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ArribaAbajoMaría Cleofás

«Y estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena».


(S. Juan, XIX, 25)                


María hilaba a la sombra de la vid.

Cleofás, sentado en el peldaño, colgándole por las rodillas sus puños de labrador, miraba a sus hijos Simón y Josef, que miraban la tierra cansada; y los cuerpos doblados a la mancera de olivo, y los hueves, tardos, rojos, peludos, pasaban y volvían sobre el fondo azul y encendido de sol de las aguas del Genezareth.

María era menuda y graciosa. Llevaba una túnica ondulante y rubia como el trigo maduro, y sandalias de piel de oveja, cosidas por Cleofás, que ya llegaba a la senectud, y su carne de sarmientos resaltaba entre el lino de su sayal, que le tejió la esposa, y de sus barbas de patriarca.

Callada o conversando, trajinera o embelesada, María siempre estaba sonriendo. Su boca, húmeda y casta, semejaba en todo instante que hubiese acabado de exprimir la miel de sus uvas o de beber del agua de su aljibe, blanco como un cordero; y en sus ojos, del negror aterciopelado de sus trenzas, siempre moraba una luz de lejanía.

Y el esposo suspiraba mirándolos.

Bajaban los palomos de la azotea y venían de la besana recién mullida, y picaban blandamente en los dedos de los pies de su ama.

Ella tomó en su regazo una hembra gordezuela, inmaculada y suave como el copo de su huso, y le acarició el pico de flor de almendro, y después se la dio a Cleofás.

Cleofás murmuraba besándola:

-¡Su olor campesino, como el olor de tu cabellera; sus plumas, como tus sienes!

Y abrió su mano de callo para que volase.

Se alzaron todas las palomas con un gozoso estrépito, y el parral se glorificó de alas y de arrullos.

-¡Bien quisieras subir y volar para caer en medio de tus pichones! Pero Jesús, el hijo de mi hermano, ha dicho: «Aquel que dejare padre y madre, mujer, hijos y hacienda por seguirme, recibirá ciento por uno y poseerá la vida que nunca perece».

María recataba su pesar apresurando la rueca.

Y siguió él:

-Nuestro Judas es andariego y resiste con júbilo las jornadas. No así Santiago, que se consume como la antorcha; y sus hinojos, tiernos como tus lirios, envejecen en la oración y crían cortezas de patas de camello.

La mujer pronunció recogidamente:

-¡El Señor los ha elegido para su obra!

Y levantose; besó como una hija la frente enjuta del esposo, y subió la escala de la azotea.

Simón y Josef la saludaron desde la labranza; los bueyes también se volvieron a mirarla, y su cuerna rota se recortaba sobre el horizonte glorioso del mar, mar amado de Jesús, con vuelos de pájaros de heredad y de aves bravas y solitarias, con peñascos abruptos y alcores de pastura, y pueblos que salen a verse en las orillas; Corozaim, la hacendada rica de pan. Bethsaïda, «mansión de pesca», con temblor de velas y mástiles, ruido de tornos de alfarería que modelan las orzas de la salmuera; redes secándose en los muros de adobes, remos descansando en las tapias agobiadas de frutales. Cafarnaum, grande, tostado, con su vieja synagoga entre saúcos floridos. Magdala, tejedora de túnicas y cíngulos, arrullada por las tórtolas de su castellar y por las aguas que limpiaron la lepra de la hermana de Moisés; sus mujeres miran y andan indolentes y dulces y arden de ansia de delicias. Tiberiades, de un blancor de diosa desnuda entre cipreses y mirtos... Lejos, Gamala, como un dromedario echado junto a la cisterna de un oasis; y el roquedal de los Gerasenos, del que se despeñó la piara poseída por la «legión inmunda»...

...Y los ojos de María buscaron por lo más escondido del paisaje.

De tiempo en tiempo se espesaba el humo de polvo de una caravana. Y detrás se iba desamparando el camino.

Surcaba un pájaro el azul. Y después era más honda la soledad.

Entre la calina de los campos se tendía, se doblaba un sendero.

María lo caminó contemplándolo... Fue su ruta de recién desposada, en el mes de Ab, cuando las doncellas, con túnicas blancas flotadoras, salen al goren o ejido y al alborozo de la viña, y pasan delante de los hijos de los hebreos cantando:


   ¡No te cautive tan sólo la gracia y la hermosura,
que suelen engañar!

¡Habían rodado veinticinco años!... Josef, el padre de Jesús, se presentó con su hermano Cleofás en la granja donde ella estaba recogida, porque era huérfana.

Regaba su hortalillo de rosales. Asomose el matrimonio que la crió, y le dijo: «Mira que ha llegado un hombre que te quiere de esposa. Nosotros consentimos. ¿No vendrás tú a verle?».

Y entró María, y como ya supiese quién era Josef, porque le halló muchas tardes en la plegaria, reparó más en el otro. Y recordando que a Rebeca la pidió para Isaac un viejo mayordomo de Abraham, pensó María: «Este hombre es el que viene para llevarme al esposo». Pero Josef la tomó de las manos y la besó entre los ojos, diciendo: «¡Bendito el Señor Dios Nuestro que nos ha conducido a tu presencia para alegría y posteridad de la casa de mi hermano! Recibe de él amor de esposo y ternura y vigilancia de padre». Y la huérfana les sonreía llorando... Danzaban las vírgenes de Israel sobre un triunfo de pámpanos. Los hijos de los hebreos las miraban galanamente... Los cabellos de Cleofás, todavía más blancos con la guirnalda florida de desposado... Josef, el paraninfo de bodas, repartía entre los rapaces los confites de nueces y los granos de cebada, símbolo de la fecundidad... La madre de Jesús puso a la novia el zarcillo que cuelga de la frente, le recogió las trenzas, le pasó el velo por la faz, y así se veían sus ojos más dulces y mociles... Y las diez vírgenes, con sus lámparas atadas al tirso de álamo, cantaban el elogio de la esposa:


   ¡No ha tenido sus párpados de azul,
no ha tenido sus mejillas de rojo,
no atormentó con artificios sus cabellos,
y está llena de gracia!


...Se iba cerrando la tarde.

Y bajó María; despertó la brasa del hogar, y volviéndose a sus dos hijos labradores, suspiró resignadamente:

-¡Hoy tampoco veremos al Señor ni a vuestros hermanos!

...Y como Cleofás era viejo y no podía llegar al terrado de la granja, su mujer y sus hijos pusieron los turbantes a lo último de sus bordones, agitándolos para que el anciano les viese. Y cuando se perdieron entre los últimos cactos de las lindes, postrose Cleofás en su portal, y sus puños huesudos se balanceaban sobre sus doblados hinojos.

Salía del establo un ancho mugido de los bueyes.

Y él les hablaba:

-...¡Todos, todos se partieron para ver al Señor y a los otros hijos, que pasarán por Bethsaïda! ¿No os acordáis de Santiago y de Judas? ¡Pues bien que les topabais si no os daban del pan de su merienda!

Venían las palomas, y se entraban por el aposento, y se subían a la rueca parada, aleteando junto a Cleofás y mirándole como si le pidiesen al ama.

Y él tomó en sus rodillas la hembra más blanca del averío, y la besó suspirando.

Después avisaba a las otras:

-¡Dejad, dejad quieta la lana, que ya la esponjo María! ¡Aun no os salgáis; se han ido ellos, y en tanto que retornan habéis de hacerme compaña todos vosotros!

Por la tarde pacían sueltos los bueyes en el henar de la ribera, y levantaban el hocico, verde de jugo, para sorber el olor de lo remoto. Y volvían mordiendo las matas, abrevaban en los dornajos del aljibe, se tendían al refugio de la vid, y en sus pupilas gordas, quietas y dulces, también se copiaba la soledad del anciano.

Sobre el azul sublime del horizonte del Genezareth seguía inmóvil el viejo timón del arado.

...Y una mañana volaron los palomos por el camino de Bethsaïda.

Levantose Cleofás agarrándose a los pilares de la parra. Su flaqueza le doblaba la espalda y le empañaba los ojos; pero sintió que sus campos, su horno, su era, sus muros, todo se regocijaba y olía a heredad suya. Y tomando su báculo, adelantose por la senda, y halló a su mujer y a su lado un mendigo. Se abrazaron y dieron gracias al Señor; y como mirase Cleofás buscando a los hijos, María gimió:

-El Rábbi ha enviado setenta discípulos para que siembren su palabra, porque es muy grande la viña y pocos los jornaleros. ¡Y no vuelven Simón y Josef!... Ahora, yo y este hombre labraremos tus tierras.

Y tornó a besarla el esposo, dio paz al caminante y bendijo el nombre del Señor.

Y aquella noche, mientras el anciano dormía, la esposa lloró calladamente recordando su jornada... Vio a Jesús pálido, extenuado de imploraciones, de quejas, de rugidos de una humanidad delirante; y desfallecía la voz del Señor, y le sudaban las sienes, y se le veía en su boca, en sus ojos, en sus pómulos febriles el ansia del esfuerzo para fijarse en todos los infortunios.

La Magdalena redimida, Susana la que se desposó en Kaná; Juana, la mujer de Chouza, y entre todas Salomé, la madre de Juan y de Santiago el Mayor, se transfiguraban oyendo y mirando al Rábbi. Se sentían particioneras de la sabiduría y mediadoras de la gracia del Ungido; pero tan suyo le querían, que a veces semejaban aborrecer a los mismos glorificadores del amado. A ella la acogieron con desconfianza. Y Jesús advirtió su cortedad y las sequedades de las otras mujeres, y la llamó amparándola en su pecho. Y entonces ella, fortalecida, pudo balbucir: «¡Señor, Señor, tú dijiste: "Cualquiera que dejare hermanos, padres, hijos, mujer, esposo y bienes por mi nombre, ése poseerá la vida eterna!". ¡Señor: dos de mis hijos te acompañan, y los otros dos que me quedan te traigo! Y yo, yo te sigo desde mi casa; colgada llevas mi vida a la tuya; pero yo no puedo abandonar a Cleofás, tan viejo, tan cansado, tan solo. ¡Mira bien en mi ánima, Señor!...».

Y el Rábbi tomó a Simón y Josef como emisarios de su Reino, y a ella le sonrió; y cuando iba a responderle para alentarla en el sacrificio, vino Salomé, amarillenta, trémula, y adorándole le porfiaba: «¡No olvides, Señor, lo que ya me tienes prometido: que mis dos hijos se sienten el uno a tu diestra y el otro a tu siniestra!».

Y fueron saliendo de Bethsaïda. Y María se volvió a la humilde quietud de su retiro.

...Se quejaba en sueños el esposo. Su sombra de patriarca solitario se tendía por el muro de cal.

La lámpara crujía...



...Un labrador de Corozaim les vendió su camello. Y Cleofás, María y su hijo Simón, que vino en busca de los padres, se juntaron con la última caravana galilea de la Pascua.

Les llamaba la madre del Señor.

Se había obstinado Jesús en sembrar los pedregales de Jerusalén. Realizaba prodigios y decía palabras victoriosas que afirmaban el advenimiento de su Reino... Y después se postraba su alma, y se le iba demacrando la faz, y se ocultaba de todos. Ella le había seguido y le sorprendió llorando, mientras sus gentes disputaban de los bienes triunfales. Todos se descansaban en su hijo. Ni silencios de amargura ni presentimientos ni exaltaciones les hacían temer por el Rábbi. El Hijo de Dios, el Hijo de Dios no podía recibir daño de los hombres. Y pensándolo quedaban libres de tristezas, olvidándose que siendo Hijo de Dios era hijo de entrañas de mujer, hijo también todo de dolor suyo, y en el dolor le amaba, y sufriendo amándole sentía miedo de todo. Estaba sola. Le rodeaban, le cuidaban muchos; pero sólo ella podía recelar y guardarle, porque era la única en temer por el hijo... Y su miedo habla de recatarlo de los demás, y singularmente de Jesús. Por eso pedía que viniesen los que podían temer por su hijo sin dejar de creerle.

Se lo confió a Simón una tarde que esperaban a Jesús en lo alto del camino de Bethania.

En la fragua del ocaso, Jerusalén resaltaba amenazadora, magna y negra, con un contorno de fuego.

Y ella gimió horrorizada: «¡Trae pronto a tus padres; diles muchas veces que tengo miedo: miedo de la alegría de los que le aman, de la faz roja y seca de Judas el de Kerioth, de todos los pasos que se oyen!... ¡Mira la ciudad que no le cree, qué fuerte es aún! ¡Mira sus sombras, que suben como chacales por los olivos!... ¡Y nuestra Galilea cuán lejos de aquí, cada noche más lejos, como si ya no pudiésemos llegar en nuestra vida!...».

...No sosegó María en toda la ruta de la caravana. Entonaban los romeros la plegaria y los salmos de las peregrinaciones, y ella le pedía a su hijo que le contase más de sus hermanos y del Señor.

Todas las heredades removían en el esposo la aflicción por el abandono de la suya. Y recordaba su vid, ahora retoñada; un dornajo roído, donde siempre venían a bañarse las palomas; la quejumbre de vejez bondadosa de su puerta... Y Cleofás suspiraba con Job:

-¡Mis días son cortos, y voy andando un camino por el que no volveré!

Su mujer, tendiendo las manos hacia el horizonte calcinado y áspero de Judea, le decía sonríéndole:

-¡Nos acercamos al Rábbi y a nuestros hijos!

Y se doblaba sobre el aparejo del camello, y le preguntaba a Simón:

-¿Cuánto nos queda de caminar?

...Apareció Bethania; y María sintiose traspasada de ternuras y angustias. No pudo contener su anhelo; dejó toda la pobre stramenta al anciano, y ella tomó del ronzal a la bestia y se apartaron de la caravana.

El hijo les llevó a la casa de Lázaro. Estaba cerrada.

Simón y su madre subieron la gradilla. En el cenáculo colgaba una túnica como un muerto; un candelero caído goteaba de aceite una losa. Todo quedó en un trastorno de huida; y aun flotaba un olor remansado de gente, del último sueño de la familia apostólica.

Desde la acitara se asomaron a la huerta. Salía un piar de nido de los follajes nuevos; zumbaban abejas, y en una herida del muro les acechaba un lagarto.

Gritó María, y perdiose su voz en el desamparo.

Silencio en toda la aldea. Bethania dormía, blanca, plácida y graciosa bajo sus árboles. A trechos cortaba el azul el filo ardiente de un bardal con sol.

Solos, inmóviles, Cleofás y el camello aguardaban oyendo los cánticos de la caravana remota.

Acongojose la madre. El hijo le recordó que mediaba el día de la Preparación de la Pascua, y Lázaro y los suyos y muchos aldeanos habrían ido a las ferias de Jerusalén.

Cuando bajaban repararon en un hombre tullido que les estaba mirando desde la estera de su portal. Acudieron a él.

Y él les dijo:

-Vino el de la almazara de Gethsemaní, y contó que anoche prendieron a Rábbi Jeschoua... Todos se marcharon.

Simón acogiose a su madre, mirándola con ojos atónitos.

Cleofás agobió la frente entre sus puños, y su plañido atravesó la aldea como la voz del viento. María, trágica, sin lágrimas, levantó los brazos diciéndole al cielo:

-¡Nada harán contra el Señor!

Y ciñéndose las vestiduras, le gritó a su hijo que les guiara a Gethsemaní. Y ella corría delante, buscando los atajos más rectos de la cumbre.

Apareció Jerusalén en la llama de la siesta, cegadora y triunfal.

Y la odió.

El camino bajaba solitario entre tapias, tojos y olivares.

María envidió todos los pies que ya lo habían hollado, y buscaba un caminante que supiese de Jesús; y le prometía al esposo:

-¡Nada harán contra el Señor!

Y le decía ahogándose a su hijo:

-¿Y Gethsemaní; se ve ya Gethsemaní?

Simón señalaba a lo hondo de la ladera.

-...¡Tiene un vallado viejo; salen muy altos los cipreses de la noria!

De los casales subían los humos; se asomaban niños de piel de adobe, con brazados de hierba; volvía una junta por un rastrojo...

Y la cuesta se desdoblaba solitaria.

-¡Gethsemaní!- y Simón mostró con su cayado las paredes de la almazara, de blancor intenso entre una fronda vetusta.

María contempló la granja, aspirándola como un aroma. Y corrió sonriéndole tranquila y dulce. Gethsemaní era bueno. Gethsemaní permanecía en su reposo sencillo, familiar.

Y precipitose a las tapias, y golpeó su cierre.

Se alzó un hombre entre los árboles. Llevaba las mejillas fajadas con un lienzo cortezoso de miel y de aceite.

Sonaban recias y cansadas las pezuñas del camello, y el ropaje del anciano volaba hinchado por la brisa del monte.

María le imploró al campesino:

-¡Dinos dónde está Rábbi Jesús!

Y él apartose la venda descubriendo la llaga de su rostro.

-Me abrasó una antorcha de los que vinieron con el de Kerioth. Rábbi Jesús se paraba donde tú pisas. Y desde ahí decía: «¡Amigo: paz en tu casa!». ¡Y se descansaba a la sombra de las oliveras, y se sentaba sobre mi celemín, y disponía que Judas, el mayordomo, me socorriese!... ¡Y yo pienso que bien pudo hurtar de mi limosna el que ha vendido a su Maestro!

María porfiaba:

-¡Dinos del Señor! Nos ha llamado su madre...

-¡Yo no sé de tus hijos! -le respondió el de la faz quemada.

