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Del milagro de las bodas de Caná de Galilea, de la admirable conversión del agua en vino, y de los trabajos grandes del matrimonio. Sobre el Evangelio del domingo segundo después de la Epifanía

Los peligros del matrimonio amenazan la vida de los suegros y la honra de los maridos.

No hay mujer segura, si la codicia, o la vanidad, la solicita, y es milagro que haya quien coma de su deshonra.

Es gravísimo delito un adulterio.

Es grande tormento para una mujer deshonesta, que el que ella quiere bien se ponga de parte de la honestidad.

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De los deudos también tiene recelo el matrimonio, y es el incesto tan execrable delito, que sólo se le atreverá quien no tuviere seso.

No se deje el superior gobernar de la mujer.

Para la misericordia divina siempre es hora; pero hay algunas sectas a su favor con más especialidad.

El hacer milagros no es la más grande comprobación de una solemne virtud.




De la misteriosa salud que dio a un leproso nuestro Redentor. Sobre el Evangelio del domingo tercero después de la Epifanía

Vale mucho un obsequio y es lástima malbaratarlo.

Al superior todos le dan y al que quita la capa, no está segura la vida.

Es gran delito recibir de un reo, y sólo dejadas son provechosas al hombre las riquezas.

Los poderosos conquistan nuestro amor con su liberalidad, y por eso, Dios nuestro Señor nos da, aun cuando nos manda.

El príncipe que no hace limosna a los templos, se le declara a Dios por enemigo, y el que los sabe enriquecer, gozará de paz.

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Al Sacerdocio se le debe gran respeto, porque los sacerdotes son útiles a los pueblos, y a los reyes.




De la vitalidad del padecer, de la Divina Piedad y de las obligaciones del Superior. Sobre el Evangelio del domingo cuarto después de la Epifanía

Los trabajos siguen a los justos y a los pecadores, y a unos y a otros les suelen ser de provecho.

Sólo un hombre que es Dios, puede, cuidando de todo, descansar algo.

Tiene derecho el vasallo, a que aun a costa de su comodidad Real no le falte en el peligro el rey.

No hay peligro que venza el esperar, si se cree que no hay peligro en que no nos acompañe Dios, en especial cuando todo se dejó por Él.

A los que no se dejan vencer con las caricias, los suele Dios rendir con amenazas.



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De la crueldad del envidioso, y fiereza del hombre, si es enemigo; de la desdicha de la herejía; de la dificultad que es juzgar entre lo hipócrita de ella, y la virtud maciza. Sobre el Evangelio de la dominica quinta después de Epifanía

Del envidioso nadie está seguro, pues libra el fruto de su desvelo en sólo el deshonor del envidiado.

Es pintada la del Demonio cerca de la crueldad de un hombre, si es enemigo.

Como la herejía es parte de la ignorancia, es necesario valernos contra ella de letras virtuosas.

Se juzga con dificultad entre el vicio y la virtud, y por achaque que no es común, no se desprecie una comunidad.




De la seguridad de la iglesia, prerrogativas de la humildad y de las obligaciones de una virtuosa mujer. Sobre el Evangelio de la dominica sexta después de Epifanía

En la Iglesia, donde todo es felicidad se vive con una grande mortificación, que es haber de tolerar gente ruin.

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La unión es en la Iglesia grande seguridad.

La humildad no vive sobresaltada como la prelacía, porque sabe conocer los sustos del dominar.

La humildad es un grande escalón para subir.

Las mujeres han de ser caseras, no callejeras, hacendosas, no galanas.




De las excelencias de la limosna; de las medras que tiene vinculadas, el que ajustando su obligación dispensa la Divina Palabra; y de los dispendios que siente un alma tocada de la hipocresía. Sobre el Evangelio que canta la iglesia en la dominica primera después de la Pascua de Pentecostés

Hay simpatía entre el remitir la injuria, y hacer limosna; y al dar está vinculado el vivir, y el lleno de nuestra salud.

En gracia de los liberales dispuso Dios que hubiese en el mundo pobres.

Dar palabras, no es dar; si bien no habiendo otra cosa, sería el retirarlas tiranía.

Al pobre virtuoso no le falta nada, y a Cristo Señor nuestro pobre, siempre le falta todo.

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Sin embargo que pierde el derecho a pedir quien no sabe socorrer una necesidad, solicita Dios un corazón codicioso a la limosna con los dulces halagos de la usura.

Ordinario, pero qué lastimoso que no sea santo el Maestro, y que quien es luz se pueda despreciar.

Es gran desdicha del pueblo ciego, que tenga guías sin ojos, y tenerlos, suele ser pena de sus pecados.

El retiro es toda la autoridad del Magisterio, y deben los predicadores temer todo comercio con mujeres.

El hipócrita es más cruel que el fariseo, y con su aparente virtud muere por hacer ruido.

El primer cuidado del hipócrita, es manifestar a todos sus buenas obras, como el del verdadero humilde encubrirlas, y ése es el sólo camino de lograrlas.

No se ha de temer tanto la vanidad, que defraudando al prójimo del buen ejemplo, se esconda totalmente la virtud.




De las liberalidades que deben ostentar los reyes; del embarazo que a los que se gobiernan mal, les hace el matrimonio; de las ansias con que Dios busca las almas; y de lo que siente que al convidarlas, se le resistan ellas. Sobre el Evangelio de la dominica segunda de Pentecostés

Las leyes que en los príncipes abominan la parcialidad, no admiten dispensación.

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La libertad es el carácter del Rey, y aun a príncipes paganos paga Dios el desvelo por los suyos.

El amor a que obliga el matrimonio, tiene su límite, y hollarle es delito, si bien en los maridos casi ordinario.

El amor de la mujer embaraza el discurso del mundo, y se alza tiránicamente con todo su cuidado.

Está tan hallado el pecado en su culpa, tan conforme con su desdicha, que parece que le ahogan el gusto, cuando le sacan de ella.

Nos dejó Dios libre la voluntad, porque le demos con gusto el corazón, y nunca le agradará una voluntad compelida.

Para escarmentar, nos importa oír algo de la ira de Dios, y es tremendo efecto de ella, que no lo sea, el que no quiso, llamándole, ser cristiano.

Fue execrable la culpa de los judíos, y a mucha costa suya han experimentado, que quien supo hacerlas convites, sabe castigar pecados.

Con admirable providencia difiere Dios nuestro Señor su castigo, aunque ejecuta sus castigos un ingrato.



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De la magnanimidad con que hollando la envidia de los fariseos, y despreciando sus calumnias, se dejó el redentor tratar de pecadores. De su piedad infinita con que sobreseyó en su reputación, sólo por nuestra salud, y del gozo con que recibe el cielo un pecador convertido. Sobre el Evangelio del domingo tercero de Pentecostés

Es la envidia tan cruel, que rompe el vínculo natural. La envidia es un pecado, que sumamente deroga al Sacerdocio.

No hay dureza como la del corazón de un envidioso, y es intolerable pensión del que es valido, ser de todos envidiado.

La murmuración del fariseo, es alabanza del Redentor.

El Redentor, con arte, oculta lo que en los convites iba a dar, con disfraz de recibir.

A Cristo Nuestro Señor no hay indecencia que le detenga, si se le descamina un alma.

La oveja, a quien lleva en hombros su pastor por camino de tanta dificultad, vea lo que debe hacer por él.

Dios todo lo atraviesa, por la reducción de un alma, y es gozo con grande circunstancia el que se origina de la reducción de aquélla, que parece que estaba ya obstinada.



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De la alteza, y requisitos de la predicación evangélica, y de la perfección de la pobreza apostólica. Sobre el Evangelio del domingo cuarto

Fue decir como en símbolo los trabajos y peligros de la predicación, ponerla en hombres de mar.

Fue grande demostración de su soberano poder, sujetar Dios las mayores Majestades con lenguas de predicadores.

Se le debe hacer gran lugar al predicador, pero es justo que con la vida, y no con las palabras merezca él.

Instituyó Cristo nuestro Señor a Pedro, hollando obligaciones naturales, en Pontífice, habiéndole hecho el primer Predicador, porque en la casa de Dios tiene gran estimación la antigüedad.

Es gran hazaña despreciar el tener, y mostrar en esto resolución.

El que para predicar, sabe renunciarlo todo, llena su oficio, y conserva la reputación del soberano Maestro.

Es grande comodidad hollar el tener, y la pobreza con Dios, y con los hombres, es el vínculo de paz.



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De la perfección con que quiso el Hijo de Dios que se observase su ley; de la blandura que quiere en sus ministros, y de la caridad con que el cristiano ha de portarse en lo concerniente a la reputación de su prójimo. Sobre el Evangelio del domingo quinto después de Pentecostés

El Evangelio estrecha más un alma que la ley antigua; pero como está más a la vista el premio, y el Legislador, no se siente tanto su dificultad.

Es muy estrecha la ley que manda sufrir la injuria, y por esto sale Dios a la venganza de la ofensa.

Desea mucho Dios Nuestro Señor que todos sean apacibles con sus hermanos; pero mucho más sus Ministros. Son gravísimos los estragos de una palabra injuriosa; y los que entran en mucho poder, se arrojan a injuriar, porque no los pueden reconvenir.

Es llenar el precepto de la caridad fraterna, retornar beneficios por injurias.

Al Sacerdote se le encomienda la caridad, siendo así, que cuando todo el mundo pecara, no había de haber peligro en él.



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De la templanza que en todo deben tener los que profesan virtud; de la liberalidad que ha de residir en el buen pastor; de la injusticia con que los palacios de los reyes se hacen inaccesibles a sus vasallos, debiendo hacer que sus cortes sean madres de los forasteros; del peso que con la república tienen los validos, y de lo que a ella le pesan los tributos. Sobre el Evangelio del sexto domingo de Pentecostés

No es fiesta de Dios la que previene con abundancia el comer, y el ayuno es una cierta refinación del Paraíso. El socorrer necesitados, es la marca de virtuosos Pastores; y para eso huelga Dios que despojen sus altares.

El predicador codicioso, es perjudicial pastor para el ganado, y para el mismo Evangelio

A los que vienen de lejos hace Dios grandes favores, y es bien que en eso le imiten mucho los Reyes.

Parece que le llevan a Dios los ojos éstos que el mundo llama forasteros.

No es razón que perjudique lo forastero a un hombre virtuoso.

Es justo que el Príncipe mire con buenos ojos los hijos de aquellos que se hicieron, por servirle, peregrinos. Que aunque sólo los validos son de todos estimados, es incomportable peso el que se echa al hombro un valido.

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Los triunfos son forzosísima carga de los pueblos; pero que los impongan con suavidad los reyes, y la enseñen a los cobradores.




De la diferencia que hay entre falsos, y verdaderos predicadores y de la marca de los malos padres, con que trasladándoles sus malas costumbres señalan a sus hijos. Sobre el Evangelio del séptimo domingo

Para hacer creer una mentira, importa mucho el crédito de la persona.

Es grande tentación contra la virtud una aparente virtud; si bien no han de quebrarla, ni milagros de predicador.

Es sin duda, que aunque sea muy elocuente el predicador, si no tuviere virtud, ha de hacer el auditorio escarnio de él.

Una doctrina sana se califica con una santa vida, y la virtud es la que más predica en un sermón.

El hereje tiene por fin de su predicación regalo, y comodidad, y el santo predicador juzga por premio suficiente el padecer, y el sufrir.

Siendo natural en los padres el deseo de acomodar sus hijos, son crueles con ellos los pecadores, obligándolos en cierta forma a aborrecer las virtudes.





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ArribaAbajo Extractos de los comentarios, dificultades y discursos literales, morales y místicos. Sobre los Evangelios de los domingos de Adviento y de todo el año

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Hacer Dios Nuestro Señor a los pecadores tantas esperas, es muy propio de su misericordia.

Habiendo reservado sólo un día para la cuenta, os ha dado para ajustarla toda la vida.

Que os llegue a una larga vejez, para que siquiera destituidos de las fuerzas deis mano a vuestras culpas, no es dejarlas vos, sino dejaros ellas.

Señor, ¿qué prisa es esta de remitir? ¿No veis que se viene a confesar? ¿No le habéis oído el pecado, que me viene a decir? Pues ¿tanto había yo de esperar? ¿Había de tardar mi gracia, cual él examina su conciencia? Reviéntame en el pecho la misericordia en viendo el primer deseo de un alma de confesarme sus culpas.

Esos otros temores pasan, haciendo lance las penalidades; pero el temor de una culpa, dura lo que dura ella. Este temor es el que nos puede importar, cerca está de convertido un corazón que es pávido. Cuando teme los acoces de Dios una alma, ¡qué fácil se le reconcilia! Andan muy cerca el temerle y el buscarle.



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¿Es más limpia la española que todas las demás lenguas? ¿Ha de hacer ascos el idioma castellano de lo que hace buen estómago el latino? Ajos y cebollas, licencia tiene un melindroso para no comerlas; pero no tiene licencia el culto para no escribirlas.



El que quisiere ascender, de todo se ha de despojar. San Juan sabía todo lo que preguntaba, y que no lo preguntó por ignorancia suya, sino para instrucción de los suyos.

Las cárceles no agravian almas ilustres. Almas santas no padecen turbación en las cadenas. Saben ya que la reputación se asegura con el padecer.



¡Oh lo que encarna la envidia de una precedencia! Mató alevosamente en un convite Absalón a su hermano Amón, por el desacato a Thamar. Estábanle dando a David la triste nueva, y dice la Escritura que entraron los hermanos del difunto, y que lloraron. ¿No más? ¿Tan corta demostración por un hermano? Parece que condenando lo remiso de este sentimiento, añadió el Escritor Sagrado. Mas el Rey, y sus criados (nótese la adversativa), «lloraron con llanto grande en gran manera». ¿Tan encarecido? Sí, para que el de los hermanos quede bastantemente infamado. Pues ¿qué fue la ocasión de que aflojase tanta el sentimiento? ¿No era hermano suyo? Sí, pero el heredero, y no supieron disimular lo que minoraba el sentimiento que se les quitaba de delante el mayorazgo. ¿Quién sabe llorar cuando se muere el que, si vive, le ha de preceder?



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A espaldas vueltas no se deja honra segura. Que hay quien alabe a sus enemigos, por armar contra ellos las lenguas de los envidiosos.

Tan tracista es la mala voluntad, que haciendo honra, sabe quitar el honor. ¿No se había visto alguno que comience una alabanza, sólo por irritar la envidia?



No es buena providencia, que sobrando en los palacios vestidos, anden los soldados desnudos.

Todo lo delicioso parece que reside en los palacios; lo blando, y lo regalado del vestido dice el Redentor que se halla en ellos.

Despojose un Rey harto engreído para vestir un soldado.

Si no los viste, ¿de qué se maravilla si roban, y matan? Los soldados no han menester para eso muchos apetitos.

Dejáronle crucificado, y desnudo, quitáronle la vida, y lleváronle su vestidura. Matar, y robar, ¿tiene un soldado más que hacer? Ese es ejercicio en los más, a que inclina, no tanto la milicia, como la pobreza.



