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ArribaAbajoEl pedicuro filósofo

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Dibujo

«Joven todavía, alcancé fama en el ejercicio de una carrera que los hombres correctos suelen nombrar con corteses salvedades. Pido perdón, mas no tengo otro remedio que hablar de ella, si ha de ceñirse a la verdad el relató de mis desventuras. Habrá comprendido ya usted... Soy callista, señor juez, como buen hijo de barbero y nieto de sangrador. Los múltiples achaques de que adolecen los pies humanos no ofrecen secreto para mí. Tal vez incurra en pecado de jactancia, pero me atrevo a sostener que, si algunos me igualaron, nadie me supera en el oficio:

»Mi vocación de callista es tan honda, que aún en las horas de paseo me distrae el examen de las extremidades inferiores de los transeúntes, y construyo hipótesis científicas sobre sus vicios o deformaciones probables. El psicólogo escruta el gesto y la palabra, signos delatores de un estado espiritual; el sociólogo, ante un terno raído, medita acerca de las desigualdades económicas y forja una novela de infortunios: yo, dentro de mi modestia, me consagro al estudio   —112→   de esa zona del cuerpo que empieza en el tobillo, y mis ojos expertos descubren, a través del cuero o la lona del calzado, mil paisajes orgánicos, visibles sólo para el especialista. Las durezas de la planta y el talón, el callo del dedo meñique, el interdigital, que se diría invento de verdugo chino; el latir del clavo, agudo como un estilete cuando penetra en la carne viva... ¡qué sugestivos a mis ojos, y con qué placer los adivino en la cojera, en el caminar dolorido y torpe, en el deforme contorno del zapato!

»La conciencia me remuerde, porque he abusado de mi pericia, y con afán de lucro, lo confieso. Hay siempre un ciudadano distraído que viene a darnos precisamente en el dedo que procuramos proteger, y o bien lo aplasta, cruel, bajo la suela que parece de hierro al rojo, o lo toma de refilón, y juraríamos entonces que nos lo rebanan con una cuchilla de afeitar. La justicia me fuerza a reconocer que en muchas ocasiones desempeñé yo el papel de ese ciudadano, y que lo desempeñé conscientemente, intencionadamente, dolosamente. Sí, no debo ocultarlo, aunque me acompañen a la tumba, personificadas ya, las maldiciones silenciosas que proferimos contra el anónimo mortal que entre las apreturas del «Metro» nos deja mal heridos desde el empeine a la uña. Nuestro gremio, señor, impone a sus asociados el deber de que dediquen un día de la semana al fomento de la   —112→   clientela. Un pisotón oportuno, y en el lugar elegido con tacto profesional, centuplica el sufrimiento, favorece la inflamación de los tejidos y prepara el camino de nuestro gabinete. Según estadísticas serías, cada diez víctimas sujetas a tratamiento producen dos consultas: el pisotón sale a dos pesetas. Los médicos, para prolongar sus visitas, buscan cobardes complicidades en la farmacia: nosotros, que sentimos y practicamos de manera diferente la dignidad corporativa, sabemos defender el interés común cubriendo siempre las formas. Nuestro devoto ejercicio en todo tiempo halla trabajo, pero, particularmente, en época de lluvias, cuando la atmósfera húmeda esponja y acrecienta la sensibilidad de los reos pedestres que decapita nuestro bisturí: por eso durante el otoño suele montarse un servicio extraordinario, del que los socios no tardarnos en recibir provecho. Las punteras reforzadas con lunetas y los tacones claveteados de tachuelas, se recomiendan como de resultados excelentes. Nuestra asociación tiene subvencionados los salones de limpiabotas de la Puerta del Sol, donde venden a bajo precio mil eficaces protectores del calzado y proveedores del callista.

»En mi parroquia figuran las mejores familias de la Corte. Yo podría decir ahora, sin temor a equivocarme, por qué no andan bien cuatro duques, siete marquesas y docena y media   —114→   de grandes de España. ¡Cuánta niña bonita pasó por mis manos! ¡Y cuántas desilusiones he sufrido! El pie que nos admira cuando lo vemos ligero como un pájaro dentro de la jaula del zapatito, no se parece en nada al que operamos luego, desnudo de adornos y cubierto de señales, moraduras y cicatrices. Los pedicuros curan las heridas de esa lucha secular entablada entre la piel del hombre y la de los animales útiles a la industria del calzado: guerra de las dos Pieles, peor que la de las dos Rosas, y feroz y enconada como ninguna, porque la alimenta el mundo irracional para vengar los agravios que le inferimos...

»Tal vez a las enseñanzas de mi carrera debo atribuir la soltería que disfruto. Los amores dejan también señales y cicatrices en las almas, ¡y cualquiera las descubre bajo el vestido o el rostro! Muchos juzgan el matrimonio callista del espíritu, suavizador y pulimento de asperezas, mas no son menos los que equivocan el número que calzan y se condenan de por vida a un par de botas estrechas o cortas, donde toda incomodidad tiene su asiento, y que no admiten ensanche, ni hay facultativo que remedie el daño que ocasionan.

»Aprendí pronto a conocer a las personas según sus características dentro de nuestra especialidad. En estas materias es difícil una clasificación acabada, pero, aún contando con las   —115→   excepciones, muchas y de valor, cabe el enunciar principios abstractos, que responden a tendencias bien definidas. He aquí cómo he llegado a saber que existe un íntimo enlace entre ciertas categorías sociales y la forma y emplazamiento de las protuberancias que nos sostienen. Un ejemplo: la Benemérita y el callo de Juanete. Puedo asegurar que a tres coroneles, dos comandantes y siete capitanes de la Guardia civil les he extirpado otros tantos callos de juanete, símbolo para mí, desde entonces, de orden público y disciplina. Más ejemplos de callos profesionales: el de los conductores de tranvía, a quienes suele presentárseles debajo del dedo gordo del pie derecho, con el que de continuo oprimen el resorte de la campana; el callo de las corvas, frecuente en los capitalistas que toman asiento a la puerta de los casinos, y que se les produce en el ocioso balanceo de una pierna cruzada sobre la otra; el callo de las yemas, que les nace a las niñas breves de talla, las cuales, en su deseo de parecer mayores, alargan tanto el tacón que el peso del cuerpo descansa en la punta de los dedos y no en la planta; el callo de las pantorrillas, hijo de la moda, y que padecen las rodilleras, a fuerza de mirárselas los hombres de medias arriba y abajo; el callo militar, callo del talón, pues abunda en los castrenses, debido a su manera rotunda y vigorosa de cuadrarse... Ciclistas,   —116→   mecánicos de automóvil, afiladores, bailarines, pianolistas, jugadores de fútbol, literatos de fama, gente toda ella que acostumbre servirse de los pies en la práctica de sus respectivas actividades, honran nuestra clientela y constituyen tipos de pronto encasillado.»

«¡Misterioso destino el de los seres! Este entusiasmo, esta devoción que siento por la libertad, ¿cómo surgió? ¿Qué extrañas influencias me convirtieron, a mí, modesto pedicuro, en fervoroso defensor de los derechos del hombre? ¿Por qué he creído y sigo creyendo que las ideas liberales son las más dignas que jamás parió cerebro humano? Cosas del oficio, indudablemente... Entre muestras prerrogativas ciudadanas, la primera de todas es la que nos faculta para ir y venir a nuestro antojo. En poder, movernos como queramos, sin otro límite que nuestro albedrío, radica una de las esencias constitucionales: los demás atributos son simples desenvolvimientos de ése... Pues bien, un, callo enconado equivale a una suspensión de garantías. Asegurad a cualquiera, con leyes y tribunales, el ejercicio de su soberanía civil, ¿de qué le valdrán tribunales y leyes si una dureza o un juanete cohíben y embarazan sus pasos y le condenan a casi inmovilidad? Frente al más benigno de los ojos de gallo resultará siempre blando y dulce el peor de los reyes absolutos. Y en la diaria tarea de facilitar la marcha a mis parroquianos, víctimas de pedestres dolencias, fue acaso incubándose la religiosa exaltación que va a acabar conmigo.»

-«Porque, en efecto, yo me suicido por amor a la libertad. ¡No sé cómo he podido vivir hasta ahora, ni comprendo cómo mis conciudadanos continúan viviendo! Mi muerte es una protesta contra el absurdo régimen social imperante. Los espíritus burgueses y comodones, esclavos del siglo, toleran todas las servidumbres sin sonrojo: los espíritus selectos, después de haber batallado contra la estupidez ambiente, no tenemos otro recurso que el de retirarnos para dejar ancho el campo a las almas subalternas.

»¡Qué risa me entra cuando leo que los tiempos actuales son tiempos de progreso, y cuando oigo a los historiadores sensibles apiadarse de las miserias que debió padecer el hombre primitivo, sólo en medio de la naturaleza hostil y ayuno de los poderosos instrumentos ofensivos, defensivos y de comodidad, hogaño al   —118→   alcance de cualquiera! ¡Sí, sí! Con gusto cambiaría yo nuestros descubrimientos, que tanto nos enorgullecen, y nuestras conquistas, que tanto nos halagan, por un poco de verdadera libertad.

»Advierta usted, señor juez, que civilización equivale a reglamentación. Uno de los primeros signos de la cultura está en esos carteles conminatorios, que levantan ante nosotros su ordenanza severa. Gentes vulgares atribuyen las desdichas del mundo a que todavía perduran instituciones de privilegio que mantienen las desigualdades humanas. Aluden, principalmente, a la propiedad, y creen que el día que desaparezca habremos entrado en un reino feliz. ¡Sí, sí! Aún el mismo servicio militar, que suele mirarse como prototipo de restricción y atadura, no significa nada al lado de muchas cosas que pasan inadvertidas y que ofrecen, sin embargo, mayor relieve.

