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ArribaAbajoDe una paga colmadísima, que hizo Dios al glorioso San Isidro de Madrid

El santo Labrador, luz de Madrid, tenía tan ferviente caridad, que cuanto le pedían daba por Dios; y aunque no le pidiesen, como lo pidiese la necesidad, daba aún lo que más había menester; y como era tan caritativo, ni con lo irracional dejó de mostrarse piadoso. Un día de invierno iba a moler su trigo; había nevado mucho, y vio unas palomas en unas ramas secas, y lastimose, porque las consideró con hambre. Descargó su carguilla, desató el costal, apartó la nieve de una parte del suelo, donde pudiesen bajar las palomas, y comenzó muy despacio a derramar su trigo. Alegrábase mucho de verlas comer, y alababa a Dios. Los labradores que iban al molino, hicieron de su simplicidad grande escarnio. Juzgábanle pródigo, llamábanle perdulario, y dábanle las matracas que los rústicos acostumbran. Sufríales él con grande paz, y dejando la mitad del trigo que iba a moler, se fue a moler lo demás. Pero Dios, que no sabe no dar mucho, aun cuando le ofrecemos poco, dándose por contento de la piedad de Isidro, le multiplicó el trigo en la piedra; y habiendo llevado a moler sus camaradas iguales medidas, el saca de Isidro quedó tan lleno, que conocieron todos, que su trigo había crecido otro tanto.




ArribaAbajoDe un prodigioso castigo en que a un príncipe secular le perdió el decoro de que se infiere el que se hará en quien le pierde a los príncipes de la Iglesia

Toda potestad es de Dios, y en los príncipes, y reyes lo respetamos a él; y pues ningún católico puede dudar,   —139→   que la potestad eclesiástica es la mayor, y en quien más resplandecen los rayos del soberano poder, si viere lo que se ofende Dios de que se aje la autoridad secular, colegirá sin duda lo mucho que estima la autoridad eclesiástica. Veámoslo primero en una prodigiosa historia, y sacará el lector la consecuencia.

Alborino, rey de los Longobardos ensanchó admirablemente su Imperio; y a fuerza de talento y valentía se hizo dueño de casi toda Italia. Quiso poner su Corte en Verona; era casado con Rosimunda, mujer de rara hermosura; había muerto a su padre en una guerra, y labrado de su calavera una taza. En llegando a la corte hizo un solemne convite; no comía su mujer aparte. Bebió el rey en la funesta taza, y díjole a la reina, que bebiese en ella. Quedó tan ofendida, que desde aquella hora dispuso la venganza, y tramola con tan gran fiereza; que olvidada de que era reina, y de la obligación en que estaba con Alborino por ser su esposo; y su rey, quiso desquitar la injuria a costa de su alma, y de su honra.

Helmechildo era un caballero de grande valentía, y el más hermoso de toda aquella tierra. Amaba perdidamente a una dama de la reina, y sobre estos amores fabricó Rosimunda su venganza. Habló con la dama, y mandola, que cierta noche admitiese en su retiro aquel caballero. Era ella tan honesta, que se resistió a Rosimunda. Díjole la reina, que no era el intento que perdiese su honor un punto, sino que en entrándole a su aposento, se saliera por la puerta extraordinaria, y le avisase a ella, porque quería por este camino tratarle un negocio que importaba al Rey, y al reino.

Dispúsose todo como la reina quiso. Escribió la señora al que la celebraba; y como en este enredo entraba la reina, facilitose todo, y entró el caballero al tiempo señalado. La dama tuvo el aposento obscuro; díjole que la esperara, y avisó a la reina. Salió ella disimulada, y ofreciendo su honestidad a su venganza, dejó de ser casta en servicio de su ira. Efectuó el caballero lo que había deseado, y queriéndose ya ir, mandó la reina que se sacase   —140→   una luz. Quedó asombrado Helmechildo, pero no afligido del engaño. Díjole ella la causa del embeleco, refiriéndole aquel grande sentimiento que tenía contra su marido, y concluyó: O ser rey, o morir. Tú has de matar al rey, y esto tiene gran facilidad con mi favor; pues yo soy heredera legítima del reino de los Longobardos, y me casaré contigo; y si no te moviere el ser rey, y gozar de mí, acusarete yo de que te atreviste a mi persona, y te costará la vida. No le dio término para pensarlo, porque había de quedar el homicidio hecho antes de salir de palacio. Él, forzado de su peligro, sin hallar camino para deshacer el enredo, se dispuso a cuanto le mandaba Rosimunda. Entrolo ella hasta la cama del Rey, estaba el desdichado en el primer sueño y degollolo el adúltero. Casáronse luego; y la reina el día siguiente declaró por rey de los Longobardos a su nuevo esposo. Resistiéronlo ellos, y puestos en arma llenaron de amenazas a la reina; ella temiendo un tan general alboroto, con su hija, con un gran tesoro y con su marido, se fue disimuladamente la siguiente noche hasta la marina, y embarcándose en una nao sin resistencia alguna, dieron consigo todos en Rávena.

Gobernaba la ciudad Longino, y recibió a los reyes con grandes aplausos; celebró su venida con solemnes fiestas; hízoles grandes banquetes, como a personas reales; y Helmechildo, como se veía en la ciudad obedecido, y era tan alentado, hizo a Rávena plaza de armas, pensando por ellas sujetar su reino, y tenía bastantes motivos para esperarlo. Amaba mucho a Rosimunda: porque sobre ser tan hermosa, se le hallaba obligado, por haberle dado un Reino; pero como Dios disponiendo el castigo del homicidio y del adulterio, dejó a la reina de su mano, para que oyese una nueva afición, que levantó el demonio en el corazón de Longino. Pareciole a ella de mayor estado, y más poderoso para recuperar su reino; sí por su valor y gran poder, como porque el casamiento era menos desigual, y que los Longobardos vendrían mejor en él. Con estos motivos dio oídos a aquel maltrato; concertose un nuevo enredo, y resolviose esta fiera en matar a su marido. Antes de matarla estaba ya dispuesto   —141→   el casamiento; y el gobernador, como que servía al rey, presidió de nuevo la ciudad; levantó muchas compañías, fortaleció el puerto, disciplinó la milicia, y con esta diligencia traía Longino al rey tan contento, que decía que le debía a él la corona; pero vínole el desengaño cuando no tuvo remedio. Rosimunda le regalaba más de lo que solía; dispuso un día que se bañara; entró el rey al baño con mucho gusto, y saliendo de él le trajo la reina una bebida aromática, y diciéndole que aquella confección le había de asegurar la salud, se la dio a beber. Tomó el miserable la taza, que en el vino disimulaba el veneno; bebió con alegría casi la mitad de la taza; sintió la ponzoña, asió a Rosimunda de la melena; sacó la daga, y mandole que bebiera. La triste hubo de beber por disimular, muriendo por no morir; pero era el veneno tan efectivo, y mataba a tan corto plazo, que habiendo bebido casi juntos, juntos cayeron muertos. De esta manera castiga Dios a los que ofenden un rey.




ArribaAbajoDe un castigo que hizo Dios en cierta bailadora que profanaba las fiestas

Residía en una villa de Brabancia una mujer desenvuelta. Era el bailar su sola ocupación las fiestas, sin acordarse de la misa. Convidaba a bailar muchas otras mujeres de su humor. Entraban a este espectáculo muchos mozuelos lascivos. Ellas disponían sus coros diabólicos, y ellos sus juegos. Tenía el demonio en aquella casa entablada su palestra; las salas llenas de naipes, el patio de esgrima y de pelotas; todo el día santo era un entablado bureo. Creció en la ciudad el escándalo; todos culpaban a la bailadora, como a maestra de aquella infernal   —142→   capilla; amonestábanla muchos, y reíase de todos. Guió un día la danza hacia donde jugaban a la pelota; el que sacaba era un hombre de fuerzas, aplicándolas a una pelota, para que no hubiese quien se la volviera, se le deslizó la pala, e hirió tan recio en la frente con ella a la bailadora, que cayó difunta. Trocose en luto la fiesta, y los sesudos conocieron allí la divina ira.

Disputose el entierro, acompañolo el pueblo todo, y en medio del acompañamiento apareció un toro de tan horrible figura, que soltando las andas procuró cada uno ponerse en salvo. Arremetió el toro al ataúd, hízolo mil pedazos; peloteó el cuerpo de manera que parece que bailaba, como descubriendo con la forma del castigo la especie de su pecado. Fuese paso a paso el toro, y el cuerpo despedazado esparció un tan pestilencial olor, que huyeron más a prisa que habían huido del toro. Quedó aquella noche en la calle el cadáver, y el siguiente día, porque la ciudad no se apestara, lo enterraron fuera de la Iglesia, juzgando por indigna de eclesiástica sepultura, a la que viva profanó las fiestas.





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ArribaAbajoSegunda parte de las Historias Sagradas

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ArribaAbajoDe un santo que tuvo por palacio un sepulcro

Jacobo Ermitaño, Jaime, Jácome, Diego o Santiago Ermitaño (que como varían las lenguas, varían los nombres) fue raro varón, e hízole señalado en el mundo su ruina, y su penitencia. Fue admirable en la estrechura que pretendía en la parte en que moraba; y aunque ese título entra en esta historia, es necesario decir algo de la suya; porque sobre ser prodigiosa, y de provecho, que es lo que se pretende en este libro, es forzoso para hablar de la estrechura de su celda, decir también lo que motivó tanta estrechura.

En dejando este bendito varón el mundo, lo primero que pretendió, fue buscar un lugar fragoso y apartado, donde pudiese retirado del tumulto, y sin trato de los hombres emular la conversación de los ángeles. Llegó cerca de un lugar, cuyo nombre era Porfirión, y halló   —146→   una cueva tan estrecha en él, que asentado apenas cabía el cuerpo. Hizo quince años en ella una admirable vida, y como la luz se encubre con dificultad, venían muchas personas a él; unas por curiosidad, y otras con deseo de su salud. Convirtió muchos gentiles y confundió grande suma de samaritanos. Envidiolo el demonio de tanto séquito, y de tanto aplauso, y justamente ofendido de las almas perdidas que este santo varón encaminaba, asestó contra él toda su artillería. Hizo los tiros a la castidad, prometiéndose con esto derribar la fortaleza de aquella virtud tan rara; y ejecutolo por mano de una mujer perdida. Encendió para eso los corazones de unos samaritanos, echando en ellos una grande llama de envidia. Concertáronse estos ministros de Satanás con una hermosa y deshonesta mujer, harto diestra en las artes de engañar. Ofreciéronle grande suma de dinero, si hiciese caer en un abismo de deshonestidad aquel santo varón. Ofreció ella hacer una diligencia tan apretada, que fuese la caída cierta. Fuese una noche a la gruta donde el santo ermitaño residía, hallola cerrada, y dio golpes a la puerta, abriola él, y en viéndola la volvió a cerrar. Juzgando que era ilusión del Demonio, armose con la Señal de la Cruz y acogiose a la oración. Pidiole a Nuestro Señor en ella con muchas lágrimas, que fuese servido de librarle de los lazos que le armaba en su retiro el Demonio. Instaba la mujer con lágrimas; y como en mujeres de este porte anda el fingir al paso de la deshonestidad, fingía tan vivo su peligro, y su desamparo, que se llenaba el ermitaño de escrúpulos. Decíale ella: Padre mío, ¿cómo siendo tan santo, tienes el corazón tan duro? ¿No se extiende la caridad al amparo de una mujer? ¿El precepto de amar al prójimo ha excluido nuestro sexo? ¿Cómo me dejas, porque soy mujer, siendo tú cristiano, en un tan evidente peligro? ¿No escucharás dos palabras a una pobre afligida? El hielo, el frío, el agua importaran poco, si no tuviera fieras el desierto. ¿Entre leones y lobos me dejas desamparada? Dios te hará a ti el cargo de mi vida. Esto postrero fue la última vuelta, con que le apretó el escrúpulo. Entreabrió la puerta, y díjole: ¿De dónde vienes? ¿Quién eres? ¿Qué buscas? Y respondiole llena de   —147→   lágrimas: Soy del monasterio, que está (como ves) en esta soledad, y el Prepósito me envió a un castillo a llevar cierto regalo. Cumplí su mandamiento, y al volverme perdí el camino. Cogiome la noche en esta espesura, y mi dicha me guió a tu cueva. Suplícote, por amor de Dios, que me recibas, porque no me coman bestias. Dejose el santo vencer de lo que le pareció piedad, introdújola en su cueva; y tenía más adentro otra más estrecha. Diole a la mujer un pedazo de pan y un vaso de agua, que era el mayor regalo que tenía, y dejándola en paz, retirose a la cuevecilla interior. Cerrose por dentro bien, y púsose en oración; fingió ella que dormía, y al primer sueño dio voces al ermitaño. ¡Padre, que muero; que me muero, padre mío! Dios me socorra; Jesús me valga. Pintó sus dolores con tan vivos matices, que abrió el ermitaño la puerta, pensando que se moría. Preguntole ¿qué era el mal? Y respondió la cavilosa mujer, que era el mal de corazón. El fingir este dolor es lo primero que aprenden las mujeres que viven mal. En Lima conocí yo una, que desdeñada, lo supo contrahacer de tal manera, que pudo engañar con tanto arte a los físicos, que le mandaron dar los Sacramentos; y ella fue tan ruin, y tan poco temerosa de Dios, que se atrevió a recibirlos en pecado. Diéronle la Extremaunción, y pidió para su entierro el hábito de San Francisco. El galán (refiriome él mismo todo el caso, y él, y ella son hoy vivos, aunque excelentemente enmendados) queríala bien, y como la tenía amor se dejó persuadir con facilidad, que la fuese a ver, porque la enferma decía, que el verle le importaba a su conciencia. Fue a su casa, fingió ella que el negocio pedía que se tratase a solas, y fue el negocio hablar en su disculpa, hacerle cargo de aquel aprieto, acusar su desamor, pues la dejaba morir. Desenojose, y enterneciose él, encareciole ella lo que le amaba, porque sobre haberla puesto en tan peligroso punto; sólo el dolor de verle con enojo haber entrado en su casa le había dado notable mejoría (también los demonios hacen milagros), y el de ahora fue, quedar sana quien no estaba enferma. Hizo curso el enojo, y con él la enfermedad, y sin que la mortaja que el caballero veía enfrenase la culpa, antes   —148→   de salir de allí la dio salud. Desde que supe el caso he quedado persuadido, que en éstas todo mal de corazón es embeleco.

