interlocutor exclamó:

-Oiga... patrón... cuídese de Gualupe Martínez porque no le vaya a quitar el caballo.

-¿Quién es Guadalupe Martínez? -preguntó don Jacobo.

-Yo soy... para servir a usted -dijo el dueño del caballo, quitándose el sombrero y dejando ver en la frente la honda cicatriz de un machetazo.

Don Jacobo tembló.

-Vámonos, compadre -repitió el tercer personaje del grupo.

-No interrumpa la contesta, compadre, yo y el patrón estamos tratando; ¿verdá, amo?

-¡Monte! -le gritó a don Jacobo su compañero.

Don Jacobo tomó el estribo y el caballo dio una salida; insistió el jinete por varias ocasiones y ya temía quedarse a pie; se oyó un toque de clarín, y don Jacobo más apurado brincó como pudo al lomo del prieto, el que, parándose sobre las patas, se lanzó de un salto, en el que   —91→   don Jacobo estuvo a punto de volar si el mismo caballo no hubiese compuesto sus movimientos.

Una horrible blasfemia se escapó de la boca de Gualupe, quien se quedó parado hasta ver desaparecer su caballo.

Escusado parece decir qué camino tomaron Gualupe y su compañero. Estaba apesadumbrado, luego debía beber pulque.

Esta lógica era tan natural en aquellos dos hombres, que sin ponerse de acuerdo se dirigieron a la pulquería.

-¿Dos grandes, don Marcelino? -preguntó el jicarero al compañero de Gualupe.

-Vaya echando, amigo.

El pulquero sirvió en dos vasos cuatro cuartillos de líquido.

Gualupe apuró su vaso hasta la mitad y se limpió la boca con la manga.

Marcelino hizo otro tanto, y ofreció cigarros en la copa de su sombrero.

Gualupe mordió un cigarro, escupió la punta y lo encendió en un cerillo que le ofreció el pulquero; arrojó humo por boca y nariz, y dio una palmada sobre el mostrador; iba a hablar, pero Marcelino levantó el vaso y le dijo:

-Ande, don Gualupe.

Tenía tanta fe Marcelino en que el pulque es bueno para las pesadumbres, que le daba pulque a su amigo   —92→   con la tierna solicitud con que se le da una tisana al enfermo grave.

Gualupe iba estando capaz.

En cada trago de pulque encontraba una compensación, como si se bebiera su propio caballo.

Gualupe, después de sentirse capaz, empezó a sentirse valiente. Empezó a ver pequeña la guerrilla que a la sazón estaba oprimiendo al pueblo, y la fisonomía de don Jacobo se le aparecía en cada tina de pulque.

-¿Cómo se llama el que se lleva mi prieto?

-Dicen que don Jacobo.

-¿Don Jacobo qué?

-Pues creo que Baca.

-¡Ay qué vaca, amo! -gritó Gualupe haciéndose arco y echándose hacia atrás su gran sombrero.

En seguida se desató en denuestos e improperios contra don Jacobo, luego contra el jefe de la guerrilla, y por último contra el partido liberal.

-Marcelino, yo no pierdo mi caballo, voy a recogerlo.

-No, don Gualupe, no es prudente; déjelos, que ya vendrán un día.

-Lo que yo quiero es mi caballo.

A estas voces habían acudido ya tres o cuatro vecinos, a quienes Marcelino y Gualupe dieron de beber, y como la guerrilla acababa de abandonar la población, todos los que bebían pulque podían entregarse libremente a estas expansiones.

Algunos días después pudieron coligarse hasta ocho   —93→   víctimas adoloridas; y montadas por su cuenta, y con el loable fin de matar a don Jacobo Baca, se constituyeron defensores de la patria bajo el título de reaccionarios. Guadalupe Martínez estaba provisto de un despacho provisional de coronel de auxiliares del ejército, y ya podía, por lo mismo, emplear todos los medios legales de la revolución para quitarle a don Jacobo su caballo y la vida.

Don Jacobo, por su parte, empezó a creerse más héroe de lo que él mismo se esperaba, porque sobre aquel caballo prieto se sentía capaz de muchas cosas.

Aquel día y los dos siguientes habían sido días de peripecias militares; había sido necesario huir de los puntos en donde había enemigo; la guerrilla se había remontado, y faltos de víveres y sin tocar población alguna, aquellos valientes empezaron a sentir la desesperación de la hambre.

Don Jacobo se entregaba a serias cavilaciones en cuanto a lo de que «en la revolución cuando no se tiene se toma», hasta que en una tarde de rayos, aguaceros y hambre, hubo de llegar aquella fuerza a un pequeño rancho situado en despoblado y a la falda de un monte.

Casi a la sombra de tres corpulentas encinas se levantaba una pequeña casa con portal de tres arcos, bajo el cual estaban la entrada a un patio y otras dos puertas de lo que en un tiempo pudo haber sido tienda.

Cuatro piezas interiores, una troje y un corral formaban el resto de la construcción; en aquella tranquila casa vivían un hombre de más de sesenta años, padre de   —94→   dos muchachas de diez y seis y diez y ocho, y de dos jóvenes de veinte a veinticinco.

Aquella familia, apartada del ruido del mundo, se mantenía con el producto de la siembra y de la cría de ganado en pequeña escala; reinaba en la casa la dulce tranquilidad de los tiempos patriarcales; María y Rosario, que así se llamaban las dos muchachas, estaban dedicadas a todas las ocupaciones domésticas, y los dos jóvenes a todas las labores del campo; el viejo descansaba a la sombra de las encinas a la hora de la siesta, y con una constancia ejemplar y una dedicación que constituía su manera de vivir, lo veía, lo revisaba todo, sin olvidar ninguno de los detalles, no sólo en el interior de la casa, sino en las labores.

Hacía tres horas que el buen viejo había dicho a sus hijas:

-Rosario, si no quitas el tasajo del patio se te moja; va a llover.

El cielo estaba azul; pero el viejo conocía su cielo, y las muchachas conocían a su padre.

-Ensilla, Pepe, y no te duermas -continuó-, y llévate dos peones para abrir los portillos.

-¿Lloverá? -se atrevió a preguntarle su hijo.

-Quita allá, holgazán, ¿no lo estás viendo?

-El tiempo está sereno.

-Por lo mismo lo digo. Y que vaya tu hermano; ¿no ha vuelto?

-No tarda, fue por la punta.

  —95→  

Aludía al ganado.

-¡Corre, hijo, corre!

María y Rosario acabaron de levantar la carne puesta a secar, y para ellas era tan autorizada la voz del viejo que colocaron un barril y una olla grande en el patio para recibir la agua que habían de arrojar las canales, y cuidaron escrupulosamente de no dejar nada a la intemperie, como si efectivamente estuvieran viendo venir las nubes.

Por medio de esa sensibilidad auditiva, tan peculiar de las gentes del campo, notaron en la voz de su padre un acento de emoción poco común, y movidas por igual resorte se acercaron a él.

María, la más joven de las dos hermanas, notó que a su padre le temblaba un poco la barba; no se atrevía a preguntarle la causa de su emoción, y empezaba a contemplarlo con angustia:

Rosario, más intrépida, preguntó:

-Padre, ¿será fuerte el aguacero?

-Y la tempestad, hijas, y la tempestad...

-Pero yo tengo una vela de Nuestro Amo y otra de la Candelaria -dijo gozosa María, con la convicción de la fe y de la pureza de su alma.

-Tendrás que encenderlas -le contestó el viejo con tristeza, y fijó su mirada acostumbrada a lo lejos en un punto del horizonte.

Sus hijas seguían los movimientos del viejo, y María preguntó:

-¿Por allí viene la tempestad?

  —96→  

-¿Por allí?... -recapacitó el viejo-, ¿por allí?... por todas partes. Ya nada es como antes... y luego que no se ha podido comprar la casita del pueblo.

-¿Para irnos allá? -preguntó María.

El viejo parecía cada vez más preocupado y no contestó. Guardó silencio por algún tiempo, fijando sus pequeños ojos en el azul del cielo.

Sus hijas no le perdían movimiento; notaron que movía los labios.

-Está rezando -le dijo muy quedo Rosario a María.

Aquella oración inarticulada, sincera, espontánea, enviada en el destello de una mirada de sesenta años al azul de los cielos, inspiró un tierno recogimiento a las muchachas que rezaron también.

Y los tres guardaron silencio.

Las dos muchachas estaban sentadas a los lados del viejo, en la banca de piedra del portal.

Las manos de aquel anciano abandonaron el grueso bastón en que se apoyaban y, levantándolas, pasó sus brazos sobre el cuello de sus hijas.

Al sentir esta caricia las dos muchachas le besaron las mejillas.

-¿Está usted triste? -preguntó María.

El viejo vio a María y la besó en la frente, y en seguida vio a Rosario y la besó también.

Rafael, el otro hijo del viejo, venía llegando con el ganado.

-Allí vienen tus cabras, María.

  —97→  

-Sí, padre, y los chiquititos.

-Cuídalas.

-El año que viene... ¡ah, ya verá usted, viejecito! -exclamó María haciéndole un mimo a su padre.

-¿Por qué está usted tan triste, padre? -preguntó Rosario.

-Por ustedes.

-¡Por nosotras! ¿Hemos hecho mal en algo, le hemos dado a usted motivo?... ¿No me porto yo como María, como si fuera yo de veras su hija de usted?

-Calla, calla... no hagas caso, Rosario... tonteras mías... estoy viejo y...

-Pero sano, padre -replicó María.

-¡Ay! -murmuró el viejo moviendo la cabeza.

-¡Vea usted, padre, cómo vienen los cabritos, véalos usted cómo juegan y qué contentos se ponen!

Y María se echó a reír con una satisfacción pueril, pero envidiable.

Un pastor venía corriendo por la vereda delante del ganado.

-Ahí viene Juan.

-No trae ninguno muerto; ¡qué gusto! -dijo María.

-¿Y por qué corre? -preguntó el viejo.

-Porque viene a quitar las trancas y las espinas.

Los perros de la casa salieron del interior meneando la cola y ladrando como si hubieran olido el ganado, y se adelantaron hacia la loma para juntarse con los perros de los pastores.

  —98→  

Éstos venían en formación y como satisfechos de haber cumplido con su deber, pues habían ayudado a juntar el ganado y ya regresaban al establo, dando buenas cuentas de sus trabajos; los perros de la casa les hacían fiestas y procuraban sacarlos de su formación; pero los perros formales no abandonaron el ganado hasta que vieron desfilar la última res en el establo.

Pepe y Rafael se pararon delante de su padre con el sombrero en la mano para recibir órdenes.

-Mira, Rafael, que abran los portillos de abajo y te pasas a la zanjita, que luego está mala con la yerba, la limpian.

-Está bien, padre.

-Ya venimos -dijo Pepe.

-No se tarden porque se mojan.

Pepe se acercó al oído de María para hacerle una recomendación con respecto a la cena.

-Volvemos a cenar -dijo Rafael dirigiendo una mirada a Rosario, que ésta recogió poniéndose colorada.

Los dos hermanos montaron a caballo y se dirigieron a buen paso hacia el campo, y ya, cortando por el monte, se perdían en las malezas por el lado opuesto dos puntos blancos.

Eran los dos peones que iban a abrir los portillos.

El viejo se levantó del asiento tan luego como sus hijos hubieron desaparecido.