»Supongamos, señor juez, que salimos juntos de casa, y anotemos las veces que una voluntad extraña a la nuestra nos impele a obrar o no obrar en sentido determinado. Hénos ya en la calle: naturalmente, hemos de llevar la derecha, y si nos apetece cruzar, aguardaremos a que el guardia de la porra conceda el inexcusable permiso: sin él, usted, ciudadano libre de un pueblo libre, no podrá hacer algo tan sencillo como ir de la acera derecha a la acera izquierda   —119→   de una vía pública. ¡Ajajá! Después de dos minutos de detención suena un timbre, y, en tropel, como los rebaños, atravesaremos el arroyo, y no por el sitio que mejor nos cuadre o que mejor corresponda al punto adonde nos dirigimos, sino por el que haya prefijado el ukase municipal.

»Reanudemos nuestro camino. ¡Caramba, una administración de loterías! Usted recuerda que juega un décimo y se aproxima, con el fin de consultar la lista del sorteo... No olvide usted que el billete roto debe depositarse en una cestita colocada ad hoc al pie de la hoja impresa, verdugo de ilusiones...

»¿Necesita usted tomar un tranvía? Pues a la parada. Una vez en nuestros asientos, por largo que fuere el recorrido, y aunque no llevemos lectura, harta nos la brindan los preceptos imperativos a rajatabla que cubren las paredes del coche. Se prohíbe, y en letras bien visibles sobre el esmalte blanco: primero, fumar; segundo, escupir; tercero, asomarse al exterior; cuarto, bajar en marcha; quinto, bajar por la plataforma de delante; sexto, hablar al conductor. Además, conserve usted, a disposición de los empleados de la Empresa que lo reclamen, esa estrecha tira de papel que dicen «billete», y que cercenan elegantemente los cobradores con la pinza que forman el pulgar y el índice. Y si no tiene usted sueltos los céntimos   —120→   importe del peaje y entrega usted un duro para pagarlo, resígnese y aguante el peso de cuatro toneladas de calderilla, pues la recaudación tranviaria siempre ha sido enemiga de las pesetas en plata.

»La buena crianza nos obliga a ceder la acera a todas las señoras, aunque no las conozcamos; a descubrirnos al paso de todos los entierros, aunque ignoremos quién sea el difunto, y a preguntar por la familia de todos los amigos, aunque nos importe un bledo. El Código de la etiqueta alarga nuestra estatura con el tubo brillante de la chistera, aprisiona nuestra planta en la cárcel del zapato de charol y ciñe a nuestro pecho la armadura de la camisa almidonada... La moda, mejor sera que la dejemos. El corte de la americana, el color del género, la manera de abollar el flexible, el tamaño de los cuellos postizos, la factura del nudo de la corbata, dependen única y exclusivamente de lo que los demás decidan. Hay que admitir, señor juez, por mucho que nos duela, que si los hombres gastamos pantalones hasta el talón es porque a la moda no se le ha ocurrido todavía quitárnoslos, que si algún día se le ocurre, usaremos calzoncillitos de guardameta o «culotte» de segunda tiple... ¡Al tiempo!

»Entremos en un teatro. ¿Qué dan? Un concierto. ¡Oh, la cabalgata de las Walkyrias! Los sonoros trompetazos despiertan en usted, señor   —121→   juez, varón civil y pacífico, un anhelo marcial, una emoción guerrera: juraría usted que el birrete indefenso ha trocado su borla en penacho y sus sedas discretas en metal imperioso, y empieza usted a comprender la homicida locura del combate... ¿Las danzas del Príncipe Igor? ¿Y por qué el oírlas embriaga como un vino infernal? -de las edades remotas nos viene un frenético clamor de hombres de tribu: les vemos sentados en torno a la hoguera que ilumina la llamarada de los ojos, y entonces advierte usted con espanto que bajo la toga alientan, rebeldes al freno, los mismos instintos que abrigaban las razas primitivas bajo sus pieles salvajes, y que esta mano que hoy hojea las leyes volvería a empuñar sin extrañeza el mango de un hacha o la cuerda de un arco.

»Ahora, el preludio de Parsifal: ¡qué contraste con los dos números anteriores! La orquesta reza una oración. Diríase que las notas de la partitura elevan el alma a regiones desconocidas, y que un ansia de infinitud ennoblece la carne perecedera. ¡Quién sabría escuchar indiferente esta música impregnada de misticismo! ¿Se le humedecen a usted los ojos? También a mí los míos, y parpadeo en vano para contener la inefable ternura que se apodera de mí.

»En fin, la última obra: un viejo minué, elegante, empolvado, muy siglo XVIII, lleno de   —122→   remembranzas. Seguimos el compás maquinalmente, y se nos escapan los pies, cautivos del ritmo señorial y siempre joven. ¡Aquellos rigodones de antaño, finos, impecables, todo reverencias atildadas y figuras ingenuas! ¡Y cómo place el traer a la memoria andanzas de los días que no han de volver!

»Acaba el concierto. Unos artistas gigantes, tirando del hilo de la armonía, nos han hecho sonreír y llorar, o estremecernos al choque de atávicas fuerzas ocultas. Sus acordes geniales, penetrando hasta lo hondo de nuestro ser, han suscitado a capricho brotes de tristeza y alegría, bárbaros apetitos bélicos, pasiones de clan...»

«Regresa usted a su casa, señor juez, huyendo de la calle y del Juzgado. Se propone usted consagrar unos minutos a la familia ausente, escribir sin otra norma que la que le dicta el corazón. Comienza usted:

»Queridos hijos: ...»

»Y escondida en el tintero, y agarrándose a los cabos de la pluma, la gramática manda en usted, y cuando usted piensa que está solo, completamente solo, y que nadie se inmiscuye, indiscreto, en la intimidad de sus cariños paternales, dos docenas de señorones: repantigados en sus poltronas académicas, gobiernan desde lejos, con irreflenable dictadura, la expresión de las ideas por medio de la palabra escrita, y decretan, y usted les obedece como un doctrino, que la «Q», letra inicial, debe ser mayúscula; que «hijo» debe llevar hache, y que los dos puntos no pueden omitirse después de las fórmulas corteses o afectuosas que encabezan la literatura epistolar...

»Llega el periódico de la noche: su lectura produce en usted efectos encontrados. Una venganza del «fascio» ofende su conciencia de hombre digno; un atentado anarquista subleva su conciencia de hombre de leyes; el ignorado paradero de dos aviadores le intranquiliza; las memorias de un general inglés renuevan el horror, de la gran guerra... Cuando termina usted de hojear el diario, se advierte usted dolorido, porque todos los dolores del mundo hundieron su estilete en la carne del lector. De hora en hora se achica y reduce esta mole que antes parecía inmensa. No hay suceso alguno, de cuantos tienen por escenario su costra arrugada, que no recojan al instante las páginas impresas, tímpanos delicados que el más leve ruido hace vibrar. Ya no son las angustias locales o nacionales las que nos oprimen, sino las del universo entero, y esos instrumentos de difusión que inventó nuestra curiosidad insaciable van poco a poco solidarizando a los nacidos   —124→   y acreciendo el caudal humano de las cosas comunes...

»Ahora busca usted el lecho, señor juez. Antes de dormir compara usted «in mente» la suerte insegura de los caballeros del aire desaparecidos y el ritmo manso de su carrera judicial, y se felicita usted de haber tornado esta otra ruta sosegada, de haber constituido un hogar, de gozar compañera que usted eligió, en el autónomo ejercicio de sus atribuciones varoniles, sin que nada ni nadie cohibiese sus preferencias...

»Un momento, señor juez. No cierre, usted los ojos todavía, sonriendo ya a una imagen familiar. Espere usted... He de decirle que tampoco fue usted dueño de sus impulsos. No. El amor que le empujó a usted era el instinto disfrazado, y el instinto es el siervo de la especie. Sí, sí, ha amado usted para expandir el instinto sexual todopoderoso, para acatar el mandato de la especie, que exige que nos reproduzcamos. Energías superiores a la voluntad, y escondidas, unieron los destinos de usted a los de aquella señorita con quien tropezó usted al salir del teatro... No eligió usted: antes le había elegido ya la vida como sujeto de funciones renovadoras...

»Aguarde usted, señor juez... Aún no he acabado... Pero ya no me escucha. La fatiga le rinde. Se abaten sus párpados. El sueño puede   —125→   más que usted, y aunque el espíritu quisiera permanecer en vela, el cansancio de la carne le domina. Durante ocho o diez horas perderá usted la noción de sí mismo. ¡Medrada soberanía, sujeta a la inexorable esclavitud del dormir!

»Y es ahora cuando recobran su libertad las potencias encadenadas durante la vigilia. Un mundo extraño, de seres monstruosos, puebla el pensamiento. En la pantalla de las pupilas se reflejan cuerpos deformes, ondulantes, rodeados de un anillo luminoso, con vagos remedos de unidades planetarias. Zozobras de muerte nos atenacean: ¡unas veces caemos desde alturas inverosímiles, y mientras el aire de la caída agita nuestras manos abiertas en desmayo, el espanto de un abismo sin fondo nos atrae con su diabólico imán! ¡Otras veces un peligro tremendo se cierne sobre nuestra vida, y cuando un grito bastaría para salvarnos, el miedo pone su agonía en la garganta y de nuestros labios secos se escapa apenas un débil suspiro ronco! En alas de la pesadilla, este amasijo de carne y huesos, que yace inmóvil, recorre los espacios, mira a través de las cosas opacas, roba a la divinidad el secreto de lo invisible, a la luz su veloz carrera, al viento sus músculos impalpables, y dentro del cráneo batallan todos los seres que habitan en la sombra, todos los poderes misteriosos -las hadas buenas que caminan barriendo el suelo con la larga   —126→   cola de tisú de plata, y los enanos malignos que llevan el puñal de una aguja envenenada pendiente del tahalí de un hilo de seda...»

«Entonces, ¿ni dormidos siquiera, señor juez? ¡Ni dormidos siquiera! Nuestras facultades, físicas y anímicas, llevan esos aros que con acierto llaman «esclavas», y tan juntos unos a otros, a la manera de los brazos femeninos enjoyados, que será inútil que la vista intente descubrir la carne o el espíritu bajo la tupida malla. »Pues para vivir así...»



