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La epístola de Amarilis y su amor por Lope: ver, oír



Óyeme con los ojos,
ya que están tan distantes los oídos.


Sor Juana Inés de la Cruz                


En 1621 aparecieron en La Filomena de Lope de Vega, entre otras, dos epístolas128: la primera lleva el título de «Amarilis a Belardo» y fue escrita en estancias129 por Amarilis, nombre   —138→   literario que se dio la autora en ella, y que se refiere a una musa peruana cuyo nombre ha quedado en el misterio a pesar de que se la ha identificado con varias mujeres de su tiempo130; la segunda, escrita en tercetos, tiene el título invertido de «Belardo a Amarilis» y es la contestación de Lope, con razón impresionado por la maestría de la que ésta hace gala tanto más cuanto su propia carta queda por debajo de la excitación poética de Amarilis131; véanse los siguientes tercetos de la epístola de Lope:



    ¡Qué rica tela, qué abundante y llena
de cuanto al más retórico acompaña!
—139→
¡Qué bien parece que es indiana vena!

    Yo no lo niego, ingenios tiene España:
libros dirán lo que su musa luce,
y en propia rima imitación extraña;

    mas los que el clima antártico produce
sutiles son, notables son en todo;
lisonja aquí ni emulación me induce132.


Por su parte, la admiración que plasma la carta de la «indiana» por el dramaturgo español es tan espontánea y desenfadada que se ha interpretado como un amor profano de parte de ésta hacia Lope133 quien en ese momento representaba mejor que ningún otro poeta peninsular a la poesía hispana134. Hay aquí, pues, devoción al maestro, que como paradigma de la   —140→   poesía representaba Lope, y que frecuentemente estaba coloreada con expresiones de amor135.

Hay un modo libre de parte de Amarilis al dirigirse a Lope poniéndose a su nivel aunque escondiéndose bajo los recursos literarios de la falsa modestia; esto se explica por la gran seguridad en sí misma que puede descubrirse a través de su epístola. Se percibe en ella, lo mismo que en su coterránea Clarinda, la autora del Discurso en loor de la poesía, a la mujer principal poseedora de una gran cultura, que se movía en los altos círculos literarios de la sociedad en que vivía, y que se había ganado el respeto y la autoridad que su saber le proporcionaba136. Por esto, y teniendo en cuenta la moderación y   —141→   el decoro que imponían los cánones literarios a más del recato de las costumbres de la época, es difícil aceptar que Amarilis confesara un amor profano al que Cervantes llamó «el monstruo de la Naturaleza». Lo que sí llama la atención es su modo de subrayar la comunicación auditiva lo cual analizaremos a continuación. Trataremos de probar lo siguiente: que la epístola de Amarilis conserva la tradición religiosa y medieval que le da más preponderancia al oído que a la vista al contrario de lo que hace la tradición renacentista, y que su amor por Lope era intelectual y espiritual.

Según Walter J. Ong137, cada cultura da mayor relieve a un sentido en particular en conexión con los procesos mentales; la hebrea, sociedad audio-oral, estableció la importancia de la palabra, del sonido y del significado producido por ella y, por tanto, del sentido del oído que se mantuvo durante la Edad Media en una especie de pugna armónica con el de la vista. En el Renacimiento, con la apertura de la Edad Moderna y la vuelta al mundo clásico, se produce la revolución de lo visual que se intensifica en el Barroco y que, sin embargo, no olvida totalmente las corrientes imperantes durante la edad previa porque las creencias y conceptos culturales de las sociedades audio-orales son tenaces y porque, dentro de la Antigüedad clásica misma, existía cierta ambigüedad; el ejemplo eminente de Platón viene aquí al caso por la gran relevancia que adquirió durante esa época. El filósofo griego creía firmemente en la palabra hablada y pensaba que la verdadera sabiduría entraba por los oídos; a las enseñanzas de Sócrates les dio forma de diálogos para conservar algo de su forma original. «The Renaissance is one of the most complex and even confused periods in cultural history, and by the same token perhaps the most interesting up to the present in the history of the word. An exacting devotion to the written text... struggled in the subconscious with commitment to rhetoric and to dialectic, symbolic of the ora-aural frames of mind» (Ong 1967, 61-62). Si esto era así en países de la Europa Occidental, podemos suponer cuánto más lo sería en España donde se conservaron formas y conceptos medievales con mayor intensidad. Quizás en esta tendencia, y en el hecho de convertirse en paladín del catolicismo y, por tanto, aferrarse a la tradición no escrita hebreo-cristiana, debemos   —142→   encontrar la razón de la preferencia que por el género de la oración, es decir, por los sermones, y por la épica, residuos ambos de una sociedad oral, se encuentra en esta época literaria de la Península. Esta tradición se dejó sentir incluso en la poesía lírica que, en muchos casos, se veía como una variedad de la retórica y la dialéctica, es decir, del arte de la oratoria con la cual se desarrollaban argumentos para tratar de convencer.

La religión tiene que ver con lo invisible; en la tradición hebreo-cristiana existía un tabú con respecto a la imagen de Dios a quien no se podía representar. La revelación divina llegaba al hombre por medio del oído con todo el poder que el sonido de la palabra hablada produce en el hombre, y que se identifica con la tercera persona de la Trinidad: el Espíritu Santo. La inquietud religiosa que tan extensa y profundamente se difundió en España, no podía olvidar los muchos pasajes que se hallan en el Viejo Testamento; en el Génesis se habla de la voz de Dios llamando a Adán, a Abraham, a Jacob por sus nombres y ellos respondiendo «Aquí estoy, Señor». En el Nuevo Testamento esta relación directa de Dios con el hombre a través del oído se radicaliza con la figura de Jesús, el «Verbo [que] se hizo carne y habitó entre nosotros» (San Juan, 1, 14), y donde se recalca que «Fides ex auditu» (Romanos 10, 17), la fe entra por el oído, dándole a este sentido carácter ceremonial como lo tiene aún en culturas primitivas (Ong 1977, 108-09). El cristianismo es religión escritural pero orientada hacia la palabra como palabra sonora; no debe extrañarnos, pues, la polaridad existente entre el prestigio que se le acuerda a la palabra hablada y la devoción a la conservación de ésta en las Escrituras que se halla, por ejemplo, en San Pablo, San Jerónimo y San Agustín, y que ha sido la marca del catolicismo en todas partes. En cuanto a la dialéctica del amor cortés, éste comienza con el impacto visual que produce la vista de la amada, luego hay distancia, fe en la ausencia, y las palabras del enamorado representan el sufrimiento destilado de su amor: se leen o se oyen. Petrarca parte de la base del amor cortés que se hace cada vez más espiritual al intelectualizarse.