La peor suerte es la del rey, y los ministros se gozan lo mejor. Yo pienso que fue darnos a entender a todos, que en quien se echa a cuestas un mundo entero, no cabe un solo pensamiento de regalo. ¡Oh quién sabe dónde llega su obligación! ¡Qué grabado anda con ser rey! No es para ellos la gala, sino la gola, no tanto la púrpura como la malla. Sin esta pensión fuera de gusto el primer lugar.

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Pero ello será entre príncipes paganos, que los Reyes Católicos, en llegando la causa de Dios, olvidan lo delicioso. Buenas prendas para un rey bueno las que Ennodio celebra en Teodorico: de su Imperio, todo lo que deja de dilatar, piensa que lo llegó a perder.

La sangre te puso la corona en la cabeza; pero si no hubieras nacido rey, te negociara el reino tu virtud.

Que para un pueblo es grande felicidad un buen gobernador; y que no es tan vuestro el que vos elegís, como el que elige Dios.

Dichosa la república, en quien para su gobierno se busca lo mejor. Un buen prelado es la dicha toda de una comunidad. Resuélvese Dios en darle a su pueblo un rey. La desdicha es, que cuando elegís, no buscáis el más santo, sino el que pensáis es más vuestro.

Veamos si entiende esto el lector, ya que no sé dármelo a entender yo. En su Epist. 15 les dice a los romanos, cuando iba condenado a los leones: «Dejadme en manos de las fieras, no seáis estorbo a mi corona, antes comprad con caricias, que me den ellas en su vientre sepultura. Deseo que me coman todo, que no quede de mí en el mundo ni aun un miembro. ¿Por qué no queréis, Mártir glorioso, que quede patente en el mundo alguna parte de vuestro cuerpo? Porque un cuerpo muerto a todos es oneroso, y a mis devotos no quisiera ser molesto. No es por ello, sino porque sabéis que los fieles adoran las reliquias de los mártires, y esas honras aun para después os causan trasudores». ¡Qué humildemente encubrió esa portentosa humildad, con que renunciaba el honor que se debe a la virtud! ¡Oh cómo se declara ya! Yo soy discípulo de un señor que se hurtaba siempre a los aplausos, que cuando sabían sus prodigios se iba a los desiertos; y entonces seré yo propiamente tu discípulo, cuando para la veneración del vulgo nadie sepa de mi cuerpo.

Quiso el Redentor en cierta ocasión dar a sus discípulos una lección de humildad, y díjoles, que se hiciesen niños, porque menos que con esa diligencia no entrarían en su gloria. Hacerse niños, ¿pueden cejar los años? Ya se ha visto retroceder el sol, pero no la edad. No quiere decir eso (dijo en la oración 28 el Seleuciano) sino que   —233→   en la condición se imite una niñez, y con ello se llegará al punto de la humildad. Los niños en materias de honra no hablan palabra. ¿Quién les vio pretender el primer lugar? Si son nobles, no llega a su noticia su nobleza. El tener nunca los llegó a engreír. No se saben desasir de los que son de su edad, sin que haga ascos de su esclavillo el señor; el rico da al pobrecito el lado. No ha llegado a su imaginación pensamiento de desigualdad.



Para que entienda el predicador la simpatía que tiene su oficio, o con el que ejerce el alma, o con el que a los brutos enseñó la naturaleza. ¿Qué madre se enoja con el niño cuando le muerde el pecho? ¿Halo de dejar morir porque le suele morder? Todo lo ha de sufrir, porque no deje el chicuelo de mamar. Esto de los mismos brutos lo podemos aprender. San Cefario Arelatense, en la hom. 26, encontrándose en ese lugar, dice, que se comparan propísisamente los sacerdotes a las vacas que crían, porque como ellas andan por los prados, librando en las yerbas, que digieren la abundancia de la leche, con que a los becerrillos sustentan, así los que predican se valen de las yerbas de los Santos, y de las flores de las Escrituras, con que fabrican para los hijos ese tan provechoso alimento.

Considerad una vaca, acometida de su becerrillo, que impaciente la solicita a golpes con la cabeza, ¡con qué mansedumbre la aguarda, y si descansa, tal vez a fuerza de sus golpes la levanta, sin que la enoje su injuria, ansiosa de ver su cría con alguna medra! Pórtese el predicador con esa serenidad; aunque se desvelen, e inquieten los hijos con preguntas, no se enojen, que si los hijuelos medran, también ellos aprovechen. Si ellos abren de par en par los secretos de la escritura, hallarán abiertas también las puertas de la Gloria.

La voz del predicador, no sólo ha de incluir instrucción al prójimo, sino una santa mortificación, con que   —234→   ejercitarse a sí mismo. Por eso dice San Juan, que es voz que reside en un destierro, donde todo es padecer, donde todo es soledad. Entonces será eficaz la voz, cuando la apadrinare una calificada virtud. No sean voces de ruiseñor, que como es una ave tan pequeña, dijo de ella esto otro nada es, sino voz. Las obras son los puntales en que estriban las palabras; en la formación del hombre nos lo dijo la naturaleza. En el libro de Hominis opificio cap. 8, duda San Gregorio Niseno, para qué efecto le dio Dios al hombre manos, y responde, que para el que habla se ayude de la acción.

En lo moral dijera eso con más acierto su Autor; den manos a quien tiene lengua; tenga obras, si quieren que un hombre juzgue sus palabras, que aunque hable como un ángel, no es posible que hable bien, si vive mal.

No ha de levantar la doctrina roncha en la honra, sino sea un blando despertador del alma. Hanse de trinchar las culpas con destreza, que si no hay tiento, tal vez se llevarán con ellas parte del corazón. Ha de ser tan diestra la cuchilla, que sepa partir la llama, eso es el intercidentis flama ignis de la voz divina.

Y a los señores no les ha de cortar, sino limar las costumbres. Poco a poco se va reduciendo un príncipe, a lima sorda se ha de convertir un Conde. Excuse el predicador estruendos con hombres poderosos. Pues, si el que peca es superior, ¿quién se ha de atrever a cortar? Pagó David el cortar parte de la vestidura a Saúl, porque aunque sea pecador, no se ha de atrever la cuchilla al rey.



Sin embargo de que he dicho todo lo que sufre la brevedad de estos comentarios, no he dicho lo que en estas palabras dicen otros. Si todo se ha de referir, no podremos acabar. No quisiera faltar al apetito del que deseare saberlo todo, y así lo quiero remitir donde lo pueda hallar.



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Con ser castigo de un reino, que le falte un consejero santo, hay reyes que nada aborrecen tanto como un buen consejo.

No llamo yo grandes predicadores, sino a los que dicen verdades.

A un rey deshonesto, ¿qué predicador le alaba la castidad? ¿Quién la piedad a un cruel? ¿Qué consejero o presidente no se rige por su semblante? ¿Qué importa la junta, si se resuelve sólo su antojo en ella? ¿Para qué es el sermón, si no le han de decir verdad? Todos aconsejan a un rey, llevándole el humor.

Yo tengo por sin género de duda, que se templan los consejeros a la condición de sus Reyes, y, me he persuadido que todo mal consejo es extorsión. Un consejero que no es muy santo, viendo el gusto del príncipe declarado, ¿cómo justificará su voto? ¿Qué resolución tendrá el miserable en la consulta, sino la que lee en la cara? ¿Para qué es la Junta en una cosa hecha? Y así de los malos consejos, la culpa tienen de ordinario los príncipes que los piden, porque se los dan del color que a ellos los ven. Y así cuando no son justos los reyes, no piden en las juntas consejos, sino aprobaciones.

Quieren los reyes, que pues lo pagan, les adivinen. Los que son justos, danse por servidos, cuando les dicen verdad sus consejeros; pero los que no lo son, sienten que a costa de sus gajes les digan pesadumbres.

¿Qué mucho (dice Lyra) si le tiraban sus gajes? Con ellos piensa un rey injusto, no que sustenta un consejero, sino que compra un esclavo.



Gime el natural, y hócele una alma sorda por Dios. La sangre da voces, pero el alma cierra las orejas. Frase es ésta que me enseñó Ruperto. Considera aquellas dos   —236→   vacas de que habla en el Cap. 6 del Libro de los Reyes, que llevaban el carro en que iba el arca del Testamento, y dice, que dejaban sus becerrillos encerrados que oían sus gritos; y que como ellas iban forzadas de la potestad de Dios, no podían volver al socorro de los hijos, y todo era caminar, y gemir.



Pecadores convertidos, son de grande importancia para convertir pecadores; y el que se llega a convertir, nada ha de dejar por hacer.



Con, ambición ¿ofrece a Dios el penitente un corazón humillado? ¿No basta para viciar el acto ser ambicioso? Ya hemos visto virtud imperada de la ambición; habrá religioso, que afecte la observancia por llegar a la prelacía; y Lego, que para su vanidad se apadrine de la comunión. A muchos trae en cruz el deseo del honor; pero es conocido parto de soberbia aquella hipocresía. Acá (dice San Cenón) que la toda humildad reside en el que se convierte con ambición; mas ya se deja entender, no es ambición en el afecto, sino en lo laborioso, que como el que es poseído del vicio de la ambición, no perdona trabajo en su negocio, no hay indecencia que se le oponga, no hay dificultad que le detenga, no hay descomodidad que le embarace, no hay honra que no atropelle; así, una alma, que se resuelve en troncar la vida, en lavar sus culpas, y acallar su conciencia, no deje diligencia que no haga ni piedra que en su reparo no remueva; y en conclusión, no haya hombre desvanecido con quien sea tan poderosa la ambición, como con esas ansias de su salud. Que bien nos enseñó el hijo pródigo lo fino de la penitencia, y lo desinteresado con que ha de calificarse el amor; resuélvese de entrarse por las puertas de la casa de su padre; dispone lo que le ha de decir, y recapacitada, es   —237→   esta la lección: Padre, desmerecido tengo; el honroso título de hijo, recibidme por ganadero. Llega a casa de su padre, sale a recibirle el viejo, échale los brazos, y dícele el mancebo, que pecó. Y no dice que le haga esclavo, o jornalero; ¿qué olvido es éste? Así omitís lo que estudiáis, ¿una lección tan repetida quedó tan breve olvidada? ¿Qué mudar estado os hace olvidadizo? ¿Tanto puede la privanza; que os perdéis de vista? Qué mucho, dice Eligio, que este pródigo calle eso. Es un pecador este mozo; que confiesa su pecado, y con los halagos de su padre se haya mejorado el camino. Tiene ya con un Dios, que se declara por él, los pensamientos más altos; con lo hijo ahorra lo jornalero. Es grado más alto el que goza un penitente que llega ya a los brazos de su padre; es afecto de esclavo el reducirse por miedo del castigo. Y cuando despertó este mozo de las vueltas del cordel que daba su necesidad, en el andar estaba de un esclavo. Mas se adelantó después, queriendo ser mercenario, o jornalero; si bien no es sino amor, buscar una alma a Dios por interés; pero entre los brazos de su padre, amando como hijo, se olvidó de todo.



¡Qué gozosa estaba la Virgen sacrosanta, cuando oía tan grandes alabanzas de su Hijo! Esas medras hacen que olviden las madres sus trabajos. Estaba preñada Rebeca, y como Esau, y Jacob entraron tan temprano en el litigio, reventaba la madre con tan desusado duelo; y dijo la afligida madre: ¿para qué había yo de querer parir, si supiera que tanto me había de costar? Fuese a consolar con Dios, y díjole su Divina Majestad: Dos naciones, dos pueblos, han de fundirse de los dos hijos que concebiste. Señor, que no vino a esto, sino a llorar su mal preñado. No pregunta si ha de parir dos mayorazgos, que den principio a dos pueblos, sino en ¿qué han de parar tantos trabajos? ¿cuándo daréis término a su tormento? ¿No veis, que se le ha olvidado todo en diciéndole las medras   —238→   de sus hijos? En oyendo lo que han de valer, parece que no le duele más. No hay pesar, que no quede ahogado con el gozo que le dan a una madre las medras de su hijo.



Casó temprano, gozó solo siete años de su esposo, y queda con eso recomendada de casta, pues no se volvió a casar, habiendo enviudado tan moza.

Aprendan las viudas de Ana a no anhelar por casarse segunda vez. Con qué agudeza las arguye San Cenón. Viuda (le dice a una de las que suspiran por segundas bodas) ¿perdiste un buen marido, o uno malo? Si era malo, y sin embargo te quieres casar otra vez, mereces encontrarle peor. Si era bueno, mira que le haces agravio. ¡Oh estas ansias de casarte, añade (hablando con la que está resuelta a acabar con la viudez) qué monstruosidad! ¡Oh lo que llorabas! ¡Oh las demostraciones que hacías! ¡Oh lo que afirmabas haber querido al difunto! Pues si te casas, das a entender que mentiste en todo. Haces paces con el duelo, y abres puerta al regalo. Vuelves al afeite, y al color que mostrabas aborrecer; ya aderezas el cabello que habías retirado. El alcohol es ya impedimento al llorar. El cuello, que quería dar un cordel, la ocupa un rico collar; ya no hay lazos que le amenacen, sino perlas que lo hermoseen. Consultas el espejo, para saber si has de enamorar al que te pidiere para su mujer. Una cosa te sé decir: que es prodigio una mujer, que por la comodidad ajena hace en sí tan gran mudanza. ¡Oh dichosa la viudez, que dedicada a Dios, repara en cierta forma la virginidad!



En el aliento se conoce lo que habéis comido. Palabras de quien ora, huelen a vida.

El predicador que frecuenta casas sospechosas, ¿qué provecho ha de hacer con su doctrina? ¿Qué significa   —239→   aquel cuidado del redentor con las casas donde sus predicadores se habían de hospedar? Preguntad (les dice a sus discípulos) en llegando a una ciudad, quién es el hombre de mayor virtud. Y en sabiéndolo, posad con él; y hasta que os vais, no salgáis de allí.

No quiere Cristo nuestro bien que ande de casa en casa su predicador.

Estense con madurez en casa.

No hay lance tan para temer, como el que se hace en la castidad.

Encarece mucho San Lucas la castidad de Ana, y con razón: porque la castidad es el lustre todo de una mujer. Una mujer deshonesta inficiona toda una casa.

Oigamos a San Lucas. Veamos cómo habla de la Magdalena. Dice en el capítulo 7 que al punto que supo que Cristo era convidado de un fariseo, se animó ella también a pretender su piedad; pero ¿no es cosa rara, que para ir a pedir la remisión de sus culpas, se cargó de aromas? ¿No nos dirá esta mujer para qué lleva este olor? ¿Para qué? Para que la puedan sufrir, que a los castos no les puede oler bien una mujer tocada de deshonestidad.

Es fina castidad vencer; pero es mejor no tener que pelear.