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ArribaAbajoEl hombre de los huesos

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Dibujo

«De los dos elementos que componen nuestro ser material, la carne y el hueso, los hombres vienen dedicando atención primaria a la carne. Yo, en cambio, y no por prurito de originalidad, sino por convencimiento profundo, he colocado los huesos en plano preferente, y los actos de mi vida toda no han sido otra cosa que la práctica fiel de esa doctrina.

»Tal vez me movió en principio un impulso de comodidad. ¡Es tan enojosa la carne! ¡Exige tan asiduos cuidados! Ya la ablución cotidiana constituye una servidumbre harto molesta. ¡Y qué porquería la de la piel que reviste nuestro organismo! En ella se depositan el polvo y las impurezas del aire, y a través de sus poros abiertos fluyen los mil humores del interior. Entre el baño, el lavabo y la gillette se nos va a los hombres una buena parte del día: de las   —130→   mujeres no hay que hablar. El tiempo que invertimos en arreglo de uñas, corte de pelo, guillotina de barba y lustre de epidermis, sería, aplicado a empeños mayores, altamente útil a la humanidad.

»Hubo también en mi evangelio óseo un fondo democrático. La desigualdad pugna con mis ideas, y no admito, no puedo admitir la piel dividida en zonas, unas mejores y otras peores, como las localidades de un teatro. Allí donde acaba la inspección ajena suele a menudo acabar el fregoteo: así manos y caras gozan trato de favor. De modo que el concepto que nos merece el pellejo propio descansa únicamente en que esté o no al alcance de la vista de los demás. No nos enjabonamos, pues, tanto por íntimo sentimiento de decencia como por imperativos de una necia pragmática. Tengo la seguridad de que, en un país de ciegos, el problema del abastecimiento de aguas quedaría si no resuelto, notablemente simplificado, al menos. Y como yo desprecio la vergonzosa sumisión al medio social que caracteriza nuestro régimen ciudadano de libertades aparentes, me he dado el placer de salir a la calle recién bañado el cuerpo, limpio como una patena del cuello a los pies, pero con barba de tres semanas y uñas de luto riguroso.

»Pienso, además, que la igualdad humana será un mito mientras exista el traje. El primer   —131→   gremio que un espíritu verdaderamente avanzado haría desaparecer, es el de sastrería. La felicidad de nuestros padres en el Paraíso duró hasta que tuvieron que ocultar sus vergüenzas. El vestido refleja y acentúa las diferencias de clase: sobre todo, las destaca, con publicidad ofensiva. Conceptos relativos la miseria y la pobreza, quien las sufra, si alguna vez lograse olvidarlas, hallará en el desfile del gentío lujoso un constante renuevo de su amargura. La naturaleza, distribuidora bastante equitativá, nos ha concedido a los mortales la misma tela para cubrir nuestra anatomía. Sólo el color cambia, que no la condición ni el corte, uniforme por excelencia. La hoja de parra bíblica fue la semilla de una planta que en el correr de las generaciones habría de producir frutos tan extraños como los pantalones y el chaquet, tan solemnes como el miriñaque y tan gratos como la falda corta.»

II

«Y a propósíto: me declaro partidario decidido de la falda corta y los descotes. Y no por afanes de sensualidad, que nunca he abrigado, sino de pureza. Entiendo que conviene a la república localizar el pudor hasta reducir sus   —132→   fueros a las zonas inexcusables: ganará así la moral ambiente. En otros términos, cuanto más se tape la mujer, tantos más incentivos encontrarán estas apetencias un poco irracionales que se apoderan de los hombres. En la época recatada en que regía el criterio de la falda hasta el tacón, el tobillo era una de las partes femeninas cuyo sólo atisbo iluminaba los ojos varoniles con la llama del deseo; en la época actual, el tobillo, la pierna, la rodilla, acaso el muslo, han pasado a la categoría de regiones templadas o frías. El ideal es que toda la mujer, en desnudez plena, no despierte en nosotros sino un movimiento de admiración, cuando el caso lo requiera. Lo inculto, lo bárbaro, es que tres centímetros cuadrados de garganta sirvan de espuela a la acometividad; masculina...

»¡Materia peligrosa!Si el temor de hacer frases no me detuviera, yo diría que la carne es de muy plebeya estirpe, porque la inteligencia, que todo lo ennoblece, no puede ennoblecerla. Cuando la frente desciende hasta el sexo, pierde el sexo su sana espontaneidad y la frente su rango prócer. En la sicalipsis hay un maridaje de cosas tan distantes, tan extrañas, que el intento de unirlas basta ya para su desdoro. El pensamiento se prostituye, y el instinto, que por natura vive en plena ceguera, si lo habitúan a las claridades del intelecto, trueca   —133→   en sensibilidad enfermiza su robustez lozana. Pasajero de cubierta, el cerebro no debe bajar a las calderas, donde los hornos abren su boca de fuego...

»Sigamos el hilo. Mal estará el mujeriego, pero está peor el comilón. Ignoro por qué causa, la gula ha merecido siempre cierto fuero privilegiado. Para ella no faltan disculpas, gestos de benevolencia... Y es ésta mácula de la que pocos se libran y que sería difícil explicar por altos estímulos de belleza, pues creo que ni el más entusiasta de los gastrónomos se atrevería a comparar la primera de las salsas con la primera de las mujeres... Tal vez la gratitud influya en el perdón que logran pronto los secuaces de la panza ahíta. Porque el estómago nos guarda una fidelidad superior a la de Eros. No nos abandona tan pronto. Cuando llega el momento de jubilarnos en el servicio del amor, todavía los manteles nos tienden sus brazos...»

III

«Abro un paréntesis. Muchos ven en la gravedad española una nota distintiva del carácter nacional. La gravedad me parece tristeza, y amargura también. Pienso que llevamos muchos   —134→   siglos de costumbres severas. Un sistema moral implacable esclaviza, no sólo las acciones, sino hasta los pensamientos. La sombra del pecado se cierne de continuo sobre nosotros y nos abruma. Ninguna licencia ha sufrido los rigores que sufren las del sexo: otros abusos, de categoría análoga, logran fácilmente fallos absolutorios. El instinto, refrenado, castigado, perseguido, sediento, comunica a nuestros amores un tono áspero y brutal. Ofende nuestra conciencia de hombres rectos el libertinaje, pero suscita al mísmo tiempo una rabia envidiosa. Pretendemos que los demás padezcan como nosotros, bajo idénticas ordenanzas inexorables, y tiramos contra el que se manumite, porque infringe la ley, y, además, porque goza de la vida, placer para nosotros vedado. La carne sobrellena el peso de una condena sin indulgencia posible. El último entre los tres enemigos tradicionales, figura el primero por la enconada obsesión de que es víctima, como si resumiera las abominaciones y las rebeldías del infierno. Así hemos llegado a un trastrueque de valores, que espanta al que sabe mirarlos con discreta ecuanimidad: hemos llegado a poner el cuerpo antes que el alma. La más honesta de las señoritas puede, sin daño de su decoro, decir al novio: «-Te quiero con toda mi alma»-, y quererle, en efecto, con el alma toda:. ¡Pobre de ella si se atreve a quererle, no con   —135→   todo el cuerpo, sino con una parte -por ejemplo-, los labios! La entrega absoluta de las potencias superiores, el entendimiento, el pensamiento, la memoria, la voluntad, se juzga menos pecaminosa que el préstamo furtivo de un beso. ¡Cómo extrañarnos de que el apetito no tenga la limpia frescura del agua corriente, sino el vaho enfermizo del agua estancada! Lo enturbian posos sensuales, miasmas de lujuria, cieno de bajos fondos... El puro regato, puro porque viene de arriba, va remansándose en la presa y pugna en vano contra los sillares de granito que lo detienen. Neblina de vapores pútridos se desprende del vaso rebosante. Igual que las culebras, asoman un momento su cabeza de reptil los deseos inconfesables, que anidan en el lodo. Sobre la muerta superficie van formándose islotes de suciedad. Caballitos del diablo, amigos de las charcas, la agitan levemente en sus vuelos, con un hormigueo de inquietud lasciva. Hiede en la orilla la lepra de los terrones desecados al sol en hondas cicatrices y el chapuzón de los sapos levanta círculos concéntricos, donde la flora del pantano se mece en un lento ritmo de voluptuosidad...»

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IV

«En fin, en mi devoción hacia los huesos hubo otro motivo, y de vanidad, no lo niego. ¿No ha pensado usted nunca en la paradoja de nuestra vida? Lo que de nosotros queda se halla en razón inversa de su visibilidad. La carne, que es lo que no podemos esconder, es también lo que antes desaparece, comida por la tierra. Sigue el esqueleto, perfectamente acusado detrás de los tejidos que lo envuelven: cuando nuestro traje perecedero se ha consumido, empieza a blanquear la osamenta, y durante largo tiempo sus piezas desarticuladas recordarán al ser que un día las manejó como elementos de una estructura perfecta. Y las ideas, lo que permanece oculto a la mirada y se agazapa bajo este casco, cumbre de nuestra anatomía, eso vibrará eternamente, a despecho de las centurias.

