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ArribaAbajo Los parientes del obispo

Conclusiones prácticas


Madres, hermanas y parientes, parece que no es inconveniente que las tengan los obispos en sus casas. Lo primero, porque un tan apretado vínculo desviará todo escándalo, y no hay ánimo tan atrozmente arrojado que pueda poner lengua en eso. Sobrevino una grande hambre en aquella región donde residía Isaac, y viendo que no podía sustentarse en ella, trató de trasladarse a la ciudad de Gerara, corte de Abimelec, que era rey de Palestina. Residió algún tiempo en ella; y temiendo que por la hermosura de Rebeca le matasen aquellos bárbaros, a título de quitar en medio aquel estorbo que pudiera hacerles un marido honrado, concertó con ella que dijese que era su hermana; y dijo la verdad (dicen todos los   —305→   expositores) porque era prima suya, y las primas llámanse hermanas. Hermanos de Cristo Señor nuestro llama a sus primos el sagrado Evangelio a cada paso; y decir Isaac un grado de parentesco, callando el otro, no era mentir; porque cuando Dios envió a Samuel a que ungiese al santo mozo David, le respondió el profeta: ¿Y si Saúl me mata? Y díjole Dios: Cuando llegues al pueblo, dices que vas a hacerme un sacrificio; y no había Dios de inducirle a que mintiera. Mandábale también que sacrificara; y como decir verdad y callar verdad no es mentir, con ocultarle una parte deslumbró a Saúl. Limpio, pues, de la mentira Isaac (prosigamos lo que sucedió) decíanle los cortesanos: ¿Quién es aquesta dama? y respondía él: Es una hermana mía. Estaba un día el patriarca más cerca de su mujer, que sufría la hermandad. Celábalos cuidadosamente el rey (qué le movía a este cuidado, cualquiera podrá entenderlo), y vio por una ventana el entretenimiento que los dos tenían. Mandole llamar el rey, díjole con grande enojo: ¿Por qué me has mentido? ¿No me dijiste que Rebeca es hermana tuya? Ya no me podrás negar que es tu mujer. Rey bárbaro, ¿de dónde lo has sabido? De la gresca en que los halló. Pues ¿no pudiera descuidarse con ella, aunque fuera hermana suya? ¡Oh grande enormidad de un incesto! No quiso presumirlo aun un pagano. Pues si un pagano no pudo presumirlo de un hombre, a su parecer, ordinario, ¿cómo podrá sospecharse de un obispo? Luego no hay inconveniente que tenga hermanas o parientes en su casa. Y no siendo de estorbo por el lado del ejemplo, ¿qué estorbo pueden hacer por otro lado?

El tercer género de mujeres que parece puedan residir en las casas de los obispos, incluye las que lo son de los criados; y podría juzgarse que no hay en éstas algún inconveniente, porque sería crueldad que un mayordomo o un notario tuviese mujer, y por sólo escrúpulo, sin fundamento grave, estorbase un prelado el uso del matrimonio.

Respondamos ahora a todas las dificultades con algunas conclusiones.

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Conclusión primera.- Cosa es justa, decente y santa que los prelados no tengan mujeres en su servicio; y esto se ha de entender en cualquier edad, porque si son muy viejas no sirven de nada, y si son mozas engendrarán sospechas. Preguntáronle a un filósofo cuál sería la perfecta edad en que debía casarse un hombre, y respondió: Cuando mozo, es temprano, y muy tarde, cuando viejo. Con que desvió totalmente el matrimonio. Eso mejor se aplica a las criadas. Y porque nadie se asegure con que son viejas, vea un decreto de la Sacra Congregación de Cardenales a quien incumben las dudas de los obispos, a 15 de febrero de 1619 años, que trae Agustín Barbosa. Derecho Eclesiástico completo, Libro I, «De la honestidad de vida de los clérigos» (Cap. 40, n.º 39). En él parece que el obispo de Senogalia mandó a Jacob, santísimo presbítero, ya anciano (porque, como alegaba él, tenía sesenta años de edad) que echase una criada que tenía ya cuarenta. Suplicó a la Sacra Congregación el presbítero de este decreto, y respondió la dicha Sacra Congregación que no había lugar, y que sin embargo de lo alegado, obedeciese a su obispo. Lo mismo determinó contra un presbítero, cuyo nombre era Juan Bautista Rebelo, siendo él de sesenta y cuatro años de edad y la criada de setenta y seis.

Conclusión segunda.- Todo comercio con mujeres de la puerta adentro de sus casas, es prohibido a los eclesiásticos expresamente en Derecho; y los Doctores todos suelen conspirar contra esta forma de cohabitación.

Conclusión tercera.- No se puede condenar en el obispo ni en los demás eclesiásticos tener alguna mujer en su casa que esté lejos de sospecha, para que le asista, le cure, y cuide de su familia; y en esto no hay culpa ni venial, ni Derecho que lo prohíba, porque todos los alegados en la Conclusión segunda sólo hablan de mujeres que, por su edad o por su proceder, pueden lastimar la opinión...

Y en opinión de mi padre San Agustín, menos sospechas son las viejas que las santas. Habla el gran doctor   —307→   de la santa madre Mónica; dice que la tenía en su casa, y que moraba con él y con sus discípulos cuando aún no era obispo de Hippona, y como disculpando esta asistencia, significó su disculpa con estas breves palabras: Estaba mi madre Mónica entre nosotros y tenía de mujer sólo la vestidura: «Traje de mujer». En sus procedimientos y fe era un perfecto varón: «Fe varonil». Y no levantó mal rumor porque era de mucha edad: «Seguridad propia de anciana». ¡Oh, qué bien se prueba nuestra conclusión! No la aseguraba su santidad sino su vejez; dice que no estaba tan segura por santa como por vieja.

Conclusión cuarta.- Cosa es indecente y escrupulosa tener los obispos en su familia criadas mozas, aunque ellos sean santos, y virtuosas ellas. Esta conclusión puede probar el grande peligro en que se ponen. Amonestaba San Jerónimo a un clérigo que se tenía por modesto, que no viviese con una moza de buena cara por el mucho peligro que se puede tener en este comercio. Respondiole él que era de ánimos valientes resistir peligros grandes. Y respondiole el elocuentísimo doctor: «Mejor es hacer imposible el que perezca uno, que el no perecer a pesar de estar junto al peligro». ¿Qué da menos susto no peligrar, o no poder probar la fuerza del peligro? Cuántas viudas mozas alquilan a clérigos los cuartos de sus casas. Quiero que vean éstas lo que la Sagrada Escritura las autoriza. A Raab llama ramera la divina historia: y del hebreo se traslada «hospedera»; y a la verdad todos dicen que era mesonera, mujer que daba a los huéspedes posada. Y díjole el Espíritu Santo todo en una palabra sola porque la mujer que, no siendo muy vieja, alquila aposentos en su casa, si no lo fuere, parecerá ramera.

Quejábase mucho el mismo San Jerónimo de unos santicos que nunca se desvían de santas y las llaman madres, morando con ellas; y dice el Santo: «Fuera del nombre fingido de madre, todo lo demás es como en matrimonio»; porque perdiendo la vergüenza poco a poco, se trasladan estas santas madres a mujeres.

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El santo cardenal Belarmino era recatadísimo en esta materia. Digamos de ella con las mismas palabras del que escribió su vida, que fue el padre Diego Ramírez, de la Compañía de Jesús. Están en el capítulo 84 de su libro, y son así: En todo el tiempo que fue Cardenal en Roma, y Arzobispo de Capua, jamás quiso que en su casa hubiese mujer alguna ni que posase un solo día; y a un sacerdote grave y de edad madura, que le pidió consejo o licencia para tener a su servicio una buena mujer de casi sesenta años de edad, no se la negó, mas justamente le dijo que, si fuera él, no la tuviera en su casa; el cual consejo quiso antes seguir el buen sacerdote que admitir la licencia que se le daba, haciendo su cuenta, que si un hombre tan santo y tan viejo como el cardenal no quisiera tener tal criada en su casa, ¿cómo se había de atrever él a tenerla en la suya? Además de esto usaba otra cautela que San Agustín guardaba y la encomendaba mucho a sus religiosos, y no menos se encarga a los nuestros; y era que, cuando le era forzoso oír o hablar a alguna mujer, no lo hacía sino en lugar patente, y habiendo testigos delante que por lo menos pudiesen ver lo que se hacía, cuando no fuese conveniente que oyesen lo que se trataba; y en esto no era menos cuidadoso y remirado en su última vejez.

No puede pasarse en silencio una cosa de admiración de este santo cardenal. No respondía por escrito jamás a carta de mujer. Escribiole una señora de la ciudad de Casena en un caso de importancia. Hallose con gran confusión, y mandó a su secretario que escribiese al Gobernador de la ciudad para le diese de palabra la respuesta él.

Conclusión quinta.- Tener un obispo en su casa ministros casados, pajes con mujeres, no sólo es peligroso, pero desatino. Pónese la conciencia en condición, y desdórase la autoridad. Esta doctrina queda bastantemente probada en las conclusiones de arriba.

Conclusión sexta.- No se puede condenar en un obispo tener a su madre consigo en su palacio. Esta   —309→   conclusión se prueba, lo primero, porque no hay Derecho que lo prohíba, ni tan estrecha ley de toda cohabitación, que no tenga latitud en que quepa el derecho natural. Los padres nos dieron el ser, y es precepto divino, y el primero de la segunda tabla, darles honor.

Conclusión séptima.- No se le prohíbe al obispo tener a sus hermanas y en su casa. Esta conclusión se prueba con lo que probamos la que precedió, que no hay Derecho en contrario, y deja el caso fuera de todo escrúpulo ver que lo practicaron así santísimos prelados. El señor don Toribio Alfonso Mongrovejo, arzobispo que fue de Lima, cuya vida y milagros lo han hecho tan célebre en el mundo, que si no hubiera tomado el negocio con tanta tibieza el Perú, estuviere canonizado ya, tuvo en su casa toda la vida a las señoras doña Grimanesa Mongrovejo y doña Mariana de Quiñones, su sobrina ésta, y aquella hermana suya. Y el señor don Bartolomé Lobo Guerrero que le sucedió en esa Iglesia, a la señora doña Jacobina casada con don Enrique del Castrillo, de la Orden de Santiago. El señor Madriz, electo de Lima y obispo de Badajoz, tuvo siempre en su casa una hermana suya con tres hijos prebendados de la misma iglesia, que acomodó el obispo en su turno o alternativa. Sobrinas y otras parientas en casa del obispo son de embarazo; y está el mundo tal que puede peligrar la reputación ahí. Podrá de tenerlas, siendo casadas, y eso mientras no se murmura. Y si el obispo es mozo, es ése un inconveniente gravísimo. A su discípulo le dio San Pablo un admirable consejo: Nadie desprecie tu mocedad, ni se atreva a tu juventud. Parece que el gran maestro trocó las manos; y pues no está en la del obispo que le reverencie un pueblo, al pueblo y no a él se lo había de decir. ¿Quién puede enmendar la sabiduría de Dios? Habló San Pablo lleno del Espíritu Santo. Sabía que la raíz del respeto está en el proceder del prelado, y así le dice que, si quiere que le tenga respeto, no viva como mozo porque se suplen las canas con la limpieza en la vida; y el juez que no vive con limpieza, él es el que desprecia su vara.

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Octava conclusión.- Es cosa decentísima y digna de alabanza que los obispos no tengan consigo, por santas que sean, sobrinas ni hermanas. Esta conclusión tiene su prueba en cuantos textos y doctores quedan referidos, que abominaron el contubernio o cohabitación de mujeres con eclesiásticos, que aunque es verdad que las de este porte tienen su excepción allí, al fin es indulgencia y dispensación. Pruébase lo segundo con lo que celebran las historias de santos prelados que siguieron este camino. Mi padre San Agustín fue en este caso tan escrupuloso que dice de él San Posidio (y lo trasladó el breviario): «Evitó la cohabitación y familiaridad con mujeres, aún con su hermana y con la hija de su hermano». Acusábanle sus discípulos y sus amigos de sobradamente severo; alegábanle la impasibilidad del escándalo, y que en el alma más distraída y arrojada no podía caber sospecha, cuando en las hermanas y en las sobrinas, aunque estén dentro de casa, pone un muro al más desalmado la misma naturaleza. Y refiere su historia, que respondía: «Es verdad que mis hermanas son hermanas mías, pero no lo son las que vienen a visitarlas».

(C. II, art. VI, pp. 231-237).



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ArribaAbajoPeligros del vino

Conclusión tercera.- De los lícitos e ilícitos entretenimientos del prelado, convites, juegos, comedias, bailes, visitas, cañas, toros y cazas.

Los Santos y los Doctores conspiran contra los banquetes... Y porque en los banquetes es el vino lo más execrable, hemos de comenzar con una inventiva contra esta ponzoña. El vino ¿a quién ha de perdonar si se estrenó con su inventor? ¡Qué de males trae consigo la embriaguez! Originose de allí la esclavitud, y hasta allí no se sabe que algún hijo perdiese el respeto a su padre. ¡Qué valiente enemigo! Noé escapó del diluvio y Loth del fuego, y entrambos se rindieron al vino.

Lo dicho basta para saber que los demasiados banquetes son en los obispos abominables: que, siendo perjudiciales en todos, mucho más en los prelados, porque deben ser perfectos, y es su obligación principal enseñar   —312→   virtud. Brindar o consentir que le brinden es en un prelado delito feo. No lo llamo delito porque tengo precepto de lo contrario, ni porque quiero condenar los brindis a despecho de Francia y Flandes, ni porque lo quiten las leyes, pues lo vemos en mesas de señores y grandes príncipes seculares, sino porque es una cortesía meramente lega, un agasajo profanísimo, y una cierta violencia para beber y confusión episcopal. Un prelado con un brindis canoniza el vino y hace bebedor al más templado.

(C. III, art. I, pp. 261-265).



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ArribaAbajo Extraordinaria templanza de santo Toribio de Mogrovejo

No puedo callar un caso raro del bendito arzobispo don Toribio Alfonso Mogrovejo. Oísele, siendo yo muy niño al doctor don Juan Sánchez de Prado, canónigo de la santa Iglesia de Chuquisaca, que había sido cura de la catedral de Lima.