En ochenta y cuatro años de una santa viudez bien honró Ana la castidad. Mucho le duró a la Santa la pelea. ¿Tan largo luchar, es un prolongado morir?

¿Queréis (dice) saber un atajo para la cumbre de la castidad? ¿Queréis llegar a su perfección? Atended más a no pelear, que a vencer; estimad en más que la victoria no experimentar esta guerra. No es tan glorioso sujetar la carne, habiéndose rebelado, como disponer que nunca se rebele. ¿No es más reputación que no levante cabeza el apetito, que quebrársela habiéndola levantado? Todo eso es cierto, pero ¿cómo se puede efectuar? Con una discreta mortificación. Traer la carne tal, que no se sepa engreír, afligir de manera que el dolor no la deje ensoberbecer.

  —240→  

El hablar; y el ver son enemigos de la castidad.

Una necia paciencia en el oír, da licencia a un importuno solicitar.



Tal vez pensamos que nos mueve el celo de justicia a castigar, y es la ira la que nos mueve.

Comienza a predicar el predicador, llevado del celo de la utilidad común, advierte que si no llega a agradar, no le han de oír, acepta con buen celo el parecerles bien; púdolo efectuar, y el que deseaba el aplauso, para la salud del prójimo, queda herido; que pretendía para otros libertad, se halla esclavo. Que este apetito de alabanza es un salteador, que se sabe disfrazar para poder herir. Y así siendo la intención primera la común utilidad, desvanecido con el deseo de la propia, queda acabada esa virtud. Parece monstruosidad, que una misma función, que comenzó santa, acabe en culpa.



Predican, y no obran, acusan vicios, y confórmanse con ellos, degradan en público los delitos, que abrazan en secreto. Desean parecer, no ser buenos. Ayunan por comprar con lo pálido del rostro las alabanzas del vulgo. Mueren por reprehender, y no admiten jamás reprehensión. Desconocen una paciencia fingida, y conservan un ponzoñoso rencor dentro del alma. Sobreseen en ella hasta tener ocasión de tomar a su salvo la venganza. En nada estudian, olvidados de sí mismo, sino sólo en sindicar vidas ajenas.



No hay duda, un docto, amiga del siglo, enamorado del mundo, es la ruina de todo santo edificio.

  —241→  

Sin embargo de que los letrados, que no son santos, son peligrosos, no podemos muchas veces pasar sin ellos. Es forzoso consultarlos; pero llegando a ello, porque lo manda Dios, no consentirá, aunque ellos lo pretendan, que os despeñen. Sería gran desconsuelo para valeros de un docto, ser forzoso examinarlo de Santo.

No condeno que el docto tenga vinculado en la hacienda del discípulo su sustento, ni me parece mal, que de la lana de la oveja, quiera vestirse el pastor, ni que el pueblo sustente el sacerdocio; pero, que no haga él su oficio, y tire el salario, es un enorme delito.



No hay polilla del saber, como no tener quietud. ¿Cómo se puede estudiar en medio de una aflicción? Parece imposible hacerse docto un hombre perseguido. Víctor Vicente, en el libro I de Vandálica persecutione, casi al principio de él, hablando de mi padre San Agustín, dice, que con ser un divino manantial, se secó con la persecución, y que el horror de los vándalos puso término a sus libros. Es milagro que entre pesares haya escritores, cuando nada pide tan declarado favor, como el escribir. En teniendo ellos sosiego, y siendo virtuosos, serán útiles a su siglo, que es muy eficaz en un docto el buen ejemplo.

¡Qué afectuoso alaba San Juan al Redentor! ¡Qué pocos se saben desangrar en las alabanzas ajenas! ¡Qué usado es ensangrentarse en las honras! ¡Qué fuertes enemigos son las lenguas! A muchos no es la muerte tan pesada como una injuria.



Tres grandes herejías levantó el demonio con ocasión de tan divino misterio, no las quiero referir por no ofender al lector; direle al docto dónde las podrá ver.



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La carestía, la seca de los campos, se deben atribuir a las culpas de los hombres, pues por ellas en opinión de Jerónimo esterilizó un reino entero. Nicolao de Lyra, viendo que en Palestina no es la tierra tan pingüe, ni tan amena, como en Egipto, se llega a persuadir, que aquella fecundidad del país que prometió Dios a Israel, mira mucho a lo espiritual, y que lo ameno, y deleitoso era nacer Dios en él.



El fuego, primero calienta el madero en que se origina, y el río estas tierras acostumbra fertilizar primero, en que reside la fuente que le hace. No sé si nuestro idioma puede sufrir tanta gala, o si al latín le defrauda en algo mi traducción.



Cercó el rey de Naas de los Amonitas la ciudad de Jabes, y apretados los ciudadanos con el cerco, comenzaron tratos de paz, pidieron al rey que se sirviese de tenerlos por amigos, y que con mucho gusto serían sus tributarios. Estaba soberbio el bárbaro, y divisose bien en las tiránicas condiciones de partido: Otórgoos la paz que me habéis pedido; pero con condición que he de sacar un ojo a cada uno.



El ayuno que no tiene soberano el motivo, no será verdadera cruz, sino una cruz en ficción, o si no véase el Cirineo con una cruz, en que no tiene gana de morir. Así se crucifica el hipócrita; lleva una cruz, que se parece a la de Calvario, sin redimir al mundo.



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Hay unas almas tan fáciles, que en el mismo día, pecan y se arrepienten, y apenas tienen el propósito santo, cuando su volubilidad lo tiene desvanecido. Compáralas San Judas con grande propiedad a unas nubes sin agua, que como no llevan peso, cualesquiera vientos las mueven. Viene furiosa una onda, y como huyendo del mar, parece que quiere avecindarse en la tierra, y cuando apacible se ofrece a recibirla la playa, vuelve con la misma furia, burlándose de la arena, dejando por señas de su retirada unas breves ampollas, unas pocas limpias espumas. Así es lo otro, como dando arcadas entre las tempestades del mar, huyendo de los rigores del mundo, y detestando sus peligros, muestra que se reduce al seguro puerto de la penitencia; pero rindiéndose a una fantástica dificultad, que opone el demonio al vivir bien, conformado con su antigua perdición, deja el camino de la salud, rendido sólo a su liviandad.

Que apenas enjugue un pecador las lágrimas, con que se movió Dios a perdonarle sus culpas, cuando ingrato a un favor tan poco merecido, mal hallado entre tantas medras, se vuelve a sus antiguas culpas. Persuádase el alma, que llega a tanta desdicha, que la está esperando una muy horrible pena.



Los peligros del matrimonio amenazan la vida de los suegros, y la honra de los maridos. Parece que las fiestas en los matrimonios se inventaron para acallar los sustos. Santo es este Sacramento; pero a todos suele poner en cuidado. Los padres, con qué miedo lo han de disponer de no errar. Si falta acierto en la elección de una nuera, peligra en los suegros no menos que la vida.

Otro gran peligro es en quien se casa, encontrar con una mujer codiciosa, o engreída, porque con esto tiene lo más andado para perder la honra. La codicia, a Danae   —244→   la quitó la entereza; a Elena no la rindió la hermosura, sino las riquezas de Troya. A Abraham le quitaron en Egipto su mujer, lleváronsela a su palacio al rey, acariciola mucho Faraón. No hace Crisóstomo encarecimiento del peligro, viéndola en casa de un rey enamorado, y en llegando a leer lo que le dio: ganados mayor y menor, esclavos, esclavas y camellos, dijo a voces: ¡Qué gran peligro, qué conflicto más grande! Ahí es menester el divino brazo, no hay más en qué peligrar; de los peligros, ya se ha llegado al postrero. Válgame Dios con tanto encarecer. ¿No hay más que peligrar? No, que ha llegado a recibir, y eso es todo lo que en una mujer se puede recelar. Es celo codicioso, y el recibir es su mayor peligro. No hay mujer segura, si el interés le atraviesa; el poder de Dios es quien le ha de librar, si le llegan a ofrecer.

¡Pues qué, si es vana, y hace reputación de que la galantea un hombre de autoridad! Hay muchas que se ahíjan culpas, levantándose testimonios. Paréceles que crecen en calidad, si persuaden las sirve un gran señor; como si habiéndose de perder la honra, importase que la tenga el que la quita. Una mujer que tiene vanidad, juzga que en eso está librado su honor. Triste del marido, si su mujer se persuade a eso.

Con todo eso habrá algún marido que tenga en su deshonor un vínculo, y sitúe en su afrenta un juro. ¡Cosa rara, que haya quien de ello, y con eso viva! ¿Ha de poder un marido ver las alhajas que le costaron la honra? Entendió Faraón, que Sara era hermana de Abraham, tratolo bien, y diole grande hacienda. Abraham se vio por respeto de Sara rico, y no se le rompió el corazón dentro del pecho. Si es de este porte el tesoro, ¿qué hombre no pierde el seso? ¡Qué le den por su mujer, y pueda un hombre vivir! No hay otra cosa que así nos pueda maravillar. Aquella felicidad era morir, cada dádiva una hoguera; con lo mismo que el rey le honra, le abrasa. No sé cómo puede haber tantos maridos pródigos de su honor.

Ruperto dice que un adulterio es un manjar de que se sustenta el demonio. Trae aquella parábola, con que   —245→   Nathan habló a David, cuando el adulterio con Bersabé le vino a intimar la sentencia de parte de la divina Justicia; pintole al otro ricazo, que teniendo ganado casi sin número, le mató la oveja al pobre que había criado en su seno, para hacer banquete a un peregrino. Pregunta Ruperto ¿quién es este peregrino a quien hace el banquete el rey, cuando le quita a Urías con la mujer el honor? Y responde, ese peregrino es el demonio, cuya fiesta es un adulterio.

Grande ánimo, atreverse a un adulterio: Tuvo dos hijos el patriarca Judas, su mayorazgo Her quiso el padre que casase con Thamar, murió sin hijos. Y casó Judas el segundo con su nuera. Matole Dios por un delito atroz y quedó sin sucesión Thamar. Tenía el patriarca otro hijo, llamado Sela, prometiósele a la viuda, y temiendo ver en él el malogro que con los otros dos, trájola en esperas muchos días. Ella porque conoció el intento, y moría por tener sucesión de un hombre tal, resolviose de hacer al suegro aquel engaño, que fue al mundo tan notorio, en fin con un disfraz parió de un parto dos hijos de él, Fares y Saran.

¿A qué propósito permite que Judas enviude, cuando Thamar cometió el incesto? ¿Para qué dice, que esperó tantos años, y que se resolvió en viéndole sin mujer? ¿No está bien claro? ¿Temiendo el adulterio? Fue alguna disculpa de aquel pecado, que si bien era Judas padre de sus dos maridos, fue tan conocido el incesto, lo que más agravara ese delito, fuera el adulterio, y por eso advierte el texto sagrado, que nunca se atrevió hasta que estuvo el patriarca viudo. Y para que se acabe de ponderar la enormidad que trae un adulterio, veamos cuándo se descubrió el preñado, sin que se supiese el secreto, ¿qué fue la condenación que se le hizo a Thamar? Que la quemasen viva. Esto es lo que suena esta sentencia: mirad Juez que es falsa la deposición que os han dicho, que fue adúltera; advertid que no es casada. Pues ¿fue esa la acusación?

O ya que lo entiendo, ha de casarse con su tercer hijo, hase hablado en eso, y una sombra de marido ofendido,   —246→   se ha de castigar con el fuego, ha de morir quemada. Tan grave es en los ojos del mundo ese pecado.



Es grande tormento para una mujer deshonesta, que el que ella quiere bien se ponga de parte de la honestidad. Esta desdicha del adulterio el hombre la suele efectuar; pero dale diuturnidad la tenaz condición de la mujer.



En tiempo de Ezechías hubo mujeres que se hicieron profetas; sus embelecos hacían un grande daño; quiso amenazarlas Dios con el castigo, y díjole a Ezequiel lo que contra ellas había de decir.



Nicolao de Lyra dice, que las almohadas significan las palabras dulces, y engañosas, llenas de adulación y confianza, o que hacían de verdad esos regalos para dormir, y que les decían a los pecadores, que viviesen con seguridad, que no perderían la quietud, que bien podía reposar.



Sacó Dios a Loth de Sodoma con su mujer, y sus hijas, librolos del incendio, y por inobediente mató la mujer en el camino; viéronle las hijas viudo, y juzgaron que el mundo estaba acabado; y con el natural deseo que de conservar su especie reside en cada individuo, resolviéronse en embriagar al viejo, para que con el vino dispensase   —247→   en el incesto, pareciéndoles, que recibiendo hijos de su mismo padre, hacían una hazaña con que adulaban la naturaleza. Dispusiéronlo en esa forma, y en dos noches tuvo nietos, e hijos de sus hijas.

Graves doctores disculpan a estas mujeres, no sólo por lo sano de la intención, sino por la ignorancia invencible. Yo no trato de decidir la cuestión, sólo les querría preguntar: ¿Por qué se valen de esta invención, si está el mundo en tanta necesidad? Díganselo ellas a Loth, que es el viejo muy sesudo, y no ha de venir en ello. ¿Pues por eso le quieren embargar al santo viejo el juicio? Sí, que quien lo tuviere, no cometerá un incesto, aunque piense que con él se ha de reparar el mundo.



No se deje el superior gobernar de la mujer.

Sepan los superiores, ser inexorables a ruegos de mujeres. ¡Qué lástima, que ellas presidan en las repúblicas; que todo se ha de disponer a su voluntad! Que ha de arrastrar al Juez sola su intersección. A todos se hace inferior el que las quiere escuchar. Mándale Dios a Adán, que no coma de aquella tan funesta fruta, y dícele Eva, que ella gusta que la coma; obedécele él, y apenas la llegó a gustar, cuando le avergonzó su desnudez.

Y respondiole su divina Majestad: ¿Quién os ha dicho que estáis desnudo? ¿No estabais antes de ese modo? ¿Cómo ahora os habéis avergonzado? Estos son los efectos de vuestro pecado. ¿Cómo? ¿El pecar le sacó al rostro colores por la desnudez? Buena es la Teología que enseña, que al punto que Adán cometió la culpa, sintió en la carne una súbita rebeldía, y que el apetito natural, opuesto de improviso a la razón, sacó a vistas unos indicios tan feos, que avergonzó al delincuente los ojos, y que luego buscó con qué cubrir aquella poca honesta desnudez.

Que ni movimiento ilícito en el alma, ni rebelión en la carne sintió Adán todo el tiempo que tuvo obediencia   —248→   a Dios; y que mientras le duró, no llegó a tener cosa alguna que le pudiese avergonzar, que todo estaba en quietud, que a todo se hallaba superior. Pues ¿qué le quitó la superioridad? Rendirse al ruego de una mujer. Luego que el hombre le quiso estar sujeto perdió todo aquel primer dominio, y es justo que pierda la excelencia de superior quien se rinde a una mujer.