Fingió en efecto tan bien aquella mujer ruin su mal de corazón, que llegó a creerlo el venerable ermitaño; pidiole por amor de Dios, que le hiciere una cruz. Encendió lumbre él, y con óleo bendito le hizo una cruz en el pecho. Ella fingía, que con aquella unción convalecía, y el dolor se le mitigaba, y alzando él la mano, ella levantaba el grito. Hallose el ermitaño perplejo, porque con aquella unción le daba a ella salud, y podría él enfermar, manoseando mucho a una mujer. Apretábale la piedad a proseguir el remedio, y hacíale cejar el conocido peligro. Buscó una traza, que a todo el mundo le causó gran maravilla. Hacíale la fricación con una mano, y puso la otra al fuego del candil un dedo, y con el fuego que ardía, apagó otra más peligrosa llama, teniendo por peor el fuego de la concupiscencia; y aunque el dedo ardía, la mujercilla no lo divisaba. Resolviose en ceniza, y viendo el santo que la aliviaba a tamaña costa, pretendió que parase la medicina. Levantó el grito ella, diciendo que se moría, y pidiole por Dios, no dejase de curarla, pues veía tan eficaz el remedio de la unción. Sacrificose, el ermitaño el segundo dedo, y ofreciéndoselo a Dios, le puso al fuego del candil. Quemose todos, y a pausas, multiplicando ella las lágrimas, y los suspiros se abrasó todos los dedos. Volvió como acaso la mujer los ojos, y vio arder la mano, sin que la quitase del fuego, y que corría la sangre hilo a hilo por cada nacimiento de dedo. Quedó asombrada, y díjole, ¿qué es esto, padre mío? ¿Por qué se quema la mano? Hija (le dijo él con mucha paz) heme quemado, porque el dolor deste fuego estorbe otro. Con el ardor en la mano he impedido otro peor en el pecho; que no es mucho excusar un pensamiento poco limpio con la pérdida de una mano. Pasmó la mujer con tan prodigioso afecto a la castidad, y derribose con lágrimas y suspiros a sus pies. Díjole el intento con que había venido, pidiole perdón, y penitencia. Descubriose la maraña; compadeciose el santo de su pena, y consolola alegre de haber redimídola con la pérdida de una mano,   —149→   de un tan notorio peligro. Supo que la deshonesta arrepentida era pagana. Remitiola a Alejandro obispo; díjole ella su pecado, y pidiole con lágrimas el bautismo; dióselo el obispo con gusto, y púsola en un convento, donde con bastantes señales de buena religión acabó su vida. Y el ermitaño dejó esta cueva y fuese a buscar donde pudiese residir sin que nadie lo supiese. Halló a trasmano un sepulcro antiguo lleno de huesos, entrose en él. Dos veces a la semana salía de la sepultura por unas pocas hierbas, para sustentarse. Pasó allí diez años, y con cincuenta y cinco años de cueva y desierto, se fue al Cielo a reinar con Cristo.




ArribaAbajo De un fin lastimoso que vio el mundo de un obispo avaro

Vivía un obispo sumamente enfermo, tenía una fístula en un ojo, comida parte de la barba; dos parches en las mejillas, y desde las rodillas hasta las uñas de los pies una llaga. No sufría lienzo ni cura, siempre estaba sentado en una silla, los pies en un taburete, y mosqueándole un paje; y casi muerto entre tantas penas vivía en este prelado la codicia; era tan natural mercader que en habiendo feria, en los pueblos de la comarca se hacía tender en su carroza, y llevar a ella. Hacía un grueso empleo, y revendía después lo que en la feria compraba; tenía grande hipo de juntar doblones. Murió el obispo, y dos criados, rompiendo un escritorio de su amo, sacaron de las gavetas una gruesísima suma de moneda. Halláronse después confusos, temiendo la inquisición del espolio, encargáronse de embalsamar el cuerpo, y juzgando el hurto por seguro, si pusiesen los doblones donde   —150→   el pobre difunto tuvo los intestinos; llenáronle el vientre y el pecho de oro, y poniéndole en una litera para enterrarle en el sepulcro de sus mayores, con ánimo de sacar después a su salvo aquel tan infame hurto. Las mulas a vista del pueblo todo extrañaron el grande peso; el literero picó a la una, y espantáronse entrambas de manera que, disparando, dieron con la carga en un poste, y ayudado el golpe con el peso del difunto, desfondó la litera, y arrastrando el cuerpo se rompió la costura, y comenzó a llover monedas. Averiguose el caso, y la murmuración del pueblo le hizo las honras que merecía el difunto, y a la fe, que si yo me hallara en aquel vulgo, no me faltara tema, harto ajustado en el Evangelio, que el tesoro y el corazón de un avaro siempre vemos que posan juntos.




ArribaAbajo De un acto prodigioso del rey don Felipe IV el Grande, en que se divisa la suma religión de los Reyes Católicos de España

Llegaron los tres Reyes, y teniendo Nuestra gran Señora su santo Niño en los brazos, dándole cuenta del fin de su venida, y de los altos motivos de su viaje, pidiéndole para ello licencia le adoraron de rodillas. ¡Qué bien parece un rey postrado en presencia de su Dios! Veinte y cuatro viejos con coronas en las cabezas, y sentados en veinte y cuatro tronos, vio San Juan adorando a este Cordero, y vio que arrodillados dejaban todos sus sillas, y arrojaban sus coronas: porque la corona en la cabeza del rey, cuando está presente Dios, no está puesta en su lugar. En San Felipe de Madrid, era el Jueves Santo toda mi devoción esperar hasta media noche que   —151→   viniese a la estación el Rey. Veía al mayor Monarca del mundo, devoto y desacompañado, que se arrojaba en el suelo a adorar y besar los divinos pies de un Crucifijo, y viendo postrada aquella Majestad en presencia de mi Señor, solía yo decir: este es un solemne triunfo de la Fe.

Vi yo en este Rey Católico un raro ejemplo de su admirable piedad, y de su gran religión. Salió de su palacio una tarde, en forma de triunfo, a Nuestra Señora de Atocha con la corte entera, llena de gozo, y de galas, para dar gracias a Dios, que por intercesión de su Madre había dado una victoria solemne al serenísimo Hernando, Eminentísimo Cardenal Infante. Al pasar por una calle comenzó algún ruido, y detúvose algo el grande acompañamiento. Preguntó el Rey la ocasión, y díjole un camarista: Señor, un cura grosero que lleva a un enfermo el Viático, quiere atravesar la calle; pidiósele que a costa de un corto rodeo, no detuviese este triunfo. Apenas lo hubo el religiosísimo Monarca oído, cuando arrimó las espuelas al caballo, rompiendo por el pueblo todo. El Conde Duque su valido, y su camarero (como quien conocía su virtud) adivinó lo que había de hacer el Rey. Puso piernas al caballo, y en el camino quitó el fiador al ferreruelo, y por presto que se arrojó Su Majestad del caballo a vista del Santísimo Sacramento, estaba en el suelo el Conde, echada en él su capa para que el Rey se arrodillase sobre ella. Pidió el Gran Filipo una hacha, y con asombro del mundo acompañó a su Dios Sacramentado hasta la casa del dicho enfermo. Mandole dar una limosna gruesísima, y acompañó al Señor hasta la Iglesia. En cerrando el Sagrario el clérigo, dijo el Rey a uno de los mayordomos: ¿Qué hachas habéis prevenido para volver a Palacio? Cuatrocientas (le respondió él). Pues déjense (dijo el Rey) para esta Iglesia estas cuatrocientas hachas; y vos padre (le dijo al cura) como buen ministro habéis hecho vuestro oficio; y pues por hacerlo bien me ocasionasteis a cumplir con tan justa obligación, yo lo tendré en memoria para haceros merced.



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ArribaAbajoDe una liberalidad con Dios del rey Felipe Segundo, émula de la de los Reyes Magos

Quien hubiere visto como yo la gran fábrica del Escorial, sus huertas, sus jardines, sus bosques, sus rentas, sus heredades, sus capellanías, sus memorias, sus librerías y sus ornamentos, habrá visto que valía quizá eso solo, más que los tres reinos juntos de los Reyes Magos; y ofreció Felipe Segundo a Dios esta grandeza con el ánimo y liberalidad que si todo junto fuera nada. Refiérese deste grande rey un excelentísimo dicho, en que mostró juntamente lo augusto y lo católico de su pecho. Tenía una riquísima piedra, que valía una grande suma; mandó engastarla para Custodia; púsola el platero como el rey se lo ordenó dentro de la cúpula, y como aquella riqueza se encubría, díjole al Rey uno de aquellos señores de su cámara: Advierta, vuestra majestad, que esta piedra no se ve, no fuera mejor que la engastaren en la pirámide o remate de la Custodia, ¿para qué una cosa de tan gran valor que no la podemos todos ver? Y respondiole el Rey católico: Bien está la piedra como está, que la puse ahí, para que la viese Dios; y como su Divina Majestad la verá, ¿qué hace o deshace que la vean o no la vean los hombres?




ArribaAbajo De la grande magnanimidad con que el glorioso San Luis, hijo de un rey, puso el serlo a los pies de Dios

El glorioso San Luis, obispo de Tolosa, fue hijo de Carlos el Segundo, rey de Nápoles y Sicilia, y conde de   —153→   la Provenza. Era el mayor de sus hermanos, y sucesor de esos reinos. En su linaje hubo aún más luz por la santidad, que por el real esplendor, porque San Luis Rey de Francia por parte de su padre era su tío, y por la de su madre tuvo otros cuatro tíos santos todos. Bendición de la sangre real de Hungría; Esteban, Ladislao, Enrique e Isabel. Fue este santo hermosísimo desde muchacho y de tan sumo recato y honestidad, que no vio jamás el rostro a alguna mujer. El Papa Juan XXI, que le canonizó, dice en su Bula que si no fue a su madre y a su hermana, en todos los días de su vida no habló a solas con otra. Pasó a Francia, cuando salió de Barcelona, donde había estado en rehenes, después que su padre Carlos fue desbaratado, y preso en una batalla con el rey don Pedro de Aragón. Era la reina prima hermana suya, y quísole dar paz, conforme a la costumbre del país; pero nunca quiso consentirle él; y más es de ponderar, que lo mismo le acaeciese con su madre, que después de un tan largo destierro, quiso besarle el rostro, y retirándolo con algún desvío, la reina con bastante confusión y desconsuelo, le dijo al santo mozo: Hijo mío, ¿no soy yo tu madre? Y respondiole: Señora mía, bien sé que sois mi madre; pero también sabéis vos, que sois mujer, y que no es justo que las mujeres toquen a los siervos de Dios. Visitando a la reina de Aragón, que era hermana suya, no hubo en el reino persona alguna tan poderosa que le persuadiese que le mirase a la cara. Con esto conservó este tan insigne varón entera su virginidad.

Lo que más asombra en San Luis es, que siendo hijo del rey, emparentado con todos los reyes del mundo, heredero de una tan rica y tan autorizada corona, supiese ofrecerla a los pies de Cristo, haciendo ventajas a los Reyes Magos: parque ellos sólo en el afecto la rindieron al Redentor; pero en el afecto renunció cetro y trono San Luis. Gran prodigio. Raro milagro. Trocar la púrpura del reino por un pobre sayal de San Francisco. Hizo voto de entrar en esta sacrosanta religión; ¿qué tendría de contradicciones? ¿Qué montes de dificultades? ¿Un reino se deja por una mortaja? ¿Quién nació para reinar,   —154→   se ha de disponer a servir? ¿Quién se sienta en el trono, parece debajo de la cortina, anda con guardas, sírvese de príncipes; todo dosel; todo majestad; todo brocado; todo telas, se ha bajar a servir una cocina? Sí, que el amor de Dios, y de las virtudes sabe hacer más grandes transformaciones.




