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Autobiografías: Santa Teresa y Sor Juana223


Se ha afirmado que la biografía procede de la autobiografía224 en casi todas las culturas y que ésta se hace esperar después que aquélla se halla totalmente desarrollada225.

Según todos los estudiosos, la autobiografía implica una revolución espiritual al hacer coincidir el artista con el modelo, como si fuera un historiador que se tomara a sí mismo como objeto: Narciso mirándose en la fuente e inclinándose fascinado, hacia su reflejo hasta hundirse en la muerte226.

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La autobiografía se identifica como una institución que expresa una preocupación peculiar del hombre occidental nacida de la curiosidad del ser humano sobre sí mismo y de la maravilla ante el misterio de su propio destino. Se relaciona con la revolución copernicana, cuyos conceptos de investigación y experimento habían sido imbuidos por el cristianismo de un sentido sobrenatural227. Muchos colocan el nacimiento de la autobiografía en la edad moderna, mientras que la biografía presenta conocidos modelos clásicos que la precedieron. Las opiniones van desde la que afirma que la autobiografía ha existido siempre hasta la que defiende su inicio en el siglo XVIII con las Confesiones de Jean Jacques Rousseau. Sin embargo, esta última opinión ha estado en vías de revisión durante los últimos años cuando se ha tomado en cuenta lo que antes se había rechazado: los escritores espirituales y religiosos que tan abundantes son en la cultura hispana228. Dice bien Philippe Lejeune cuando afirma que «A ceux qui déclarent que l'autobiographie est un genre essentiellement moderne, on trouvera mille exemples á opposer»229.

Se han llamado autobiografías a obras muy diversas que abarcan los títulos de «autobiografías», «confesiones», «memorias», «ensayos», «cartas» o «apologías». A este mismo crítico mencionado, Lejeune, vuelven repetidamente los libros   —227→   que tratan de este género cuando se busca una definición. Esta seria: «Récit retrospective en prose qu'une personne réelle fait de sa propre existence, lorsqu'elle met l'accent sur sa vie individuelle, en particulier sur l'histoire de sa personnalité»230. [Relato (o narración) retrospectiva en prosa que una persona verdadera hace de su propia existencia, poniendo énfasis en (sobre) su vida individual]. Si las Confesiones de San Agustín son o no son autobiografía será cuestión discutida por largo rato. Sin embargo, han venido imponiéndose como primera muestra de revelación de las complejidades del ser en su búsqueda de la verdad y de Dios, y en las cuales no deja de tener parte esencial la riqueza y precisión del análisis psicológico.

Northrop Frye habla de la autobiografía como ficción en prosa creada por San Agustín en esa obra, la cual adquirió forma acabada con Rousseau en su obra del mismo nombre. Confesiones, en el caso de San Agustín, quiere decir «confesarse con Dios» y «confesar a Dios»: confessio peccati y confessio laudis, es decir, impetrar el perdón de los pecados; y doxología o alabanza a Dios231. En el caso de Rousseau, confesarse es hacerlo con Dios ocasionalmente ya que se le reconoce como juez último, pero, sobre todo, es hacerlo consigo mismo y ante los demás para justificar sus acciones ante su propio tiempo. En este género se habla de deseo de permanencia y de ilusión de eternidad, es decir, de captar la historia determinada de un ser humano traída al presente, y de fijarla en el tiempo como muestra a la posteridad, cosa que igualmente podría aplicarse a la biografía. El que escribe una autobiografía tiene conciencia, porque su propia existencia lo ejemplifica, de que el presente difiere del pasado y de que su caso no se repetirá en el futuro. Hay, se diría, cierta conciencia de la unicidad de la vida humana ejemplificada en un caso particular sobresaliente. Como dice Stephen Spender en «Confessions and Autobiography»: «He may be writing about himself because he is a part of history and his own best   —228→   historian»232. La mayor parte de las autobiografías se desarrollan a partir de un impulso creador cuya base se halla en un momento crítico de la existencia del autor de la autobiografía y que pone al escritor frente a su tiempo: «Autobiography is first of all a task of personal salvation»233. Es por ello que se dice que: «Autobiography [is]... the history of a distinctive culture written in individual characters and from within»234. Y, como la vida misma que nos relata, se le escapa al crítico que quiere establecer reglas, leyes, contratos... rehúsa ser un género literario como los demás.

En este género se hace mucho hincapié en la memoria (recordemos las largas disquisiciones de San Agustín sobre ella) como capacidad humana esencial de traer al momento presente el que se vivió y ya es tiempo pasado. La memoria, dice Olney, puede imaginarse «as the narrative course of the past becoming present»235. Es, también, memoria creadora que le da una y otra vez forma al pasado histórico con la imagen del presente. Es, por tanto, un género en el que se hace uso de capacidades predominantemente intelectuales ya que no sólo hay que rememorar el pasado sino que el autor consciente o inconscientemente escoge las acciones de ese pasado que le van a servir para el fin que se ha propuesto.

La vida de la santa madre Teresa de Jesús236 se conforma a la definición de autobiografía que vimos antes de Philippe Lejeune. Fue escrita, además, al menos en su primera parte (como sucedió en las Confesiones de San Agustín) cuando la santa estaba bajo las tensiones y asombro que le causarían lo extraordinario de su propia existencia, y bajo la orden de su confesor. Seguramente una de las intenciones de éste y de   —229→   la monja misma, al dedicarse a la tarea, sería justificarse ante sus contemporáneos y acallar las críticas y oposición ante su obra reformadora. Otro de los motores de tensión en la vida de Teresa sería la conciencia de «reparar», por así decirlo, su condición de hija de converso en la España del XVI, como sucederá más tarde con Sor Juana por su posición desventajosa de hija natural en la sociedad de su tiempo. No sería arriesgado decir que la unicidad de las vidas de estas dos mujeres se produjo como un modo de alcanzar aceptación en la sociedad que las rechazaba. Es decir, precisamente ese mismo deseo de integración a su mundo, unido a capacidades extraordinarias que poseían, las hizo desarrollar una personalidad distinta que las destacaba de entre las demás provocando por ende más reacción; era como un círculo vicioso que en algún momento había que romper: una autobiografía más o menos exigida por un superior era un modo de conseguirlo; era una llamada concreta para una justificación ante la acusación de falta de valores. En esta petición de algún modo salía a flote la idea de que las complejidades, contradicciones o aberraciones, a pesar de envidias y celos, no provocan en la gente vacilaciones sino maravilla o espanto.

Vamos a analizar algunos aspectos de la Vida escrita la santa de Ávila y la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz237 de la monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz como escritos pertenecientes al género autobiográfico.