Durante la Edad Media, pero sobre todo con la llegada del Renacimiento y la difusión de la palabra escrita codificada a través de la imprenta, el hombre tendría que realizar cambios en su psique para acomodar la extraña mezcla que resultaba de la combinación de lo viejo y lo nuevo, de los conceptos atados a la palabra oral para adaptarlos a la escrita La comprensión de lo   —143→   que antes se fiaba mayormente al oído tendría que transmutarlo a lo que veía a través de los ojos, y ese cambio llevó siglos138. El complejo e inteligente ser humano que vivía en el Barroco, más que nunca se desconfiaba de la vista; no le bastaba el ver, otros sentidos habían de intervenir porque la vista no bastaba a corregir las deficiencias que presentaba el sentido del oído (Ong 1977, 143). Así lo encontramos en Sor Juana en los versos finales gracianescos de uno de sus famosos sonetos: «tengo en entrambas manos ambos ojos / y solamente lo que toco veo»139. De esta prevención en contra del sentido visual, y de la afirmación de la fe y la comprensión intelectual que se realiza por medio del oído, hallamos clarísimos ecos en el teatro de Calderón (loa para La Divina Filotea): «Y la fe, por el oído / cautiva el entendimiento», y en el de Sor Juana (loa para el Divino Narciso) cuando el personaje Religión se dirige a Occidente (y a América) quien representa el estado ingenuo de los aborígenes del Nuevo Mundo los cuales, porque en ellos prima la vista, padecen la «simpleza» de Santo Tomás, quien tenía que «ver» para creer:


[...] que ya
conozco que tú te inclinas
a objetos visibles, más
que a lo que la fe te avisa
por el oído [...]140


  —144→  

Según Ong el movimiento romántico en el siglo XVIII es el que marca la plena interiorización de la palabra impresa intensificando el compromiso del sonido al espacio por medio de la escritura que se inició a través del alfabeto (1977, 278). Pero la relación de ambigüedad entre «oír» y «ver», entre la lectura oral y privada de los textos se mantuvo a lo largo de los siglos XV, XVI y XVII según explica Margit Frenk en su artículo «Lectores y oidores. La difusión oral de la literatura en el Siglo de Oro». Esta ambigüedad, con respecto a la lectura privada, nadie la ha expresado con mayor dramatismo que Quevedo en los versos siguientes:


Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos141.


La palabra impresa en los libros conserva el sonido cuya resonancia dignificadora entra por los oídos; así le es posible al lector mantener conversación con los autores como si éstos estuvieran presentes.

No es extraño, pues, que si Sor Juana seguía utilizando los conceptos mencionados medio siglo después del probable nacimiento de Amarilis142, toda esta tradición conforme la   —145→   epístola que la musa peruana le escribió a Lope: se trata de «oír» una poesía que entra por los ojos y de las emociones que levanta; se trata de la admiración de una musa americana por el modelo de los poetas que escriben en español la cual, al mismo tiempo, se siente lo suficientemente segura de sí misma para constituirse en consejera espiritual en nombre de la salvación de su alma. Es amor admirativo que mira hacia lo universal, eterno en este caso. Es significativo que la musa escogiera el género epistolar para comunicarse con Lope; por medio de él establece una aparente inmediatez que no se consigue de otro modo. Es una acción, un diálogo a distancia que guarda las características de «una larga conversación [que] desplaza el mismo tiempo que el tiempo real», es como palabra «a viva voz» que atraviesa distancias y se hace presente (Zambrano, 301). Y, puesto que se utiliza la primera persona, es también revelación de la interioridad con la esperanza de ser escuchado por la persona a quien se «habla». El amor de Amarilis por Lope es un amor devoto que admira su «ingenio portentoso»; a un amor parecido piensa ella, a su vez, convertirlo. Veamos los primeros versos de su epístola:


   Tanto como la vista la noticia
de grandes cosas suele las más veces
al alma tiernamente aficionarla;
que no hace el amor siempre justicia,
ni los ojos a veces son jüeces
del valor de la cosa para amarla,
—146→
mas suele en los oídos retratarla
con tal virtud y adorno,
haciendo en los sentidos un soborno
[...]
que los inflama todos
y busca luego artificiosos modos
con que pueda entenderse
el corazón [...]


(vv. 1-15)                


Comienza apuntando de modo algo ambiguo la participación igual que puedan tener los ojos y los oídos en cuestiones de amor para, enseguida, darle preponderancia a los últimos que son los que difunden y sobornan, es decir convencen, haciéndoles entender esos sentimientos, a todos los otros sentidos. Adviértase que «noticia» se refiere a la lectura que se ha hecho a través de los ojos de la poesía de Lope, esas «grandes cosas» que menciona y que han creado una gran admiración haciendo que le ofrezca sus primicias como poeta (v. 85); así lo dice también en los versos 38-39: «, Belardo, tus conceptos bellos, / tu dulzura y estilo milagroso» y más adelante, « tu voz, Belardo...» (v. 55). Con la primera estrofa, se opone Amarilis a la tradición provenzal renacentista que elaboró la retórica de los ojos como los mejores transmisores de sentimientos; la lejanía, la imposibilidad total de ver a Lope, le ha hecho utilizar estos otros recursos menos comunes. En la segunda estrofa pasa, sin transición, a la consideración de un amor «que es fineza tan rara» que se alimenta sin esperanza, de un amor que busca bienes imposibles (bienes eternos imposibles de alcanzar en esta vida) ya que:


A éstos ha de amar un alma osada,
pues para más alteza fue crïada
que la que el mundo enseña


(vv. 28-30)                


El suyo es un amor espiritual que sólo en las primeras estrofas se envuelve con cierto ropaje de amor humano quizá para llamar la atención del gran conquistador que era el destinatario. Amarilis sugiere que su amor está basado en lo mental y en la admiración literaria cuando dice que es Apolo, como dios de la poesía y no como dios partícipe en «sucesos tristes» amorosos, el que anudó ese lazo que la ata a Lope. Luego aclara la rareza de ese amor al decir que éste:

  —147→  

mostrose en esta empresa más osado,
por ser el artificio
peregrino en la traza y el oficio:
otras puertas del alma quebrantando,
no por los ojos míos, que velando
están en gran pureza,
mas por oídos, cuya fortaleza
ha sido y es tan fuerte,
que por ellos no entró sombra de muerte:
que tales son palabras desmandadas,
si vírgines las oyen,
que a Dios han sido y son sacrificadas


(vv. 61-72)                


Sacrificio religioso, que no quiere decir necesariamente que fuera monja como se ha dicho, y que reitera más adelante en otros versos cuando aclara: «contenta vivo en limpio celibato, / con virginal estado / a Dios con grande afecto consagrado»143 (vv. 210-12). Como la palabra de Dios, ese amor puro de admiración le ha entrado por los oídos.   —148→   Recordemos que en aquella época se pensaba que los ojos, probablemente por oposición a la tradición del amor espiritual que entraba por los oídos, eran los que podían dar entrada al amor bajo y perjudicial, al amor carnal. Como ejemplo, veamos el soneto de Quevedo cuyo epígrafe nos anuncia: «Comunicación de amor invisible por los ojos»:



    Si mis párpados, Lisi, labios fueran,
besos fueran los rayos visüales
de mis ojos, que al sol miran caudales
águilas, y besaran más que vieran.