Y después, cuando supo que eran discípulos de Jesús, murmuró:

-Yo fui a Bethania y conté la prisión del Rábbi. Todos los que se albergan en la casa de Lázaro bajaron a la ciudad... Juan se nos apareció en el torrente, y postrose delante de María diciéndole: «¡Ya no me esconderé; no me apartaré de la madre de mi Maestro!». Entonces Salomé gritó con arrogancia: «¡Mirad el que merece la recompensa prometida!». Y se revolvía buscando al otro hijo suyo. Pero yo le dije: «¡Todos huyeron anoche de Gethsemaní, sin padecer ningún daño por amor al Rábbi; y mi carne la devoró una antorcha de los enemigos!».

-¿Y el Señor, y el Señor?

-Al Señor se lo llevaron a la presencia del Pontífice... Poncio Pilato lo ha condenado al suplicio de la cruz. Ahora lo subían al Gólgotha. Pero yo te digo...

María temblaba pálida y sublime. Aun sonrió, esforzando al esposo. Se lo encomendó al hijo.

Y alejose por el barranco de Betfage.

Cleofás sollozaba mirándola.

Y el labriego de Gethsemaní voceó tercamente:

-¡Lo sacaban al Gólgotha! ¡Pero yo te digo que no se mueve la hoja del árbol sin la voluntad del Padre que está en los Cielos!...


...Subió enloquecida, atravesando la ladera, agarrándose al pedrizal.

La requebraron desde el corro de ejecutores, que se lavaban con una esponja rojiza la sangre seca de los brazos y de los hinojos.

El centurión, que había pedido la jarra de la posca, el agua con vino agrio, que alivia el ardor de las jornadas militares, dejó de beber para mirarla.

Un legionario levantó el yelmo donde resonaban los dados.

Bajaba un bramar cavernoso de las cruces.

Juan, de pie, rígido, cayéndole el manto, iba siguiendo la agonía del Rábbi, que se retorció en el «cuerno», haciendo crujir las cuñas del hoyo.

Acercose un custodio; le tocó las rodillas, y se volvió enjugándose los dedos en su cráneo.

-¡Es el frío de la fiebre!

María derribose bajo una mano del Señor. Y sintió en su nuca un golpe de humedad caliente. Se estremeció adorando... Y una gota de sangre anegó un gusano que salía a la luz de la peña.

Y María quiso ser como el gusano; y llegose más, y de tiempo en tiempo, la sangre goteaba en sus mejillas, en sus ojos, en sus sienes, en su boca...

Sonaba rudo, leñoso, el resuello de Jesús. Se oía su lengua revolviéndose contra el paladar, exprimiendo las encías; y con las mandíbulas apretadas exhaló:

-¡Qué sed tengo!

De una granja venía el balar de una oveja parida y el fresco ruido de una balsa llena...




ArribaAbajoSanhedritas amigos de Jesús

«Y he aquí un varón llamado Josef, que era sanhedrita, varón bueno y justo. Éste llegó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús».


(S. Lucas, XXIII, 50-52)                


«Y Nicodemus, el que había ido de noche a Jesús, trajo como unas cien libras de mirra y áloe».


(S. Juan, XIX, 39)                


Pasaba Josef por sus maizales recién regados, que oprimían la senda. Todo verdor tierno, movido mansamente sobre el azul. Después, el muro de frescura se abría en planteles de centeno, de sésamo y de cártamo en alcacer. Relumbraba el alboroto de las acequias, y salía el agua en láminas de sol derretido, anegando los fríjoles, que se suben a sus horquillas; ciñendo los troncos desnudos de las escalonas y coles que crecen libres, recias y fecundas para madres de las almácigas.

Luego venían los frutales, prendidos juvenilmente de flores, como brisa cuajada; duraznos, bergamotes, ciruelos, cerezos y toda la variedad de los manzanos de Samaria, desde los que llevan el fruto harinoso y ácido, hasta los que dan las pomas de carne translúcida como un alabastro de mieles.

Arriba del otero de la huerta, en un solejar abrigado de los vientos, estaban las colmenas, que estrellaban de oro el azul de su retiro, y se sentía el vaho de sus panales y el rumor de su obra.

Josef sonrió del afán de las abejas, afán sin angustias, afán que participaba del corpezuelo de estas criaturas como sus alas, sus palpos, su vello sudoroso... ¡Cómo debieron vibrar los dedos del Criador cuando hiciesen el germen de la abeja!... Y la mano divina, después que tocó en los orígenes de las cosas los sufrimientos de la creación, hizo al hombre... En todos los seres era posible lo que apetecieran para su bien. Y el más grande bien de los hombres: vivir, vivir sin dolor, no se hallaba en su voluntad... Y sonrió Josef, contemplando sus manos enflaquecidas.

Llegó a las norias; las rodaban las camellas viejas. Los collares de arcaduces iban soltando en las balsas sus canos encendidos de sol, con un estruendo donde ya hervía una idea de feracidad. También sonrió con tristeza el anciano, y se dijo: «¡Todo puesto al servicio del hombre para que tema más en su abundancia!». Y se volvía contemplando la mañana maravillosa, regocijada, infantil. Rebrotaban las tierras y los árboles como en su primer principio; y los montes remotos eran de una tonalidad dulce, de carne húmeda, recién modelada. Y dentro de esta vida palpitante, briosa, sentía Josef su caducidad. ¡Ya se pensaba cansadamente en la vejez de los tiempos; se había llegado a la plenitud de las profecías, y todo empezaba siempre en torno del hombre!...

Josef transpuso sus tierras campesinas, y entró en las de jardines, tierras recogidas, umbrosas. Allí la luz llegaba trabajada, envejecida, pálida, como si la tamizara la frente de la humanidad. Allí recibió más la de Josef los toques y heridas del miedo del dolor. Había una quietud grave que desnudaba la vida; las sendas de los adelfos, de los mirtos, de los cipreses, de los sauces y acacias ofrecían un silencio suyo, que miraba, que escuchaba, que esperaba. Los olores tenían una intimidad y tristeza de lugar antiguo y murado; y en las cantigas de los ruiseñores y mirlos temblaba una queja de ave que ama en el árbol predilecto, y que presiente su partida y conoce su fragilidad, rodeada de lo magnífico y fuerte de todo lo que no es ella. Y había un magnolio grande, frondoso; y estaba mudo. El viejo sanhedrita estuvo mucho tiempo mirándolo. Por las tardes, el magnolio vibraba de pájaros, que ahora picoteaban en el sol de Jerusalén. Sólo se recogían para dormir. Y sonrió el anciano. De la opulencia de un macizo de follaje prorrumpía la frialdad de su sepulcro. La losa, como una muela harinera, le aguardaba reclinada en el quicio, sobre su carril de bronce. Josef se asomó al vestíbulo angosto, crudo; en medio, el banco de jaspe para su mittah, el féretro donde él, ceñido de vendas redundadas de aromas, recibiría el beso ceremonioso, el beso último de los que nunca le habrían besado, las postreras lágrimas alquiladas, el tañir de flautas, el pulido elogio de un anciano. Avanzó Josef. En las tinieblas de la segunda cámara negreaba la tumba cavada para su cuerpo; y palpó las paredes; y su reciedumbre le comunicó una sensación de perpetuidad. Pavorosa es para el semita la idea de su aniquilamiento; la sepultura precaria, el abandono y la cremación del cadáver le angustian de desesperanza.

Al salir, tocó Josef el disco de piedra. ¡Qué mano lo rodaría sobre su sueño! Y se fijaba en las manos de sus esclavos agrícolas, los fellaths hercúleos, descalzos, con su ropa bermeja que cubre sus ingles, y un nezem enorme, el anillo que traspasa el cartílago nasal y les cuelga en el revuelto labio. ¡Cuán semejantes todos en su carne y en su vida! ¡Cualquiera de ellos, que sería lo mismo que los otros, contemplaría su rigidez; pero nadie de su sangre, de su conciencia, de la substantividad suya!

Apareció su casería, de una serenidad clásica, nítida, entre el verdor de los naranjos y laureles.

La túnica amaranto del viejo patricio prendiose en un sarmiento de rosal de flores pálidas; al lado se abrían las rosas carnales, las rosas flavas, las jaspeadas, las de un rojo de púrpura...

El cráneo fino y desnudo de Josef inclinose, aspirándolas. Eran las rosas de una mujer que había pecado, y un hombre elegido la perdonó.

De las manos del Rábbi la tomó Josef, protegiéndola hasta dejarla en su quinta de la Perea. Desde allí había enviado ella los rosales diciéndole: «Son los más regalados de mi huerto; los busqué de trece castas y trece aromas distintos como trece son los perfumes del brasero sacrosanto». Que florezcan en tus tierras, y su fragancia os traiga al Rábbi y a ti el recuerdo de las rosas humildes de mi gratitud».

Volviose Josef. Crujían aplastadas las guijas del vial. Y asomó una figura larga, seca, impetuosa, con el manto esparcido y la faz oculta por una capellina parda.

Todavía lejos gritó exaltadamente:

-¡He oído la perdición de Jesús! Recelan de nosotros, y vinieron siguiéndome. Eran escuchas de Kaifás. Yo les arrojé los mendrugos de unos siclos, y me dejaron. ¡El gran pontífice se hubiera también revolcado en el camino para recoger mi oro! Movía sus manos grifadas sobre el cielo purísimo; le temblaba la barba rizosa, negra, ungida, picuda, por la violencia de su palabra ronca.

El anciano le dijo:

-Kaifás acaso se doblase para disputar tus riquezas a los siervos que te espiaban. Mas no es del príncipe de quien puede temer el Rábbi, sino de Annás, que gobierna desde su casa nuestro pobre pueblo.

Y se descansó en el hombro de su amigo y le llevó a su aposento de estudio; y él mismo puso las almohadas para el coloquio y trajo los vasos de hidromiel y las fazalejas para enjugarse.

Nicodemus, o Bonai-ben-Gorion, era recio, huesudo, inflamado. En su palabra, en su mirada, en sus ademanes ponía todo el fuego, toda la verdad y toda la inocencia de su alma recta, vehemente y cándida. Sus sienes se enrojecían como dos ágatas sutiles penetradas de sol. Poseía caudales tan inmensos, que no menguaban ni por sus larguezas ni por sus ostentaciones y arrebatos. Dos siervos le precedían en la synagoga para tender tapices en el sitio de su oración, y después los cedía a los devotos pobres. Se rodeaba de lujos envidiados de los más poderosos saduceos, y mentaba sus bienes con una vanidad candorosa.

Josef le aconsejaba, reprimiendo sus nobles audacias, y defendía su fragilidad de las rudezas de las gentes.

Le pidió que descansara, y Nicodemus no admitió el cojín, ni paño, ni refrigerio. Cruzaba atropellado la estancia, removía las alfombras, ahogaba de resinas los pebeteros, se asomaba al camino. Rendido, se detuvo; quitose el manto, lo pisó, se estrujó las manos, hizo un visaje de rabia, de designios de violencia, y dijo:

-¡Lo matarán! ¡Lo vende uno de los suyos; yo le he visto, escuché su oferta, y no he rasgado la boca del ruin!

Josef levantó sus párpados, marchitos por las vigilias.

Y murmuró fríamente:

-Irán a prevenirle en mi nombre. Yo puedo ocultarle en mi Arimathea, blanca, tranquila como un rebaño.

Nicodemus golpeose el costado y bramó:

-¡Yo puedo comprar treinta cohortes que le aclamen; yo puedo comprar toda la Galilea y dársela para que allí viva, según su palabra; yo puedo llevarle a la casa de mis abuelos, mi casa de Jericó, para que la habite pomposamente, y en la sala Bethgadia, donde Hillel tuvo su escuela, vierta el Rábbi sus enseñanzas, y Jerusalén vaya a escucharle y en el esplendor se le rinda...! ¡Yo lo puedo todo, todo menos comprenderle! ¡Le amo y le creo sin entenderle, como el hijo chiquito ama y cree al padre!

Nicodemus se asomó a los campos, y sus dedos se arrancaron dos lágrimas, como si se quitasen dos pinchas de los ojos.

Josef reclinó la mejilla en su mano de mármol.

-¡Quién contuvo los aires entre sus brazos, quién recogió las aguas como un vestido!

Nicodemus rugió, blandiendo su puño sobre la ciudad:

-Yo podré arrebatártelo, porque si el de Kerioth puede entregarle, yo puedo más, más que todos tus viles patricios: yo puedo comprarte, ¡Jerusalén!

Palpitaron sensualmente las delgadas alillas de su nariz. Le subía una onda cálida de perfumes de rosal.

Y volviose a Josef.

-¡Por qué le aborrecen si hasta las rosas de tu huerto nos presentan la piedad y la gallardía de su alma! ¡Por qué odian al Rábbi Jeschoua!

El anciano le sonrió con tristeza.

-¡Le odian, porque pudo perdonar! ¡Hacer el bien presentando el alma limpia es acercar demasiado la lámpara a las vilezas de los otros!

Exaltose Nicodemus; y enrojecido, vibrándole las brasas de sus sienes, tomó su manto, y rugió:

-¡A tus palabras sólo se acomodarían las de Gamaliel, que siempre dice del Rábbi!: «¡Lástima de hombre!». Mas yo soy fuerte para salvar al que os inspira compasión, y lo salvo.

El anciano le siguió con su mirada fría.

Nicodemus alejose hacia la Puerta de Efraim. Una vena lívida le cruzaba la frente, y sus ojos ardían magníficos y feroces. Se imaginaba guiando escuadras de caballeros, de sacerdotes, de esclavos; se veía volcando sus tesoros en el aula de Kaifás, y sus riquezas desbordaban por las calles de Jerusalén; se miraba a sí mismo rodeado de un pueblo que despedía con cánticos al Rábbi, subido en un navío resplandeciente que le llevaba a una patria comprada con el producto de todas las Haciendas de los Bonai-ben-Gorion; y cada arranque de visión lo corroboraba en sí mismo repitiendo: ¡Le salvo, le salvo! Y fue acercándose a la ciudad. Menestrales, vendedores, Hacendados, dignatarios, escribas, todos se le Humillaban saludándole; y le rodeaban, le bendecían, le sonreían, le consultaban. Machos viajeros dejaban sUs cabalgaduras para besar las insignias de su manto. Los guardias del Sanhedrín se curvaban ante él; los ministriles del Templo le abrían paso entre la muchedumbre, voceando su dignidad de clavario de las aguas sagradas. Desde los palacios salían los mayordomos gritando su nombre hacia los canceles. Y era dulce, fragante y azul la mañana de Nisán...

Y Nicodemus había de pararse, y sonreír, y platicar, y moderar su prisa; y de tiempo en tiempo pensaba: ¡Yo le salvaré!



...Josef, apoyado en su báculo de cedro, escuchaba a un hombre robusto, de barbas viejas torrenciales.

Lentamente subieron entre la frescura viciosa del maíz.

Un grito de ave magna y herida bajó del camino de las norias inmóviles.

Y vieron a Nicodemus que avanzaba espantoso, aleteándole el manto en la paz azul.

Llegó junto a Josef; le besó llorando, y se maldijo y se destrozó el ceñidor de pedrería, que semejaba recamado de luciérnagas.

-¡Yo he sido más ruin que todos, mas que el de Kerioth, más que el Pontífice! ¡El Rábbi cuelga de una cruz! ¡Josef, Josef!

El anciano, frío y dulce, murmuró:

-¡Este es el Padre de Familias, en cuyo aposento comió Jesús anoche la Pascua! Ahora nos llevará para ver donde él estuvo... ¡Me trajo la copa donde él bebió!

Nicodemus gemía:

-¡Yo no he escupido en la frente del Pontífice; no he ahogado entre mis manos al discípulo que le vendió! ¡Yo puedo comprar toda Jerusalén..., y el Rábbi, el Rábbi cuelga de una cruz!

Y esperó convulso y avergonzado que Josef hablase.

En la alegría de la mañana campesina, el cráneo del varón de Arimathea brillaba con una blancura glacial. Su cuerpo, seco, menudo, doblado; su rostro, exangüe; su boca, lisa, apenas señalada en la palidez; sus ojos, de mirada lenta y enjuta; pero de esta postración se exhalaba como una luz misteriosa en su transparencia, firme en su sutilidad.

Desde el Gólgotha llegó el clamor de la plebe.

Nicodemus y el Padre de Familias retrocedieron, semejando huir de sí mismos.

Josef, inmóvil, recogió todas las voces que la brisa le traía, y les dijo:

-¡No iremos al cenáculo donde él estuvo, sino a ese cerro donde él está aún!

-¡Verle morir yo! -balbució Nicodemus, retorciendo sus manos, que crujían como leños rotos.

-Tú y yo. Antes le pediré a Pilato el cuerpo del Rábbi; quiero guardarlo muerto, ya que no supe guardarlo vivo. Y tú, Nicodemus, que puedes, y quisiste comprar toda Jerusalén, compra los aromas para su cadáver. No perfumes de tu casa ni de la mía, perfumes de nuestros ocios, perfumes de nuestra abundancia, sino aromas que tú busques, que cuesten siquiera un ahínco, un momento de voluntad, y que sean de los que compran los otros hombres con sacrificio.

Y como al salir intentara Nicodemus rodear por el hondo camino de Damasco para no ver aun el Gólgotha, Josef le contuvo con su voz helada como el hierro de su voluntad.

-Lleguemos a Jerusalén por donde él ha pasado. Veámosle de lejos, tomando esta contemplación como promesa a sabiendas de la compañía que hemos de hacerle.

Nicodemus besó su mano descarnada, y fueron acercándose al peñascal amarillo, mirando las tres cruces, cada vez más grandes, y más preciso el contorno de los reos.

Rugía Nicodemus entre la muchedumbre, y Josef la apartaba subiendo su báculo.