Iba el santo arzobispo a visitar, y este canónigo por su Visitador. Cogioles la Semana Santa muy lejos de Lima. Seguíale un gran número de ordenantes, porque el Sábado Santo celebraba órdenes. El Viernes, después de medio día, había de hacerse una larga jornada, porque tenía prevenido en otro pueblo todo lo necesario para el pontifical y este santo prelado no pasaba día ocioso. Había ayunado como solía a pan y agua; y estando comiendo advirtió el prebendado referido que disimuladamente hizo caediza una rebanada de pan entre la servilleta y   —314→   que la pasaba con el mismo disimulo a un bolsillo. Luego advirtió él que disponía ya su colación, pero no llegaba a su discurrir a lo que sucedió después. Salieron para su jornada, y como era tanta la familia, no pudieron despacharse tan brevemente que no fuesen las cuatro de la tarde. El arzobispo llevaba una mula de mucho paso y su canónigo visitador apretaba la suya para poderle seguir. Iba siempre buen trecho atrás por no estorbar al prelado en su oración que, «Orad sin interrupción» (I Tesal. 5, 17) consejo divino, en este obispo era precepto. Púsose el sol, comenzaba a anochecer, y pareciéndole al santo don Toribio que era ya hora de colación, sacó un pedazo de pan y cayósele al sacarlo. Paró la mula, quiso apearse de ella; conociole el canónigo en el amago, arrimó las espuelas a la suya por ver lo que el arzobispo quería; volvió él los ojos, y como le vio tan cerca, picó la mula y alargose buen espacio. Llegó el canónigo y vio el pan en el suelo, y entendió con esto toda la historia. Apeose de la mula, besó el pan con una gran devoción, y derramando muchas lágrimas lo guardó coma reliquia, porque era muy buen testigo de la santidad de su dueño. Llegó el arzobispo a la jornada como a las siete de la noche; a las ocho llegaron los criados y los ordenantes, en que había frailes de todas las religiones. Los curas de aquel partido habían partido entre sí el cuidado de la colación; las mesas estaban ricamente prevenidas, llenas, de frutas, de vinos, de ensaladas y de conservas. Dijéronle al arzobispo que hiciese colación luego porque se acostaba temprano para descansar del trabajo del camino, y porque al día siguiente eran los oficios largos. Respondió que no podía porque le parecía tarde y podía ser media noche. Admiráronse todos del escrúpulo, y hecho el cómputo por lo caminado (en confirmación de la definición del tiempo que dio el filósofo: «El tiempo es número en movimiento» (Aristóteles), hallaron que era imposible que fuesen las nueve, y volviéronle a instar alegándole el dispendio de su salud, y viéndose apretado él porque le acongojaban los ordenantes, les dijo: Ea, comamos y no haremos las órdenes. Fue éste para ellos mayor aprieto que el que le habían hecho al arzobispo, y no   —315→   queriendo que comiera tan a costa suya, no quisieron proseguir en aquella su importunación. Y habiendo el santo prelado, con aquel tan grande miedo en que les puso, discretamente eludido sus importunos ruegos, añadió: Ellos bien pueden comer aunque se hayan de ordenar, siguiendo esa su opinión; pero yo no quiero valerme de ella porque llevo la contraria. Hízolos sentar a todos y sirvioles a la mesa. Oía las diferencias del vino y alabábalos; tomó en las manos las frutas; manoseó las conservas porque a vista de la necesidad pudiese crecer su mortificación; y hecha un Tántalo la naturaleza, clamaba por lo que se le debía, y el santo arzobispo no hacía caso de ella. ¿Cuál delicioso estudiaría tantas trazas para su regalo como para su mortificación este Arzobispo? Fue toda su vida tan templado, que acabando el curso de ella en la ciudad de Saña, abriendo los cirujanos su cuerpo para embalsamarlo, y habiéndole aserrado el casco, le hallaron enjutos y sin humor los sesos. Y los médicos todos contestaron que la media le quitó la vida y había muerto en manos de la abstinencia. ¡Qué lejos estaba de banquetes un obispo que murió de hambre!

(C. III, art. I, pp. 269-270).



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ArribaAbajoEl libro «del ocio» de don Antonio Hernández de Heredia

Tuve apuntado mucho para hablar del ocio santo que toca tan de lleno a la sagrada dignidad de los obispos, pero obligome a cejar en mi resolución haber visto cabal cuanto en esa materia se puede pretender en un floridísimo libro, bañado todo de erudición que está cerca de salir a la luz. Ennoblécele el grande crédito del señor don Antonio Fernández de Heredia, trasladado del emporio del mundo, escuelas de Salamanca, a ser fiscal de esta Audiencia. Intitúlale De Otio, y es prodigioso que sepa tanto del ocio un hombre tan ocupado y tan atento a su oficio. Tertuliano debía de ser algo colérico por lo natural. Escribió un libro De Patientia, y hallose atajadísimo en entrar una materia que perfectamente la parecía que no la practicaba, y comenzó su libro confesando aquesa culpa, y entra en esperanzas de acertar colgándolas   —317→   del soberano favor; compárase al que en su enfermedad disputa de la salud y al que con gusto habla de lo mismo que desea. Trata el señor Fiscal lo que no usa, y suple la experiencia su talento.

(C. III, art. III, p. 287).



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ArribaAbajo Testar de lo ajeno

Confieso con gusto que no hay quien no pueda donar y testar de lo que es suyo; pero no habrá quién me diga que hay alguno que pueda testar de lo ajeno. Si no es que se halle quien tenga el humor de una señora vanísima, que estando enferma y sin peligro, quiso hacer testamento. Llamó para eso un escribano y comenzó a hacer unas mandas locas. Él, que no la conocía, admirábase de tan gran hacienda. Añadió después la señora otra graciosa cláusula: Ítem, al señor escribano, por el gusto con que ha venido y por lo bien que ha trabajado en este mi testamento, le mando seis mil ducados. Alegre él con esta manda, le dijo a la señora: Ahora es necesario que vuestra merced declare sus bienes, para que se sepa de qué se han de cumplir estas mandas, y respondiole muy apriesa ella, bastantemente enojada: ¿De qué se han de cumplir? De propios de la ciudad. En esta forma podrá hacer testamento quien quiere disponer de hacienda que no es suya.

(C. III, art. IV, p. 303).



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ArribaAbajo Visitas episcopales

Va un desdichado clérigo a recibir y festejar a un obispo, cuando anda visitando; llévale un grande repuesto (que llamamos en Chile, camarico); hospédale en su casa y contra lo que clama el Derecho, cuando exceden su procuración los prelados para él y para cien personas que lleva. Celébranse banquetes quince días; estáfanle los criados y los ministros; gasta más en sustentarle sus mulas que lo que le ha valido en seis meses su doctrina; y para relevarle del gasto, enciéndese un juego entre él y los curas del partido, con que queda el miserable abrazado. Entran después las cuartas y las costas de visita, quítanle los vellones, y queda la oveja sin lana.

Bien sé que esta doctrina podrá ajustar con muy pocos prelados en el mundo; y no hay por qué se disgusten los que no padecieron ese tan peligroso achaque.

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Y podrán los señores obispos hacer lo que yo aconsejaba a un gran señor. Quejábase de mí porque le prediqué una doctrina general. Y díjele, que los predicadores éramos ropavejeros y no sastres. Ropavejeros llamamos en Lima los criollos a los que venden los vestidos hechos. Tiénenlos éstos a sus puertas colgados; llega uno a comprarle un vestido, pruébase la ropilla y el calzón, ajústale bien, y dice: este es corto para mí. Mire el que escucha con buena atención lo que se le predica, y si le ajusta mal, piense que no hablan con él. Pero los santos contra sí lo interpretan todo. Díjoles Cristo a sus discípulos la noche de su pasión: Uno de vosotros me ha de entregar, yo sé quién me ha de vender. Y juzgaban ellos tan humildemente de sí, que temiendo cada uno si sería el traidor él, le preguntaron al Redentor: «¿Por ventura soy yo, Señor?» (San Mateo, 26, 22). Lo cierto es, que en estas advertencias que yo hago, a mí mismo me predico. Y volviendo a lo comenzado, grande inhumanidad es en un obispo desnudar un cuitado al juego, y embarazando vilmente la prelacía, hacer de ella una red para la pesca, añadiendo anzuelo a la vara. Ella es una infame mercancía, y no sé cómo se compone con nuestra arrogancia.

(C. III, art. III, pp. 314-315).



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ArribaAbajoPeligro de las comedias

No se disputa si el obispo podrá ir al lugar público de la representación que llama el vulgo «Corral», que eso fuera abominación en él. Tratamos de las que suelen representarse en los lugares decentes en casas de príncipes o en las suyas.

Tampoco es el intento averiguar el origen de las comedias, explicar su etimología, hablar en sus canas con encarecer su antigüedad, sacar en este libro (como si fuera teatro) los mimos y pantomimos, definir la comedia y la tragedia, reproducir los que en traje de sátiros decían al pueblo gracias que se volvieron en sátiras; qué son escenas y qué jornadas, son materias todas para un maestro de letras buenas; pero como esas letras, aunque no las escupo, ya las retiro, porque ni las lleva mi edad ni las sufre mi ocupación, para el que las fuere aficionado quiero encaminarle a una mina donde de las apuntadas   —322→   hallará ricas vetas. El padre misionero fray Alonso de Mendoza, que fue catedrático de la Universidad de Salamanca, varón singular de la Orden de mi padre San Agustín, que en sus Cuestiones Quolibéticas, que han sido asombro de grandes ingenios, fabricó la Novena Escolástica debajo de este título: ¿Si lícitamente entre cristianos podrán representar mujeres en comedias y otros juegos escénicos y aunque en lo preguntado podrá parecer que anduvo diminuto, fue por portarse modesto, y hacer a la honestidad de las mujeres un debido resguardo. Duda si los hombres pecan en ver representar comedias por el peligro de la castidad, viendo en el teatro una mujer; no porque él no sabía que también peligran en ellos las virtudes, viendo representar los hombres; pero siguió en eso un santo estilo y un prudencial recato que enseñó Dios en sus mandamientos: No desearás la mujer de tu prójimo. Y si ella deseare al marido ajeno, ¿no cometerá pecado? Claro está que sí. Pues ¿cómo no lo expresó la ley? Porque es un precepto incluso; y aunque está como supreso, es un mandamiento claro. Pero parece monstruosidad que un trato ruin comience de una mujer, y así, guardándole a su honestidad el decoro, se le palió el mandato.

Notó Ansberto, general de la Orden de Santo Domingo, esta gran discreción de la regla de mi padre San Agustín: «Ante todo (así comienza ella) hermanos carísimos, débese amar a Dios y luego al prójimo».

Y copiando esta misma regla para las monjas, les cercena la mitad de esta cláusula y no les dice que amen al prójimo. Pues ¿no lo deben amar? Sí deben. ¿Cómo no se lo dice su gran padre? Porque todo esto de amar, aunque sea por Dios, no sé qué se tiene, dijo el docto general, que colorea el recato de una mujer. Entiendan las vírgenes la caridad a los hombres, pues es general la ley para este amor, y calle el santo lo que les es tan lícito, porque cualquiera amor a los hombres parece que sobresalta los corazones vírgenes. Esto todo está bien advertida; pero hanse originado, de que las mujeres vean comedias, tantas desdichas que sobreseyendo en la santa metafísica que dejamos apuntada, holgara yo mucho que   —323→   el instituto de este mi libro diera lugar para una provechosa diversión, que yo apuntara a los maridos y a los padres gravísimos inconvenientes en que asistan a comedias sus mujeres y sus hijas; pero sólo diré con lágrimas una miserable tragedia de una doncella principalísima. Criose sin madre, y colgó su padre en ella unas grandes esperanzas. Tenía cien mil ducados que darle en dote. Fue a una comedia y aficionose a un farsante. Desatose un listón de una jervilla y enviósela con una criada; y díjole de parte de su señora que en la primera comedia que representara, se le pusiese en la gorra. Estimó el favor de la dama, pero temió su vida. Perseguíale ella, pidiome consejo; dile el que debía; pero venciéronle la codicia y la hermosura. Vea ahora el padre fray Alonso de Mendoza si acordó el título de las comedias, y si en hombres y mujeres son los inconvenientes iguales.

No puedo persuadirme a que las comedias antiguas fuesen del porte de las que se ven ahora; antes juzgo que debían de ser tan lascivas, tan deshonestas y tan torpemente representadas, que fue forzoso que los santos armasen contra ellas todas sus plumas; y en esa conformidad no quisiera valerme de autoridades de antiguos Doctores, porque habiendo de ajustar las palabras con nuestras comedias, no sólo los obispos, que son personas sagradas, y los llama el Derecho sacrosantos, pero ningún lego las podría ver sin cargo de culpa mortal.

(C. III, art. VI, pp. 319-320).



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ArribaAbajoSermón a los comediantes

Añádase a lo dicho que, en detestación de las comedias, son infames en la disposición de los Derechos los faranduleros o representantes; y parece que de aquí se sigue que pecan mortalmente estos hombres, y que los juzgan los Derechos en el andar de pecadores públicos.

Prediqué yo en Madrid la gran fiesta que celebran los comediantes en San Sebastián, día de la Encarnación. Cantó la misa de pontifical un obispo de mi religión, el señor don Juan Bravo, que lo fue de Urgento. Y hallándome embarazado entre aquella canalla y misterio de tan gran pureza, en que vemos a María que prefiere su virginidad a la dignidad altísima de madre de Dios, aunque me habían prevenido que alabase a los comediantes mucho, y que así podría crecer la limosna del sermón, (y el año antes se le oí predicar al doctor Juan Ruiz de León, que, con su grande ingenio y agudeza   —325→   rara, halló mil elogios de ellos en la Sagrada Escritura), yo sin embargo no pude acabar conmigo el pronunciar una palabra de esta gente perdida: y lo que me valió el sermón fue quererme apedrear. Y los curas de aquella parroquia, interesados en su cofradía, me dieron por baldado para su púlpito. Y fue uno de los milagros del Santo Cristo que quemaron los judíos, dispensar conmigo aquellos clérigos para que yo predicase allí los desagravios.

(C. III, art. VI, pp. 321-322).