Cómo nos lleva la atención el vino de las bodas de Caná, y no advertimos que el rocío del Cielo, y el humor o agua de la cepa se convierten en la uva, que es un tanto de esta maravilla, y de un grano de trigo, se ven tantos en la espiga; pasamos por un milagro tal sin hacer admiración. ¿Queréis saber por qué reserva Dios para ocasiones grandes algunos milagros solemnes? Ve que atentos a diversas cosas olvidan los hombres las ordinarias mercedes, y cómo para despertarlos hace algunos milagros de ruido.



Es muy de ponderar el cuidado de Cristo Nuestro Señor con los ápices de la ley, siendo su autor quien los quiso practicar, para que viesen todos, que los que habían de apacentar almas, habían de tener muy buenas letras. El Pastor, ¿ha de ignorar la ley? Dichosos los pueblos, que alcanzan Obispos doctos.

Hay siglos en que valen las letras, y la virtud; por eso dijo Tulio, que no bastaba ser virtuoso, sino serlo en un buen siglo.

El juez limpio, el superior incorrupto, el Ministro entero, no se han de dejar servir, porque eso es dejarse obligar. Péganse las dádivas, si se tocan, es necesario sacudir las manos; y porque hay unos cohechos, que apenas se divisan, dice que los sacuda todos. No sólo se ha de huir del dinero, sino del obsequio.

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Sólo esa utilidad tiene el interés, que es poderlo despreciar.

Figura instable del siglo volátil, y vil engaño, no quiero nada contigo, sólo para poder dejarte es bueno poseerte. El valerme de ti, me puede perjudicar, quedaré vencedor, si te sé huir.



Crió Dios a Adán hermosísimo, y poderosísimo; hacíale soledad estar sin mujer; quiso su Divina Majestad hacerle ese favor, y quitole una costilla para edificarle una compañera.

¿Pues no fuera bueno criarlos de una vez? ¿Por qué le dio al marido aquella anterioridad? ¿No los sacara a luz con una misma voz? ¿Para qué era esa sucesión en el criar? ¿No crió todos los animales juntos? Sí. ¿Pues para qué fue esa particularidad de esa creación? Fue porque si no bastaba la noticia que tenía del Criador, la tuviese con ver criar su mujer, que era de naturaleza igual.

¿Pues ya que necesitaba Adán ver aquella anomalía en la formación de Eva, para qué la forma de su costilla? ¿No fuera mejor, que como a él, la fabricasen de tierra? No, que era la intención que le tuviera ella mucha voluntad, y para esa era menester que llegase Eva a divisar, que en cierta forma se había deshecho él, para que la hiciesen a ella. Digámoslo con los términos de Basilio: Quiso que quedase partido por hacerle amado, quitó de sí, para que le diesen ser; ¿cómo no le ha de amar? Sepa dar quien gusta que le quieran bien; el que no sabe repartir, no puede conciliar amor.

Con qué excelentes palabras introduce a Adán, hablando en esta unión. Dice muchos requiebros a Eva, alégrase mucho con su compañía.

¡Oh, cómo madrugó Dios, a enseñar al mundo la liberalidad! Diole a Adán en el criar cuanto pudo caber en   —250→   él; no pudo comunicarle aquella virtud infinita, para obrar en la nada, no es capaz la criatura de aquella omnipotencia, porque para criar algo, es menester el poder de quien lo puede todo; y resuélvese en que haga nombres, ya que no puede hacer naturalezas.



Y en un Sacerdote no hay ejercicio astroso, si con él se ha de evitar un pecado. Si con ello se ha de atajar una culpa, no hay ocupación que pueda llamarse vil.



Hay navíos, que llaman de poco: porque teniendo el borde alto, y no pudiendo despedir el agua que entra con facilidad, van muy arriesgadas. Otros hay, que llaman, punta de oreja, que son cerrados hasta arriba; de suerte, que con calafatear la escotilla, aunque entren mil olas, salen con grande prisa por el costado opuesto, sin que a la nao le venga perjuicio. Yo pienso, que esta embarcación era de poco; y que ni con las surcadas de la bomba, ni con los baldes, que son los dos remedios de ese aprieto, podían achicar el agua.



Sepa todo señor, que no tiene segura la quietud; cuando el vasallo necesita del rey siempre ha de tener las armas en la mano, para que su pueblo esté seguro. En un príncipe no parece tan bien la púrpura, como la malla. Es como carácter de rey, tenerle a la guerra mucha afición.

El superior, si es bueno, ha de ser el primero en el peligro.

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Las obligaciones en los reyes son a ser generales; pero en cierta forma vienen a ser más grandes en los reyes españoles. Ámanles sus vasallos no sólo como a dueños, sino como a padres; y tanta fidelidad debe tener vinculada toda la voluntad del rey. La fidelidad española en todos los siglos ha sido celebrada; pero lo que hicieron en el cerco de Pavía el año de mil quinientos veinte y cuatro los españoles, había de escribirse en mármoles. Tenía cercada esa plaza el rey Francisco, y para hacerle levantar el cerco, estaba el ejército casi imposibilitado, porque, además, para aderezar en sus carros la artillería, y proveerla de municiones, faltaba totalmente el dinero, no había un real con que entretenerles sus deseos, de quien sin pagar no había que esperar finezas. Los españoles todos, que estaban a cargo del marqués de Pescara se juntaron, y con grande alegría le dijeron, que se resolviese en aquella expedición, que para servir al Emperador no le habían de faltar, que ellos se estrecharían, le ayudarían no sólo a vencer, sino a pagar; y que en esa conformidad daban de cuanto tenían ocho partes, quedándose con solas dos para servir. Aceptó, la oferta, enternecido el Marqués, y juntó todos los reales que tenían los pobres españoles, se dio a cada Tudesco un escudo de socorro, y de lo que sobró se rehízo, y alojó el campo. Esta hazaña refiere en su relación Juan de Carvajal.



No llamo yo españoles los que tienen extranjera sangre, porque estoy bien con aquella ley de Pericles, que sólo aquel se llamase ateniense, cuyo padre y madre fueren de Atenas.

A éstos deben los gloriosos reyes de España el haber dilatado su señorío a un mundo nuevo. Bien pudiera Dios haber incorporado aquellas tierras en esta monarquía, aun antes que fuese suya, pero no quiso, porque debiéndose a los reyes todo, los reyes de España deban eso a sus vasallos. Por eso dice San Basilio, no crió Dios a   —252→   Adán dentro del paraíso, porque no juzgara tanta hermosura como propia, y que poseyendo el paraíso en sana paz tuviese amor a quien le introdujo en él.

Es justo para la prelación en los oficios tener atención a los naturales. Muchas razones hay de justicia, pero esta que diré, mira a una santa razón de estado, que es la entera conservación del país. Con diferentes ojos le mira el que nació en él. Más le ama el que derramó su sangre en la conquista.

El que plantó una huerta, la hermosea: el que la arrendó la disfruta. ¡Con qué blandura se debe recibir en España al que viene de aquella tierra! Ministros hay, que se truecan en erizos para dar audiencia a criollos. Si vienen por oficios, no vienen a arrebatarlos, sino a pedirlos. ¿Es fuerza ofenderlos? ¿Importa desconsolarlos? Venirle de otro mundo a buscar, es una grata lisonja al Rey. Entonces se muestra más señor, cuando después de tres mil leguas de peregrinación se le echan sus vasallos a los pies. Crió Dios los animales, y dice la Sagrada Escritura, que les obligó a ir donde estaba Adán. ¿Hizo melindres él? ¿Tratolos mal? ¿Mandolos despedir? No, que fuera eso ser pródigo de su autoridad. ¿Venir tan lejos a buscarle no es un amoroso reconocerle? ¿Después de tantos pasos en las conquistas han de ser mal vistos sus pasos? Eso no se debe presumir de ministros que son cristianos. Mandó el Redentor a sus discípulos sacudir el polvo de los pies en presencia de los que los recibiesen mal, y da Zacharías obispo la razón. Fue decirles, que habiendo dado tantos pasos en su provecho y no habiendo ellos agradecido, aun del polvo del camino habían de hacerles cargo.



Por eso están los profetas tan llenos de amenazas; por eso nos pintó el Redentor con tanto espacio el juicio, porque el castigo le sirva al pecador de freno. Qué bien se lo dijo Pedro Diamano a Blanca, una Condesa, que   —253→   dejando un estado poderoso, se entró monja en un pobre convento: Muchos enemigos te han de hacer guerra, porque siente el demonio mucho tu monjía. ¡Oh con qué de tentaciones te ha de acometer! Paréceme que hace un escuadrón, en que te representa tu calidad, tus pocos años, tu hermosura, y tus crecidas riquezas. Pero ¿quieres saber cómo vencerás estos enemigos con facilidad? Piensa en los arcos de la sepultura, y en los horrores de la residencia; que quien se acuerda que ha de morir, y que ha de dar cuenta a Dios, ¿cómo ha de poder pecar?

Vencer los envidiosos, concederles el lugar, es conservar la reputación. Scipión Africano (dice Plutarco en su vida) que calumniado, y sumamente sentido trató de retirarse del pueblo, y se fue a una recreación, o casa de campo suya. Chácara la llamamos en el Perú. Quinta en Portugal. Granja en Madrid. Cigarral en Toledo. Y viña en Roma. Juzgando el valeroso Capitán, que no había tal vencer como excusar la emulación. El envidiado viva cuidadoso; ¿es pequeño favor que le lleguen a envidiar? Bueno es tener prendas que puedan emular; pero a mi entender, es esa una gran pensión. Si se consultase mi natural, se hallará tan pávido a la emulación, que pasará olvidado del mundo en una gruta, y lo eligiera a vivir sobre los hombres de la fama. Es desdicha, que os celebre el otro en la plaza, y que en vuestro rincón no tengáis hora segura. Los aplausos óyense; los deshonores pálpanse. La estimación que de vos se hace; es un ente de razón, que se queda en el vecino; los golpes que encamina la envidia se reciben en el alma. No alegran tanto mil alabanzas, como entristece una injuria. ¡Oh mil veces bien aventurado, el que olvidado del mundo pasa en su retiro! ¡Desdichado tú, que sólo tienes atención al juicio que el vulgo hace de ti!



Un barbero hay en Madrid, que ha pretendido muchos años en el santo Tribunal de la Inquisición, que no se quemen los judíos, o herejes pertinaces. Trae sus argumentos   —254→   fundados en una rústica piedad: Que ¿cómo hay corazones para hacer morir a quien sabemos que se ha de condenar? Dice, que a estos habían de darles cárcel perpetua, y que les predicasen en ella, sustentándose los pobres a expensas de los que fuesen ricos. Lo primero que alega es, que él es cristiano viejo, y hace bien. Ya se ve, qué fundamento alega este barbero, que llaman en la Corte, Santo, y yo le tengo por virtuoso: porque, o se han de quedar sin castigo de muerte los que se reducen, y esos solos han de morir, porque cesa el inconveniente de aquella tan notoria condenación. Esto último tiene un grande inconveniente, que ¿cuál de los herejes, o judíos querrían llegar al brasero si pudiera excusarlo con quedarse en su delito? ¿No le salía a mucha costa a un judío el vivir, si lo compraba con su obstinación? Eso es hablando de su dureza; que a buena luz, ya se ve cuán cara le costaba esa vida temporal. Pues ¿dejar vivir un Dogmatizador no es crueldad? ¿Sería justo que cueste la vida un homicidio, un hurto, un adulterio, y que no haya pena igual para un judío? ¿Que quemen a quien cercenó la moneda, y reserven al que sembró la herejía? ¿Que pague un hombre con la vida una majestad humana; y que quede vivo el que conspiró con la Majestad Divina? Este argumento no es mío, sino de Santo Tomás.

El argumento del barbero tampoco es suyo, pongámoslo en cabeza de su dueño. Es de Santo Tomás; pero valiéndose de San Agustín lo responde con facilidad. Confieso, dice, que es pérdida para la iglesia que se le condene una alma; ella no lo procura, antes lo llora; pero la casa de David no tuviera paz, si no hubiera muerto en la batalla a Absalom. Así la iglesia, comparando con la muerte de algunos hijos malos las vidas de tantos pueblos, el logro de los que se salvan, le enjuga las lágrimas, que aquellos desdichados le sacaron a los ojos.



Envía Cristo Señor Nuestro sus discípulos por el mundo, díceles, pues son pobres, han de ser huéspedes, y que   —255→   en entrando en la ciudad se informen, quién es en ella el más hombre de bien; y que constando de su buena vida, se vaya a hospedar a su casa. Señor, bien está que los apóstoles se informen de la virtud de los que les han de hospedar; ¿pero no fuera razón, que los hospedadores hagan inquisición de las prendas de sus huéspedes? No que eso fuera restringir los términos de la caridad, y descrecer el mérito, siendo el que se hospeda santo. A la liberalidad no se ha de poner limitación. El beneficio para ser cabal, a todos se ha de extender. El liberal sea como el sol, no ha de estancar su luz, a buenos, y malos la ha de vincular.



Querían los criados para lograr, la cosecha arrancar en divisando la cizaña, y estorbóselo su dueño. Mirad que si arrancáis aquella mala semilla, les dice, peligrará la cosecha; parécese a la virtud la hipocresía, esperad el tiempo de la siega, entonces conoceréis la cizaña; es dificultoso hacer cabal juicio en esta vida. El hipócrita retira su iniquidad, y el santo oculta cuanta puede su virtud, y como al disimular son dos, ¿quién los ha de distinguir? San Ambrosio entre las excelencias de un santo hermano suyo, dice, que fue amiguísimo de la castidad, y que se defendió santísimamente obstinado de los que le persuadían el matrimonio. Y en esta virtud descubre San Ambrosio, una como quinta esencia de la humildad. Nunca dijo a los que le iban a persuadir, que no se quería casar. No daba a entender que no quería, sino que lo dilataba. ¿Por qué? Por evitar en una tan gran hazaña el peligro de la vanagloria, que si le viesen tan de parte de la castidad, se correría el velo de su virtud; y un verdadero virtuoso nada recela tanto.



Hablaré en parábolas, y descubrireles altos misterios en ellas.



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De él dijo el Redentor, que era el más pequeño de todas las semillas por estas palabras: «Minimum est omnibus seminibus». Y parece que hay otras menores, como notó Alberto Magno. La adormidera, menor es que la mostaza; y el padre Salmerón en el trat. 8 de las parábolas tom. 7, dice, que las semillas de la ruda, y del ciprés son también menores; de la del ciprés dijo Plinio en el Lib. 17 c. 10, que es tan pequeña, que engaña la vista. Esto del ciprés no tiene dificultad, porque es con las legumbres la comparación. La palabra elus, significa las yerbas, que se comen; por eso Varrón la deriva de la voz olla, y por esta parte están excluidas la adormidera y la ruda. Díjolo bien el padre Salmerón. Otra solución había dado harto buena, que atendió en la comparación el Divino Maestro, no a los granos sino a los frutos.