Pasada la Puerta de Efraim, el viejo sanhedrita alejose con el Padre de Familias por la rampa del Pretorio, y su amigo atravesó por las callejas del valle de Tyropeon. Sus vestiduras patricias barrían los suelos inmundos y se rasgaban en los quiciales y paredes. Hundiose en la soledad hórrida del barrio de los perfumistas. Todas las tiendas tenían las esteras corridas, porque llegaba el principio de los Ázimos. Nicodemus buscó la correa de un portal cegado con un cancel de juncos. Lo golpeó. Derribó la celosía. Abriose un postigo, y asomó la espantada cabeza de un hombre escuálido, de piel untosa con una vedija rubia, húmeda, rala, que le nacía en el hueso corvo del mentón. Sus pupilas de sierpe se revolvieron rápidas, acechadoras; y cruzó sus manos devotamente, y se agobió murmurando:

-La humildad de Elcana se regocija ante la magnificencia de Bonai-ben-Gorion. ¡Ensalzado sea el Señor Dios nuestro!

Le rechazó Nicodemus y arrojose en la foscura.

Trajo el mercader un fanal de asta, y fue despertando la tiendecita, abriendo sus ojos de brillos de urnas, de potes, de alabastros. Era una bóveda como el seno de un aljibe vetusto, toda de vasares y nichos.

Elcana, reverente y juncioso, suspiró:

-Excelso eres entre los maestros del Gran Sanhedrín y los ministros del santuario. Un día el sacerdocio exaltó al droguero Abtinas y dio su nombre a una de las salas santas...

Nicodemus le gritó:

-Dame mirra y xilaloé.

-Todo es tuyo, corona de la sangre de Israel. Acaso hallarás en mi miseria lo que no hubo en casa de Abtinas.

Y alzaba la luz, mostrando los tarros de gálbano, de cinamomo, de zumo de casia, de algalia, de astrágalo o alquitira, de azafrán, de goma de cisto, de resinas de Xilaloé, el Aquilaria Agallocha del Arabia Feliz, de lágrimas y panes de estoraque...

Leve, súbito, felino, llevó la lámpara a una leja de piedra; y alumbraba las anforillas de los ungüentos del junco de Nabathel, de megallium, de malobathrum de Sidón, de opobalsamum de Jericó, de telinum de Telos, de nardum de Persia, de bálsamo encarnado, de bálsamo dulce; y los vidrios de rubios orobias, de incienso cándido, de caracolas del Mar Rojo...

-¡Todo de mi señor, que hoy me levanta sobre Abtinas!

-¡Quiero los aromas para el Rábbi Jeschoua!- repitió Nicodemus, y se senda adormecido de intensos y delgados olores, que le apretaban sus sienes candentes y le empañaban los ojos de un lagrimeo agridulce.

-Ávido fue Abtinas para esconder los secretos de sus mixturas; mas, yo he escudriñado las raíces y los tejidos de las plantas; yo he meditado en las palabras de los nombres de muchos pueblos; he recorrido tentando nuestra tierra; yo compuse substancias ignoradas de los descendientes de Abtinas, y yo también conozco la hierba del Jordán, que hace subir inmaculado y seguido el humo del perfume agradable a Dios, y sé acendrar el aroma del ónix de las impurezas de su origen. ¡Todo de mi señor, cumbre de casas de Israel!...

El murmullo de Elcana, el ambiente blando y cálido, la lámpara sumida en un vaho tembloroso, la quietud, el piar de los pájaros de azoteas y tapias, todo enmollecía los sentidos del patricio.

Y de súbito, el mercader se espantó de su voz y de su gesto.

Josef esperaba en el portal.

Y Nicodemus rugió:

-¡Véndeme los perfumes para el Rábbi! ¡Véndelos antes que me desprecie!

Elcana dijo doblándose:

-¡Yo, como vosotros, reverencio al justo sin ventura!

Y descolgó su balanza.

Nicodemus le ordenó, señalándole un arca de mirra y una urna de resinas y maderas de áloes:

-Llévalas al jardín de Josef de Arimatnea.

Y respondió Elcana:

-Mira, señor, que habrá más de cien libras...

Y el mercader dijo:

-¡Consiénteme que yo añada mi ofrenda!

Y acercose el fanal, y estuvo pesando una libra de aromas; y cuando Josef y Nicodemus se apartaban, los dedos afilados del vendedor pellizcaron dos gromos del platillo y los volvieron al tarro de alabastro...

Un rabino de la Escuela de Jamnia, con los dos escribas relatores de la causa de Jesús, pasaban lentamente entre las cruces. Siempre se detenían en la del Señor, irguiéndose para verle la mirada y oír en su quejumbre. La crispación de un nuevo dolor les acuciaba su acecho. Después, una rápida analgesia dulcificaba la faz del Rábbi; y ellos se iban a la otra cruz... Gestas les escupía una baba de sangre que le iba cayendo por la quijada de lobo, y el ímpetu de salivar ennegrecía su lividez. Echó su cabeza hacia la nuca, buscando el madero. Era su cruz commisa, sin cabezal, como una T. Le asomó la lengua costrosa, y arrastrándola por sus labios de espuma llamó:

-¡Ráabbi... Ráabbi! -Y se paraba, resollando- Ráabbi... ¡Ya que no viene tu Padre a librarte, cháfate el cráneo!

La chusma le aclamó.

Josef y Nicodemus hablaban con los del grupo de la secta.

Incorporose Lázaro, de una demacración que sobrecogía a sus hermanas, y le dijo a Josef:

-Mi casa era su escudo y él la abandonó por recogerse en Gethsemaní. ¡Vanos fueron mis ruegos y tus avisos!...

Calló, porque les había llegado la voz suya.

La madre quiso ir; y la rodearon, conteniéndola.

Un custodio buscó la esponja con que se lavaron los ejecutores; la empapó de posca, la traspasó con un hisopo seco, que aun tenía los hilos rojizos que lustraron lepra, y la aplastó en los labios del Rábbi.

Alzose junto a la cruz la figura de María Cleofás.

Salomé murmuró:

-Nosotros tuvimos que apartarnos. El Señor nos lo pedía con la mirada... -Y volviéndose a Nicodemus, añadió:- Aquél es Juan, mi hijo. No quiso dejarle, y está solo entre las ofensas de las gentes.

María de Magdala balbució en la espalda del sanhedrita:

-¡El Señor resistirá menos que los otros; se le hincha un costado!... Al principio hablaba más... Encomendó su madre al discípulo; después tuvo angustia y gimió: «Dios mío, ¿por qué me has desamparado?».

Y María lloraba, mirando al cielo cerrado, duro para el Señor.

Siguió Salomé:

-...No quiso el vino de misericordia que le trajo la mujer de Elisama...

Entonces reparó Nicodemus en la patricia, y se abatió en su presencia.

-¡Tú fuiste más valerosa que nosotros! ¡Loados sean tus hijos!

Salomé le interrumpió:

-¡El mío, el mío veló la desnudez del Maestro con un trozo de manto que se rasgó la pobre madre!...

La madre del Señor, postrada en la roca, miraba densamente hacia la cruz. Y semejaba que sus ojos se mirasen a sí misma.

Enmudeció Salomé. Venían los escribas y el jurista de Jamnia; y, al pasar, saludaron sonriendo a Nicodemus y al varón de Arimathea.

Impetuoso y aciago los atropelló Nicodemus, y corrió, gritando:

-¡Rábbi Jeschoua, Rábbi: yo no te abandono, Rábbi!

Su palabra, sus fervores, sus vehemencias generosas decaían, se apagaban bajo el espanto y la lástima de la ferocidad del suplicio... ¡Ya no era el Rábbi Jeschouat! Su cuerpo semejaba de una arcilla pegajosa, con placas azules de los trastornos circulatorios, con coágulos desprendidos de la espalda flagelada, roída por la antena. Le resbalaba un sudor craso por las axilas, por los riñones, por los muslos; palpitaba horriblemente su cuello abotagado, corto, confundiéndosele con las mejillas infladas, blandas, lívidas; las sienes se le hundían, y sus oquedades se juntaban con las cuencas de los ojos; resaltaba la frente roja, el filo húmedo de la nariz anhelante, pulverulenta de una harinosidad amarilla. Los labios, flácidos, amoratados, con arborizaciones venosas, se torcían sobre la escara de los dientes; y entre sus párpados cárdenos se perdía su mirada turbia, cuajada en una lágrima... Agonía del Señor. Agonía del crucificado, que padece las angustias de todas las muertes. Dolor de peso de podredumbre de las meninges, del corazón, de la aorta, de los pulmones, que se estancan, se macizan de sangre parada. Las arterias, que llevan la dulzura de la vida, se vuelven dogales. La fiebre traumática le hunde sus uñas de sed y todo el cuerpo parece una lengua para sentirla. Todos los dolores en el crucificado: dolor de latido foscor, vibrante, de la garra ardiente de la cefalalgia; dolor de punza, de mordisco, de desgarro de todas las vísceras; dolor de peso, de apretamiento de embolias, de dislocación de vértebras, de músculos distendidos, de nervios desgajados... Y el reo se contempla entregado a la exaltación de la sensibilidad, inmóvil, fijo en la sedila, el cuerno, que le gangrena las nalgas; quietud de muerto que asistiese a su devoración. Y de todas las entrañas, engañadas por la inmovilidad, va saliendo la muerte. ¡Y él la ve!

...Juan llamó a la madre del Señor. Y se postró, se amontonó todo el grupo bajo la cruz. La madre quedose alzada, rígida, suprema, mirando a su hijo. Al lado, Josef.

Jesús agonizaba. Balanceó el cráneo, ahogándose. Se veía el ansia del resuello desde el vientre a las fauces. Crepitaban sus pulmones cartonosos; temblaba la blanda hinchazón de su pleura; se rompía su silbo ronco en un colapso; y entonces resaltaba el zumbido de las moscas en sus ojos, en su nariz, en sus orejas, en las llagas de los clavos.

Y tornaba el jadear, el cabeceo de la asfixia. Su cabellera se doblaba, caía, le cegaba, se alzaba; su aliento fue haciéndose ancho, prolongado. Se quejó, y precipitose su ahogo. Sus pupilas vidriosas imploraron al azul; se volvieron a la tierra...

Jesús estaba solo. El Padre lo ha desamparado. Jesús ha de pasar las soledades humanas de la muerte. En la tierra no puede ni el amor vencer la agonía del amado. El que muere está solo. De Dios a criatura era un tránsito de resignaciones, de sencillez, de piedad. De hombre a Dios, había de subir la jornada yerma, cegada, sin tierra y sin cielo; Jesús, solo.

Todo el Calvario estaba lleno de su angustia. Sobre los rumores de la multitud y el aullar de Genas y Gestas, resaltaba el afán del Señor. Y sonó su grito de desgarraduras de toda su vida; y sintiose su silencio, el silencio del pecho inmóvil, desencajado, alto, duro, metálico; la cabeza quedó colgando hacia la roca; y la cruz tembló del peso del cadáver, que se había salido del escabel, y semejaba desclavarse. La madre aun esperó otra palpitación del costado del hijo.

Un custodio le fue enroscando una soga, atándolo al mástil.

Y Josef llegose al centurión para mostrarle la tablilla del mandamiento de Poncio cediéndole el cuerpo de Jeschoua Nazarieth.

Bramaron los otros crucificados bajo los golpes de mazas, que iban quebrándoles las piernas, las ancas, las costillas, los codos...; era el suplicio del crurifragium que infama y apresura la muerte.

...Caía una lluvia olorosa de primavera. Resonaban los follajes de los jardines, removidos por un vendaval de arenas.

La muchedumbre se dispersó hastiada...



...Josef y Nicodemus contemplaban la noche desde la azotea.

Había una profunda bienaventuranza.

El cerro de la ejecución dormía pálido, gracioso, recostándose en las murallas. Y la ciudad se alzaba clara, inocente, como un jardín de lirios, coronada de las dulces lumbres de los techos del santuario y de las torres. En cada cúpula se congelaba una gota de luna.

El huerto de Josef exprimía el olor de sus naranjos y cidros. Cantaban los ruiseñores, y sus arpegios parecía que resbalasen en la peña del sepulcro.

El viejo sanhedrita se acongojó, vencido de ternuras desconsoladoras, de emoción de eternidad. Y quiso ir a su cámara.

Les recibió una mujer vestida de lino y de un cendal de luna, como exhalado de la pureza de su amor y de su carne.

-¡Yo prometí besar la sandalia del Señor cuando retoñaran mis rosales! ¡Mira las rosas en mi regazo; y ya no puedo dárselas!

Josef abrió su cofre de ámbar y olivo, y tomó el cáliz de la cena de Jesús. Sintió que le temblaba la vida, que toda le acudía devotamente a sus dedos.

La mujer se prosternó sollozando, y se esparcieron sus rosas en los tapices.

El varón de Arimathea alzó el cáliz de ágata como una flor encendida.

Asomose un hombre desmedrado, con túnica blanca y un manto leve y rubio.

Nicodemus se le abrazó gimiendo:

-¡Gamaliel, Gamaliel!

Gamaliel reclinose en el estrado, frente a la abierta ventana. Miró un lucero azul palpitante, que subía sobre las agujas de dos cipreses del sepulcro, y suspiró:

-¡Lástima de hombre!




ArribaAbajoLa samaritana

«Vino una mujer de Samaria a sacar agua, Jesús le dijo: "Dame de beber"».


(S. Juan, IV, 7)                


Los que venían de las labores, los que estaban en su obrador de artesano, los que holgaban a la sombra del corral de caravanas, el karwânserâi que huele calientemente a bestiajes y pueblos, todos la miraban sonriéndole cuando ella salía con su ánfora, recortándose rítmica, fresca y graciosa en el cielo del camino.

El camino, después de los muros de los pesebres de tránsito, rodeaba el ejido, y volcándose, retrocediendo, brincando, se hundía en la anchura del valle de Sickem.

Campos arados, campos en reposo; sernas de gleba recién desnuda; verdor jovial de manzanos, de morales y zamboas, que se bañan en las fuentes del Garizim; umbrías de terebintos; hazas viejas, calma de olivar, senderos y rediles, humos dormidos... Es la tierra que compró Abraham para tener las tumbas de su casa; la que mercó Jacob por cien corderos, y la retuvo con su espada y su arco y se la dio a Josef como porción de mejora de heredamiento. Allí se levanta la «Encina de la Estela», ancha, solemne, inmóvil y negra sobre el azul; al amparo de su ramaje de forja consagró Josué la piedra del testimonio de la alianza de su pueblo con Dios, y los sichemitas ungieron a Abimeleck, y Zebul mintió a Gaal... Allí está el sepulcro de Josef, que todas las tardes tiende la sombra de su bóveda junto a las palmeras que se curvan dulces y cansadas sobre el pozo que cavó Jacob... Tierra grande, extática en la emoción del paso y de la muerte de los patriarcas. Un aullido, un aleteo, un cántico, todo tiembla en la claridad del silencio.

...Y cuando subía la mujer con su ánfora, que resudaba palpitante de frescura, la llamaban los hombres desde los albergues. Los de Samaria habían ya contado la renovación placentera del tálamo de la hermosa. Y los ricos mercaderes extranjeros, reluciéndoles las pupilas, le mostraban el fausto de sus equipajes y las delicias de los vinos y sabores exóticos de su festín en aquel alto de la ruta.

Pero ella decía:

-¡La plegaria será mi alimento y mi salud!

Y murmuraban las gentes de Sickem:

-Ya no es Fotima ella misma; porque siempre escuchó los deseos de los hombres con una sonrisa de promesa y se le alzaba el pecho glorioso de amor; y ahora sonríe como adoleciéndose de nosotros, y parece que diga las palabras de Noemi, en el libro de Ruth: ¡No me llaméis hermosa, sino amarga! Y no puede llorar muerte de esposo, pues cinco trocó por gusto y hastío de su cuerpo; ni perdió hijo, porque es infecunda; ni se malogró su hacienda, que nunca codició, y que le es dado juntarla a su antojo con el poder de sus gracias...

Sola, desamorada, cruzaba las calles de Samaria dejando un casto aroma de paz. Ya no le ardían los ojos, y daban una lumbre quieta de remanso con luna.

Y cuando un samaritano volvía de caminar, ella le buscaba preguntándole:

-¿Viste al Señor que lee los más escondidos pensamientos, aquel que siendo judío comió pan de Samaria?

Pero los andariegos de su país no hablaban sino con gentiles, y no trataban con los moradores de Israel sino de empresas de logro.

El Deuteronomio dice: «No prestarás por usura al hermano».

Samaria no es tierra hermana de la tierra judía. Samaria se ha prostituido con ídolos bárbaros. Levantó en su monte Garizim un templo de liturgia semejante al culto de Jehová, y le pidió a Antíoco: «Conságralo a Zeus Hellenios, porque nosotros somos sidonianos y nada tenemos con Israel ni en raza ni en usos...».

El creyente desdeña los testigos, la boda, el beneficio, la mantenencia, el descanso y el agua de la tierra que apostató. El creyente sólo admite al samaritano para lucros de tráfico y de réditos de una dureza implacable. Mas, de tiempo en tiempo desborda el rencor de Samaria vengándose de Israel. Israel proclamaba con hogueras en todas sus cumbres la neomenia de la Pascua, o principio de la luna de Nisán; y Samaria alumbró engañosamente todos sus altos, y pasó el aviso de llamas de cima a cima, y acudieron a Jerusalén los devotos que residen en Siria y Babilonia, imaginándose convocados para la fiesta de los panes cenceños. Entonces el Gran Sanhedrín trocó las señales luminosas por los emisarios. Y en otra Pascua de inmenso concurso, porque fue año de llenura, penetraron escondidamente los hombres de Samaria en el Templo de Dios y esparcieron inmundicias y osamentas para impedir las ceremonias; y el alborozo se tornó en plañido.