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ArribaAbajo El caso de Lope

Los que escriben comedias, si no son torpes y deshonestas y no tienen intención sino de entretener y granjear, valiéndose de su talento, para comer, no pecan mortalmente en componerlas. Así lo entendería el padre Pedro Hurtado en el lugar referido, que lo demás fuera condenar a bulto y poner a Lope de Vega en el infierno, habiendo vivido tan reformado en sus postreros años, ordenándose de sacerdote y dado a Dios lo asentado y sesudo de su edad. Hizo sus comedias a vista del arzobispo de Toledo, cuya oveja era, a los ojos de los nuncios de Su Santidad; y no es de persuadir que personas tan santas ni el Consejo Supremo de Castilla dejaron ensordecer un clérigo en un pecado tan público. Esta conclusión tiene grande probanza en la primera, porque si la comedia intrínsecamente no es mala y no induce culpa por su naturaleza, ¿por qué hemos de condenar al autor?

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Los que escriben comedias lascivas y los que las representan con ánimo de que peligren otros, o de deleitarse torpemente ellos, pecan mortalmente. Y lo mismo, si aunque no tengan esa intención, son las cosas que representan tales que por sí mismas excitan a deshonestidad, y el modo de representarlas levanta las mismas polvaredas. Y a esta clase también se reducen los cantores y cantoras, los bailarines y bailarinas.

Aunque los que representan las comedias y los que las hacen pequen, no por eso precisamente pecan los que las oyen. Y dije: No por eso precisamente, porque bien puede uno sin escrúpulo (como no lo ayude, favorezca o autorice) ver el pecado que comete el otro. El que indefenso acomete a un toro y se pone voluntariamente en evidente peligro, claro está que peca; y está también muy claro que no pecan los que le miran.

(C. III, art. VI, p. 323).



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ArribaAbajoDe contrabando en la comedia

Pecan mortalmente los religiosos que ven comedias en los lugares públicos donde los legos entran pagando. Y de que es escandaloso, especialmente en los frailes, el verlas en lugares de ese porte, no podrá dudarlo hombre de seso. Preguntarme han: ¿Y si no los ven? ¿Y si los ven? -les preguntaría yo. Diranme que será pecado entonces. Pues, siendo tan probable que han de verlos, exponiéndose a ese peligro ¿no será pecado?

Yo tengo de probar aquese escándalo, haciendo testigos a los mismos religiosos. Y para que declaren sin empacho, quiero referirles una flaqueza mía.

En el religiosísimo convento de mi padre San Agustín de Lima, donde tomé el hábito y me crié, aunque toda la disciplina regular se guardaba con admiración, ponían los prelados todo su desvelo en desviar a las comedias a los religiosos; pero en los mozos parece que los   —329→   preceptos despiertan los apetitos. Éralo yo mucho entonces, aunque había acabado ya de leer artes. Alabáronme mucho una comedia que se hacía, por devota y bien representada, y entré en tantas ansias de verla, que rompiendo por el recato, dispuse la entrada. Pagose una celosía, que en tiempo que era yo tan pobre que me reía del Rey Baltazar, cuando hacía a mis amigos un banquete que costaba seis reales y ponía unas conclusiones por manteles, eran gran negocio cinco patacones. Ése fue el primer trabajo de aquel mi divertimiento. Salí a la una del día, que por lo extraordinario de la hora y por ser día de fiesta, dos cosas que dificultaban la salida, costó cien embelecos el ganarla. Ya va creciendo la costa de aquella triste comedia. Íbamos modestísimos yo y mi compañero, enterradas las manos en las mangas, aforradas las cabezas en las capillas y sudando, porque juzgábamos que cuantos nos encontraban nos leían en las caras el delito. Llegamos a una puerta extraordinaria por donde entran en el corral los hombres de bien; encontronos un caballero y pasamos de largo, con que fue forzoso dar la vuelta entera y rodear cuatro cuadras; esto mismo nos sucedió seis veces, con que a las dos dadas aún no pudimos ganar la puerta. Entramos al fin por un largo callejón, y en viéndonos en nuestro aposento bien cerrados, dimos por fenecidos nuestros trabajos todos. Pero pudiéramos decir lo que es otro, que para significar la continua alternación de las penalidades que pasan los labradores, porque la semilla apenas se coge cuando se derrama, pintó unas espigas y puso a la divisa aquesta letra: «A un mismo tiempo acaban y renuevan los dolores». Eran caniculares, cuando en Lima nos asan los calores; y pudiéramos tomar las unciones en el aposento, según estaba abrigado. Eran las cuatro de la tarde, y como no había tanta gente como quisieran los comediantes, buscaron dilatorias para su farsa; y estando ya lleno el teatro y en el tablado la loa, comenzó a temblar la tierra. Estaba en alto mi triste celosía, y el edificio era de tablas; era tal el ruido, que parecía que se nos caía el cielo. Si nos quedábamos encerrados, peligraba la vida; si huíamos a vista de tanto pueblo, se   —330→   perdía la honra; y viéndonos entre dos bajíos, pudiéramos decir con Plauto: «Me hallo entre la obligación sagrada y el despeñadero, y no sé qué hacerme».

Pudo en efecto conmigo más el pundonor que el deseo de vivir, y pasé mi penalidad con aquel pavor que podrá entender el que sabe qué es temblar. Sosegose el auditorio, salimos del susto y, comenzada la obra, comenzó también en el vestuario una pendencia. Hirieron al del papel principal; con que fuera tragicomedia si la infelice comedia se acabara, pero déjese para otro día. Éste pareció el trabajo postrero de mi fiesta; pero comenzó otro de nuevo, que no se iba la gente y venía la noche. Ciérrase en mi convento a la oración la puerta principal, y es caso de residencia entrar por la que llaman falsa. Dábame a mí esto gran congoja sobre un tan largo encierro tan sin fruto. Salí en efecto, representándoseme en cada sombra el prelado de mi casa; y pasando como quien corre la posta o como quien va seguido de una fiera, aquel largo callejón de que ya hablé, entraba muy paso a paso un caballero de casta de aquellos que quieren saberlo todo, a enterarse del fracaso sucedido. Éste, con grandes reverencias y con unas prolijas cortesías, que le perdonara yo de buena gana, me comenzó a preguntar por mi salud. Y díjele turbado yo: Señor mío, tiene vuestra majestad mucha discreción para hacerme necio de entremés. ¿No había visto el de Miser Palomo? Pues sepa que, examinando de necio a un caballero, dijo que era tan necio que detendría un delincuente que fuese huyendo de la justicia, para darle las buenas pascuas. Suélteme vuestra majestad que voy huyendo de que me vean; bástame mi trabajo de que vuestra majestad me haya visto. De esta larga relación saquemos la moralidad y un buen retazo de la probanza de mi sentencia; porque este recato, estos sudores, aquel dejarme morir por no dejarme ver en el temblor y todo lo referido, indicación es clara de que se afrentan los religiosos de que se sepa que ven comedias. Los doctores cuando tratan de aquella ley natural que fijó Dios al hombre en el corazón, y hablan de la mequia y otros pecados feos, preguntan ¿quién les diría a los hombres   —331→   que eran delitos, antes de estar escritos los divinos mandamientos? Y responden que la misma naturaleza les enseña la enormidad de la culpa. ¿Con qué palabras? Sólo con una natural vergüenza, porque el más arrojado busca para esas culpas un lugar secreto. Luego si cuando ve una comedia un religioso, se recata tanto y siente tanto el ser visto, señal es que teme el mal ejemplo y el escándalo.

(C. III, art. VI, pp. 326-328).



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ArribaAbajoNo es el canto para personas grandes

Los obispos no pecan mortalmente viendo danzar, oyendo tañer y asistiendo al cantar, si en estas cosas concurren los mismos resguardos que echamos al ver comedias; porque si los músicos cantaren letras torpes y fueren lascivos y deshonestos los bailes, pecarán mortalmente todos los que los vieren, como también los que los usaren. Y aunque no sean las danzas lascivas, ni deshonestas las músicas, y se tema el peligro o el escándalo, será en los prelados un grave delito. Pues ¡qué, si no estando solos, cantasen a lo humano ellos! Oía una vez el rey de Macedonia Philipo una voz que le sonaba bien. Supo que era de su hijo el grande Alejandro. Enojose mucho al ver en un príncipe un tan ajado ejercicio, y díjole colérico: ¿No tiene vergüenza, siendo un príncipe de tanta majestad, de tener tan buena voz? Y a la verdad no son ésas ocupaciones de príncipes, ni alabó de eso Claudiano al emperador Honorio. Desde niño (le   —333→   dijo el poeta) apeteciste el escudo, aún no sabías andar y ya querías vencer:

«De niño te arrastrabas entre los escudos».



Sólo Nerón salió al teatro a tañer y a cantar. No era tan valiente como Arístenes, de quien dice Plutarco en la vida de Pericles, que, diciéndole que Ismenias era buen músico, sacó por consecuencia que no sería hombre bueno, porque si lo fuera, no cantara. Y dice el mismo Plutarco, que Artheas, rey de los escitas, solía decir del mismo Ismenias, cuando se le alababan de gran músico: Más bien me suena a mí el relincho de un caballo.

(C. III, art. VI, pp. 330-331).



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ArribaAbajo Cómo se recató Cristo de las mujeres

Y ¡qué fácil se pierden dos cosas, las que más le importan al alma, la gracia y la honra! Yo siempre me he admirado de los arlequines o volteadores, que una cosa tan preciosa como la vida la cuelgan de una maroma. ¡Qué frágil la gracia! Y encarece esta fragilidad el sagrado texto porque la guardemos mucho. Y si en cada visita que hace un prelado la pone en peligro, es clara señal de que la estima poco. David no fue a visitar a Bersabé, y en su palacio no se vio seguro. Sólo un mirar tomando el sol lo echó a perder. Y las señoras gustan tanto de ser vistas que habiéndose inventado los mantos para cubrir los rostros, los buscan tan transparentes, que pudieran excusarlo. Llámanlos mantos de gloria porque tienen su gloria en que las vean. Y si aun en esta forma de manto tan poco honesta, son en las calles de tan gran peligro, ¿para qué se han de buscar las señoras en sus mismas casas? Habló Cristo con la Samaritana, y dice   —335→   la Sagrada Escritura: «Porque sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar qué comer». Parece ociosa en el texto esa causal: «Discipuli enim». ¿Para qué es el «enim», porque)? Mil veces leí esa parte del Evangelio, y nunca lo pude saber hasta que leí a Crisóstomo. Dice que encierra una prudencial disculpa, y que está allí embebida una discreta respuesta para una forzosa calumnia: ¿Por qué habla a solas con una mujer? Como diciendo San Juan: Si habló mi Maestro a solas con una mujer, fue porque no se pudo más, que habíamos ido todos a buscar qué comer. Iba enseñando a los primeros obispos una importante doctrina, no hablar con señoras.

¡Cosa rara lo que acaeció dos veces con María Magdalena! Comencemos por la última. Resucita y quiere visitarla, y para eso vístese de hortelano. Señor ¿sin vuestro ordinario traje? ¿No sois obispo? Sí: «Tenemos a Cristo Jesús por pontífice de nuestra profesión» . (Cf. Hebr. 3, 1) (dijo San Pablo). Pues ¿cómo disfrazado, siendo obispo? Por eso, porque vengo a visitar una mujer, y aunque es tan santa, retiré las pontificales insignias, porque sepan los obispos que listas tan sagradas no son para conversación de señoras. Arrojósele a los pies y queriéndoselos besar, la dijo el Redentor: «No me toques. Hija, no tan cerca, porque aún no estoy en la Gloria». Pues ¿Cristo pudo peligrar en la tierra? Eso era imposible, porque fue impecable. Pues fue como si la dijera: Estamos solos, no hay aquí testigos, ni han de llegar a mí mujeres sino a vista de los ángeles: no quiero dejar a los obispos ese ejemplo; sepan que su Dios, aunque no pudo pecar, no se dejó tocar de una mujer. Pues en casa del Fariseo ¿no le besó los pies? ¿no se los lavó con lágrimas y se los enjugó con el cabello después de haberlos ungido? Es verdad, pero estaba entonces muy acompañado. ¡Notable fue allí la murmuración del Fariseo! No debe de ser profeta, pues se deja tocar de esta mujer; porque a serlo, supiera que es pecadora y no se dejara tocar de una mujer tan manchada. Fariseo, ¿no está llorando? ¿no se confiesa? Sí; pero sepa el confesor que no se ha de dejar tocar de una mujer. Sepa   —336→   el obispo, aunque les descamine los perdones, retirarle a una mujer la mano, que el Evangelista no escribió acaso aquella murmuración del Fariseo, sino para que sepan los obispos que siempre hay fariseos en el mundo.

(C. III, art. VII, pp. 338-339).



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ArribaAbajoLos toros

El Católico rey de España, juzgando que, en la forma que en sus reinos se corren los toros, era de poco peligro, y que se ejercitaban con esos entretenimientos sus vasallos y se hacían valientes para los ejercicios militares, suplicó al Papa Gregorio XIII que moderase la Constitución de Pío. Inclinose Su Santidad a tan poderoso ruego, y el año de 1575 despachó una Bula en que dio licencia para que se corriesen los toros y quitó las penas que estaban impuestas en cuanto a los seculares y caballeros de las órdenes, salvo si de las mayores tuviesen algunas. Y en esta conformidad dejó en pie las penas de su antecesor para los religiosos y para los clérigos todos de orden sacro. Y limitó esa su gracia mandando que no se lidiasen en día de fiesta. Y encargó mucho a las personas, a quien incumbía hacer que se lidiasen, que dispusiesen ese su entretenimiento de manera que no se siguiesen muertes de los que toreaban.

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En Salamanca se usaban (y no sé si se usa ahora) correr toros en los doctoramientos. Y en Lima, donde yo me doctoré, como aquellas escuelas son hijas de las de Salamanca y guardan sus constituciones, conmutaron los toros en algún dinero, creciendo las propinas por no lidiarlos. Los maestros de Salamanca asistían a estas fiestas sin embarazo de ser sacerdotes; y los doctores canonistas con menor escrúpulo asistían a ellas. Hízose de esto relación al Papa, y añadieron a ella que unos y otros tenían por opinión que los de orden sacro los podían ver. Tenía a la sazón la silla de San Pedro el Papa Sixto V, y despachó un Breve el año 1586 que comienza: «Al venerable hermano», en que dio potestad de legado para el efecto, a don Jerónimo Manrique, que entonces era obispo de Salamanca, con gravísimas palabras que refiere Juan Guitiérrez en el capítulo 7.º del libro VIII de sus Cuestiones Canónicas y el padre fray Manuel Rodríguez en el artículo 2.º cuestión 68 del libro III de las Regulares, para que no sólo prohibiese la asistencia de los eclesiásticos, sino para que mandase a los catedráticos todos que corrigiesen aquella doctrina y enseñasen que en los de orden sacro era ilícita aquella asistencia. El obispo publicó solemnemente la bula en la ciudad de Salamanca, el mismo año a 17 de junio; y claro está que se observaría por la grande santidad y letras admirables de tan ilustres escuelas.