Cayetano halla a esta duda otra muy buena salida, dice que en Italia vio diferentes tamaños en la mostaza; y que habiendo algunos como los ordinarios. Vio en otras partes mostaza tan extraordinaria por lo pequeño, que conoció, era entre las semillas de menor cantidad la de la mostaza, y en esta conformidad pensemos, que en Siria era la más pequeña esta semilla; y también hemos de creer, que allí sería el árbol mayor. Bien crece en algunas partes del Perú, y en este rey no de Chile más que en todas ellas.

Esta felicidad tiene una grande pensión, tratar con gente ruin, y haber de vivir los justos en comercio con los malos. Que este árbol sacrosanto a nadie quita el abrigo en este mundo.



Es conocido atajo para el despeñadero, hacer que un virtuoso se entre a desvanecido. Y como el demonio no se contenta con derribar, si la caída pudiera ser mayor, pretende que haga el mundo subir al que quiere despeñar.

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Lo que más me admira es, que para convertir un hombre inicuo, dejará que atenace en un santo. ¿No es muy de ponderar, que siendo Lázaro tan virtuoso, le hiciese Dios mendigo, dando tantos tesoros al avariento? Señor, ya que para labrarles la corona queréis que vuestros amigos padezcan, ¿no aflojaréis el cordel a un tan santo varón? Son trazas ellas para ablandar la dureza de un corazón. Quiere Dios enternecer al avariento aún a costa de su amigo. Cada llaga es una boca; cada gemido es un trabuco; que con ruegos y con lágrimas se hace la batería para sacar la limosna, que para reducir una alma todo lo atropella. Pensamiento es este del Chrisólogo. Habla con el rico, cuando desde la hoguera pedía algún socorro. Señor, si está tan obstinado el rico, bien podéis curar a Lázaro. Si de estas llagas hacíais la medicina, si le doblabais al santo los dolores por apretarle al pecador los cordeles; ya podéis despenar a vuestro amigo, pues que tanto se resiste el avariento. Esperad (responde Chrisólogo) otro poquito, no se pierda diligencia, aunque a Lázaro se le encanceren las llagas. ¿No veis que en estas heridas libra Dios aquella cura? Demos tiempo a que obre la medicina. Bendita sea, Dios mío, vuestra misericordia, que a costa de quien amáis, queréis curar al que os aborrece a Vos. Tenéis tan llagado a vuestro amigo, sólo porque se mueva a piedad un corazón tan dañado.



Nigrina llevaba en el seno los huesos de su marido, y en dándolos para el entierro, dice Marcial, que llegó a sentir que enviudaba otra vez.



Si en el mundo no hay gusto lleno, sepa el rey, que su cetro está vacío. Y si una caña, sólo porque es fácil de molerse está sujeta a quebrarse, tema quien tiene el poder, no con más diuturnidad, que soplan recio los vientos.   —258→   ¿A ellos está sujeta una corona? Pues decid, que sólo en la hechura se puede distinguir de la caña.



¿Qué Obispo (le dice al pueblo) ha de ser de vuestro gusto? Si os le elegimos humilde, le llamáis abatido. Si serio y grave, juzgáis que es engreído. Si no es muy letrado, le tenéis por ridículo. Si docto, le llamáis hinchado. Si severo, como a hombre cruel le cobráis horror. Si es perdonador; acusáis su facilidad. Si es sencillo, le despreciáis como a un bruto. Si es agudo huís de él, como de quien tiene un corazón doblado. Si no es perdido teneisle por codicioso. Si es sosegado y detenido, murmuráis que es para poco. Es como cosa natural ser mal visto el superior.

¿Es sólo esto lo que en la superioridad se ha de temer? Los peligros más para huir residen dentro de vos. Esos sobresaltos tienen de ordinario los oficios; pero sobre todos es el peligrar la humildad. Es un grande milagro de la gracia conservarse humilde en una prelacía, cuando viene a ser elación aún deseada. Que hoy lleguéis a preceder al que ayer era vuestro igual, es cosa que dificultosamente no hincha un alma.



El grano de mostaza es el menor de las semillas, y hácele después más grande que las mieses todas: No hay tal camino para crecer, como saberse achicar.



Un poderoso siempre alabado, muy cerca está de engreído. Ése es cuerdo, que huye del peligro. No hay tal remedio como excusar ser prelado; y no hay tal atajo   —259→   para serlo, como huirlo. Los ambiciosos no han caído en este punto. Unos tan poco astutos, que descubren a todos sus deseos, poco granjearán con electores sesudos.

Pero la ambición no sabe dejarse vencer, quiere dominar el ambicioso al que le aborrece, aunque sea con dispendio de la República toda. Bárbaro hecho, y de pagano el de Othon; pero para avergonzar católicos, que a toda costa compran el preceder, hemos de valernos aún de la gentilidad. Venía Vitellio contra el envidioso de su felicidad, y estando los ejércitos ya cerca, considerando Othon la sangre de los romanos, que había de costarle, el quedar seguro en el imperio, cuando vio más alentados los suyos, y que con más ansias le estaban ofreciendo las vidas, juntándolos a todos, los significó la pérdida, en cualquiera de las ganancias, y la sangre romana sobre que había de fabricarse la una o la otra victoria, que los vencidos y vencedores, eran peste de la patria; que no sería él tan provechoso a Roma si vencía, como si con su vida le compraba la victoria; que con no quedar él vivo, le dejaba enteros dos ejércitos, y con la vida de solo uno se excusaban las muertes de tantos, y tan buenos, que con Vitellio se fuesen todos, que más quería morir; que vencer, pues no era la victoria de gusto, si habían de morir tantos soldados. Matose aquella noche, y Roma aunque llorosa, quedó segura; ¿qué haya un pagano que desprecie así un Imperio, y juzgue que le sale barato, a costa del morir, el no ser rey?



Que las mujeres han de ser caseras, no callejeras, hacendosas, no galanas.

Es lista de mujer honrada ser cuidadosa en su casa. Las manos hechas aralvina y almendra, ¿cómo se han de acomodar a la mesa? No es buena la hiel para el pan; cosa rara, que no hubiese parte, que en los cantares no gozase su alabanza. ¿Qué fuese el elogio tan extendido, que ni un pelo de la cabeza pudo mostrarse quejoso, y   —260→   que las manos solas no le alabasen de blancas? Una sola palabra no se dice de ellas. Quizás, que porque las señoras no apadrinasen con Dios tanto curarlas. En la artesa, en la artesa, no en la muda, satis tribus. Dejó la Divina Escritura un eterno sambenito a Isabel en su alcohol. Desdichada, dice San Ambrosio a la que se afeita, mira que ofuscas y lastimas la eminencia del Divino Pintor, cuando te pintas. Es competir con Dios y juzgar que hay mejores pintores que Él. Esa no es hermosura, sino embeleco; no es blancura sino trampa; no es gracia sino mentira. Es tan al quitar ese mentido color, que se borra con sola una gota de agua; acabose el solimán en comenzando el sudor. ¿O blancas de invierno, que hay de blancura el verano? Ves todo ese trabajo, viene a ser infructuoso. Digámoslo con el proverbio español. No hay echarnos dado falso. ¿Quién por encalada se enamora de un sepulcro? ¿Quién por blanca y colorada se te querrá aficionar, sabiendo que es prestado ese color?

Cuando corrían cabellos rubios, ¡cuántos martirios! Hoy que se gastan negros, ¡qué de cuidados! ¡Qué bien logrados los de la Magdalena!, parece que de su cuerpo no le consagró otra cosa. Cuando la defendió el Redentor, dijo, que aquel ungüento era mirarle difunto, y yo me adivino, que en la primera unción entró también el cabello en ese sagrado rito. Que los antiguos, en significación de lo que amaban sus difuntos, les daban sus cabellos, en el pecho les ponían las guedejas al difunto. Colígese de un dicho de Sócrates, que refiere Platón en Phedro, introduce a Fedoto, hablando así en la muerte de aquel filósofo: Que tocando las guedejas cuando se moría, le dijo, quizás te las cortarás mañana, que fue decirle: mañana quizás me moriré.

El Emperador Antonino causó al pueblo grande risa, queriendo en cierta ocasión hacer esta ceremonia. Refiere Herodiano el caso. Quiso celebrar unas solemnes exequias a Festo liberto suyo, a quien había mucho. Hizo una gran pira, colocó con gran decencia la una, encendió con sus manos la hoguera, ofreció vino, oró a los vientos, y acordándose del rito del cabello, quiso cumplirlo, y era   —261→   el miserable tan calvo, que andaba a caza de un pelo, y viéndole congojado, se acabó en risa el oficio de la sepultura. A esta costumbre hace rostro quitarse Job los cabellos cuando se mueren sus hijos. Apenas le dan la nueva de que sobre ellos se cayó la casa, cuando se los quita.

¿El hablar tengo de vender? Pues luego un vulgo vil lo sabrá pagar.

Los estrados son muy desagradecidos. ¿Tengo de alquilarme o venderme, a quién ingrato no ha de querer pagarme? He ahí lo que esta palabra significa; y en la Elegía 10 del lib. de sus amores lo dijo más claro.

De Popea, con ser mujer infamada, dice Cornelio Tácito en el lib. 13 que salía cubierto el rostro, y de ojo, porque hacer otra cosa fuera indecencia.

Y Sulpicio Galba repudió a su mujer porque salió de su casa descubierto el rostro. Así lo refiere Valerio Máximo lib. 6 c. 3. Aquella señora, dice San Jerónimo, es digna de alabanza, que apenas descubre un ojo, cuando sale en público. Parece que quien descubre la cara convida con ella; y la que saca a plaza el rostro, le busca dueño, o si no preguntémosles a los lacedemonios ¿por qué hicieron ley de que anduviesen las casadas con los rostros cubiertos, y que las doncellas descubriesen siempre los rostros? Y responderá Carilo, como refiere Plutarco, convidan con las caras, y las casadas tienen ya quien las posea. No quiere cubrir la cara quien la cura, ni trata de agradar al marido la que se aliña sólo cuando sale fuera. Estén encerradas, sean hacendosas, su oficio es cuidar de la familia, no andar en la plaza, sean granjeras, pero no codiciosas. Allá esa otra mujer de la parábola, trabucó toda la casa por una dracma perdida, y buscó Dios Nuestro Señor con qué encarecer el cuidado con que nos buscó la salud, y le comparó al de esa mujer.



De aquí podrá aprender el predicador a cortar sus reprehensiones a medida de los oyentes.

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De ordinario los ruines son grandes censuradores. Qué es hipocresía, y quién decimos que es hipócrita con propiedad, y quién por traslación dije ya en los comentarios a los Evangelios de la Cuaresma.



En gracia de los liberales dispuso Dios que hubiese en el mundo pobres.



¿Qué movería a estas mujeres paganas a esta piedad con tamaño peligro de sus vidas? Es lición de la naturaleza no embeber en quitar vidas el arte que aprendiste para darlas. Abogado, ¿cuál es tu oficio? el nombre lo dice aun en el idioma latino, apadrinar, favorecer, Patronus; ¿aprendiste leyes para amparar miserables? Si; ¡ay, de ti!, si encaminases lo que profesas, no a ampararlos, sino a hacerlos. Predicador, ¿para qué trasnochas en el aseo de lo que has de hablar, y en el arte con que lo has de decir, para llevarle almas a Dios? ¡Oh cuán infelizmente pecaras, si te quedases con ellas! Tanto Moral Teólogo ¿para qué? Para guiar las conciencias. No sea para ensanchar las usuras, que todo lo que es trocar a la medicina el efecto, hacer veneno de la triaca, y con lo que se inventó para darla, quitar la vida, es delito que hace horror aún en la dureza de una mujer pagana.

Grande ceguera de un predicador persuadirse a conservar la reputación.



Disponía la ley cómo había de portarse el trabajador en la siega, y el modo que se había de observar en la vendimia, que ni las espigas, que de inadvertencia se   —263→   habían dejado, las repasase la hoz, ni se quitase; el rebusco de las viñas, que en eso libraba a los pobres sus cosechas.

Los que estropeados del mundo; los que casi ahogados del naufragio se valen del divino abrigo; los que la pobreza aprieta, el enemigo persigue, el poderoso maltrata, y la enfermedad fatiga; sepan que nada de eso les sucede acaso cada achaque de esos es un alguacil con quien Dios los envía a prender. La violencia de este padecer no les quita la libertad, que el hijo pródigo, cuando la necesidad daba vueltas al cordel, pues entonces entraba consigo en consejo, claro está que estaba por él su albedrío.



El amor a que obliga el matrimonio tiene su límite, y que hollarle es delito, si bien en los maridos casi ordinario.

Cosa rara, que sólo el desposado no pide que le excusen; y la razón es, que ninguno de esos otros achaques embelesa tanto; el que compró la villa echó por lo señor; el que los bueyes, mostró lo codicioso; pero con esos desvaríos reside todavía algún respeto, mas el carnal se hace descarada, a sólo su deleite sabe estar atento; el que se lleva de ese vicio, de todo lo espiritual queda olvidado; y ¿qué importa que sea mujer propia la que lo arrebata, si excede los términos de amor, que Dios le ordena?

Todo lo que es olvidarse de Dios un desposado, no es amor a la mujer, sino ímpetu de animal. El hombre entendido dejarase llevar de la razón, pero no le arrastrará el afecto. ¿Hay desdicha cómo hacer del matrimonio adulterio? ¿Y qué en el uso de la propia mujer halléis pecado?

¡En qué conflicto puso Séfora a su marido! O por decirlo mejor; por no desabrirla; ¡en qué gran conflicto se puso él! Iba Moisés con ella a Egipto, y en un mesón se le apareció un ángel con una espada desnuda, y acometió   —264→   a quitarle a vista de su mujer la vida; al punto ella circuncidó un hijuelo que traía; con que se reportó el ángel, cuyo castigo se originó sólo de aquel pecado.

El amor de la mujer embarga el discurso del mundo, y se alza tiránicamente con todo su cuidado.

Que las que no son mujeres propias sean tiernas; que las deshonestas mujeres apetezcan imposibles, estales bien a los hombres, que rendidos a las dificultades, recogerán sus deseos.

Desdichada la República, donde hasta del perderse se hace barata. En la mujer propia se trueca el interés en una vil sujeción. Cosa rara es, que una mujer pueda arrastrar una voluntad; pero lo más raro, que traiga a la melena el discurso, y que el entender del marido sepa ajustarlo a su gusto, y que se persuada contra lo que ve, a que es verdad lo que dice. Maravillado estoy del testigo que presentó la Gitana a su esposo Putifar contra la castidad de José, la capa, que el santo mancebo le dejó en las manos.