ArribaAbajoDe un raro ejemplo de religión, que se ve en los Reyes Católicos de España

Santísima es la costumbre de nuestros Católicos Reyes, de lavar los pies la Semana Santa a doce pobres, y servirles a la mesa. ¿Dónde se halla en el mundo tan viva representación del mandato? Para significar Cristo lo admirable de aquese lavatorio, les dijo a sus discípulos: Vosotros me llamáis Señor, y decís bien. Mirad, pues, en qué obligación quedáis entre vosotros, si vuestro mismo Señor os ha lavado los pies. ¿Hay en el mundo tan gran señor temporal como nuestro rey? Cierto es que no. Pues si el mayor señor lava a unos pobres los pies; claro está, que esta humildad del Señor no habrá en el mundo quien la represente tan bien. El día de la Encarnación sirve la Reina Nuestra Señora, asistida de sus damas doce pobres mujeres a la mesa, y a éstas y a aquéllos les ponen doce cestas, en que reservan lo que les sobre de la comida; y es tal ella, que los botilleres de los príncipes esperan las cestas para comprarlas; ellos las compran para revenderlas, y debieran las almas religiosas comprarlas para reliquias.



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ArribaAbajo De la suma virtud que la Reina Nuestra Señora, mujer del Rey Católico don Felipe Cuarto el Grande, mostró en cierta ocasión entre las capuchinas de Madrid

Entró esta grande reina, esta religiosísima señora (yo me hallé presente) en el santo Monasterio de las Capuchinas. Alegrose sumamente de ver la Tebaida trasladada en un rincón de Madrid, y vivamente representados en unas tiernas mujeres los Antonios e Hilariones; y como todo lo que es virtud le arrebata a esta santa reina el corazón, juzgase entre aquellas santas tan hallada, que les dijo que volvía como por fuerza a su casa. Las monjas, que en muchos días sólo comen legumbres de su huerta, no tuvieron aquel día, ni una manzana para tan soberana señora. Anduvo las celdas todas, y las oficinas, edificadísima con una tan prodigiosa pobreza. Significáronle las monjas el desconsuelo con que quedaban de no tener ni una flor con que poderla servir. Agasajolas mucho, y encareció que no llevaba poco en un tan admirable ejemplo. Al salir por la portería traían un presente a la abadesa, en nombre de una prima suya, y alegre ella, juzgando que ya tenía con qué regalar a las damas, halló que todo su regalo era un barro, y una disciplina. Mostrose afrentada la buena religiosa; y díjole la reina con risa: No os parezca pequeño el regalo, pues yo os lo quito. Condesa (le dijo a la camarera mayor) llevadme vos el barro, que la disciplina yo quiero que vaya en mi manga; y vos madre (le dijo a la abadesa) sabed que yo tengo en mi casa otras monjas. También se azotan mis damas; dichoso siglo, cuando el palacio se hace monasterio.



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ArribaAbajoDe un célebre milagro con que Nuestra Señora de Copacabana, en cuyo servicio está la orden de San Agustín en el Perú, dio la vida a un indio devoto suyo

Es Copacabana un pueblo de indios, con un monasterio de frailes agustinos en el Corregimiento de Omasuyo, fundado a vista de la gran laguna de Titicaca, Gobernación de Chucuyto. Antes que la doctrina de estos indios se diese a los religiosos, hubo un indiezuelo medio aprendiz de escultor. Este moría por labrar una imagen de Nuestra Señora; buscó lo necesario para la escultura, y desbastando mal un leño, hizo una imagen, tan mal proporcionada y tan fea, que en vez de devoción, causaba risa; y fue el menor defecto, haberle cubierto el rostro con la cabeza del Niño; encarnola, sin embargo, y llevola al cura, que era un clérigo; y aunque se edificó de la devoción del artífice, no pudo enfrenar la risa con los grandes defectos de la obra. Rogole el indio con lágrimas, que la pusiese en su iglesia, alegándole que se había hecho ensamblador, porque tuviera la Virgen un altar. No lo pudo efectuar con él, pero concediole, que una noche se quedase en el Altar Mayor. Fue el clérigo por la mañana a su iglesia a decir misa; y vio que el santo Niño había retirado de su Madre milagrosamente el rostro y el uno y otro tan bellos, y la obra toda tan reformada y pulida, que a su talla nunca llegó la escultura, ni a los matices los pinceles de los grandes pintores. Divulgose el milagro, convocose el pueblo, vertiose en la comarca, quedó célebre en las Indias. Este es el origen de la Imagen de Copacabana, de cuyos milagros, si se compilaran todos, se pudieran fabricar mil libros. Uno compuso de ellos un fraile de mi religión, tan tentado de predicar, que enterró toda la historia, echándole a cuestas un monte entero de lugares de escritura. De informaciones auténticas referiré aquí algunas maravillas, para afervorar los devotos desta gran Señora.

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En Potosí es trasunto del reino de Lucifer la molienda del metal. Muélese en los ingenios con grandes artificios. Redúcese el principal a unos mazos grandes de madera, calzados todos de almadanetas de hierro, y las menores serán de dos quintales. Corre el agua por una rueda en la forma que lo vemos en la toma de un molino; y como la corriente es mucha, hace el herido tan gran violencia, que mueve toda la máquina. Altérnanse los mazos, y pondérese cuáles serán los golpes, si han de moler pedernales en cada cabeza. (Así se llama un cierto número de estos mazos). Está un indio todo el día, y otro la noche toda, echando el metal, que se ha de moler. Velan los sobrestantes, porque no se duerman los trabajadores. Un pobre indiezuelo se dejó vencer del sueño, y del gran trabajo. Arrebatose de furor el mayordomo, (que esta forma de ministros no hay en las Indias minas donde sean recoletos) diole un golpe al miserable tan recio, que cayó de cabeza entre los mazos. ¿Y cuál estaría esta triste cabeza debajo de un instrumento con que se parte una roca? Levantó un grito que oyeran todos; y la velocidad de la caída sólo dio lugar a decir: ¡Copacabana! Raro portento; los mazos se quedaron pendientes en el aire. Corrió el raudal, y con ser la referida tan gran violencia del agua, no hizo más movimiento en la rueda, que si fuera una peña dura. Tardó el milagro lo que bastó para que con general asombro sacasen sin lesión al indio. Y en saliendo dejó la Virgen a la naturaleza que hiciese su oficio, porque ya tenía en salvo su devoto.



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ArribaAbajoDe un milagro de Nuestra Señora de Copacabana, cortando una grande lluvia

Está el pueblo de Copacabana dividido en dos parcialidades; llámanse en lengua de aquellos indios, aransayas y urinsayas, que es lo mismo que decir en España los de allende y los de aquende, los ultramontanos, y citramontanos, aunque acá ni hay mar, ni montes que los dividan, sino una raya. Apártanse los unos de los otros, y estos apartamientos los llaman ellos Ayllos, imitando las tribus de los hebreos. Todo esto es fuerza que quede dicho, porque se entienda un milagro.

No riegan sus campos estos indios; sus sementeras todas son de temporal. Un año padecieron grande seca, con que se perdían sus chácaras; (así nombran ellos sus granjas y sus huertas) agostáronseles los pastos, y perecían los ganados todos. Resolviéronse los Aransayas en valerse de Nuestra Señora, juntando de puerta en puerta la limosna para cantarle una misa. Hablaron a los urinsayas para el efecto, no por necesitar de su ayuda para tan corta limosna, sino porque siendo más al pedir, asegurasen más la intercesión. Ellos flaqueando en la fe, respondieron: Que el llover aquella luna era imposible, porque veían el cielo de diamante, y tanto sol había de resistir el llover; como si la eficacia de los ruegos de María no hollara la naturaleza. Fuéronse estos disgustados, y desabridos con sus compañeros, e hicieron cantar la misa de Nuestra Señora: ¡Oh rara maravilla! Dijo la misa cantada el prior de mi padre San Agustín, y apenas acabada ella, echó al pueblo la bendición, cuando sin oscurecerse el aire, sin soplar el viento, y sin esconderse el sol, como si en aquellas dos naciones se hubiera echado regla a un cordel, llovió un infinito, sólo en las tierras de aquellos que hicieron cantar la misa. Afrentados esotros de su poca devoción, y de su mucha incredulidad, fueron el día siguiente a la iglesia, ya arrepentidos de su culpa,   —159→   y pidieron que les cantasen otra misa; y apenas estaba comenzada, cuando por igual comenzó a llover, y desde ese día ni a unos ni a otros les faltaron aguas.




ArribaAbajo De un carnero de la tierra, que resucitó Nuestra Señora de Copacabana

Trajinan los indios de aquestas tierras, en lugar de mulas o caballos, en unos animales a manera de camellos, no son tan grandes, ni tienen giba; y a diferencia de los de Castilla, los llaman ellos carneros de la tierra. En su lengua propia su nombre es llama o paco; paco quiere decir bermejo; es animal mansísimo, y sumamente espacioso, hecho por la Divina Providencia, a la medida de la condición de los indios de aquel país, gente flojísima, y de grande flema; sufren de carga poco más de tres arrobas; pero son tan cortas sus jornadas, que si es largo el viaje, ninguna ha de pasar de tres leguas. No gastan aparejos ni herraduras, porque es la uña partida, recio el casco, y tanta lana en el lomo, que ella sola es su amiga o su albarda. Cánsanse de espacio, y en llegándose a cansar, han de descansar de una vez. Échanse blandamente con la carga, y los mayordomos de estas recuas, si no saben el humor de este animal, procuran a palos que prosigan su camino; pero ellos se emperran, y se obstinan de manera que no bastan con ellos; ni palos ni estocadas. No hay más remedio, que matarlos, o sufrirlos, o perderlos, o esperarlos. De aquí nació un modo de hablar de los criollos; los simples piensan que los criollos somos originarios de indios, llaman así a los que nacimos acá; mis abuelos todos nacieron en España.

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Buena fuera, que porque la condesa de Chinchón que vino de España a sólo ser virreina, porque concibió y parió en Lima su heredero, diga en España un bobo, que el nuevo conde de Chinchón es indio. Yo prediqué muchas veces al rey en la capilla real, y hubo ministro que dijo a mi compañero: ¿Cómo si este padre es indio, predica tan español y es tan blanco? El maestro fray Agustín de Valdés, de la orden de mi padre San Agustín, que había llegado de México a Madrid por Procurador, le dijo un título, de los más presumidos de la corte, habiéndole oído grande rato muy atento algunas cosas del servicio de Dios que había ido a pretender. Padre mío, he estado suspenso oyendo a vuesa paternidad hablar cosas de Dios, y doy muchas gracias a Su Divina Majestad de que haya entrado en los criollos la fe. Pues harto entendía este conde de Marcial, yo lo conocí: no sé cómo no encontró con él. Allí hallara la salida desta duda, que como este poeta nació en España, enviando un libro suyo a un su grande amigo, le dijo en la dedicatoria: Envíote un libro, no español, sino hispano. Quiso decir, no en lengua española, sino de un nacido en España. Si el vulgo de Madrid supiera esta distinción, no me juzgara por indio cuando me llaman indiano. ¡Buen arzobispo hubiera el rey dado a México en don Feliciano de Vega, y en mí buen obispo a Santiago, si porque somos criollos, fuéramos indios! Ha sido el paréntesis largo, y podría disimularlo el lector, porque siendo obispo ha parecido forzoso asir de tan pequeña ocasión, como la palabra criollo, para labrarme de indio, y podría ser, que me llegasen a argüir de poco mortificado, pues atiendo a mi pundonor, cuando hablo en las afrentas y oprobios de la Cruz; pero téngase por respondido, que no disculpo ese yerro, y sepan que para dorarlo, traté de hacer este libro. Quizá que con escribir los escarnios de la Pasión sanaré esta vana enfermedad. Volvamos a nuestro milagro. La frase de los criollos (con que nos divertimos) es aprendida de la terca condición de aquel tan manso animal, con que si enfadado se arroja una vez al suelo, no hay poder que lo haga levantar. Usámosla en esta forma: si me empaco. Empaco es lo mismo que decir: verdad que sí   —161→   me canso, que sí me enfado, que sí me enojo, y obstino; aludiendo en esto a la condición de este animal, que en lenguaje del indio se llama paco, por el color bermejo. El indio, para no perderlo, en viéndolo arrojar, se sienta junto a él, y con un puño de maíz (que en España llaman trigo de las Indias) se sustenta dos o tres días, hasta que el animal se levanta; éste, donde más barato, vale seis reales de a ocho. Hay indio que en uno sólo tiene su caudal entero; y como todos tienen amor a su caudal, muere el cuitado por él. A un indio se le murió uno solo que tenía, haciendo cierta jornada; afligíase mucho por haber dado al traste con aquella bestezuela con su hacienda toda. Era muy devoto de Nuestra Señora de Copacabana; hallose con la medida de la imagen en un listón; y aunque sus compañeros hacían donaire de él, se la puso al cuello con mucha devoción, y apenas le ató la medida, cuando resucitó la bestia. Son sin número los milagros que hace esta gran Señora en favor de aquellos indios, porque la tratan con admirable respeto. Ya tienen los españoles un acusador en los indios, y, otros los católicos en los verdugos, si a la Virgen le faltan en el decoro, pues el indio, siendo bárbaro, la sirve con tanto amor y respeto, y los verdugos que se atreven a Dios en la calle de la Amargura, no se atreven a María.