María y Rosario fueron a contar los cabritos y dar la última ración de maíz a las gallinas y a las palomas.

  —99→  

Cada una de estas jóvenes llevaba en el brazo una canasta, y cuando arrojaron el primer puñado de maíz en el pequeño corral interior de la casa, se vieron rodeadas de todos sus hijos, como ellas les llamaban.

Entretanto el viejo hablaba con aquel peón que había llegado corriendo delante del ganado.

-Nada se dice -decía el peón.

-¿Cuándo pasaron por la Soledad?

-Antes de ayer en la tarde.

-¿Y por las ramas?

-No me dijeron.

-¿Cuántos son?

-Como doce.

-¿Y la fuerza del gobierno?

-Salió también.

-¿No has visto polvos?

El pastor vio uno como a las dos de la tarde.

El viejo quedó profundamente pensativo.

En cuanto a la guerrilla en que militaba don Jacobo, estaba en aquellos momentos como a ocho leguas del rancho que acabamos de describir, rancho cuyo nombre y posición geográfica pudiéramos fijar, así como los nombres verdaderos de los actores de las escenas que allí pasaron; pero tenemos el deber de respetar la memoria de unos y de guardar la debida reserva acerca de otros; y como por otra parte los hechos que referimos son auténticos, y su relato emanado de fuente fidedigna, tanto cuanto puede serlo un actor de las escenas que describimos,   —100→   hemos preferido cambiar nombres y no fijar lugares para que en ningún caso se nos tache de indiscreción ni ligereza.

Hecha esta salvedad, volvamos a la guerrilla, a cuyo jefe conoceremos con el nombre de Capistran.

Capistran hizo por fin alto en el monte. Los caballos estaban fatigados y la falta de agua tenía a aquella gente en una situación violenta.

El jefe encontró una eminencia a propósito para la observación, y mandó un hombre a que se colocara y diera parte oportunamente de lo que viese. Mandó echar pie a tierra y se puso a platicar con su segundo.

-Por aquí jalamos hasta el otro rancho.

-¿Y los de la Soledad?

-Pues no fueron a seguirnos por allá.

-Eso es.

-Tienen que llegar hasta El Gato, y venirse por el pedregal toda la noche.

-Llegan tarde.

-¡Vaya!

-¿Y los otros?

-En eso está lo malo.

-¿Nada se sabe?

-Nada.

-Si han tomado por el camino real, ¿como a qué horas estarán de este otro lado?

-Hasta mañana, porque el río viene crecido y no lo pasan; o rodean o se esperan.

  —101→  

-Y todo por ese viejo...

Capistran agregó dos interjecciones y luego contestó:

-Van dos veces que avisa.

-Pero no es él, hombre.

-¡Que no!... pues serán sus hijos.

-Son los de la Soledad los que avisan.

-¡Pero álgame señor! ¡Qué ganas tengo... de quererlos!

El vigía hizo una seña.

Capistran gritó:

-¡A caballo!

El vigía venía bajando.

-¿Quién viene? -preguntó Capistran.

-El agua -gritó el vigía.

Dos o tres soldados se rieron y otros desataron sus jorongos o sus mangas de hule.

-Siempre al rancho -dijo Capistran.

-A cenar -dijo uno.

Don Jacobo estaba en Babia; lo observaba todo con extrañeza, y la hambre le hacía concebir proyectos de exterminio. A sus solas iba pensando en una hazaña.

Pillar la primera gallina que viese, tenía apetito de gallina, y se figuraba que era muy conveniente robársela en habiéndola a las manos.

El agua no se hizo esperar, porque después de sentir una ráfaga de viento frío y húmedo empezaron a caer algunos goterones; luego se oyó una detonación que rimbombó   —102→   en las montañas, y en seguida se desató el más formidable de los aguaceros.

Los caballos podían apenas caminar en los arroyuelos impetuosos que se formaban en las veredas del monte, y hubo necesidad de abandonar el camino conocido y atravesar entre las malezas.

Un rayo, cuya formidable detonación hizo temblar a jinetes y caballos, acababa de desgajar un oyamel viejísimo delante de la guerrilla.

Don Jacobo, cuando menos lo pensó, estaba rezando una oración contra la tempestad.

El caballo de Capistran se había encabritado y había puesto al jefe en grave peligro de desbarrancarse.

Al ruido del rayo sucedió el grito de Capistran y una cantidad razonable de blasfemias.

Don Jacobo cortó su oración para escandalizarse de su jefe, y en seguida pensó que tendría necesidad de abandonar ciertas costumbres para llegar a ser jefe, tan jefe y tan hombre como Capistran.

Caminando incesantemente a pesar de la lluvia, la guerrilla se aproximaba al rancho.

-¿A cuál rancho vamos? -preguntó un jinete a otro.

-Al de las Vírgenes.

-No lo conozco.

-¡Vaya!, al de María y Rosario.

-¿Qué, de veras?

-Ya lo verá.

-El jefe está enojado.

  —103→  

-Vamos a tener campaña.

-Seguro.

Conviene al lector seguir con nosotros los movimientos del viejo del rancho.

-No te vayas -le dijo al peón-; te estás en el portal.

Y penetró en su habitación, miró a su derredor para observar si lo veían sus hijas y tomó de un rincón un mosquete; lo reconoció escrupulosamente y en seguida lo volvió a colocar donde estaba.

El mosquete estaba casi inservible. Después sacó de un baúl una pistola que no estaba en mejor estado que el mosquete y volvió a guardarla.

En seguida levantó los ojos al cielo y se cruzó de brazos; recorrió con la vista la habitación y se tomó la cabeza con ambas manos, como sintiéndose agobiado bajo el peso de ideas aterradoras.

¿Qué pasaba en la mente de aquel anciano? No parecía sino que un presentimiento de muerte le mostraba todo el horror de sus últimos momentos sobre la tierra.

Dejose caer sobre una silla, y clavando la vista en tierra pensó:

-No es posible oponer la fuerza; ¿qué voy a hacer con esas armas?... y mis hijas... ¡ah!, sería horrible, me matarían primero... ¡Ay, pobre país, pobre patria en que vi la luz! Si el señor Hidalgo me viera hoy... Por todas partes el asesinato y el robo... ¡y yo en medio de estos montes, sin esperanza de abrigarme en la   —104→   población, expuesto a todo... y viejo... y sin armas!...

El viejo se perdió en un mar de tristes reflexiones; el agua, como él lo había previsto, había empezado a caer a torrentes, y él no lo había percibido; pero de repente levantó la cabeza y exclamó:

-¡El agua, el agua! Que se anegue todo, que se pierda todo, pero que mi casa sea una isla para que ese hombre no pueda entrar... Dios me oye, ¡qué aguacero! ¡Ah!... es imposible que lleguen aquí, y mañana... mañana, nos vamos. ¡María! -gritó en seguida-, ¡Rosario! ¡Acá, muchachas!

-¡Padre! -respondió de lejos María.

-Ven, vengan las dos.

A pocos momentos María y Rosario estaban delante de su padre.

-¿Está usted malo, padre? -preguntó María.

-No, no -se apresuró a contestar el viejo procurando ocultar su emoción-; es que... es que mañana nos vamos.

¿A dónde, padre?

-Al pueblo, nos vamos a vivir al pueblo.

-¡Qué bueno! -dijeron a un tiempo María y Rosario.

-¿Y mis palomas? ¿Me llevo mis palomas? -agregó María.

-Sí, todo, todo te lo llevas, porque no hemos de volver.

-¿Nunca?

  —105→  

-Al menos ustedes, no.

Un movimiento de sorpresa en las jóvenes obligó al anciano a continuar:

-Y no es porque yo sepa nada, pero... los tiempos están malos, y hay mucha gente de esa que se lanza a la revolución y que... qué política ni qué principios... robar, sólo robar es lo que quieren; y como luego suelen caer... en fin, yo no temo por lo pronto... pero, a la larga, sabe Dios... y ustedes, como niñas, tienen que perder.

-¿Y mis hermanos? -se apresuró a preguntar Rosario.

-Mira, Rosario, en cuanto a Pepe, irá y vendrá; pero Rafael se quedará aquí.

Rosario hizo un movimiento que no pasó desapercibido para el viejo, quien repuso:

-María, voy a hablar con tu hermana a solas.

María salió.

-Ya lo he entendido todo -continuó el viejo-; desde que supiste que tú y Rafael no son hermanos, han dado en quererse más... pues, como esa afición ya es, como si dijéramos, de amantes, ya ves, hija, que esto no puede seguir así, y es necesario que lo que ha de ser, sea, y no cargue yo sobre mi conciencia con haberlos dejado así... Yo no he hablado con Rafael, pero se le conoce que te quiere, ¿es cierto?

-Es cierto -dijo Rosario bajando los ojos, y luego preguntó-. ¿Y aquí se queda solo?

  —106→  

-Sí, Rosario, aquí se queda; pero con animales buenos para que pueda salir de un apuro.

Durante todo este tiempo los aguaceros se habían sucedido unos a otros; algunos truenos cuyo estrépito se aumentaba con los ecos de las montañas vecinas habían interrumpido varias veces el diálogo anterior. Todavía permanecieron el anciano y Rosario por algún tiempo hablando de proyectos para el porvenir; pero esta conversación, a medida que parecía tranquilizar al viejo y sacarlo del estado de desasosiego en que antes lo hemos visto, parecía entristecer más a Rosario.

Notolo aquel excelente anciano, y como para tranquilizar a Rosario y fortificarla en la resolución de emigrar al día siguiente, se atrevió a hablar de esta manera:

-La verdad de todo es que aquí ya no podemos estar seguros, ni tengo un sólo día de tranquilidad desde que ese hombre me ha mandado amenazar.

-¿Capistran?

-Sí, Rosario, ese hombre tiene malas intenciones, conoce la tierra, y es difícil que por aquí logre alcanzarlo la fuerza del gobierno; yo temo que el día menos pensado...

-¡Ay, padre! Si es así, nos iremos esta misma noche.

-Sería una locura; además, es inútil, porque con estos aguaceros nadie puede en toda la tarde entrar a la cañada, de manera que estamos seguros; pero mañana sin duda dormiremos ya en el pueblo; ¿estás conforme?

  —107→  

-Usted lo manda.

-Vamos, ve a hacer tus líos sin perder tiempo, y que María se disponga también.

Rosario y María, conmovidas profundamente por aquel cambio que se preparaba en su vida, se entregaron a la más animada charla, en la que no olvidaron detalle ni circunstancia de todo cuanto pudiera convenir al nuevo plan.

Iban a abandonar de pronto no sólo la casa querida en que nacieron, sino todos los objetos que por tanto tiempo habían sido testigos de sus pesares y alegrías.

María lloraba por sus cabritos y por sus palomas, y Rosario por sus flores, por sus recuerdos y por su amor. En los momentos en que por primera vez iba a separarse de Rafael sentía por primera vez todo el valor de su cariño.

La certidumbre de la separación realzaba toda la intensidad de un sentimiento que había nacido a la par de las flores de su jardincito, como las flores había crecido, y como de sus flores Rosario había recogido de aquel amor desde la primera emanación.

¡Ay, pero acaso tras de las negras nubes que se desgajaban a torrentes sobre la cañada estaba escrita por la mano del destino una sentencia formidable!