Mira mujer lo que haces, que con ese testigo te condenas, si él se te atreviera, ¿te había de dejar la capa? ¿No ves, que no deja la capa quien acomete, sino quien huye? ¿No ves que en tus manos la capa es testigo de tu desenvoltura? ¿Cómo alegas contra su virtud el más vehemente indicio de tu deshonestidad? Pero ¿qué importa si es el marido juez, y ha de creer, no lo que ve, sino lo que su mujer le dice? Con qué agudeza lo notó San Basilio Seleuciano: ¡Oh bárbaro, dice, desmiente ella lo que dice con lo que alega, condénala el testigo que presenta, trae en las manos la información de que miente en cuanto dice; y persuádete, porque quiere tu mujer, que lo que dice es verdad! No puede el miserable entenderlo, porque como ama más de lo necesario, embárgale su amor el discurso. También se apodera una mujer de los cuidados todos del marido, si el amor es demasiado. O cuando triste se embelesa, qué poco siente el dispendio de su casa, el manejo de la hacienda, el pleito en que va el caudal, la importuna cobranza de los juros, todo para que neciamente el marido se enamore. Peligro es éste, de   —265→   que si se casa, no estará seguro un santo. Sale Tobías el mozo de casa de su padre a la de Gabelo, a disponer la cobranza de un gran golpe de hacienda, y por orden de Dios hospédale Raquel, donde se efectuó (mediándolo el ángel todo) el casamiento con Sara. Quedó vencida también por su instrucción una gran dificultad, que era desterrar un demonio, que le había ahogado ya siete maridos; y habiendo después de mucha continencia, y oraciones alcanzado el fruto de tan feliz matrimonio, llama Tobías a San Rafael y dícele: ¿Qué es esto, bendito Patriarca? ¿Esta es la priesa con que salisteis a cobrar vuestro dinero? ¿No veis que por tercero queda siempre el caudal aventurado? Heme casado, mas que se pierda todo. ¿Veis cómo el amor de la mujer se arrebata entero de un santo?

Está tan hallado el pecador en su culpa, tan conforme con su desdicha, que parece que le ahoga él gusto, cuando le sacan de ella.



Si estando lleno de vino le reprehendiera, ayudada de ese calor la cólera se encendiera, y él se abrasara. Y así con las prudentes razones de la discreta Abigail, no sólo no se corrigiera, pero aún se deteriorara; pero desembargada la razón pudo discurrir, y mostrar un grande sentimiento de lo que en aquel negocio se había desbaratado. Refiere este suceso Ruperto y admirado de la prudencia con que Abigail reprimió hasta el día siguiente su reprehensión, quiso valerse del caso para una harto necesaria moralidad. Aprendamos, dice, a esperar que hierva la cólera de un hombre arrebatado, que estando fuera de sí no divisará el provecho de nuestra admonición, y en resfriándose la cólera, y pasando aquel la breve locura, no sólo escuchará, mas aún quedará avergonzado, viendo la paz con que le han sufrido.



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¿No veis que el Redentor observó en estos dos oficios la propiedad? Sembrar, y todo lo demás concerniente a la agricultura, no es ejercicio decente a una señora; pero sí todos los que toman el aliño y sustento de las puertas adentro de su casa; y así cuando se habla en lo labrador, introdúzcase hombre; y mujer, cuando se trata en amasar. En esta forma podemos entender en nuestras dos parábolas el trueque de las personas. Si bien yo me había maliciado tal vez, que fuese está dibujarnos la codicia de este sexo, poniendo en cabeza de una mujer el cuidado en buscar aquel dinero; porque en la generosidad del hombre no quedara tan encarecida aquella solicitud; pera como apuntando las canas, es tiempo de deponer malicia, pienso ya que fue alabanzas de su providencia, porque las mujeres son las que con desvelos inmortales, atendiendo a que no se menoscabe el caudal de los maridos, los ponen en su poder.



Esta es gran desdicha, que tenga el otro mis medras por ofensas suyas. No hay delito con tanto perjuicio, como el de un envidioso. ¿Queréis saber, dice San Ambrosio, en qué se aventaja el de la envidia a cualquiera otro pecado? Pues buscad al hombre más perdido, y veréis, que ese tiene su desaguadero en alegrarse con sus gustos.

Es cruelísimo el afecto de la envidia. Es la envidia una pasión inhumana. La misericordia de un envidioso es más para temer que una fiera; es más tolerable que su piedad la ira de un corazón sin envidia.

Y a la verdad, no hace poco un corazón, de quien se pudo apoderar un afecto tan cruel. Éste, si se encarniza, sólo con la sangre de su émulo se aplaca. Mataron los hermanos, vendido José, un cabrito, y bañaron en su sangre la túnica del muchacho, para dar color al embeleco,   —267→   de que una fiera le mató en el campo. Hay no tanto el deseo de la culpa, o el de encubrir el delito, cuanto el afecto de la envidia, que sólo con sangre se desahoga.

Que no hay dureza como la del corazón de un envidioso, y que es intolerable pensión del que es valido, ser de todos envidiado.



Señor, yo doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si defraudé en algo a alguno, le pago con el cuatrotanto. Pues ¿quieren más justificado un hombre de negocio?

Bueno fuera, si ahí hablara de lo pasado; pero no dice lo que había hecho hasta allí, sino lo que desde aquel día estaba resuelto de hacer.







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ArribaAbajo Gobierno eclesiástico y pacífico y unión de los dos cuchillos, pontificio, y regio

(1.ª edición, Madrid 1656-1657. 2.ª edición, Madrid 1738)


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ArribaAbajoSelecciones del tomo primero

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ArribaAbajo Dos milagros de San Francisco Javier

Un calificadísimo milagro del apóstol de la India, San Francisco Javier, fue el motivo de aquesta disputación y tiene aquí justamente su lugar; porque cuando hablamos de la altísima dignidad de los obispos, es parte de ella el calificar milagros. Refiramos el caso antes que nos embarace el Derecho.

Hay en esta ciudad de Santiago un ilustre Monasterio; tienen las monjas en él por título la Concepción y por patrón y padre a mi padre San Agustín. Guardan su regla e imitan su vida porque son muy santas; y ha sido buena suerte mía que esté este monasterio a mi obediencia. Criose en él desde muy niña una principal señora, y aunque es grande su calidad, es más grande su virtud. Enfermó gravísimamente muchos años de una apostema tan maliciosa, que habiéndose abierto hizo una llaga tan honda, tan crecida y tan asquerosa, que gastando   —274→   con siete bocas casi media libra de hilas donde quiera que residía, decían las materias dónde estaban, y estaban en parte tal, que por no dejarse ver se quería dejar morir. Supo la prelada su enfermedad y apenas fue poderosa la obediencia, con ser la enferma tan santa, para que se descubriese a otra monja. Hacía ésta relación al cirujano, y sin vista de ojos aplicaba los remedios; pero el mal se apoderó tanto del sujeto y la traía tan rendida, que se juzgó vivía por milagro. Pasaron muchos años y pasaba tan adelante la dolencia, que parecía una muerte de por vida; y acabó de postrarla una peligrosa esquilencia. Trataron los médicos de sacramentarla: llegó, al parecer, a la postrera agonía y ayudábala a bien morir el padre Vicente Modollier, un gravísimo religioso de la Compañía de Jesús, de grandes letras, excelente predicador, de mucha edad y de muy conocida virtud. Volvió la monja en sí estándola asistiendo él; tenía una sed congojosísima y no podía pasar una gota de agua. Rogáronla que bebiera, y dijo ella que el día antes se vio ahogada con sólo un trago que llegó a la boca, y que apenas la había gustado cuando le dio un parasismo. Díjole el padre que si quería beber se podría reconciliar, como quien estaba en peligro de morir. Confesose ella a vista del vaso, como pudiera a la del verdugo. Traía el confesor una imagen de San Francisco Javier con el milagro que obró con el bendito Marcelo de Mastrillo, y díjole que para aquel trabajo se la aplicase al pecho y se encomendase a él con mucha devoción. Hízolo ella así, y al poco rato dio voces diciendo que el pecho la hervía y se le abrasaba, y que le parecía que estaba buena. Sentose en la cama, pidió de beber y pasó un jarro entero de agua sin dificultad. Dijo que ya tenía salud, que le diesen de comer. Asombradas las monjas le trajeron una ave desleída y comiola toda con una cuchara, tan risueña y con tan buena gracia como si nunca hubiera estado enferma. Juntose el convento con el rumor del milagro y pidió ella que la llevasen al coro, que quería dar gracias a Dios por tan señalada merced. Condescendió la abadesa con su voluntad, vistiose ella por sí misma y fue al coro por sus pies en una muy solemne procesión. Quedó con cuidado   —275→   el padre Vicente, si se extendió la maravilla hasta aquella enfermedad oculta, y estaba la abadesa en esa misma duda; pidieron a la enfermera que requiriese la llaga; encerrose con la monja, singular testigo de esa dolencia; halló caídas las vendas, sana la llaga, cerradas las bocas y tan sin señal la herida, que a no haberla ella curado, jurara que no la había tenido.

Pidióseme por petición, por parte de la Compañía de Jesús, que para mayor gloria de Dios y mayor honra del santo Javier, recibiese información de todo lo referido y aprobase un tan calificado milagro. Cometila al doctor don Juan Ordóñez de Cárdenas, mi hermano, cura rector de la Iglesia Catedral, Rector del Seminario y mi Visitador General. Hizo una plenísima información de todo lo referido en que declararon monjas, enferma y médico. Con la enferma pudo más la honestidad que la gratitud; y sin advertir que le descaminaba al Santo aquel honor, no quería declarar. No hallaba palabras que le pareciesen limpias para hablar en cosa, que a su parecer no lo era; y fue forzoso que con censuras llegase a amenazarla el Comisario. Rindiose al fin como tan religiosa a la obediencia, disculpando el haberse detenido con la pureza que había profesado.

No es mucho en las mujeres procurar que se encubra aquesta forma de achaques. Cristo Nuestro Señor predicaba un día, y era el concurso tal, que pudiera ahogarle a no llegarle a defender su soberana virtud. Brumábale el auditorio, y llegó el aprieto a tanto, que le ajaron el respeto. Padecía una mujer flujo de sangre, y arrastrándose por entre los pies de todos llegó a los del divino Maestro, y decía entre sí con grande devoción, como lo refiere San Mateo: «¡Oh, si yo tocara siquiera tu vestidura, sólo eso había menester para sanar!» (9, 21). Consiguiolo en efecto, disponiendo así la soberana piedad, y con sola esa diligencia quedó sana. Había llegado por las espaldas ella, como lo dijo San Lucas: «Llegose por detrás y tocó la orla de su vestido, y al punto se le detuvo el flujo de sangre». (8, 44). Levantó Cristo la voz, y dijo: ¿Quién me ha tocado? No lo dijo porque lo ignoraba, sino porque los circunstantes todos lo supieran.   —276→   Respondiéronle los discípulos, especialmente San Pedro: «Maestro, estáis tan apretado con lo que ha crecido el auditorio; tráennos a una y otra parte las olas de la gente, ¿y hacéis ahora misterio de que os han tocado?» Instó la soberana Majestad y dijo en público que su divina virtud había librado a quien le tocó de una grave enfermedad. Viose en esto propalada la mujer; postrada pidió perdón y mostró su gratitud. Preguntan los doctores por qué se hizo aquella diligencia tan apretada, para que entendiese el pueblo lo que había sucedido. La glosa ordinaria da la razón, que fue el motivo descubrir su fe y que no quedase enterrada una confianza tan prodigiosa: «No pregunta para enterarse de cosa que ignorase, sino para que se descubriese la fe de la mujer». Eso bien puede ser, pero de otra manera lo quiere descubrir. En la sanguinaria aquel recato y silencio con que quiso tocar el vestido, no queriendo cara a cara pedirle a Cristo la salud, fue por vergüenza de la enfermedad; y el divino y soberano Maestro, que lo entiende todo, quiso enseñar que está en el lugar postrero nuestra honra cuando la honra de nuestro Dios se atraviesa, y que pesa más un átomo de su autoridad, que toda junta nuestra reputación. Bueno es que, por el melindre de una mujer y por un impertinente escrúpulo, se le descamine a Dios la gloria de un tan prodigioso milagro. Afréntese ella de la enfermedad que tuvo en cambio de la salud que tiene. Aprendió de aquesta sanguinaria mi monja a callar su dolencia, y de Cristo yo el publicarla. En esa conformidad dispuse una solemnísima procesión; trajeron el Santo de la Compañía a mi iglesia, e hízole una fiesta con gran suntuosidad, menos el haber sido el obispo predicador.

Y como no me parezco a la monja en el achaque, no quiero parecerme en el melindre; y por eso he de referir un milagro, pagándome de antemano con liberalidad el pequeño servicio que le pretendí hacer. Tiene mi natural tan grande antipatía con el norte desde mi niñez, que aun antes que llegue me lo avisa mi cabeza, y me dura en ella el dolor lo que tarde en retirarse él; y como es tan infestada de estos aires esta región, me coge su   —277→   furia en mayor edad; y los achaques que contraje en una visita, que me obligó a pasar dos veces la cordillera nevada, me la tienen tan flaca, que no tienen para tan grande enemigo resistencia. Llegué estos años postreros a desconfiar de la vida; cerrado de noche en mi alcoba me decía mi cabeza el viento que corría. Cinco días antes de mi fiesta estaba apuntado el sermón que había de predicar; y habiendo estudiado casi dos horas sin rastro de mi fiesta estaba apuntando el sermón que había le pareció imposible no sólo el predicar, pero aún el vivir. Entró a mi estudio el padre Luis Venegas de Sotomayor, un muy honrado y virtuoso presbítero; hallome lastimadísimo, y, preguntándome la causa, sin poder responderle le señalé la cabeza; y como en esta tierra es tan notoria la causa, me dijo que se habían levantado unas nubes y que venían de la cordillera como doblando jornadas, señal evidente de que sopla el norte; mandé que abrieran una puerta ventana que sale a mi jardín, vi el cielo empañado y conocí su verdad. Tenía en mi estudio la imagen del Santo que hizo el milagro en mi monasterio; hice de mis pajes un coro, rezamos la conmemoración de su oficio, y desde aquel punto quedé tan sano, que, siendo así que en días con sol me retraía a mi aposento, valiéndome de la luz del candil sin que veinte antepuertas pudiesen valerme del aire, porque nadie se puede defender del ambiente, anduve destocado las estaciones el Jueves Santo y asistí a las procesiones todas, descubierta la cabeza, sólo por hacer examen de aquella maravilla; y no sólo no me hicieron daño aquestas pruebas, pero en medio de muchos achaques, que me han quedado, que tienen trabazón con la cabeza, ellos aprietan y ella se está sana.

El prodigio con que el Santo nos enterró y desenterró a mí y a mi compañero en el terremoto de 13 de mayo del año de 47, no hay para qué decirse porque andan impresas algunas relaciones. He referido estos milagros por tan extenso, porque nunca sobra lo que conduce a la devoción de los santos, y hacer un preludio a la duda   —278→   del artículo; porque lo sucedido me obligó a resolver los derechos, para reconocer la autoridad que tengo para aprobar milagros.

(C. I, art. V, pp. 17-19).