ArribaAbajoDe un blasfemo contra la Virgen Nuestra Señora, y del grave castigo de su pecado

Pésame de referir blasfemias contra Nuestra Señora, nacidas en las Indias; pero la verdad de la historia olvida la obligación de la patria. Refiérenla graves autores, y   —162→   como los castigos más cercanos ponen más miedo, quiero amedrentar a los míos con ejemplos propios.

Un hombre en el Perú (no se sabe de qué Nación) se aficionó de una india; hízole violencia y entrola en su casa. Airado de un tan violento estupro armó una tempestad, que le dio a la indiezuela grandísimo pavor; los truenos eran muchos, los relámpagos tan continuados, que no necesitaba de otra luz el aposento. Vino un trueno tan espantoso, que poniéndose en pie la india sobre la cama, dijo casi muerta: ¡Válgame Santa María! Calla boba, (dijo el blasfemo) ¿qué invocas a María? Apenas pronunció esta blasfemia, que dijo abrazado de la india, cuando súbitamente lo arrancaron della, y lo arrojaron fuera de la cama, y haciendo el castigo un rayo, le quitó la vida. Llegó la india, pensando que era turbación, y no más; diole voces; y como vio que no le respondía, tocole un pie, y quedósele el pie en la mano. Pretendió salirse de la casa, y un grande fuego le atajó los pasos. Dio voces, entraron los vecinos, refirioles el suceso, llegaron a asirle una mano, y quedósele en ella al que la tocaba. Con sus miembros todos sucedía lo mismo, y siendo así, que los cadáveres de los que matan rayos, dicen que se hacen polvo, en este blasfemo, sólo los dientes y la lengua vieron los circunstantes resueltos en ceniza, conociendo con claridad en el estrago de los instrumentos, que aquella lengua maldita, comenzó a padecer aquí el justo castigo de tan infame blasfemia.




ArribaAbajoDe los milagros que ha obrado Dios en el Perú por San Juan de Sahagún, de la orden de San Agustín

¡Oh lo que hace el Cielo por una brizna del honor de un santo! Vemos un prodigio en Guancavélica, porque   —163→   quisieran trampearle un milagro a San Juan de Sahagún, hijo ilustre de San Agustín. Es Guanvélica una ciudad del obispado de Guamanga, setenta leguas de Lima, y hácenla célebre las minas de los azogues para beneficiar los metales. Gobernaba aquella tierra don Pedro Osores de Ulloa, Caballero de la orden de Alcántara, que murió después gobernador de Chile. Fui yo a Guancabélica, y acababa de suceder el milagro que quiero referir, hablome en él casi toda la ciudad; vino a estos reinos a pedir limosna para la canonización del santo, fray Diego Salmerón, de la orden de mi padre San Agustín. A este religioso, cuando volvía a las Indias lo dejé vivo conventual en Toledo; traía una imagen del santo pintada al óleo, no entero todo, sino el medio cuerpo. Dio vuelta a todo el Perú, y apenas hubo en él una ciudad, en que el bendito santo no hiciese algún prodigio. Muchas dellas, obligadas de sus maravillas, con una devoción y afecto singular lo juraron por patrón. A la gran ciudad del Cuzco, que fue antiguamente (aún después de la conquista), cabeza de estos reinos, y antes de ella corte de los reyes incas, donde recibían todos la borla del imperio (así llamaban ellos una madeja roja, que era la corona o divisa de su reinado), no había llegado esta imagen de San Juan de Sahagún (es forzosa aquí esta digresión). Enfermo de muerte un religioso (pienso que se llamaba Magariño) y desde que lo desahuciaron los médicos, clamaba por una imagen del santo. No la había en el convento; y decía que sanara si la viera. Buscose con cuidado, y no se halló en el pueblo todo, ni reliquia ni retrato. Creció el mal, recibió el enfermo la Extremaunción, y habiendo de expirar, según el pronóstico de los médicos, antes del amanecer, le dio a la media noche un paroxismo, y encomendándose el alma los religiosos, advirtió su amigo que en un desván estaba arrojado un guadamacil, y que en los remates de él había dos cuadros viejos, uno de San Nicolás y otro de San Juan de Sahagún. Buscó unas tijeras, cortó del guadamacil el retrato de San Juan de Sahagún, vino a la celda del enfermo, y con rara devoción dijo a gritos (aunque no podía oírlos él), que venía San Juan a traerle la salud. Pusiéronle la imagen en el pecho, y en un punto quedó sano. Sentose   —164→   a la cama, pidió de comer, y habiendo comido como sano, se comenzó a vestir, y pidió que lo llevasen a la iglesia para dar gracias a Dios por una tan milagrosa y tan inopinada salud. Abriéronse las puertas; repicáronse las campanas, y junta en breve la ciudad, le hizo con el santo una grande procesión.

Había algunos días que una peste se apoderó de la tierra; eran tantos los muertos, como los heridos; y siendo el dicho religioso uno de los apestados, comenzó la ciudad a entrar en confianza de cobrar la salud, por la misma intercesión. Llevaron en amaneciendo a muchas casas de enfermos, el retrato, y ninguno de ellos le tocó que no quedase bueno. Sanaban unos y enfermaban otros; y como tal vez la temeridad hurta el traje a la devoción, hubo algunos que, o temerarios, o neciamente devotos, pretendieron hurtar aquel retrato. Cauteláronse los frailes, y por asegurar prenda de tamaña estima, fijáronla en el altar mayor. Contentáronse los enfermos con algunos ramilletes, que tocados a la imagen sanaban como ella todas las enfermedades. Lo más prodigioso del caso es, que si las flores no eran del claustro del convento, no se efectuaba el milagro. Hay en él sólo lirios y retamas, y en cada flor, tocada al guadamacil, parece que iba toda la santidad de San Juan de Sahagún. Votolo por patrón aquella insigne ciudad, y aunque para su fiesta importara más que le votaran cien velas, votaron toros y cañas. De todo esto me certifiqué cuando fui a aquel convento por prior.

Llegó después a la ciudad el padre Salmerón, y hallola tan llena de salud, que la imagen que traía no tuvo allí qué hacer. Pasó a Guancavelica (esto es enhilar el milagro, que cortamos para esotros que ingerimos); tenía un caballero de aquella tierra un hijuelo, que quería mucho, pero baldado con una tan grande quebradura, que cayéndosele las tripas a la bolsilla, se le hizo un tumor con grande deformidad. Llegó a ser de porte el tamaño, que la notable hinchazón apenas le dejaba andar. Muchos meses antes que llegase el santo, aseguró a sus padres un cierto médico, que si le pagaban bien, en sólo dos meses dejaría el muchacho con salud. Ofreciéronle   —165→   ellos, ansiosos de la salud de su hijo, buena cantidad de dinero; hízose dello escritura, ayudaba a recetar la codicia; y dábase el médico mucha priesa. A pocos días se divisó la ineficacia de la cura; y el que la disponía, desesperado de efectuarla, dijo a los padres que el sanar era imposible. Ríense los moros de los cristianos, porque pagan a los físicos antes de sanar los enfermos, alegando que no pagamos al sastre si no nos hace el vestido, y que en esta conformidad, no ha de pagarse al que nos cura, sino al que nos sana. Parece que los padres deste enfermo guardaron ese aforismo. Fue el concierto, que le pagarían si les sanaba el muchacho, y como se despidió el médico, quedó el trato rescindido; pasó gran tiempo, llegó el fraile con la imagen y la madre del niño, confiando de la divina gracia, lo que desconfió de la medicina, pidió al religioso una medida de las que tocaba en el santo. Diole una cinta él; y con ella atole al hijuelo la potrilla. A pocas horas levantó las mantillas al chicuelo, y hallolo sano. Divulgose este milagro por el pueblo, y el que le había pretendido curar, asiendo de la ocasión, alegaba que él era el artífice de esta salud, que le pagasen en conformidad del concierto, pues que lo había sanado. Burlaron de él los padres, y la ciudad; puso el pleito ante el Gobernador; oyó él la demanda, y mandó llamar al padre del muchacho. Defendía él la paga con la imposibilidad de la cura; alegaba que se había despedido el médico muchos meses antes que se efectuase el milagro. Añadía lo instantáneo de la cura en poniéndole la cinta, claro indicio de que allí obraba la divina mano; que él no sentía pagar aquel dinero, sino que defraudasen de tan grande honor a San Juan de Sahagún. Hallábase confuso el Gobernador, veía al niño bueno. Probaba el médico, que lo había curado, e inclinábase, pareciéndole justicia a que hiciese la paga. Yo (decía el padre del muchacho) diera con mucho gusto más dinero, si aqueso no fuera derribar lo que ha edificado San Juan de Sahagún. Instaba el curandero, en que los enfermos todos, al tiempo de pagar los médicos, se valdrían de milagros; y que si al Juez lo arrastraba esa sombra de piedad, se abría puerta para defraudar la paga. Dejose vencer el juez, y   —166→   díjole al padre: No hay aquí sino pagar. Yo bien presumo, que con el enfermo sólo obró nuestro santo, de quien yo soy muy devoto, pero he de estar a lo escrito.

No hay ponderación que ajuste a lo que sintió aquel caballero ver desacreditado el milagro. Pasaba a esta sazón el niño por la plaza, que venía de la escuela, llamole su padre, y díjole al Gobernador: Vea vuestra merced; y en la forma de no haber dejado señal, se podrá fácilmente reconocer, que no lo ha sanado el médico, sino el milagro. Alzole las mantillas, y Dios, que es celoso de la honra de los suyos con un milagro nuevo, volvió su antigua enfermedad al niño. Quedó asombrado el pueblo, que se había juntado a aquel litigio. El padre, casi muerto, daba voces contra la codicia del médico, pues en castigo della había Dios con otros deshecho el primer milagro. Tratole mal el gobernador y fuese avergonzado él. Supo la madre en su casa lo que había sucedido en el juzgado; lloró al hijo como si fuera difunto. Juntáronse las señoras a darle el pésame desta desdicha, y todas maldecían al que fue la causa della. Acompañaron al padre muchas personas. Trajeron al niño en brazos, que con el grande tumor, no pudo venir a pie. El concurso, de hombres y mujeres, en llegando el niño a sentarse en el estrado, todo se vino a reducir a blasfemar del médico y del gobernador. La madre, cobrada un poco, puso al hijo en su regazo; pidiéronle aquellas señoras, que le alzase las faldillas. Levantolas ella con un doloroso gemido y hallolo sano. Dos grandes milagros obró Dios, por asegurar el primero a Juan de Sahagún y todos tres (¿quién lo podrá dudar?) fueron por su intercesión. Pocos días después destos milagros llegué a aquel pueblo a tratar cierto negocio, y dijéronme los vecinos del, que fueron el motivo para que aquella ciudad, arrastrada de tan grande maravilla, hubiese elegido por su patrón al glorioso San Juan de Sahagún.