...Ninguno de los que corrían comarcas extrañas trajo nunca noticia del Señor. Y los de Sickem se pasmaban del afán de la hermosa. Y ella decía:

-¡Aquí le visteis y escuchasteis! ¡Cómo pudo deshacerse su recuerdo! Pasó como el Esposo de los Cánticos por los oteros y vergeles. No disteis posada a sus discípulos, y agraviados ellos le pidieron al Señor: «¿Quieres que digamos que descienda fuego y los acabe?». Mas, él les repuso: «No vine a perderlos, sino a salvarlos».

Todas las tardes bajaba la mujer a la sombra de las palmeras del pozo patriarcal, y se sumergía su alma en el silencio para sentir el latido más hondo de la lejanía... Y esperaba al Señor donde había gozado su presencia; le esperaba devanando sus memorias... Fue en una siesta del mes de Sivan. Estaba el valle rubio, maduro y oloroso del aliento del verano. Todo resonaba de elictras ardientes; y entre el hervor gemía una rueda de alfarero.

Junto al ejido halló la mujer doce caminantes; sus mantos viejos, sus sandalias roídas, soltaban la tierra de muchas jornadas. Siendo pobres, había uno que semejaba siervo de los otros, y hollaba pesadamente como un buey flaco cuando labra el erial; tenía el pelo rojo y los labios de ferocidad.

La samaritana les gritó: «¡Llegaos sin recelo, y si nadie os socorre, tomad de lo que hubiere en mi casa; abierta la hallaréis; es la más blanca de todas; suben los jazmines por el muro!...».

Y se alejó envuelta del gozoso donaire de su juventud. Y ya casi en la vera del pozo, se detuvo asustada con los rubores dulcísimos que siente la mujer exquisita, aun siendo pecadora.

Un hombre extranjero, recostado en el brocal, aspiraba la pureza y frescura del agua, y dentro del cielo reflejado se veía su imagen con un nimbo de sol.

El hombre alzó los ojos; la miró como un hermano que estuviese esperándola, y le dijo:

-¡Paz en ti!

Otra vez asomose al espejo azul de las aguas, y confiadamente le pidió:

-¡Dame de beber!

Ella le contemplaba enternecida de su abandono de niño cansado.

Siempre le hablaron los hombres con ufanía de cortejadores y con rendimiento carnal, viendo sólo en ella las gracias de hembra. Y el extranjero la había mirado como enlazándola con la emoción de la tarde, y la había escogido para recibir de sus manos la inocencia del agua. ¡La había mirado; había visto que era hermosa, y le pidió agua! Y la mujer sintió entonces el encanto íntimo del agua, del cual parecía que participase su vida, y creyó oír el primer elogio de su belleza, renaciéndole un estado de virginidad.

Y le sonrió dulce y tímida, pronunciando:

-¡Cómo siendo judío me pides de beber a mí, que soy samaritana!

En los ojos del caminante pasó un ímpetu de gloria; y alzose transfigurándose de niño sediento en padre magno y fuerte, en señor que visita su heredad, y le dijo:

-Si supieses quién es el que te dice: ¡Dame de beber!, tú acudirías a él pidiéndole: ¡Yo no a ti, sino tú a mí dame el agua de la sed mía!

Salieron en la mujer resabios de malicias de rapaza, y se inclinó graciosamente exclamando:

-¡El pozo es hondo! ¿Cómo podrías tú sacar agua sin mí?

Y le mostraba el cántaro limpio y fresco de juncia y la delgada cuerda ceñida a su talle.

Llegósele el hombre dolorido de compasión. Y la samaritana recogiose en sí misma escuchándole:

-¡Todo el que bebiere de esta agua que tú tomas de la tierra, vuelve a sentir la sed; mas el que bebiere de la que yo alumbro, nunca estará sediento, porque el agua que yo doy se vuelve en el pecho una fuente que salta hasta la vida eterna!...

La mujer se le iba postrando, sin cuidarse de su figura, ni de los pliegues de su túnica, ni de sus trenzas que se le sumían entre el herbazal; y tendida, humilde y casta, toda hecha de corazón bajo los ojos y la palabra del extranjero, le imploró con un quejido venturoso:

-¡Dame, Señor, dame de esa agua viva, que yo no quiero tener más sed!...


...Agua de amor de caridad emitida por la gracia del amado manaba ya siempre del pecho de la mujer. Sosegada y limpia se sentía de inquietud de pecadora; pero la hondura de su alma se llagaba de sequedades. Saciada quedó la sed de antaño, y bajaba sedienta al pozo de Jacob, buscando en todo el valle... El llano, los alcores, la arboleda y el cielo, todo estaba henchido de la presencia de aquel hombre. ¡Y no estaba él!

Y una tarde que contemplaba su palidez de penitente en el espejo del agua que tuvo la imagen del Señor, sonaron voces y sandalias en el camino de la tierra judía.

Pasaban dos extranjeros sin alforja ni arma. Se apoyaban en un báculo rudo, y traían el manto subido y plegado a los riñones para holgura del pie.

La samaritana corrió llamándoles. Ellos se volvieron, y no sabiendo quién fuese, seguían su camino.

Pero la mujer les alcanzó y les dijo:

-No sois los que vinisteis con mi Señor, y hay en vosotros una semejanza con el porte de su gente. Mas, siendo suyos, ¡cómo pudisteis pasar sin llegaros al agua que el Señor bebió de mi mano, dándome en trueque delicioso el agua viva de su gracia!

-¡Paz en ti, mujer! -le respondieron los dos hombres.

Y ella se derribó sollozando de felicidad:

-¡Le habéis recordado también en su decir! ¡Sois emisarios suyos! Toda mi alma os bendice: ¡dadme ya su nueva, porque estoy pura!

Y el más viejo de los caminantes, abrasado y enjuto, de tosco frontal, murmuró:

-¡Discípulos y sembradores somos de la palabra del Rábbi, el Cristo Señor Nuestro!

-¡Dadme la nueva que me traéis! ¡Decidme dónde se esconde el Señor, porque yo le busco teniéndole siempre en mí, y no le encuentro! ¡Yo le aguardo y le llamo, y nunca acude! ¿Dónde está el Rábbi Jesús?

-¡Paz en ti, mujer, en nombre del Señor! -repitió austeramente el anciano, y quiso apartarla de ellos.

Y la samaritana se agarró a sus vestiduras, clamando:

¡No tan sólo su nombre, sino su voz y sus ojos, su presencia para la paz de mi vida! ¡Llevadme a él para que yo le sirva y le unja!

El otro discípulo le sonrió afligidamente:

-¡Rábbi Jesús se halla en ti como habitará ya siempre entre nosotros!

No le entendía la mujer, y se incorporó afanosa.

Entonces la hirió en todas sus entrañas la palabra inflamada y tronadora del apóstol viejo:

-¡Jerusalén ha matado al Señor! Alzó su cruz delante de sus muros... ¡Dile a Samaria que las almenas de la ciudad homicida serán holladas por pezuñas inmundas!

La mujer miraba con horror la boca que vertió la desdicha. Y les fue siguiendo, dejando sus sollozos como si se deshojase su alma en el silencio de la senda.

De súbito, precipitose llamándoles enronquecida y brava.

-¡Iré con vosotros! ¡Aunque quisierais ahuyentarme como a los perros, yo os seguiría! Iré con vosotros hasta que me hayáis dejado en la tierra que guarda el cuerpo del Señor... Quiero tocar y besar su sepulcro, y besándolo penetrará mi vida como las raíces llegan al agua traspasando la roca...

El viejo la miró fríamente.

-¡Mujer: el Rábbi no tiene sepulcro! ¡Anunciado estaba que el Señor resucitaría! Y el Señor ha resucitado...

-¡Si vive el Señor, llevadme, que yo le cure las heridas! ¡Si tiene mujer, yo seré su sierva!...

-¡El Rábbi ha resucitado, y subió al cielo, a la diestra de su Padre; y desde allí envió a los suyos la potestad de su Espíritu Santo!

Los discípulos se alejaban reposados y firmes, parándose, subiéndose el turbante para mirar, ladeando un poco la cabeza, como hacía el Rábbi Jesús.

La samaritana se fue quedando sola en el camino. Sobre sus hombros se tendía la obscuridad de la tumba de Josef. Sintió frío y miedo de niña desamparada, y buscó el refugio del pozo de Jacob, y besaba su piedra y gemía:

-¡Rábbi, Rábbi! ¡Por qué has resucitado para subirte al cielo!...


 
 
AQUÍ TERMINAN
LAS FIGURAS DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
 
 



ArribaAbajoApéndices


ArribaAbajoI. Figuras de Bethlem

(Fragmentos)



ArribaAbajoBethlem

«Y tú, Bethlem, tierra de Judá, tú no serás el más humilde de los lugares, porque de ti ha de salir el que disponga de mi pueblo».


(Micheas, V, 2.- San Mateo, II, 6)                


Bethleem sube por dos alcores de laderas plantadas. Tiene una claridad fresca, nítida, salina; una blancura de vallados, de cenáculos, de cisternas, de sepulcros y hornos. Sus viviendas se cuajan de sol como las celdillas de las mazorcas y de los panales. El cielo de su lado recibe un vaho de cal de las rampas y casas. Parece que exhale una pulverización de molino harinero.

Tierno, juvenil, luminoso, está desvalido en las torvas soledades de los montes de Judá.

Bethleem se ha quedado solo en su alegría y su gracia aldeana. Le rodea una tierra huesuda y convulsa. Sobre sus terrados y vergeles, respira la boca amarga y llameante del desierto; pasa el aletazo caliente del siroeco, el gâdim de la Biblia.

De las bóvedas de los muros, de los portales del «Karvan» -parador y corral de caravanas y ganados-, del júbilo del ejido y de los huertos, salen las sendas impetuosas y joviales; pero, se van desollando y hundiendo, trocándose en torrentes areniscos, en «wadis» y ramblas; desaparecen en las quebradas y losas. Los montes se rasgan en una hoz; el silencio cría su ámbito; es como una destilación de tiempo inmóvil. Y las sendas de Betnleem, aunque se rompan y se cieguen, no dejan su jornada: renacen más lejos, brincando desnudas. Semejan esperar al caminante; y le miran y le sonríen convidándole a seguir. Tornan a su retozo, y se tuercen como si se volviesen para saber si el nombre se fía de su promesa. Su promesa será llevarle a una porción agrícola: la viña y las higueras que se agarran a una cuesta calcárea, recogida y tibia; los escalones de bancales de cebada y avena: con márgenes de pedernal para que el terrazgo no se derrumbe; un valle tierno entre lo abrupto; una meseta labrada; un redil en el frescor del pasto; un cañaveral, unas palmas y un pozo que, al removerle la piedra que lo cubre, se queda resonando de onda en onda y abre su mirada trémula y azul...

Donde haya un rodal hospitalario para el cultivo, allí cavará obstinadamente el azadón israelita; la uña de la reja penetrará hasta que toque la roca; la besana se plegará en la ladera dejándole su esfuerzo y su paz.

De sus mismos enemigos recoge el israelita las enseñanzas de labrador. Mientras cuece ladrillos para los faraones en la tierra empapada de Gessén, aprende el cuidado primoroso de los huertos: trae a su casa los métodos rurales de Canaan; y las familias que queden del cautiverio de Babilonia y vuelvan al «país», proseguirán el trabajo mejorando la heredad abandonada. Porque Jehová es el Señor Dios que legisla todo lo de su pueblo escogido, desde la santidad del rito a la salud de su criatura y el producto de su labranza. Es el dueño de la tierra suya sobre todas las que ha criado; ama sus frutos; quiere la primicia de la cosecha. Por eso las fiestas de su altar vienen aparejadas con la plenitud de los bancales, en los días que huelen a madurez, a trojes en colmo, el olor suave y honrado que le llega a Isaac cuando bendice a Jacob: «He aquí el olor de mi hijo como el olor de un campo lleno al que ha bendecido el Señor».

En la «Schema» o «escucha» de la plegaria matinal, el judío invoca a Jehová como Dios agrícola que «cuenta las nubes y cuelga las urnas de las aguas», que «tiene Él solo la llave de las lluvias y no las cede ni a los ángeles», «que extiende el cielo como una piel; riega los montes; sacia la tierra de sus obras; da al hombre el pan que le alimenta, el vino que corrobora su corazón, el aceite que hace relucir su rostro, y el heno que pasturan las bestias»...



«Casa de pan», lugar de abundancia, era Bethleem.

Se apeldañan los huertos, de un cultivo denso y primoroso, como paños bordados en realce.

En su rodal de tierra junta el bethlemita toda la variedad de legumbres y frutales. Cría planteles de cebollas, fríjoles, berzas, endibias, lechugas, chalotes, badeas, escalonas, guisantes, habas y cohombros. Brotan en lo umbrío los hongos y el jenable. Las sandías se revuelcan en suelos apacibles. Por los ribazos y bardas, se cuelgan las calabaceras, las de la cidracayote y las de calabazón angosto y encarnado que resuena como un odre. Crecen los membrillos espalderos, los granados, los bergamotes, los almendros. Las vides tejen con la higuera el toldo que acoge las amistades. Los márgenes y linderos se ahogan bajo la convulsión de las hordas de los chumbos. Se recortan las grises espadas de las pitas, de liseras carnosas. Suben al azul los girasoles doblando sus panes redondos de flor dorada. Cada hortal tiene su torre de piedra cruda para el guarda, y una horca de leños que, al combarlos, sumergen la herrada en el agua dormida y somera del pozo, y vierten el riego atirantándose con un zumbido de arco.

Después de los vergeles, las tierras llevan olivar, viña, mijo, centeno, cebadales... y en los campos segados y en la hierba de la senara, tocan las esquilas de los corderos de Bethleem.




ArribaAbajoRuth

Vino el hambre al país del Señor, y hasta Bethlem, la aldea recostada en su abundancia, se descarnó de sufrir. Muchas gentes se alzaron de sus heredades, y entre ellas Elimeleck, siervo puro de Dios, y su mujer Noemí, la hermosa, y sus dos hijos.

Atravesaron la serranía, rodearon las aguas de sal de la mar muerta y se acogieron a la tierra extraña de Moab, que estaba rubia de cosechas.

Allí murió el padre, y se casaron los hijos con mujeres moabitas; la una se llamaba Orfa, y la otra Ruth. Y después de diez anos, ellos también murieron. Entonces Noemí, huérfana de todos los de su sangre, sintiose más extranjera.

Ya el Señor volvía los ojos sobre su pueblo. Las mieses, los viñedos, los frutales de Bethlem daban buen esquilmo.

Y Noemí quiso retornar a su aldea. Aun tenía esta mujer la suavidad y el aroma de una cansada hermosura. Las viudas de sus hijos la siguieron. Y cuando estaban lejos, ella, besándolas, las despidió:

-Marchaos al amor de vuestra madre, y que el Señor haga misericordia con vosotras según la tuvisteis con mis muertos y conmigo.

Orfa y Ruth, llorando, le pedían:

-Deja que contigo varamos a la tierra de nuestros esposos.

Y Noemí, palpándose su vientre seco, les dijo:

-¡Ya están agotadas las entrañas que os dieron marido! Volveos, hijas, porque levantose la mano del Señor contra mí; no alcance también a vuestra mocedad.

Todavía lloraba Orfa; y llorando besó a Noemí y volviose al refugio de su casa.

No así Ruth, que se agarró más fuertemente del manto de la judía.

-¡Vete con Orfa a tu pueblo y a tus dioses! ¡Déjame en mi camino!

Y Ruth le sonrió, diciéndole:

-Yo no me soltaré de ti. Tu pueblo será mi pueblo, tu Dios será mi Dios, y en la tierra que te recibiere cuando mueras, quiero yo también acostarme para siempre.

Noemí se paraba enjugándose su llanto gozoso, y entonces Ruth miraba hacia lo suyo: el humo tranquilo de su horno, los árboles viejos del remanso donde lavaba, un temblor de corderos que salían a pacer... Los recentales siempre venían a su portal, asomándose y rodeándola cuando ella amasaba; y una misma claridad azul daba en los vellones blancos y en sus trenzas negras y en sus dedos de harina...

Poco a poco se ahondaron las dos mujeres en un paisaje de peña. Tragaban una calma salobre del mar de Sodoma. A mediodía reposaron en los tojos y palmeras de los saladares. Ruth pidió agua en un hato de pastores, y pidió pan a las caravanas que traían uvas y bálsamos de Engaddi. Todo se lo llevaba a la madre del esposo muerto. Y ella la bendijo, recordando:

-En esta sombra descansé con Elimeleck y mis hijos; aquí me dieron de beber y de comer lo mismo que tú haces ahora. En ti amo a mis muertos, y en ti me valen y acompañan.

Cuando atardecía se les perdieron las huellas de otros caminantes.

Y la anciana clamó:

-Viniera yo sola y me moriría pudriéndome sin sepultura de cara al cielo, y acudirían al husmo de mi carroña las aves y las bestias.



...Se despertaron llenas de sol. Todo era sol grande y rojo. Se miraban sus enormes sombras moradas.

Arrugas de calveros, breña calcinada que cruje sin moverse, llagas de pedernal, desamparo, calentura de naturaleza, piedra de hierro, surco y arista. El pliegue, el filo, el ápice más sutil, más frágil, más lejano, destacan en el azul.

Asomaba en el aire un ave negra y ardiente, temblando entre sol, y en seguida desaparecía espantada del extravío de su rumbo.