Hizo instancia de nuevo el rey de España a Clemente VIII; y como era clemente en todo, no quiso a tan grande rey perderle el respeto ni faltarle en el debido decoro. Hizo una moderación poco menos que general, despachando una Bula el año de 1596 que comienza: «Del cargo que hemos tomado». En estas letras se ve que quitó las penas a todos los clérigos seculares, dejándolas en pie para los religiosos. Y aunque parece que este indulto, indulgencia o dispensación se ha de ceñir y entenderse con los eclesiásticos solos de España, es cosa asentada que todos los privilegios y favores que se conceden para los reinos de España se conceden para las Indias.

(C. III, art. VIII, pp. 351-352).



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ArribaAbajoCuatro argumentos contra los toros

Prueba el padre Pedro Hurtado de Mendoza doctamente 1o que ha asentado con las palabras de Pío V. Y sea éste el argumento primero: «Porque (dice el Papa cuando prohibió los toros en su Bula) considerando Nos que estos espectáculos en que se corren toros y fieras en el circo y en la plaza, son ajenos a la piedad y caridad cristianas, y siendo nuestra voluntad que queden abolidos tales espectáculos sangrientos y torpes, más de demonios que de hombres...». Y saca por consecuencia que sería hacer injuria a la primera silla, que, habiendo hablado tan agriamente de este sangriento ejercicio, nos quisiéramos valer de cualquiera otra autoridad.

El segundo argumento es de razón. Dice que mueren infinitos hombres en estos entretenimientos tan crueles, y que sólo un toro, como una fiera, mató siete ciudadanos en la ciudad de Cuenca; y que si los toros   —340→   no son bravos los tienen por fríos; y que aquellos se tienen por mejores que matan más gente. Y concluye que éstas que llaman fiestas son crueldades, y que parecen más castigos de tiranos que cristianos entretenimientos.

El tercero argumento carga sobre que esta agitación no es de emolumento al común, y que sin esas fiestas pudieran pasar bien las repúblicas, pues en las muertes de los reyes, hasta pasado el año, no se lidian toros; y que pues entonces no los echan menos ni el no correrlos les hace daño a los pueblos, no hay inconveniente en que totalmente se quiten.

El cuarto argumento lo edifica derribando los fundamentos contrarios. Que los toros introdujeron los españoles para hacerse valientes y sacar de los peligros el ser osados. Y responde a este argumento lo que sucedió al capitán Juan de Azpilcueta Javier, hermano dichoso del Apóstol de la India, el bendito San Francisco. Dice que este caballero asistió a una fiesta de toros, y que viendo huir a los hombres, dijo: Aquí se enseña a hacer cobardes. Con que parece que, para el permitirse en España toros, está frustrado el principal motivo. Añade, que también es flaco que se entretenga el pueblo. A que responde que podría con ejercicios menos peligrosos. Señálalos y presupone el criar e instruir caballos, que es también parte de la alegación para que permitiese el Pontífice que los toros se corriesen. Estos son los argumentos todos de este autor, y no le faltaron otros que seguir.

(C. III, art. VIII, pp. 353-354).



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ArribaAbajoLos mercedarios del Cuzco y los toros

En la ciudad de Cuzco de las provincias del Perú, hay un ilustrísimo convento, cabeza de la provincia de la Merced, y está en la plaza principal. Ilustrolo mucho el infelice don Diego de Almagro, a quien cortó la cabeza don Fernando Pizarro, en cuya venganza mató a su hermano, el Marqués, un hijo natural suyo y consiguientemente mestizo, habido en una india chilena cuando vino Almagro a conquistar este reino. Mandose enterrar en el monasterio referido, y a expensas suyas se había edificado en él un gran pedazo, y fue parte del edificio un corredor muy hermoso que cae sobre la plaza; y la tradición que hay del motivo que hubo para hacer este corredor, fue que en él se dijese misas todas las fiestas, porque siendo innumerables las vendedoras que amanecen en la plaza y ser indias, peligra la misa por no desamparar la tienda. Lidiáronse desde el principio de estos reinos en aquella plaza principal los toros, y los   —342→   religiosos primeros, o porque fueron antes de la Constitución de Pío o por otros motivos, comenzaron a ver de allí los toros, convidando las otras religiones para ello. Habrá veinte y tres años que fui yo a aquella ciudad a ser Prior y Vicario Provincial del convento de mi padre San Agustín. Al tercero día celebró la ciudad (no sé con qué ocasión) dos días unas grandes fiestas de toros y cañas. Convidome para su corredor el padre Comendador de la Merced. Extrañé el convite, disimulé el susto y acepté de cumplimiento; comuniqué el caso y averigüé que había sesenta años que las religiones veían allí los toros tan sin escándalo y con tanta paz del pueblo, que no corrían con gusto los caballos si no les asistían los religiosos. Rendime a la costumbre suficientemente prescrita, aunque el deseo no me dejó averiguar los años ni gastar mucho tiempo en el cómputo del Breve de Clemente VIII. Lo cierto es que hoy tiene esa costumbre allí abrogada aquella ley, porque concurre todo lo necesario en aquel contrario uso.

(C. III, art. VIII, p. 360).



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ArribaAbajo El juego de cañas del rey Felipe IV

Las cañas son como unos apéndices de los toros, no porque tengan simpatía esos ejercicios, sino porque se obran juntos. Que puedan ver las cañas los obispos y los religiosos no es cosa que hasta hoy la he visto dudar, y así tengo por cierto que, siendo los toros y cañas en diferentes días, podrán verlas los religiosos; que como queda asentado que los prelados pueden ver los toros; presupongo que no hay duda en que puedan ver las cañas; porque demás no hay prohibición para unos ni otros, es un ejercicio honesto y sin peligro, o a lo menos, si le hay, es muy remoto.

Si las cañas son, como generalmente se juegan, en acabando de lidiar los toros, no tengo por seguro que aparezcan en ellas los religiosos, porque presumirán los legos, que estaban ocultos viéndolos y recibirán mal ejemplo, con que se queda en pie la razón de escándalo.   —344→   Pero si entrasen como en cuerpo de comunidad, viendo todos que entraban de nuevo, no sólo no fuera pecado, pero recibiérase muy buen ejemplo, no porque iban a ver las cañas, sino porque habían religiosamente trinchado lo bueno de lo ilícito. Y esto hicieron los religiosos en Madrid, jugando las cañas Su Majestad, que, como enamorados de su rey, iban a ver un prodigio en aquel juego por ser el mayor hombre de a caballo que se ha visto en nuestros siglos; y parecían muy bien los frailes echándole mil bendiciones. Yo le vi gobernar aquellas fiestas que mandó hacer en Madrid por la dichosa nueva del Imperio, asegurado en la augustísima casa de Austria y continuado en el rey de Hungría. Edificose una plaza en menos de treinta días en el Prado de San Jerónimo. Fueron de noche las fiestas, y tantas las luminarias que bautizando los versos de Virgilio a Octaviano y explicándolos a lo católico, pudiéramos decir de nuestro rey lo que él de su emperador. Hacía Augusto unas fiestas, juntábase el pueblo de día, salía el sol, y acabado el entretenimiento, cuando no perjudicaba, llovía toda la noche. Y díjole a su príncipe el poeta: esto es gobernar a medias con Dios: tócale la noche a Él y el día al emperador; por eso hay de día luz, y lluvia la noche entera: «Llueve toda la noche, y a la mañana empiezan de nuevo los espectáculos: César tiene repartido el imperio con Júpiter».

Acá hubo de diferencia que hizo nuestro rey de la noche día, emulando la luz artificial la claridad del sol. Asistíamos en un balcón dos obispos, el de Gaeta y yo, acompañados de religiosos de nuestros hábitos, Carmelitos y Agustinos, y la plaza toda conmovida y nosotros con ella vitoreábamos a gritos a nuestro rey sin podernos reprimir; porque es amor cordial el que tiene a su príncipe el español; y con más razón a un rey tal. El señor don Jaime de Cárdenas, hijo y hermano de los duques de Maqueda y Nájera, señor de gran juicio y admirable talento, que si le faltara el esplendor de su sangre le hiciera el mismo lugar su discreción, me habló muchas veces de las prendas naturales del rey nuestro señor Felipe Cuarto el Grande, que hoy vive y viva   —345→   siempre; y se enternecía tanto con sus alabanzas, que le reventaron las lágrimas por los ojos; y me afirmó, con juramento, que era tal la candidez de su condición, tan admirable la blandura de su natural, tan vivo el ingenio, tan sosegado el juicio, tan presto y tan cierto el discurso, que si hubiera nacido un caballero particular, debieran por sus partes hacerlo rey. Es el conde de Cámara, y ha servido gran tiempo en ella; tiene de todo noticia con que viene a ser testigo sin excepción.

(C. III, art. VIII, p. 364).



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ArribaAbajo Obispos y cardenales

¿Si los obispos prefieren a los cardenales? Esta disputa la veo en los doctores muy sangrienta; y lo que más me admira, es que muchos de ellos no son cardenales ni obispos; que al fin Torquemada, grave doctor, fue cardenal, y éste no es mucho que quisiese defender la alteza de su grado. Mas yo, que intitulo este mi libro: Gobierno Eclesiástico-Pacífico, he de decir mi parecer con grande paz, sin quitar un átomo de lo que juzgare que puede engrandecer la sagrada púrpura de su dignidad. Y si o con el calor de la disputa o por falta de sabiduría dijere alguna palabra, que aún en una nota parezca que deroga la altísima dignidad cardenalicia y le quitare algo de lo que fuere verdaderamente suyo, desde luego lo caso, repongo, cancelo, revoco y anulo; porque el Sagrado Colegio es parte principalísima de la Iglesia y un preclarísimo senado en el monárquico gobierno. Son los eminentísimos cardenales asesores y consejeros   —347→   del Vicario de Jesucristo, a cuyos pies debemos los obispos, no sólo poner los labios, pero aún nuestros pensamientos.

Lo que se ha de disputar entre letrados es ¿si este orden cardenalicio fue constituido inmediatamente? ¿qué orden es, y si fue anterior al episcopal, y si tiene mayor excelencia que él? Que disputar en tamaño de jurisdicciones, es levantar edificio sin abrir zanja al cimiento, o querer remediar el agua que a la fuente se le descamina sin llegar a descubrir el arcaduz para reparar la quiebra de él.

(C. IV, art. III, pp. 412, 415, 416).



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ArribaAbajo Honores al legado pontificio en Madrid la mesa del rey de España

El eminentísimo cardenal nepote Barberino, sobrino de la santidad de Urbano VIII, de buena memoria, entró en Madrid como legado a latere de Su Santidad, y recibiole el rey católico Felipe IV el Grande, que hoy vive, con la grandeza y majestad que pedía su altísima representación; y como su ánimo es religiosísimo y tan sumamente afecto a los Vicarios de Cristo, mandó que no se perdonase demostración alguna en recibimiento de tan eminente persona; y siendo la suya tan soberana que sólo acostumbra salir a recibir un rey, salió a recibir al legado cardenal; y habiéndole dado el lado derecho picó el infante Carlos su caballo, y, puesto al lado izquierdo del Rey Católico, vino Su Majestad a caer enmedio, y el legado en lugar muy eminente, pues precedía   —349→   al serenísimo infante. Hízose un altar, y todo el clero y religiones le besaron la mano, reconociendo en él un retrato vivo de Su Santidad, y afectose más grande demostración por ver que en ella se complacía el rey. En orden a su regalo se abrió el real tesoro, y todo el tiempo que estuvo en la Corte se le sirvió con la misma grandeza que se sirviera al Papa. Echaron menos algunos criados del cardenal que, habiéndole honrado tanto el rey, le retirara la mesa, sin honrarle con ella un día. Los reyes de España a ninguno dan su mesa. Léanse las historias y verase si Francisco, rey de Francia, comió alguna vez en Madrid en la mesa del Emperador. Pues no dejó de hacerlo Carlos V porque le miraba como su prisionero, sino porque no quiso abrir puerta a prohibición tan antigua y no dejar grandeza tan señalada como que los reyes católicos no coman acompañados. No pudo el príncipe de Gales tener en Londres, el día que se coronó, la grandeza que en Madrid. No le trató el gran Felipe IV como a príncipe heredero, sino como a heredero, y como a quien, por ser hermano suyo, emprendió negocio que llamara temeridad a no ser del porte que es el corazón del rey; y sin embargo de todo, nunca comió en su mesa. Melancolizose el príncipe, sin pesar lo que es romper una inmemorial costumbre, y el rey, como discretísimo, dio medio para tener en pie la autoridad del príncipe y lo sagrado de aquella larga costumbre. Llevole a Aranjuez, y habiéndole magníficamente regalado, salieron sobre tarde en el coche, midiendo el tiempo de manera que el pedir de merendar no se juzgase por afectación. Pasó Su Majestad y preguntó si habían prevenido para dar al príncipe de beber: dijeron los camaristas que no se había hecho prevención, pero que no faltaría de comer; y como negocio no prevenido, mandó el rey arrojar los manteles en el prado y con llaneza de campo sentó consigo al príncipe y merendaron los dos con señales notables de amistad. Salió el príncipe de su sentimiento, y el rey del cuidado de no enviarlo sentido.

(C. IV, art., VI, pp. 438-439).



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ArribaAbajo Lo que los obispos deben estimar a los religiosos

Leí más ha de treinta años un sermón que predicó en su capítulo General el padre maestro San Pedro Dominico, a quien en Lima llamaron el Monstruo, porque era monstruosidad lo raro de su predicación; y vi dos cosas de harto prodigio en él. Noté que de treinta y tres santos que había canonizado la Iglesia con solemnidad hasta allí, los treinta de ellos eran religiosos. La segunda, que, consagrándose un obispo en Alemania, hizo un convite suntuosísimo al uso de aquella tierra; fueron los convidados muchos príncipes, muchos obispos, muchos prebendados y muchos caballeros; comía un obispo muy desganado a fuerza de melancólico; preguntole la causa otro prelado, y respondiole: porque en tan general convite echo menos religiosos, y estoyme atenaceado por sentir bien de este obispo, porque no le juzgo católico; y   —351→   como estoy bregando con el escrúpulo del juicio temerario (si es temerario con este fundamento), no me deja comer la guerra en el corazón. Lo más admirable aquí es que el recién consagrado, poco afecto a religiosos, estaba infecto con la herejía, y a corto plazo derramó su ponzoña.