Llegó a Lima con esta milagrosísima imagen el padre Presentado Salmerón mucho después, porque rodeó el Perú. Trataba de embarcarse para España; sentían los religiosos que se llevase consigo aquel retrato, que, en el Perú había obrado casos tan prodigiosos. Rogáronle que   —167→   lo dejara, como por recompensa de la devoción de los pueblos con el santo, y del buen pasaje, que le había a él la religión; pues España gozaba del sagrado cuerpo; honrase las Indias con aquel retrato. Al parecer de los mozos respondió grosero, al de los viejos, devoto y aficionado, que antes se dejaría hacer pedazos, que dejar tal compañero. La gente moza (yo era uno de ellos) resolvimos en hacer un hurto, que nuestra poca edad juzgaba entonces virtud. Descuidose el padre Presentado un poco, y hurtámosle su santo; no sé si los prelados lo sintieron mucho, porque la pesquisa no la vi muy apretada. Claro está, que los hombres maduros, y personas de algún celo al fin harían la restitución; pero al fraile pareciole que eran cómplices los jueces, y que no había esperar justicia de los que veía encartados en la culpa; y desconfiado diose anticipadamente la partida. Hizo lo que el otro, que vendía la liebre. Iba uno a caballo, quiso ver el peso; arrimole las espuelas, con que le dejó burlado. El miserable vendedor le siguió gran trecho, y cuando se halló cansado se detuvo; díjole a voces, deténgase gentilhombre, y escúcheme una palabra. El ladrón, asegurada la rapiña, por la distancia, detúvose y volviendo la cabeza le preguntó, ¿qué quería? Respondiole el miserable: señor mío, cómala en mi nombre. Aprendiendo de este; dijo el Presentado al convento, que siempre había sido su resolución dejar la imagen en el Perú, que hacía libremente donación de aquel santo retrato, y que lo daba con gusto; que sólo quería que se le trasuntase el padre fray Francisco Bejarano, pintor insigne, y el mayor discípulo de Mateo Pérez de Alesio, hombre señalado, que envió a Lima Sixto V, a que le pintase una lámina; siendo Roma madre de la pintura y persona de solos diez y ocho años en competencia de los pintores todos de España pintó el San Cristóbal, que hoy vemos en la Iglesia de Sevilla. Hízose como lo pidió, y sucedió otro milagro, que el trasumpto que llevaba hacía milagros cada día, y el hurtado en doce años enteros no quiso hacer milagro. Labrósele un rico altar en el cuerpo de la iglesia, arrimado a un poste al lado del Evangelio; colocolo en él con grande solemnidad don Bartolomé Lobo Guerrero, arzobispo de Lima, concediendo a su altar, los cuarenta días de indulgencia. Después   —168→   de doce años, que la imagen del santo no hizo maravilla quizá esperando que los mozos hiciésemos penitencia de aquel hurto, le celebramos una grande fiesta. Adornose la imagen con algunas joyas y formósele una diadema al santo con puntas de cristales y oro. Quedose un mulato aquella noche escondido en un confesionario, hurtó las puntas de oro, y en abriendo las puertas el sacristán, se salió a su salvo. Echose de ver el hurto y como eran las joyas prestadas, se alborotó el convento. Hiciéronse diligencias exquisitas, y como el ladrón debía de ser taimado, en muchos días no trató de deshacerse dellas. Después de mucho tiempo, cuando juzgó que el hurto estaba ya olvidado, se fue con las joyas a la platería; llegó a un platero, y preguntole si se las quería comprar. Tomolas en la mano él, y apenas las recibió, cuando arrebatadamente se las quitó el mulato, diciéndole casi por señas: No quiero que las vea aqueste fraile agustino; saliose y fuese, y como el platero no vio frailes, quedó confuso, sin entender el caso. Llegó a otros dos plateros, y con ellos le sucedió lo mismo. Pudiera escarmentar el ladrón, y sin embargo de lo sucedido las llegó a vender a Antonio Ruiz Barragán, mayordomo de San Eloy, Cofradía de San Agustín. Él estaba en el punto, entendió el misterio, y asió al mulato; llevolo a la justicia, refirió a un alcalde el caso, y el mulato confesó el delito, con que se hizo notorio en la ciudad, que sabe castigar atrevidos el glorioso San Juan de Sahagún. O mi Dios, y cómo os vais despacio en castigar los sacrílegos, que ponen en vuestro hijo las manos. Desnudáronle la primera túnica al redropelo, y asieron de la segunda, que pegada con la piel, por la sangre que movieron los cinco mil azotes, llevó tras sí muchos pedazos de su santísima carne.



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ArribaAbajoDel castigo que hizo Dios en un religioso, por un donaire que dijo a un buen viejo paralítico

La inhumanidad con un hombre cerca de morir, es grande ofensa de Dios; castígala con demostración la Divina Majestad. En el convento de Lima, de la orden de mi padre San Agustín, donde me crié, para que la juventud entre por el camino de la humildad, se ha acostumbrado desde que se fundó, se ocupen los mozos, los ratos que no los embaraza el estudio, en obras humildes y de trabajos; unos asisten a la cocina, y a los más derechos y engreídos, los ponen tal vez en las obras a cargar los adobes, y la tierra, y llevan ellos esta mortificación con tan grande suavidad, que en su alegría, en su priesa, y en rezar los salnos todos juntos en aquel trabajo, parecen unos peones serafines. Labrábase en la iglesia una grande bóveda; disponíanse en ella entierros para los religiosos, mandaron que los hermanos (así se llaman en mi orden a los que no son sacerdotes) sirviesen en el edificio. Cavaban la tierra los negros, y acarreaban los frailecitos. Uno dellos, natural de Lima, llamado Camarena, muy buen religioso, aunque un poquito chancero, viendo sentado en un poyo un religioso viejo paralítico, llamado el padre Benesa, con quien viendo su largo vivir con un tan ejecutivo mal, se engañara toda la medicina: porque sobre setenta años de edad, le cogía la perlesía de los pies a la cabeza, le dijo, tocándole blandamente la capilla: Padre Bensa, ¿quién estrenará esta bóveda? Y respondiole el viejo (que apenas podía pronunciar, porque le había la parálisis ganado ya el cerebro), Vos hijo. Riolo el mancebo mucho; pero Dios (en cuyo tribunal se hila tan delgado, y donde aún una tan niña irrisión del que está cercano al morirse castiga con severidad) quitó la vida a Camarena, y llorando aquella culpa estrenó la bóveda. ¿Con cuán diferentes irrisiones trataron los verdugos a Cristo en el Calvario?, ¿cómo le ajan cuando le desnudan?, y el Eterno Padre calla.



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ArribaAbajoDe un portento, en que mostró Dios la oposición que se halla entre la honestidad y la desnudez

Enterraron una mujer principal, y la mortaja en aquel siglo solía ser el vestido más costoso, y como los sepulcros no se labraban dentro de los pueblos, concertó a dos ladrones su codicia, y fueron a robarle el vestido a la difunta. Bajó el más atrevido a la bóveda; quedose el otro a la puerta, e iba recibiendo lo que el ladrón le iba dando. Hecho el robo, se acordó el que la había despojado, que la difunta aún quedaba con camisa, y resolviose en quitársela, y aunque el otro ladrón le pretendió disuadir, no lo pudo efectuar con él. Bajó a la bóveda, y en tocando a la camisa, se levantó la difunta, y abrazándose con el sacrílego, castigó Dios su codicia con arrancarle el alma. Súpose el caso, porque hasta que el sol salió, esperó allí el compañero, y bajado a la sepultura, halló al desdichado con ambas manos en la camisa, y abrazada la difunta con él en defensa de su honestidad. Reina del Cielo, ¿hace Dios un tan espantoso castigo, en quien desnuda un cuerpo, y no, a quien brega en defensa del suyo, algún milagro? Mas ya lo entiendo, no ha de llegar la invención del afligir más allá del gusto del padecer. Nadie ha de juzgar, que se cansó en los hombres la crueldad, antes que en el Redentor los deseos de sufrir.



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ArribaAbajoDe lo que debe estimarse la pobreza religiosa en la materia de sus vestiduras, y de lo que estimaron buenos reyes el hábito de religiones

Dos solas túnicas las sagradas vestiduras de un Dios, dueño universal de las riquezas, están afrentando en personas religiosas la superfluidad del vestir. Por esto los que fundaron las religiones, fundaron sus hábitos en materiales viles. ¡Oh gran San Francisco! ¿cómo llamé vil ese tu precioso sayal? ¿Dónde hay púrpura como esa lana? El mundo bien conoce lo que vale; pero tarde lo conoce. Pasa el rico su vida en galas; pero cuando se ve difunto, pide el hábito de San Francisco; juzga preciosa aquella vestidura, pues no se atreve a parecer delante de Dios sin ella. Bien entendió el Rey Ubamba lo que valen los hábitos de las religiones. Un su privado, llamado Ervigio le quiso quitar el reino. Atosigolo, mezclándole en la bebida agua de esparto. Perdió el sentido, y juzgáronle ya casi difunto, abriéronle una corona, y vistiéronle de un hábito, que para tan temerosa jornada en los que habían de caminar, juzgaban por tan importante la frailía, que por representarla mejor les abrían la corona. No fue mortal aquella enfermedad del rey. Volvió en sí, y como despertando de un sueño, hallose monje. Viose el príncipe trasladado en fraile; preguntó a las que le asistían el motivo desta mudanza. Y respondiéronle: Señor, vimos que se moría Vuestra Majestad, para el entierro le pusimos (como es costumbre) este hábito. Cobró el rey luego la salud; y queriendo quitar la cogulla, y reerle la corona, no quiso consentirlo, y dijo a todos sus grandes: Si para que no castigue Dios nuestros delitos morimos con estos hábitos, y nos apadrinamos de ellos, no quiero despedir este padrino: porque no sé si a Dios se le ha quitado el enojo. Trocó por aquella vestidura el cetro y la corona, renunció el reino, y fuese a ser monje en el gran monasterio de Plampliega. Este príncipe no conoció lo que valen estos hábitos muy tarde.



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ArribaAbajoDe la estupenda paciencia de la bendita Bona

En tiempo del glorioso padre Santo Domingo vivía en Roma, encerrada en una torre, cerca de la puerta de San Juan de Letrán una mujer santísima, llamada Bona. Tenía el santo patriarca por las heroicas virtudes, que en esta santa conocía, grande devoción con ella, las veces que iba el Santo a San Sixto, monasterio de monjas suyas, donde hizo muchos milagros, y no fue el más pequeño haberles hecho trocar el suelo y el estilo, porque de un monasterio, antiguo, rico y relajado hizo, dándoles su hábito, una cumulación del Cielo. Cuando iba, pues, el santo a ver estas monjas suyas, visitaba a Bona, confesábala muchas veces, supo que padecía en el pecho una gravísima enfermedad de una monstruosísima apostema, que criaba en ella gran multitud de gusanos negros, peludos y ponzoñosos, y que se hallaba tan bien con ellos, que ni se curaba el pecho, ni echaba de él los gusanos; antes si alguno se le caía, lo levantaba del suelo, y lo volvía a la llaga. Sufrió muchos años atrocísimos tormentos con tan horribles vecinos. Era su paciencia ya tan célebre en toda Roma, (porque ni se quejaba ni admitía cura) que Santo Domingo tuvo deseo de ver aquella llaga, por ver así el porte de su paciencia. Confesola un día, y comulgola; viola tan sin queja, y con tan extraordinaria alegría, que entró en más deseos de ver aquella llaga. Rogole que la descubriera, y aunque con alguna dificultad se rindió a la obediencia del santo patriarca. Quitó los paños, y descubrió una cosa tan horrible, que hubo menester Santo Domingo su grande santidad para sufrir el olor; gran suma de carne podrida, y encancerada, los gusanos bullían y atemorizaban, las materias no apuntaban, sino corrían. Quedó asombrado el santo, y pareciole, que para lo que allí veía, cuanto había oído era nada. Díjole, que le diese un gusano, que quería verlo, y rehusolo ella, como si le pidiese un tesoro. Porfió Santo Domingo, y al cabo se le dio, con un concierto: que se lo   —173→   había de volver para reducirlo luego a su lugar. Sacó ella el gusano, y en tomándolo en la mano Santo Domingo, se volvió en una perla riquísima. Los compañeros le dijeron a Santo Domingo, que no se la volviese. Clamaba ella por su gusano y el santo se le restituyó estando a lo prometido. En poniéndolo en la mano ella, le volvió la perla su primera forma; un gusano (dice la historia) con una horrible cabeza negra. Quedó ella contentísima, como si hubiera recuperado una joya. Alabó a Dios el santo por la paciencia de Bona, y de compasión le hizo en la llaga la Señal de la Cruz, y le echó su bendición; y apenas llegó a la escalera el santo, cuando a la enferma se le cayeron los paños, y con los paños los pechos, y saliendo la carne toda podrida, se veían descubiertas las entrañas. Cobró luego carne nueva, y su gran paciencia ayudó a dorar esta tan milagrosa salud.




ArribaAbajoDe lo que hizo Dios, porque Santa Bárbara conservase su honestidad en su desnudez

La gloriosa Santa Bárbara padeció graves tormentos, y ninguno dellos fue tan poderoso, que de su santa boca le sacase una palabra. Juzgó el tirano, autor de su martirio, y ministro del Demonio, que en un corazón donde reside la virtud de la castidad, no hay tormento de garrucha, ni de peines, como descubrir sus carnes. Sentenció a la santa, a que desnuda la sacasen a la plaza. En oyendo esta sentencia quedó tan asustada, que habiendo despreciado el fuego, y el cuchillo, se halló tan atajada y confusa, por el amor que tenía a la pureza, que la viesen desnuda, que llorosa y enternecida, presentando a Dios sus lágrimas y su angustia, pidió al Cielo algún   —174→   socorro. Señor (dijo la santa virgen en voz que la pudieron oír), pues que sois tan amigo de la honestidad, y veis lo que se le opone la desnudez; si aún a las aves vestís, y cubrís el mundo en sus noches con la obscuridad, cubrid, u obscureced mis carnes a vista de los infieles. Oyó Dios esta tan justificada petición, y al irla desnudando, la iba cubriendo con una hermosa luz en forma de túnica talar. ¡Qué fácil le fuera a Cristo Nuestro Señor cubrir así su desnudez en el árbol de la Cruz!