  —108→     —109→  

ArribaAbajoCapítulo XI1

En el que el autor pone mucho cuidado para que no se le escape ninguna palabra inconveniente


El ruido del coche despertó a Concha súbitamente. Iba a gritar, pero Arturo se lo impidió muy cariñosamente, y Concha no pudo decir «esta boca es mía», porque Arturo, que era muy solícito, se encargó de decirlo.

El coche siguió corriendo, y como no llevaba orden, el cochero procuró ganar tierra.

Cuando sonó la rodada sordamente, los pollos pudieron oírse los unos a los otros.

-¿Pero en dónde estamos? -preguntó Concha.

-Por San Pablo, Conchita -dijo Pío Prieto.

-¿Quién viene aquí?

  —110→  

-Yo -contestó Soledad-; ya me vine con usted como se lo ofrecí.

-¡Paremos! -dijo Arturo con el aplomo de un general.

Pío Prieto tiró del cordón del cochero con la solicitud de un ayudante de campo.

Pío Prieto estaba tocando el sumun de la dicha; aquel lance tenía para el pollo un carácter tan romancesco, que le ocurrió compararse con Ciutti el criado de don Juan Tenorio.

Casualmente Arturo exclamó a la sazón:

-«Doña Inés del alma mía.»

-«¡Virgen santa, qué principio!» -continuó Pío Prieto.

A Concha no le quedó más recurso que compararse con doña Inés.

Soledad era la única que no sabía que podía ser Brígida, pero lo era.

El estupor había pasado y comenzaron los comentarios sobre don José y sobre el partido que debía tomarse.

En cuanto a Concha, tenemos el deber, en obsequio de la justicia, de revelar que insistió enérgicamente en ser trasladada de nuevo a su casa, que reprobó la conducta de Arturo, que tuvo arranques de desesperación, y que por último se entregó al llanto más deshecho y al dolor más sincero, todo lo cual no fue un obstáculo para que los pollos y Soledad instalaran a Concha en el cuarto de un hotel de tercer orden.

Pío Prieto se portó admirablemente, según Arturo.

Entre las virtudes del pollo se enumera la de no ser   —111→   egoísta; la tercería le encanta porque estimula su curiosidad, y lo torna en servicial, y lo infatúa esta complicidad, y el pollo en tales lances procura toser ronco y se pavonea.

Pío Prieto hubiera querido en aquella noche ayudar a robarse a todas las pollas de México.

Estaba contento de sí mismo y se soñaba hombrón y calavera.

Soledad fue también muy útil, y aun logró ingerirse de una manera muy familiar en las discusiones.

Concha estaba en extremo violenta y se ocupaba en contradecir todos los planes de los pollos, en cuya controversia los sorprendió la aurora.

Hemos ofrecido al lector darle a conocer a Pío Prieto y vamos a cumplir nuestra palabra.

Pío Prieto nació en el Puente de Curtidores, de un hojalatero que se firmaba Pioquinto Prieto, y como no es privilegio exclusivo de las dinastías reales que el primogénito lleve el nombre paterno, la mujer del hojalatero discurrió, a los cinco meses de casada, colocar su felicidad entre dos Pioquintos, y Pioquinto se llamó el heredero de la hojalatería.

Pero como los nombres largos son un escollo oral, el niño perdió la mitad de su nombre en la escuela y siguió llamándose hasta hoy Pío a secas.

Apenas supo medio leer, medio escribir y medio contar, lo dedicó su padre a soldar tinas y calentaderas, ocupación   —112→   honrosa y lucrativa, pero que no tardó en ser cargante para Pío.

Don Pioquinto, padre, hubo de emplear un día sus ahorros en comprarle una levita a su hijo, sin adivinar siquiera que aquella prenda de ropa había de ser, en la vida de Pío, su grito de Dolores.

La levita comenzó a ponerse en abierta pugna con el soldador y con el estaño.

Cada lunes hacía Pío un nuevo sacrificio al ceñirse su mandil de brin, y al recuerdo de sus conquistas del domingo en la tarde, Pío Prieto entraba en mudas confidencias con la hoja de lata, y se volvía más meditabundo que trabajador.

El bueno de don Pioquinto no se apercibió de aquel síntoma funesto sino cuando ya la enfermedad de su hijo había tomado creces.

¡Ah, si el hojalatero hubiera sabido hacer la defensa del mandil del artesano!

Pero la levita, con voz autorizada por la sociedad, menospreciaba la dalmática del trabajo; las sugestiones del casimir seducían al pollo, que empezaba a avergonzarse de su oficio.

Pío, al abrigo de su levita, contrajo amistades de pollos ricos e incapaces de transigir con el mandil.

Éste es uno de nuestros resabios de más mal género y de los más trascendentales.

Nuestra sociedad apenas empieza a transigir con los obreros. El trabajo, que es el precursor de la riqueza,   —113→   todavía no puede entre nosotros ser una aristocracia, y nuestra juventud huye de los talleres, presa aún de rancias preocupaciones.

El sentimiento de la dignidad personal y de la democracia está mal comprendido en este punto.

La envidiable posición del artesano constructor como apóstol del progreso material de un pueblo, como representante de la gloria artística, y por cuyos títulos adquiere la respetable posición del ciudadano libre, se cambia diariamente entre nosotros por el miserable rincón de la nómina de una oficina o por la mezquina condición del dependiente.

La libertad del hombre no está suficientemente inculcada en nuestra juventud.

Muchos pollos, esclavos de un amo déspota, creen profesar principios liberales y se permiten declamar contra las viejas prácticas, contra las costumbres retrógradas y contra las tiranías.

Creen comprender la libertad y amar la independencia, y comienzan por ser impotentes para emanciparse a sí mismos, y viven bajo un yugo y tienen amo, y sirven y obedecen, sin aspirar a mandar y a hacerse obedecer.

Menosprecian el martillo del obrero, símbolo sagrado de la más noble de las emancipaciones, y aceptan el papel de parias sociales en cambio de poderse vestir con las plumas del pavo.

La juventud se refugia en las oficinas o detrás de los mostradores, y se encanija a la sombra de la molicie, se   —114→   llena de vicios antes de adquirir ni fuerzas físicas ni morales, y luego se exhibe, pulcramente ataviada, como una muestra de degeneración y de raquitismo.

Hay cien pollos cloróticos en cada calle, pequeñitos y enclenques, que no conservan ya ni los vestigios de los soldados de Cortés, ni la idea del vigor de los aztecas. La raza tropical languidece y degenera, ganando en vicios lo que pierde en desarrollo físico.

Pío Prieto siguió este torrente, y la primera vez que pidió un helado en Fulcheri pensó con tristeza en la hojalatería; se le figuraba que el mármol de las mesas, el tapiz aterciopelado de los asientos, los espejos y las lámparas de gas le reprendían por ser hojalatero; pensaba que si en un corro de sus nuevos amigos, pollos finos en su mayor parte, llegaba a saberse que Pío Prieto soldaba tinas y calentaderas, sufriría la más pesada de las bromas y no sabría qué hacer.

Para evitar esto comenzó por negar a su familia, por ocultar la ubicación de su casa, que se llamaba hojalatería, a fin de sostener una apariencia que lo nivelara con sus amiguitos nuevos.

Pío Prieto no hubiera sabido hacer, no sólo la defensa ni la apología del trabajo, pero ni aun se le hubiera ocurrido jamás conciliar la dignidad del hombre con el trabajo material; de manera que sus aspiraciones tomaban un tortuoso sendero, y su vida comenzaba por ser una contradicción.

Pío Prieto, además de estas prendas morales, tenía la   —115→   desgracia de ser feo y trigueño, y como señal característica poseía una mandíbula superior, superior a su labio su respectivo, de manera que Pío Prieto exhibía gratis su encía descomunal en cada sonrisa.

Cuando Pío Prieto empezó a ser presumido, notó con sentimiento la incompatibilidad de su belfo y lo irremediable de la constante exposición de su dentadura.

En el cuadro sinóptico de la monografía de la boca, las de este género representan la desvergüenza, y Pío Prieto no era la excepción de esta aseveración fisonómica, a pesar de que, si en su mano hubiera estado, hubiera de buen grado comprado labio y vendido encía.

Pío Prieto a los quince años logró (admirable prerrogativa del ser que piensa) ser todo, menos hojalatero, y logró hacer de su vida un enigma, que es el estado natural de muchos Píos que conocemos.

Por medio de todas estas virtudes Arturo tuvo un cómplice a pedir de boca, y Pío Prieto, reo de un delito al que ciertas leyes aplicaron ha mucho tiempo el castigo infamante, se regocijaba por su conducta y estaba contento de sí mismo.

Ya hemos dicho que en el pollo la tercería es una de sus comiditas; ha oído hablar de que las Pandectas y las Partidas son vejestorias, y ni aun encuentra puntos de contacto entre su conducta y la de muchos sentenciados en la cárcel pública por el mismo delito, sin que esto tenga para el mismo Pío Prieto otra explicación que ésta:

La levita.

  —116→  

Solución que afirmó más a Pío Prieto en la acertada resolución de cambiar el mandil por esta prenda, mito moderno de las ciudades civilizadas.

¡Ay, mientras en la Avenida de los hombres ilustres y en la Avenida de los hombres ociosos, o sea calle de Plateros, no veamos diariamente cruzar mil blusas en vez de cien levitas, mil obreros en vez de cien pollos, no tenemos esperanza de remedio!

Y cuando los niños de la clase media lo mismo que los del pueblo se inclinen al taller y no a las leyes, a la mecánica y no a la medicina, al martillo y no a la minuta; cuando el uso de los guantes de cabritilla tenga por objeto interponer una piel suave entre la mano de una bella y el callo del obrero, entonces será difícil comprar votos en las elecciones; entonces comenzarán a ser oscuros y miserables los empleados junto a los caballeros artesanos; entonces la república comenzará a tener por todas partes hijos dignos y ciudadanos libres, desprendidos de la teta patria, y que emancipados por el trabajo de la tutela gubernativa, y de la empleomanía como único recurso, sean los representantes legítimos de la democracia y los sinceros defensores de las instituciones libres.

Perdónenos el lector este arranque serio que se deslizó en la ensalada, y cambiemos de rumbo.



  —117→  

ArribaAbajoCapítulo XII

Los pollos anidan


Despertó doña Lola.

No necesitamos encomiar aquí las virtudes del sueño, de ese reposo eminentemente reparador y confortable, y sólo sí diremos que doña Lola se sintió mejor.

Don José de la Luz había velado; de manera que fue el primer consuelo que se le ofreció a doña Lola al despertar.

-¡Compadre! -exclamó con voz débil.

Y la palabra salió de su boca articulada entre un suspiro y un bostezo, síntoma que don José calificó de favorable.

En lo primero en que estuvieron de acuerdo los dos   —118→   compadres fue en que debían desayunarse para proceder con acierto.

En seguida se entabló la discusión sobre el partido que debía tomarse en aquel grave asunto.

No faltó vecina que hiciera prodigios de mordacidad y de encono contra la prófuga; alguna ensayó su lengua, otra hizo revelaciones, otra dijo que ya lo sabía todo de antemano merced a su policía y a su penetración; y el asunto, mil veces comentado, fue el sabroso pasto de la vecindad erigida en gran jurado; pero aquel cuerpo colegiado discurría menos y hablaba más, y estuvo a punto de parecerse a un congreso hasta en lo de aceptar la peor de las medidas propuestas; por fin se decidió que don José de la Luz tomara el negocio por su cuenta y empezara por averiguar el paradero de los pollos.