Podrían señalarse rasgos comunes entre estas dos mujeres y otros tantos que las diferencian. Entre los primeros: el motivo de la modestia; la habilidad en cuestiones de economía conventual o en relación con el presupuesto de conventos; el temor a la Inquisición que, en el caso de Teresa, llegó a una acusación efectiva; su amor por el saber (que veremos más adelante); y las circunstancias sociales a las que tuvieron que enfrentarse cada una en su época. Ambas imprimieron calidad humana destacada a sus escritos, los cuales tienen carácter de ensayo, especialmente los de la mexicana se diferencian en cuanto a la preocupación vital: Teresa es una visionaria, Juana es puro intelecto. En la Vida, la santa esconde su saber, en la Respuesta sale el saber a borbotones de la monja   —230→   novomundista; la española, por llevar adelante sin tropiezos su labor de reformadora, se somete a la pauta impuesta por su tiempo con respecto al papel social de la mujer; Sor Juana se rebela, justifica su amor por las letras y exige ese derecho para todas las mujeres pero, al final, para no negarse como ser humano, tuvo que apagarse como ser intelectual.

Según se apuntó antes con respecto a la autobiografía en general, hay dos factores que intervienen en la vida de ambas, Santa Teresa y Sor Juana, y que aparecen así mismo en San Agustín: un ser humano que se sabe excepcional se encuentra en una coyuntura histórica convulsa que lo hace volverse sobre sí mismo y explicarse ante el mundo de su época. Esta «confesión» o recuento, es provocada generalmente por un personaje relevante (por lo menos sucede así con las dos mujeres y se ha apuntado esa posibilidad también en el caso de San Agustín) que pone en marcha el «caso» que se va a tratar. Salvando las distancias, es por ello que ha podido decirse que estas «vidas» guardan aspectos comunes con la picaresca; son como el otro lado en ese tramado de una época determinada. Cada escritor de una autobiografía es un apologista listo para defender su fe en un sistema que lo abarca y que le queda estrecho: hay una relación de causa a efecto. Hay, también, un desdoblamiento didáctico en la personalidad del autor. Como narrador, expone su lección primaria: conversión para San Agustín, vida visionaria y reformadora en Santa Teresa, compromiso intelectual en Sor Juana. Como protagonista, vuelve a vivir y a aprender de sus días de pecado y error, según sucede en San Agustín y Santa Teresa, o se vuelve a estudiar y a reafirmar en las acciones del pasado como en el caso de Sor Juana.

Hay, además, en la autobiografía, un desdoblamiento en cuanto a la vida misma del que la escribe: por un lado está la vida externa como los otros la ven con todos sus logros, apariencias y relaciones personales; por el otro está la vida interna que se está debatiendo y cuya exposición puede ser tan peligrosa que no pueda revelarse directa y abiertamente; hay que aplicarle un antídoto. Así resulta de dificultosa esta tarea, puesto que es necesario relatar una vida en la que intervengan, conjugándolos, los dos «yo», los dos seres que la integran. De ahí la expresión reiterada de decir la verdad, de ser sincero. De ahí, también, las instancias de temor y rechazo: Santa Teresa repite, insistentemente a través de su Vida que la escribe bajo   —231→   mandato. Así, comienza: «Quisiera yo que, como me han mandado y dado larga licencia para que escriba...». Y líneas más abajo: «Suplico [a Su Majestad] me dé gracia para que con toda claridad y verdad yo haga esta relación que mis confesores me mandan»238. En cuanto a Sor Juana, hay en ella parecidas expresiones, y evitaba el desgarramiento que implica escribir este tipo de letras. Ella no contestó la carta del obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, sino hasta casi tres meses después de recibida y entonces, probablemente, según apunta Dorothy Schons en un manuscrito inédito sobre una vida de la monja mexicana239, sólo provocada por un ataque frontal anónimo. Sor Juana en su carta al obispo lo explica así desde el principio: «Mi ilustre señora, mi señora: no mi voluntad, mi poca salud y mi justo temor han suspendido tantos días mi respuesta; ¿qué mucho si, al primer paso, encontraba para tropezar mi torpe pluma dos imposibles?»240.

La cuestión de auditorio, es decir, la relación entre público-lector y autor, está implícita en una autobiografía: se habla para explicarse uno y para beneficio de los demás. La fama es importante, pero el objetivo principal es exponer los vaivenes de la fortuna. Un aspecto importante en la redacción de estas autobiografías de Santa Teresa y Sor Juana sería el conocimiento íntimo que tenían ellas de la hagiografía y el hecho, apuntado en ambas, de abundante literatura epistolar. Ciertamente, las vidas de santos han sido un puntal en la vida cristiana y un modelo biográfico dominante en la literatura religiosa de todos los tiempos. La autobiografía de la santa, además, tiene para nosotros la ventaja de ser una hagiografía escrita por ella misma. Otro aspecto interesante en ambas es la cuestión intelectual. Es casi seguro que las dos monjas conocían profundamente las Confesiones de San Agustín241;   —232→   para Teresa fueron un punto clave en su vida la lectura de los pasajes de tratado moral, al descubrir la benevolencia y el perdón de Dios hacia los pecados sexuales. Para Sor Juana, mucho más interesantes serían los pasajes dedicados a disquisiciones de tipo filosófico. No parece haber en Sor Juana preocupación por lo sexual; son muchos los pasajes donde, conscientemente, se nos presenta como ser asexual. Para Teresa, la gracia es don divino que ha recibido de Dios; para Juana Inés, ese don divino es el amor a las letras. (Cada una de estas mujeres tuvo poca salud, ¿consumidas por su pasión?). Pero en ambas el carácter intelectual del santo hizo sin duda mella. Cada una colocaba el eje de su existencia en el tráfago de su vida diaria, ejemplificada por la cocina; de ahí lo de Teresa de «anda el Señor entre los pucheros» y el «si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito» de Juana. Detrás de la protesta de Santa Teresa de ser una pobre mujer que no sabe escribir bien, cuestión sólo aparente según ya se ha establecido, hay conocimiento y amor a lo intelectual que sale a la superficie a cada paso. Teresa nos dice muchas veces de su devoción por los libros y su admiración por los hombres sabios, y que se fiaba sólo de ellos; los ejemplos son innumerables. Véanse algunos pasajes como muestra242: «Era mi padre aficionado a leer buenos libros y ansí los tenía en romance para que leyesen sus hijos...» y «Era tan en extremo lo que esto me embebía que si no tenía libro nuevo, no me parecía tenía contento». Y en cuanto a los hombres letrados: «un padre dominico, gran letrado, me desengañó en cosas, y los de la Compañía de Jesús del todo me hicieron tanto temer...»; «Para siervos de Dios, hombres de tomo, de letras y de entendimiento» y «mi opinión ha sido siempre y será que cualquier cristiano procure tratar con quien las tenga buenas [letras], si se puede, y mientras más, mijor, y los que van por camino de oración tienen desto mayor necesidad, y mientras más espirituales, más». En cuanto a Sor Juana no es necesario abundar en su intelectualidad, centro y función de su vida. Sí en cuanto a que ella la reclama no sólo para sí, sino para todas las   —233→   mujeres. Si Teresa hace diferencia entre los hombres doctos y los que no lo son, Sor Juana da un gran paso adelante y hace la diferencia entre los tontos y los listos en general. De hecho la única diferencia que establece Sor Juana entre los seres humanos es ésa: algunos son cerrados de magín y otros no lo son. A esto que dice Teresa: «Y no se engañe con decir que letrados sin oración no son para quien la tiene: yo he tratado hartos, porque de unos años acá lo he más procurado con la mayor necesidad, y siempre fui amiga de ellos, que aunque algunos no tienen esperiencia, no aborrecen el espíritu ni le inoran; porque en la Sagrada Escritura que tratan, siempre hallan la verdad del buen espíritu»243, propone Sor Juana después de un siglo largo lo siguiente al hablar del teólogo Juan Díaz de Arce: «...y al fin resuelve que estudiar, escribir y enseñar privadamente no sólo les es lícito [a las mujeres], pero muy provechoso y útil; claro está que esto no se debe entender con todas, sino con aquéllas a quienes Dios hubiera dotado de especial virtud y prudencia y que fueran muy provectas y eruditas y tuvieran el talento y requisitos necesarios para tan sagrado empleo. Y esto es tan justo que no sólo las mujeres, que por tan ineptas están tenidas, sino a los hombres que con sólo serlo piensan que son sabios, se había de prohibir la interpretación de las Sagradas Letras, en no siendo muy doctos y virtuosos y de ingenios dóciles y bien inclinados...»244.