    Tus bellezas, hidrópicos, bebieran,
y cristales, sedientos de cristales,
de luces y de incendios celestiales
alimentando su morir, vivieran.

   De invisible comercio mantenidos,
y desnudos de cuerpo, los favores
gozaran mis potencias y sentidos;

mudos se requebraran los ardores;
pudieran, apartados, verse unidos,
y en público, secretos, los amores144.


  —149→  

Los ojos podían causar incluso la muerte por medio del «aojo» que resultaba de la admiración envidiosa (supuestamente mal intencionada) de la hermosura que habían contemplado, concepto que aún perdura en nuestros pueblos. Así lo hallamos en Sor Juana al dirigirse a una Amarilis de su tiempo:


Amarilis celestial,
no el aojo te amedrente,
que tus ojos solamente
tienen poder de hacer mal


(Sabat de Rivers,1982, 208)                


Con la seguridad propia de un carácter afirmativo y la libertad que le da su amor desinteresado, comienza la poeta Amarilis a hablarle al dramaturgo español de la conveniencia de prepararse para el cielo. Ha leído El peregrino en su patria y, consecuente con el carácter de «peregrinatio vitae», fundamentalmente católico, de la obra145, le afirma en la creencia de que este mundo no es la patria definitiva del hombre de su fe:

  —150→  

¡Oh cuánto acertarás si imaginares
que es patria tuya el cielo
y que eres peregrino acá en el suelo!


(vv. 97-99)                


Como lo hace fray Luis en «Noche serena», le «recuerda»: «vuelve a tu natural», es decir, vuelve al origen, al principio para el que tu alma fue creada, busca:



no las murallas que ha hecho tu canto
en Tebas engañosas,
mas la eternas, que te importan tanto.

   Allá deseo en santo amor gozarte,
pues acá es imposible poder verte,
y temo tus peligros y mis faltas.
Tabla tiene el naufragio, y escaparte
puedes en ella de la eterna muerte,
si del bien frágil al divino saltas


(vv. 106-114)                


Es obvio que Amarilis conocía la vida desordenada de Lope; le propone que el mejor modo de llegar al «bien divino» será escribir sobre asuntos religiosos pues ésa es la petición especial que ella le hace al famoso poeta: que escriba la vida de Santa Dorotea, santa de la devoción suya y de su hermana. También le da en su carta lecciones de la historia de su patria y datos autobiográficos de sus antepasados, de su propia persona «porque sepas quién te ama y quién te escribe» (v. 129). Reitera su amor singular y le pide correspondencia en el cumplimiento de los «favores», todo ello motivo de su epístola, que le ha señalado a Lope: primero, que éste se preocupe de su propia salvación y, segundo, que escriba esa vida de Dorotea «para bien de tu alma y mi consuelo» (v. 280). La «amada» de Lope, -y no está claro si se refiere a una persona en especial o genérica pero más bien parece ser lo primero- le dice la poeta, no puede ser rival de Amarilis, «una alma pura a tu valor rendida» (v. 253) porque las separan «trópicos y zonas», y porque «ni a sus méritos pueden ser iguales / cuantos al mundo el cetro y honor piden» (vv. 238-39) sugiriendo que ella no aspira a esos méritos mundanales sino a los eternos.

Lope parece haber entendido la naturaleza extraordinaria del amor de Amarilis aunque se le escapan detalles de la profunda sensibilidad que ésta le muestra en su epístola. En la que le   —151→   escribió en respuesta, reconoce la existencia de un amor que eleva al alma, no a los sentidos:


Tiernos concetos del amor nacidos
no son para el alma imperfecciones,
ni está sujeta el alma a los sentidos


(vv. 169-71)                


Alaba la posibilidad de convertir un amor que no puede verse con los ojos, en fantasía, en cosa imaginada, como ya antes había mencionado la poeta en su carta, acordándole Lope, a su vez , carácter mental. Le pide Lope al sol que:


os diga cuanto el pensamiento os quiere;
que os quiere el pensamiento, y no los ojos
que éste os ha de querer mientras no os viere


(vv. 244-46)                


Y enseguida reflexiona, como ya había comentado la carta de su remitente, la rareza de un amor que no entra por los ojos, que no goza de la vista del ser amado:


Sin ojos, ¿quién amó? ¿Quién en despojos
rindió sin vista el alma? ¡Oh gran victoria,
amor sin pena y gloria sin enojos!


(vv. 244-49)                


Versos que sugieren un amor sin sombra, sin «muerte» puesto que lo sexual no interviene para nada en este «platónico amor» (v. 59) ya que ella es «de la virtud ejemplo solo» (v. 234). Lope hubiera debido decir, en justicia, que él iba a amarla correspondiendo a su amor en la forma que ella le había enseñado, pero prefiere que ese amor puro y «justo» aparezca como cosa suya:


Y así podréis amarme justamente,
como yo os amo, pues las almas vuelan
tan ligeras que no hay amor ausente


(vv. 181-83)                


En cuanto al mensaje de tipo teológico que Amarilis le había enviado, no es tan seguro que lo haya comprendido o quizá no quiso prestarle demasiada atención, aunque, en un juego de palabras, menciona a la poetisa que, por medio de su   —152→   carta, le ha hecho creer: «...que estoy muerto / pues que vos me escribís del otro mundo» despertándolo del olvido de su salvación en que estaba sumido:


Bien sé que en responder crédito empeño;
vos, de la línea equinocial sirena,
me despertáis de tan profundo sueño


(vv. 10-12)                


A la respuesta del vate peninsular que usa el más distante «vos» comparado con el más íntimo «tu» clásico de la autora de la epístola en estancias, le falta, como mencionamos al principio, el aliento emocionado y límpido que palpita en la carta de la peruana.

Amarilis, nombre literario de esta excelente poeta de la Colonia, nos hace llegar sus pensamientos y preocupaciones envueltos en un tratamiento altamente original, en versos gráciles y hermosísimos que acusan total maestría de los cánones literarios de su tiempo. Porque admira y puramente ama a Lope de Vega, esta musa del mundo de acá, Potosí que «crece en riqueza de oro y esmeraldas» y que bebe el agua de la poesía en el «claro Lima», pone vela a los versos de su epístola que, en la cresta de las olas, irán cantando con voz sonora un diálogo que se extiende de playa a playa.

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Clarinda, María de Estrada y Sor Juana: imágenes poéticas de lo femenino146



A los doctos poetas sublimaste,
a los que fueron más inferiores
en el olvido eterno sepultaste.