Para la digna estimación que debemos los obispos hacer de los religiosos, pensó San Buenaventura una bien delgada alegoría. Acordose de la nao de Pedro y de aquella notable pesca que en el capítulo 54 de su Evangelio nos refirió San Lucas. Halláronse apretados para sacar la red y llamaron a los pescadores de otra nao. Tiraron todos de la red, y llena salió a la playa. ¿Qué dos naves son éstas, dice San Buenaventura, que concurren a una pesca? En la primera (dice el Santo) no se duda, porque iba San Pedro en ella. Son allí los pescadores los obispos y la clerecía. Los compañeros al pescar y al arrastrar la red ¿quiénes diremos que son? Son los religiosos, que en la pesca de las almas ayudan a los obispos.

Acuérdaseme ahora un caso bien gracioso que sucedió pescando a unos gallegos. Díjome el padre maestro Antonio de Cisneros, religioso de mi hábito, que vio con sus ojos lo que aquí estoy refiriendo. Llenose la red de los dos gallegos que pescaban, y juzgando imposible lograr su pesca, dieron voces a unos pasajeros diciéndoles con grande agonía: «Ayudaynos, ayudaynos y partiremos». Llegaron esotros, tiraron todos juntos, y con harta dificultad salió la red; en estando en el arena, trataron los pasajeros de la partija, y arrojándose los dos gallegos sobre ella repetían con muchas lágrimas: «Lasaynos, lasaynos con nuestra pobreza».

Llamamos los obispos a los religiosos a la pesca de almas. Vemos el buen logro en los púlpitos y en los confesonarios, ¿será bien que, después que han sudado mucho nos alcemos con la pesca y no partamos la honra?

(C. VI, art. II, pp. 460 -461).



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ArribaAbajo Indicción de fiestas

Bien sé que llamar tumultuariamente un pueblo entero no está en uso; pero no sé que no esté en uso dar parte al cabildo que representa el pueblo; pero donde ni aún el cabildo se llama, si de la costumbre consta, podrá sin el cabildo hacerse la fiesta. Yo no quise hacer de guarda a San Pedro Nolasco, sin que me lo pidiese el cabildo pleno; y cuando esto escribo estoy abrasado de escrúpulos, porque sin ninguno de estos requisitos que cabalmente precediesen, hice que por sólo este año, hasta mirarlo mejor, se guardase el día de mi padre y hermano San Nicolás; y dije cabalmente: porque no convoqué el clero, aunque por petición lo pidió la mayor parte del Cabildo secular: que en tierras pobres, y donde tantos viven de su trabajo, o han de padecer con muchas fiestas un infinito, o han de despreciar el precepto, por donde grandes doctores dicen que hemos de ser detenidísimos en multiplicar festividades y fáciles en abrogarlas.

(C. IV, art. IV, p. 475).



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ArribaAbajo Visitas a monasterios

Edificar monasterios de nuevo, no pueden los religiosos sin licencia de los obispos. (Tridentino, Sesión XXV, cap. 3). Pero no basta sola esa licencia en las Indias.

Los regulares que contra los edictos de los obispos van a los monasterios de monjas sujetas al ordinario, incurren en pena de excomunión, y él se la puede imponer; y refiere Barbosa una declaración de los cardenales. Pero ha de entenderse esto en los regulares que no tienen privilegio para que no puedan excomulgarlo; y de los que lo tienen, dice este doctor allí, que los debe castigar su superior. Lo que vi en Lima desde que nací, es que en todas las puertas de los locutorios de las mujeres están fijadas censuras, para que no entren en ellos los hombres y sin embargo entran los frailes; y aunque lo gruñen las escuchas, y lo celan las abadesas, los señores arzobispos pasan por ello; y ni los frailes se atrevieran a entrar si les ligara la excomunión, ni los obispos tuvieran tanta paciencia viéndola despreciada.

(C. VI, art. VII, pp. 482-483).



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ArribaAbajoExamen de confesores. Un obispo poco frailero

¿Si podrá el obispo reexaminar los religiosos, cuando, entra de nuevo en su obispado, y si, constando de su eficiencia, los podrá suspender del confesar? Esta materia, para sabida es necesaria, para practicada es odiosa. Y no se puede negar sino que es materia de grande escándalo suspender un obispo por su antojo los confesores todos regulares, envolviéndolos con la clerecía de decretos generales. Y en este caso no les apadrina decir que buscan la quietud de sus conciencias, porque no es creíble que tengan mala relación de tan gran cuerpo de comunidad. Si les hacen confusamente relaciones de que los frailes son insuficientes, pregunten cuáles; y si no se los nombran, persuádanse que les mienten los que se lo dicen. Y con esto ¿quién les quita que se quieten? Y si les nombraron algunos, (que es forzoso que sean pocos,   —355→   por el gran cuidado que ponen las religiones en el estudio), ¿por qué quieren, por media docena de insuficientes, infamar las religiones?

El señor don Gonzalo de Ocampo, arzobispo que fue de Lima, ni en Sevilla ni en ella, moría por frailes, porque, aunque sin pecado, les fue muy poco afecto. Testifícanlo los litigios, que aun sin sentarse en su silla, tuvo con ellos; halleme a todos que no lo afirmara no habiéndolos visto. Yo era Vicario Provincial de mi Religión; y porque en un sermón que anda impreso de mi padre San Agustín, pensó que hablaba con él, en una cláusula tan comedida que se le puede decir al Papa, me quitó el púlpito por un auto, aunque con brevedad le repuso. No es mala excepción en mi dicho, porque parece que depongo contra un señor obispo de quien aquí me confieso poco beneficiado; pero no tengo por culpa ésta de que le acuso, porque entre santos hay desaficiones, y su sucesor era más santo que él y no fue aficionado a frailes. Este, pues, señor obispo, sin embargo de ser poco frailero, fue siempre muy religioso. Estaba en el Callao visitando; dijéronle que un fraile agustino italiano que confesaba todo el pueblo sabía poco; hízole llamar sin decirle para qué. Examinolo, vio que era verdad lo que le habían dicho; mordiole el escrúpulo, y como era docto, supo lo que podía y suspendiolo. ¿Fuera razón que, porque de aquel le hablaron mal, me examinara a mí? Poco sabe de conciencia quien, pudiendo quitarla a poca costa, no se juzga quieto si no se escandaliza el mundo. Escogió el mejor camino el señor arzobispo don Gonzalo, y son los religiosos, cuando son letrados, tan fáciles de poner en razón y los escritores frailes tan convenibles, que en este punto casi todos convienen conmigo.

(C. VI, art. XII, pp. 494-495).



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ArribaAbajo Jurisdicción limitada para confesiones

Tengo por llano, por seguro y por santamente practicado, limitar el confesar mujeres hasta los cuarenta años, y que los confesores a quien se les limita o prohíbe tienen la jurisdicción ligada hasta que o llegue el tiempo, o dispense con ellos el obispo. De esta opinión son muchos religiosos doctísimos; y los que no lo son, casi todos.

El padre Villalobos hace contra esta doctrina un argumento flaco; que un cura de veinte y cinco años puede confesar mujeres, y que no es razón que en los frailes de esa edad se consienta menos bien de su virtud. Y estoy admirado que un doctor tan grave, tan docto y tan sesudo, forme un juicio tan avieso contra los obispos todos del mundo, persuadido que sentimos mal de los religiosos; sin advertir que esta tan general limitación no mira a la virtud, sino a los peligros todos de la edad; y que para oír materias poco limpias y sobradamente   —357→   obscenas, importa mucho una sangre fría. Referiré un caso con la verdad que debe profesar un obispo, y verán en él los padres los peligros que padecen los confesores.

En cierto convento de mi religión moraba un fraile de singular virtud y de sesenta años de edad; no tenía pelo negro en la cabeza ni diente blanco en la boca. No diré las listas todas que le afectan, porque, aunque esto ha más de veinte años, no le conozca alguno por ellas; y hablando por mayor, baste decir que verlo era ver un monstruo. Confesaba a una doncella hermosísima y mucho más santa que hermosa. Salió un día el confesor de casa, y acaso encontró el sacristán conmigo y rogome que confesara una señora, que estando muy desconsolada porque le faltaba su confesor, le había pedido que le llevase cualquiera otro. Salí a confesarla, y vi un serafín en ella; y más bien retratado después en el discurso de su confesión. Llegó al sexto mandamiento como por la posta, porque no tenía para qué detenerse en los demás, que era su vida inmaculada. En llegando a este mandamiento fueron sus ojos dos ríos, temblaba de pies y manos, y diéronle unos sudores mortales. Turbeme porque entendía que le ponía en aquel conflicto la vergüenza de algún grave pecado, y dejome en mi recelo ver los efectos con que encarecía la perdición de su alma, nombrándose torpe, lasciva y deshonesta. Gasté un gran rato en animarla, y díjome que había tres años que, llegando a los pies de su confesor, era tanta la batería del demonio a su honestidad, que perdida por él, apenas se sabía confesar. Escarmené su conciencia, examiné bien aquella tentación, y no hallé en los tres años una culpa venial, gran corona y méritos, sí. Aconsejela que por algún tiempo se confesase con otro; respondiome que así lo había hecho tal vez, y que también allí le había acometido la tentación; y que variando confesores tenía ya experiencia que, no habiendo tenido mal pensamiento en su vida con hombre alguno, en llegando a confesar, se perdía con el confesor; y cerró la plática con decirme que las tentaciones todas juntas la acometían en aquella hora y que cada palabra mía era para su corazón una jara. Veía el demonio la guerra que le hacía a esta santa doncella   —358→   cuando se confesaba, y pretendía ponerle horror porque así se dejase de confesar; y dijéramos con más razón lo que un poeta de esotro que, huyendo de su enemigo, se arrojó por un despeñadero: «Para no morir, morir (de una vez)». ¿Hemos de poner muchachos en estos conflictos? Júzguelo ahora el padre Villalobos, y díganos si es pasión de los prelados. ¿Todos los obispos habían de conspirar contra los religiosos? ¿Pudiérase decir más de unos hombres desalmados? Una pasión ¿cómo puede ser tan general? Dice el padre Villalobos que se podrá echar de ver ella, si los obispos no ponen esa limitación a los clérigos. Con su mismo ejemplo podrá deponer el juicio, porque no hay obispado donde no corran iguales en ese punto los clérigos y los religiosos; y si tal vez hay un cura mozo, como los curatos se proveen por concurso, no podremos excusar la nominación de la falta de edad, ni nos lo consintiera el patrón.

(C. VI, art. XII, pp. 496-498).



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ArribaAbajo Ornato para el pontifical. El ermitaño y San Basilio

De la grandeza con que se debe ejercer el Pontifical. ¿Si los ornamentos eclesiásticos preciosos desdicen algo de la santidad que profesan los obispos? La pregunta de este artículo es respuesta a otra que ingirió en las suyas el hereje Vigilancio (o Dormitancio, como, haciendo mofa de él, tomó el nombre San Jerónimo). La enemiga del hereje era en los altares, no sabiendo el desdichado que no está en su lugar el oro sino el culto divino. Vemos la Iglesia que entra en tanto cuidado del adorno de un obispo, que ha obligado a hacer disputa particular. En los zapatos le pone al obispo perlas; oro, perlas y piedras en la mitra; ya se la pone precioso, ya «de tisú de oro»; medias de seda, ligas, guantes, sortijas, cruz rica, pectoral, pendiente en oro. Y como quiera que este tan rico aparato es un adorno místico, que significa las prevenciones del alma con que debe llegar el obispo a   —360→   misterios tan altos, no han faltado en el mundo ánimos religiosos a quien esta grandeza haya movido a escrúpulos, y aun a no juzgar bien de las grandezas de este ministerio.

Hurtose del comercio del mundo para vivir solitario un varón religiosísimo, y asistido del favor del cielo, hizo, anacoreta, una prodigiosa vida. Trató su cuerpo como a enemigo, sin darle un día de treguas en cuarenta años. Y como se substrajo de los hombres, trasladose a la familiaridad con los ángeles. Era su trato sólo en el cielo, y él un admirable depósito de dones y gracias del Espíritu divino. Hablaba con Dios cual otro Moisés, y eran tantas las ilustraciones divinas, que ya no hablaba tanto con Dios como Dios con él. Y díjole un día a su Divina Majestad: Señor, en amaros yo no quisiera que nadie se me aventajara, no porque tengo ánimo de preceder a otros, pero suplícote me digáis cuál es el alma a cuyo lado tengo que estar en la gloria - (debíale haber revelado que había de llevarle a ella)- y permitidme que vaya luego a buscarle. Y respondió aquella bondad inmensa que se mide con nuestras niñerías: Basilio, obispo de Cesarea. Dejó el desierto el solitario y fue a buscar al obispo. Llegó a Cesarea con algún trabajo, entró en la iglesia un día festivo. Celebraba de pontifical el santo prelado; iba en la procesión revestido; púsose detrás de la puerta el ermitaño, y cuando pasaba el clero preguntaba ¿cuál de aquellos era el obispo? Dijéronle que le avisarían en llegando. Hiciéronlo así; y en habiéndolo visto, quedó con un grande asombro y entró en un notable desconsuelo. Vio un hombre con perlas en los zapatos, con diamantes en la mitra, con un vestido bordado, y cadena de oro al cuello; dos dignidades llevándole el gremial, un capellán la falda. Pasó con él arrastrado de admiración; viole en un rico sitial debajo del dosel. Notó que se le arrodillaban, advirtió los círculos que le hacían, y no queriendo ver más, retirose llorando a un rincón, donde, aunque de lejos, podía ver las ceremonias todas del pontifical. Comenzó a acusarse a sí mismo de flojo, de indevoto, de remiso; querellábase a Dios de lo poco que había aprovechado en la virtud, y   —361→   de la tibieza con que se había portado en la soledad, habiendo por culpas suyas malbaratado tan largo tiempo embebiendo en nada casi medio siglo. Señor, (decía con grande afán) ¿qué virtud puede haber en mí cuando la llega a igualar un hombre que está tan adornado de las grandezas del mundo? ¡Yo cuarenta años en una gruta; éste en tanta majestad y grandeza! ¡Yo desnudo entre la escarcha y el hielo; éste vestido de tela y brocados! ¡Yo tengo rajados los pies, derramando sangre por las grietas; y éste en los pies, perlas y piedras preciosas! ¡Yo por vos a todos me sujeto; y a éste se le arrodillan todos! Atajó Dios las quejas del solitario, porque, en poniéndose en el altar Basilio, bajó sobre su cabeza una columna de fuego. Y creció el espanto porque se llegó a él un capellán del obispo y le dijo: Padre, el obispo, mi señor dice que seáis bien venido, y que hoy habéis de ser su convidado. ¿Cómo puede ser eso, respondió él, si en mi vida no he entrado en Cesarea? A mí no me conoce Basilio, erraste el recado. También vengo, dijo él, para ese caso prevenido de mi dueño: os llamáis fulano, y venís de tal desierto. Echó de ver el ermitaño que había tenido revelación San Basilio; aceptó el favor, despidió el capellán, y entró en el debido crédito el santo prelado, porque dijo el solitario: Gran cosa debe ser este Basilio. Acabose la fiesta, fuese el santo obispo a su casa; entró el solitario, agasajolo mucho. Vino la vianda, sentole a la mesa, y el uno al otro no se entendieron palabra por ser de distintas lenguas. Era griego San Basilio y no sabía griego el solitario. Viole Basilio desconsolado por eso. Hizo oración de rodillas, y diole al huésped Dios, el don de lenguas. Con que se acabó de persuadir que San Basilio era varón de singular virtud. Y quedó desengañado de que los ornamentos preciosos no se oponen a la santidad que profesan los obispos.