Otro aspecto cercano al de la intelectualidad es la consideración de estos escritos como documentos de justificación de una vida que refleja modos de conducta y conceptos de una época determinada, y como obras de arte. Se habla aveces de épica y de poesía en cuanto a este tipo de literatura y me parece justo acordárselo a las obras iluminadoras de estas dos mujeres hispanas; a una, como campeona de espiritualidad batalladora; y a la otra, como heroína de la intelectualidad. Ambas, además, utilizaron los métodos retóricos que su cultura les prestaba: sea en el caso de Teresa, porque los absorbió de sus lecturas y en particular de los sermones que oía; sea, en el caso de Juana, porque a ello se unía un conocimiento riguroso de tales principios escolásticos. (Recordemos que Sor Juana ya había demostrado su dominio   —234→   en este campo al escribir la Carta Atenagórica). Entre las modalidades diferenciales añadamos que en la monja mexicana no hay conciencia de pecado como en los dos santos, Teresa y Agustín, ni por tanto, sentimiento de culpabilidad. No hay, pues, en la Respuesta de Sor Juana, conversión ni «confesión» como tal, no hay búsqueda angustiosa de carácter sicológico. No hay en la Respuesta autoacusación sino auto-defensa; hay apología de su propia vida. Hay un recuento y explicación apasionada de por qué se es como se es: una mujer marcada por el amor a las letras desde que abrió los ojos a la vida. Ahora bien, para comprender la decisión final de Sor Juana de retiro del mundo, hay que tener en cuenta sus escritos penitenciales redactados hacia el fin de sus días, esos escritos que la crítica, generalmente, rechaza como indignos de la Fénix Americana. Es cierto que no hay en ellos, literariamente, nada que los salve245. Sin embargo me parece que son básicos para entender, uniéndolos a la Respuesta, por lo que pasó la monja durante los misteriosos últimos años de su existencia.

En el excelente artículo «Autobiographies of Woman Writers» se menciona la diferencia entre el tipo de carácter básicamente egoísta que generalmente presentan las autobiografías escritas por los hombres frente al carácter generoso de las mujeres. Nos dice la autora Mary Mason: «The self-discovery of female identity seems to aknowledge the real presence and recognition of another consciousness, and disclosure of female self is linked to the identification of some other»246. Se habla de la conciencia de grupo de la mujer, esa «identification with an entire spiritual community as a collective other»247, y de cómo se es capaz de llegar a los   —235→   mayores sacrificios por mantener esa fidelidad tribalista. En las páginas dedicadas a Anne Bradstreet, la Décima Musa norteamericana, aquella inglesa transplantada al Nuevo Mundo, se dice que Anne Bradstreet tuvo «doubts about the exclusive rightness of the Puritan way. Why may not the Popish religion be the right [one]?» y que finalmente ella «in effect submitted her more tolerant religious conscience to the straiter and stricter conscience of the community». Podría uno decirse : Si esto sucedía dentro de la cultura anglosajona que en líneas generales ha sido más liberal con respecto a las mujeres que la hispana, ¿qué pudo o qué no pudo sucederles a Teresa y Juana? Se sabe bien del carácter afable y atrayente de cada una de ellas. Las dos hablan de cómo sus compañeras las buscaban y las querían, lo cual muestra la importancia que daban a la consideración que se les mostraba dentro del grupo de su comunidad248. Sor Juana tiene en la Respuesta algo que podría relacionarse con este concepto al comentar la inclinación de los hombres por destacarse del resto y producir herejías. Dice: «porque hay muchos que estudian p1ara ignorar especialmente los que son de ánimos arrogantes, inquietos y soberbios, amigos de novedades en la ley (que es quien las rehúsa); y así hasta que por decir lo que nadie ha dicho dicen una herejía, no están contentos». Las obras de Teresa y Juana abarcan a las otras mujeres: Santa Teresa dedica su libro a sus hermanas religiosas y a ellas se dirige muchas veces; Sor Juana lleva adelante su defensa propia incluyendo en ella a todas las mujeres del mundo.