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ArribaAbajoAbsolución sin jurisdicción

No quiero que se pueda presumir que soy grande encarecedor, y en esa conformidad quiero referir un prodigioso suceso, tan cierto, como sabido. Tuvo San Vicente Ferrer una hermana de calificada virtud; y entre todas las que tenía, era la castidad la que más descollaba. Murió con grandes listas de santidad, ausente el santo Ferrer. Supo la muerte de la hermana, sintiola en la forma que los santos la muerte de sus difuntos; trocó las demostraciones del mundo en ayunas y sufragios; y a la verdad tenía tan grande satisfacción de su virtud, que cuando decía misa por ella, más se inclinaba a saber los grados de su gloria que a relevarle las penas. Celebraba con esta intención un día y apareciósele una mujer horrible despidiendo llamas por todas partes. Traía en los brazos un muchacho etíope; conjurola el santo para que le dijese quién era y qué quería. Respondiole la miserable: Yo soy tu desdichada hermana que estoy padeciendo unas   —280→   horribles penas, y este muchacho es la causa mayor de mi tormento. Pidiole el santo turbadísimo que le dijese cómo se componía con aquellas penas una vida tan ajustada. Es así, le dijo ella, que siempre viví recatada y procuré seguir el camino de la virtud; pero en medio de mis ejercicios habiéndoseme aficionado un negro mío, hallándome desacompañada me hizo violencia. Callé mi desdicha por no descubrir mi deshonra; y aunque en aquella su culpa no tuvo parte mi alma, viví tan afligida que en muchos días ninguno me vio la cara. Estaba arquitectando, con un pensamiento importuno, la venganza de aquel esclavo, y creció mi pena con algunas señales de preñada; intenté el aborto, para que lo fuese lo que hasta allí no había sido pecado; y como un delito llama a otro, procuré matar el negro, pareciéndome que con su sangre y su vida lavaría aquella mancha, y que matando padre e hijo apartaría de mis ojos los dos solos testigos de aquel suceso tan feo. Efectuelo todo, y como hasta entonces me tenía obstinada mi deshonra, juzgando asegurado el honor, me comencé a reducir. Enviome Dios sus socorros y lloré amargamente mis dos delitos. Deseé mucho confesarme, pero el demonio, que quita el empacho cuando se comete un delito y sólo le restituye al tiempo de confesarlo, sembró en mi alma tanta vergüenza de descubrir mi culpa a quien me conociera, que mi solo cuidado era encontrarme con un confesor extranjero. Pasáronse muchos días suplicándole a Dios con lágrimas que me deparase un confesor a quien yo no viese más. Encontreme con uno y juzgué por pasajero; preguntele quién era y dónde iba. Y conocí de su respuesta que era el que yo deseaba. Supliquele que me oyese de penitencia y ofreciose a ello con mucho gusto. Confeseme con grande arrepentimiento de aquellos dos mis pecados porque no tenía otros, y viví desde entonces con gran consuelo, reduciéndome a mis primeros ejercicios. Llegó la enfermedad postrera, y con los sacramentos acabé la vida. Fui presentada en el tribunal de Dios, y siendo mis acusadores los demonios, alegaron aquellos mis dos delitos. Hacía mi ángel custodio el oficio de abogado y propuso a la divina justicia que estaban confesadas y lloradas   —281→   aquellas culpas. Y replicó el demonio: Es verdad que se confesó esta mujer, pero fue nula la absolución, porque bien sabes tú que fui yo el que la confesé. Híceme confesor fantástico porque no se negase a confesar con quien tuviere jurisdicción; y pues que no quedó absuelta, es conforme a la divina justicia que quede condenada. Prosiguió el ángel en mi defensa, favoreciéndole Nuestra Señora y alegó por mi ignorancia; que mi confesión fue entera, que me arrepentí de mis culpas, que tuve firme propósito de enmendarlas y que solas estas listas hacen una contrición formada. Sentenció por mí aquella inmensa piedad; pero sin embargo que tuve contrición de mis delitos, no hice bastante penitencia de ellos; y así estoy condenada al Purgatorio hasta que se acabe el mundo. Pero pues Dios, hermano mío, me ha permitido que venga a pedirte socorro, creíble es que a ruegos tuyos, pues le agradas tanto, acortará este tan largo término.

(C. I, art. IX, pp. 59-60).



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ArribaAbajoEl aventurero que se fingió obispo

Un religioso bastantemente letrado y de grande disimulo había pasado de España con pretexto de ciertos negocios y licencias de sus prelados. No era de algunas de las religiones que residen en las Indias, y callo la suya, porque no acostumbro nombrarlas en aquellas materias en que podría entenderse que quiero deslucirlas. Habíase detenido algunas leguas del Cuzco, en unas doctrinas (así llamamos acá los curatos que tienen por feligreses indios) donde le habían regalado mucho. Escribió al Corregidor de aquella ciudad, a los prelados de las religiones y a algunos caballeros particulares, que Su Majestad le había hecho merced de presentarle para el obispado de Venezuela, que llaman Caracas, en las Indias; y que en el ínterin que se iba a gobernar su iglesia quería pasara a Potosí a concluir con las cosas que le habían sacado de su celda. Es aquella ciudad muy agasajadora de los forasteros y muy respetadora de obispos; alegrose toda con   —283→   su buena venida y comenzose entre los prelados una santa contienda sobre quién había de recibir un huésped tan principal. Venció el prior de San Agustín. Era éste el maestro fray Lucas de Mendoza, varón de grande virtud y letras, que siendo provincial y en la Universidad Real de Lima catedrático de Escritura, murió dejando de sí grandes deseos en todos los religiosos. (No encarezco acaso su gran talento, hágolo porque crezca la sutileza del engaño). Entró este obispo en el Cuzco con solemne acompañamiento. Túvole en el convento ricamente colgado un cuarto. (Aposenteme en él porque sucedí en el oficio de este prior y hago memoria de que le sucedí, porque se sepa que hallé tan reciente la maraña; que casi puedo deponer de vista). Hiciéronle los caballeros al nuevo prelado preciosos donativos y las religiones todas grandes regalos. Encomendáronle el sermón para la fiesta de mi padre San Agustín; aderezose el púlpito con grande aparato; salió a él el predicador con grande majestad, y no fue la menor predicar en silla y con almohada. Fue desnudando las manos de unos guantes de ámbar muy olorosos, haciendo la ceremonia tan despacio, que pudo concluir un grande razonamiento encaminado todo a los desvelos en que le había puesto el gobierno de su obispado, la gran pensión con que se gozaba de aquella dignidad, que a título de divertido en pensamientos que importaban tanto, no podría predicar al tamaño de la expectación. Acabó la arenga dejando las manos desembarazadas con que habiéndose persignado propuso el tema. Acabó su sermón, recibió los parabienes: circunstancias episcopales. Valiole el aplauso un buen golpe de dinero con que salió del Cuzco tan bien proveído, como si anduviera visitando su obispado. Llegó a Potosí recogiendo de camino cuanto pudo; y aquella villa, que es un asombro de liberalidad, le contribuyó con tanta abundancia, que para moneda sola parece que necesitaba una recua. Volvió por jornadas distintas cargado de plata, y llegando cerca de la ciudad de Arequipa, que como todo el Perú es un largo callejón, porque está apartada del camino real con grandes resultas de sus riquezas antiguas, la llaman falquitrera de las Indias. Supo allí por carta de un confidente   —284→   suyo que había venido una cédula del Consejo para que el Virrey lo recogiese y lo embarcase, porque duró tres años la edad de aqueste embeleco. Repartió mañosamente sus criados, envioles con cartas a partes distintas, y viéndose desembarazado de tales testigos, extraviose con unos indiezuelos, y con su persona y su dinero se puso tan a salvo que hasta hoy no se ha sabido de él. Si este religioso, como se introdujo obispo de una iglesia tan distante, se hubiera querido introducir en una de las iglesias vacas del reino del Perú, y se pudiese en ellas aprehender la posesión sin bulas, ¿no pudieran tenerse mil desdichas? Claro está que sí. Pues también está muy claro que es prudente y santa la disposición del Derecho.

(C. I, art. XII, pp. 131-132).



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ArribaAbajoMuerto antes que obispo

Hallándome entre gran número de escritos que ponen horror al apetecer obispados, no he podido acabar conmigo dejar de referir un caso prodigioso que acaeció en nuestro siglo. Refiriéronmele en Lisboa (donde me detuve, antes de pasar a Madrid, en la impresión del I tomo de mis Comentarios) unos santos religiosos dominicos muy dignos de todo crédito. Moraba en aquel convento insigne de predicadores un religioso que, sobre ser gran caballero, era muy santo. Este tenía un hermano muy valido en la Corte; era bien visto de Felipe II. Por sí y por sus valedores propuso al rey las prendas de su hermano; informose él, como lo acostumbraba, de su virtud y de sus letras, y presentole para una iglesia muy autorizada. Juzgó el caballero que le traía a su hermano unas nuevas de crecido gusto. Y en oyendo él que le habían hecho obispo, recibió tamaño susto que temieron que se quedara muerto. Agradeció a su hermano los deseos   —286→   de su acrecentamiento. Representole su insuficiencia y poca virtud para aquella tan alta dignidad; que no la había de admitir, y que así se lo escribiese al rey. Sintió la respuesta mucho su buen hermano; significole lo mucho que a su linaje le importaba que aceptase la prelacía, los pasos y ruegos que le habían costado. Propúsole muchos santos obispos, que en la santidad se habían mejorado después de serlo. Pidiole encarecidamente que no le hiciese a su linaje tamaña pesadumbre; porque pudiendo, sin ofensa de Dios, acrecentar sus deudos, era mostrarse inhumano perder la ocasión de favorecerlos. Añadió a las referidas otras muchas congruencias para que no huyese de una mitra, que sin haberla él pretendido, se le entraba por las puertas. Nada bastó con este fraile bendito para que cejase de su primero propósito. Despachado el caballero, trató el negocio con el prelado; a él le pareció melindre del religioso, asegurole el suceso, diole palabra de mandárselo con censura, y en cumplimiento de lo prometido comenzó a disponer la materia. Enviole muchos religiosos graves para que le persuadiesen, y hicieron en él la mella que pudieran palabras en un bronce. Valiose el prelado de las postreras armas, y juzgando la excomunión era bala sin resistencia, mayormente en una obediencia tan pronta y en una humildad tan profunda. Postrósele a los pies el electo con muchas lágrimas y pidiole de treguas ocho días para darle la respuesta. Resuelto el prelado en no aflojar aquella comenzada batería, concediole el término que le había pedido, y díjole al caballero que bien podía prevenir las cosas necesarias para la consagración. Hízolo con gusto él y sacó las telas y demás adherentes que suelen concurrir en un rito pontificial. El fraile se encerró en su celda, y retirado vistiose de cilicio, se llenó de ceniza la cabeza. Estuvo en oración dos días, suplicando a Nuestro Señor, con grande instancia, que cortase aquel lazo que le ponían a su conciencia y le desviase aquel peligro de su alma. Comió un bocado de pan al tercero día humedeciéndolo con sus lágrimas. Volviose a su oración, y al cuarto día le reveló Su Majestad divina que al octavo moriría, con que la dignidad que temía, habiéndola despreciado, le servía de   —287→   escalón para mayor dignidad, pues iría a reinar con él. Quedó el religioso con sumo consuelo; vistiose de limpio quitando la ceniza de la cabeza; llamó a su confesor y hizo con muchas lágrimas una confesión general. Y habiéndose dispuesto para morir, le envió a decir a su hermano que bien podía sobreseer en los gastos del pontificial porque era imposible su consagración, pues dentro de tres días había de morir. Alterose mucho; recurrió al prelado, y díjole él con mucha risa que aquello era una especie de manía de quien tenía flaca la cabeza; que se riese de lo que su hermano le decía y no parase en la obra, pues no tenía resistencia la censura. Consolose él con la respuesta y fuese con gusto a su casa y hizo proseguir la labor del pontificial. Llegose el seteno de aquella santa enfermedad que no se había divisado en los pulsos hasta allí. Diole al electo una casi imperceptible calentura. Pidió que le diesen el viático; hizo donaire el prelado con todo su convento; y el santo enfermo instaba tanto, que sólo para desengañarlo mandaron llamar un médico. Dijo que tenía calentura pero que se le había recrecido sólo del desvelo y sustos en que le tenía puesto el obispado. Él porfiaba que se moría, y el día siguiente por la mañana fue su instancia de manera, que considerándole ayuno, aunque no le veían con necesidad de viático, por juzgarle tan bueno que estaba muy lejos de andar aquel postrero camino, le dieron el Santísimo Sacramento. A la tarde, poco antes de anochecer, pidió la santa Unción. Descubriose mucho la calentura, y vestido se acostó en su cama. Estaban asombrados los religiosos, y casi impaciente el prelado le habló con desabrimiento; pero sobreviniéronle unos accidentes mortales, y juzgando que la imaginación de que se moría le mataba, le dieron la santa Unción con mucha priesa, y dada, pasó el santo religioso de esta vida. Hízose el entierro con grande espanto. Partiéronse los pareceres de los frailes; los unos alababan sus virtudes, y un lector de teología, muy docto varón, capitaneaba el parecer contrario. Alegaba que tan grande resistencia, estando de por medio una censura, era una lista peligrosa de pertinacia y de inobediencia. Apoderose esta opinión de muchas personas de autoridad   —288→   y hubo aquel día entre los frailes unas grandes conclusiones. Estaba muy valido el juicio de aquel grande letrado; y estando a la media noche revolviendo muchos libros para el punto, entró en su celda con grande resplandor el obispo electo. Díjole que le venía a desengañar por orden especial de Dios, y que estaba en el cielo sin haber pasado por el purgatorio. Preguntole él ¿qué había sido la causa de haber muerto, pudiéndole haber hecho Dios un grande obispo? Y respondiole: Son tantos los pecados de los pueblos, que permite en estos tiempos Dios, para sólo castigarlos, que haya prelados precitos. Desapareció el alma del difunto y aquella misma hora juntó el letrado el convento, y retractándose de lo dicho, lo dejó asegurado de la santidad del difunto.

(C. I, part. XIII, pp. 163-164).



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ArribaAbajoDatos autobiográficos

No hay escritos que se puedan comparar con los de mi padre San Agustín; pero en las comparaciones siempre se guarda su proporción; y en esta conformidad presupongamos lo que me ha sucedido a mí. Escribí cuatro tomos, y estoy persuadido que fueran de provecho; remitilos a Madrid, y el que los llevó, por aprovecharse del dinero, se le volvió a las Indias dejando el cajoncillo en el Consejo; y después de tres años corridos parecieron en la Secretaría por milagro; cobrase el dinero en Lima, con que hasta hoy está detenida la imprenta. Remití estos que voy reconociendo y reformando; hundiose en África una nao con ellos; volviéndomelos de Panamá hechos pavesa; porque habiéndose mojado quedaron cocidos, y trocándose las manos los sucesos quedó en Madrid el dinero y se volvieron los libros. En este caso, ¿sería delito que, estando un prelado como en el otro mundo y desviado de   —290→   todo humano comercio, persuadido a que podrían servir a la Iglesia sus trabajos, pretendiese con buenos medios que le trasladasen a un obispado, donde en servicio de Dios se lograsen sus desvelos? Digan lo que gustaren otros, que en eso yo no hago escrúpulo, porque no deseo ser más rico, sino aprovechar más pueblos con mis estudios.