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ArribaAbajoTercera parte de las Historias Sagradas y Eclesiásticas Morales

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ArribaAbajo Del fin desdichado de un mancebo endurecido

Un caballero mozo, noble y rico, vivía como rico, y como mozo, y entre su distraimiento, conservaba el hablar con Dios cada día. Pedíale en levantándose de la cama, que no le sacase de este mundo sin avisarle primero. Apareciósele un ángel, y como es imperatoria la oración, aún del que vive mal, díjole, que Dios había oído sus ruegos, y que no moriría sin tener aviso. Él, que por este favor había de enmendar el vivir, en virtud desta palabra deterioró su vida. Hizo cuenta consigo, que pues había de saber su hora, podría hacer entonces penitencia, y con esto soltó la rienda a sus culpas. Enfermáronle ellas, salteole una grande calentura, juzgáronla maliciosa, y mandáronle que se confesara. Él teniendo por asegurado, con lo que el ángel le dijo, respondió que no era tiempo. Agravósele la enfermedad, llamáronle sus deudos al confesor, y él, obstinado, sin alguna muestra de   —178→   católico, mandó que le despidiesen, diciendo que él sabía cuándo había de confesarse. La vida caminaba por la posta ya vista de la última jornada, ya desahuciado por los médicos, y entrando en la agonía, crecía a un paso su dureza y su calentura; lloraban los deudos, y los amigos la pérdida de aquella alma. Instábanle todos que se confesase, y teniendo el desdichado cabales todas las listas de difunto, sólo tenía viva la esperanza de vivir, diciendo que no podía morirse, sin que un ángel le avisase; y que para este punto estaba Dios empeñado. Apareciósele el ángel, que le habló la primera vez, y dijo como que hablaba con otro: Arranquen esta alma, que ya llegó su hora, y díjole el enfermo: ¿A que cuenta, el mismo Dios me ha engañado; pues me tenía prometido, que no moriría sin avisarme primero? Respondiole el ángel, la enfermedad te avisó. Cuando te mandaron confesar los médicos, tuviste en eso otro aviso; tus parientes te dijeron que te morías. Cuando el confesor te persuadió que te confesaras y recibieses los sacramentos, fue ese un solemne aviso; y pues a todos estos te hiciste sordo, quiere Dios que mueras, para que pagues en el infierno, sin fin, la culpa de tu enduración.




ArribaAbajo De un monje a quien Dios quitó el habla, porque rompió la conformidad fraterna

San Odón abad, tenía entre los suyos un monasterio poco reformado y como el de Cluni era tan señalado en virtud, y tenía lo fino de la religión en pie, sacó de él unos monjes muy recoletos para reformar el otro. Uno dellos, modesto y bien enseñado, estaba una mañana lavando   —179→   en la cocina los trapos con que se limpiaban los platos. Entró acaso uno de los conventuales del monasterio, y pareciéndole que aquel ministerio era tan humilde y se había de introducir en los demás sacerdotes, le dijo al monje con grande orgullo y alboroto: Eso que estáis haciendo, ¿mándanoslo en su regla San Benito? ¿Los religiosos, por qué hemos de lavar tan viles paños? Calló el reprendido y díjole por señas que era hora de silencio; encendiose en cólera, juzgando que le reprendía, y díjole mil injurias, y entre otras éstas: ¿Cómo os atrevéis a reprenderme vos a mí? Érades tratante ayer, aún no estáis limpio de vuestras trampas, ¿y venís a la orden a enseñar la regla? ¿Cómo tenéis atrevimiento para corregir a otros mejores que vos? ¿Hay tal desvergüenza, cómo predicar un mercader? Por señas había yo de hablar, Dios me dé lengua para ejercitarla. Calló a todo el bendito monje, dejolo furioso y fuese. Es costumbre en aquella religión decir las faltas antes de comer, y el injuriado acusose de haber dado a su hermano mal ejemplo, y puéstole en ocasión de que se enojase con él. Averiguó, la culpa san Odón, y el monje confesola, no arrepentido, sino obstinado, defendiendo soberbio la razón que había tenido. Pareciole al santo prelado, que dañaría el remedio, si en aquella ocasión se le aplicase a la enfermedad, y esperando que hiciese curso, les dijo a los dos: Hoy es domingo, no es día de reprender, respetemos la solemnidad, mañana se averiguará la culpa, y al que la tuviere se le dará penitencia; pero llevó Dios la causa a su juicio, y abreviando los términos quitó de repente el habla al atrevido, atando la lengua, que arrojadamente se soltó contra su hermano, y murió rabiando dentro de tres días, sin lista de penitencia.



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ArribaAbajo En que se ve que el vivir en comunidad no impide la soledad del corazón

Hay algunos santos que parten las horas dando lo que les toca a los prójimos, y no quitándose lo que les importa a sí mismo. Del bendito arzobispo fray Bartolomé de los Mártires, refiere el padre fray Luis de Granada en la historia de su vida, que daba el día entero a los negocios, y las noches a sus ejercicios, y si estando recogido llamaba alguno a su puerta, no le respondía, pero decíase a sí mismo, con buena gracia, aquellas palabras de la Escritura: Bástale su malicia al día.

San Arsenio dejábase comunicar poco; preguntole un monje la causa de su retiro, añadiendo que de trato de los monjes no podía a él venirle daño, y a ellos del suyo sí muy gran provecho. Y respondiole: Bien sabe el Señor, que yo estoy colgado de vuestra caridad; pero no puedo estar todo con vosotros, y todo con Él; lo cierto es, que se podrán partir las horas, pero no las almas. Dichosas aquellas que han subido a tan alto grado, que tratando con los hombres, tienen su conversación con los ángeles. Bien sabía esto San Arsenio, y lo ejecutaba cada día, que las obras de caridad por su naturaleza, no nos apartan de Dios; pero hay muchos que los distraen los negocios, y es grande don del cielo, comunicado a muy pocos, negociar orando, y tener oración entre el bullicio. Díjole Cristo Nuestro Señor a la bendita doña María Vela: Si quieres hablar conmigo, habla con las criaturas poco. Deseaba ella, que le diese licencia el confesor, para comulgar otra vez cada semana. Movible su Divina Majestad, para que se lo mandara, y díjole primero a doña María: Hija, dispón ahora tu corazón, para que comulgues más veces que acostumbres. Y hete querido prevenir, porque le he mandado que te dé su licencia el confesor; y respondiole ella: ¿Cómo queréis, Señor, que me disponga? Y díjole: Como sueles, huyendo conversaciones.   —181→   Distinta cosa es, ejercitar con el prójimo la caridad, y mantenerle conversación; en aquello hay mucho mérito, en esto grande peligro. Bien sabe Dios, que siendo yo quien soy, he deseado tal vez renunciar el obispado, y retirarme a un desierto; porque si me sale el sol antes de decir misa, me ejecutan negocios de poquísima importancia, y mi oficio me amarra hasta las doce a una silla, como al banco de una galera. No hay que esperar la palabra de edificación, y en hartándonos un poco a este tan infructuoso comercio, es inhumano el obispo. ¡Dichoso aquel, que en medio de una conversación puede tener soledad! Veámoslo en la historia que promete el título, que nos habemos embarazado en este tan largo prólogo.

El bendito Gregorio López fue provechosísimo en la ciudad de México, cada palabra suya era una jara, y efectuó con ellas cosas rarísimas. Fue caso prodigioso el que le sucedió con un clérigo: fue a visitar al santo varón, comunicó su alma con él, y lloraba, diciendo que se perdía; porque aunque se había recogido muchas veces, herido de las conversaciones, y grabado con los negocios, apenas se había levantado de sus culpas, cuando recaía en otras. Que no hallaba camino para salvarse en el mundo; que quisiera irse a un desierto, porque el trato de los hombres le ahogaba las virtudes, y que venía determinado de seguir en todo su consejo; que se sirviera de darle su parecer en un tan arduo negocio, pues se ponía en sus manos; y respondiole, como acostumbraba, serio y conciso: Sea vuestra merced un año ermitaño en México. Entendió él, alumbrándole Dios, lo que le quería decir; hizo una confesión general, dobló las horas de oración, recogió los sentidos, y dábase con templanza a los prójimos. Continuó un año su recogimiento, y santos ejercicios, con que actuado en la soledad interior, hacía en la gran ciudad de Méjico la vida de un ermitaño. Pagó Dios su buen deseo, con un tan alto grado de oración, que oraba, como en una cueva, en medio de la ciudad. Trataba con los prójimos, acudía a sus necesidades, y en las calles y plazas tenía presencia de Dios, sin primero movimiento de inquietud. Pasó muchos años en este sosiego,   —182→   y estorbábanle las conversaciones tan poco, que confesó a quien trataba los negocios de su alma, que los hombres le parecían árboles, los edificios y concursos, bosques; y que para su oración, no era menos acomodado lugar la plaza, que la iglesia, ni se hallaba más acompañado en las juntas y concursos, que en el retiro mayor de su oratorio. Conservole Dios esta gracia toda su vida; y habiendo sido dentro de la ciudad anacoreta, cargado de mérito, lo trasladó a la gloria.




ArribaAbajoDe lo que temían los santos, no sólo las palabras de daño, sino aun las de provecho

Estando un religioso dominico una noche en oración en la iglesia de su casa, apareciósele un demonio y arrebatándole por los pies, comenzó a arrastrarlo por la iglesia; levantábalo en el aire, y dejábalo caer tan violentamente, que era milagro que cada caída no le hiciese pedazos, dio gritos. Estaban a la sazón en el mismo ejercicio, repartidos por las capillas otros treinta religiosos. (Buenos tiempos donde tan deshora oraban tantos). Salieron a socorrerle todos; pero todos juntos no podían quitárselo al demonio de las manos. Teníanle asido, y aunque no veían al espíritu malo, sentían su fuerza; porque a todos juntos los levantaba. Traía al miserable por la iglesia, cual pudiera una pelota; corrían todos, y lo que los historiadores ponderan mucho, es, que siendo tantos, asustados, afligidos, asombrados, ya forcejeando, ya corriendo, a vista del aprieto de su hermano, de la lástima que les ocasionaba un tan evidente peligro, y del miedo y pavor en que les tenía el demonio, sólo porque era hora   —183→   de silencio, no hubo en una comunidad entera, quien hablase una palabra. Socorrían y oraban, callaban, y padecían, y ni para confortar al hermano, ni para exorcizar al demonio quebrantaron su instituto. Llegó el santo Reginaldo, supo por revelación la causa de aquel conflicto, remediolo al punto, y cesó el trabajo.

Enseñó Dios a la bendita señora, gran sierva suya, doña María Vela, cómo había de cerrar la boca; y díjole un día que había de hablar, sólo para responder. Obedeció ella rendida; pero algunas ocasiones forzosas se hallaba tan corta y atajada, que suplicó a Dios se sirviera de enseñarla cómo había de portarse en ellas, y díjole su Divina Majestad: Cuando estuvieras con quien te puede enseñar, óyele callando, con silencio, y devoción, y si ya sabes eso mismo que te dice, pasa por su enseñanza, sin darte por entendida. Cuando hables con tus iguales, déjales hablar y escúchales, y si alguna persona menos entendida, necesitare de que tú la instruyas, no has de mostrar que la enseñas, sino que te animas, y que con la plática te despiertas y afervoras. Éste es el arancel que le puso a la lengua Dios.




ArribaAbajoDe los ascos que engendra el pecado en ánimos puros

Están llenos los libros de las enormidades grandes del pecado, y tragan mucho los santos de sus desdichados efectos; y quien quisiera en tres hojas, no cabales, decir cuanto dijeron todos los doctores, y hallar un brevísimo compendio de tan dilatados volúmenes, lo remitiría yo a la nueva práctica del religiosísimo y piadosísimo padre Juan Eusebio, que dispuso de nuevo en ella el catecismo;   —184→   porque en la lección 45 habla con asombro de la fealdad y efectos del pecado. Pero porque los grandes sucesos dejan a los hombres escarmentados y detenidos, referiremos algunos, cuyas historias podrán enfrenar las almas.

Un ermitaño debía de tener necesidad de cobrarle al pecado más horror del que le solía tener; porque apareciéndosele un ángel, se le llevó consigo a una ciudad, para poderle instruir en lo que tanto había menester. Díjole el orden de Dios y fuese el solitario con él. Encontraron un cuerpo muerto en el camino. Estaba corrupto y lleno de gusanos, el aire ya inficionado por el mal olor del cuerpo pudiera causar contagio. El ermitaño no podría sufrir olor tan pestilencial, holgaba mucho que el ángel apresurara el paso; pero estaba tan lejos de ello, que se estuvo mirando aquel tan horrible cuerpo, tan sin melindre, y tan entretenido, como pudiera estar un regalón gozando del abril, en el Pardo o en Aranjuez. El solitario estuviera con mayor gusto en el yermo; pero aunque reventando no habló palabra por la reverencia que debía al que le acompañaba. Acabose después de buen rato (que le pareció al ermitaño un siglo) esta penitencia tan dura. Prosiguieron su camino, y encontraron un tan hermoso mancebo; venía ricamente vestido, traía una cuero de ámbar, cuyo olor alentó el espíritu del ermitaño; saludáronse e hiciéronse preguntas que acostumbran los que se encuentran. El ángel se cubrió las narices, y se mostró tan disgustado, que se hubiera ido, si no esperara a su compañero, que no se acababa de despedir, quizá que por empatar el mal olor. Fuese el pasajero, y viendo el solitario dos demostraciones tan desiguales, allá tan despacio, y con tanto gusto con el infernal olor de un cuerpo muerto, y aquí aspirando ámbares taparse las narices, le preguntó al ángel: ¿Cuál era la causa de tamaña diferencia? Y respondió él: Tú como eres de carne sientes que la carne huele mal, y para ti es ese mal olor; pero como los ángeles somos espíritus, sólo sentimos en las almas que son espirituales, todos los malos olores. No hay para nosotros olor enojoso, sino el que despide una alma que está en pecado.