Las mujeres de aquella época tenían clara conciencia de las limitaciones que su tiempo les imponía y por eso formaban una   —236→   red de comunicación que les servía de apoyo mutuo249. Teresa conocía bien el lugar acordado a su sexo en su mundo y por tanto, aunque siempre habló como mujer, se cuidó mucho de no sacar los pies fuera de la sábana para no dañar la obra que quería llevar adelante250. Son muchas las veces que se llama «ruin», «la peor», «mujercita flaca y con poca fortaleza»... Sor Juana, una vez lanzadas las preocupaciones esenciales de su personalidad en la Respuesta y en otros de sus escritos, sopesaría las dudas y suspicacias de sus compañeras y de los pocos amigos que le quedaban. Se debatiría entre la «obligación» de seguir defendiendo a la mujer, a sus propias hermanas, a pesar de éstas, y el deseo de su aprobación y afecto. El apoyo por parte de las hermanas monjas, sumergidas en el ambiente anti-literario de su época y especialmente tratándose de una mujer, habría llegado al límite. Entonces se producen los escritos penitenciales donde ella también se llama «ruin», «la peor que ha habido» y donde le pide a Dios perdón251.

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No hay que recordar el pasaje de Cervantes en Los alcaldes de Daganzo donde se habla de la inclinación a las letras que lleva «a los hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana». Hacer gala o jactarse de intelectual ha sido en la cultura hispana cosa mal vista para los dos sexos252. Quizá parte de ese problema se encuentre en algún viejo aspecto del cristianismo ya que incluso San Agustín lo menciona y nos dice que para ser mejor cristiano abandonó su brillante carrera de profesor253. Esta tendencia, en España, se exacerbó con la cuestión de la limpieza de sangre ya que los judíos eran reputados por su saber. Si el amor a las letras era mal visto aun para los hombres, ¿qué decir de las mujeres? Estas dos se las arreglaron, sin embargo, para conjugar de modo diverso su deseo de saber con su condición de mujeres y religiosas a pesar del ambiente anti-intelectual de la época y del papel de sumisión dado a la mujer. Santa Teresa, quien como se mencionó antes, se las da de no saber, nos dice en un pasaje: «Cuando se quitaron muchos libros de romance, que no se leyesen, yo sentí mucho, porque algunos me daba recreación leerlos... y ha tenido tanto amor el Señor conmigo para enseñarme de muchas maneras, que muy poca o casi ninguna necesidad he tenido de libros. Su Majestad ha sido el libro verdadero donde he visto las verdades». Compárese con el conocido pasaje de la Respuesta donde Sor Juana cuenta de aquella «prelada muy santa y muy cándida que creyó que el estudio era cosa de Inquisición» y le prohibió la lectura. Tuvo que obedecerla en cuanto a no tomar libro pero «estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras, y de libro to da esta máquina universal»254.

Hay en las dos monjas ese deseo recóndito de reconocimiento e integración por parte de la sociedad donde vivían, y éste basado en su situación social comprometida. Lo mismo Teresa que Juana fueron amigas de poderosos a los que,   —238→   aunque no se les vendieran, halagaron sin demasiado escrúpulo. Se dice de Teresa que en su Vida se entretiene largamente con los personajes importantes, los retiene en el texto «por sacar el máximo partido de ellos como si necesitara apropiárselos por más tiempo para compensar en cierto modo su condición»255. No hay más que leer la obra de Sor Juana para comprobar los muchos poemas dedicados a los grandes de su tiempo; una y otra expresan de modo vario su preocupación por la honra. Lo que se ha dicho: «Está Teresa en el difícil "equilibrio" entre el anhelo de integración y la angustia del rechazo», se puede aplicar igualmente a Juana. Teresa, mucho antes que Juana, substituyó la «falta» de su condición social por su profunda espiritualidad y por la reforma que hizo de la orden Carmelita; la mexicana, más moderna, lo hizo a través de la intelectualidad, pero luego del barullo de las cartas256 se daría cuenta de que su tiempo, aunque le había dado mucha cuerda y había demostrado orgullo de ella, no estaba preparado para consentir que una mujer por muy inteligente que fuera midiera armas con un hombre como igual. Eso le trajo una especie de ostracismo. Conscientemente, pero sin miedo, Juana replegó sus velas, y poco a poco, para reconciliarse con el voto que había hecho, con su ambiente y para no perder la estimación de sus hermanas, se retiró por fin al convento. Si debía hacer concesiones, las haría. Sor Juana sopesaría su calidad de monja,   —239→   vería a su convento y, sobre todo, a la Iglesia en su carácter exigente pero maternalista; sólo ella podía ofrecerle refugio. La Iglesia y su fe eran sus madres; su convento, su casa; las otras monjas, sus hermanas. Inmersa en un mundo trascendentalista y fanático, pensaría que su yo, ahora, no podía salvarse si no era a través de la autodenunciación y auto-acusación257. Creería que su soberbia la perseguía, y tenía que deshacerse de ella a cualquier precio. Sólo a través de la obediencia y de la sumisión podía recuperar Juana, hija de su tiempo, el control sobre su propio yo y su propio sino. Juana, consciente de las circunstancias de acoso en que se debatía su destino, determinadamente entró en el redil y cerró la puerta.

Vista a los tres siglos puede decirse sin duda que esta decisión final, voluntaria e inescapable, de Sor Juana de integrarse y mantenerse dentro del sistema es un grito contra él. Pero ésa es ya otra cuestión.



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El «Neptuno» de Sor Juana: fiesta barroca y programa político258


En las siguientes palabras nos da Bernardo de Balbuena, en su Carta al Arcediano, una visión compendiada de una «entrada triunfal»: «Así viendo yo este nuevo mundo de México tan lleno de regocijo y placer con la venida de Su Señoría Reverendísima, y que las tapicerías de las calles, los jeroglíficos del arco, el concurso de la gente, el tropel de los caballos, las galas de los caballeros, la música de las campanas, la salva de la artillería, el ruido de las trompetas y la admiración y espectáculo del pueblo era un agradable sobreescrito de la general alegría de los corazones...»259.

En otra parte me he ocupado de la tradición del arco triunfal desde la Antigua Roma hasta su importación en el Nuevo Mundo260. Fue invención romana de carácter religioso cuyo origen se coloca en la República. De la Italia renacentista se extendió por toda Europa hasta España desde donde, poco después, llegó al Nuevo Mundo.

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Estamos en la época barroca cuando el poder absolutista español organiza y concretiza en la urbe complicadas procesiones, catafalcos, justas, lidias de toros, saraos, pirámides, carros y arcos triunfales por todas partes y se escriben minuciosas relaciones de estas fiestas para conmemorarlas261. Es época de contrastes y contradicciones. En España, Lope, Góngora y Quevedo han logrado combinar lo ilustre y lo vulgar porque como recuerda Maravall: «Todo lo puede el ingenio humano». El «suspense» y la invención se llevan a sus últimos límites. El brillo, la magnificencia y la pompa se hacen asequibles a la mayoría para impresionar por medio de la admiración y canalizar, así, el miedo a las calamidades y acallar descontentos262. La ciudad entera se convierte263 en escenario, en «teatro del mundo» donde todo el   —243→   pueblo participa y donde un conjunto de artes se ponen al servicio de otros valores menos éticos264.