(C. VII, art. I, pp. 510-511).



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ArribaAbajo Solórzano y Villarroel

Réstanos responder a algunas razones que a esta sentencia le opuso el señor Solórzano; pero antes que la satisfagamos quiero valerme de sus muchas letras contra su misma opinión. En el libro III «Del gobierno de las Indias», cap. 74, n.º 82, nos predica a los obispos que prediquemos todos los días. Y ahora le pregunto yo: Un obispo que se traslada de Código al Nuevo y Viejo Testamento ¿cómo predicará cada día? Dirame alguno que mal. Yo digo que no mal ni bien; y cuánto sea esto de dificultad, es forzoso decirlo, refiriendo un dicho del mismo señor Solórzano, aunque, me noten en vano, y es él el testigo.

Recién graduado de doctor prediqué en la capilla de la Universidad; celebraba la Universidad de Lima, con la solemnidad que acostumbraba, la fiesta del Evangelista San Marcos, que es patrón suyo. Durábame aún, entonces,   —363→   un supersticioso cuidado que tienen los predicadores mozos, traer en el pecho el papelillo, en que por puntos, aun desde mis principios, solía yo sumar lo substancial del sermón. Bajé aprisa del púlpito, y al bajar se me cayó el sermón. Estaba cerca del púlpito la silla del señor Solórzano, levantolo del suelo, y habiéndolo reconocido lo entró en la fratiquera; esperábale en su casa un caballero para un negocio, leyole algunos puntos del papelillo, y díjole habiéndosele leído: Más quisiera predicar como Villarroel que ser oidor.

Sobre estas palabras fabrico yo mi argumento. Si un varón tan docto y que en todas letras es un admirable prodigio, si es su elocuencia tanta que se despoblaba Lima y se tupían las escuelas por oírle hablar en romance y en latín, sin que el más presumido pudiera graduar los dos idiomas ni alcanzar en cuál lengua hablaba con su mayor elegancia; y sin embargo le pareció dificultad tan grande el predicar con aplauso, que lo compraba a tamaño precio, ¿cómo predicará con el lustre de obispo cada día quien sólo sabe que en la Biblia está la Escritura por de fe?

(C. VII, art. VII, pp. 536-537).



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ArribaAbajo Saber exigir las debidas cortesías y los propios derechos

En el Libro II del Ceremonial, cap. 8.º, se manda que cuando el obispo se viste de pontifical, el canónigo que ha de cantar la epístola, revestido con el hábito diaconal, lleve desde el aparador los zapatos pontificales que el obispo se ha de calzar, cubiertos con un velo de seda, y se los calce él de rodillas, ayudándole a ello algunos criados del obispo, habiéndose quitado el manípulo.

Y sin embargo de esta disposición tan importante a la dignidad episcopal, me calzan mis capellanes en la ocasión de decir misa pontifical, porque a los principios no lo advertí y después me acorté en mandarlo; porque aunque debo mucho a mi dignidad, debo mucho también a la modestia y a la moderación. Pero ningún obispo debiera entrar en un obispado sin haber leído y apuntado el ceremonial todo de los obispos, y en lo que a él le   —365→   toca todo el Concilio de Trento; y con mucho más cuidado los obispos religiosos, porque, detenidos en el encierro de nuestros claustros, contentándonos con saber las ceremonias de nuestros coros, no sabemos lo que en las catedrales se acostumbra con los obispos; que los que lo son, habiendo sido prebendados, están bien en esos fueros y no pueden trampearles derecho alguno. Y en vacantes, alargar y ensanchar conciencias, cabe cual coligación maliciosa; y juzgando el obispo nuevo, especialmente si no tiene ánimo litigioso, que se hace con él lo que aquella Iglesia acostumbra, cortarán los prebendados a su gusto de los derechos propios del obispo. Entré en éste mi obispado, como nuevo obispo y como religioso; y como en la catedral donde me crié no se trata de cuarta funeral, no sabía yo la que me tocaba a mí. Había habido algunos entierros de Cabildo en la Sede vacante, y mis prebendados, por ser poquedad, se habían olvidado del obispo en la partición. Y habiendo entregado a mi mayordomo lo que en la vacante me tocó de cuartas, no trataron de esas partidas. Y en cierta cortedad que usó conmigo el Cabildo sobre no pagar los portes de mi carruaje, enfadose el Chantre mucho, y en presencia de sus compañeros denunció de las cuartas que me debían; exhibiéndolas al punto y pagó el Chantre con ellas a los carreteros. Tenía esta catedral dos curas muy ancianos; parecioles que a río turbio se aseguraría la pesca, y estando yo consagrado ya en Lima, pusieron pleitos a mis cuartas; alegaron que las obvencionales no se habían practicado, y que no estando en este obispado en uso, no las debían. Y aunque esta prevención anticipada antes de saber si el obispo traía codicia, mostró listas de maliciosa, sin embargo que el Deán salió a la causa por mí, mi Provisor, que gobernaba por nombramiento mío, (ya había en nombre mío tomado posesión de mi obispado), dándole por no parte, sentenció contra su obispo. Llegué yo, y echa relación del caso y de algunas nulidades del proceso, se pusieron los curas en mis manos, y en presencia de toda mi clerecía les devolví el negocio y les tomé juramento si habían pagado aquellas cuartas obvencionales a todos los señores obispos mis antecesores;   —366→   y declararon debajo de juramento que sin contradicción alguna les habían pagado cincuenta años enteros. Perdoneles tres partes de las corridas, y en presencia suya di la cuarta parte de limosna, para enseñarles a pagar la cuarta. Esto he referido porque sirva de argumento para que estén los obispos avisados de averiguar en llegando a sus iglesias en qué se les falta de las acostumbradas cortesías. Y claro está, que aun para preguntar, han menester saber en qué desdice lo que ven en ellos practicado de lo que tiene el Ceremonial dispuesto, y para eso es el remedio único saberlo de coro.

(C. VII, art. IX, pp. 553-554).



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ArribaAbajo Los adjuntos

En virtud de oficios que tuve en mi religión, vi casi todas las iglesias del Perú, y en todas ellas hallé muchos prebendados que pudieron serlo en Toledo. Pero como no me valgo para mi sentencia de argüirlos de ignorantes (porque eso fuera injusticia), concederé el antecedente y negaré la consecuencia. Que son muy doctos y muy cristianos, yo también lo digo; pero no está el punto en eso, sino en saber qué capítulo tiene exención, y en probar que sólo los capítulos exentos tienen adjuntos, según la disposición del Concilio.

Antes de decir mi sentimiento, he menester lavar mi intención y lavarse ha con asegurar que no pleiteo por mí: en esta iglesia que vivo, no hay adjuntos.

Si la Iglesia Colegial (que, siéndolo, no tenía exención), si la erigen en Catedral, después que goza del privilegio de adjunto, ¿por qué quiere el señor doctor   —368→   Solórzano que le gocen muchas iglesias del Perú que se erigieron ayer?

Yo no soy viejo, y vi hacer catedrales a La Paz, Misque, Arequipa, Guamanga y Trujillo.

(C. VIII, art. IV, pp. 572-574).



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ArribaAbajoRaptos

Si el matrimonio «Entre el raptor y la mujer raptada...» es «por el mismo Derecho» nulo o anulado, es disputa que tuviera lugar en el Derecho antiguo; pero estando en el nuevo Derecho del Santo Concilio Tridentino, es cosa indispensable que este matrimonio es por su naturaleza írrito.

Este rapto para ser verdadero e incurrir en el impedimento dirimente, ha de ser «Sacando de un lugar a otro».

Lo segundo, ha menester para ser verdadero rapto, que la saque para casarse y no para sólo gozar de ella. Lo tercero, ha menester que ella haya salido compelida contra su voluntad, «De lo contrario» no será rapto verdadero ni el matrimonio nulo. Y si salió con su gusto, aunque después mude voluntad, no es propiamente rapto; de suerte que, aunque haya salido importunada   —370→   de ruegos o con dádivas, no por eso será ése verdadero rapto.

¿Dúdase si, habiendo salido ella con su gusto, no sabiéndolo sus padres o los que la tienen a su cargo, o sabiéndolo ellos repugnándolo, será rapto verdadero o el raptor incurrirá en las penas del Concilio? Estas son dos dificultades, la primera es más fácil de decir. Son muchos los doctores que dicen que en el caso primero no hay rapto.

La segunda dificultad tiene alguna, por lo que tienen que, sabiéndolo los padres o los tutores, y siendo el caso a su despecho, es verdadero rapto, y el rapto incurre en las penas todas del Derecho. «Así» Navarro, Salcedo, Bernardo Díaz, Ovando, Saa, Emmanuel, Vela, Toledo (aunque no tan claro como esotros). Tomás Sánchez es autor de gran juicio y lleva lo contrario aunque no cita autores por su opinión; alégalos Barbosa por él. Como en las remisiones no dice su sentimiento habiendo alegado por la sentencia contraria sobre los que he citado a Cerola, Revelo y a Pedro de Ledesma, trae por estotra con el padre Sánchez a Lesio, a Valerio Reginaldo y a Egidio.

A mí, para seguir en éste al padre Sánchez, demás de su autoridad, aficióname lo piadoso y arrástrame su razón. Dice que el Santo Concilio pretendió ahí con su derecho: favorecer la libertad del matrimonio; y que gustando ella, no se puede ésa violar, porque sus padres o sus tutores juzguen violencia suya el sacarla de su poder la hija o la pupila, y colígelo de que después, puesta ella en libertad, sólo se pide su consentimiento para que sea rapto el matrimonio; y añade que, si se casara ella contra su gusto, aunque hubiesen gustado sus padres fuera rapto verdadero; donde se ve que poco hacen los padres, consintiendo o repugnando, para que sea o no sea rapto verdadero. Bien confiesa que hace ese consentimiento mucho para la decencia y honestidad, pero no para el valor.

Dúdase lo segundo, si este rapto, para serlo en propiedad, e incurrir en las penas del Concilio el raptor, es   —371→   necesario que la raptada sea doncella. La resolución más cierta es, que aunque sea ramera. Porque el Santo Concilio no distingue la virtud ni la calidad, sólo pretende que la libertad del matrimonio tenga su indemnidad.

Dúdase lo tercero si este rapto fuese de mujer con quien, o por estar casada o por parentesco, no se pudiera casar el raptor; parece que no incurrían en las penas, pues sólo se encaminan contra los que extraen la mujer para casarse. Respóndese que, aunque no se puedan casar de hecho, si él de hecho se intentó casar incurre en las penas.

Dúdase lo cuarto si es verdadero raptor e incluso en esas penas del Concilio el que saca, mediante los desposorios de futuro, a su esposa de casa de sus padres con gusto de ella, aunque contra la voluntad de ellos. Ni es raptor «propiamente» ni incurre en las penas.

Dúdase lo quinto si incurrirá en estas penas una mujer que roba a un hombre para casarse con él. Grandes letrados dicen que sí, en especial si ella es tan robusta que sea creíble la fuerza.

(C. IX, art. IV, pp. 588-591).



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ArribaAbajo Ilegítimos y mestizos

La raíz de esta irregularidad para órdenes, prebendas y curatos, es temerse en los hijos la incontinencia heredada, y un infame desdoro, en el que fue engendrado fuera del matrimonio, que llaman «Infamia de hecho», y si para el manejo de unos sacramentos vacíos, que así llamó San Pablo los de los hebreos, «elementos vacíos y desmedrados», no quería Dios ministro con nacimiento manchado, aunque sin propio delito; ¡con cuánta más razón se apartan éstos hoy de su altar! De estos motivos de derecho y esa raíz de la irregularidad, habló con su ordinaria erudición el señor Solórzano, lib. III «De Indiarum Gubernatione», cap. 20, pág. 853, núm. 10. No es lo mismo ilegítimo y mestizo, si bien pocos mestizos son legítimos; el señor Solórzano en el título o sumario del capítulo los llamó híbridos, y es una palabra ésa para ahí muy propia. Pero a no haberle arrimado, como por adjuntos, otros dos términos más claros, lo entendieran   —373→   pocos: llamolos varios, y añadió mestizos. Es controversia harto reñida entre los que se precian de estas letras que llamábamos antiguamente humanas y hoy se llaman buenas: ¿en qué sentido usó Marcial de esta palabra? «Me convidas a comer jabalí, oh Gálico, y me sirves puerco. Gálico, soy un híbrido si logras meterme una cosa por otra». (VIII, 22).