»No tuve yo la suerte de merecer entendimiento bastante elevado para dejar huella de mi paso más allá de la hora en que me toque el turno. Nací varón, y tampoco podía pedir perfecciones anatómicas como las que dan nombre y gloria a fémina. Sólo mi interior armadura   —137→   me ofrece algunas garantías de continuidad en la memoria de mis semejantes. Por eso me he consagrado a endurecerla, a fortificarla, de tal modo, que dudo que haya habido nunca mortal provisto de tan sólido andamiaje. ¡Qué fémur es los míos, qué omoplatos! Poseo radiografías minuciosas de todo mi organismo, y en su contemplación he hallado el mejor de mis placeres. ¡Quién sabe si dentro de cien mil años, cuando la que nosotros llamamos «Historia contemporánea» sea prehistoria, unos trabajadores encontrarán, entre los escombros de un derribo, un cráneo impecable! El descubrimiento llenará de alborozo a los sabios, y el cráneo, tal vez mi cráneo, puesto en su pedestal, presidir a la sala de un Museo. Ante él se detendrán, pensativos y admirados, los hombres que vivan dentro de mil siglos. ¡Y algo mío, indiscutiblemente mío, alcanzará un trasunto de inmortalidad, y hablará de mí en una época en que estarán reducidos a polvo los pueblos que hoy presumen, y arrojadas en un rincón cualquiera, como antiguallas sin valor, las instituciones que hoy respetamos!»

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V

«Pero voy a morir, y ahora advierto que he cometido, entre otras muchas tonterías, la muy grave de no haber aprendido a bailar. Por prejuicios de moral y pesadumbres de gordura renuncié a la que juzgo -demasiado tarde ya- la más bella de las distraciones que nos brinda el mundo. ¡Ay, el placer del ritmo! En mis tiempos escolares, que transcurrieron en una capital de provincia, siempre que salía formado el regimiento de guarnición en la plaza ocupaba yo mi sitio cerca del cabo de gastadores y competía con él en el garbo de la apostura y en la marcialidad de las medias vueltas -esas medias vueltas de cabo de gastadores, culpables de tantas bajas en el servicio doméstico-. Aquel caminar a los acordes de la charanga me proporcionaba un goce sui generis, misterioso entonces, largamente comprendido luego. Cuando nos movemos al compás de una música, es como si, en cierto modo, nos espiritualizásemos. Diríase que los pies descansan, no sobre el vulgar pavimento, sino sobre las notas que hieren nuestro tímpano y que tejen una alfombra de milagro, suspendida en el aire a la manera   —139→   de la del cuento de las mil y una noches. Y basta eso, el elevarnos por cima del plano corriente, para hacer buenos los muchos males atribuídos al baile.

»Quienes no lo practican le achacan efluvios perniciosos, cual si sus vaivenes y giros los inspirase el diablo. En este momento, para mí solemne, declaro que los que tal piensan se equivocan, que los que bailan son gente de condición ingenua, y que el mayor daño de la danza no está en sus devotos, sino en los mirones. En los mirones, que, envidiosos de la grata proximidad de los cuerpos, creen que lo cínico que atrae a los bailarines es el abrazo; en los mirones, que sienten el vaho sensual del contacto, acrecido con la codicia de los ojos, pero que no reciben la influencia purificadora del bailable. Porque el vals o el tango, que unen a las parejas, las separan también. Entre ellas y ellos media siempre una cortina, aunque invisible, eficaz: el pentagrama, muro armonioso de amianto, que impide que el fuego se propague a los que revolotean en torno a las llamas...

»El perfecto bailarín no repara en el talle que oprime: toda su atención está cautiva en la red de las ondas sonoras a que ha de ajustar sus pasos. Por eso debe prohibirse severamente el baile los sordos. Sordo o tardo de oído que guste de marcarse una habanera o perfilar un schotis, será seguramente un ciudadano de propósitos   —140→   poco recomendables. Convendrá desconfiar de los bailarines sordos tanto como de los ciegos que vayan al cine.»

VI

«Adivino la sonrisa burlona con que ha de acoger usted este entusiasmo mío por los huesos. ¡Bah, los huesos!... De sobra sé que la mayoría de las gentes los olvida. Es más: una larga serie de locuciones familiares los ha convertido en ofensivo punto de comparación. «Me ha tocado un hueso», decimos cuando queremos ponderar las dificultades sin provecho de un trabajo. «Está en los huesos», se comenta del que rebasa los límites ordinarios de la delgadez. «No han dejado ni los huesos», exclamamos para censura de los tragones que, de puro hambrientos, ni los huesos respetan. Y como el esqueleto nos trae a la memoria lo que en realidad somos y el fin que nos aguarda, huimos de contemplarlo en las tiendas de material sanitario, o en esas láminas temerosas de los tratados de cirugía. Una calavera y dos tibias dibujadas en un cartel detienen nuestro andar mejor que una pareja de guardias civiles...

»Algo nos consuela, sin embargo, en medio de tanto desdén u hostilidad: «nos» consuela he escrito, que me considero como de la familia, y tengo los huesos por cosa propia, no ya los míos, que eso es natural, sino también los ajenos. Nos consuela ese modo de calificar a la lengua: «la sin hueso». ¡La sin hueso! Tanto valdría el llamarla voluble, indiscreta, alocada, sin fundamento ni sentido. Le faltan el aplomo, la gravedad, el tacto, la prudencia... Y le faltan porque le falta el hueso. He ahí nuestro elogio. Cual acontece con las grandes instituciones y los grandes hombres, sólo cuando su ausencia deja un vacío se aprecian los méritos de la osamenta...

»Y eso es lo más nuestro que tenemos. Mentira parece que no lo comprendan todos así. La carne no es nuestra, no... La propiedad consiste, según el Codigo civil, en el derecho de gozar y disponer de las cosas a nuestro arbitrio. Pues bien, de la carne no gozamos ni disponemos a nuestro gusto, sino al gusto y medida de los demás. Agentes físicos, morales y sociales la tratan en predio sirviente. Sobre ella mandan cuantas fuerzas actúan en el mundo, y no se da momento alguno en el cual podamos asegurar, sin error, que nadie más que nosotros la utiliza y gobierna.

»El frío entumece la piel y la surca con grietas dolorosas: el calor la esponja y la tiñe de   —142→   rojo. Un perfume cualquiera pone en juego las delicadas sensaciones del olfato. El pabellón de la oreja recoge los mil sonidos, dulces o ásperos, armónicos o estridentes, que tiemblan en el aire. El simple recuerdo de un manjar despierta, allá en las penumbras estomacales, suaves afluencias de jugos gástricos. Los anuncios luminosos imponen al nervio visual el trabajo de atender sus resplandores intermitentes. La risa y el llanto nos contagian: reímos cuando vemos reír y lloramos cuando vemos llorar. Una emoción fuerte suspende el acompasado isocronismo del corazón y roba el color a las mejillas. Nuestro optimismo descansa tal vez en la sonrisa alegre de un rayo de sol: muestra tristeza, en la nube gris que cubre el cielo y en el tamborileo de la lluvia en los cristales. La euritmia de una pierna de mujer enciende la brasa del apetito en las circunvoluciones del cerebro. La navaja siega el pelo que crece en el rostro, porque así lo elige la sociedad, y las tijeras recortan con cuidado el pelo que crece en la cabeza, porque la sociedad así lo quiere...

»¡Tremenda esclavitud la de la carne! Porque los sentidos no son ventanas abiertas para que nos asomemos al exterior, sino portalones francos por donde las energías sutiles de afuera penetran hasta el último recodo de nuestro organismo. La retina, el paladar, la pituitaria, las yemas de los dedos, el tímpano, vibran   —143→   como las cuerdas de un arpa cuando las pulsan, con sus manos invisibles, las ondas sonoras, los relámpagos de luz, las emanaciones impalpables de los cuerpos odoríferos, el contorno de los seres, la temperatura de las cosas...»

VII

«El grano acabó en tumor, el tumor en llaga, la llaga en mal que no se cura. Sus avanzadillas tumefactas empiezan a invadir el muslo. Los médicos creen imprescindible la operación: hay que amputar, y pronto. Mañana sería tarde...

»¡Jamás! Prefiero morir. ¿Para esto he consagrado mi vida al cuidado de los huesos? Mi esqueleto es digno de la vitrina de un museo, ¡y voy a tolerar que su maravillosa armonía la destroce el serrucho de un cirujano! ¡Jamás! ¡Prefiero morir! He adoptado esta resolución después de sabrosa plática en que la pierna ha sido mi interlocutora...

»-Pierna mía -le he dicho-, llevamos una amistad de cincuenta años, nunca interrumpida. A todas partes conmigo... Sólo una vez recuerdo que te declaraste en huelga: cuando quise veranear en La Coruña, sin duelo de tus   —144→   dolores reumáticos. Faltó muy poco para que te quedases en la Corte mientras el resto del cuerpo tomaba el tren de Galicia. Logré, sin embargo, convencerte, y ni aun entonces, a riesgo de tu salud, me faltó tu compaña. ¡Cuántas cosas hemos hecho por esos mundos! Fuiste un enérgico instrumento de mi cólera en aquel formidable puntapié que administramos a Leirón, y un hábil diplomático otra tarde, cerca de Raquel, en el cine, donde tus contactos suaves y discretos pusieron la primera piedra del armisticio. ¡Y qué caída la de la estación del Norte! Aún tienes la señal en la canilla. Allí aprendimos: tú, a asegurarte bien antes de dar un paso, yo, a no correr detrás de las señoras. Sé que protestas mucho porque, al doblar la media centuria, he adoptado el tradicional calzoncillo largo. ¡Ah, rebelde, cómo desatas las cintas y dejas caer las ligas, o te lo remangas hasta la rótula! Reconozco que el calzón corto es más estético, más airoso que el largo; pero ¿qué importa? Si nadie me lo ha de ver ya... Ayer vigorosa y ágil; hoy inmóvil y enferma... ¡Y quieren que me separe de ti! No han de lograrlo; juntos vinimos al mundo, juntos saldremos de él. La carne tiene la culpa. Ella es la que se pudre y amenaza con dañar el fémur; ella es la que se abre en grietas, de donde manan humores malolientes. ¡No puedo, no puedo abandonarte! ¿Qué harías tú sin los   —145→   cuidados que te dedico? Te faltaría tu pantufla abrigada en el invierno y tu fresca zapatilla en el verano; te faltaría el calcetín de lana, y el abrigo del brasero, y el calentador que templa la frialdad de las sábanas; te faltaría la mano diestra que decapita las callosidades de tus dedos con hojas inservibles de gillette, y el yodo que ablanda tus articulaciones endurecidas al cabo del tiempo... ¡Ea, que no, que no permito que te vayas, que nos iremos los dos!»