Así lo hizo el bueno de don José, y como había sido en un tiempo juez de paz, discurrió que su primera providencia debía ser avisar a la policía.

Nadie conocía hasta entonces a Pío Prieto, ni a la policía pudo dar don José señas del cómplice, pues Casimira no había visto más que dos bultos de varón y dos de hembra, que eran los cuatro personajes de la escena.

Pío Prieto no deseaba la terminación de aquel asunto, antes bien, hubiera querido prolongarlo indefinidamente, y cada nueva peripecia la acogía el pollo cómplice con entusiasmo.

Su primera diligencia fue buscar a un amiguito que tenía en el gobierno del Distrito, para averiguar por medio   —119→   de él si la policía iba a tomar cartas en el asunto, merced a alguna denuncia.

Tan acertado anduvo, que un cuarto de hora más tarde que la policía, supo Pío que se pretendía seguir la pista a los raptores.

Arturo se vio obligado a recapacitar en situación tan crítica, y mandó por un coche.

El grupo se dispersó. Arturo y Concha montaron en el coche; a Pío Prieto se le encargó de pormenores, yendo y viniendo, y a Soledad se la consignó a Catedral hasta nueva orden, porque según Pío Prieto en Catedral no podía inspirar sospechas, ni la policía tiene nada que ver con las devotas; de manera que la criada a poco rato estaba en un rincón cerca de un confesonario, bien arrebujada en su rebozo y como en espera de confesarse.

Antes de que la policía pusiese en ejercicio sus asechanzas, y de que don José de la Luz, erigido también en policía particular, pudiese haber hecho nada razonable, Arturo había logrado atrapar a don José, ni más ni menos que si se hubieran cambiado los papeles.

Razones, y de peso, emplearía Arturo, supuesto que el bueno de don José no tuvo dificultad en ablandarse y comenzó a oír al seductor, aunque con sorpresa, no por eso con menos benevolencia.

Convino don José en que la justicia se inclina al lado del pudiente.

Convino en que Concha, si no se había de casar bien, que al menos no se perdiera mal.

  —120→  

Convino también en que para doña Lola y para él era mejor quitarse de una vez de quebraderos de cabeza.

Y por último, don José se comprometió primero a retirar su denuncia a la policía, y en seguida a persuadir a doña Lola de que éste es el mundo.

Terminada la conferencia, Soledad pudo salir de Catedral y Pío Prieto obrar en más amplia escala.

-Chico -le dijo Arturo a Pío-, ¿qué hacemos con Pedrito?

-Pedrito es buen chico.

-Pero necesitamos ganarlo.

-No puede hacer nada.

-Pero siempre es bueno estar bien con todos.

-Bueno.

-Vamos por él a la oficina.

-Y lo entrompetamos.

Caló de Pío Prieto con que significaba que lo emborracharían.

-Eso es.

-Cuando él está jalado (sinónimo peculiar de Pío) se presta a todo.

-¡Magnífico! Busquemos un carruaje.

A Arturo lo conocían muchos cocheros.

Los pollos llegaron a Palacio en coche; Pío Prieto fue a sacar a Pedrito, y los tres se dirigieron en seguida al Tívoli del Eliseo.

Era hora de almorzar.

Cuando los pollos hubieron engullido trufas y ostiones   —121→   y ya les reventaba el buche a tanta vianda y libación, creyó Arturo llegado el momento de aclarar su parentesco con Pedrito y exclamó de repente:

-Somos cuñados.

-¡Hombre! -dijo Pedrito.

-Te lo digo porque tú eres hombre ilustrado y suficientemente experimentado para abjurar errores y preocupaciones. Ya en México está muy admitida la costumbre de la unión libre, como se practica en Francia y en otras naciones cultas.

-Y esto tiene la ventaja -agregó Pío Prieto- de que las cosas tienen remedio, pues a la hora que uno de los dos se cansa...

-Y que ya sabes, Pedrito, mi aversión al matrimonio; yo no soy para casado en regla; yo, chico, soy liberal, pues, soy así... despreocupado; ya me conoces.

-Lo mismo que yo -dijo Pedrito.

-Y lo mismo que yo -agregó Pío Prieto.

La mancha más fea para los pollos en aquel momento hubiera sido la de parecer preocupados; de manera que el grave asunto del matrimonio y de la suerte de Concha se trató allí sin ceremonia y sin cortapisas.

-A tu salud, hermano.

-A la tuya.

-A la de los recién casados -gritó Pío Prieto abriendo su desmesurada boca y riendo como un carretonero.

-Ahora es necesario portarse bien -agregó Arturo-. Voy a ver un judío para que me descuente la segunda   —122→   libranza de mi padre para estar en aptitud de todo. Madame Celina va a alegrarse de esto, porque le voy a mandar hacer unos trajes a Concha, que ya verán ustedes. ¿Le debes mucho a tu sastre, Pedrito?

-Doscientos pesos.

-No te apures, yo pago.

-¡Quién fuera tu cuñado, chico! Los que tienen hermana, ¡peruno!...

-Ya te llegará tu turno; dile a Salin que te haga un traje.

-Dame una tarjeta.

-Tómala.

Arturo le dio una tarjeta en la que escribió algunas líneas.

Pío Prieto concentró toda la expresión de su reconocimiento en esta frase:

-¡Qué templado eres!

Y llenó, no la copa propia, sino un vaso de un litro con vino de Champagne.

-A tu salud, chico -dijo, y bebió el vino a tragos gordos; al acabar dio un fuerte golpe con el asiento del vaso sobre la mesa y se limpió la boca con la mano.

-Éste se pone unas monas del demonio -dijo Pedrito muy alegre.

-Pues cuidado, porque te necesito -dijo Arturo.

-No tengas miedo, que aquí hay canilla, ¡canastos!

Los tres pollos entraron al coche, que paró en una mueblería de la calle de Donceles.

  —123→  

-Monsieur Moncalian -dijo Arturo saltando del estribo.

-Monsieur Arturo -le contestó Moncalian.

-Necesito un menaje completo y pronto.

-Lo que usted guste.

-¿A ver las camas?

-Tengo unas inglesas que acaban de llegar (hacía dos años.)

-Ésta.

Moncalian tomó una pizarra y apuntó: «Cama inglesa».

-¿Y este ajuar?

-Es francés, nada de jalocote, rosa legítima; llevó uno igual el señor Pimentel.

-Éste -dijo Arturo-. Tocador.

-¿Con mármol?

-Sí, hombre, ¿quién usa tocador sin mármol?

-Se echa a perder con la humedad -dijo Pío Prieto para dar su opinión como si tuviera mucha experiencia en materia de mármoles.

-Éste -dijo Arturo.

Moncalian seguía apuntando y en seguida preguntó:

-¿Adónde?

-Aquí está esta tarjeta, el portero se llama Vicente, la casa está vacía hace ocho días.

-Está muy bien, monsieur Arturo, ¿qué otra cosa?

-Alfombra, escupideras, lámparas, candeleros, en fin, usted me pone la casa.

-¿Se va usted a casar?

-Sí; pero no lo diga usted.

  —124→  

Moncalian se sonrió y apuntó en la pizarra.

-Aquel ropero -agregó Arturo.

-¡Qué lindo es! -dijo Pío Prieto-, ¿cuánto vale, monsieur Moncalian?

-Ciento setenta.

-No es caro -dijo con aplomo Pío Prieto.

Esta frase valía cincuenta pesos.

Los pollos volvieron al coche.

Dos horas después Arturo se separó de Pío y de Pedrito y volvió al lado de Concha.

Pedrito volvió a la oficina y, a pesar de su sana filosofía, echó a perder tres copias.

Pío Prieto se presentó en la sastrería de Salin, y como Arturo le había dado dinero para los gastos de aquel negocio, Pío compró un puro de a dos reales para echar bocanadas de humo aromático al sastre.

Esto le pareció a Pío muy natural, y aun creyó que estaba representando muy bien su papel de señor.

Entre tanto, la moral de Arturo iba ganando prosélitos al grado de acallar los aullidos de doña Lola.

Don José de la Luz estuvo elocuente, y a doña Lola la iban haciendo más y más impresión los contundentes argumentos de su compadre.

Por desgracia, esto que pasaba con doña Lola se repite con una frecuencia lamentable en México, y si señalamos esta llaga social es para anatematizarla.

Si buscamos el origen de estos hechos nos persuadiremos que éste no es otro que el amor al lujo, esa aspiración   —125→   constante de todas las clases de nuestra sociedad, excepto la ínfima, de llegar a una posición superior; pero no a costa del trabajo ni por medio de los recursos legales, sino arrostrando con todo miramiento y consideración.

Pedrito, haciendo su papel en el mundo elegante a costa de constituirse en un ser inútil y ocioso cuyo porvenir estaba ligado el prorrateo, era uña víctima de esa pasión.

Concha, aspirando al lujo por imitar a sus amiguitas, se había apoyado en el pasamano de Arturo para subir en la escalera social, y no estaba haciendo otra cosa que preparar su caída al abismo de la prostitución.

Pío Prieto, abandonando el patrimonio santo del trabajo, se escondía dentro de una levita de Salin para ser la larva del ladrón.

Arturo, parodiando las costumbres relajadas de las grandes ciudades, compraba con sus prendas físicas y con su patrimonio monetario la infamia y la desgracia de una joven pura.

La misma doña Lola cerraba sus ojos de madre al resplandor que la cegaba, y:

-Con tal que sea feliz y tenga lo necesario -exclamaba-, qué hemos de hacer... tantas vemos que son dichosas, porque habiendo con qué...

-Vaya, doña Lola -contestaba don José-, eso es muy corriente; si viera usted en mi familia... y tantos que hacen lo mismo. En realidad los señores padres son los únicos que lo llevan a mal.

-Es cierto, compadre, todo muy cierto.

  —126→  

Y todos, todos adoradores del becerro de oro, rompían abiertamente con las sabias prescripciones de la moral y minaban por su base la institución de la familia, y secaban con su sed de riquezas la fuente de la felicidad futura, felicidad que a estos pollos toca propagar mañana; estos pollos serán los padres de familia y los que preceden a una generación cuyo porvenir nos horroriza.



  —127→  

ArribaAbajoCapítulo XIII

Entrada de Concha en el gran mundo


La casa de Concha no tardó en ser lo que se llama un relicario; nada faltaba allí de cuanto puede pedir el refinamiento y el lujo, al grado de que Concha, al hablar de su casa, decía:

-No hay ojos con que verla.

Arturo fue más previsivo de lo que se puede pedir a un pollo.

Lo decimos porque, después de haber llenado todos los requisitos que pudieran hacer de la casa de Concha un departamento confortable, puso al servicio de ésta una aya francesa.

Madama Luisa estaba encargada de instruir a Concha en los cien mil detalles que tiene obligación de consultar una mujer a la moda.

  —128→  

Concha saboreaba voluptuosidades desconocidas que la encantaban, como el uso del cold-cream y del polvo de arroz aromatizado, de la esponja y del jabón de Pivert; en suma, la atmósfera de perfumes en que vivía envuelta la embriagaba.

Madama Luisa traía de París las últimas elucubraciones del confort, y con una solicitud exquisita y verdaderamente parisiense iba haciendo de la hija de Jacobo una señorita de gran tono.