Las dos mujeres escuchaban en su carne/ en su sudor, en sus pasos, en sus vestiduras, el tránsito de su vida dentro de toda la mañana de piedra.

Caminaban sin camino, sin contorno en la lejanía que las aguijase con una promesa de llegar. El horizonte siempre exacto. Les parecía que nunca avanzasen, pisándose sus mismas pisadas, como el siervo que empuja la viga de la tahona. Cansancio de pesadilla en que nos rendimos de huir sin andar. Se sentían ellas aumentadamente, exaltándoseles la sensación de su cuerpo en la inmovilidad de un paisaje de losas. Las oprimía lo inmenso como una zanja. Les retumbaba la precipitación de su sangre en la quietud de escombros socavados; cada gota de sangre golpeaba tirantemente en la piel, como una mano que llamara pidiendo que le abriesen. Las pavorosas alucinaciones de la vida única en las soledades mineralizadas. Los ojos ávidos y enjutos; las pestañas de cardencha. Rocaderos y sol. Desierto de Judá sin el espanto, sin el tumulto de olas de arena. Desierto viejo, duro, petrificado en relumbre.

...Y, de pronto, Ruth gritó, tendiendo los brazos. En el humo del confín se desnudaba el azul gracioso de una montaña. Iba saliendo una coloración húmeda, tierna, vegetal. Se desplegaban los campos labrados. Aire oloroso. Un vuelo de grullas. Polvo, rebaños, una caravana remota, una senda hollada, un herbazal, un pozo, la viña, el suelo grueso de sementeras, follajes regados...

Ruth y Noemí sollozaban de júbilo. Sus pies, sus frentes, sus ojos y hasta su túnica y su manto recogían una deliciosa circulación de la vida del mundo. Ya no eran sus vidas dilatadas en la soledad, sino ellas refiriéndose, comparándose a otras criaturas.

Ruth tocaba la hierba, sumía sus manos y su boca en el frescor. Y Noemí le sonreía; pero alguna vez asomaba en sus ojos la lumbre torva del espanto recordado. Ruth la besaba y se besaba a sí misma, hermosa en la hermosura de una naturaleza con tacto y olor de creación. Sentíase comunicada y hecha de zumos y carnes dulces de las ramas y frutas; las tocaba, las acariciaba, las mordía. Y, sin saciar nunca su ansia, se le recostaba el alma en el claro amor y conciencia de su goce.

(Tierras del valle de Etham, que habían de ser el huerto cerrado, el escogido retiro de la esposa de un descendiente de Ruth).

Y volvíase a mirar en su torno, ya no con el oculto dolor de la despedida de sus campos, sino con una suave gloria en sus entrañas, como si todo lo que contemplaba le perteneciera.

...Atajando por ramblas y veredas llegaron las dos mujeres al camino alto. Es el camino de las planicies. En la frente de las mesetas tiene Judá su refugio. La cumbre enciende la exaltación del salmo y de la profecía, y allí pone su pie y su casa el Señor. El camino alto recoge los senderos y salidas de los barrancales, de las laderías y marismas; toma el tránsito de los mercaderes que van a las ferias y lonjas; de los enfermos y llagados que buscan a los taumaturgos en cuyos dedos reside la gracia. Camino del Hebrón a Jerusalén que descansa en Bethlem. Camino que otea los horizontes y términos del «país del Señor»: las aguas grandes y azules del Mediterráneo y las tierras ajenas; tierras enemigas déla llanura de los filisteos, las de las gentes engañosas de Idumea, las del árabe feroz y duro que «no puede ser combatido sino con otro árabe, como el diamante no puede ser trabajado sino con diamante». Mar y comarcas que desecha el Señor. Y el judío es él por la posesión de lo suyo y por la conciencia desdeñosa de lo que no le pertenece. Toda la tierra prometida: sus montes y hoyadas, la roca indomable y el suelo fértil, la granja y la ciudad, el lagar, el horno, el aljibe, la piedra que maja la oliva, la muela harinera y el celemín, todo lo posee y lo siente el judío dentro de un recinto de familia y de tabernáculo, todo como carne suya y hueso suyo, de la carne y del hueso del padre Abraham.

Viejo camino con bordes de cactos y retamar, entre setos de cambroneras, de vides y girasoles que doblan sus panes de flor negra y amarilla. Los rábbis lo comparan al camino del Paraíso.

...Y apareció Bethlem, de una modelación blanca, precisa. Sus cuestas y senderos, entre tapias de huertos joviales; los palomos y golondrinas rodeando delirantemente la querencia de las balsas, del ejido, de las cúpulas de los terrados de cal.

Noemí besó el aire que le traía el viejo aroma de su aldea.

Las gentes se paraban, diciéndose:

-¿No es ésta Noemí la hermosa, la que fue de Elimeleck?

Y ella les pidió:

-¡No me llaméis hermosa, sino Mara, amarga, porque el Señor me ha colmado de amargura!

Y todas la compadecían, y después miraban a la moza extranjera.

Ruth pasaba inclinada y dulce.

La miraban las mujeres de Bethlem, de túnicas azules y velos blancos, tendidos; de andar rítmico y breve; altivas de su castidad, de su belleza y de su Dios. La miraban los hombres de Bethlem, de recias capuchas dobladas sobre el sayal; sus sandalias con trenzas de cuero enrejándoles la pierna briosa; una tira de piel o de lienzo apretándoles las sienes y las cabelleras; la barba lisa y saliente; adustos, inflamados, con señorío de casta aun en la mirada y en los ademanes de los más pobres. La miraban los niños, de una dorada desnudez entre el vuelo de una ropa encarnada desceñida, ostentando ya en su faz el sello de la perennidad y pureza de su raza.

Y Ruth se acongojó y se afrentó de verse sin hijos en el país del esposo. Sentía lo vano de su juventud y de la perfección de su cuerpo, sin confianza de bien.

Pero había de ser allí el amparo de la madre ajena, y le propuso:

-Ahora cortan las cebadas. Si tú quieres, yo iré al campo y recogeré las espigas que se les caigan a los segadores, y así comeremos.



Salió Ruth a una heredad de Booz, hombre rico, corpulento, de barba ya vieja, pero en sus ojos todavía le quedaba una llama negra magnífica.

Booz pertenecía a la misma sangre de Elimeleck. Tenía en la aldea casa con hortal. Paseaba con mucho reposo en medio de los principales ancianos. Iba a su granja de las afueras en un jumento gordo, de aparejo de frontil de mitra y silla de pieles de cabritos con faldas moradas. Reparó el dueño en la extranjera que cansada y humilde cogía la mies caída de las garbas. Y apiadándose le habló:

-Hija, no te apartes de mis gentes; bebe con ellas de mis cántaros y come de mi polenta, que nadie te agraviará.

Ruth lloró viéndose protegida, y estaba más hermosa, como una virgen que se conturba de haber hallado gracia en los ojos del hombre. Entonces Booz, sonriéndole, le dijo:

-Sé que dejaste tu casa por seguir a la madre de tu esposo muerto. Debajo de las alas de Israel te acogiste, y hallarás recompensa.

Y mandó a sus jornaleros que echasen de las mejores espigas que segaban, para que Ruth las alzara y pudiera aprovecharse sin sonrojo.

Vino la tarde, y la mujer moabita llevose un efí de cebada, del que coció pan durante diez días.

Alabó y bendijo Noemí al que tuvo compasión de su pobreza- Y miedosa de morir, dejándose a la hija sin amparo, le dio consejos de enamorar a Booz.

Cuando estuvo toda la cosecha amontonada en tresnales esperando el aire bueno de la trilla, Ruth se bañó, se ungió y se puso la túnica blanca que había hilado y tejido siendo doncella, y se fue sola a la heredad de Booz. La rodeaba la noche de cánticos de cristal y plata -agua, grillos y ruiseñores- como un cortejo de novia.

En las eras se cuajaba una nieve de claridad; las gavillas resplandecían de tisú de luna.

Dormía Booz entre costales de luz, en un estrado de parva, todo tendido, grande, blanco como un sacerdote rural. Ella le alzó la orla de la vestidura, y acostose aniñada y frágil al refugio suyo.

Estremeciose Booz, y se humilló recordando las apariciones de los ángeles, hermosos como mujeres. Y vio a Ruth modelada en carne de lirios que se le rendía toda casta en su promesa de amor. Bajo su túnica de resplandores de mármol, se desnudaba la perfección de su cuerpo, cuerpo de esposa, con un pudor infantil y delicioso de sentirse virgen ante sí misma, en el misterio del nuevo goce, virgen siempre en su belleza revelada cada vez que se la mira, como la luna siempre recién desnuda cada vez que su forma sale de la nube al azul.

Y Booz amó a Ruth, y, contemplándola, sintió su campo más bueno y más suyo; y pidió la bendición del Señor sobre ella porque fue generosa prefiriéndole a los hombres jóvenes. Pero esta gratitud le traía un dolor de vida compleja bajo el arco sereno de la vida patriarcal. Le pesaba su barba blanca, la jerarquía y el renombre de la prudencia de sus años. Entre su boca, que principiaba a helarse de virtud, y la boca jugosa y encendida de la mujer, pasaba como hecha de niebla, la figura de un mancebo, y este mancebo era él mismo, en su pasado, cuando Ruth no habría nacido.

Mas el israelita busca principalmente en el amor de la esposa hijos que honren y levanten su casa, que practiquen la Ley y sirvan al Dios de sus padres. Y acogido a este pensamiento se va confortando el corazón de Booz. Cortos serán los días de su placer, pero perpetua la gloria de su hogar.

Ruth fue de Booz y concibió y parió un hijo, y le llamaron Obed. Noemí se lo ponía en su regazo para dormirlo, y la rodeaban las mujeres bethlemitas, alabando su ventura:

-Mejor es para ti Ruth que siete hijos; por ella se consuela tu alma y te ha nacido el que te sustente en la ancianidad.

Booz llevó a Ruth por todos sus términos y haciendas; y después, teniéndola abrazada, le dijo:

-Tú eres aquí extranjera y no sabes los deberes de la esposa en Israel: aquí la mujer muele el trigo, amasa y cuece el pan, guisa, lava las ropas, da de mamar a los hijos, para el lecho, hila, teje y remienda las vestiduras; pero si trajere al marido una sierva ya no ha de moler ni amasar ni lavar. Si viniere con dos siervas, ni guisará ni criará. Y si la acompañaren tres siervas tampoco tiene que cuidar del lecho ni trabajar la lana. Y si fueren cuatro sus siervas, entonces la mujer puede quedarse siempre tendida y recreándose en almohadones bajo los árboles de su huerto. ¡Pues tú, Ruth, has venido a mi casa como en medio de un cortejo de esclavas tuyas, y todo te pertenece, y yo soy el que primero se complace en tu servicio!



Obed engendró a Jessé, y de Jessé fueron los mejores olivares y viñedos y las colmenas y majadas más henchidas de todo Judá. De sus ocho hijos, puso a David de pastor de sus ganados. Tenía el pelo como una mata de acanto de oro; la piel prieta del sol y del relente, y era muy gracioso para tañer y cantar. Le miraban las doncellas que acudían a llenar sus ánforas en el pozo dulce de la plaza de Bethlem, y él aguardaba junto a la pila hasta que bebiesen todos los corderos para llevarse en sus hombros la res más tierna y cansada. En sí mismo había de tener la imagen del Buen Pastor y toda la verdad de su salmo, «porque el Señor le gobierna y le trae por lugares de abundancia y de pastos, cerca de las aguas vivas; su vara le protege, su cayado le muestra los senderos de justicia, y su mano le unge con el óleo más pingüe».

David realiza la promesa de Dios en su alianza con Abraham: «Yo daré a tu raza toda esta tierra, desde el río de Egipto hasta las grandes aguas del Éufrates».

Como la grosura separada de la carne, así David de los hijos de Israel.

Saúl fue el vado del régimen patriarcal de los jueces a la realeza. David funda la monarquía de los hebreos, asentándola con la dura y exaltada magnificencia de un Imperio de Oriente. Vestido con el manto de rey y con la llama de profeta, pasa los hondos del pecado y sube a las cumbres de la santidad. Tiene su gloria alaridos de desgracia, y sólo consuela su corazón acostándolo en los callados días de su aldea, en las anchas noches olorosas de heno, trémulas de estrellas y de esquilas. En su majada de Bethlem aprendió a conocer los tonos de las aves y a complacerse en la obra de los cielos. Y ya nunca se quitará de su lengua el gusto de la miel del paisaje idílico, en cuyos horizontes refresca sus sienes para decirle al Señor: «...la hermosura de los campos conmigo viene siempre... Hinches la tierra de arroyos, multiplicas los frutos, se ciñen de regocijo los collados, bendices toda la corona del año, el valle abunda de pan y las gentes cantan himnos de alabanzas...».

Su heredero es el más amado de los hijos de los hombres. No se le envidia, no se quisiera ser él, sino pertenecerle. Mirándole y deseándole, piensan las mujeres en la que pueda glorificarse poseyéndole. Es el ansia de un prodigio nupcial. Nunca el mundo semita ha sentido en su sangre, en sus victorias, en su rito, en toda la tierra suya, la maravilla de júbilo como al ver a su príncipe desposado con la hija del Faraón. La boca y la mirada de las gentes tiembla y luce con un vino gozoso de bodas. Todos los corazones tienen una emoción de enamorados.

Ella es la esposa y la hermana; huerto y fuente, todo en ella; perfecta y única; es hermosa hasta en sus pasos, en el ritmo interior de su vida, en sus delicias y en su respiración de fragancia de fruta, que es ya la flor hecha sangre, carne y forma.

Tan del amado es ella, que se llamará siempre la «Sulamita», y le pedirá que la ponga como sello sobre su corazón. Jamás ha nacido mujer tan predestinada y exactamente bella para la belleza del amante. Al verse, desfallecen los dos en un grito llamándose hermosos; él es para ella un haz de mirra que se le derrite entre sus pechos de egipcia, penetrándola de su aroma; él la aspira toda como a un nardo recién abierto.

Pero algunas tardes la hija del Faraón se contiene en su felicidad recordando sus jardines de Egipto. En sus jardines había limoneros, mirtos y naranjos siempre nupciales; granados de flores de brasas, mimosas de oro; plátanos que le ofrecían sus racimos de mieles y amparaban su cuerpo desnudo y mojado cuando salía de las albercas azules, donde los anchos lotos abren sus cálices de medula de panal. Entre los follajes apretados subían las blancas apariciones de los ibis y las bandas encendidas de los flamencos. Siempre se oía un fresco ruido de norias, una vibración de insectos que deslumbraban como gemas, olorosos de resinas de frutal caliente. Por los brazos del Nilo, de aguas de tapiz, se deslizaban los esquifes de papiros. En las orillas encarnadas de los muelles pasaban hileras de camellos, de carneros foscos, grupos de pastores con ropones de franjas azules y amarillas, todo recortándose hasta la lejanía, miniado, luminoso como un friso cerámico. Bajo las finas palmeras inmóviles, las chozas de los fellaths, amasadas de arcilla del río, se iban torrando al sol como ánforas, y en el azul de los horizontes se empastaba el azul de los pilares y obeliscos y de los gigantescos triángulos de las piedras gloriosas... Todo lo recordaba la hija del Faraón. Y el rey le promete otro jardín de delicias y busca el lugar propicio para la recreación de la esposa.

Ha escogido el valle de Etham, las tierras fértiles que embelesaron a Ruth. He aquí el «hortus conclusus», el huerto cerrado por montes de peña desnuda. Lo planta de toda variedad de árboles. Las aguas de las lluvias y de un hontanar sellado con la sortija del rey se recogen en tres albueras escalonadas.

Allí vuelve a la «Sulamita» el gozo de su infancia; allí espera todas las mañanas al rey que la inunda de caricias como el sol que lo trae. Y Salomón pasa por Bethlem en su carro de luz, y la aldea queda magnificada bajo el vuelo de las vestiduras del descendiente de Ruth, la mujer que alzaba las espigas que se le caían a los jornaleros...




ArribaAbajoLlegan San José y Santa María

-¡Abrok!... ¡Abrok! -gritan los caravaneros levantando el dorbán, la vara de bambú de anillos de colores, y en la punta el rejón que aguija el portante de la recua.

-¡Abrok!... ¡Abrok! -Y los camellos se van arrodillando, con un ruido de aparejos, de odres, de cántaras; les tiemblan los corvejones, acortezados de callo; les crujen las ancas huesudas, hasta doblarse y postrarse del todo, muy despacio, para no volcar ni una vasija ni un atadijo de la carga. Dóciles y medrosos vuelven al amo sus ojos de niebla, y se les tuerce y eriza el enorme labio hendido como una llaga seca.

Les quitan los costales, y bajan de los «kar» las mujeres, rodeadas de hijos; los ancianos, las siervas. Sus túnicas, sus ropones, sus lienzos, tienen la rigidez del cuero; se han endurecido en los relentes y tolvaneras de los llanos de Samaria, en las hoyadas verdes de Galilea, en las humedades y aires de sal de las vertientes del Hebrón.

Van subiendo caravanas por todas las cuestas de Bethlem; entre los paredones blancos de los huertos, entre las tapias crudas de la viña; entre las bardas de cactos del camino, el camino de basalto, empedrado por los canteros de Salomón; y en el hondo, por las frescas lindes de los herbazales y de la sembradura, por las trochas del pedregal, se mueven las cordilleras de carne polvorienta y sudada de más caravanas...

Salen los bethlemitas; se sientan en ruedos al sol de las rotas murallas para ver el arribo de los caminantes, casi todos de la sangre suya, de la sangre de Bethlem, restos de la tribu de Judá, de familias esparcidas desde el último cautiverio.