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ArribaAbajoDe dos milagros en un judío que se atrevió al ataúd de Nuestra Señora, cuando iban a enterrarla

Centenares de historiadores conspiran con uniformidad en el caso que queremos referir. Ningún hombre de seso dudó de él; porque por el lado que se pudiera dudar, que es, que hubiese fiereza que se atreviese a las reliquias de Nuestra Señora. Dejó sin dificultad el caso, saber que era judío el que cometió el sacrilegio; que si se atrevió a crucificar a Dios esta gente, ¿qué atrevimiento excusara con su Madre?

Dispúsose el acompañamiento del cuerpo sacrosanto difunto de la Reina de los Cielos, en forma de procesión, mezclada entre aquella cristiana multitud, gran parte de la corte celestial. Salía del monte Sión con gran quietud, y continuábase aquel auto de tal majestad, pasando por las plazas de Jerusalem. Ató Dios las manos a sus enemigos, que aunque rabiaban de envidia y el demonio solicitaba, todos se detenían, hasta que para mostrar Dios su poder, y dar una lección a las gentes, con que supiesen cómo habían de respetar a su Madre, y por otros sus secretos, que nos son ocultos, permitió, que un pertinaz judío se atreviese al sagrado féretro. Rompió éste por el acompañamiento todo, y con un diabólico furor asió con las dos manos el sagrado lecho. Pero ejecutó Dios en él un instantáneo castigo, mucho menos riguroso, que pedía el sacrílego. Cortole entrambos los brazos, y con espanto universal, quedaron pendientes en el ataúd. Era el agresor hombre principal, sacerdote entre los judíos y por esto y porque era de todos muy bien visto, entristeció la ciudad este suceso. Él, aunque a su costa, sintió la virtud divina, y conoció el tamaño de su delito; y aunque tantos judíos se dejan quemar, por no rendirse a la fe, éste, alumbrado por Dios, se prometió su remedio del mismo cuerpo santo a quién había ofendido. Arrojose en el suelo, y pidió a los apóstoles con lágrimas, que intercediesen   —186→   con Nuestra Señora, para que perdonando el desacato pretendido y aquel ya comenzado sacrilegio, le restituyese los brazos. Pareciole al apóstol Pedro, que con sanar el judío crecía el honor de Nuestra Señora, y también la confusión en aquellos enemigos de la fe, y en esa conformidad hizo a la Virgen una muy breve oración, suplicándole que pues era Madre de un Señor que oró por los que le mataban, le pidiese por quien la ofendía. El santo lleno de fe, o alumbrado por divina revelación, llamó al judío, y llegándose al féretro; y poniéndole en su juntura el un brazo, quedó él unido, y desasida la mano, hizo lo mismo con el que quedaba, y experimentose la misma maravilla: de los judíos, unos se convirtieron, otros se obstinaron; pero unos, y otros quedaron con igual asombro.




ArribaAbajo De la caridad y prodigiosa llaneza con que consoló la Virgen Nuestra Señora a una enferma devota suya

El cardenal Jacobo de Vitríaco, de la orden de predicadores, que fue confesor muchos años de la bendita María de Egniens, de la misma orden, escribió por boca de la misma santa que yendo ella a visitar a una viuda que estaba enferma, y era devotísima de Nuestra Señora, vio que la Reina de los ángeles la asistía a su cabecera, y que estando con una grandísima calentura, tenía en la mano un abanico la Reina de la gloria, y que con él, echándole blandamente aire, recreaba a la que padecía. Bien pudiera la Virgen sanarla, pero como no pretende lo que en favor de los suyos parece de más facilidad, sino lo que más ostenta su llaneza y su amor, no quiso   —187→   quitarle la calentura, sino templarle los ardores della con llaneza tan extraña. Y no pararon en éste los favores que la Virgen prevenía para su devota. Acompañola hasta la hora postrera, en sus manos sacratísimas recibió a aquella alma dichosa; y la misma María de Egniens dice que la vio con sus ojos acompañando el entierro. Y que Cristo Señor Nuestro, invisible a los demás, rodeado de ángeles y de gloria, hizo el oficio de la sepultura, y que estando cantando el suyo los clérigos y los religiosos, Cristo y sus ángeles con la celestial capilla, hacían otro coro.







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ArribaAbajo Comentarios, dificultades y discursos literales y místicos sobre los Evangelios de los domingos de Adviento y de todo el año que los escribió fray Gaspar de Villarroel siendo obispo de Santiago de Chile año de 1661

(Impreso en Madrid, por Domingo García Moras).

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ArribaAbajo Introducción y aprobación

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Señor:

Catorce años ha que me mandó Vuestra Majestad servir la Iglesia de Santiago de Chile, en que he fabricado éste, y otros cinco libros, que con los cuatro que imprimí en España, serán diez tomos de impresos, a costa de gran trabajo.

La ocupación más precisa en que me puso Vuestra Majestad, contiene las funciones de mi oficio, y de éstas habré de suprimir las que olieren a vanidad. Esta tierra toda es armas; toda es penas (que son sinónimos penas, y armas): lenguaje es de Jeremías. Mis pensamientos son todos paz, y no aflicción. Es maravillosa la Retórica Divina. A un ingenio bachiller, parecerale que contrapuso mal, y que no había de decir: Son mis pensamientos de paz, y no de aflicción, sino que eran de paz, y no de guerra los altos pensamientos que tenía; pero el Espíritu Santo levantó el estilo: porque no hay cosa que   —194→   aflija, sino una guerra. Estos años pasados han congojado estos países los indios, y los holandeses; y aunque unos, y otros han sido tan perjudiciales, no nos lastiman tanto todos juntos, como nuestros mismos soldados. Vienen a enjambres a deshacernos por rehacerse. Hablo así, porque es éste el lenguaje de acá. En los soldados bisoños no deben ser muy frecuentes los hurtos: porque queriendo David canonizar los suyos a vista de Naval Carmelo, para obligarle a que los socorriese, le encareció en esta forma sus virtudes: ¿Quieres saber la virtud de los soldados que tengo? No te han robado. Como dando a entender, que es tan propio de un soldado novel tener algún resabio de ladrón, que para no haberlo de ser, es necesario que lo sea de David. Díjolo Hildeberto con grande concisión: Los soldados (dice) de mi Obispado (parece que habla de los del mío) a todo extendieron la mano. Gente con quien para lo justo efectúa poco el estipendio, y para crueldades y ofensas no necesitan de paga. Hemos visto en este Reino matar los soldados un indio, sólo por quitarle un caballo, que han de vender por un peso, y despedazar una india por robarle una manta. Parece que hablaba San Oriencio de este caso.

Con estos cobran horror a nuestra Fe. Si estuviera en Chile mi padre San Agustín, nos lo dijera mejor. Entre estas penalidades tienen el segundo lugar los destemples, sierras, nieves, despoblados, y ríos, con que es este Obispado, tan penoso, que después que se fundó, no ha habido Prelado en él que le dé vista cabal. De la otra banda de la Cordillera (así llaman acá las sierras altísimas nevadas, que ciñen toda la América) está la Provincia de Cuyo, que es también a mi cargo. Pásase a su tiempo, y es intratable e inaccesible en cerrándose. No ha ido a visitarla Obispo, después que se fundó este Obispado. Llevome a ella el escrúpulo, y gasté en la visita un año entero; llamáronme después negocios de mi Catedral. Volví a ella; pero fue la nieve tanta, que llenando los valles, los igualó con los montes. No sufría la tierra   —195→   cabalgaduras, y dejáronme más de cinco mil estados dentro de una espuerta, arrastrándome con sogas, con mil peligros de la vida el Obispo, y su familia toda. Dejé confirmadas más de tres mil personas. Bauticé seiscientas, y estas tan adultas, que siendo la menor de veinte años, no habían recibido el Bautismo. Trescientos indios de ciento de edad, necesitaban de Confirmación. Hela administrado en personas de todas suertes, desde que comencé a confirmar a más de trece mil, sin perdonar mis riesgos, ni embarazarme los insufribles fríos, que habiéndome criado en temple benignísimo, pudiera quitarle a Ovidio de la boca las palabras, con que se quejó al Emperador de las guerras, y fríos de la Región donde le tenía desterrado, cuando le pedía, no que se le quitase, sino que se le mitigara con otro menos áspero el destierro.

No pido, que se revoque lo proveído, que no rehúso el ser mal afortunado. No huyo mi desdicha, sino ser desdichado con peligro: si no juzgara, que ofendía a la providencia altísima con que Vuestra Majestad nos gobierna. Dudan los Santos, si después del pecado estuvo Adán algún tiempo en el Paraíso. Y resuélvese Arnoldo en pensar que sí. Y al argumento que se le podía oponer, de que un pecador estuviese en un tan delicioso lugar, responde con grande satisfacción: Que para un corazón melancólico, no puede haber Paraíso; con que se deja entender, que entre sustos no hay contentos, y que lo ameno del lugar (si él está caído) no levanta el corazón. De que se forma fácil argumento, que si para un triste hace del Paraíso un calabozo, de un país tan destemplado, hará un infierno.

Tengo entendido, que como la Iglesia, donde no se enseña no tiene Cátedra, usurpa sin razón el nombre de Catedral, y así he ocupado el tiempo, que mis visitas han permitido en leer casos de conciencia a toda mi clerecía; porque no hay canonjía en esta Iglesia, que en conformidad de lo que dispone el Santo Concilio de Trento, haga este oficio.

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La ocupación de conservar la paz, es una importantísima ocupación. En ésta he estudiado mucho, conservando toda correspondencia cristiana y toda concordia debida, con esta tan ilustre Audiencia, y hase efectuado de manera, que están hoy por estrenarse mis campanas, porque en casi trece años, que ha que sirvo este Obispado, no se ha tocado a entredicho, ayudando al sosiego de que esta tierra goza las grandes letras, y rara virtud de los Oidores, que tiene Vuestra Majestad aquí, sin que por esta concordia pierda la Iglesia su inmunidad, ni Vuestra Majestad un solo punto de su suprema jurisdicción; que lo contrario, en ellos sería delito, en mí sacrilegio, y podría decir de nosotros lo que de un rey inglés el grande obispo Hildeberto. Y esta junta de las dos Cuchillos (en que significó las dos potestades el Evangelio) teniendo unión, da a los pueblos la salud; punto en cualquiera gobierno esencial, y cuyo provecho alcanzó un gentil.

El terremoto de trece de mayo el año pasado de cuarenta y siete, fue en esta tierra una general ruina, derribó mi Iglesia Catedral, aunque dejó Dios en ella buena parte de la cantería. Reedifíquela, y sólo en este punto no he de hablar por menos lo que he obrado: porque aunque en servicio de Dios no hay ministerio vil, no quiero lastimar a Vuestra Majestad su piadoso corazón con los oficios a que en este reparo bajó la dignidad de un Obispo, mirándolo con humanos ojos. Abraham hizo en la resolución de sacrificar al hijo, una hazaña, en que venció las fuerzas de la naturaleza; no habló en ella palabra, y contentándome con decirle al ángel que le detenía: Ya Dios ha visto lo que yo he obrado, como dando a entender, que una hazaña tal, sólo podría premiarla Dios; que hay acciones tan calificadas, que sería en ella desperdicio contentarse con menos recompensa que la Gloria. Y así sírvase Vuestra Majestad de darme licencia, para decirle sólo por mayor, que reedifiqué su Catedral, sin pretender nueva sangría a su real hacienda, contentándome con que Dios ha visto lo que se ha obrado, y lo sabe Vuestra Majestad, que es en la tierra uno de los vicarios de Dios.

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Con esto he dado cuenta a Vuestra Majestad de la mayor parte de mi ocupación, que la ordinaria, de que estamos encomendando a Dios la importantísima vida de Vuestra Majestad, no hay para qué se diga, pues no se duda. Guarde nuestro Señor a Vuestra Majestad, como la Iglesia toda ha menester. En Santiago de Chile veinte de abril de mil seiscientos cuarenta y uno.

Fray Gaspar,
obispo de Santiago de Chile.