Y ha más de veinte años que, fabricando el señor don Juan de Solórzano ése su libro, me examinó en ese punto, e hicimos juez en nuestros sentimientos al señor don Lorenzo Ramírez de Prado; vimos lo que en sus comentarios decía y no tuvo el negocio otra instancia: «Trátase de un animal procreado de jabalí y de puerca». Volvamos a nuestros ilegítimos, que de los mestizos hay muchas cédulas; una tengo en mi poder para un señor obispo de la Imperial, y por ser de grave repensión y ser difunto él, no la pongo aquí. Son los mestizos, o mixtos hijos de india y de español o de española y de indio, y tienen contra sí, como tengo dicho, demás de la referida, otras cédulas y apretadas órdenes del Consejo, que trae el señor Solórzano en el lugar citado; pero ahora no hemos de mirarlos por el lado de mestizos ni pensar que esa su mezcla es de alguna importancia a la disputa. Pueden los señores obispos de las Indias dispensar con cualquier ilegítimos para todos los órdenes sagrados, entrando el sacerdocio en ellos, porque para esto tienen indulto apostólico de Gregorio XIII, su data el año de 1576, que hablando con todos los arzobispos y obispos de las Indias, les da facultad para esta dispensación con los ilegítimos y espurios así españoles como mestizos. Trae la Bula el señor Solórzano.

Dudé mucho antes de haber visto esta Bula, si podría ordenar a estos que dispensaba el título que acá llaman de lengua, que es pericia en el idioma de los indios y tener seguro por este camino bastante estipendio, aunque no se les confiera luego el beneficio; porque siendo los curatos tantos, es forzoso acomodarlos luego. Juzgué que no siendo el privilegio para habilitar a obtener beneficios, era el de la lengua un título vano, y de aquí dudaba yo si el privilegio se extendía hasta allá. Pero visto el   —374→   indulto, quedé desengañado; porque de ninguna manera abre camino a dispensación para curatos; y en esa conformidad nunca usé de él sin que el dispensado tuviese capellanía o patrimonio; porque ¿cómo le había de ordenar a título de un beneficio que no podía obtener?

Hacíame dificultad ver que manda el Papa que sepan éstos la lengua, porque, no habiendo de ser curas, la juzgaba ociosa. Pero halleme respondido con las mismas palabras de la Bula; porque la causa motivo de ella, fue dar ministros al Evangelio, maestro de la doctrina cristiana y quien confesase los indios en su propia lengua; que siendo tantos los indios y tan pocos los curas, necesitaban los obispos en tan crecida mies de más obreros.

Conferidos los órdenes del Supremo Consejo de Indias, con esta Bula del Papa, vuelvo de nuevo a mirar con reverencia el grande seso con que allí se gobierna todo; porque tratando de excluir los mestizos de las órdenes, hace las prohibiciones temporales. Reconócese esto en una Cédula al obispo de Cuzco, mandada despachar en Madrid a 13 de diciembre de 1577, y hállase en el primer tomo, pág. 172. Mándale «que mire mucho que las personas que ordenase tengan las partes, virtud, calidad y suficiencia que para el estado del sacerdocio se requieren, excluyendo a los que carecieren de ellas, y principalmente a mestizos hasta que otra cosa se provea». Y en otras dos Cédulas del año siguiente de 78 a los arzobispos de Lima y del Nuevo Reino que están en la página 173 del mismo tomo, les dice: «Y por ahora no daréis órdenes a los mestizos de ninguna manera, hasta que habiéndose mirado en ello se os avise de lo que se ha de hacer». Y el no cerrar la puerta para en lo de adelante, para ordenar mestizos fue esperar lo que el Papa disponía en eso; y échase de ver en una Cédula despachada en Madrid a 4 de marzo de 1621, en que se manda a los obispos que observen otra en 1592 en que se ordena: «Que por ninguna vía los obispos de las Indias ordenasen ningún ilegítimo ni defectuoso de alguno de los requisitos, conforme lo dispuesto por Derecho y Sacro Concilio Tridentino; y que tampoco dispensasen con ellos, aunque fuesen para   —375→   beneficios curados de indios; pues la dispensación de uno y otro, sólo la podía dar el Sumo Pontífice».

Yo nunca dispensé con alguno, porque siempre tuve por evidente estas palabras de la Bula que no concede a los obispos el Papa la dispensación en las irregularidades que provienen «no de delito».

Pero por la gran necesidad que padece de curas este mi obispado, he puesto en ínterin algunos ilegítimos, valiéndome de una doctrina del señor Solórzano que sobre la autoridad que le da saber que es suya, la apoya con bastante número de personas doctas; y porque la materia es grave y nada puede acusar al que se dilata en su propia defensa, quiero en disculpa de lo que hago, aunque parezca que me detengo mucho, poner sus palabras...

(C. IX, art. VI, pp. 598-601).



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ArribaAbajoSansón

Dejar crecer prolijamente el cabello de la cabeza pudo ser o acto ceremonial de religión, o costumbre nacional. Especie de religión fue entre los judíos dejar crecer el cabello, sin que llegase a él la navaja ni la tijera. Esta observaban los nazarenos, título que dieron al Redentor, no sólo por haber nacido en Nazaret, sino porque tenía prolongada la melena. A Sansón, antes de ser concebido, le hizo Dios nazareno. Vinculó Dios en los cabellos de Sansón aquella su prodigiosa valentía, porque no traía crecido el cabello por gala ni por aliño y porque libraba en lo crespo de las guedejas su hermosura. Allí obró un divino secreto, de que dijéramos mucho a no temer el parecer prolijos, mayormente cuando eso es de poca utilidad a nuestro caso; pero no puede excusarse el explicar el secreto de haber quedado Sansón sin fuerza alguna en habiéndole raído la melena. En el capítulo 16 del Libro de los Jueces se refiere la fatiga con que Dalila,   —377→   sobornada de los sátrapas de los filisteos, descubrió donde residían aquellas milagrosas fuerzas; supo que en los cabellos. Díjole la verdad, incauto, Sansón; y refiérelo en el número 17 el santo escrito así: «Si fuere rapada mi cabeza, mi fortaleza se alejará de mí». En el número 19 se da a entender que sucedió la desdicha quitándole siete pelos de la cabeza: «Y le cortó siete pelos». Y a la verdad, la sagrada historia no se ha de entender como suena. Rayole sin duda la cabeza toda, y de aquí se originan gravísimas dificultades. ¿Cómo, si le rayó el cabello todo, dice que le quitó siete pelos? Y si quedó todo raído, ¿cómo pudo sufrirlo un sueño? Y últimamente ¿cuál es la simpatía entre el valor y las guedejas?

Satisfago a las dificultades en mi citado libro de los Jueces; y quiero que con las mismas palabras con que dejé allí bien llenos estos puntos, queden acá los lectores satisfechos: «Muchas dificultades hay que solventar en este versículo: y la primera, ¿cómo pudo estar Sansón tan dormido, que nada sintiera cuando le pelaban...?»

(C. X, art. VI, pp. 632-633).



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ArribaAbajoLas guedejas entre los chinos

Basta aquí en orden a las guedejas por virtud, que en un ermitaño aún hoy me parece bien. Veamos ahora qué debiéramos decir de las que se conservan por costumbre nacional. Prodigioso es en los chinos el efecto de sus guedejas. He leído en estos días un libro, en el volumen pequeño, grande en el instituto, y en el aliño de las palabras grandiosísimo, autor el padre Álvaro Senmedo de la Compañía de Jesús, la materia de la obra una hermosa descripción de la China, y lo que en su cristiandad ha obrado esta provechosa y santa Religión. Dice que no son tan amarteladas de sus cabellos las mujeres como estos hombres. Y porque no sé que pueda el encarecimiento andar más un paso, para probar lo que aman su cabello, quiero traer las palabras de este autor, refiriendo la demostración que hizo un infante del gran dolor con la muerte de su padre y de su rey. Dícenoslo el autor así: «Llegó la nueva a la ciudad de Cachara, porque   —379→   el nuevo rey avisó a su medio hermano, llamándole para las mayores exequias. Pero él, como disgustado de habérsele huido el lance que maquinaba, contentose con publicar luto, y fue el mayor estilo de aquella tierra; esto viene a ser cortar la punta del cabello, que es cortarse el alma; porque los hombres, como las mujeres, le cultivan, (infamemente dijéramoslo, si no fuera uso de esta nación) y traen suelto sobre los hombros. Si alguno, al modo chino, le anuda sobre la cabeza, es impolítica; y si teniéndole anudado pasa persona de respeto, le desanuda y baja, correspondiendo esto al quitar entre nosotros el sombrero. Cuanto más copioso y largo, más galantería. Esto piensan los hace hermosos, oponiéndose a la naturaleza que desde los veinte años adelante los hace feísimos. Allá entre sí, en medio de esta fealdad, se hallan un no sé qué de buen aire jamás hallado de nuestros ojos con toda la costumbre de mirarlos, siendo la costumbre gran conciliadora de extrañezas. Si no fuese la diferencia del hábito entre mujeres y hombres, mal distinguiéramos aquí por las cabezas los hombres de las mujeres. Es verdad que ellos traen en la mollera abierta una media corona. Finalmente, un cochinchina verá con ojos enjutos hacer cuartos a mil hombres, mas no sin lágrimas verá cortar a alguno la punta del cabello. Según esta información, pesadísimo fue el luto que se puso por el rey. Adonde esta gala, por ajena, fuere infame, hagan los príncipes usar el luto cochinchino para que se extingan cochinchinas en sus reinos. El príncipe Gobernador, mientras los bárbaros de su orden despuntaban cabelleras haciendo llorar más lágrimas por el las que por el difunto, juntó armas y fortificose en Turán».

Job, muertos sus hijos, como por luto, se quitó el cabello: hállase en el número 20 del capítulo 14 de su libro: «Entonces se levantó Job, rasgó sus vestidos, y raída su cabeza, postrándose en tierra, adoró». Aquí quitó la melena toda; acá nos dice el padre Senmedo que sólo la despuntó el Infante en demostración de luto por su padre muerto.

(C. X, art. VI, p. 635).



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ArribaAbajoGuedejas por vanidad

Parece que nos hemos ido entrando en la tercera clase de guedejas, que son las que usan la gente liviana y moza, que ni son chinos; ermitaños ni nazarenos. Estos no están tan destituidos del favor de doctos que no puedan alegar por sí sus textos. Dión, locamente aficionado de la cultura y aliño en el cabello, dijo tanto en abono suyo, que pudiéramos llenar de solos sus elogios estos libros. Trae sus palabras Sinesio en el encomio referido de los calvos. Este autor quiso hacer una demostración de su agudeza y de su facundia en una materia muy desamparada.

No se hallará doctor católico que se haya atrevido a mover la pluma en favor de las guedejas; y son tantos los que han tomado las armas contra ese aliño y cultura en las cabezas, que a haber de compilar lo que dijeron, no fuera tejer disputa, sino fabricar una librería. Pero sin embargo, quiero (en detestación de este abuso y en   —381→   subsidio de los curiosos) darles más armas contra las guedejas.

Habló gravemente contra ellas el señor Solórzano. Trae doctores y autoridades, y en pocas palabras mucho de cristianas y profanas letras. Referirelas todas, aunque me cita a mí y parezca vanidad hacer de ello ostentación; pasaré por esta nota sólo porque los doctores vean los lugares en que me cita, que acreditados por una persona tan grande los puntos que allí trato, hallarán materiales para este edificio. En el tomo II «De Indiarum Gubernatione», capítulo 24, tratando de las cosas que deben permitirse a los indios y de las que se les han de prohibir, sin embargo de su antigüedad, resuelve gravemente en consecuencia de lo que tiene prohibido el Supremo Consejo de Indias, que se debe dejar correr la costumbre de traer crecido el cabello los varones; donde contesta con lo que dejamos resuelto, que no debe esa forma de cabello parecernos mal cuando es uso de una nación.

En el tomo primero de mis Comentarios a los Evangelios, (Comentario 1.º del que se canta el Miércoles de Ceniza sobre aquellas palabras: «Desfiguran sus rostros»), di mis ciertas dentelladas a este infernal abuso de guedejas. Dije yo allí más suscinto de lo que era justo, un texto raro del gran doctor de la Iglesia San Ambrosio en una carta a Ireneo, y es la 15.ª entre las de este Santo. Abomina en los varones tanto aseo en la cabeza, un tan insufrible cuidado en el cabello, y díceles con grande energía: Paran como las mujeres, pues mueren por no parecer hombres: «pónganse de parto y den a luz los que ensortijan el cabello». No sé cómo pudiera el Santo afrentarlo más, que sólo el no parir tiene el que se enguedeja de no ser mujer. Del gran Pompeyo dijo Plutarco en su vida, que en sus primeros años dio muestras de un ánimo modesto y de un corazón real; pero que obstó al colmo de su opinión criar unas moderadas guedejas.

Con tantos Doctores que abominan las guedejas y las que llaman crespos el vulgo (que explicaremos después),   —382→   bien ceñidos quedan los clérigos, y hallaranse muy lejos de juzgar en sus personas lícito lo que se tiene por abominable en los legos.

(C. X, art. VI, pp. 637-641).



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ArribaAbajoHábito de San Agustín y San Francisco

Tuvieron un grande pleito en los siglos pasados la orden de mi padre San Agustín y la del seráfico padre San Francisco. Tuvo su fundamento en la grande simpatía entre los hábitos porque los de los agustinos no eran negros, sino como se los ofrecía la lana y ésta hacía la tela varia, con que quedaba del todo ciniciento. No tenían las mangas esta forma en que hoy las usan; con que de los padres de San Francisco sólo se distinguían en la correa. Son los franciscanos bien vistos en todo el mundo. Los labradores son, como todas las gentes, devotísimos de estos padres. Llegaba el agustino a la era; no advertía el labrador en la cinta, y dábale una gruesa limosna. Llegaba después el limosnero franciscano, decía el otro que ya había dado y era menester una información de que el limosnero no había llegado allí, con que en realidad de verdad, para los de San Agustín era granjería la similitud. Recurrieron los padres de San Francisco   —384→   al Papa con esta gran justa querella, y mandó que los agustinos tiñesen la lana y los franciscanos la dejasen como salía de las ovejas; y con esta justa resolución quedaron las dos santas religiones en buena paz. De esta historia colijo la infelicidad del hábito de San Pedro, porque veo ocupado al Vicario de Cristo Señor Nuestro en que no se confunden los hábitos, por dos fanegas más o menos de trigo, y pasa tantas injurias el hábito de San Pedro, porque pasen con comodidad un gran número de mancebos distraídos.

(C. X, art. VI, p. 647).





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ArribaAbajoSelecciones del tomo segundo

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ArribaAbajo Las Reales Audiencias

De las Reales Audiencias, de la necesidad de su erección, de su jurisdicción y autoridad, de sus prerrogativas y privilegios, están llenos los libros.