Frente a la bóveda de las puertas queda la pila y el pozo con cúpula de cal como un sepulcro, el pozo de David, el rey que pasturó corderos de la aldea. Ahora, en el brocal de las aguas dulces resplandece la lanza-insignia de la Decuria de Roma que guarda a los aborrecidos escribas y alcabaleros de sienes rapadas. Delante de su cálamo se humillan los creyentes del Señor, que llegan desde todos los términos del país porque el César quiere saber el número de sus súbditos y heredamientos en la provincia de Siria.

Los esclavos del Pretorio, que han traído víveres de las casernas de Jerusalem para los curiales; los legionarios, de loriga de escamas que relumbran; los viajeros gentiles con túnicas cortas y amuletos de abominación, se acercan cantando y requebrando a las mujeres veladas y a las vírgenes, que llevan sus ánforas rojas sobre el cojín de sus trenzas recogidas. Y los ancianos de Bethlem ponen el filo de sus ojos amargos en los extranjeros, y se les mueven las quijadas mordiéndose su flaca sonrisa de rencor.

Más caravanas. Otro oleaje de vocerío, de júbilo, de idiomas, de relinchos, de productos remotos y miserias. La caravana de tránsito de las costas, con carga de aromas, de peces, de licores, de higos y dátiles. La caravana de la villa levítica del Hebrón, donde aun quedan descendientes oscuros del linaje de David. Las gozosas caravanas de Alejandría, de mercaderes calvos que tañen la flauta y el crótalo y ofrecen sartales de lagartos vaciados en oro y cabezas de gavilanes de marfil y el pan de medula zumosa de lirio del Nilo.

Ya no caben los viajeros en las casas aldeanas de sus parientes; y hasta en las abruptas callejas de escalones se acumulan sus acémilas con el ronzal tirante, atado a las argollas de los toldos.

Hombres y bestiajes se apartan a los eriales de las afueras en busca del karván, la posada de camino. Tiene portal techado de adobes y galerías de cobertizo donde recogerse los trajinantes; en medio se abre la plaza, muy ancha, de la corraliza, con abrevadero y aljibe; y detrás le sirve de muro un lado de monte, roto por las cuevas de los pesebres de invierno, las cuevas de entrada angosta, de «ojo de aguja», que los camellos pasan tercamente, desollándose despavoridos, las noches de tempestad. En las cercas y portalada se articula el pedernal nuevo con vértebras de vigas y escombros quemados, de los antiguos corrales de Chamaan, hijo de Berzelay, que acompañó fielmente a David y no quiso recompensa, y recibió estos campos, entonces plantados de árboles y mieses y gruesos de pastura, que fueron de Booz. Chamaan edificó un albergue de ganados y caravanas, fundación de caridad semita que resiste siglos, «porque en Oriente antes se derrumba y se pierde todo un pueblo que una caravanera».

A lo largo de las paredes cruje un aleteo de lonas de tendales, entre cardos, pitas, ortigas; encima de la grama vieja, ahumada de fuegos de nómadas, mordida por las reses que suben del saladar del desierto. Los corredores de la hospedería desbordan de familias que se tienden en las atochas, entre sus arcas y cuévanos de frutas y jaulones de aves y corderos de leche, trémulos y ensangrentados de recién paridos; y al raso de la anchurosa majada se aplastan las hileras de acémilas y cabalgaduras que van entrando; mulos foscos y bravíos, de cascos horrendos; bueyes de cuerna torcida, que llevan la tienda de pastor plegada en su lomo; asnos grises, de barriga velluda, con el esquilón y el fanal de guías de la caravana, y en la dulce lente de sus ojos grandes y húmedos se han copiado las soledades y los horizontes; camellos con la diminuta cabeza inclinada bajo el caracol deforme de su corpulencia de hueso, de costras, de correones y cinchas de palma, de laberintos de cuerdas vibrantes como un navío, de fardos y tablas de angarillas que les cuelgan por el costillaje descarnado; gigantescos dromedarios de carga, de piel raída blanquecina, que soportan el peso de una carreta en colmo y llegan al establo con la giba exhausta, arrugada como un lienzo podrido sobre el espinazo, que les sangra de mataduras; camellos de color de café, de doble corcova, de lanas de estiércol que les bajan arropándoles hasta la concha de las rodillas; camellos de marcha, con sus collarones de esquilas y lúnulas y el palanquín de flecos y borlas de felpa: los veloces monstruos que atraviesan cien leguas en un día, avanzando a la vez las dos patas del mismo costado...

Y suben balidos y lloros, retumbos de calderos y tonadas broncas y músicas de flautas egipcias que hacen danzar a los camellos, ya desnudos de sus equipajes, al bochorno de las hogueras y de los hachos de resinas.

-¡Kamalíkamalí! -les aúllan los mayorales; y entonces las bestias dan la mudanza del salto, sus pezuñas resuenan pesadamente y se revuelven en una cabriola mirando a todos, con mueca rencorosa de jorobados que ven su fealdad en las alegrías de los hombres.

Un último brinco saca sus espectros de enormes avestruces desplumados en la luna, que ya cae dentro del patio; y se desploman estruendosos, dejando su olor de pellejo embebido de aceites y pringues de mercaderías, olor de continentes y de muelles, y el olor suyo, el olor de sudores, de cría y de cabrón, el olor que enloqueció a los caballos de Creso.

Todavía se abre el portal, y aparece ondulando en el cielo el contorno de otra caravana.

-¡Abrok! ¡Abrok! ¡Abrok!... -No acaba ese grito. Salió de los valles del Nilo, y resonará siempre en los desiertos, en las marismas, en las cuestas, en los prados, en todas las ciudades, en todos los paradores, en todas las rutas de Oriente. Es el grito que voceaba el pregonero delante del carro de Josef. Porque el faraón le dijo: «Te he constituido sobre toda la tierra mía de Egipto». Y tomó el anillo de su mano poderosa y se lo puso a Josef, el escogido del Señor, para que sellara todas las voluntades con la suya. Le colgó un collar de orificia de peces sagrados, de aves de gemas, de flores de loto, con cerrojillo de filigrana. Le vistió una ropa de lino precioso; y le hizo subir en su segundo carro; y un rey de armas le precedía gritando a la multitud:

-¡Abrek! ¡Abrek! -Y todo el pueblo doblaba la rodilla.


...Los últimos caminantes llegan muy despacio en la noche callada. Es un matrimonio pobre. El marido es seco, de perfil afilado; le salen los mechones, negros y lisos, bajo el paño atado a la frente con una tira de algodón crudo. La mujer, muy pálida y frágil, va sumiéndose dentro del manto, recostada en el albardón de su jumenta, entre fardeles de víveres y atadijos de herramientas y ropas: todo el ajuar del artesano israelita.

Rodean Bethlem, dormido, blanco, todo cincelado. Se paran mirando las hogueras de los rediles. Y se deciden a llamar en el albergue de las caravanas. Al removerse, sus vestiduras sueltan humedad de luna; vienen llenos de luna, de luna solitaria y fría de los campos, de luna del camino...

...Eran San José y Santa María.




ArribaAbajoLos tres caminantes

Se les veía en los fríos azules de las bóvedas, en los escalones de sol de Sión y de Ofel, en las costanas arrabaleras, en el trajín de los paradores... Otros vinieron con mitras de pieles, con nutras de lumbres, con mitras de lino y, en medio, el globo de los Sassanidas; mitras armenias, frigias, medas, persas... Se apartaban por las rutas de Ptolemaida y de Ascalón; y, después, las ciudades de Idumea, de Fenicia, de Libia, de Italia se los llevaban para embeberse del poder de sus maleficios, del secreto de su estrellería. Dominaban el Mundo; y el Mundo los devoraba. Ellos no. Balthásar, Gaspar y Melchor no salían de Jerusalem, escudriñándolo todo; embelesándose y desconfiando de todo.

Y bajaron a Xystus, la plaza de claustros blancos, tan íntimos y frágiles entre las combas del puente de Tyropeon y el cubo cimero de la torre Antonia. Los soportales del Sanhedrín, las escarpas del Templo resudan el oro de sus piedras viejas. Encima, la tarde palpita coronada de palomas de los columbarios que fundó Herodes. Pasaban fariseos tenebrosos y oblicuos; saduceos avenidos con los extraños que menosprecian el país del Señor y quieren amistad con la corte judía; mercaderes y contratistas, centuriones de la Castra hiberna de Siria que reposan de sus jornadas financieras y militares; atenienses nómadas que siguen a los patricios en sus viajes, les redactan sus epístolas, les componen tonadas para sus Mimos, llegan a probar que Homero nació en una colina de Roma...- Y la bojiganga griega que representaba en la Parthia «Las Bacantes», arranca del tirso de Agavé el mascarón de Penteo, y clava en la pina la cabeza de Craso que ha traído el sátrapa vencedor de las águilas romanas.

Plaza honda de mármoles; remanso de ocios; brillos de literas, de cotas, de yelmos. Los felats de andrajos y mataduras, paran sus jumentos; abren los cofines de higos y dátiles, las seras de membrillos, de granadas, de melones y uvas de invierno. Y las manos y las ropas de los gentiles se llenan del olor de los campos de las Doce Tribus.

Gritos y diálogos en idiomas arcaicos y colonizadores: el arameo, el syrocaldaico, el griego, el latín, el nabateo... Se ve la pronunciación de cada lengua, de cada dialecto hasta en los ademanes, en la risa, en la vivacidad y atmósfera de los corros de gentes.

Se comentan las actas diurnas recién desenrocadas de las valijas de Italia, los versos de Cátulo, la prosa de Varron, el libro de Cayo Macio copiado para las provincias, el primer recetario de conservas, de guisos y condiduras.

Los magos se asomaban como si empujasen un postigo ajeno. Ahogadero de túnicas, de mallas, de paños duros, de lienzos esponjosos. La multitud se les curvó tocando las losas con los dedos juntos. Les aclamaba con el ¡Salve, Salve!, y, de pronto, hacía un rebote echándoles el conjuro asirio: ¡Hilka, Hilka: Bercha, Bercha!

Y según entraban Melchor, Balthásar y Gaspar, iban los romanos encogiéndose. El romano está siempre en Roma; y en Roma se niega la divinidad con Epicuro y se sacrifica en todos los altares.

Pero Melchor, Balthásar y Gaspar venían tan remendados que todos volvieron a la bulla. Cuando Gaspar dijo que caminaban desde un monte de Oriente en busca de la felicidad de los hombres, se aupó un mancebo gritando:

-¡Buscando la nuestra salimos nosotros de Occidente!

Afirmaron la aparición de la estrella profética; y un tribuno recitó a Horacio:

-...Micat inter omnes / Julium sidus, velut inter ignes / Luna minores.

Los saduceos remedaban una consternación ritual. «El Señor guió a Israel, de día con la columna de nube; de noche, con la columna de fuego». No se complacerían en las estrellas para no caer en el pecado de adorarlas. Podían decir con el justo: «No miré al sol ni a la luna llevándome la mano a mi boca». Y los fariseos les huroneaban desde el agobio de sus ropones.

Se precipitó un filósofo de Alejandría, de piel de difunto. Había mendigado la salud a los esenios que claman como los onagros en las peñas roídas del Mar de Sal, a los que traen la gracia en sus pomos y talismanes. Medianeros entre Dios y el nombre eran los astros. Los magos sirven su culto; que ellos le remediasen o le dijesen por qué si el hombre necesita su bien no lo tiene, y si no ha de tenerlo, ¡por qué lo desea!

Un escriba como un cabrón tiñoso le increpó que siguiera esperando. «El que ha de venir, vendrá».

Y el otro se torcía como los endemoniados.

-¡Quién la retarda, quién la retarda!

-No os fiéis, caminantes, de las gentes del Lacio. Allí, el cónsul, la matrona, el legionario, el esportillero se alimenta del prodigio de los sacerdotes de Asia que les llegan a lomo de las naves piratas, y les teme y les odia. No os fiéis de mí; pero tampoco de los que se atan los pulsos con las tiras de las Escrituras. En Jerusalem os desdeñarán, y se han tendido mostrando las nalgas bajo los dioses corpulentos del Éufrates. Sus frentes son cisternas de sabiduría. A uno del Sinedrio, que porfió en averiguar las ocultas palabras de Ezequiel, le dieron trescientos odres de aceite para su lámpara, y se le secó en vano la luz de sus vigilias...

La burla del retórico embistió las sectas y escuelas semitas. Se aullaban gesticulando, maldiciéndose con el furor de casta que regocija a los gentiles. Y entre roscas de paños les chilló un rabbi:

-¡Vuestros senadores se arrapan y se escupen como rameras! -Y volviose a los magos pidiéndoles noticias de los hebreos que viven bajo los sauces donde Tobías daba su pan al prójimo.

Nikolao declamó:

-Tobías su hijo tuvo a un ángel de maestro de la magia. Sacó del Tigris un barbo que medía tres codos. Quizá fuese el lucio de cabeza cuadrada. Con el humo del corazón y del hígado libró a una mujer del mal que le consumía los maridos, siete maridos, en la noche de bodas. Con la hiel ungió los ojos de su padre, Tobías el viejo, quitándole la nube que se los cegaba...

Se interpuso un patricio de subastas, recosido de cicatrices de gladiador:

-¿Tobías el viejo, Tobías el misericordioso? Socorrió con dineros a un pariente pobre, sin descuidarse de que le firmara la cédula de préstamo ni de cerrarla en su arquilla. ¡Porque no se olvidará Israel de lo suyo!

Se le arremolinaron los ensayalados:

-¡No se nos olvida! ¡No se nos olvida! ¡No se nos olvida! -Y quedose crispada una mano como la pata de un cuervo y se arrastró un gañido de bofes amargos:

-¡Visión de Daniel: cuatro bestias ruines; tres han pasado; la última nos escarba con sus pezuñas inmundas! ¡Pero si el leopardo puede mudar sus manetas y la sierpe su piel, nuestro pueblo soltará su oprobio!

Y gritó un centurión de gordas pulseras:

-¡Así lo suelten los judíos de Roma que viven de sus bancos y balanzas de mugre!

Surgió Rabbi Schammaï con sus escolares flacos, hirsutos como lobeznos:

-¿No estalló la revuelta de la Galia degollando a los banqueros romanos? País de logreros, de publicanos y exactores... Los procónsules llevan las «águilas» para devorar las carroñas de las ciudades hambrientas. ¡De hambre hicisteis morir a los magistrados de Salamina en sus sillas de mármol!

Soldados, funcionarios, negociantes se agrupaban con el entono coral de su raza, como si cada uno tuviese sus lictores y sacase los brazos entre la púrpura de su toga. Las voces parecían vibrar en el Foro: «El universo era provincia romana»... «Roma daba lo que no quiso quitar».

Y reventó la risa de Schammaï.

-¡Craso se arremangó llevándose hasta la sal y los panes de nuestro Templo! ¡Por eso el «héroe», con las manos llenas, no pudo vencer a los parthos! -Y escupió junto al centurión de los puños enjoyados diciéndole:- ¡Se te oyen los grilletes de tu abuelo!

La injuria se enroscó en la sangre latina. La dueña del Mundo reduela la humanidad a servidumbre, y con ella formaba sus cortejos y poblaba sus colonias. Circulación de collares de hombres: Roma los recibía esclavos y los devolvía ciudadanos romanos.

De cada rogle talar subía un clamor:

-¡La viña quedó sin seto ni choza que la guarden!

-¡Vienen pueblos con sus arcos tirantes, las uñas de sus potros como pedernal!

-¡Nuestros príncipes cantaradas de ladrones!

Y los extranjeros, libertos o hijos de libertos, gritaban:

-¡Si no podéis resistir, mataos! -les arrojaron nombres ilustres de suicidas:- Scappula se quemó vivo. Quintilius Varus se hunde la espada de su esclavo. Labeon se cava la fosa, se hiere y cae besando la tierra...

-¡Ninguno como nuestro Razías que se abrió el vientre, se rasgó más con los dedos, se arrancó entrañas y con sus manojos golpeaba las bocas de los gentiles!

-¡Asemejadle vosotros!

Y bramó Schammaï:

-¡Todos los días mueren creyentes en loa patios de Herodes! Los rompen a cincel, los tuercen como cuerdas, los aspan, los taladran...

Algunos saduceos decían:

-También el rey David se sirvió de la sierra, del hacha, del rastrillo, de los hornos de cal, de las ruedas de carro...

Los griegos sonreían junciosos y sutiles a los israelitas y, después, a sus amos. Sus amos soslayaban el tumulto; y los hebreos les seguían compactos, con la terquedad de su rencor y de su desventura.

Judea desbordaba de funcionarios de Italia, como Bithinia antes de ser totalmente romana. Judea tributaba al César; pero vivía Herodes. Llagado, podrido, revolcándose en su estiércol, vivía...

Y los extranjeros buscaron otra vez a los pobres magos.

No estaban. Su desaparición les enfoscó de recelos supersticiosos. Roma exprimía el Oriente, pero se le resbalaba su misterio. Más recóndito aún Israel, intacto siempre como su Dios.

Tampoco estaba Nikolao. Y los porches de Xystus fueron quedándose en una soledad sensitiva, mientras el cielo se incendiaba de luna llena.

Entonces, por los portales de Herodes se hundía un tropel de su guardia bárbara; los galos con máscaras de crestones cornudos rebanándoles la testa, y los hopos de crines cayéndoles de la nuca. Lentos, estruendosos empujaron a Gaspar, Balthásar y Melchor por tránsitos murales, por cámaras de techos translúcidos.