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ArribaAbajoEl rico que llegó tarde

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Dibujo

«Soy gallego, señor, y con esto digo que soy tenaz y desconfiado. No sé de dónde nos viene nuestra tenacidad, firmeza consciente y fecunda, bien distinta de la tozudez irreflexiva y estéril. Sí sé, en cambio, el porqué de nuestra desconfianza racial. Las cosas que nos circundan influyen en nosotros: nuestro mundo interior parece un eco del mundo exterior, y sólo los necios presumirán de que sus ideas y sentimientos nacen por espontánea floración y no a la zaga y como resultado de cuanto vemos, oímos o gustamos. Así, la tierra hace a los hombres abiertos y francos en Castilla y recelosos y cautos en Galicia.

»En la llanura no hay temor a emboscadas ni a súbitos ataques que nos cojan desprevenidos, ni hallará la sorpresa cobijos alevosos. El castellano, hombre de la llanura, adquiere pronto el convencimiento de que ningún peligro inesperado puede amenazarle. Este convencimiento imprime en su carácter huella profunda: el castellano, hijo del paisaje que le rodea, no sabrá tampoco esconderse para herir   —150→   sobre seguro. He aquí cómo el relieve del suelo enseña hidalguía... E ainda mais. Cuando los ojos se acostumbran a dominar horizontes extensos, acaban impregnándose en la majestad de las perspectivas amplias. La grandeza del cuadro que a diario refleja la retina, alumbra pensamientos grandes también. De la planicie interminable que extiende, hasta confundirse con el cielo, su ondulante tapiz de espigas, brota un ansia de infinitud que despierta en el alma altos estímulos. El hombre advierte su pequeñez en medio de la naturaleza, busca la oculta causa de tanta maravilla, y la emoción del más allá comunica a su espíritu un tono grave y transcendente. De manera que los castellanos deben a la geografía las notas distintivas de su temperamento.

»En Galicia la llanura es la excepción. Falta la línea recta, que por serlo orienta los propósitos rectamente, y abundan las trochas quebradas, las veredas en zigzás, que culebrean y se retuercen como las vértebras flexibles de un reptil. El gallego ignora lo que le espera al doblar la curva de la corredoira, detrás del soto espeso de copudos castaños, más allá de la loma que baña en el arroyo su falda cubierta de verdor. Por eso, la tierra le hace cauto antes de continuar avanzando procurará precaverse... En las palabras pone la misma prudencia que en los pasos: antes de pronunciar   —151→   una se cuidará mucho de calcular el compromiso que ha de aparejarle y de prevenir el riesgo posible... Y por eso también pocas veces irá derecho a su objetivo -como el hombre de la llanura, amigo de la línea recta -porque el suelo le ha enseñado que hay que dar cien vueltas para lograr una cosa, aunque parezca próxima y al alcance de la mano. A las concepciones hondas y levantadas que inspira el horizonte remoto suceden los menesteres inmediatos, las conveniencias del interés, el provecho, la renta. La vaga lejanía, de tonos sutiles e impalpables, queda sustituida por un recio sentido práctico, que gana en realidades tangibles lo que pierde en elevaciones teóricas. Y como todos los caminos son desiguales, y dijéranse trazados a capricho, sin plan ni método, y piruetean y se burlan del viandante con avances y retrocesos, y caen aquí para levantarse luego, y torcerse después, y volver en conclusión al punto de partida, en quien contempla y padece tanto desenfado se va decantando un poso de irónico escepticismo, que asoma a los labios vestido con la sonrisa triste de los humoristas. Así, la precaución astuta y la gracia fina y penetrante, libre de la rudeza baturra y el profesionalismo andaluz, constituyen modalidades sobresalientes del carácter galaico, producto de la geografía.»

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«A una constancia sin desmayos, y a una prudente reserva que guió mi vida toda, debo la fortuna, media docena de millones que han alargado las narices de mis numerosos sobrinos, de puro olerlos con la gana de embolsárselos. ¿Cómo logré ese capital? Emigrando a América, como tantos paisanos míos; dejando en la lucha jirones de juventud, de honradez, de piedad, como tantos también... No me sonroja la confesión de que en mi enriquecimiento ha habido etapas sombrías. ¡Bah, no vale la pena! El dinero es demasiado sucio para que nos preocupe el modo de ganarlo: cualquiera sirve a tan miserable señor. Conozco muchas maneras de hacer plata; sólo una merece título de limpia y decorosa: la lotería. Moralistas severos hablan del trabajo... En el trabajo hay, primero, un comercio de subalterna clase. Aun en el caso mejor -el de los profesionales, arquitectos, médicos, abogados, escritores- supone el alquiler de la inteligencia al cliente que la necesita, con lo que la prenda excelsa del hombre se trueca en mercancía. Además, el que trabaja ocupa casi siempre puesto o destino que alguno apetece y precisa para el diario condumio, y que, seguramente, no ha alcanzado por falta de apoyo, laboriosidad o talento, condiciones todas que andan harto escasas, y que no suele depender de nosotros el poseerlas o no. Quien nazca pobre de meollo, laxo de estímulos,   —153→   horro de iniciativas o ayudas, será muy difícil que consiga salir de la miseria o de esa triste medianía donde coinciden las estrecheces de abajo y la sed insaciable del bienestar de arriba.

Únicamente la lotería descansa en un maravilloso plano de igualdad. Todos pueden solicitar sus favores, a todos llega el halago de sus manos cubiertas de joyas. Dicen que es ciega, y lo dicen para que destaque el que juzgan su defecto fundamental; pero esa su admirable ceguera la permite moverse con desembarazo, libre de las presiones y coacciones que actúan sobre nosotros de continuo y a las que obedecemos sin darnos cuenta -la simpatía, el afecto, el odio, la conveniencia, el egoísmo-. El letrado o el galeno enriquecidos suscitan este comentario: «-¡Claro, cobrando minutas de miles de pesetas!... Infeliz del que a ellos acuda...» El negociante, el banquero, el gran industrial, suelen llevar tras de sí una estela dolorosa de asalariados hambrientos, de pequeños ahorros reducidos a polvo, o de víctimas mil, que sufren, inocentes, en sus humildes peculios, las consecuencias de una jugada de Bolsa. Sólo los fallos del sorteo obtienen un asenso unánime: nadie discute su justicia, a nadie causan daño...

»¡La suerte! ¿Y no es una suerte el venir al mundo con la voz de un Gayarre, la elocuencia de un Castelar, el talento de un Cánovas,   —154→   la hermosura de una Eugenia de Montijo? Pues entonces... Yo veo la lotería como una diosa creada para compensar las desigualdades naturales. Así, junto al arbitrio celeste, que concede o niega la fortuna a los nacidos, por causas ocultas y sin motivo aparente que lo justifique, el hombre, émulo de la divinidad, concede o niega también la riqueza a sus semejantes, y el Supremo albedrío, ordenador de nuestros destinos según leyes inasequibles a los humanos, se completa con el azar que organizamos nosotros, y que, a veces, corrige los errores iniciales del reparto.

«Pero la lotería no quiso otorgarme su protección. No fue el mío un ascenso rápido en la carrera de la prosperidad, ni tuvo ese instantáneo deslumbre del sorteo, que de la noche a la mañana cambia la faz de las cosas con su varita de hada oficial. El primer rayo de sol de muchos días que amanecieron durante muchos años iluminó mi frente atormentada por la incertidumbre del negocio y mis mejillas pálidas por la vela angustiosa. Céntimo a céntimo, con lentitud desesperante, se fortaleció la columnata de mi hacienda, tan débil al principio que parecían frágiles cómo tallos sus fustes de   —155→   cobre, tan firme después, que desafiaban y desalían al mundo entero las enormes pilastras argentinas, hundidas en el suelo inconmovible. Traje de América un talonario de cheques y unos resguardos, hijos del milagro, pues el simple rasgue o de una pluma sobre el papel repercute allá lejos, a través de los mares, en las cuevas acorazadas de un rascacielos, o en la granja perdida en la pampa, donde unos hombres acopian montones de espigas.

»Sin embargo, mis millones no me hicieron feliz. Es mayor la eficacia que atribuímos al dinero que la que en realidad tiene. Después de una experiencia que debo calificar de dolorosa, he llegado a saber que une a los hombres una igualdad esencial, y que la mayor o menor holgura de la bolsa influye apenas en los aspectos fundamentales de la vida. No habla el poderoso que quiere tranquilizar su conciencia con egoístas consuelos, no: habla un desengañado del mundo y sus vanidades.

»Dos cosas coloco por encima de cuantas ocupan nuestra existencia: el amor y la paternidad; das cosas que se completan, como que la una sólo ofrece contenido propio en cuanto constituye medio para llegar a la otra. También han sido dos las mujeres que yo he querido: la primera, en los tiempos mozos, cuando andábamos tan apurados de recursos como ricos de ensueños; la segunda, ya en la opulencia,   —156→   cuando la fiebre de atesorar que me consumía había puesto en mis sienes el brillo de la plata amontonada en mis arcas. Y he adquirido el convencimiento de que los goces verdaderos del amor no distinguen de clases. El placer del plutócrata en medio de odaliscas, esclavas de su cartera, no supera al del mendigo que tiende su lecho nupcial bajo el dosel de un arco de puente. La emoción que se adueña del alma es la misma, y el mismo el calofrío que estremece la carne. Tampoco transige con divisiones arbitrarias el orgullo de vernos reproducidos en un muñeco que balbuce nuestro nombre. Y si en esos valores, los primarios, los únicos que merecen sacrificios y desvelos, el dinero hace poco o nada, ¿para;qué sirve? Las comodidades y el regalo justificarían un esfuerzo adecuado a su naturaleza accesoria: convertirlos en meta y consagrar a su conquista las horas y los días mejores, parece necedad imperdonable.