Es curioso constatar en España, al menos, la participación en estas celebraciones de elementos proscritos por la sociedad como, por ejemplo, las prostitutas y los presos. Leemos en una relación escrita en Toledo con motivo de fiestas por el nacimiento y bautizo de una princesa, y precisamente por Sebastián de Horozco, que el martes 13 de agosto de 1566, por la tarde «salieron las mujeres públicas de la mancebía en una dança, con sus tamboriles, dançando y baylando, muy ataviadas de oro y seda» (Alenda y Mira, 67). Era también costumbre en estas celebraciones soltar a los presos, los famosos indultos que han llegado a nuestros días, los cuales, es de suponer, se integraban inmediatamente a la alegría general. Además de mostrar el gusto popularista hispano por la fiesta y destacar la singularidad de lo diferente, sería un modo de mostrar que el rey o gran señor estaba por encima de la conveniencia y decisiones de la sociedad misma; que tenía el poder de integrarla en su totalidad y para su alabanza.

En la capital de México estas entradas triunfales adquirieron un brillo inusitado. Se debería no sólo a la importancia del país como cabeza del mundo americano y en el cual se implantó con rigor el régimen hispano, es decir, a características político-sociales, sino, también, al pasado grandioso mexicano que estaría muy fresco en la memoria de todos. Levantar arquitecturas impresionantes no era nada nuevo para un pueblo artista por naturaleza que veía pirámides a cada paso. Imaginémonos el día de la entrada triunfal frente al arco y comprenderemos la importancia de lo sensorial como resorte sicológico. Para la multitud toda, se mostraba una fábrica imponente cubierta de pinturas y esculturas desde donde flotaban cintas de variados colores mientras, como vimos con Balbuena, sonaban las campanas y la música. Dice así la Décima Musa de su arco: «Este Cicerón sin lengua / este Demóstenes mudo» publicaba con «voces de colores» las lecciones que los tableros o los emblemas, mezcla de doctrina y plasticidad, no acababan de trasmitirles a los que menos comprendían. Según Gracián:   —244→   «Poco es conquistar el entendimiento si no se gana la voluntad, y mucho rendir con la admiración la afición juntamente»265. Todo este abigarrado conjunto que constituye la fiesta barroca, había volado rápidamente al imperio «plus ultra» donde el régimen español implantó los mismos conceptos religiosos y políticos de la Península a pesar de la lejanía, dificultad en las comunicaciones y del «Obedezco pero no cumplo», confirmando así la tesis de Maravall de que la cultura barroca no es cuestión geográfica ni racial sino social e histórica (24, 46-47, 50-51).

Según dice Sigüenza y Góngora266 «México, con magnificiencia indecible, ha erigido semejantes arcos o portadas triunfales desde el 22 de diciembre de 1528 en que recibió la primera audiencia en que vino a gobernar estos reinos hasta los tiempos presentes».

Siguiendo la tradición europea, artistas famosos de la época se ocupaban de la erección y adorno del edificio. El escritor humanista, sin embargo, era el cerebro de ella: la persona que dirigía toda la obra en sus aspectos externos de construcción y ensamblaje y, luego, el que se ocupaba de los aspectos formales de su pieza escrita. Era el «inventor», el que imaginaba el arco en todos sus detalles y, tanto en el arco como en el papel, desempeñaba el cargo de consejero del rey. Estas memorias continuaban así la larga tradición del tema «de regimine principum».

Ilustración del  arco triunfal de Sor Juana

Ensayo de ilustración del arco triunfal de Sor Juana: Neptuno alegórico... (Posición de los cuadros)

Ambos arcos triunfales, el de Sor Juana y el de Sigüenza y Góngora, cuyas relaciones se conservan, se erigieron para conmemorar el mismo acontecimiento: la llegada a la Nueva   —245→   España de los recién llegados virreyes, los marqueses de la Laguna. Se los encargaron, a él, el Cabildo, y a la monja, la Catedral267. Los virreyes llegaron a la costa de México por Veracruz y tomaron posesión del virreinato el 7 de noviembre de 1680. Los viajeros españoles, cuando se trataba de personajes ilustres, seguían la tradición europea de un itinerario con carácter ceremonial y ritual. Los nuevos virreyes hicieron escala en varios lugares significativos de su trayecto y entraron, por fin, públicamente en la capital el 30 de noviembre a las cuatro y cuarto de la tarde donde se les tenía dispuesto el grandioso recibimiento.

Tradicionalmente el arco era el punto de encuentro y partida de las autoridades civiles y eclesiásticas. El de la ciudad se erigió, según norma ya establecida, en la plaza de Santo Domingo. Desde allí, y después de ofrecimiento de respetos y entrega de las llaves de la ciudad, como era costumbre, se dirigían por un circuito adoptado a través de los años, hasta el arco ideado por Sor Juana, el cual, a diferencia del ideado por Sigüenza y Góngora que por ser de la ciudad tenía incluso puertas, consistía de una sola fachada que cubría la puerta occidental de la catedral, ya que todavía no se había construido la portada principal268. Allí, de nuevo, se detenía el cortejo, se   —246→   desarrollaba el drama y a continuación se pasaba al interior de la catedral donde tenía lugar el Te Deum.

Sigüenza y Góngora, quien nos da en su relación su interpretación del origen de los arcos de triunfo romanos, no quiso seguir la costumbre establecida de usar héroes mitológicos, prefiriendo poner como ejemplo al virrey, los emperadores aztecas. Esto no debe interpretarse como un rechazo a las convenciones de la época sino como un gesto de orgullo criollo269 unido al gusto barroco por cosas exóticas y a su educación jesuítica270. Sor Juana prefirió seguir la ortodoxia de la tradición y escogió la figura mitológica de Neptuno como ejemplo del marqués. Insistamos, pues, en que los arcos tenían un doble propósito: propagandístico y educacional. Además de constituir obras caducas «cuanto más deleznables sean los materiales, más de admirar serán los efectos que con ellos se logran» (Maravall, 490), donde se hacía todo derroche de gasto271 y artificio para impresionar a la multitud, servían para fines ejemplificadores didácticos (como hoy se hace con las biografías) aunque este mensaje estuviera envuelto en inconmensurables halagos. Se dirigía, especialmente, al personaje ilustre.