En el fondo de una alcoba, redonda, sin resaltos, sin hornacina ni mueble ni tela que sirviesen de escondederos, en su mullido, el rey comía a puñados con ansia que le pringaba todo, hambre voraz que le hinchaba y extinguía. Dignatarios, oficiales, enfermeros, pálidos por la clausura, apretaban sus fauces para no recoger todo el olor de enfermedad, olor adherido a su túnica, a sus unas, a su paladar, tragándolo hasta con el aire de los jardines que aspiraban escapándose, de noche, a las terrazas. Náusea, hedor y perfumes del rey que aborrecían sumisos.

-¿No buscabais a Basileos? -Y las palabras de Nikolao se oían como un susurro lejano y muelle.

Gaspar adelantose con el ímpetu de su juventud virgen:

-¡Ese no es el rey de la estrella de la profecía!

El lacerado estuvo mirando entre sus mechones desteñidos de adobos al hombre de Ur. De tanto acecharle le creció el ahogo de su calentura. ¡Una profecía! Su reino se originaba en su sangre. ¡Las voces de los agoreros cogidos al manto roto de los reyes de Judea, no llegaban a la Jerusalem suya! Se incorporó, y tuvieron que valerle. Estrujó sus vendas rascándose las ingles que soltaban unas simientes menudas, anilladas; y se le quedó una mirada de ferocidad lastimera, la mirada tan humana de las bestias que padecen sin remedio.

No le importaban los viejos profetas, y se desesperó preguntando el cómputo de la aparición del lucero. ¿Brillaba porque había ya nacido ese rey o porque había de nacer? Los caminantes decían que la estrella estaba prometida desde lo hondo de los tiempos; la estrella brotó una noche en el aire del Mundo, y ellos comenzaron a seguirla. ¿Dónde estaba el Señor?

Un viejo de párpados escaldados se postró ofreciéndole a Herodes:

-Yo podré repetirte las Escrituras.

Y el rey gritó enloquecido que le trajesen las fojas auténticas.

¡Demasiada inquietud por un astro en un cielo cuajado de luces, de constelaciones, de signos divinales! Y Nikolao sonreía suave y fisgón.

-¡Palpé las sienes de esta buena gente, y yo te digo que no sentí las sacudidas que daban las de Zoroastro! Mejor te divertirán refiriéndote de sus reyes antiguos que iban a una fiesta de caza como si saliesen a las guerras de Egipto. No como tú, Basileos, con la túnica y el perfume del triclinio. Tu potro, tu jabalina, tu valor rompían el breñal... ¡Acosabas, matabas por la delicia del peligro!

Herodes se recostó bajo las memorias de los días felices de su salud.

Delante del lecho, de espaldas a los tres magos, Nikolao bruñía las anécdotas, y todo el silencio se tendió dócilmente como un tapiz de su figura.

-...Las ciudades les despedían con plegarias y ofrendas. Sus reyes han de estrangular leones con sus dedos, han de traspasar tigres con su lanza, «la palabra de su mano», porque así confirman su linaje. Escuadras de ojeadores empujan a la fiera. El rey aguarda impasible en su carro de oro, dentro de un valladar. Y el león viene tambaleándose, con las garfas ya roídas, castrado de su furor por el brebaje que bebió en la poza de su querencia. El rey lo ahogará sin caérsele la tiara, sin perder un rizo de su barba, sin torcérsele una joya...

Resonaron las duras sandalias del escriba de los ojos enfermos.

Le arrebató el rey un brazado de pergaminos. Los descogía, los cotejaba mordiendo palabras, y soltaba unos textos y tomaba otros.

«Le veré, pero no ahora. Le miraré, pero no de cerca. Una estrella se alzará de Jacob...».

-¡Oráculo de Balaam! -Y el viejo volvió a enrollar la voluta de membrana.

Herodes abrió los escritos de Isaías, de Jeremías, de Baruch, de Abdías, de Micheas...

«¡Por qué clamas! ¿No hay rey en ti?».

Y buscaba más.

«Ahora se han juntado y dicen: Sea devorada y profanada. Sacien nuestros ojos sus deseos en Sión... ¡Hija de bandas y cuadrillas: con vara golpean el rostro del que juzga a Israel... Mas, tú, Bethlem, Efrata, párvula entre millares de Judá, tú no serás siempre la humilde porque de ti ha de salir el que domine a mi pueblo!».

-¡Bethlem! ¡Bethlem! -Lo dijo muchas veces, preguntándoselo a sí mismo. Se le colgó ese nombre de su risa floja. De tanto repetirlo tuvo a la aldea bajo su parpadeo de estupor. Nunca había reparado en Bethlem. Y lo aborreció por eso. Lo aborrecía temiéndole porque nunca desconfió de su calma pastoral. En Samaria, en Galilea, en Judá, en la Dekápolis, al borde de los desiertos y del mar, en las quebradas abruptas, en la vera del Jordán había lugares facciosos, chafados siempre por sus cohortes, y siempre revueltos como sacres. Pero Bethlem dormido en las calladas claridades de su inocencia...- ¡Ahora, de esa inocencia se desprendía la culpa! -Bethlem tan frágil, tan dulce...- Así pudo disimular el secreto, un secreto tan envejecido que venían a contemplarlo desde un país remoto... Y odió a los tres caminantes. Les miraba en la boca, en el cuello, en el costado... Y sus validos y su guardia también les miraban en la boca, en el cuello, en el costado... y rápidamente se volvían al rey esperando su ademán feroz que precipitaba en la muerte...

Silencio con un temblor de ojos y de respiraciones. Y el silencio acercó los alaridos de las casernas. Melchor, Balthásar y Gaspar se acordaron de Schammaï: «Todos los días mueren creyentes en los patios de Herodes». No morían, como los romanos, por vanagloria, «porque se amaban a sí mismos más que a su propia vida», sino por la indomable pureza de su pueblo y de su cielo.

De pronto, apareció un árabe como un cobre verde, recremado. Y el rey se acogió a ese hombre, el curandero nuevo, auténtico o astuto que los herodianos cogían de todas las comarcas.

El ismaelita desnudó los fermentados ijares de Herodes. Estuvo catándole blandamente las postemas. Se inclinó a Nikolao, y le habló de las aguas de Callirrhoé que exprimen la podredumbre. «Haná, el hijo de Sebeón, pasturando los asnos y mulos de su casa, descubrió los hontanares milagrosos. Nacían hirviendo entre rocas de basalto; se derrumbaban por margas moradas donde crecen los orobanques de color de azufre, las crucíferas de las murallas y se petrifican los troncos de los palmitos que se van desmenuzando en arenas...».

-¡A Callirrhoé!

El árabe siguió sin reparar en el grito de Herodes. Conocía los diez ojos de las fuentes. Llevó a extranjeros que ya manaban el tuétano por los bubones, y volvían con el gozo de la salud...

-¿Romanos? ¡Romanos antes que yo, valiéndose de lo mío! ¡A Callirrhoé! ¡A Callirrhoé con ése atado a mi litera! -Y en seguida se olvidó de todo gritando de hambre, de hambre de perro que le roía las entrañas. Engullía vomitándose con la avidez y saciedad de su vientre abrasado, hinchado, podrido.

-¡Echadles que me miran como a un lobo, y ellos llevan el cielo estrellado en las palmas de sus manos!

Un siervo guió a Melchor, Balthásar y Gaspar por los pasadizos rojos de teas. A veces se contenían escuchando.

-Son los que derribaron hoy el águila de oro del dintel del Templo. Han de durar hasta la madrugada. Les quitan, un rato, los escudos candentes, pero les hurgan en las carnes derretidas y así no mueren y no paran de bramar; y el rey les oye...

Poco a poco se perdían los rugidos entre los pliegues y curvas de sillares empapados de un sudor de albañal.



Luna de enero que cincela con frío la tierra. Los cactos, los terebintos, las aradas, todo hilado de claridad; y el camino de Bethlem desnudo en el helor del aire inmóvil.

Pasó estrujando la quietud el galope de una cuadrilla del rey. Ráfagas de acero y crines, aletazos de mantos, humo de jadeo y polvo.

Después las tres figuras blancas más lentas y solas en la noche de luna.

Por las ciudades, por los yermos, por todas las vertientes del Mundo se precipitaban los afanes de los hombres. Camino de Bethlem les rodea la paz como un nimbo de lámpara. Y la estrella en medio de la creación para sus ojos. Únicamente para ellos se les apareció en la soledad celeste de la cumbre que les ha dejado en la soledad humana.

Resaltaron las piedras que amontonó Jacob sobre la sepultura de Raquel; y la sombra tan vieja se tendía concretando el desamparo. Temblaba el silencio como un corazón. Y cuando pasaron de allí, la blancura de los tres caminantes parecía más tierna, y sus palabras y las pezuñas de los camellos se oían exactas, bruñidas de rodar hasta los últimos hondos y rasos de la noche; la noche de una inocencia, de una respiración de felicidad como si ya no fuese menester el lucero divino.

¿No sentían ya una dicha que no es realidad gozosa sino su transparencia en un momento bueno, callado, intacto hasta de la estrella que les ha traído? Fortaleza de la misma fragilidad. Desincorporarse su deseo, hiriéndolo por afirmarlo. A la vista de Bethlem la estrella les palpitaba tan suya que nada más abriendo su mano la perderían...

Ellos solos, cerca del prodigio. Y se les plegó la frente mirándose. ¿Sería una estrella como todas las estrellas? Las estrellas eran idea y signo de Dios para los magos, mientras otros hombres tallaban imágenes de dioses y las coronaban de rosas, y Dios permanecía invisible para todos. ¿Sería una estrella que traspasó el firmamento y volvería a hundirse y volvería a lucir para otros ojos cuando los suyos estuviesen ya vacíos como los ojos de los profetas que la prometieron?

Blancos, solos en medio de la salina de luna. Parados. Y la estrella también. ¿Se han parado ellos antes o la estrella?

Calma de Bethlem cerrada entre paredones, terrados y bóvedas.

La pureza de su cima, la gloria de sus países, sus jornadas, todo lo iban recordando junto a la aldea dormida en la humilde blancura de la cal. ¡Y si se volviesen sin llegar del todo! No se lo dijeron; pero como si lo hubiesen oído pensaron entonces que los siglos de mirada humana a lo recóndito del cielo, la expectación de los corazones, el pasado suyo, todo era verdad por la verdad del lucero.

Ansiedad de los corazones... Tardes en la estepa del Éufrates; arribo a Tapsaco; noche de Tadmor, cuando se decían: ¡Qué lejos aún de la tierra deseada! Ya estaban: recibían su olor, su relente, su luna. Y se imaginaban en el comienzo del camino pronunciando: ¡Cuánto falta!

Lo recóndito del cielo... Miles de fojas de ladrillos contenían las enseñanzas astronómicas, arrancadas de generación en generación al firmamento para desceñir el misterio de las criaturas... Y ya no les quedaba sino un instante, un poblado rural, el filo del límite...

Tan sabios de astros y miraban el cielo como los demás hombres.

Les pareció que toda la noche se les echaba en brazos asustada por el viento del amanecer. Nubes redondas, translúcidas en las frentes de los montes. Plateaban escarchados los olivares; se estremecían las higueras y las vides cristalizadas de frío. Y pasó por la soledad un plañir de mujeres. Escapaban las voces de la aldea y volvían desde los ecos de las piedras de Raquel: «Voz fue oída en Ramá. Clamor y sollozo. Raquel lloraba sus hijos desde su sepulcro».

Aguijaron sus camellos. Crujían las correas y carcasas. Volaban las esclavinas de armiños remendados. Les retumbaron los pulsos. Y al entrar en Bethlem crecieron las imploraciones y encima botó un estrépito de caballos.

La noche se velaba y se desnudaba de nieblas, con una hermosura siempre virginal, sin tocarla el rencor ni la desgracia de los hombres.

Desde las azoteas, desde los setos y tapiales asomaban grupos de mujeres llevando a sus hijos pequeños crispados por la agonía, con las ingles abiertas, con las gargantas rasgadas como corderos de leche, y la sangre enfangaba la tierra de luna.

Gaspar, Balthásar y Melchor subían las manos, y las familias les maldijeron. Les veían demacrados y pobres, pero invocaban la misma estrella que la turba del rey señalaba cuando degolló a los hijos.

Lejos, en el albergue, se torcían los rojos corazones de las hogueras. Y en el portal se les cayeron las carroñas exhaustas de sus bestias. Llamaron los tres caminantes. Les recibió un husmo de castas, un tufo de hachones y fogariles, un olor agrio de frutas que se derretían, un aliento de intemperies cobijadas toda la noche». Ganados y recuas rodeando los posos. Judíos en oración, inmóviles, hacia Jerusalem. Soldados, mayorales, trajineros disputándose armas, aparejos, rameras. Despertaban las caravanas a punto de abrirse en una rosa de rutas y climas. Como en todos los paradores. Seguir; comenzar; volver en curvas de río por la misma planicie. Ahora estaría la cumbre de ellos ungida de las esencias de la madrugada, como en los tiempos de su quietud, antes de la aparición de la estrella. Como entonces y sin ellos; sin poder retornar a entonces. Se internaron por corredores cavados dentro de la colina que sostiene la obra de la caravanera. Salían hatos, acémilas, familias... Después todo se quedaba recogido, tierno de la flor del alba; y por una pared rota bajaba muy grande el lucero. En lo último del refugio había un rodal de gentes con gallaruzas de vellones, con capuces peludos de olor de majada. Ponían sus manos de cepas a la lumbre despertando el rescoldo no como los magos hacían con el fuego divino de sus losas, sino como fuego terrenal creado para el bien de los hombres. Conversaban mirando a una rinconada donde se guarecía un matrimonio de Nazareth: la mujer lisa, frágil de recién parida, aniñada por la maternidad; el marido tostado, maduro, con sayal foscor y el paño de su frente desatado, y se le juntaban la cabellera aceitosa y la barba que principiaba a encanecer.

Los pastores les daban agua y lienzos con que lavar y aviar el hijo, y después se lo pusieron al pecho de la madre. Todo lo iban reflejando los gordos ojos de la jumenta que les trajo de su país y los de un buey echado detrás del pesebre que volvía su cuerna moviendo despacio las quijadas con un crujido de grama, dejando el humo de su morro caliente; y cuando paraba de rumiar se sentía mamar a la criatura.

Marido, mujer, pastores y bestias se volvieron pasmados a los tres aparecidos.

¿Serían tres ángeles? Tres ángeles de blancuras ajadas, extenuados, envejecidos de tanto caminar. Vendrían de las orillas del cielo, donde el cielo y la tierra tienen un vado de montes azules.

Gaspar, Balthásar y Melchor se arrimaron poco a poco entre garbas de lena y atadijos y vasijas del ajuar de la familia de Nazareth, hasta postrarse en el pajuz.

El hijo soltose del pecho. Y Balthásar le dejó delante un terrón de oro; Gaspar, un alabastro de incienso; Melchor, un pomo de mirra. No dijeron nada. Callando era más clara la suavidad de su cansancio en el descanso. Así, con el silencio de su boca respondían al silencio interior de su vida. Ni se preguntaban si habían venido, si habían bajado de su cumbre lejana para eso. Si habían pasado desiertos, fragas, ríos, naciones para ver un matrimonio artesano con un hijo recién nacido. No se lo reprocharon. Nunca habían sentido esta emoción de humanidad. Buscaron la gloria prometida al mundo, y se encontraban a sí mismos en su alma trémula de ternuras. No se calcinaría el misterio ni el deseo. No se les vería regresar con la estrella apagada.

Siempre los tres magos camino de Bethlem, con el lucero llagándoles los ojos.






ArribaAbajoII. La conciencia mesiánica en Jesús

La revista España me había encomendado otro tema, que resumidamente era: «El monoteísmo y el culto de los santos locales en España». Leyéndolo, recordé las palabras de San Agustín: «Los ídolos expulsados de sus templos, se refugian muchas veces en el fondo de los corazones». Y después, lo que el Rdo. F. Cabrol ha escrito en «La Oración de la Iglesia»: «Se ha dicho que los dioses del paganismo han sido trocados en santos; o, también: que el vulgo sustituyó a sus ídolos por otros bautizados con distinto nombre. Es rigurosamente histórico que en ciertos lugares, el culto de un dios fue suplantado por el de un santo; mas esta transformación no debe sorprendemos. La Iglesia no ha venido a destruir el sentimiento religioso, sino a purificarlo y ennoblecerlo».

Quizá con esos textos, algunas fáciles citas místicas y hagiografías, y la añadidura de lo que yo he podido recoger por esos pueblos y parroquias de España, el artículo para este número se me daba ya casi modelado. Pero en estos días, cerca de la Semana Santa, me ha parecido de más cristiana actualidad remover y exprimir algunos estudios relativos a la vida del Señor. Sé que el título La Conciencia mesiánica en Jesús, es demasiado presuntuoso y viejo; y, sin embargo, no se me ofrece otro tan sencillo y ardiente.

Hace tiempo, yo le decía a un devoto: Nadie ha podido saciar el ansia de saber la vida de Jesús desde su niñez hasta el principio de su predicación. ¿Cómo vivió, qué pensó, qué hizo Jesús hasta los treinta años?- Y el devoto me contestó arrebatadamente: -¡Y a usted qué le importa!

Sí que les importa a muchos ortodoxos y heterodoxos; y les importa para bien de la sensibilidad religiosa.

Yo, aquí, escogeré cuatro autores de distinto acento de fervor: Stapfer, Chollet, Harnack y Le Camus. Y al renovar su lectura, con la de los Evangelios y la de algunas páginas de Josefo, iré condensando, elementalmente, tres apuntes con estos tres epígrafes: «Infancia de Jesús».- «La plenitud de los tiempos».- «Bautismos y tentaciones».