»Algo había, sin embargo, que me animaba a no dar por perdidos los años que dediqué a enriquecerme: el deseo de regresar a mi tierra y mostrarme ante mis paisanos con todos los reflejos deslumbradores del dóllar. Una costumbre, convertida en ley, ha señalado el deber que incumbe a los «indianos» de riñón bien cubierto: escuelas, asilos, hospicios, obras sociales. Mi nombre quedaría para siempre unido a veinte instituciones de cultura y asistencia,   —157→   tan necesarias siempre, y aún más en aquellas comarcas que nunca conocieron la abundancia y el bienestar. Sería la mía una providencia vestida de americana y sombrero flexible. Mis manos sembrarían a voleo las monedas de oro, en un derroche que dejaría boquiabiertos a los vecinos y que llenaría de rabia a don Anselmo, el usurero orgulloso de su poderío, cacique dictatorial, señor de horca y cuchillo y fuero de pernada... Ya que no para mí, sí para los demás podía ser útil mi cartera. Y esta era la ilusión que me trajo a Cubelas treinta años después de mi partida.

»Pero cuando los hados nos miran adversos es vano empeño el de pretender enmendarles la plana. Llegué tarde, señor, demasiado tarde: he ahí la tragedia de un pobre millonario. Otros indianos, también favorecidos por la fortuna, me habían precedido, y se apresuraron a hacer sentir su benéfico influjo sobre nuestro pueblo, con tanta generosidad, que yo busqué en vano una miseria, un dolor, un sufrimiento que no hubiese hallado ya lenitivo o curación.

»En Cubelas hay cuarenta y dos escuelas de primera enseñanza y veinticinco escuelas especiales, tres Institutos, una Universidad. El número de catedráticos afectos a las diferentes clases excede al de vecinos del pueblo. Recientemente han inaugurado una Academia de   —158→   náutica, donde aprenderán las artes marineras, en una balsa artificial, ¡a doscientos kilómetros de la costa!, los cubelenses que lo apetezcan. Tres Hospitales levantan su mole gigante a la entrada de la villa: en total, cuatrocientas cincuenta camas. Casi siempre están vacías: faltan enfermos. Malas lenguas aseguran que los serenos han recibido la orden de aporrear de lo lindo, aunque no venga a cuento, a los vecinos trasnochadores, para que tengan en qué entretenerse los treinta médicos municipales. La ancianidad se alberga en media docena de Asilos confortables, con calefacción, cinematógrafo e injerto gratuito de glándulas rejuvenecedoras. Existe una Asociación encargada de estimular las vocaciones matrimoniales, que distribuye muchos miles de duros en dotes para doncellas; una Caja de pensiones para viudas necesitadas y una Lotería de premios para las solteronas de mejor carácter. Abundan los servicios complementarios de la instrucción en general, cantinas y comedores, campos de deportes, sociedades de alpinismo y excursiones, exploradores y escuchas. Los cojos, los mancos, los ciegos, los sordos, los lisiados todos, disponen de refugios donde reciben por pocos céntimos hospedaje y alimentación sana y escogida. Pronto se inaugurarán las obras del Sanatorio de Neurasténicos, formidable edificio provisto de los últimos adelantos de la ciencia   —159→   y destinado a los que padecen enfermedades nerviosas, a los vagos, a los perezosos, a los que no tienen ganas de trabajar. El Comité del Aperitivo, que maneja un capital de millón y medio de pesetas, persigue como finalidad la de mantener despierto el apetito de los ciudadanos mediante vinos estimulantes, repartidos profusamente en caprichosas botellas que lucen el retrato del fundador...

»¿Qué hacer con mi montaña de pesos, si nada han dejado por hacer? Un legítimo orgullo me impide reducir mis actividades al papel secundario de colaborador de las ideas ajenas. Aspiré a perpetuar mi nombre y a que las generaciones futuras lo saludarán con el respeto que merecen los grandes bienhechores de la humanidad. Creía yo que la desgracia y el infortunio de mis conciudadanos me brindarían ocasión sobrada para ello, y me he equivocado: de estos lugares han huido los infortunios y las desgracias. Salvo los que impone el curso natural de la vida, y que son irremediables, cuantos la sagacidad más piadosa y la previsión más despierta han podido imaginar, cuentan ya con establecimientos dedicados a su alivio. Epidemias, accidentes, incendios, daños y pérdidas en las cosas, quebrantos en las personas, la lista copiosa de las calamidades terrenas, en suma, han encontrado, antes de que yo llegase, una bolsa desprendida.

  —160→  

»Por eso me suicido. Carezco de parientes próximos cuyo cuidado me interese. No me atrae la vida. Sobro en el mundo. Y me suprimo.»



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ArribaEl magistrado del Supremo

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Dibujo

«Mi distinguido compañero: Imagino la estupefacción con que verá usted mi nombre al pie de esta carta. ¡Cómo, un funcionario de la carrera judicial que alcanzó los puestos más altos, un magistrado que no hace un mes todavía formaba parte de una de las Salas del Supremo y estampaba su firma después del «fallamos» inapelable, uno de los jueces del primer Tribunal de la Nación, pone fin a su vida como el protagonista de cualquiera de los dramas pasionales que dan trabajo a la crónica negra! ¡Oh, qué bochorno para la justicia, qué escandalazo va a promover el suceso, y cuántos comentarios y conjeturas harán corchetes y escribanos, relatores y alguaciles!

»Bien que lo siento, amigo y camarada, pero no puedo evitarlo. Todo eso, y otras cosas que me callo, coloqué en la balanza de mi pensamiento, y han valido menos que la pesadumbre de mi existencia. De ahí la decisión que he adoptado y que habré cumplido cuando esta carta llegue a manos de usted. Perdóneme si la alargo en exceso, con antecedentes y notas que   —164→   juzgo precisos a la mejor comprensión del caso y convenientes a mi defensa, y que expondré según un plan metódico, como los motivos de un recurso de casación.»

«EL MAL DE LA TOGA. -¿Qué me dice usted de la toga, compañero? Yo digo que su mayor daño está en que cuantos la visten envejecen inmediata y fatalmente. Hay médicos jóvenes, ingenieros jóvenes, arquitectos jóvenes: no conozco un abogado joven, joven de espíritu, entendámonos, que con juventud en la cédula abundan.

»El abogado ha de manejar leyes concebidas en substancia, y a menudo en detalle también, antes de la Era Cristiana: herramientas que traen el polvo de los siglos, y en las que cien generaciones han dejado el moho de sus manos sudorosas. ¿Qué mocedad resistiría la influencia asoladora del censo o el comodato? En la entraña de las figuras jurídicas han husmeado las narizotas de millones de leguleyos, al olor de todas las piltrafas utilizables en menesteres litigiosos. Nada hay que no hayan visto, sobado y resobado, y nada nuevo legaron a las generaciones venideras. ¡Ay del que por siempre se reduzca a vegetar dentro de su recinto, sin otro horizonte! Caballo de picadero, hecho a la eterna noria de la pista e inútil ya para las galopadas   —165→   a campo traviesa, hacia un ideal lejano...

»El mecanismo de la profesión apena. La cuestión suele versar sobre el alcance de las palabras, y el letrado tiene que hacer primores gramaticales y juegos de terminología. Los vocablos más sencillos adquieren de pronto formidable profundidad. Montañas de papel de oficio se levantan con rapidez que sabe a maravilla, y el litigante acaba adquiriendo la convicción de que el lenguaje sirve, no para que se entiendan los hombres, sino precisamente para todo lo contrario...»

«EL PRESTIGIO DE LA ROPA TALAR. -La sotana y la toga tienen el prestigio de las ropas talares, atavío de gentes que compensan la debilidad física con la grandeza moral del culto religioso o el oficio justiciero. Los milites romanos y sus sucesores en azares bélicos usaron siempre la ropa corta, que deja los miembros prontos para el ataque y desembarazados para la marcha y constituye así traje propio de quienes han de imponerse por la fuerza.

»Alguna vez he buscado la razón en virtud de la cual todas las mesas presidenciales cubren sus pies con una honestidad que voy echando de menos en las mujeres. Y ahora pienso que la razón está en que el respeto, uno   —166→   de los valores más delicados, exige que ocultemos las extremidades inferiores, porque su exhibición mueve a desacato. Guarda la cabeza lo mejor del hombre, y sin duda a eso ha de atribuirse el que los ángeles aparezcan, en la imaginería devota, como rostros alados, sin cuerpo alguno. Aún de cintura para arriba conservamos cierta dignidad en la presencia, pero allí donde principian el asiento y las zonas bajas de nuestra máquina, acaba la nobleza orgánica. Bien lo han comprendido los dos servicios supremos: el de Dios y el de la Ley, y de ahí que sus sacerdotes y ministros lleven el indumento hasta el talón. De donde resulta que los varones, en punto tal, juzgamos de nosotros mismos; igual que de las mujeres: cuanto más mostramos las piernas, a menos consideración y reverencia nos creemos merecedores. Mis ilustres compañeros, consecuentes abonados a la primera fila de todas las revistas, sabrán apreciar este tropo, que descansa en una copiosa jurisprudencia de pantorrillas y muslos al natural...»

«EL CAPITÁN GERUNDIO. -La prosa judicial está sujeta a una ordenanza militar. Sus párrafos desfilan como los soldados de un batallón: por compañías y a las órdenes inmediatas del mílite de turno. La jefatura de los hechos   —167→   corresponde al capitán Resultando; la de los fundamentos legales, al capitán Considerando. La disciplina no consiste sólo en que el mando inexcusable vaya a la cabeza, sino en que su autoridad trascienda a todos los conceptos que le siguen dentro de la unidad forense y castrense. Estos capitanes atan de tal modo a sus reclutas, que ninguno puede presumir de independencia: la formación es cerrada, y el que la cierra se siente encadenado, a través de sus compañeros de servicio, con el oficial que les gobierna, cual el índice de un libro se sabe unido a la página primera: el hilo que asegura el haz de voluntades se llama, en la milicia, obediencia; en las ejecutorias, sintaxis. Así, sobre la prosa judicial tiende sus mandobles de dictador el gerundio rituario, y la magistratura contrae con su manejo un vicio del que ya no logrará verse libre. Carta de oidor y artículo de juez suelen delatarse pronto en la calidad del estilo, pródigo en períodos largos y densos, que nunca ofrecen al lector el descanso de un punto y seguido, sino, a lo sumo, y de tarde en tarde, el respiro somero de las comas escasas...