El hombre del Barroco había adquirido la confianza, a través del Renacimiento, de que, ante las crisis, podía hacer algo por resolverlas. De ahí tanta obra de cómo debía ser un príncipe272.   —247→   Todos quieren dar su parecer y eso explica, también, la numerosa presencia de arbitristas. Maravall cita a Pellicer, quien cuenta el caso del labrador que se colocó, de pronto, delante del rey para protestar del modo como andaba el gobierno (6). Esta actitud pasó al Nuevo Mundo y penetró en las capas supuestamente más ajenas a esa cultura. Tenemos de ello prueba no sólo en los arbitristas de este lado del Atlántico273 sino en obras como la de Guamán Poma de Ayala: Nueva corónica y buen gobierno.

Dice Sigüenza y Góngora en su memoria: «Es providencia estimable el que los príncipes sirvan de espejos donde atiendan a las virtudes con que han de adornarse los arcos triunfales que en sus entradas se erigen, para que de allí sus manos tomen ejemplo, o su autoridad y poder aspire a la emulación de lo que en ellos se simboliza en los disfraces de triunfos y alegorías de manos». Ante los ojos del virrey, pasa Sigüenza y Góngora una serie de emperadores aztecas como modelos; Sor Juana le presentó uno solo: Neptuno. Sin embargo, debemos añadir que todo el Preludio III de la relación de Sigüenza está escrito para justificar que Sor Juana tomara a Neptuno como modelo y unir éste a su tema y así llega a decirnos: «Neptuno no es fingido dios de la gentilidad sino hijo de Misraín, nieto de Cham, bisnieto de Noé y progenitor de los indios occidentales».

El personaje de Neptuno no era, por supuesto, nuevo en este tipo de «invenciones»; su presencia era conocida en Europa, en particular en ciudades que debían su bienestar a su proximidad al mar. Incluso, alguna de las descripciones y dibujos que aparecen en Les fêtes de la Renaissanse (II, 360, 420 y PL XXXIX) podrían servir para el cuadro central del arco de Sor Juana.

Es significativo el hecho de que la monja, a diferencia de su amigo jesuita, no nos dé en el Neptuno la relación de los artistas que intervinieron en su arco. Me inclino a creer que,   —248→   puesto que su clausura no le permitía salir y Sigüenza estaba en la prepareción de su propio arco, él se ocuparía de la supervisión de los dos y, probablemente, los artistas que trabajaban en uno y otro serían los mismos. Además, el Cabildo contribuyó a sufragar el arco de la Catedral según puede deducirse de la Parte III: «Explicación»274.

El arco de Sor Juana, según nos lo describe en el Neptuno, sería majestuoso. Medía 30 varas de alto por 16 de longitud, tenía tres cuerpos en profundidad a los que ella llamaba «calles». Sobre la fachada había ocho cuadros o «tableros»; es importante la posición que cada uno de ellos tenía sobre la «montea» pues de ello dependía el énfasis que se daba a las alegorías que presentaba cada cuadro275. Era costumbre, cuando el cortejo se detenía, que una figura humana se dirigiera al personaje principal invitándolo a pasar bajo el arco. Se utilizaba para ello todo tipo de tramoyas, nota del gusto barroco por los mecanismos y la novedad pero, por lo general, para esta presentación del recitante, se limitaba a una tarima desde donde dirigía su declamación.

El Neptuno alegórico, documento barroco por excelencia, no sólo es muestra palpable de la alteración y conmoción de los valores de la época (el Mundo al revés) puesto que la autora es una mujer intelectual y, por tanto, la que introduce un tono disonante dentro de la sociedad de su tiempo, sino que muestra que es maestra excelente en el manejo del ropaje lingüístico y conceptista de los sabios de su época. Consta de tres partes, dos en prosa y una en verso: «Dedicatoria» de Sor Juana al virrey, «Razón de la fábrica» y «Exposición del arco»; esta última, en verso, fue la que se declamó delante del arco el día de la entrada, según se explicará después.

En la Parte I, la escritora explica al virrey la costumbre de utilizar símbolos o jeroglíficos para representar «todas las cosas invisibles... y también con las de quienes era la copia difícil o no muy agradable... y por referencia a las deidades, por no   —249→   vulgarizar sus misterios a la gente común e ignorante» (366-367). Sor Juana era buena conocedora del neo-platonismo hermético, por lo tanto, nada más natural para ella que seguir aquella inclinación barroca de que «todo lo nuevo place» y el uso de la dificultad que busca desentrañar las apariencias. El Neptuno está lleno de latines, símbolos, alegorías; es una «intratextualidad exasperada donde el enigma interroga al enigma» según dice Haroldo de Campos, hablando de textos de nuestros días276.

La Parte II, «Razón de la fábrica» es la más larga. Después de excusarse por haber sido comisionada para la obra, tópico de la «falsa modestia», discurre en ella Sor Juana sobre las razones que la llevaron a escoger a Neptuno como modelo para el marqués; determina que fueron «las concordancias de sus hazañas» y empieza a enumerarlas forzando, en realidad, varias de entre éstas. La analogía con el título de la Laguna, del marqués, no era sino una feliz casualidad y un pretexto, ya que le interesaba, como se verá, destacar el elemento marítimo y otras virtudes de Neptuno en relación a la laguna sobre la cual se halla educada la ciudad de México, su inestabilidad y peligro de inundaciones.

Una lectura «atenta», en el sentido barroco, nos lleva a observar que, junto a las analogías sin mayor importancia, señala otros aspectos de Neptuno que, según su criterio, le convenían a un gobernante o cumplían un interés especial por parte de la monja. Así, por ejemplo, señala que Neptuno era el dios del silencio dando a entender que «el que mucho habla mucho yerra»; era, también, el dios del consejo y dice que para que éste sea «provechoso ha de ser secreto», preocupación de la poetisa puesto que lo señala así mismo en El Sueño277. Neptuno es sabio, virtud primerísima para Sor Juana, buena discípula de Gracián, para quien el entendimiento es «origen de toda grandeza»278. Continúa, al tratar la genealogía de Neptuno, disertando sobre la diosa Isis quien «tuvo no sólo todas las partes de sabia, sino de la misma sabiduría, que se ideó en ella»,   —250→   y en seguida añade: «Pues siendo Neptuno hijo suyo, claro está que no le corría menos obligación, pues el nacer de padres sabios no tanto es mérito para serlo cuanto obligación para procurarlo» (376). Es decir, si ella ha «ideado» al marqués como homónimo de Neptuno, es su creadora, su madre, y por tanto está por encima de él. Si Isis se representaba por medio de una vaca, «los hombres se idearon en un toro». Pero, naturalmente, es necesaria una vaca para la existencia de un toro, puesto que el principio de la creación es femenino. O, el femenino y el masculino se unen, dice más adelante: Isis, principio femenino de la sabiduría es igual a Misraín, pues este nombre en hebreo significa «Is, quod est vir, Isis videtur apellata» (382). Así pues, Isis es el nombre de varón doblado puesto que contiene la sílaba «is» dos veces.