Concha, por otra parte, tenía la intuición de lo bello y era naturalmente observativa, de manera que no había objeto que la rodeara que no hubiera sido motivo de su examen y de su contemplación.

Arturo estaba fuera de sí y positivamente enamorado de Concha; se gozaba en su obra y había tomado tan a pechos la erección del ídolo que él mismo había dorado, que empezó por volverse susceptible y hasta celoso, al grado que muchos pollos, amigos suyos, ignoraban el nuevo enlace de su amigo y lo echaban de menos frecuentemente en sus reuniones favoritas.

Este retraimiento le proporcionó a Concha adelantar considerablemente en su aprendizaje, tanto que en concepto de Madama Luisa poco tardaría Concha en estar presentable.

Pero no era así naturalmente, porque los vicios de la primera educación difícilmente se corrigen; no obstante, Concha podía pasar ya como una bonita apariencia.

A los pocos días de retiro, a Arturo empezaban a parecerle   —129→   las horas casi del tamaño natural, cosa que al mismo pollo le sorprendió, supuesto que las de los primeros días le habían parecido un soplo; esto, unido a las bromas de sus amigos por su retraimiento, lo decidieron a tomar otro partido.

-¡Arturo -le decía un día un pollo-, conque te casaste!

-No soy tan bárbaro, ese suicidio me parece del peor género.

-Entonces...

-Si lo dices por Concha...

-Precisamente.

-Qué quieres, un golpe de fortuna, de esto no hay todos los días.

-¿Y vas a lucirla?

-Mira... todavía no me decido, aunque al principio te confieso que pensé en el secreto riguroso.

-¡Oh!, eso del secreto es fatal, es una vida llena de privaciones, ya verás como te cansas.

-Ya lo estoy viendo, pero temo...

-¿Qué temes? ¡Vaya un calavera tímido! Si la chica vale tanto como dices, vale la pena de darla a luz y sobre todo de que le formes círculo, de que des algunos tés para los amigos; cuenta conmigo, Arturo, ya sabes que no me escandalizo de nada y sobre todo sé respetar las propiedades. ¿Qué dices?

-Estaba pensando ya en sacarla; la pobrecita ha tenido una vida de privaciones.

-¡Ah!, pues es justo que se divierta.

  —130→  

-Anoche fuimos por primera vez a Fulcheri.

-¿Tú eras? Ta, ta, ta...

-¿Cómo lo supiste?

-Me dijo Ruiz que había visto a una linda joven y a su amante acariciarse en el gabinete azul. Te vieron en los espejos, chico, ¡qué chasco te has llevado!

-¿Es posible?

-Exacto.

-Sólo en los espejos, porque el gabinete azul estuvo solo.

-Vamos, eso no tiene mucha gracia, hoy ya lo sabrá la chorcha.

Esta palabra pertenece al caló del pollo y quiere decir reunión, pandilla o círculo de amigos.

-Debías llevarla al teatro -continuó el amigo de Arturo como para sacarlo de su embarazo por lo de los espejos.

-Sí, el domingo vamos, tienes razón.

-Domingo en la tarde por supuesto.

-Se entiende, todavía no me atrevo a llevarla de noche, sabes que van mis primas y todos los de mi familia, mientras que por la tarde las cocineras todas son unas.

-Bueno, chico, te felicito y es necesario que cuanto antes me presentes.

-El domingo.

-Bueno.

-Pues hasta el domingo.

-Adiós.

  —131→  

Diremos algo acerca del interlocutor de Arturo; era un pollo que se llamaba Pío Blanco y que pertenecía legítimamente a la raza de pollos tempraneros.

Tenía quince años y era por naturaleza disipado y ocioso; sabía beber, fumar y blasfemar, triple ciencia que lo privaba de saber otras cosas a pesar de los esfuerzos de su padre por hacerlo hombre de provecho.

Pío Blanco había crecido mimado, al grado de que sus padres confesaban con un candor sin límites que se habían declarado insuficientes para sujetar a Pío.

Este pollo había pasado revista en muchas escuelas, porque a los quince días de permanecer en un establecimiento ya tenía el suficiente caudal de embustes para desprestigiar al director, y bien una riña o alguna maldad de trascendencia decidían su pase a nuevo colegio.

Así corrió de ceca en meca hasta parar en el colegio militar, de donde fue dado de baja por faltas de subordinación.

Esta última salida lo puso en posición de declararse vago con cargo a los fondos de su papá, el señor Blanco, quien acababa de ganar un pleito separándose de su mujer, que por fortuna no era la mamá de Pío...

Con el talismán del dinero, Blanco, padre, se alegró al grado de apurarle menos el porvenir de Pío, a quien quería tanto.

Pío, al gastar el dinero de su padre, no le pesó su conducta anterior, y Blanco padre e hijo se apañalaron cariñosamente en el regazo de la fortuna.

  —132→  

No hizo más Pío Blanco que emplumar lujosamente en manos del sastre, y tomar un aire de superioridad y de abandono que hacían de él el pollo más magistralmente resuelto que se conoce.

Pío Blanco, pobre, solía tener mesura y encogimiento; pero Pío con guantes dio suelta a su lengua, pareciéndole que ya no tenía por qué callar; los libros fueron para él un abismo de letras donde no osaba penetrar jamás su perezosa imaginación; en cuanto a religión, apenas dijo al acaso soy liberal se creyó dispensado de tener creencias, se avergonzó de haber oído misa alguna vez y, para sancionar este acto de debilidad de su catolicismo, aprendió de memoria algunas frases de un discurso de Villalobos, y acomodándolas a las circunstancias salía del paso airosamente, según él mismo creía; hacía alarde de ser cínico y desvergonzado, y no había historia secreta de familia ni honra vacilante que Pío Blanco no se encargara de divulgar mutatis mutandis.

Era de esas personas, que por desgracia abundan en México, para quienes los asuntos ajenos, por poco que les atañan, son el punto culminante de sus discusiones; desmenuzan y glosan la más insignificante noticia; emprenden con un calor digno de mejor causa una controversia sobre los asuntos privados de una familia a quien ni saludan; y nada de lo que hay a su alrededor, por indiferente que sea, pasa sin sujetarse al tormento del análisis y del más escrupuloso examen; emprenden sumarias genealógicas hasta dilucidar si H y R son hermanos, y   —133→   si P y N son casados; son boletines orales de cuya lengua libre al lector su buena estrella, aun cuando a nombre del sagrado de la familia y de la gente honrada haya puesto hoy el autor de esta ensalada el foco de su lámpara sobre esas larvas dañinas, para que alguna vez la víctima vea a toda luz a sus verdugos.

Pío Blanco tenía, además de todos sus títulos, el de chismógrafo triturador de honras más acabado que se conoce.

Este pollo, cuya primera edad había sido una penumbra y una negación, no tenía en su corazón ni en su cerebro noción alguna provechosa ni base moral que normara sus actos; de manera que, perdido el encogimiento del pobre, aceptó de un golpe la vanidad y la desenvoltura del rico, y con todo el atrevimiento de la ignorancia afrontaba magistralmente desde la pequeña cuestión social hasta los altos problemas filosóficos.

Tal era Pío Blanco, pollo a quien vamos a ver en seguida convertirse en amigo de Concha.

En el palco intercolumnio número 1 de los segundos, apareció la tarde de un domingo en el Teatro Nacional una joven elegantemente vestida; llevaba un traje de gro azul y blanco de doble falda hecho por Celina, y estaba peinada con una gracia y una propiedad inimitables.

El minarete de la belleza de hoy, el clásico copete de la joven, estaba adornado con dos rosas pálidas, y aquella colina de cabellos y flores daba a la propietaria un aire aristocrático y distinguido; hubiera sido imposible a Casimira   —134→   la bizca convencerse de que aquella dama tan blanca, tan sonrosada y tan elegante era la hija de doña Lola, era Concha la Sacristana, como ella se había empeñado en llamarle.

Cuando en uno de esos palcos 1 ó 25 de cualquiera de los tres órdenes aparece una de esas beldades solitarias de exuberante y lujosa falda en una tarde de día de fiesta, la numerosa familia de pollos y tal cual gallo de pelea se ponen en alarma.

Ya barruntan que tras de la bella se parapeta algún feliz que ve con medio ojo la comedia y con uno y medio a la prenda de su cariño; ya se esperan encontrar un conocido a quien felicitar el lunes por su caza mayor; ya, en fin, se hacen la ilusión de que no hay tal propietario y que la beldad es una mujer que acaba de asomar en el mundo pidiendo a gritos la indispensable protección del sexo fuerte; todas estas ideas alborotan la gallera, en la que los pollos son los primeros en piar como al ruido del maíz de por la tarde.

-¿Quién es aquella azul? -preguntó un pollo.

-Es de las mías -contestó otro.

-Ya quisieras.

-¿En dónde vive?

-No sé.

-Está bien vestida.

-Demasiado.

-De seguro no se ha peinado sola.

-La peinó Broca.

  —135→  

-¿Cómo lo sabes?

-Tengo antecedentes.

-¿A ver, a ver? -dijeron varios.

-Mira, Alberto -le dijo un pollo a su compañero-, vamos a poner paralelas para el asalto; desde el palco de enfrente veremos quién es el compañero de esa diosa.

-Aprobado, chico, pues al asunto.

-Vamos.

-Vamos.

Y media docena de pollos salieron del salón en un entreacto, pidieron vuelta, y subieron corriendo las escaleras de los palcos haciendo mucho ruido.

La parvada se precipitó por el tránsito de los segundos, llegó al palco número 25, que estaba vacío, y entró.

-Orden, caballeros -dijo un pollo.

-No sean díscolos.

-No se le ve más que el sombrero.

-Pero, ¿quién es? -dijo Alberto.

-Si está casi sumido tras de la crinolina.

-Pero ella es encantadora.

-¿Quién será?

-Nadie la conoce.

-No es de las de...

-Ni de las de... -agregó otro pollo haciendo una mueca.

-¡Ah, ya sé quién es él! -exclamó uno-, nos está viendo.

-¡Arturo!

-¡Arturo! -repitieron cinco pollos.

  —136→  

-¡Qué maldito!

-¡Ah, hipocritón!

Un pollo tosió recio.

-¡No, hombre! -exclamó uno.

-¡No seas incivil! -agregó otro.

-¿Vamos a visitarlo?

-No seas estúpido. ¿Con qué derecho?

-Con cualquier pretexto.

-Anda solo.

-¿A que no va?

-Éste es echador.

-¡Echador! ¿Quieres verlo?

-¿Apostamos?

-Lo que quieras.

-Te vas para atrás.

-¡Qué me he de ir!

A este tiempo Pío Blanco tocaba a la puerta del palco en que estaba Arturo; éste iba a pararse cuando Pío Blanco entró provisto de un grande alcatraz de dulces.

-Chico, vengo a que me cumplas tu palabra.

-Concha, te presento a Pío Blanco, mi amigo.

-Gracias, chico. Señorita -agregó dirigiéndose a Concha-, sírvase usted aceptar estos dulces.

-Mil gracias.

-¡Qué fortuna tiene este pícaro!

-¿Por qué? -dijo Concha.

-Por qué ha de ser. ¡Usted lo ama! ¿Habrá dicha más grande? Arturo, te felicito doblemente. Señorita, yo sé   —137→   que Arturo tiene muy buen gusto, y lo que es en esta vez...