La magistratura escribe a las órdenes del capitán Gerundio.»

  —168→  

«¡DINERO, DINERO, DINERO! -Todo pleito es un duelo de intereses particulares. La misión única del Tribunal estriba en decidir si Pérez debe pagar a González, si Rodríguez tiene derecho a la herencia de Gómez, si la tierra de López ha pasado lícitamente a poder de Martínez... Siempre, o casi siempre, dos bolsillos en pugna, que abren la boca, ávidos de la plata ajena, o la cierran herméticamente, temerosos de que los desvalije el litigante contrario... ¡Dinero, dinero, dinero! Los autos despiden bocanadas espesas: huelen a alcoba de enfermo que testa entre sudores de agonía e impaciencias de herederos codiciosos; a covacha de prestamista que afila sus uñas a la espera de clientes; a mandamiento de embargo, a tasación de costas... ¡Dinero, dinero, dinero! Seis mil pesetas miserables ponen en juego una maquinaria complicadísima -el Juzgado municipal y el de primera instancia, la Audiencia y el Supremo-: catorce jueces; y magistrados, con su nutrida escolta de relatores, escribanos y alguaciles... La vida ofrece a los que juzgan sus facetas más egoístas, sus relieves más prosaicos.

»¡Puah, qué asco de pleitos!»

«EL PARASITISMO JURISPRUDENTE. -En tecnicismo socialista, burgués vale tanto como parásito, y parásito es aquel que vive del trabajo   —169→   ajeno. Pues bien, la jurisprudencia es una de las formas del parasitismo forense. El magistrado que falla según la jurisprudencia, vive a costa del trabajo de los que le precedieron en el cargo y se rompieron los codos estudiando un pleito igual al de ahora. Bazar de ropas hechas parecen las colecciones de sentencias, donde el ponente busca y rebusca una que le saque del atolladero. Y como las cosas no han cambiado en substancia, y las leyes que nos rigen andan cercanas a la media centuria cuando menos, sonríe uno si considera que los conflictos matrimoniales de hoy se zanjan con criterio análogo al de ayer, y aprende uno, si ya no lo sabía, que el tiempo trae mudanza de formas, mas no de fondo.

»Hay, sin embargo, en la jurisprudencia una nota que me conmueve. La magistratura se perpetúa en los fallos del Supremo, sus hijos espirituales. No mueren los magistrados, no. Asisten todas las mañanas al Tribunal, fantasmas vestidos de toga, y ocupan su puesto en estrados, junto a los que les sucedieron. Ellos son los que deciden las contiendas jurídicas. Su alma quedó en los anexos de la Gaceta, y su palabra silenciosa viene sonando desde el año 50, desde el año 80, y la escuchan, devotos, los juzgadores actuales. No mueren, no. La cita de cada sentencia repercute allí lejos, y el juez que la redactó, sombra qué   —170→   en las sombras mora, acude a la llamada...

»Usted, compañero, es aún muy joven, pero ha de verlo... Un día, en su poltrona de las Salesas, le sobrecogerá un calofrío, cual si una boca helada soplase a sus espaldas: o acaso suene la campanilla sin que una mano tangible la mueva, o quizás descubra usted que la alfombra cede a la presión de una planta misteriosa... ¡Y serán ellos, compañero, ellos, cuya labor judicial habrá rememorado cualquiera de los patronos perorantes! Por eso no conviene menudear su recuerdo. No les molestemos tanto: que descansen a sus anchas en la huesa, que merecido lo han... Porque ocurre que cuanto mayores hayan sido sus aciertos, con mayor frecuencia se les invoca ante el Tribunal, de modo que, por demasiado buenos, ni después de muertos alcanzan el reposo, y, en cambio, los torpes duermen a pierna suelta.

»Hubo una vez un abogado ilustre, a quien hicieron famoso la duración de sus informes y el tremendo bagaje jurisprudencial en que los apoyaba. Designáronle para defender cierta demanda de muchos millones, y en las diez y seis horas que empleó en su discurso enumeró cuatrocientas treinta y dos sentencias, favorables a su tesis, según él. A medida que las nombraba, sin perdonar una, el ponente respectivo salía de la tumba y venía al Tribunal. Y así, unos tras otros, los cuatrocientos   —171→   treinta y dos magistrados, a la voz del civilista insigne, fueron entrando y colocando sus invisibles cuerpos encima de las mesas, debajo de las mesas, detrás de los sillones, jinetes en la barandilla... Poco después la plataforma de extractos se hundía, entre crujidos temerosos. Lenguas maldicientes lo atribuyeron al peso de la oración forense interminable. En realidad, el hundimiento fue debido al peso de los cuatrocientos treinta y dos magistrados que en espíritu asistieron a la vista...»

«LOS SIETE SIETES. -Las únicas puertas por donde puede entrar el enemigo en la fortaleza de los fallos, se llaman motivos de casación; pero más allá del foso, cabe las almenas, al amparo de los torreones, está la Sala ojo avizor, y sólo después de un combate triunfal cae el puente levadizo. El letrado recurrente ha de probar que la sentencia, traje forense cortado a la medida de un litigio, tiene rotos que imponen el deshecho de la prenda y la confección de otra nueva. La locución familiar que califica de «sietes» los destrozos indumentarios, viene bien en este capítulo esencial del procedimiento. Motivo de casación significa desgarradura jurídica sin zurcido decente: un siete, en suma, y son siete los sietes legales en lo civil de fondo... Siete son también los jueces   —172→   en audiencia normal, de modo que por cada motivo hay un magistrado, lo cual no quiere decir que no haya a veces magistrados sin motivo...

«PERNICIOSA INFLUENCIA DE LAS SALAS. -Los organismos colegiados aseguran el acierto mejor que los unipersonales, pero, a la larga, perturban la psicología de sus componentes. El perfecto magistrado esfuma su personalidad en la de Sala: es un simple ponente; su opinión vale poco si la Sala no la refrenda. La resolución del caso compete siempre a la Sala... En el perfecto magistrado va operándose así, lentamente, una profunda transformación espiritual: a medida que crece la figura de la Sala a que está adscripto, disminuye el concepto que de sí mismo tiene. Mediante sucesivas enajenaciones involuntarias cede las iniciativas, los pensamientos propios, las cosas peculiares, y termina desconfiando hasta de lo mejor y más íntimo suyo en tanto no lo sancione la Sala. Incluso habla en primera persona del plural, como los obispos....

»-Ayer observamos que te pusiste las ligas de color de rosa -dice el perfecto magistrado, con tono grave, a su costilla.

»-¿Que ayer «observasteis»?... ¡Tú estás loco, Manuel! ¿Quién me habrá visto ponérmelas? ¿Había alguien contigo?

  —173→  

»-Nadie, mujer. Ya sabes que yo nunca soy yo, sino «nosotros».

»El perfecto magistrado aplica a su vida particular el sistema del colegio. Las cuestiones caseras se resuelven en Sala también. En los primeros años de carrera judicial, cuando el magistrado actúa de juez, la Sala es la alcoba. Pasada la cincuentena, cuando los hijos ejercen el derecho de voz y voto en los litigios domésticos, la Sala es el comedor.

»Me consta positivamente que los maridos que con mayor interés solicitan y con mayor respeto siguen la opinión de la cónyuge, son los que pertenecen a la judicatura. Me consta asimismo que pocos o ninguno se atreve a emitir voto reservado frente al dictamen de su mujer.»

«¡MI POBRE PEDRO! -Cediendo a indicaciones mías, mi pobre hijo Pedro siguió la carrera de Derecho. -No hay ejercicio que supere al de la toga en amplitud de horizontes, en elevación doctrinal -le dije-. Allí hallará tu espíritu, tan dado a los estudios filosóficos, extenso campo donde solazarse. La ciencia jurídica descansa en profundos cimientos teóricos, y sus disciplinas convienen a los intelectos que gustan de conocer lo hondo de las cosas y construir esos sutiles andamiajes que aseguran el edificio social...

  —174→  

»Asunto de oficio fue el que estrenó su bufete. Un vulgar atropello de automóvil: dos mujeres, al atravesar la Gran Vía, cayeron bajó las ruedas de un coche. Quedó una de ellas moribunda, gravemente herida la otra. El fiscal acusaba al chauffeur como autor de un delito de imprudencia temeraria.

»Pedro se empapó a conciencia en el sumario. Las luces del alba le sorprendieron muchos días a vueltas con los autos... La mañana del juicio oral, el «joven y elocuente abogado», como le llamaron en una reseña de Tribunales, pronunció un informe notabilísimo. Hubo de probar primero que el lugar del accidente no era paso de peatones, y aprovechó el momento para hacer un profundo análisis histórico-crítico del guardia encargado de la circulación, análisis en que puso de relieve, con citas afortunadas, la diferencia que existe entre la maza de ceremonia, el basto de la baraja y la porra urbana, símbolo del poder municipal, pacífico y protector. Señaló después las ventajas, que encomian textos autorizados, de que miremos bien a derecha e izquierda antes de decidirnos a cambiar de acera, práctica previsora que, además, constituye una saludable gimnasia de los músculos del cuello. Como las dos víctimas iban, cuando sufrieron el accidente, cogidas del brazo, el defensor subrayó con humorismo la traza pueblerina de quienes así   —175→   deambulan y el mayor peligro que corren, faltos de libertad en sus movimientos, y, a fin de convencer al Tribunal, se levantó y, en plenos estrados, ciñéndose la toga y requiriendo la colaboración del ujier, supo demostrar que arriesgan la vida los que siguen en las rúas de la Corte la moda de Calatorao.