A mí me hicieron obispo por predicador, y sé del arte lo que basta para apacentar mis ovejas. Hanme derribado unos importunos corrimientos los dientes altos; y en cayéndose los que han quedado, me hallo inútil para este oficio. ¿Sería incurrir en la presunción de que nota Santo Tomás al que desea un obispado, desear otro de antipatía menor con mis dientes y con mi salud? Dijo el cardenal Damiano en aquel capítulo 5.º de su Opúsculo, que era más hacedero renunciarlo que trocar el obispado; pero díjolo él porque no deseaba pasar a otro obispado, sino dejar el suyo. Y yo no hallo mayor escrúpulo en el uno que en el otro caso, habiendo causas, que aunque obligan a no servir en una iglesia, tal vez no bastan para servir en otra. Demás que la misma facultad en que se efectúe la renunciación, obliga a echar por el otro camino. Más humildad parece que un fraile obispo se vuelva su monasterio; pero más fructuoso sería ayudar a los prójimos. Y el obispo, que a título de limosnero, no tuviese con qué comprar un hábito, sólo se haría oneroso a su convento; y es mortificación ajar la mitra viviendo la limosna.

(C. I, art. XIII, pp. 170-171).



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ArribaAbajo La mula de fray Bartolomé de los Mártires

Y no es para olvidar aquí una modestia casi increíble del bendito fray Bartolomé de los Mártires. Era arzobispo de Braga y de la Orden de Predicadores. Asistía al Santo Concilio de Trento con los demás prelados, y en una de las veces que se intermitió por ocasiones grandes, fue este santo obispo a Roma a negocios de su iglesia. Sus grandes letras, su rara virtud y su dulce conversación arrastraron la afición de Su Santidad y tratale tan amorosamente como acostumbraba al Vicario de Cristo con personas de tan gran tamaño. Y al salir de Roma le presentó el Santo Papa una mula, para que en nombre suyo le echase la gualdrapa; claro está que sería de grande precio dádiva de tal mano. Llegó a Braga y afligíase con ella, sólo porque comía. Juzgaba que cada pienso se lo hurtaba a algún necesitado. Quiso venderla, y pareciole   —292→   grosería por que era prenda del Papa. Si quería darla a un pobre, se le ofrecía el mismo inconveniente; y entrando consigo en consulta, halló una noble traza: Sirva (dijo) esta mula, acarree el agua cuando vengo de la iglesia; que tan bien parecerá en ella la angarilla como la gualdrapa, y con eso habremos salido de este escrúpulo. Púsose a una celosía cuando salía la mula, y díjole: Hija, en la casa de los pobres no come quien no trabaja. Hasta allí quiso extender el santo obispo aquella instrucción de San Pablo: «El que no trabaja que tampoco coma». (II Tesal. 3, 10).

(C. II, art. III, p. 198).



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ArribaAbajo Despojo violento en la muerte de los obispos

Un prelado de estos que afectan muchos criados, forzosamente ha menester armar en su casa un tribunal, porque ellos cuando viven los inquietan y cuando mueren los roban. Esto último me diera harto gusto a mí que se probase con dificultad; pero como nos lo dice la experiencia cada día, no se necesitaba de prueba; pero las historias están llenas de harto lastimosas probanzas.

Estaba un obispo en la postrera agonía, y sus criados se daban prisa a saquear la casa. El triste dueño (ya despejada ella) agonizaba solo, y cada criado había salido con su hurto para ponerlo en cobro. Volvió uno a repasar lo que había quedado, y vio una lámina en lo alto de la cabecera; subió sobre la cama, y no pudiendo descolgarla, porque debía de ser pequeño, se subió de pies sobre el pecho de su amo, que con aquel peso se le reventó una   —294→   apostema oculta que tenía. Era esto su mal todo, hasta allí no conocido, y en bajando el criado con la lámina, le echó dichosamente por la boca, dándole al buen obispo la vida el robo de su criado.

Otro obispo llegó al trance postrero del achaque mismo que el pasado, pero desconocido siempre de los médicos. Acudieron los criados al expolio, y como el obispo perdió la habla, no le dejaron en la cama una cortina. Descolgábanle la cuadra muy apriesa, y a vista suya (porque veía aunque no hablaba) se hizo con grandes voces la partición. Quiso uno descolgar un cuadro, y encaramado en una silla cayó de cerebro; y fue tanta la risa del obispo y tanta la tos que le ocasionó el reír, que la fuerza y la risa le reventaron la apostema, y echándola por la boca, quedó con tan buena salud que se pudiera levantar ese día si le hubiera quedado en casa con qué poderse vestir. Este es el duelo que hacen los pajes en las muertes de sus amos.

Y el señor Solórzano se lastima, como tan cristiano, de aquesta infelicidad de los obispos, y define como testigo de vista que hubo alguno que no tuvo una sábana para que le amortajasen muerto. Experimentó este último desacato el cuerpo santísimo del señor don Feliciano de Vega, arzobispo de México, que yendo a su iglesia, murió en una granja; y habiéndole robado hasta los vestidos con que murió, porque no murió en la cama, envuelto el cadáver consagrado de un prelado tan ilustre y de tan rara virtud en una manta de algodón, volvieron los sacrílegos autores del primer robo a quitarle las medias que habían olvidado, reprendiendo su descuido en no llegar a la última indecencia con el cuerpo de un obispo. Por eso dijo el autor del Diálogo del estado de la Iglesia, que anda entre las obras de Hincmaro: «A la muerte del obispo, se asalta su fortuna y se reparten sus bienes, como despojos de enemigos».

(C. II, art. III, pp. 199-200).



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ArribaAbajo Desprendimiento de fray Luis López de Solís

Muy parecido fue a Santo Tomás el señor don Fray Luis López de Solís, fraile de mi religión, que habiendo, sido provincial en la santa provincia del Perú, le sacó Dios por su santidad a ser tres veces obispo con general; aprobación del mundo, del Paraguay, Quito y los Charcas. Fue gran limosnero, y habiendo edificado en Quito un grande seminario, que llamó de San Luis y dio su educación a los benditos padres de la Compañía de Jesús, dando a los pobres no sólo sus rentas sino sus alhajas, lo halló un día su camarero desnudo remendando su hábito. Lastimose el buen criado mucho de aquella santa avaricia de su dueño, y suplicole que no se ocupase en un tan humilde ejercicio, y que de la mesa capitular estaba caído un tercio de que podía hacer cien hábitos de brocado. «Idos con Dios (le dijo el bendito obispo) que yo   —296→   soy un pobre fraile, y mayordomo de los que lo son. Ese dinero no es mío, con este hábito vine a ser obispo, y habiéndolo pedido a Dios que me entierren con él, si no lo remiendo, no lo hará sin milagro». Harto milagro es éste en nuestro siglo. Lejos está de gala el obispo que se remienda. Y aquí entra, para cerrar el discurso, lo que dijo Cristo Nuestro Señor: «No ha de ser mejor condición el criado que su dueño». Y si ha de vestirse tan modestamente el obispo, ¿por qué preciosamente sus criados?

(C. II, art. IV, p. 207).



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ArribaAbajoLos guedejudos

Pues si es tan estrecha religión la casa episcopal que no admite en los pajes galas, ¿cómo sufrirá sus guedejas? Vi yo en Madrid, por Decreto expreso del Rey, andar por las calles las justicias dando con los guedejudos en las tiendas de los barberos; y fue tal la trasquilla, que sacaban espuertas de guedejas. Criar el cabello los hombres fue en la antigüedad indicación de pena y de dolor; fue insignia de luto en casos adversos. Habla Tito Livio en el año 369 de la fundación de Roma, de la prisión de Manlio Capitolina y dice que gran parte de ciudadanos, como por luto, dejó crecer el cabello; Horacio alabó a Curio de desaliñado en el cabello; y Medea, perdida incestuosamente por su entenado, diciéndole él: «¿Qué te ha tan locamente enamorado de mí?», le respondió ella: «Lo que me ha aficionado es ese tu tan afectado descuido del cabello». Fue decirle como un enigma que le amaba   —298→   por su valentía. Apenas hay uno de los ocho tomos que he sacado donde no ponga contra las guedejas alguna invectiva; pero porque en esa forma de escritura no tiene mal lugar lo que llaman buenas letras, no quiero dejar ahora un insigne lugar de Séneca, aunque lo referí en la 3.ª parte de los Comentarios de los 48 Evangelios, en el discurso 54 del jueves 6.º. «Pensará alguno (dice este filósofo en el capítulo 12 del libro De la verdad de la vida) que el criar guedejas es de gente ociosa. ¡Oh, qué engaño! ¿Ocioso un hombre que embaraza un barbero tantas horas para que iguale lo que nació desigual aquella noche? ¿Gente que entra en consulta para cualquier cabello? Allí, si se le esparció el cabello, se junta con cuidado. Allá, si se desacompaña, le compelen a residir en la frente. ¡Oh, como se enojan si el maestro pasó la tijera menos advertido, y cortó lo que no cortara en el cabello de una señora! ¡Cómo se encienden si se le dejan caído o ajado, si algunas hebras dejaron su lugar y desbarataron el rizo! ¿Cuál de éstos no sentirá menos ver turbada su República que hallar descompuestas sus guedejas? ¿Cuál no cuida más de su cabello que de su salud? ¿Cuál estima en tanto la virtud como el aseo? ¿Una gente tan entretenida entre el peine, y el espejo, ha de decirse que está ociosa?»

(C. II, art. IV, pp. 208-209).



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ArribaAbajoLa servidumbre del obispo

Pero sin embargo de la verdad de lo referido, y que no podemos los hombres acertarlo todo, es necesario que los obispos carguen el juicio todo en buscar criados y buenos compañeros. Yo conozco un obispo muy desgraciado en esto, porque, siendo un príncipe muy liberal y que sabe honrar mucho a los que se valen de él, tuvo dos compañeros, ninguno de su religión o hábito, y el uno le corrió un cuchillo, y el otro, morando en unos altos sobre la cámara del obispo, hizo un agujero para velar sobre sus procedimientos. Y si hubiera publicado lo que había visto, pudiera perdonársele lo curioso, pero dijo en las plazas lo que ni vio ni pudo ver; porque el obispo procede tan religioso, que pudiera decir de sí mismo lo que dijo un caballero romano. Era pobre, pero ajustadísimo; hiciéronle cónsul, y viéndose en una casa casi caída, le dijo un amigo suyo: ahora es buena ocasión de edificar, con esta ocupación tan honrosa podréis reparar la casa.

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Y respondiole él: Antes no es sazón ahora, porque soy cónsul, y es bien que desde la plaza vean todos cómo vivo en ella.

Es un criado o un compañero, si es distraído y vicioso, un deshonor portátil del obispo. Desdichado del que lo lasta, que son tantos al deshonrarle, cuantos fueren los perdidos de que en su casa se sirve.

(C. II, art. V, p. 227).



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ArribaAbajo Criadas en palacio

¿Si será indecencia que tenga mujeres el obispo en su familia? Como una familia es forzoso que tenga, para ser cabal, quien ocupe todos los ministerios necesarios, y como las mujeres son tan entendidas en el buen régimen de una casa, dúdase, y en razón, si podrán los señores obispos tenerlas en sus palacios.

Para proceder con claridad en esta materia, hemos de distinguir tres géneros de mujeres en la casa de un prelado: unas conocidamente criadas, y que presiden a las despensas y a las cocinas, a la ropa blanca, al aseo de ella y de la cama, y a curar al obispo, cuando estuviere enfermo; otras que son madres, hermanas, sobrinas o parientas en grados que de él se desvían más; otras, hermanas o mujeres de sus criados. Y de cada género de éstos de por sí, se ha de mover también la dificultad.

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En cuanto a las mujeres de servicio, parecen que no se les pueden quitar a los prelados. Lo primero, porque de esa facultad son los hombres notoriamente ignorantes, y parece compasión dejar un obispo en su poder en tiempo de enfermedad, cuando tiene por sí la divina aprobación: «Donde no hay mujer gime el enfermo» (Eclesiástico 36, 27), y su falta no sólo es para sentir en la comida, sino también en las unturas y en la aplicación de otras medicinas.

La casa del obispo, sin el cuidado de una mujer, sería un perpetuo saqueo, porque los esclavos, inclinados al robo, no teniendo un sobrestante tal, se verá en la hacienda una total ruina y destrucción; que con lo guardoso de una mujer ningún hombre podría competir. Esta codiciosa diligencia que en ese sexo se halla, nos la significó bien claro la Escritura. Introduce Cristo Nuestro Señor una mujer ansiosísima, diligente y sumamente afligida de que se le perdió una dracma: Barre la casa, dice el texto sagrado, y la trastorna, se suele ver en la otra traslación; y juntándolas querrán decir que trasegó la casa, que la volvió lo de abajo arriba en busca de su dracma. Y solía yo dudar cuando trataba de ser predicador, por qué puso Cristo Nuestro Señor esta parábola en persona de una mujer. Y respondíame a mí mismo con grande facilidad: porque tan grandes ansias por la pérdida de cosa tan poco, diligencias tan exquisitas para hallar una moneda tan baja, ¿dónde podrían caber mejor que en el cuidado y codicia que se ve en una mujer? Y en esa misma parábola introduce a una mujer amasando, que echó la levadura en tres almudes (llamemos esas medidas así) de harina. Y fue darnos a entender que poner la masa en manos de un negro o de un criado, fuera una grande monstruosidad. Y Abrahán, cuando convidó a los ángeles que iban a castigar a Sodoma, él fue por el cordero a la majada, y a Sara encomendó las torticas que habían de ponerse a la mesa; que a disponerlo de otro modo, fuera trocar neciamente los oficios. Salomón nos pinta dos buenos casados, y refiriendo sus virtudes y sus ocupaciones, dice del marido que era todo honra, todo autoridad, su ejercicio irse al Senado a decidir los pleitos. Y ella ¿en   —303→   qué se entretenía, cuando estaba él en la Audiencia? No lo calló la escritura: Buscó lana y lino, y trabajó acertadamente con sus manos. Esta es su ocupación: hilar y coser. ¿Cómo pasarán en casa del obispo media docena de pajes, sin una mujer que los cosa y los remiende? Y siendo forzoso que haya negras en la cocina, ¿han de ir los criados a gobernarlas? ¿quién sino una mujer podrá entenderlas? Con esto queda bastantemente apretado aqueste punto. Vamos al segundo género de mujeres, que habiendo hablado en favor de la asistencia de las tres suertes, diremos nuestro parecer en algunas conclusiones.

(C. II, art. VI, pp. 228, 230, 231).