Pío se lamió los labios.

Concha bajó los ojos.

Arturo volvió la vista.

Pío volvió a la carga.

-¡Vamos, si es usted lo más encantadora que se haya visto! Es usted la reina del teatro esta tarde.

Era la primera vez que Concha recibía una andanada de flores de pollo, y se puso colorada; le pareció que Pío Blanco la estaba enamorando descaradamente.

Arturo lo notó y le dijo:

-No hagas caso de éste, es un loco.

-¡Y tú tan juicioso! Ya sabes.

-Cabal.

-No lo crea, usted, Conchita; no lo conoce usted; es lo más enamorado y lo más pillo.

-¡Qué tal! -le dijo Concha a Arturo.

-Tú eres la que no conoces a Pío; es un calavera.

-Defiéndame usted, Conchita.

-Yo no.

-Pues me defenderé solo. Todos dicen que soy calavera, que soy enamorado, que soy pillo, y vea usted... me calumnian; todo mi defecto consiste en ser simpático, porque ¿no es verdad que soy simpático?

Concha no contestó.

-Pues bien -continuó Pío como si Concha le hubiese dicho que sí-. Tengo muchas amigas que me quieren mucho,   —138→   y de ahí sacan los envidiosos que soy enamorado. ¿No le parece a usted el colmo de la injusticia? Pero usted va a ser mi buena amiga y me va a hacer justicia, ¿no es verdad?

-Sí, señor -dijo Concha toda turbada, y dirigió una mirada a Arturo.

Éste se la correspondió afectando serenidad; pero realmente estaba entrando en cuidado, porque tenía que habérselas con la audacia de Pío Blanco.

A Concha le pareció oportuno hacer algo, y tomó los anteojos.

Todavía Concha no sabía tomar los anteojos como se estila hoy; los tomó como se han tomado siempre, en la postura natural.

Arturo tiró del vestido de Concha.

Pío Blanco lo notó.

Concha no entendió una palabra; volvió a tirar Arturo. Concha le dirigió una mirada arrugando la ceja como quien pregunta: «¿qué sucede?».

Arturo le hizo un guiño con los ojos señalándole los anteojos.

Concha se los dio.

Arturo vio con los anteojos tomándolos por delante y exagerando la posición.

Concha se quedó abriendo la boca, como si tal cosa.

Pío Blanco pensó:

-Se está encelando.

Concha volvió a recibir los anteojos, y al recibirlos   —139→   sintió en la mano una presión significativa de la mano de Arturo, como quien dice:

-«¡Qué tonta eres!».

Concha tradujo el apretón de este modo:

-«¡Cuidado con Pío Blanco!».

Concha se puso a ver a Concha Méndez.

-¿Le gusta a usted su tocaya? -le preguntó Pío Blanco.

-Sí, señor; es muy bonita.

-¡Qué diera por ser como usted!

-Tiene muy lindos ojos.

-Los de usted son dos luceros.

-Y muy bonito cuerpo.

-El de usted es mejor.

-Y un pie...

-El de usted es mejor.

-Usted no me los ha visto.

-Es cierto, pero han de ser mejores. Se lo conozco a usted en la mano. La mano de usted es digna del pincel de Xenofonte.

-¿Xenofonte era pintor? -preguntó Arturo.

-¡Hombre, cómo no! Y bueno, ya sabes.

-No me vengas con tu literatura porque me apesta.

-Vea usted, Concha, qué injustos son conmigo; me sucede con mi figura lo que con mi talento. Porque me visto bien dicen que soy un Montecristo, porque soy amable que enamoro, y porque hago versos me llaman literato.

-¿Hace usted versos?

  —140→  

-Sí, Concha, cuando encuentro quien me inspire, lo cual es difícil. Le ofrezco a usted unos versos a sus ojos, si tú me lo permites, chico -agregó volviéndose a Arturo-, porque supongo que a Concha le habrás regalado un Álbum. Usted perdone si la llamo Concha, pero yo soy así, no me gustan los diminutivos. Conque, ¿le has comprado un Álbum?, ¿le ha comprado a usted un Álbum?

-¿De retratos? -preguntó Concha.

-No, de recuerdos.

-Ésos no los conozco.

-Es un libro en blanco.

-¡Ay, qué feo!

-¡Cómo feo! Allí le escribirán los que la adoren y los que la admiren todo lo que usted les inspire.

-¿Yo?

-Sí.

-¿Los que me adoran?

-Sus amigos de usted.

-¡Ah! ¿Y qué escriben?

-Unos versos y otros prosa.

-¿Y para qué?

-Ya lo verás -dijo Arturo cortando el diálogo con impaciencia.

Esta impaciencia la agregó Concha al apretón.

-Mañana le llevó a usted su Álbum con mi composición a sus ojos.

-¿Pero para qué se ha de molestar usted?...

-¡Concha! ¡Concha! ¡Entre buenos amigos! ¡Pero calle!,   —141→   mire usted qué turba está en el palco de enfrente. Mira, Arturo, te han comido el trigo, allí está la chorcha haciéndonos señas, allí están Pepe y Alberto.

-No les hagas caso, no veas para allá. Concha, mira la comedia.

Concha obedeció.

Pío Blanco se colocó en los asientos de atrás junto de Arturo.

-Chico, ¡qué linda es! ¡Qué pico largo eres! ¿Pero quieres decirme de dónde has sacado a esta chica tan come il faut? Nadie la conocía.

-Cállate, hombre, y ten moderación.

-¿Te pones serio? ¡Vaya! Ya sé a qué atenerme. En todo caso comprendo que no es de las que conocemos, ya sabes.

-A todo sales con «ya sabes».

-Ya sabes. Te convido a cenar. Concha, la convido a usted a cenar, iremos a Fulcheri.

-Hombre, hombre.

-¿Qué dice usted, Conchita? Porque yo supongo que ustedes cenan, ¿no es verdad, Arturo?

-Hombre, Pío.

-No hay remedio, ya vuelvo, al terminar la comedia aquí estoy. Abur, Arturo. Concha, hasta luego. Arturo tiene la amabilidad de permitir que cenemos juntos en Fulcheri; hasta luego, hija mía, hasta luego.

-Adiós, señor -dijo Concha abandonándole la mano según una lección de Madama Luisa.

  —142→  

-Oye, Pío.

-Nada, nada, está resuelto; hasta luego.

Pío Blanco salió y cerró la puerta.

Arturo comenzó a ponerse de mal humor.

Concha guardó silencio.



  —143→  

ArribaAbajoCapítulo XIV

Una digresión acerca de las manos. La cena en Fulcheri


Las manos. He aquí una parte del cuerpo humano digna, por su importancia suma, de la atención del observador.

En las manos llevamos todos escrito el nombre de nuestra raza, el grado de nuestra educación, nuestra posición social, nuestras tendencias, nuestros sentimientos y nuestra historia.

Si este lenguaje de las manos entrara alguna vez en la categoría de los conocimientos vulgares, la humanidad, apoyada en sus propias manos, caminaría mejor.

Esta segunda fisonomía no está, por desgracia, tomada generalmente en consideración, y con pocas excepciones el   —144→   mundo se conforma en materia de manos con estas solas dos calificaciones:

Manos bonitas y manos feas; y no se cuida mucho de que hay tantas clases de manos cuantas clases de pasiones hay.

Las manos son una revelación de ese misterio que se llama ser moral, son una acusación manifiesta de lo que el hombre oculta; y por eso cuando el hombre formula en su interior una oración sincera emanada de la conciencia y de la verdad, eleva a Dios las manos.

Las manos, con su laberinto de rayas, sus falanges, falanginas y falangetas, con sus movimientos especiales, son el proceso del individuo, el carnet de su viaje por este planeta.

La quiromancia conocía antaño ese carnet, y el pillo que sabía leerlo en la antigüedad, tenía el raro prestigio de consternar un reino, de cambiar la faz política de una nación y de alcanzar mayores resultados con un horóscopo y con una predicción, que el poder religioso y que la fuerza bruta.

Es que la verdad y la conciencia son hermanas, y cuando por cualquier medio, por extravagante que sea, se dan la mano, triunfan.

Si alguno de nuestros lectores es observador, se habrá fijado alguna vez en el lenguaje mudo de las manos.

Las manos son susceptibles de educación, y son siempre las que la revelan; las manos en su configuración, en   —145→   su tez y en sus movimientos, son el testimonio inexcusable de las costumbres del individuo.

Hay manos groseras, manos tontas, manos ordinarias, así como las hay ociosas, aristocráticas, sensuales, artísticas, curiosas, hábiles, etc., etc.

Estudiad las manos y al poco tiempo de observación encontraréis que os hablan.

No nos preciamos de conocer a fondo «la science du main», librito que hemos buscado con ansia para estudiarlo y apoyar nuestras observaciones, de las que, a reserva de ampliarlas en otra ocasión, asentaremos algunas, aunque ligeramente.

La quiromancia llegó a profundizar la cuestión y el autor del libro a que nos hemos referido ha llegado a hacer un estudio prolijo y concienzudo que ha logrado penetrar, y con felicidad, en el terreno de la adivinación; pero nosotros no entraremos al examen de las líneas, sino solamente al de la forma y los movimientos.

Por ejemplo: despedíos de una joven bien educada, acostumbrada a la buena sociedad y al trato franco y sincero, y sentiréis todas esas cualidades en el tacto, en la manera conque os estrechará la mano; pero dádsela a una beldad inculta, a una polla ordinaria, y notaréis una contracción extraña, sentiréis unos dedos nerviosamente rectos y una mano muerta, un movimiento sin intención y como que no está en armonía con la voz ni con el asunto, es una mano postiza que se mueve por imitación, es un desencanto,   —146→   una mano torpe y elocuentemente desconsoladora.

En esta categoría estaban las manos de Concha aun después de las lecciones de Madama Luisa.

En cuanto a su forma, ocultaban sus articulaciones bajo una piel suave y tenían los dedos puntiagudos, señal inequívoca de pereza y voluptuosidad.

Las manos hábiles tienen los dedos espatulados, las trabajadoras las yemas redondas, y los dedos casi rectos, las articulaciones pronunciadas y las venas salientes.

Las manos de Arturo se parecían a las de Concha, eran suaves y puntiagudas.

Los dos amaban la molicie.

Pío Blanco, a pesar de su poca experiencia, comprendió gran parte de lo expuesto en la manera con que Concha le dio la mano, y este solo hecho era tan significativo y trascendental que Pío se puso a discurrir de este modo:

-No; a pesar de su lujo esta chica no es lo que parece, Arturo la ha de haber sacado de algún rincón y la ha ataviado como una señorita. ¡Bravísimo!, esto me alienta y me hace concebir una esperancita... porque, en fin, yo soy un calavera... mi edad... vamos, Pío, eres un pollo... -se decía a sí mismo el pollo tomando un aire de fatuidad muy marcado-, Pío, Pío, tú tienes un pensamiento retozón... ¡Pero si tiene unos ojos esa chica! Y luego... que como no es decididamente una encopetada cocota ni cosa que lo valga, va a ser accesible, yo soy buen mozo y me visto bien... Afortunadamente   —147→   traje mi corbata verde, que según mi chica me está tan bien... en fin, en la cena veremos lo que se avanza; es necesario quedar bien con el fanfarrón de Arturo, para que en todo caso vea Concha que sé lo que traigo entre manos y que soy hombre que presta garantías.