Discurso en loor de la poesía                


Cuando los conquistadores llegaron a las Indias trajeron consigo, no sólo su lengua elevada por Antonio de Nebrija al rango imperial, sino la tradición adquirida en sus ya largos años de trabajo literario: los modos poéticos del mundo mozárabe reflejados en las intrigantes o ingenuas estrofas de las canciones populares y los villancicos de la Edad Media, la lírica trovadoresca de la vida cortés que recogía el «dolce stil nuovo» con el espíritu de Dante y de Petrarca, así como la apertura que significaron Virgilio y Horacio al inaugurar una visión diferente del intimismo. El Renacimiento español aglutinó todas estas corrientes y las acomodó a las formas de versificación que, a través de Italia, le había ofrecido la herencia más antigua de Grecia y Roma.

España, al conformar a América a este su modo renacentista, le dio un carácter cosmopolita. De ahí que Octavio Paz (1976, 12) pueda decir que la literatura hispanomericana hace un recorrido en todo inverso al de la literatura mundial: va de lo internacional a lo nacional y regional; recoge su tradición indígena, y así enriquecida, vuelve a presentarse en la palestra universal. También Henríquez Ureña (7-8) y Raimundo Lida   —158→   (190-91) han hablado de esta vocación volcada al exterior de la literatura que nos ocupa. Es fácil comprender esta tendencia si tenemos en cuenta que, casi destruida la antigua y pujante cultura con su literatura aborigen, el instrumento lingüístico-poético que se le puso en las manos al hombre de América -y ese hombre incluye al peninsular radicado en países que le eran ajenos- le resultaba aún más extraño de lo que ya lo había sido para aquéllos que se lo habían entregado, puesto que en España se debatía aún la conveniencia de aceptar métodos literarios que se consideraban foráneos. Por fuerza, pues, en el Nuevo Mundo los temas tratados debían referirse a preocupaciones de tipo general, y a que era difícil expresar cosas cercanas a la propia tierra en un lenguaje que recién se manejaba. Una vez llegado el asentamiento dentro de una relativa paz, fueron muchos los que se dieron a la tarea de la escritura: «era casi un impulso colectivo» (Anderson Imbert y Florit, 43).

Con el tiempo, el enraizamiento en un mundo nuevo y desconocido donde las razas, los colores y las lenguas se confundían, le dio al escritor americano esa madurez que lo capacitaba para experimentar en una sociedad en la que cada cual tenía que adaptarse e inventar su propio destino. Y esa madurez y capacidad de adaptación al medio ambiente la aplicó muy pronto a la literatura abandonando la poética «más española» que se cultivó inicialmente en América, para adoptar los modos llegados de Italia y ensayar metros renacentistas. Porque más que a otros géneros, el escritor colonial se dedicó a la poesía, que va a marcar todo el período con sello inconfundible puesto que ya traía su bien ganado prestigio de la metrópolis y porque los grandes poderes, al Estado y la Iglesia, la vigilaban con menos celo que a otros géneros considerados más peligrosos.

Señalemos la muy citada frase de Hernán González de Eslava de que había «más poetas que estiércol», lo que dice más bellamente Clarinda, la anónima peruana de quien nos vamos a ocupar, que escribió el Discurso en loor de la poesía publicado como prólogo del Parnaso Antártico en Sevilla en 1608 por Diego Mejía y Fernangil:

  —159→  

Pues nombrarlos a todos es en vano,
por ser de los del Pirú tantos, que exceden
a las flores que Tempe da en verano147.


¿Cuál era la situación de la mujer escritora colonial en América? Según las noticias que nos han llegado, excepto por casos excepcionales y aparte de las primeras letras, la mujer que se interesaba por el estudio era autodidacta. En algunos casos, las madres afortunadas que sabían leer y escribir enseñaban a sus hijas lo que sabían, y ellas continuaban luego su aprendizaje. Así sucedió, por ejemplo, con la colombiana Francisca de la Concepción Castillo, la llamada Madre Castillo (Achury Valenzuela I, XL). Otro fue el caso de Sor Juana Inés de la Cruz cuya madre era analfabeta. Veamos la dedicatoria suya a Juan de Orbe y Arbieto que aparece en los preliminares del tomo II de sus obras antiguas publicado en Sevilla e en 1692, donde encontramos lo que había dicho probablemente unos meses antes en la Respuesta148 al contradecir a su «padre» San Jerónimo cuando éste dijo en latín: «Ninguna arte se aprende sin maestro: incluso los mudos animales y los rebaños de fieras siguen a sus conductores» al hablarnos de quien, como ella: «Nunca ha sabido cómo suena la viva voz de los maestros ni ha debido a los oídos sino a los ojos las especies de la doctrina en el mudo magisterio de los libros».

Es de admirar, por tanto, que la mujer escritora reclamara el derecho que tenía a hacer oír su voz ya que, como lo explica María Rosa Lida: «Hasta el genio se sentirá frustrado, en su conjunto, bajo las presiones de tales condiciones sociales y, en un sentido mucho más profundo, bajo las limitaciones y prejuicios intelectuales». Y es de lamentar que tan pocos nombres nos hayan llegado, hecho debido a la reticencia con que, a pesar de lo que comentaremos en seguida, se aceptaba a la mujer al considerársela traspasadora de límites culturales a ella   —160→   vedados (Showalter, Introduction 6), lo que trajo por resultado la poca importancia que se les dio a sus escritos.

Las condiciones un tanto más propicias que tuvo la mujer en el Nuevo Mundo quizá se expliquen dentro de la tradición pastoril que hallamos en las Dianas de Jorge de Montemayor y de Gil Polo en las cuales las pastoras, principalmente las llamadas Selvagia y Belisa, se quejan libremente de la injusticia e ingratitud de que son objeto, donde ponen a las mujeres en guardia contra los abusos que sufren y donde exaltan a la mujer ofreciendo catálogos de las hazañas realizadas y distinciones que han conseguido en muchos campos. Este personaje de mujer que defiende sus derechos a mantenerse libre, aparece en la Camila que Garcilaso de la Vega nos presenta en su Égloga II cuando huye de su amigo al romper éste una amistad desinteresada para convertirla en asunto amoroso de amenaza sexual, y le dice:


Aqueste es de los hombres el oficio:
tentar el mal, y si es malo el suceso,
pedir con humildad perdón del vicio.


Este personaje lo hallamos también en la Marcela del Quijote y como mujer fuerte, quizás mezclado con las clásicas Amazonas, en el de Laurencia de Fuenteovejuna de Lope y en el Mencía de La Araucana de Ercilla. Puesto que esa tradición pastoril femenina se encuentra inscrita en el mundo utópico y perfecto de la Edad de Oro donde, idealmente, se abogaba por un orden social justo, he propuesto que esa utopía se trasladara, junto con el grueso de las teorías de Tomás Moro, al campo virgen del Nuevo Mundo donde parecía factible su desarrollo. Así nos explicamos la existencia de la mujer blanca ilustrada, generalmente de clase alta, que el peninsular a causa de su rareza relativa, distinguiría de la india y de la negra, y que disfrutaba, al parecer, de una situación un poco más ventajosa que sus congéneres del otro lado del Atlántico.