Las Audiencias de las Indias se fundaron tarde por muchas congruencias. La que ponderan hombres sesudos fue atajar los pleitos; y en esa conformidad hubo especiales órdenes del Consejo, para que no pasasen a ellas abogados. El gran cronista Antonio de Herrera, refiere ese santo decreto de los Reyes Católicos, Isabel y don Fernando. No se temieron en las Indias los oidores sino los abogados. Hay tierras donde sobra la salud en faltando los médicos y las medicinas. Las fundaciones de las Audiencias Reales se encaminaron por la piedad de los reyes al bien común, a conservar los hombres en paz, a defender los pequeños de los poderosos, a que en la tierra no falte justicia y a otros millares de útiles que iremos descubriendo en los artículos, en especial en el segundo   —388→   de esta cuestión. Oigámoslo todo en un admirable compendio de boca del mismo rey. En el tomo segundo de las Provisiones, Cédulas, Capítulos de cartas, de ordenanzas e instrucciones, en la hoja primera se hallan estas palabras: «Nos, deseando el bien y pro común de las nuestras Indias, porque nuestros súbditos y naturales que pidieren justicia la alcancen; y celando el servicio de Dios Nuestro Señor, bien, provecho y alivio de nuestros súbditos y naturales y a la paz y sosiego de los pueblos de la Nueva España y provincias de yuso declaradas, según somos obligados a Dios y a ellos para cumplir con el oficio que de Dios tenemos en la tierra y a la gran ciudad de Tenutitán, México, y los demás otros pueblos que están poblados en la dicha Nueva España; habemos acordado de mandar poner una nuestra Audiencia y Cancillería Real en que haya cuatro oidores y un nuestro presidente, los cuales en la expedición y despacho de los negocios y pleitos que a la dicha Audiencia vinieren y en ella se trataren, mandamos que guarden las ordenanzas para ello echas».

Es notoria la estimación que se le debe a toda Audiencia Real. Están llenos los Derechos de prerrogativas de Magistrados. El rey, ante todas cosas, trata de vestirlos. Hay Cédula real para las Indias, fecha en Thomar, a 22 de mayo de 1581.

Esta toga o vestidura talar es conocida señal de honor, y sustituye por las que traían los antiguos senadores para distinguirse de todos los demás, y para que tan venerable forma de vestido hiciese crecer el respeto.

Es muy justo diferenciar en el hábito a los que exceden a todos, y que los que representan los príncipes se diferencien de los particulares.

(C. XI, art. I, pp. 3-4).



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ArribaAbajo Drake y el culto de las imágenes

Aun los herejes que desprecian las de Dios y las de los santos, saben reverenciar las imágenes de sus príncipes. Tomó Francisco Drake, uno de los más célebres piratas de nuestro siglo, el más importante puerto de las Indias un escalón más acá de Cartagena. Trató el hereje con cortesía los habitadores todos de la tierra, que a fuerza de dinero habían redimido sus casas y sus personas. Estaba placentero en la plaza con el buen suceso de su empresa; trabose una conversación muy larga, injurió el hereje en ella el uso de las imágenes, llamolo idólatra, diole título de ceremonia vana, añadiendo a estas otras blasfemias. Advirtió el religioso que asistía, que traía Drake en el sombrero una medalla con una efigie o retrato de la maldita Isabela, y preguntole: ¿Qué medalla es esa que trae Vuestra Señoría en la gorra? Destocose él, y besándola, respondió: Es una imagen de mi señora la reina. Y replicole el fraile: Luego no es ceremonia   —390→   vana cuando reverencia a los santos en sus retratos la Iglesia. Quedó afrentado el pirata, y fue necesario que se interpusiesen la gente toda, para que aquel tan eficaz argumento no le costase al religioso la vida. Infiero de este caso que si se debe tanta veneración a un rey que se adora grabado en un metal, se le debe mayor respeto en sus Audiencias, donde se retrata con más nobles líneas.

(C. XI, art. I, pp. 7-8).



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ArribaAbajo Un obispo enemigo de la audiencia

La experiencia de muchos nos ha enseñado en España las grandes medras que se aseguran con las Chancillerías. Y aunque en las Indias no han sido menores los útiles, porque he visto en este reino de Chile suplicar al Supremo Consejo de las Indias remueva de él la Audiencia Real, habiendo en ocho años que ha que sirvo esta Iglesia de la ciudad de Santiago, cabeza del reino, advertido con grande atención los procedimientos de la Audiencia Real y pesado los inconvenientes que le oponen y los provechos que con ella tienen, he hallado que este reino asegura su conservación con el amparo de esta Audiencia Real. Y como por la general antipatía entre los obispos y las Audiencias, y porque especialmente este suelo ha siempre producido graves encuentros entre la Audiencia y los prelados, siendo yo obispo, podré testificar sin recelo de excepción en los artículos que a la Real Audiencia le estuvieren bien, mayormente cuando   —392→   ocupo una silla, casi caliente de un antecesor mío (entre él y entre mí ha habido un obispo solo) tan poco aficionado a la Audiencia de este reino y por ella tan mal afecto a todos los oidores del mundo, que examinando para órdenes un religioso y hallándole poco aprovechado le preguntó ¿cómo siendo ya de edad había estudiado tan poco? Respondiole que había tomado la frailía con barbas, y que en el siglo no se había ocupado en el latín sino en el arte de marear; pidió el obispo un mapa que tenía de ordinario en su estudio, y díjole al religioso: Yo trato de irme a España y no quisiera ver oidores en mi vida; hágame aquí un derrotero por donde pueda ir sin ver un oidor, que no es poca gramática saber andar tres mil leguas sin que en tanta distancia se vea una Audiencia; señalole el puerto de Buenos Aires y el Brasil, escala de Portugal, con que quedó el obispo contento y el ordenante aprobado; hizo su viaje el obispo, y sin licencia de Su Santidad y sin consentimiento del rey, dio consigo en España, abominando la Audiencia.

(C. XI, art. II, p. 12).



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ArribaAbajoObispos y oidores

Para la diversión y honestos entretenimientos de los obispos, son los oidores muy a propósito; porque los prelados ¿con qué otras personas de la república podrán familiarizarse sin nota? Un obispo de casa en casa es indecencia, y en la de un oidor a nadie puede parecer mal. Los hombres que se criaron en escuelas ¿cómo podrán vivir sin comunicar letrados? Y estas Audiencias siempre se pueblan con excelentes sujetos de Salamanca. En casos arduos, ¿es malo tener a mano un buen consejo? ¿Cómo puede pasar un hombre sin amigos? Y no pudiendo haber amistad sino entre iguales, ¿con quién las tendrá el obispo sin oidores? Y para el morir, que es lo principal, ¿es de poca importancia su protección? ¿De quién puede el obispo fiar con gusto las cosas de su alma sino de la virtud, piedad y letras de la Audiencia? Pues si el gusto, la honra, los aciertos y la conciencia con las Audiencias Reales se aseguran, ¿por qué los obispos no las desean?

(C. XI, art. II, p. 15).



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ArribaAbajoLas audiencias y la nobleza

Importan las Audiencias para la tranquilidad y quietud de las repúblicas y para enfrentar el orgullo de la nobleza; sin Audiencias todo fuera behetría.

La nobleza es por la mayor parte arrojada y engreída, y es menester enfrentarla; esta sólo lo hacen con vigor las Audiencias; y es negocio llano que deben los reyes a los oidores la estabilidad de sus reinos y la duración de sus señoríos; porque humillar engreídos y refrenar poderosos es poner de nuevo fiador al crédito y a la majestad.

Para que se animen las Audiencias a hacer justicia, para que no teman que le turbarán al rey sus señoríos porque severamente castigan a los poderosos, quiero hacerles argumento de lo que en esta tierra diviso. Es Chile, por naturaleza un suelo que produce orgullo; por influjo del cielo y por especial constelación son valientes   —395→   sus naturales. Cien mil indios ahuyentó en el Cuzco el capitán Mancio Sierra con el ruido de unos cascabeles; y cuatro indios chilenos han despoblado al Perú de Hombres. Poblose esta tierra de caballeros ilustres y tienen de indios chilenos sólo los corazones. Hay mozos sin barbas aquí que asombrarán a Flandes; y sin embargo de tanta valentía en un año entero no se desnuda una espada; y débese este freno sólo a la Real Audiencia. Hay en esta ciudad de Santiago un caballero valientísimo, tiene su valor la raíz en su calidad; en la guerra pudiera oscurecer al Cid, si hubiera militado donde él. Es rico, y emparentado, su nombre, don Lorenzo de Moraga; azotó un mulato porque tuvo con él un grande atrevimiento. Atendió la Real Audiencia lo desvalido del azotado y castigó con severidad al caballero, prendiéndolo y multándolo. Ha pocos días que en la plaza pública se le atrevió un hombrecillo, y quien sacara la espada con un escuadrón entero y acometiera impávido a un ejército de enemigos, estuvo tan en sí respetando la Audiencia Real, que volviendo los ojos a la sala y a los estrados, le dijo: Tenéis aquí una grande inmunidad porque está allí el rey. Está hoy castigando la Real Audiencia el desacato, así por hacer justicia, como por aquel buen respeto. Donde se colige que la nobleza no se deteriora con la justicia sino se enfrena.

(C. XI, art. II, pp. 15-16).



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ArribaAbajo Villarroel juzgado por sí mismo

No es tan bueno para obispo, especialmente en las Indias, un anacoreta, grande ayunador, muy dado a la oración mental, con más celo que libros, con más disciplina que letras, a títulos de reformador opuesto al patronazgo real, que sin saber los límites de la jurisdicción eclesiástica quiere ser mártir por la libertad e inmunidad de la Iglesia, pareciéndole que es un sagrado pundonor oponerse a los ministros del rey; como un hombre docto, versado en los dos Derechos, pacífico, que pone el honor en ser buen vasallo del rey, que tiene bastante prudencia para convenir los sacros cánones con las órdenes de su príncipe, que se arrastra las cortesías con las Reales Audiencias, y que al Consejo no envíen los tribunales quejas sino alabanzas. La modestia me va embargando la pluma. Han bregueado mi salud y mi necesidad con ella, y no hay Hércules contra dos. Deseaba no declararme en este punto, pero vi en lo dicho tan vivo   —397→   mi retrato, que valiéndome del Apóstol, que quiso pasar tal vez por la nota que da un hombre cuerdo diciendo sus alabanzas con evidente peligro de no parecer sesudo, dando por descargo el desprecio que de él hacían algunos, se alabó a sí mismo rompiendo por todo: «Necio me he hecho entre nosotros; vosotros mismos me forzasteis a ello». Cuando me eligieron en este obispado había impreso cuatro tomos, y son con éste otros seis los que he sacado a luz después que me consagré. Cuando pudiera descansar de la mucha teología que leí en mi religión, comencé obispo a leer la moral a mis clérigos, sin perdonar visitas ni caminos. En ocho años no he excomulgado un oidor, ni en todos ellos ha habido golpe de campana para entredicho. La Audiencia Real ha conspirado toda en mi favor. Mis libros los han llenado de elogios y alabanzas mías al Consejo; los fiscales se han hecho mis procuradores. Pongo en este libro que saco la teórica del pacífico, en que ya soy profeso. Nadie puede mucho tiempo disimular su inclinación: «Nadie puede (dijo Séneca) mucho tiempo representar un papel fingido». Bastan ocho años de pacífico para probar que la paz no es disimulo. Y aunque la Real Audiencia, que en esta ciudad reside, tiene por oidores ángeles, entre ángeles puede haber diferentes pretensiones. San Miguel, que fue tutelar del pueblo de Dios, le dijo a Daniel que el Ángel Custodio de los persas le había resistido muchos días para que su pueblo afligido no saliese de su cautiverio, por lo que con la compañía de los hebreos medraban sus pupilos. Sin embargo, pues, de la angelidad de los oidores, hemos tenido grandes dificultades, pero conteniéndonos unos y otros dentro de nuestros límites, hemos callado con cordura, sin quiebra del Derecho, nuestras jurisdicciones; y como es tan poderoso el brazo del rey, he tenido yo mucho que sufrir. Con esto no he trocado mi hábito, no tanto por parecer religioso, como por no quitar a los pobres lo que cuestan los vestidos episcopales. Repártense en limosnas públicas las tres partes de mi renta; y ha ido tal vez mi anillo a la casa del juego, y a la plaza los platos de mi mesa para que los pobres coman; y estas prendas no siempre se desempeñan, sino se rematan.

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Todos los obispos que veo proveídos sé que son santos, no les llego en lo virtuoso; pero ya hemos probado que, sin serlo, tanto puede ser otro más digno. No hay señor tan tirano que al esclavo que castiga le quite el ay de la boca, que las quejas son naturales en los dolores. Muero en Chile con la crueldad del invierno los siete meses del año; no hay medicinas ni médicos. Nací en clima más benigno: ¿qué mucho que con pequeña ocasión haya ingerido aquí mi penalidad? Cortemos a nuestras quejas el hilo, y pues se ha quebrado el de la cuestión, tornémosle a anudar y acabemos el punto con unas excelentes palabras de Mastrillo: «De lo dicho juzgo que debe tomarse en cuenta que, tratándose de oficios, no se llama sencillamente más digno a quien sea más docto o goce de mayor dignidad, nobleza o prerrogativa, sino a quien, vista la naturaleza del cargo u oficio que debe desempeñar, aparezca más apto para tal ministerio».

(C. XI, art. II, pp. 23-24).



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ArribaAbajo Lo que valen las letras

Hemos hablado de las cortesías que se les deben a los señores oidores, de sus justos privilegios y de sus muchas prerrogativas. Y aunque hemos dicho muchos motivos justificados, no es para callar que sus letras son nuestros muros. ¡Oh! un Consejo de doctos, una comunidad de sabios ¡qué para estimar! ¡Qué fortaleza tan inexpugnable una congregación de letrados!

(C. XI, art. III, p. 32).



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ArribaAbajoOidores eclipsados por la cercanía del rey

Algunos que cotejan los Consejos de Madrid con las Audiencias del Perú, viendo tan desiguales las ceremonias, juzgan por superiores a aquellas estas garnachas. Apenas hay allá quien a un Consejero le quite la gorra, y hemos probado que es muy justo que acá les doblen la rodilla. Veamos ahora en qué está la diferencia. En la corte todo se hunde, los grandes no parecen grandes ni los oidores a tan corta distancia de los reyes. Las estrellas sólo lucen cuando el sol se pone.

(C. XI, art. III, p. 32).