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ArribaAbajoAl lector

Este libro envié a España otra vez, sin hablar en él con el lector: porque siendo con él diez los tomos que he sacado a luz, me pareció que sólo por contemporizar con el uso de los escritores, era impertinencia gravar los oyentes, mas ha sido forzoso llenar la costumbre con precisa necesidad de hablar con el lector. Remití un tanto de este libro siete años ha a Madrid, para que se imprimiese, con otros tres tomos de Historias Sagradas, y Eclesiásticas. Llevolos un mercader, que mostró serlo en volverse el dinero, y dejar los libros. Era muerto Pedro de Villarroel, secretario del presidente de Castilla, y habíase ido a Roma el padre maestro fray Pedro de Malvenda, donde lo eligieron asistente del Reverendísimo General de la Orden de mi padre San Agustín, personas que habían de disponer la impresión. Quedaron los libros olvidados en la Secretaría del Supremo Consejo de las Indias. Tuvo noticia del olvido el padre fray   —199→   Alonso de Velasco, religioso de mi hábito, residente en San Felipe. Redujo la caja a su celda, que aún no había llegado la curiosidad a quererla abrir, vio el mal logro de mi trabajo, escribiome el estado de la materia, y ofreciose a la impresión de estas obras; y como prosiguiendo la tormenta, corrieron nueva fortuna, porque a este santo religioso se lo llevó Dios al cielo. Desaparecíase este tomo, que tiene más de predicador que los otros tres; y habiendo hallado, como por milagro, el borrador de él, le hice reescribir, y aunque no soy tan vano, que presuma de mi ingenio; que habrá quien quiera honrarse con mi libro, tan hermano de los otros míos, que todo hombre que tuviere ojos, los conocerá por hermanos, quise, que aunque se detengan los demás, éste se imprima luego, o para llenar el número, o por la natural tentación de escribir más, quien ha comenzado a escribir.



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ArribaAbajo Aprobación, y censura del señor don Alonso Ramírez del Prado, del Consejo de Su Majestad en los Supremos de Castilla, y Indias

Señor:

Por lo que toca a este Real Consejo; me ha mandado Vuestra Merced que vea la primera parte de los Comentarios, Dificultades, y Discursos literales, y místicos, sobre los Evangelios de los Domingos de Adviento, y los demás del año, que tiene para dar a la estampa el doctor don fray Gaspar de Villarroel, arzobispo de los Charcas; y aunque antes de esta obra, tiene muchas que acreditan su ingenio, prudencia, y erudición, parece que ahora se excede en todo: porque la clara exposición de la Sagrada Escritura, lo profundo de los discursos suspende con admiración, y lo grave en las sentencias suavemente   —201→   aviva el deseo para la universal enseñanza de diferentes facultades; y si bien estas materias no son de las que se juzga fácilmente, la misma claridad, y distinción con que las trata el autor, parece que le da inteligencia a él que las examine, para que sepa apreciarlas; y este mismo sentir tienen los que profesan los estudios, que tan felizmente se ven logrados en este libro; y así es mi parecer, que Vuestra Majestad puede, y debe dar licencia para que se imprima, en que hará grande beneficio a sus Reinos, e incomparable favor a los de las Indias, donde con el conocimiento, y ejemplo de tan gran prelado, experimentado en la Iglesia de Santiago de Chile, en la de Arequipa, y ahora en la de los charcas, hará aún más agradable impresión la doctrina, que tanto corresponde al original que han visto, y venerado tantos años en tan diferentes provincias, y siempre igual su aprobación en todas.

Madrid, setiembre 9 de 1660.

Licenciado don Alonso Ramírez de Prado.



Consejo, a nueve de setiembre de mil seiscientos sesenta.

Atenta la aprobación del señor don Alonso Ramírez de Prado, se le da licencia para imprimirle, por lo que toca a las Indias.

Y para que de ello conste donde convenga, doy la presente, en Madrid, a cuatro de diciembre de mil seiscientos sesenta.

Don Pedro López de Achaburu





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ArribaAbajo Aprobación del reverendísimo padre maestro fray Francisco de Arcos, predicador de Su Majestad, calificador del Consejo Supremo de la Inquisición, Examinador Sinodal del arzobispo de Toledo, catedrático de prima de su universidad; y padre jubilado de la Provincia de Castilla, del Orden de la Santísima Trinidad de Redentores

Me ha hecho admiración y consuelo, ver cuán exactamente cumple con las obligaciones de Obispo el Ilustrísimo, y Reverendísimo señor doctor don fray Gaspar de Villarroel, siendo formidable su peso, aún para los hombros de los Ángeles, como dice el sagrado Concilio Tridentino: a todas da satisfacción quien se halla adornado   —203→   de sabiduría, y enseñanza, dice San Hilario. Pero si ésta se retira de los labios callando, destruye cuanto edifica con el ejemplo. Ni basta ser sabio, y predicar, si negado a todas las temporalidades no se entrega a la oración, y estudio, para ser legítimo padre; pues fuera cosa ridícula, dijo con discreción el otro santo, ser atalaya sin ojos, doctor necio, precursor tullido, prelado negligente, y pregonero mudo; y no podemos dudar, que es atalaya de la Iglesia con muchos ojos quien escribió aquellos dos tomos en el Gobierno Pacífico con tan sazonadas enseñanzas para conservar la unión los dos Estados, base en que se funda la paz de todo el Orbe, ni en que es doctor sabio, laureado, no sólo por la primera Universidad del Nuevo Mundo, sino con el crédito que ganó en todo él con los Comentarios que escribió sobre los Jueces; ni en que es precursor diligente, quien en Chile, en el Perú, en la Nueva, y nuestra España ha mostrado desde el púlpito; y con los tres tomos de Cuaresma, que tanto han aplaudido por las letras de los Evangelios los Doctos con gloriosos efectos la verdad católica, ni en que es Prelado solícito, pues por dar pasto fácil, y provechoso a sus ovejas, comunicó tres tomos de Historias, y ejemplos morales, con meditaciones de los Misterios de nuestra Redención, tan eruditos, como gratos a cuantos los examinan; siendo forzoso que confesemos, que por no parecer mudo, saca a luz ahora el primer tomo de Sermones de las Dominicas de Adviento, y Pentecostés, en que hallo doctrinas, de quien se puede esperar mucho fruto, si con el magisterio, y gravedad que las escribe se publican; y que otras tan grandes, y de tan celoso espíritu, tienen por dueño a quien se abrasa en el amor de Dios, y de los prójimos; pues aunque los hijos no suelen parecerse a los padres, los escritos siempre tienen similitud con sus dueños. Y así puede Vuestra Merced dar la licencia que se pide, para que todos lo gocemos impreso. En este Convento de la Santísima Trinidad de Madrid 10 de diciembre de 1660.

Fray Francisco de Arcos



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ArribaAbajo Índice de los comentarios, dificultades y discursos sobre los evangelios de los domingos de adviento

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(Materia de los Comentarios en forma de sentencias por desarrollar en los Discursos).


Del tremendo día del Juicio y de las señales de él, con que previno Dios a los hombres.- Sobre el Evangelio de la dominica primera de Adviento

Hacer Dios nuestro Señor a los pecadores tantas esperas, es muy propio de su misericordia.

Dando voces al hombre los elementos todos porque salga del pecado, es diabólica fiereza permanecer en la culpa, sólo por no decirle a Dios una palabra.

En el temer a Dios está librada nuestra salud.

Los malos sólo temen la muerte temporal, no la cuenta que han de dar a Dios.

No admira tema morir el que ha vivido mal y quiere lo terreno bien.

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Es gran trofeo para el Demonio derribar un santo.

La virtud sin grande tentación, será estimada, pero no famosa.

En el juicio final ha de hacer Dios cargo al pecador de que se hizo hombre por Él.

Para un padre es cordialísimo sentimiento ver morir un hijo; pero un hombre justo por ellos todos no ha de hacer un pecado.

El que quisiere no peligrar el día del juicio, deje todos los cuidados.




De una solemne embajada que envió San Juan a Cristo Nuestro Redentor y de los misterios que para nuestra enseñanza se descubren en ella y en su respuesta, sobre el Evangelio del domingo segundo de Adviento

Una cadena por Dios, es de grande autoridad.

El padecer es un breve atajo para hallar a Dios. La concordia es virtud muy digna de beneficio. Faltar la paz entre hermanos, suele ser en pena de delitos; y el que la llega a romper, tema el rigor con que le han de castigar.

  —209→  

Es ordinario procurar obscurecer, sin respeto a la caridad, al que os parece que no os ha de dejar lucir.

Desdice de toda obligación hablar de los ausentes mal.

Hay quien alabe sus enemigos, por armas contra ellos las lenguas de los envidiosos.

No es buena providencia, que sobrando en los palacios vestidos, anden los soldados desnudos.

El asistir a la guerra, es pensión de la corona.




De aquella célebre embajada que enviaron los judíos al Bautista y su admirable respuesta, sobre el Evangelio de la dominica tercera de Adviento

Para un pueblo es grande felicidad un buen gobernador; y no es tan vuestro el que vos elegís, como el que elige Dios.

La virtud mientras más se pretende esconder, descubre más su valor.

Es carácter de verdaderos discípulos del Señor, huir los honores que acarrea la virtud.

Fue calificada humildad, callar su propio nombre el precursor.

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El predicador que siendo voz no predica, pierde las almas, y las seguirá en las penas.

Es pena de pecados, que en medio de vuestros delitos enmudezcan los predicadores.

Para la necesidad del oyente ha de ser incansable la piedad del predicador.

El dispensador de la divina palabra no tenga afectos de tierra.

El predicador acompañe de buenas obras sus palabras, y con la predicación no ha de lastimar, en especial al que le es superior.

En cierta forma contrae con Dios cognación espiritual el que es devoto de oír sermón.




Del orden de Dios que tuvo en el destierro San Juan para predicar remisión de culpas, por medio de la penitencia y de las circunstancias con que refiere el caso San Lucas. Sobre el Evangelio del domingo cuarto de Adviento

Los reyes deliciosos son ruinas de sus reinos.

Con ser castigo de un reino, que le falte un Consejero santo, hay reyes que nada aborrecen tanto como un buen consejo.

  —211→  

Debe cuidarse mucho, que pase con buena comodidad el Consejero que sirve bien, porque es carácter de reyes santos estimar los que son buenos.

Los malos reyes echan a perder sus consejeros y sus predicadores.

Es gran prerrogativa del precursor, haber dejado por Dios un Padre tal.

Al paso que atiende Dios a nuestro bien nos olvidamos de nuestra salud.

Pecadores convertidos, son de grande importancia para convertir pecadores; y el que se llega a convertir, nada ha de dejar por hacer.




De las profecías de Simeón y Ana; de las excelencias de la castidad; de los peligros de una revelación y de la virtud que requiere el predicar. Sobre el Evangelio de la dominica infraoctava de la Natividad del Señor

No hay lance tan para temer, como el que se hace en la castidad.

Es fina castidad vencer; pero que es mejor no tener que pelear.

Los que residen más cerca de Dios, necesitan más de la castidad.

  —212→  

El hablar y el ver son enemigos de la castidad.

No es ordinario, en una conversión repentina, un repentino favor.

No pensemos, que todo lo que los virtuosos hablan es profecía, ni que no cabe el profetizar en un alma sin virtud.

Un docto santo, es para Dios un oloroso sacrificio.

Los que no tienen puras las almas, no alcanzarán la verdadera interpretación de la Sagrada Escritura.




De la disputa que tuvo Cristo Nuestro Señor en el templo de Salomón con los doctos en la ley, de su quedada en Jerusalem y de su dichosa invención. Sobre el Evangelio que el vulgo llama del niño perdido, que se canta en la dominica infraoctava de Epifanía

Da Dios de ordinario el premio donde se le hace el servicio y ese muy presto.

No se halla Dios entre afectos de carne y sangre, y en el virtuoso son estos afectos un infame sambenito. En el Templo de Dios se halla la felicidad y que el que huye de él, tiene señas de Gentil.

  —213→  

Edificarle a Dios un Templo, es hacerle un gran servicio; y cuando no lo deslustra la vanidad, sabe pagarlo muy bien.

No son buenos doctos los que no tienen a Dios; pero sin embargo se han de consultar para lo que se ha de hacer.

Aquel será buen doctor, en quien se halla humildad y no interés.

Para hacerse sabio, es bueno ser devoto; pero no vivir perseguido; y que para persuadir, es importantísima la virtud.




De un gravísimo testimonio que dio San Juan de la Divinidad del Redentor y de los misterios que se descubren en él. Sobre el Evangelio en octava de Epifanía

Es ingratísimo quien no busca a Dios que lo anda a buscar a él.

La marca de los amigos de Dios, es padecer, y callar. El cordero divino, como por todos se sacrifica, han de comerle todos.

Ésta es la mejor tierra del mundo, donde se venera mucho Jesucristo.

  —214→  

Es dificultoso creer que se abata Dios en nuestra humanidad, pues para que se lo creyeren, buscó fiadores: el precursor.

Es muy digno de reprensión, que los que son de un país, rompan el vínculo de la caridad.

La hipocresía es ostentadora de una santidad fingida; y si tiene alguna que no lo sea, suele ser tal vez más peligrosa.

Importa mucho la perseverancia, porque es grande el castigo después de la indulgencia.