Si Clarinda, por su obvia maestría poética originada en un mundo doble de herencia italiana y peninsular, fue requerida por un poeta conocido de su tiempo a prologar con una loa a la poesía su Parnaso Antártico, también se la condenó a mantener su nombre en secreto. Es más, la cohibición ante la sociedad del tiempo por declararse poeta erudita hizo que ella misma pidiera a Mejía hacerlo así. Este nos dice que Clarinda es señora   —161→   principal conocedora de las lenguas toscana y portuguesa «por cuyo mandamiento y por justos respetos no se escribe su nombre». Lo mismo sucedió con la otra anónima peruana, Amarilis, que le escribió una muy original carta a Lope de Vega149.

La crítica que hoy se ocupa de estudiar la visión de la mujer según aparece en sus obras, explica los recursos de que se ha valido la escritora femenina para combatir la posición de desventaja que ha sufrido a través de las épocas centrándola en la palabra o el silencio. La mujer literata, al asumir las tradiciones que heredó de sus maestros, creó estrategias que tienen como base aceptar el lugar que el poderoso le ha asignado ofreciendo un juego que incluye los catálogos de mujeres como muestra de solidaridad y orgullo de su sexo, y el motivo de la falsa modestia. Este, en ocasiones, le sirve para el despliegue de rasgos de sumisión y agresión así como de concesión y rebeldía que muestran su gran resistencia y flexibilidad.

La mujer erudita temprana de la Colonia aspira ya a que se reconozca la igualdad existente entre el entendimiento femenino y el masculino, y a su derecho a la intelectualidad. Todo esto lo hallamos, en forma más o menos explícita, en mujeres escritoras anteriores a Sor Juana Inés de la Cruz que fue quien llevó estos recursos a su más alto grado150. También hallamos en   —162→   ellas ese esfuerzo de que se ha hablado de asimilar el Nuevo Mundo a Europa, singularmente los virreinatos de México y Perú, herederos de los imperios azteca e inca, suplantándola, a Europa, como el lugar que asume y donde se destilan las pretensiones grandiosas de la Península, y que Bernardo de Balbuena fue uno de los primeros en abordar151. Este aspecto americanista temprano que anuncia la escisión del centro monolítico que proponía el Renacimiento, va hacia la bipolaridad e inestabilidad propias del Barroco que tan larga fortuna consiguió en América. Vamos a ver si de identidad se trata, la búsqueda de sí misma de la mujer en dos aspectos: como escritora en un ambiente que le era hostil, y como esa mujer escritora que se identifica con el Nuevo Mundo.

El Discurso en loor de la poesía de Clarinda sigue la enraizada tradición peninsular (Porqueras Mayo) de defensa y teorización de la poesía que ya hallamos en América a partir de Bernardo de Balbuena en el Compendio apologético en alabanza de la poesía, publicado en México en 1604 junto con su Grandeza Mexicana. El Discurso está escrito en tercetos encadenados y consta de 808 versos. Desde las primeras invocaciones, y a pesar de habérsele negado su condición de poeta femenina, un análisis interno nos descubrirá su solidaridad   —163→   hacia la mujer al utilizar personajes femeninos ligados a la poesía destacando sus papeles preponderantes. Clarinda está consciente, además, de ser la primera poeta que escribe en lo que hoy llamamos el Cono Sur:



   La mano y el favor de la Cirene,
a quien Apolo amó con amor tierno,
y el agua consagrada de Hipocrene,

   y aquella lira con que del Averno
Orfeo libertó su dulce esposa
[...]

quisiera que alcanzaras, musa mía,
[...]

   Aquí, Ninfas del Sur, venid ligeras;
pues que soy la primera que os imploro,
dadme vuestro socorro las primeras.

    Y vosotras, Pimpleïdes, cuyo coro
habita en Helicón, dad largo el paso,
y abrid en mi favor vuestro tesoro;

   de la água medusea dadme un vaso,
[...]


Al lado de nombres masculinos tradicionales importantes para la poesía, hace constar en igual número los femeninos añadiendo el de Juno al lado del de Júpiter, y el de Adán, como primer poeta, ayudado por Eva en ese arte literario sin que, sin embargo, la haga a ella partícipe de la culpa por el pecado original que generalmente se le imputa. Más tarde también menciona, del mismo modo, a personajes del mundo bíblico y de la historia clásica; así aparece Débora cantando al lado de Barac, las matronas hebreas celebrando la muerte de Goliat «con versos de alegría», Judit quien, después de cortar la cabeza a Holofernes, «al cielo empíreo aquel la voz levanta / y heroicos y sagrados versos canta», para terminar con el ejemplo máximo mariano de «la madre del Señor» componiendo el Magnificat. Entre los clásicos, menciona a Venus poniéndose luto a la muerte de Julio César; a Calíope, dama del «Docto Mantuano»; a Camena alabada por Cicerón; a Dido al lado de Virgilio substituyendo a su protagonista Eneas quien fue el que la «rindió al amor con falso disimulo / el tálamo afeó de su marido», versos que nos dan una visión femenina.

Tampoco se refiere Clarinda para nada a la creación de la mujer saliendo de la costilla del hombre. En el pasaje que estamos comentando, el término «hombre» sirve para designar al ser humano total, enfatizando las cualidades morales e   —164→   intelectuales comunes al hombre y la mujer así como el don de la poesía estableciendo, de hecho, la igualdad intelectual entre los sexos:



    De frágil tierra y barro quebradizo
fue hecha aquesta imagen milagrosa,
que tanto al autor suyo satisfizo,

   y en ella, con su mano poderosa,
epilogó de todo lo crïado
la suma y lo mejor de cada cosa.
[...]

   Dotole de virtudes y excelencias,
adornole con artes liberales
y diole infusas por su amor las ciencias.

    Y todos estos dones naturales
los encerró en un don tan eminente
que habita allá en los coros celestiales...


Para Clarinda, la poesía es cifra de todo el saber del universo presentándola como madre creadora en su apelativo de «fuente». Como nos lo dirá Sor Juana más tarde en su Sueño, Clarinda, al mismo tiempo que alaba el entendimiento y el estudio, sabe que la mente humana es incapaz de comprenderlo todo:



    Y por no poder ser que esté cifrado
todo el saber en uno sumamente,
no puede haber poeta consumado.

   Pero serálo aquél más excelente
que tuviere más alto entendimiento
y fuere en más estudios eminente.


Los muchísimos versos que dedica la poeta en alabanza de la poesía son ensalzamiento propio al mismo tiempo que escribe la suya. Demuestra de esa manera su conciencia de valía; y estaba en lo cierto, ya que si hoy se recuerda al Parnaso Antártico es, sobre todo, por este prólogo. Dice de los poetas, alta clase en la que ella se incluye:


Porque este ilustre nombre se interpreta
hacedor, por hacer con artificio
nuestra imperfecta vida más perfeta.