Estas y otras mil ideas preocuparon a Pío Blanco hasta el momento de reunirse con Arturo y Concha.

-No me tardé -dijo al entrar al palco.

-Nada de eso; eres un inglés.

-Ya sabes. ¿Concha, se ha divertido usted mucho?

-Sí, señor.

-¿Vámonos?

-Sí, así saldremos sin pasar la consabida revista -dijo Arturo.

-¿Qué revista? -preguntó Concha.

-La de la doble fila de curiosos que se forma a la salida del teatro.

-¡Ah!

Pío tomó de sobre una silla un magnífico abrigo de merino blanco y lo colocó sobre los hombros de Concha, a quien desde luego pareció aquella galantería de un carácter desconocido, al grado que dirigió una mirada a Arturo como para pedirle su aprobación.

Pío Blanco dejó que Arturo tomara a Concha y dijo:

-No te quejes, chico, de derecho me tocaba llevar a la interesante Concha, pero como te considero muy enamorado te hago esa concesión. Ya sabes.

-Gracias, generoso.

  —148→  

Los tres pollos salieron antes de que se acabara la comedia, montaron en un coche y partieron para el café de Fulcheri.

Pío Blanco pidió sopa de ostiones para los tres.

-¿Sopa? -dijo Concha haciendo un gesto graciosísimo.

-Sopa, Concha, sopa de ostiones.

-¿A estas horas?

-¡Oh!, ése es el chic, los ostiones son nuestra comida favorita, ¿no es verdad, Arturo? Ya sabes.

Puso el criado la sopera y Pío Blanco hizo platos.

Concha observó para sí que aquello no tenía cara de sopa; por lo menos no se parecía a la de tortilla, ni a la de fideos; tomó algunas gotas en la punta de la cuchara y la probó; la encontró detestable.

-De tomar sopa -pensó Concha- preferiría yo de tallarín como la que hace mi mamá.

Arturo estaba en un brete; hacía señas a Concha con los pies para que no se dejara ver la hilaza, para que no hablara; pero no pudo evitar que Pío Blanco, con esa tenacidad peculiar del pollo, especialmente cuando el pollo come y bebe, no pujo evitar, decimos, que Pío exclamara:

-¡Cómo!, encantadora Concha, ¿no le gustan a usted los ostiones? Los ostiones son la comida favorita de los hijos del placer, de los hombres de gusto, de la gente que comprende los deleites gastronómicos; el mundo elegante los reputa desde la más remota antigüedad como el platillo de los enamorados.

  —149→  

Concha abría los ojos teniendo la cuchara suspendida entre el plato y la boca, estaba lela; después bajó la cara y procuró analizar la forma de los ostiones.

-¿Busca usted la forma? Eso es cuestión de forma, como dicen en el congreso; busque usted la sustancia, Concha, la sustancia, y ya verá usted. Chico -dijo en seguida dirigiéndose a Arturo-, si quieres ser feliz, es preciso que alimentes a esta hechicera beldad con los productos culinarios más en analogía con las costumbres modernas.

-Ya aprenderá -dijo Arturo turbado.

-A la salud de usted, Concha, por esos ojos...

Pío tocó su vaso con el de Concha, quien se estremeció con el contacto inesperado y estuvo a punto de soltar el vaso.

Pío apuró el suyo de un sorbo y Concha apenas tocó el suyo con los labios.

El dios Baco tiene sacados muy curiosos apuntes sobre la embriaguez, en todos los tiempos, y hasta ha llegado a confundirse en materia de apreciaciones. El tal dios de las viñas hace formales mohínas cuando en una cena íntima o en un banquete se encuentran beldades de paladar refractario al consagrado néctar.

Las personas no acostumbradas al vino lo aceptan como una verdadera poción venenosa; apenas lo catan y les parece mucho un trago; el verdadero chic consiste en beber con naturalidad. A este chic debe la industria moderna la enormidad de su estadística alcohólica.

-Beba usted, Concha.

  —150→  

-Se me sube.

-El buen vino no se sube.

Arturo y Pío bebían como contramaestres.

La conversación subía de punto; Pío se volvía impío y Arturo no veía claro. Delante de una mesa cubierta con suculentas viandas y exquisitos vinos, el hombre espiritualiza el placer animal, y las fuerzas digestivas dejan, en los primeros momentos, ejercer todo su poder a las fuerzas intelectuales.

El gusto, la vista y el olfato se regodean en el refinamiento culinario, y sabores y aromas estimulan el sensualismo del gastrónomo; el hombre reina, se siente bien, se alegra de verse bueno; este placer múltiple pone al pollo insoportable al grado de privarnos del placer de escribir en seguida el diálogo de la cena, que para nosotros tiene todo el sabor del pollo en auge; presentaría una de las faces más encantadoras de este bípedo, nos facilitaría la autopsia, nos ahorraría letras. Con positivo sentimiento renunciamos a describir con todos sus detalles aquella cena a tres, cena del café inglés de París, casi pompeyana; pero preferimos respetar a nuestros lectores doblando la hoja para pasar al capítulo siguiente.



  —151→  

ArribaAbajoCapítulo XV

En el que la precocidad de los pollos determina una catástrofe


Sentémonos en una de las elegantes bancas de hierro del jardín de la plaza mayor de México.

La noche es hermosísima, y en el reloj de la Catedral acaban de sonar las doce y media; del portal de las Flores se retira el último figón improvisado sobre una mesa, y todavía en los dos extremos del portal de Mercaderes permanecen soñolientos y silenciosos dos dulceros, iluminados por la fuerte luz de un quinqué de petróleo.

La luna está en el zenit, el cielo es azul y ni una ráfaga de viento agita las dormidas plantas del jardín, en el   —152→   que no obstante se perciben los aromas de los floripondios de la miñoneta y de los heliotropos.

Frente a la Catedral están sentados en una banca una dama y un caballero. La dama está envuelta en un mantón, el caballero tiene un paltó oscuro y una bufanda que oculta la mayor parte del rostro.

Son Concha y Arturo.

Por el rumbo opuesto, quiere decir, frente al Palacio principal, hay cuatro pollos que ocupan otra banca de [...]. Estos pollos son Pedrito, Pío Blanco, Pío Prieto, y un desconocido.

-Es deliciosa, chico, es deliciosa -decía Pío Blanco-. Anoche cené con ella; es un poco inculta.

-¿Es posible? -dijo Pío Prieto, que ignoraba lo que había pasado entre Concha y Arturo hacía algunos días; cuéntanos eso.

-A ver -dijo Pedrito muy lejos de creer que se trataba de su hermana.

-Nuestro hombre estaba en los segundos con la chica, [...] la cresta a todos los de la carpanta, y nos propusimos averiguar quién era la azul.

-¿La azul? -preguntó el pollo desconocido.

-Iba vestida de azul -repuso Pío Blanco, y continuó-. Yo no la conocía; pero Paco el acomodador nos dio informes; ya con ellos, cataplum, me lancé al palco y saludé, provisto de un alcatraz de dulces; lo ofrezco, ella lo acepta y la convido a cenar; bebemos mucho Champagne, y después algunos ponches calientes... la cosa es hecha. [...] en el Champagne, un piececito de la niña me pertenecía;   —153→   porque han de estar ustedes, que yo acostumbro empezar los telégrafos con los pies, es mi táctica.

-Yo soy lo mismo -dijo Pío Prieto.

-En primer lugar, acerqué mi pie como casualmente, y cuando mi hombre se descuidaba, dirigía yo miradas tiernas a la sirena.

-Miradas melodramáticas -agregó el pollo desconocido.

-Exactamente. Yo creo tener cierta atracción magnética en la mirada.

-¡Presumido! -exclamó Pedrito.

-No, chico, eso no es presunción; yo conquisto con los ojos y luego con los pies; con la vista exploro, y con los pies corroboro; así es que a los ponches ya el piececito de la divina estaba colocado negligentemente sobre el chagrín de mi botín; ¡delicioso!

-¿Y luego? -preguntó Pío Prieto.

-Hoy la he llevado una preciosa caja de dulces y un álbum.

-¿Y qué? -preguntó Pedrito.

-El negocio es hecho, la ocasión es la que falta, la conquista es espléndida.

-Te felicito, chico -dijo Pío Prieto.

-Vale la pena de cenar en Fulcheri -dijo el pollo desconocido.

-Aprobado -dijo Pedrito.

-Pío Blanco paga -dijo Pío Prieto.

-No me arredro; en marcha.

  —154→  

-A Fulcheri, a Fulcheri -repitieron los pollos y se pusieron en movimiento.

Las cenas de Fulcheri son generalmente cenas de calaverones, de pollos y de amantes desvelados; rara vez estas cenas son entre gentes de severas costumbres, porque son a media noche y más suculentas de lo que conviene a estómagos enfermizos y metódicos.

Los cuatro pollos sorbieron con delicia el caliente consomé, tomaron jamón de Westfalia, pavo, pasteles, Champagne y ponches de Kirch-waser.

Todos brindaron a la salud de la azul, y Pío Blanco, en el colmo del agradecimiento, les ofreció otra cena en compañía de la bella conquistada.

Esta palmaria prueba de confianza hizo estallar el entusiasmo y los pollos prorrumpieron en vivas a Pío Blanco.

-Lástima es -dijo Pedrito- que esa cena sea para dentro de seis meses.

-¡Seis meses! -exclamó Pío Blanco.

-Lo menos -dijo Pedrito.

-Dentro de ocho días.

-Que se tome nota -dijo el pollo desconocido.

-Que lo apunte el más viejo de nosotros -dijo Pedrito-, ¿cuántos años tienes, Blanco?

-Diez y siete.

-¿Y tú, Prieto?

-Diez y siete.

-¿Y tú, Pepe?

El pollo desconocido dijo:

-Diez y ocho.

  —155→  

-Tú lo apuntas.

-Corrientes -dijo Pepe-, el día 15 será la cena.

-¡No será ese día! -dijo Arturo presentándose de una manera dramática en el gabinete.

Los pollos enmudecieron.

Pío Blanco se puso blanco, Pío Prieto rojo, Pedrito verde y Pepe amarillo.

En medio de aquella caja de colores estaba la llama azul del ponche.

Arturo se acercó a Pedrito y le dijo al oído:

-Llévate a Concha a casa y allí me esperas.

Pedrito obedeció en silencio y fue a tomar a su hermana, que efectivamente estaba en la sala inmediata al gabinete azul, pues mientras los pollos proyectaban cenar, Concha y Arturo con la misma inspiración habían entrado a Fulcheri.

Arturo se dirigió a Pío Blanco y le dijo con acento de primer galán:

-Salga usted, caballero.

Pío Blanco se puso su sombrero.

-Me permitirás que pague la cena, porque supongo que no me obligarás a aparecer droguero con Fulcheri. ¡Mozo! -gritó en seguida-, ¿cuánto se debe?

-Una onza -dijo el criado.

Pío Blanco tiró sobre la mesa una onza de oro y una peseta para el criado.

-Estoy a tu orden, Arturo.

  —156→  

Los cuatro pollos Salieron de Fulcheri.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Pedrito y Concha pasaron la noche en vela esperando a Arturo.

A las siete de la mañana salió Pedrito en busca de noticias.

Arturo no había dormido en su casa ni en hotel alguno, ¿en dónde estaría?