Neptuno, continúa, era también inventor, es decir, ingenioso, valeroso, pacífico y magnánimo (383-391). Pero había otra virtud del personaje mitológico que a la monja le interesaba destacar, probablemente a petición del arzobispo don Payo: Neptuno como el arquitecto por excelencia de la Antigüedad, virtud que, reiterada, se tratará en las pinturas, los ocho tableros colocados sobre la única fachada del altísimo arco con cuya descripción arquitectónica termina este pasaje del texto.

A continuación viene la inscripción que la catedral dedicó al marqués y, enseguida, se ocupa de la narración de los cuadros. Cada uno de ellos representa una escena de fábula mitológica, alegoría que Sor Juana describe para nosotros detalladamente apuntando «la docta imitación de los pinceles». Es lo que llamaban los griegos écfrasis, la descripción de una obra de arte279. Hay intención político-social y moral y hay acumulación, reiteración, puesto que, además del motivo que se trata en cada cuadro, se añade una inscripción y una corta composición en verso (sonetos, décimas, epígrafes, octavas) siempre referidos al mismo tema alegórico que se presentó en el tablero y se comenta en la memoria. La narración se desenvuelve, pues, por lo menos, en dos niveles paralelos: lo   —251→   que se dice en la fábula y las consecuencias lógicas, de tipo moral, que se sacan de ella.

Repasemos lo más brevemente posible «los argumentos de los lienzos». El primero, aunque colocado en el lugar más sobresaliente, simplemente mostraba a Neptuno y a su esposa Anfitrite, quienes reproducían los rostros de los marqueses280, en un carro tirado por caballos marinos y acompañados de otras figuras mitológicas del mar. En las esquinas soplaban los cuatro vientos. Se señalan las notas barrocas de la «verdad» y «la novedad agradable a los ojos por lo extraordinario de su espectáculo vistoso» pero Sor Juana advierte que: «El adorno de este tablero sólo miró a cortejar con los debidos respetos y merecidos aplausos los retratos de sus excelencias y a expresar con esta regia pompa la triplicada potestad del bastón figurada en el tridente» (397), es decir, los poderes militar, civil y judicial del virrey.

Con el segundo, al lado derecho del central, comienza a delinearse un plan de obras de gobierno y se continúa el cuadro de virtudes que debe tener el marqués. Reproducía la inundación de la ciudad griega de Inaco, de la cual fue salvada por Neptuno. Sor Juana interpreta para nosotros la amenaza que las inundaciones representaban para la Imperial Ciudad de México. Se le pedía al virrey remedar la hazaña de Neptuno construyendo un desagüe.

El tercer lienzo, justo al otro lado, presentaba otra escena de contenido parecido: la isla de Delos, condenada a perpetuo   —252→   movimiento citando Asteria, como codorniz, huyendo «con las alas, de las alas» del engaño de Jove, cayó en el mar y la formó. Fue Neptuno quien más tarde afirmó «con el tridente la movediza isla» para que sirviera de vivienda a Latona cuando buscó refugio en ella para dar a luz a Diana y Apolo. Aquí también Delos se compara a México, pues como ésta, fue descubierta a través del mar, del cual es rey Neptuno. Febo y Diana representan el oro y la plata abundantes de que gozan los hijos de México. Este es el pretexto para pedirle al virrey Neptuno que dé a la «isla», la ciudad imperial, «estables felicidades sin que turben su sosiego inquietas ondas de alteraciones ni borrascosos vientos de calamidades» (403-404). La petición del lienzo se reitera, pero se le da, al mismo tiempo, otra dimensión: el virrey no sólo tiene que estabilizar la ciudad sobre la laguna donde está construida; tiene que llevar la alegoría al plano moral y procurarle la paz y el sosiego.

En el cuarto tablero se presenta a Neptuno como «piadoso», «virtud tan propia de príncipes», reproduciendo su intervención en favor de Eneas en la guerra de Troya.

El quinto presenta a Neptuno como «tutelar numen de las ciencias», describiendo el recibimiento por parte del rey de las aguas a los «doctísimos centauros» perseguidos «de la crueldad de Hércules». Es decir, se opone la fuerza bruta a la capacidad intelectual. En la décima que remata la descripción, se reconoce que sólo puede actuar como tal aquel que es «valiente y ingenioso». Sólo al tener esas virtudes puede el marqués reconocer a los sabios a su alrededor: a la Décima Musa y a su ilustrado amigo Sigüenza y Góngora, inventores y humanistas encargados de los arcos levantados en su «entrada». Ellos merecían la atención del nuevo Mecenas.

En el sexto lienzo se le aconseja la cordura, generosidad y agradecimiento para los buenos ministros a través de la alegoría que representaba la intervención del Delfín en las bodas de Neptuno con la antes esquiva Anfitrite. «La elección de los ministros es la acción en que consiste el mayor acierto o desacierto del príncipe» (412)281.

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El séptimo copiaba la «célebre competencia que nuestro Neptuno tuvo con Minerva» sobre poner nombre a la ciudad de Atenas. El premio se le daba a aquél que produjera el mayor beneficio para la humanidad, y lo obtuvo la diosa. Neptuno hirió la tierra con su tridente y salió el caballo; Minerva ofreció un ramo de oliva. Es decir, la paz permite el florecimiento de las ciencias y, por tanto, vence a la guerra simbolizada por el caballo, parte animal del hombre. Pero dice más: El dejarse vencer Neptuno fue prueba de su sabiduría puesto que «Bis vincit, qui se in victoria vincit». Otra vez vemos aquí la identificación de lo masculino con lo femenino, «pues no era otra, Minerva, que su propio entendimiento». Y reitera: Neptuno es sabio pues lo «gobierna aquél a quien sólo la razón gobierna». Puesto que «la razón» (el entendimiento, el saber) lo es Minerva, pasa así la diosa a ser Neptunia.