  —165→  

Veamos los catálogos de mujeres, poetas en este caso, que Clarinda introduce con los siguientes versos:



    Mas será bien, pues soy mujer, que de ellas
diga mi Musa si el benigno cielo
quiso con tanto bien engrandecellas,

soy parte, y como parte me recelo
no me ciegue afición, mas diré sólo
que a muchas dio su lumbre el dios de Delo.


A los que sigue la mención de un sinnúmero de poetas mujeres de todos los tiempos terminando con sus contemporáneas peruanas de las que, por pruritos de la época, no nos dice sus nombres:



También Apolo se infundió en las nuestras,
y aun yo conozco en el Pirú tres damas
que han dado en la poesía heroicas muestras.

Las cuales... mas callemos, que sus famas
no las fundan en verso [...]


Versos con los que nos muestra la conciencia que tenía de lo mal miradas que eran las mujeres que escribían en aquella sociedad; según las reglas imperantes, la «fama» de las mujeres debía basarse en las virtudes cristianas. Pasa luego a la mención explícita de los «leones», varones poetas españoles, pero sólo después de haber dejado bien sentada la alta participación femenina152. Estos leones españoles han dejado su tierra para volar «del eje antiguo a nuestro nuevo polo». De ahí pasa a los de las «antárticas regiones» entre los que menciona a Pedro de Oña a quien pide que dome la saña «de Arauco (pues con hierro no es posible) / con la dulzura de tu verso extraña», lo cual nos comunica su orgullo de criolla quien, a pesar de la ambigüedad de su adhesión a la madre patria lejana, admira la valentía de Arauco ante los españoles. Aquí aparecen «la comedia del Cuzco y Vasquirana», la poesía nacida en la región del Potosí, la «Indiana América».

  —166→  

A esta poeta que se llama mariposa y dice temer el fuego, a esta poeta que se titula «mujer indocta», «que teme en ver la orilla / de un arroyuelo de cristales bellos», la vemos sentando cátedra en cuanto a lo que la poesía puede hacer por el género humano y en la variedad de artes y ciencias en que consiste. Sobre todo, la vemos en una función ginecomorfista153 que, así como antes mencionamos, le había dado a la poesía el carácter maternal de «fuente», principio de todas las cosas, se la da ahora a todo el globo:


   La tierra es de importancia porque anida
al hombre, y así a él como a los brutos
les da, cual justa madre, la comida,


estableciendo así un mundo donde la mujer es gestora y reina. Si nos trasladamos ahora al virreinato que queda más al norte, a la Nueva España, encontraremos a María de Estrada Medinilla, «de nombre notable desde la Conquista» (Muriel, 124) y mujer principal e ilustrada que «se vio laureada en algún Certamen, allanando la senda a nuestra Décima Musa y a sus hermanas menores», según nos dice Méndez Plancarte (II XXXIX-XL). Su «Relación a una religiosa prima su ya»154 es un poema de 400 versos en pareados con combinaciones de 7 y 11 sílabas donde da muestras de solidaridad al complacer a esta prima monja quien, al estar enclaustrada, no podía asistir a las muchas celebraciones que México ofrecía el 28 de agosto de 1640 con motivo de la entrada de un nuevo virrey, el duque de Escalona y marqués de Villena. La poeta se encarga de explicarle el bullicio del pueblo y lo que va viendo en su camino, así como lo que contempla desde un balcón:


Quise salir, amiga,
más que por dar alivio a mi fatiga,
temprano ayer de casa
—167→
por darte relación de lo que pasa [...]
Era cada ventana
jardín de Venus, templo de Dïana...
La más pobre azotea,
desprecio de la copia de Amaltea...
En fin, todo es riqueza,
todo hermosura, todo gentileza...
A opulencia tan rara,
¿qué babilonio muro no temblara?


El dominio poético y la vivacidad, así como el ya digerido gongorismo, se hacen patentes en su poema moldeando su fantasía desenfadada. Así creo que explica el ruido de los cañonazos que celebran la llegada del duque:


Fundaciones tonantes
en hombros de hipogrifos elefantes
dejaron ilustrado
el primer inventor de lo bordado.


Y la inteligencia y el color del caballo en que cabalga el que viene de virrey:


Y a ser tan hábil viene
que ya de bruto sólo el nombre tiene.
Color bayo rodado [...]
o si fue oro engrifado o grifo de oro
a la vista primera
oro esmaltado de azabaches era,
bien que la fantasía
ya tigre de tramoyas parecía,
y ya pavón de Juno
aunque en lo cierto no tocó ninguno.


María es una mujer segura de sí misma quien, bajo fórmulas de falsa modestia, critica la ley que no le permitió salir ese día en coche según había previsto, puesto que:


aunque tan poco valgo,
menos que a entrada de un virrey no salgo.


  —168→  

Es interesante notar que la poeta, fiel a los rasgos detallistas que se adjudican a la mujer escritora, nos comunica su propia reacción como también la de las otras mujeres asistentes a la celebración callejera cuando aparece el duque vestido de brocado de plata:


Y cuando cerca llega,
flamígero furor mi vista ciega [...]
Y aun bosquejarle puedo
si al rayo y a la espuma pierdo el miedo [...]
Las mozas le dijeron: «Dios te guarde,
¡qué lindo y qué galano!»
Las viejas: «Dios te tenga de su mano,
¡qué bien que resplandece...!»


Pero lo más interesante es su orgullo mexicano, patente en muchos versos. Como lo dirá Sor Juana luego en su Neptuno, la dignidad del virrey es sólo competente a la de la propia ciudad y sus pintores han sobrepasado, en la fachada del arco de ésta, a los pintores de la antigüedad clásica Arístides, Protógenes y Apeles:


porque aquéllos con éstos son pintados,
y aunque en la fama eternos,
aténgome al primor de los modernos
pues se han aventajado
cuanto va de lo vivo a lo pintado.


También avanza la Estrada Medinilla sugerencias de esa suplantación de América por Europa que hemos mencionado antes:


Gloriosamente ufana
iba la gran nobleza mexicana...
mostrando en su grandeza
que es muy hijo el valor de la nobleza.


Minerva, «la doctísima madre de las ciencias», se «cifraba» en el grupo de profesores que mostraban:


lo raro y lo diverso
de la universidad y el universo,
—169→
compendio mexicano,
emulación famosa del romano,
en quien se ve cifrada
la nobleza y lealtad más celebrada.


Y en el de los magistrados:


Mostraban su eminencia
Pompilios y Licurgos de la Audiencia,
de quien hoy fuera amago
la docta rectitud del Areopago
que Atenas tanto aprecia,
de Roma ejemplo y atención de Grecia.


Termina la poeta su relación con un rasgo del motivo de la falsa modestia:


Esto es en suma, prima,
lo que pasó. Si poco te lo intima
mi pluma o mi cuidado,
mal erudito pero bien guïado,
perdona que a mi musa
el temor justo del errar la excusa.