Pedrito empezó a sospechar que el lance debía haber sido bastante serio.

Buscó a Pío Blanco y después a Pío Prieto, y por último a Pepe.

Todos los pollos se habían perdido.

Pedrito, por lo tanto, no sabía qué partido tomar, y regresó a participar a Concha aquella extraña desaparición.

-¡Se habrán batido! -dijo ésta sobresaltada.

-¿Quiénes?

-¡Cómo quiénes! Arturo y Pío Blanco.

-¿Luego tienes motivos para sospechar que Arturo esté celoso de Pío?

Concha no supo contestar.

-¡Responde!

-Pues bien, sí; Pío me enamoraba.

Pedrito fingió ponerse furioso.

-No estamos para sermones -dijo Concha resueltamente-, busquemos a Arturo.

-Y a Pío Blanco.

-No me provoques.

  —157→  

-Tú le juegas una mala pasada a Arturo, y ya sabes cuánto le debemos.

-Ya me lo has dicho veinte veces.

-Y te lo diré cien mil. Llevas muy malas trazas, vas a acabar mal.

-¿Y tú?

-¿Yo? Soy hombre y trabajaré, ¿pero tú?

-¿Qué oficio tienes?

-Eso es cosa de mi capote.

-De mi capote -repitió Concha ahuecando la voz.

-¡Estúpida!

-Tengamos la fiesta en paz y vuelve por ahora a buscar a Arturo.

-¿En dónde quieres que le busque? No está en su casa, no está en ninguna parte.

-En alguna parte ha de estar.

-Estará en la cárcel.

-Puede ser.

-¿Qué dices?

-Que nada extraño sería que estuviese en la cárcel.

-¿Sabes que dices bien?

-¡Pues ya lo creo! Ve a la Diputación.

Con este nombre distinguen algunos el palacio municipal de México.

Pedrito salió de nuevo en busca de Arturo. A pocos pasos de la casa de Concha, Pedrito encontró a un pollo.

-Chico -le dijo éste-, no vayas a la oficina.

-¿Por qué?

  —158→  

-Porque ya es inútil que te molestes.

-¡Cómo!

-El jefe te ha destituido.

-Te chanceas.

-Ayer se ha puesto la orden.

-¿Y por qué motivo?

-Por inútil y por moroso en el cumplimiento de tus deberes.

-¿Pero eso es cierto?

-Palabra de honor.

-Ya me lo esperaba, el jefe no me puede ver, y es porque sabe que mi padre anda en la revolución; pero no importa, todas éstas son intrigas de mis enemigos, ya sé de dónde viene el golpe; pero te juro que le he de romper los anteojos al tal jefe, ¡ignorantón! que ha ascendido por favoritismo.

-¡Hombre, Pedrito!

-Seguro, eso es por su mujer. ¡Echarme como si fuera yo un criado! ¡Ya se ve! ¡Si no se puede ser empleado! Pero deja que triunfe la revolución, chico, y verás adónde se va el jefe hipócrita, santurrón; no me pesa. Con que no debo ir, ¿eh?

-Creo que no debes presentarte a recibir el desaire.

-Iré, y mucho que sí, para decirle a ese viejo cuántas son cinco.

-Haz lo que quieras; te dejo porque van a dar las nueve. Adiós.

-Adiós.

  —159→  

Y Pedrito se quedó estático; después se rascó la cabeza, se echó hacia atrás el sombrero hasta descubrir el pelo de la frente, se colocó las manos en los bolsillos y comenzó a andar, silbando quedito. De vez en cuando interrumpía su aria con una blasfemia que murmuraba por lo bajo, pero que no siempre pasaba desapercibida para los transeúntes, que se reían del pollo desvelado y maldiciente.

En cuanto a Concha, ataviada aún con el traje del paseo nocturno, había cambiado solamente el manto gris por un rebozo azul.

El rebozo es el más íntimo confidente de la mujer en México. Las costumbres francesas se han estrellado generalmente ante el uso de este adminículo indispensable, ante esta acentuación de la nacionalidad, ante ese chal de extraña flexibilidad y característico de México.

La mujer y el rebozo son el único matrimonio completamente feliz; sobre los hombros de la propietaria se adapta a un millón de partidos de paños, como dicen los pintores.

Cuando el rebozo está sobre los hombros y después del emboce vuelven a subir las dos puntas sobre el hombro izquierdo, la mujer está ocupada; entonces el rebozo quiere decir tráfago, haciendas, ocupaciones domésticas, preparativos.

Cuando el rebozo en los hombros está cruzándose sobre el hombro y cae más abajo de la cintura, es señal de que el talle de la propietaria está invisible, los broches   —160→   están divorciados, y la pureza de las líneas está en bosquejo.

Pero cuando este lienzo elocuente está cubriendo la cabeza, hay que temer cosas graves, y es una infalible señal de alarma; en primer lugar, el tocador está en inútil espera, los postizos están en dispersión, y la propietaria está confiando a su rebozo males físicos o morales; la propietaria está triste, tiene jaqueca, ha recibido malas nuevas, y la diosa de la moda y los geniecitos del tocador están bostezando y muriéndose de fastidio porque la hada del gabinete de los secretos está transigiendo con la prosa vil de la vida.

Últimamente, cuando el rebozo cubre parte de la frente, la boca y parte de la nariz, el drama es inconcuso, la propietaria ha tocado el súmmum del malestar, de la displicencia, del frío, de la pereza, del dolor y de todo lo sombrío y siniestro.

El rebozo de Concha no le dejaba descubiertos más que los ojos.

Aquellos ojitos estaban inyectados y se clavaban en el suelo como leyendo en las flores de la alfombra una porción de cosas tristes. Concha comenzaba a ser infeliz, y estaba abriendo ese libro de negras páginas, y del que cada capítulo va conduciendo al alma a un índice horripilante.

Hay una nube sombría en el porvenir que de repente se interpone entre nosotros y el sol de nuestras dichas pasajeras, y las intuiciones de lo incierto, de lo desconocido,   —161→   de lo pavoroso, nos hacen estremecer como a la vista de un precipicio palpable.

El libro de nuestra vida repite, como las grandes composiciones musicales, los temas, los motivos y las ideas de la introducción.

Labradores de este campo que se llama la vida, recogemos indispensablemente los frutos de nuestra siembra de ayer, la tierra nos devuelve con usura lo que le confiamos, para tener derecho a que le devolvamos lo que nos confió: nuestro cuerpo.

Concha empezaba a recoger.

Todos para recoger miramos al suelo donde pusimos los pies; allí está la huella, no lo podemos negar.

Hay frutos amargos.

Al verlos los regamos ya tarde con una lágrima. Al recoger los frutos buenos, levantamos la frente al cielo.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Concha no levantaba la frente.

¡Pobre Concha!

Su meditación fue interrumpida por la voz de una criada. Esta criada era Soledad, que hacía notable contraste con el lujo de la pequeña habitación; estaba andrajosa y sucia, tenía como veinte años, una fisonomía bronceada trazada con esas líneas elocuentes que dibujan la disipación y la mala vida; sus cabellos estaban ordinariamente erizados, y el poema de aquella existencia misteriosa estaba representado en dos circunstancias, a saber: en el desaseo y la incuria de la criada, y en sus pies.

  —162→  

Esta criada calzaba unos magníficos botines de seda solferinos exquisitamente adornados.

Soledad había visto realizado su ensueño.

En cuanto a Madama Luisa, se había despedido desde el día en que Arturo minoró las propinas.

Soledad entró, vio a Concha cabizbaja y se sentó en la alfombra enfrente de su ama.

-¿Qué? -murmuró apenas Concha.

-La comida.

-No como.

-No es eso.

-¿Pues qué?

-Que no hay comida.

-Mejor.

-¿Cómo mejor, y yo?

-Es verdad -dijo Concha tomando unas llaves que alargó a la criada.

Ésta se levantó y fue a abrir un ropero, cuya puerta era un espejo.

La horrible cara de la criada se reprodujo allí como en un gran marco elegante la figura maestra de una pordiosera; parecía una de esas magníficas pinturas que representan un miserable.

La criada se vio de cuerpo entero, y en vez de verse la cara se vio los pies.

Todos estos detalles pasaron desapercibidos para Concha.

-No hay nada -dijo la criada.

  —163→  

Concha le fijó la mirada.

-¿Cómo no hay nada? Habrá plata.

-Nada -volvió a decir la criada haciendo girar el espejo-; vea usted.

Concha se levantó y lo registró todo, y después se quedó pensativa.

-Lleva esto -dijo al fin, y tiró a la criada un vestido de gro negro.

La criada hizo un lío en una toalla y salió de la habitación.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Hay algunos millones de pesos en circulación en el país, debido a que algunos miles de usureros se han colocado enfrente de la miseria y de las malas costumbres.

La miseria, no obstante, no es la principal proveedora de las casas de empeño.

Un poco de orden y el infame comercio languidecería; un poco de método y de amor al trabajo, y la circulación de la usura dejará de ser la vorágine de las clases menesterosas.

La pereza está al lado de las necesidades para proporcionar el recurso fácil del empeño al que tiene, por dicha de los usureros, la torpeza de olvidar la aritmética en estos tiempos.

El Monte de Piedad está legítimamente instituido bajo el manto de la beneficencia pública. Tal fue la mente del señor don Pedro Romero de Terreros, cuando el año de   —164→   1775 cedió trescientos mil pesos para la fundación de ese establecimiento en México.

Efectivamente, ese ogro que se llama la miseria pública se arrastró huraño, pero consolado, hasta las puertas del suntuoso edificio; y por medio de una operación piadoso-mercantil, vio convertirse un trapo, inútil por el pronto, en un pedazo de pan.

El hambre logró ver el algodón, la lana, la seda y los metales color de pan: ¡ilusión risueña!

Pero la pereza que también trabaja para mantenerse, la holgazanería y todos sus hijitos los vicios, a la sombra del gran pensamiento filantrópico, se disfrazaron de miseria, y también se arrastraron hasta las puertas del Sacro y Nacional Monte de piedad de ánimas.

Pero volvamos a Concha, que de nada de esto tiene la culpa, pues no ha tenido más parte en lo que pasa que haber nacido bonita y pobre, desgracia bien común y bien fecunda en resultados.

Concha presentía el derrumbamiento.

Todas las posiciones falsas tienen delante el precipicio.

Las loretas de París suelen caer desde el palacio hasta el hospital.

Cuando a Concha se le acabara el oro no le quedaba más que la belleza, que es el capital que rinde más funestos réditos.

Concha, después de una larga meditación, se consoló viéndose en la luna de su ropero.

He aquí una de las ironías de la vida.

  —165→  

La explotación del capital más inmueble que se conoce; éste era el porvenir de Concha, y no obstante, Concha no se espantaba; lo que tenía delante de sus ojos no era el abismo de la prostitución con todos sus horrores, porque para ver ese abismo no necesita tener educada la vista en la moral y en los buenos principios; la pobre de doña Lola nada supo en su vida de toda esa jerigonza.

Ella decía que era buena cristiana y lo decía sinceramente; en efecto, oía misa y rezaba, y si no le había enseñado más a Concha era porque ella misma lo ignoraba.

Concha, abandonada por Arturo, no sería, en todo caso, más desgraciada que doña Lola abandonada por don Jacobo, lanzado a la revolución.

¿A quién apelaría Concha? A nadie, a ella misma.