El octavo y último lienzo estaba colocado encima del tablero central, lo cual nos da una idea de la importancia que se le quiso atribuir. En él se pintó el muro de Troya, hechura y obra del gran rey de las aguas o, según otros mitólogos, dice Sor Juana, conjuntamente con Apolo (identificación de virrey al sol, con Neptuno que lo representaba). En el pedestal, por medio de una octava, se aclara la alegoría:


Si debió el teucro a la asistencia
del gran Neptuno fuerza y hermosura
con que al mundo ostentó sin competencia
el poder de divina arquitectura,
aquí, a numen mejor, la Providencia,
sin acabar reserva esta estructura,
porque reciba de su excelsa mano
su perfección el templo mexicano.



La petición, quizá la única que le impuso la catedral a la artista de tan «decorosa invención», quedaba cumplida: se esperaba que el virrey terminara la catedral282.

  —254→  

Pasa ahora la monja a explicarnos los jeroglíficos, cada uno con sus correspondientes lemas, que «simbólicamente» adornaban las cuatro basas de los pedestales y de los intercolumnios. Se continúa, «por no salir de la idea de las aguas», con alegorías relacionadas con ese elemento. La primera base de mano diestra «representaba la victoria caldea del dios de las aguas, Canapo, sobre el dios del fuego» aplicándolo, de nuevo aquí, a que «los héroes excelentes... no sólo triunfan y vencen en sus personas, mas aun en la de sus ministros». Esta insistencia hace pensar en la posibilidad de que se considerara como «ministro», en la acepción de consejero, al arzobispo.

La segunda basa de la derecha continúa con la educación del príncipe presentándole en la alegoría de los hijos de Neptuno, los gigantes, la idea de que su homónimo, es decir, el virrey, no puede sino ser «padre de pensamientos gigantes». Son los altos pensamientos los que «arrebatan al cielo», poniendo, una vez más, el énfasis en el intelecto.

En la primera base a la izquierda «se pintó un mundo rodeado de un mar, y un tridente que...» lo dividía con este mote: «Non capit mundus» (428). El marqués de la Laguna, virrey de México, es señor de las aguas, elemento purificador y sagrado, y de mayor extensión que la tierra. Los habitantes de la laguna mexicana están, pues, dignificados. No podían esperar menos que tener a Neptuno, rey de las aguas, como su señor, por lo tanto no se puede sino esperar respeto de parte de éste.

En la segunda basa del mismo lado, Sor Juana continúa la tradición incrementada por Erasmo sobre el príncipe cristiano. Recuerda al virrey que «la religión y la piedad (aquí de nuevo) no sólo sirven de ejemplo a todos... pero sirve para establecer y afirmar el Estado, como lo dijo Séneca» (429). El emblema mostraba a Neptuno que «gobernando la proa con las manos, tenía fijos en el Norte los ojos» (El Norte: Dios).

Es significativo que Sor Juana, a pesar de ser la primera voz feminista de nuestro hemisferio, dedicara sólo los jeroglíficos de los dos intercolumnios a la «marquesa» (por supuesto, no la conocía al preparar su Neptuno; lo que le interesaba, al menos de momento, era hacerse reconocer por el virrey como mujer erudita y ganar su respeto). En el intercolumnio de la derecha se limita a celebrar la belleza de «María», el nombre de la marquesa, mar que, como en el caso de Venus y Galatea, es cuna de hermosuras. En el último, subraya su tema favorito: la fidelidad conyugal, que la poetisa siempre presenta en   —255→   personajes femeninos283. La marquesa, Venus apacible y astro «atento al sol en el oriente como en el ocaso», no puede sino anunciar «serenidades a este reino» (434).

El texto de Sor Juana que sigue a esta segunda parte que acabamos de comentar es la «Explicación», es decir, los versos que se habían leído delante del virrey y su comitiva el día de la «entrada». En la relación de Sigüenza y Góngora sucede lo mismo, apareciendo al final de la memoria. Pero en uno y otro caso esos versos se habían leído delante del arco como sugirió Toussaint para el texto de Sor Juana284; ésa era la costumbre en Europa y no hay motivo para pensar que si en todo lo demás se seguían las mismas tradiciones, cambiaran en este caso. En otra parte he explicado otras razones que apoyan mi convicción285. Al leer el Neptuno para este trabajo, además, he podido constatar que en la conclusión de la segunda parte, esto es, de la «Razón de la fábrica», el contexto expresa claramente que era la coda, el punto final. Los versos serían hojas sueltas que se repartían el día de la entrada triunfal. Al imprimirse las relaciones, se añadieron al final para conservarlas, así que lo que realmente forma parte de la relación escrita o memoria del acto son la «Dedicatoria» y la larga segunda parte: «Razón de la fábrica».

La «Explicación» está constituida por 295 versos de los cuales están escritos en romance del 1 al 68. Siguen silvas (69-284) numeradas en tiradas del 1 al 8 que describen, ahora en verso, lo mismo que se explica en la «Razón de la fábrica», pero ahí de un modo más detallado. Termina con un soneto donde invita al virrey y al cortejo a pasar por debajo del arco para entrar en la catedral, donde, siguiendo la tradición, como ya señalamos, se celebraría el Te Deum.

Hace algunos años, cuando comencé a estudiar el Neptuno, me quejaba de la poca acogida que había tenido por parte de los eruditos de cualquier época, incluyendo la nuestra. Apuntaba   —256→   entre otros la poca agudeza de Menéndez y Pelayo que no supo, o no quiso, penetrar en este texto de Sor Juana y sólo halló que nuestra monja «apuraba el magín discurriendo emblemas disparatados para los arcos de triunfo con que había de ser festejada la entrada del virrey»286. Hoy, la monja mexicana ha logrado llamar la atención sobre su escrito más barroco.

Bajo la capa de halagos típicos de la época, ni la personalidad llena de oposiciones de la poetisa ni su obra, se ponen incondicionalmente al servicio de los grandes. Su extraordinaria capacidad sí supo «leer» a los famosos escritores anteriores a ella287. No sólo la devoraba el deseo de saber «cosas nuevas, extrañas, admirables y diversas» (Maravall, 450) sino que había llegado a inquirir sus causas. No sólo dominó las formas sino que penetró de modo agudo en el estilo, imágenes y alegorías para lograr lo que quería: imponerse como mujer superior e intelectual. Su obra no pudo ser manipulada para expresar sólo pedagogías e ideas de interés ajeno. Sor Juana conocía bien el juego y entró en él pero del seno mismo de los textos sometidos a controles en el plano político y social, logró extraer conceptos personales que resolvieron las preocupaciones vitales de su existencia. La monja se propuso ganar voluntades y apasionarlas por su caso raro: una mujer sabia. En el mundo barroco novohispano de su época se ofreció a sí misma como asombro, especulación, maravilla, misterio.