En la misma tierra de la poeta que acabamos de ver, nació Sor Juana Inés de la Cruz. Al dedicarse como monja a la actividad estudiosa que sólo como tal le podía ser permitida quiso, al mismo tiempo, establecer su libertad primaria según podemos ver, entre otros, en los siguientes versos:


Yo no entiendo de estas cosas;
sólo sé que aquí me vine
porque, si es que soy mujer,
ninguno lo verifique [...]
pues no soy mujer que alguno
de mujer pueda servirle;
y sólo sé que mi cuerpo,
sin que a uno u otro se incline,
es neutro o abstracto, cuanto
sólo el alma deposite


(Sabat y Rivers, 490)                


  —170→  

Lo cual nos lleva a lo que había dicho Calderón, justo con las mujeres en este caso, y había antes utilizado María de Zayas: «Pues lidien y estudien, que / ser valientes y ser sabias / es acción del alma, y no es / hombre ni mujer el alma»155 concepto que Juana utilizó en El Sueño al hacer a esta, el Alma, protagonista de la aventura en la búsqueda del conocimiento, según veremos en seguida.

En la obra de la monja mexicana, así como en su vida, es fundamental su preocupación por el reconocimiento de la igualdad en la capacidad intelectual entre los sexos. Su caso poco frecuente pero no único y la lucha que llevó adelante por lograr ese reconocimiento, le da a toda su obra un fuerte carácter solidario con las mujeres. Esta defensa de su sexo puede ser explícita o implícita. En el primer caso tendríamos los catálogos de mujeres famosas en todos los campos que nos sorprenden en cualquier momento, los ejemplos que nos presenta en sus sonetos, donde resalta la cualidad de la fidelidad en mujeres del mundo clásico literario o histórico, las conocidas redondillas «Hombres necios, ...» que arrancan de la tradición pastoril que hemos señalado, los villancicos a Santa Catarina donde incluso justifica el suicidio si se trata de preservar el honor de una mujer, Cleopatra en este caso y, por supuesto, la Respuesta. De modo menos abierto lo hace en otras composiciones cuando nos presenta en el Neptuno, por ejemplo a los personales de Isis encarnando lo masculino y femenino conjuntamente y como madre universal, y a Minerva156 como vencedora de Neptuno en la encuesta promovida para proponer el mejor regalo a la humanidad: la sabia diosa presentó la oliva, signo del progreso en la paz que venció sobre el caballo presentado por Neptuno y que simbolizaba la fuerza bruta. En los villancicos, género marginal que se prestaba para esta clase de «confidencias», Sor Juana utiliza la tradición mariana de Occidente en nueva dimensión al presentarnos a la Virgen María como doctora y sabia que instruye a los ángeles, los seres más sabios del mundo de los cielos, y al colocarla casi al nivel divino según nos dice, entre otros textos, en un villancico a la Natividad:

  —171→  

Que hoy bajó Dios a la tierra
es cierto; pero más cierto
es que, bajando a María,
bajó Dios a mejor cielo...


(Sabat de Rivers, 293)                


versos que escandalizaron un poco a Méndez Plancarte (I, 1951, 449). María es el Ave que reivindicó a Eva157 al mismo tiempo que no hereda la culpa de su primer padre.

Veamos estos otros versos en los cuales para nada se menciona a Eva y donde se atribuye la culpa sólo a Adán:


Sin la mancha de la culpa
se concibe, de Adán hija,
porque en un lunar no fuese
a su padre parecida


(Méndez Plancarte,1952, I, 25)                


Es María, también en Sor Juana, la mujer poeta del Magnificat y «la que vale más que el cielo». Es ella ejemplo máximo de mujer, como nos lo dice en sus letras al convento de monjas de San Bernardo:


María no es Dios pero es
quien más a Dios se parece


(ibidem, 211)                


María, según el misterio, mantiene incólume su pureza al mismo tiempo que realiza el empleo caracterizante de la mujer: el ser madre, virgen-madre. En otro plano, son interesantes y significativos su alabanza y devoción por santos que presentan   —172→   características de «debilidad», que no son dogmáticos, como sucede con San Pedro quien negó a Jesús tres veces, y con San José, al que se ha llamado el santo anti-machista por excelencia158. Y a propósito de San Pedro, también en unos villancicos, Sor Juana lo «regaña» al defender a una mujer sencilla, la sirvienta de la casa de Caifás, cuando el santo le niega que conocía a Jesús según ella correctamente le había dicho159. La figura de Castaño, el criado mulato que aparece en su comedia Los empeños de una casa, le sirve asimismo para ejemplificar una fuerte crítica a las costumbres hispánicas160. En esa comedia Sor Juana se burla de la tendencia masculina de enamorar a cualquier palo con faldas buscando las apariencias y no la realidad interna de la mujer; en una loa critica dicotomías sin sentido como lo es dividir a la sociedad femenina en mujeres tontas y hermosas, o discretas y feas. En fin, en otras ocasiones, utiliza el manido recurso de la falsa modestia mezclado en zig-zag con fórmulas de orgullo, muestra de concesión y rebeldía, como encontramos en la Carta Atenagórica y en la Respuesta.

Un ejemplo más sutil y poco utilizado de su pensamiento de mujer y de la preocupación constante en favor de su sexo para conseguir esa equiparación de que hemos hablado, la hallamos en El Sueño, a pesar de que puede considerarse el poema más neutro de la poeta mexicana. Sor Juana no se resignó a ser una escritora sin derechos ni opiniones en el sistema paternalista que le tocó vivir, sino que, como vemos, buscó diferentes alternativas al canon aceptado de preponderancia masculina de su época (Kolodny, 106), firmemente basada en la gran seguridad que tenía en sus propias capacidades. En El Sueño, ese «papelillo» preferido de la monja mexicana, el Alma, convertida en intelecto puro, se lanza a una aventura que ha dejado de ser religiosa para ser protagonista de la aspiración más alta del ser humano durante su vida terrenal: la búsqueda del saber total. Y aunque nos presenta esta aspiración como perteneciente al ser humano en general y la aplica por igual al hombre y a la mujer,   —173→   no hay duda de que podemos encontrar161, aparte del contundente verso final, que volveremos a ver:


quedando a luz más cierta
el mundo iluminado, y yo despierta


(Sabat y Rivers)162                


otras intervenciones que descubren a la mujer que mueve la pluma. Entre otros rasgos interesantes que ahí nos presenta, lo más significativo es el tratamiento que da a sus personajes femeninos en cuanto a la relevancia que les atribuye en pasajes clave. Esto ocurre desde el principio cuando, después de la:


Piramidal, funesta, de la tierra
nacida sombra...


introduce el «superior convexo»:


del orbe de la dïosa
que tres veces hermosa
con tres hermosos rostros ser ostenta...