ArribaAbajoInfancia de Jesús

Aparte del nacimiento, de la epifanía y del episodio del Templo (San Lucas, II), en que después nos hemos de parar, los Sinópticos callan la vida de Jesús hasta que cumple treinta años. Como nada dicen de su infancia y cada día se comunica más la inquietud de saberla y amarla, los Apócrifos escriben sus relatos con toda la exaltación y complacencia de los orientales en lo ingenuamente maravilloso. Pero, en sus escritos, la niñez de Jesús resulta la de una criatura poseída, obra de brujería popular, un poco cansada. Ni siquiera tienen el calor humano y la gracia primitiva de la historia de María y de Josef, el Carpintero.

Se ha de reconstruir la infancia del Señor acogiéndose a la semejanza de su hogar con los otros hogares nazarenos, piadosos y pobres.

Nazareth resplandece de cal en la ladera de una colina desnuda. Casas cuadradas, con su escalera exterior del terrado y cámara alta para las noches calientes; campos de trigo y de viña; cercas de cactos; higueras y olivar. La Synagoga con sus follajes viejos. Pasada la última cuesta del camino, a la entrada del pueblo, la fuente donde acuden las mujeres y los hijos. María viene a llenar sus cántaros. Más tarde trae a Jesús. La madre, con el ánfora recta sobre su frente; el hijo, con el cantarillo que le va goteando hasta el portal. María le enseña la plegaria. Escucha -Schema-; los versículos mosaicos más precisos -el Dios único, la predilección de Dios por su pueblo. Todavía no hay verdaderas escuelas en Palestina-. La única Beth Hassepher -Casa del libro- está en Jerusalén. Del año 60 al 70, después de Jesucristo, principian las fundaciones escolares con carácter obligatorio. «Perezca el Santuario antes que los niños dejen de ir a lección», dice el Talmud.

Pero, en los tiempos de Jesús, el Hazzán o encargado de la Sinagoga rural, luego del servicio del Sábado, retiene a los hijos de los aldeanos; les cuenta las historias de los Patriarcas, las jornadas salvadoras de Moisés; les explica los preceptos más elementales de la Ley; les va glosando algunos salmos que ensanchan la oración aprendida de la madre. Y oyéndole, pasan delante de los ojos atónitos de Jesús, las hermosuras de la Creación, los primeros rencores, los primeros ímpetus y desfallecimientos de los hombres.

Cumplidos los doce años, Jesús queda obligado por la Thora al ayuno y peregrinación de la Pascua. José y María llevan al hijo a Jerusalén en la caravana nazarena. El camino es lento. Jesús ve de cerca las ciudades de los gentiles, algunas fundadas por Herodes; los términos de las tierras aborrecidas de Samaria; los valles gozosos y profundos del Jordán, todavía en silencio; los jardines de placer de Jericó.

Después, el camino se vuelve torvo y abrupto; sube el monte de los Olivos. Desde lo alto se asomará Jesús a Jerusalén. Tanto lo desean sus ojos que no reparan en Bethania, la aldea clara, menuda y tranquila, ni en Gethsemany, el olivar y tuerto, que serán sus refugios íntimos de amistad en los días de persecución y congoja.

Jerusalén. El Templo como una fortaleza de lumbre y de oro. Las torres de las grandes murallas. Palacios, graderías, toldos y bóvedas. Resuenan las trompetas de los sacerdotes, las bocinas de los legionarios de Roma. Levitas, guerreros, cortesanos, mercaderes... José, María y Jesús atraviesan todos los arrabales; salen por todas las puertas de la ciudad para que el hijo presencie el trajín de las rutas que vienen de todos los países: la del Hebrón que pasa por Bethlem, donde Jesús ha nacido; la de Damasco, que llega entre tapias de huertos señoriales. Para verlos, quizá se suban a un peñascal de vertederos y cardos que se llama el Gólgotha. Entre todo, maravilla el Templo a Jesús. Ferias, disputas, vocerío, lujo y hambre. La pompa del sumo sacerdote; los corros de los doctores de la Ley; la liturgia de las inmolaciones... Y acabadas las fiestas, los nazarenos se juntan, y su caravana vuelve a subir el monte de los Olivos, hacia su aldea. María y José buscan al hijo entre los hijos de sus amistades y parientes. No está Jesús; no sienten su risa ni su voz; no se les aparece el vuelo de su vestidura, que ha cosido María para su primer viaje ritual.

Y escribe San Lucas: «Y como no le hallasen, se volvieron a Jerusalén. Y tres días después, le vieron en el Templo, sentado en medio de los doctores; oyéndoles y preguntándoles. Y la madre le llamó: Hijo, ¿por qué te portaste así con nosotros? ¡Mira cómo tu padre y yo te buscábamos con aflicción! Pero Jesús les respondió: ¿Para qué me buscabais? ¿No sabíais que he de cuidar de los asuntos que son de mi Padre?».

No; no lo sabían María y José; o no le comprendían. Lo dice el evangelista: «Mas, ellos no entendieron la palabra que les habló».

Aquí, según San Lucas, Jesús habla del Padre. La «buena nueva» que ha de sembrar diez y ocho años después, se cifra en la proclamación del Padre. Dios ya no es Jeovah terrible, sino el Padre que está en los cielos y no se olvida ni de los lirios del valle ni de las avecitas, y da al hombre el pan de cada día. Pero sorprende que el Evangelio de San Juan, el Evangelio Teológico, no haya recogido esta jornada.

Después, añade San Lucas: «Y descendió con ellos -con José y María- y vino a Nazareth; y estaba sujeto a ellos. Guardaba su madre todas estas cosas en su corazón».- José muere pronto; ya no se le nombra, «y Jesús crecía en saber, en edad y gracia delante de Dios y de los hombres».




ArribaAbajoLa plenitud de los tiempos

Con la plegaria y el concepto del Dios único, el judío recibe de los padres sus convicciones políticas exclusivistas. La Patria es el «país del Señor». La tierra, sus frutos y los hijos a Él le pertenecen. Jeovah es el Dios de los ejércitos, que aparta al extranjero, y el Dios agrícola, que tiene la Dave de las lluvias y ama y exige la primicia de las cosechas. Un pueblo, un Dios, un caudillo, un dueño, un altar. Cada vez que los hebreos cometen el pecado de la fornicación religiosa, volviéndose a divinidades gentílicas sanguinarias y muelles, Jeovah permite que las gentes extrañas los opriman o los deporten a países remotos y duros. Los hebreos claman. Entonces, surgen los liberadores. Cada juez que se levanta, significa ya el arrepentimiento de un contagio politeísta. Cada profeta es un medianero del Señor, que avisa el mal y el castigo; que promete el triunfo mesiánico. Con la Monarquía se ha perdido la inocencia patriarcal que aun quedaba en la época de la judicatura. Ocurre el cisma de las tribus. El tránsito de Alejandro deja un surco de paganismo. La Galilea se va poblando de gentiles. El habla Greciana se oye tanto como el arameo. Hay estatuas inmundas, convites y galas abominables; teatros, gimnasios, certámenes. Algunos hebreos participan de las luchas y carreras; y como han de presentarse desnudos, ocultan su circuncisión con un prepucio artificial. La ortodoxia tiene distinta palabra en cada una de las tres sectas: essenios, fariseos, saduceos. Finalmente, el trono de David pasa a un linaje advenedizo. Un idumeo, Antipater, se apodera de la voluntad apocada de Hyrcan, el príncipe y pontífice legítimo. El hijo de Antipater, Herodes, es proclamado rey por el imperio y fuerza de Roma, que ya no levanta su pie de la tierra elegida. Se enciende la revuelta contra los sacrilegios del rey y de la intervención romana. Un águila de oro, puesta por Herodes en los portales del Santuario, remueve la ira de los creyentes, que arrebatan el emblema y lo destrozan. Los héroes, cuarenta fariseos puros, son quemados vivos. Un decreto del Emperador, ordenando el censo de las familias y propiedades de Israel para regular los tributos, desata el motín, que acaudilla Judas el Gaulonita. El «país del Señor» no ha de tributar sino al Señor. Judas muere en el suplicio. Dos hijos suyos, herederos de su rebelión, son crucificados. Después de Herodes, Varus, el legado del César, cuelga de la cruz a dos mil judíos. El reino se reparte en tetrarquías. Es una provincia romana. Y el asesinato patriótico se comete en la ciudad, en la granja, en el camino. No puede resistir más el devoto. Y vuelve su mirada a los textos apocalípticos: Ha de venir el verdadero caudillo que consuele a Israel, que realice todas las promesas mesiánicas. Será de la sangre davídica; ante su aparición, se purificará la patria de injusticias y contaminaciones. El Ungido humillará todos los pueblos; se le arrodillarán todos los reyes; se volverá Jerusalén de oro, de púrpura y de cedro; y los hebreos, todos los hebreos, vivirán ya siempre en las delicias de un sábado abundante y eterno del Reino de Dios...

Los rabinos lo repiten inflamadamente. Llega el Mesías, porque había de venir en la hora de las más grandes desgracias, y éstas han ido cumpliéndose. He aquí la plenitud de los tiempos. La exaltación de las esperanzas es como una espada encendida de gozo, que traspasa desde la serranía del Hebrón, desde las nieves del Hermón, desde la cumbre redonda del Thabor a las aguas azules del Tiberiades. Todo aguarda el grito del mensaje divino. Y los ancianos y las mujeres y las criaturas que acuden al hortal y a la fuente callan y se vuelven esperando cuando pasa un caminante forastero o ven subir el polvo de una caravana.

Nazareth ha redoblado su plegaria y su ansiedad. Jesús se para entre los grupos lugareños; se recoge en la oración y en la lectura de los escritos proféticos; se aparta en la quietud de los campos, bajo la gloria y soledad de los cielos. Y parece que inclina su oído hacia su corazón y en él escuche el corazón del mundo.




ArribaBautismo y tentaciones

Desde que Jesús cumplió doce años -la mayoría de edad religiosa- asiste a las grandes fiestas rituarias. En el trastorno de Jerusalén se le renueva el panorama del mundo. La patria, cerrada por los antepasados, se abre, estos días, a todas las proyecciones de Oriente y Occidente. Desborda de extranjeros y de hermanos judíos que llegan de Alejandría, de Grecia, de Italia, de lo profundo de Asiria... Y entre los placeres, el júbilo y el tumulto, Jesús descubre siempre un aturdimiento infantil en los hombres que se cansan y gozan sin ser felices. Pasión y tristeza; sequedad y olvido de todo valor humano. Y en el templo del Señor, ferias de ganados, de aves, de frutas, de amuletos, de ropas; mesas de cambistas; ruedos de tañedores. Humos apretados y olorosos del brasero de los perfumes y de las reses quemadas. La plegaria, los cánticos, las disputas, se juntan en grito sin emoción de palabra. Y, arriba, pasa el cielo desnudo, solitario y azul, separado del todo de la tierra...

Cuando Jesús se vuelve a Nazareth, tiene un desabor, una fatiga de la enorme ciudad; y los campos, el silencio, los horizontes suyos le acogen más íntimos. Gobierna el obrador de carpintero que le dejó su padre. Labra yugos, cribas, bieldos, arados, celemines, vigas, postigos. Acude a las casas y heredades para remendar las techumbres, las escalas de los terrados, las tarimas, los cofres, los aperos agrícolas. En sus marchas de artesano rural aprende las más escondidas veredas; se para mirando la faena de los jornaleros de la labranza, de la viña, de los huertos; el cuidado de los pastores, la labor de las mujeres hacendosas, el vuelo y las costumbres de las aves, la hermosura olvidada de algunas plantas: las anémonas, las ciclamas, los ranúnculos. Todo lo atiende, todo lo aspira, todo lo contempla; se le va quedando la imagen y la sensación exacta de la vida de los hombres y de las cosas en la calma de la naturaleza; y de todo ha de valerse cuando trace la visión del Reino de Dios.

No le basta el oficio del sábado en la Synagoga, y aprovecha las tardes del lunes y jueves, que también se abre la Casa de la Oración; y como entonces no es obligada la asistencia, hay menos devotos; es posible el diálogo, la lectura entretenida, la glosa espontánea con el buen hombre que guarda los Libros Santos; puede trasladar algunos textos en fajas de pergamino, y quizá un viejo escriba le ayude a copiar. Jesús ha leído los libros de Moisés, de Josué, de los Jueces, de los Reyes, de Samuel, de Isaías, Jeremías, Ezequiel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Micheas, Nahum, Habacuc, Aggeo, Zacarías, Malakias, y el libro de Daniel y los Salmos.

Otras tardes sube Jesús a la colina de su aldea. Desde su altitud se alcanzan los montes de Samaria, el contorno del Carmelo, el confín azul del Mediterráneo; y en la contemplación de las lejanías, la tierra y sus criaturas se le aparecen dulces y necesitadas; el concepto del semejante, del prójimo, revierte más allá de los límites del «país prometido»; y el «no matarás» de las tablas sinaíticas adquiere en su conciencia un acento que cala hasta las escondidas intenciones y se caldea de generosidades, que le harán prorrumpir: «Oísteis que fue dicho a tos antiguos: No matarás, y quien matare será juzgado. Pues yo os digo que aun el que se arrebate en ira contra su prójimo, y el que le injurie, también será juzgado».

Y cada meditación le va dejando una claridad nueva. Es el tiempo en que se aguarda el Cristo, el Mesías victorioso, con manto de gloria. Pero este Enviado no remediará ningún dolor no habiéndolos sentido. No trae ímpetu humano para amar a los hombres y amarlos por ser como son. Seguirá el poderoso menospreciando al pobre, y el humo de los holocaustos sin abrir el cielo. La Religión y la Ética se solicitan en su pecho y se fundirán en su palabra cuando diga: «Si fueres a ofrecer tu ofrenda en el ara, y allí te acordares de que ofendiste a tu hermano, ve por su perdón y vuelve después al altar». De la emoción fraterna entre las criaturas va subiendo a la comprensión de un Criador padre. Ha escuchado en su vida un sollozo recóndito de felicidad. Y arranca de su Reino los signos de fausto, las esperanzas políticas; y las promesas del Cristo le palpitan en su sangre con palabras de Isaías: «Despreciado y el postrero de todos; se incorporará los trabajos y dolores; y en sus llagas se sanarán las heridas de los hombres».

Ninguno sino él admite de antemano los sufrimientos prometidos. Pero un grito sale de las orillas del Jordán. «Voz del que clama en el desierto». ¿No habrá surgido el esperado? El esperado cubre su desnudez con pieles de fieras, y como las fieras es fosco v corpulento. Las gentes se precipitan rodeándole, preguntándole; y el hombre acortezado, húmedo y feroz sumerge en el río a los devotos. Es el clamor, es el bramido de la soledad hacia las multitudes para que se bauticen, se arrepientan, se penitencien. Y Jesús se adelanta. Fue, entonces, desnudo y humilde, arrodillado en las aguas, bajo la mano y la mirada del Bautista, cuando ha oído la voz de los cielos que en él se complace y le alumbra la conciencia de su divinidad; y las gotas del Jordán que le rocían la frente, le caen como un óleo precioso.

Ahora, persuadido de su naturaleza mesiánica, encendido de amor por el Padre que se proyectará en todos los hombres, principian a conturbarle las tentaciones de que sin padecer sea el que es, precisamente por serlo. Y en la soledad de relumbres de peña, donde se hunde para verse y sentirse a la faz del Padre y hacer la penitencia que impone el Bautista, el hambre le roe las entrañas y le alucina los sentidos, y las piedras se le aparecen como panes rubios. Y alguien le dice: «Ya que eres quien eres, manda que esas piedras se truequen en pan tierno y dorado». Y el Mesías sufrido, la divinidad florecida en Jesús, vence a la carne hambrienta, y se recupera a sí misma exclamando: «Escrito está que no sólo de pan viva el hombre, mas de toda palabra de Dios».

Pero el espíritu de la tentación le hará que se asome desde una cumbre y que contemple la tierra dormida y hermosa, las ciudades blancas, los huertos deleitosos; le pondrá en el pináculo del templo desde donde puede precipitarse sin daño porque vendrían los ángeles a sostenerlo y lo dejarían gloriosamente en medio del mundo, y ante el prodigio los hombres le creerían. Y Jesús se ha proclamado con gritos supremos: «Sólo a Dios serviré; y no tentarás al Señor tu Dios».

Pero la tentación no le deja; vendrá del más abrasado de sus discípulos. En un instante de presentimientos de muerte, Pedro le aparta de todos diciéndole: «¡No sean contigo, Señor, estas angustias, siendo tú quien eres!». Y Jesús ha de rechazarle como a Satanás.

La tentación le sigue la última noche, en el Olivar de Gethsemany, lleno de luna. Llega la hora en que se cumpla el concepto del Mesías doliente. Pero, si quisiera aun podría librarse, quizá seguiría siendo el que es, sin morir. Toda su carne es un corazón estremecido; y le pide al Padre que aparte la amargura de su boca. Y Jesús se confortará, y se entregará al dolor.

Ya rasgado y clavado, todavía la tentación le habla desde cada llaga. ¿No habrá sido todo en vano? El Padre que tanto amó, calla oculto en el azul gozoso de primavera. Y con la lengua estrujada de sed, Jesús le dice: «¡Por qué me has desamparado!».

Pero, antes de morir, en su frente, que le quema con la calentura de la cruz, pasa el recuerdo de toda su vida; y su ultimo laudo de corazón de hombre, se rompe y gime en su soledad: «¡Todo está acabado!».