es decir, a la luna en su personalidad mitológica de Hécate en el cielo, Diana en la tierra y Proserpina en los infiernos. Establece así Sor Juana desde el comienzo, un universo cósmico dominado por la mujer. Son muchos los personajes femeninos que Sor Juana trata de modo original en El Sueño: a Nictimene, a las «tres oficiosas atrevidas hermanas» es decir, a las hijas de Minias, a Almone, a Aretusa y a Proserpina así como a su madre Ceres. En todos estos personajes femeninos, Sor Juana da énfasis a las características positivas que poseen y trata de disimular o interpretar positivamente las negativas; sobre todo, son ejemplos significativos de cómo nos presenta, conjuntamente, sus preocupaciones de mujer y de erudita163. La   —174→   monja, indirectamente, propone como una ventaja el hecho de ser mujer ya que considera que el Mundo de la reflexión femenina tiene cabida en un campo más vasto que el del hombre, ya que éste generalmente no tenía, por ejemplo, acceso al arte culinario ni al cuidado de los niños. Así nos lo dice en la Respuesta para resumir esta cuestión: «Si Aristóteles hubiera guisado; mucho más hubiera escrito». No hay qué olvidar, con todo que e objetivo último de Sor Juana en El Sueño, es darnos ejemplos para ilustrar cuestiones epistemológicas que preocupan a todo ser humano como es el demostrar la imposibilidad de llegar a la comprensión total del universo. Para ello escoge dos ejemplos que encuentra más a mano, a saber: el curso de una fuente, personalizado en Aretusa, y la belleza y perfume de una flor, dramatizando así cosas familiares a la mujer y haciéndolas partícipes del vasto campo de la ciencia humana que era prerrogativa del hombre de la época.

Fijémonos en la última parte de El Sueño, cuando nos presenta esa dramática lucha entre el día que llega y las sombras de la noche. Esta lucha está representada principalmente por dos personajes femeninos en su calidad de amazonas guerreras: la Aurora y la Noche. Al sol, que nunca es personalizado bajo los advocativos de Apolo o Febo, máximo representante de atributos masculinos, le adjudica, comparativamente, un papel pasivo y secundario. Veamos algunos de los versos dedicados a la Aurora:


y del viejo Titón la bella esposa
-amazona de luces mil vestida,
contra la Noche armada...-,
su frente mostró hermosa
de matutinas luces coronada...


Ante cuya acometida, la Noche:


ronca tocó bocina
a recoger los negros escuadrones
para poder en orden retirarse...
y llegar al ocaso pretendía...


Pero la Noche no va a quedar vencida sino temporalmente ya que:

  —175→  

Consiguió, al fin, la vista del ocaso
el fugitivo paso,
y -en su mismo despeño recobrada
esforzando el aliento en la ruïna-
la mitad del globo que ha dejado
el sol desamparada,
segunda vez rebelde determina
mirarse coronada...


Me parece importante hacer notar en el papel primordial de la Noche (lo que creo no se ha hecho), lo que antes había Sor Juana con Faetón, pero esta vez haciéndolo con un personaje femenino y como remate al final del poema. La Noche va a insistir, tenaz e incansablemente, como un nuevo Sísifo, en la lucha que la da sentido aceptando de antemano la derrota. Si el sol es personaje masculino, la Noche, aprovechando este descuido de la vigilancia paternalista y las sombras, lo ha hecho «en la mitad del globo que ha dejado / el sol desamparada». El personaje de la Noche repetirá interminablemente esta lucha, en un acecho y rotación constantes, lo mismo que Sor Juana repetirá su sueño como una proyección de lo que hace todos los días bajo vigilancias de obispos y prioras, determinando, día tras día y noche tras noche, «segunda vez rebelde / [...] mirarse coronada». Como antes con Faetón, figuras ambas que representan la rebeldía en el afán por cumplir el propio destino, la monja ejemplifica su aspiración constante, aunque fútil, por alcanzar el saber total del universo dándole validez al esfuerzo por sí mismo. Y esto lo hace tres siglos antes de que las teorías existencialistas con Camus y Sartre aparecieran en Europa.

Como hemos dicho164, el sueño de la monja no es un sueño moralista como el de Segismundo de La vida es sueño y mucho menos lo es amoroso como era costumbre durante el Siglo de Oro evocar este tema; es un sueño filosófico-científico que trata sobre la imposibilidad de la mente humana de captar el saber universal y, al mismo tiempo, nos da soluciones para compensar esa imposibilidad. Aunque Sor Juana conocía perfectamente la complicada tradición del sueño que se había ido desarrollando durante el Renacimiento y se llegó a proponer en   —176→   el Barroco como otro aspecto real de nuestra vida, no lo presenta así en su poema. La aventura del Alma, que aunque presentada como personaje intelectual y neutro nos recuerda en aquello «de sus intelectuales bellos ojos» la inteligencia y belleza de la misma Juana, se encuadra dentro de un verdadero sueño de reposo nocturno del cuerpo humano. Este sueño es dramatización de las aspiraciones de esta Alma que, a su vez, representa el deseo de todo ser pensante, según lo que ya había apuntado Aristóteles en su Metafísica cuando habló del deseo natural del ser humano por conseguir el saber165. Específicamente, es la aspiración máxima de está monja sabia que dedicó su vida al mundo intelectual y que no se dio por vencida ni en cuanto a considerar fútiles las horas dedicadas al estudio para llegar al saber, ni en cuanto al derecho innato de la mujer a la erudición y al reconocimiento. Así lo atestigua con la palabra final de El Sueño, poema éste que salva a la literatura hispánica de su aportación casi nula en el tema de la ciencia, al hacer la única intervención explícita de su persona cuando utiliza como palabra final, un rotundo participio pasivo en femenino:


quedando a luz más cierta
el mundo iluminado, y yo despierta.


Hecho que remacha años más tarde, poco después de toda la tremenda cuestión de las cartas, al escribir una de sus obras más «feministas»166 como lo es los villancicos de Santa Catarina de   —177→   Alejandría, santa sabia, virgen y hermosa como ella, donde proclama, resumiendo la escritura heroica (Showalter, Introduction, 9) de sus antecesoras y adelántandose a la de sus sucesoras, en versos llenos de valentía y pasión, lo que sigue:


¡Víctor, víctor Catarina,
que con su ciencia divina
los sabios ha convencido,
y victoriosa ha salido
-con su ciencia soberana
de la arrogancia profana
que a convencerla ha venido!
¡Víctor, víctor!
De una mujer se convencen
todos los sabios de Egipto,
para prueba de que el sexo
no es esencia en lo entendido.
¡Víctor, víctor!
Prodigio fue, y aun milagro,
pero no estuvo el prodigio
en vencerlos sino en que
ellos se den por vencidos.
¡Víctor, víctor!
[...]
Las luces de la verdad
no se obscurecen con gritos,
que su eco sabe valiente
sobresalir del ruido.
¡Víctor, víctor!
[...]
Nunca de varón ilustre
triunfo igual habemos visto,
y es que quiso Dios en ella
honrar al sexo femíneo.
¡Víctor, víctor!


(Méndez Plancarte, II, 163-81)