»La segunda parte del discurso, «pieza forense admirable», según la reseña periodística, estuvo consagrada al motor de explosión. Mi hijo, que había dispuesto una pizarra detrás de la mesa, logró persuadir aun a los más reacios, mediante precisas esquemas y razonamientos sutiles, de que un autómovil es cosa distinta de un carruaje de caballos, y en un párrafo elocuente, acogido con murmullos aprobatorios, trazó un parangón entre las riendas del cochero y el volante del chauffeur, cantó un himno a la gasolina, «filtro de milagro, que en sus entrañas incoloras guarda una fuerza gigante, como la linfa clara y transparente es quebradizo espejo cuando discurre por el canal y brazo hercúleo cuando mueve la turbina», y se declaró siervo rendido «de Nuestra Señora la Velocidad, que nos embriaga como un vino voluptuoso»... Algunos suspicaces creyeron advertir, en las palabras del letrado perorante, una delicada alusión a cierta marca popular. «¡Viva Ford!», gritó uno del público. «¡Viva Citroën!», replicó otro. Vinieron a las manos los antagonistas,   —176→   y el presidente restableció el silencio a duras penas.

»Un extremo quedaba por resolver: ¿había tocado o no la bocina el mecánico que ocupaba el banquillo? Mi Pedro sentó una premisa categórica: todo chauffeur, mientras no se demuestre lo contrario, toca siempre la bocina. La toca aunque no venga a cuento, maquinalmente, inconscientemente. Las calles madrileñas conocen ese concierto automovilístico, en el que los taxis desempeñan papel principal, y que degenera en incurable manía. ¡Caso típico el de Louredo! Louredo ejerció largo tiempo, por derecho propio, el cargo de presidente de «El Acelerador», cooperativa de conductores de autos. Horas antes de morir, víctima de breve enfermedad, advirtieron sus familiares que le sobrecogía una extraña angustia. El enfermo, perdida el habla, conservaba un débil soplo inteligente en los ojos abiertos de par en par y fijos en un punto. Su mujer, a través de las lágrimas que la cubrían el rostro, adivinó el incógnito deseo del moribundo: sobre la mesa de noche había una pera de goma, utilizada momentos antes en la administración de un enema. Entregósela la triste, y Louredo, sonriendo cuanto se lo permitía su mísero estado, púsose a apretar la pera, que su delirio convirtió en bocina, mientras su mano izquierda, asida a un volante imaginario, asomaba de vez en vez fuera   —177→   de la cama, como si recomendase precaución a los coches que viniesen detrás. Y oprimiendo el prosaico utensilio con un fervor admirable acabó sus días aquel digno ciudadano, a quien todavía llora «El Acelerador».

»¡Qué emoción la de mi hijo al relatar la historia de Louredo! Sus oyentes se contagiaron, y los sollozos impidieron oír el final de un párrafo sonoro, que tenía como tema «la brava sinfonía del progreso, donde suenan las voces de la energía domeñada -pitos de fábrica; silbatos de locomotora, sirenas de transatlántico, bocinazos de automóvil...»

»La Sala acordó la absolución del procesado. ¡Gran triunfo el de mi hijo! Felicitáronle jueces y compañeros. Aquel «debut» estupendo hacía presumir una brillantísima carrera. Le aguardaban en el foro jornadas gloriosas... Y, sin embargo, mi Pedro no era feliz. Advertíale yo triste y huraño. Algo había, oculto a las miradas de todos, que carcomía su natural complacencia. No tardé en descubrirlo. Una mañana me despertó fuerte olor a quemado. Salté del lecho y salí al pasillo: por la puerta entreabierta del dormitorio de Pedro se escapaba un humo leve... Me acerqué con premura y vi, lleno de asombro, que mi hijo estaba prendiendo fuego a sus libros, a sus dilectos libros: habían ardido ya los de Derecho político; siguiéronles los de Derecho civil, los de Derecho   —178→   penal, los de Derecho administrativo, los de Derecho mercantil, los de Derecho internacional, los de Derecho canónico, los de Historia del Derecho, los de Procedimientos, los de Economía, los de Hacienda... Acabado el auto de fe, sacó un montón de novelas del fondo del armario, donde yacían cubiertas de polvo, y las fue colocando en los estantes, vacíos ya de la ciencia jurídica que guardaban aquellos tomos un tiempo leídos y releídos. Contempló luego las cenizas que negreaban sobre el baldosín blanco y rojo, se puso el sombrero, ahogó un suspiro, y tras de requerir las leyes de Medina y Marañón, tomó el camino de la Audiencia, donde tenía que abogar en pro de un honrado padre de familia, autor de un triple asesinato...

»¡Mi pobre Pedro!»

«LA BARBA DE CEREMONIA. -La barba es, por excelencia, el atributo visible de la varonía. En el espesor y largura del bigote, cuando se usaba, pudieron algunas señoras codearse con nosotros; en punto a la barba, el sexo femenino ha llegado apenas a un esbozo vergonzante de perilla. La barba, además, impone cierto respeto: diríase que imprime un sello grave y digno en quien la lleva. Será difícil que imaginemos un hombre barbudo metido a banderillero   —179→   o jugando al foot-ball, y esta incompatibilidad con el toreo y el deporte, ejercicios de juventud que piden ligereza, acusa la alta condición de la barba.

»En el cabello que cubre el cráneo es bien sencillo disimular la vejez: el sombrero, a efectos tales, rinde valiosos servicios de cómplice. La barba, que no sabe de tapujos, se presta menos al engaño del tinte: Hay que concluir que el hombre que la ostenta en su plenitud ornamental no huye de la verdad. Los recaudadores de contribuciones han comprobado la certeza de esta observación: el ciudadano que se deja la barba jamás defrauda en la cédula. ¡Lástima que se la dejen tan pocos!...

»La magistratura debe producir, en las Salas de justicia, la sensación, no sólo de que escucha, sino de que escucha atentamente los informes abogadiles. Un oidor desnudo de pelo el rostro habrá de reducirse, para probar el interés que ponga en el debate, a clavar los ojos en el letrado de turno. En cambio, un oidor, barbudo... Un oidor barbudo dispone de un gesto cínico e insubstituible: el de la mano que acaricia la barba con despacioso mimo, y peina sus hebras y las alisa con suave lentitud, como si contase las que flaquean allí donde acaba, y, a veces, prende una entre el pulgar y el índice, que en leves vaivenes la afilan y pulen, y que reflejan, mejor que nada, que el pensamiento se   —180→   aplica por entero al negocio discutido. La estadística dice que los magistrados más propicios al sueño son los que se afeitan.

»Opino que la barba y el bigote debieran completar siempre el traje de ceremonia, porque contribuyen al prestigio de la clase judicial tanto, cuando menos, como la toga y el birrete.»

«BUENO, PERO... -Tiene usted razón, compañero. Hablando, hablando, todavía no he explicado los motivos próximos de mi fatal decisión. Helos aquí:

»Hoy hace un mes que me jubilaron; pues bien, hoy hace un mes que no duermo. Mientras estuve en activo me acostumbré a pasar las noches sin pegar ojo, entregado a mis papeles: el silencio de la casa y de la calle hacía fecundo mi trabajo, y la velada transcurría rápida y agradablemente. Por la mañana, después del somero desayuno, y al filo de las diez, me dirigía al Tribunal. Un ratito en tertulia de camaradas, y a las diez y media, con exactitud cronométrica, la procesión solemne de los togados, a lo largo de las lujosas galerías del Supremo, en busca de nuestras salas respectivas.

»Antes de comenzar calculábamos sí duraría mucho o poco la vista del negocio.

»-¡Hoy no despachamos ni a la una! -auguraba   —181→   el ponente, regocijado-. Hay tela de sobra.

»-Es lástima -comentaba otro de los oidores-, que no podamos solicitar de las partes que amplíen o desenvuelvan alguno de los extremos del juicio. Secretario, sugiérales usted que no tenemos ninguna prisa y que pueden hablar cuanto gusten, con tal que no den gritos ni puñetazos en la mesa. Necesito descanso.

»-¡Que me despierten a las doce y media, ujier! -ordenaba uno-. A esa hora he de tomar mi específico...

»-¡Oh, glorioso Calderón -pensábamos todos-, tú bien dijiste que la vida es sueño!... »

Entre las atribuciones presidenciales está la de conceder la palabra con las de protocolo:

»-Tiene la palabra el letrado recurrente...»

Yo las profería siempre entre dos bostezos. A veces, la última de las seis que componen la fórmula la suspiraba ya a párpado caído. Y, en seguidita, a dormitar. ¡Sueño maravilloso el de la magistratura en las salas del Supremo! Son cómodos los sillones, bien renchidos, alto el respaldo, para mejor descanso de la cabeza. Los radiadores de la calefacción despiden un vaho de bochorno. La voz de los abogados llega como un murmullo lleno de cautivadoras monotonías...

»Mas hay que saber hacer las cosas. Algunos espíritus malévolos aseguran que los jueces   —182→   duermen en sus sitiales como cualquier ciudadano en el lecho que destine a su uso personal, y se equivocan. No. Los jueces duermen, es cierto, pero guardando las formas. En primer término, no suelen roncar, salvo excepciones contadas, y sólo esto supone un largo y difícil aprendizaje y, prueba el respeto que tributan a Temis: en los Tribunales no debe oírse otro ruido que el que sale de la garganta de los voceros. Además, duermen muy derechos, rígidos, sin perder la grave compostura propia del oficio y del lugar. Algunos, no lo niego, dan media vuelta, se colocan de lado y hasta manejan los vuelos de la toga como el embozo de las sábanas; son los menos, sin embargo. Y el caso de Trigueros, quien iba deslizándose poco a poco en el asiento hasta desaparecer debajo de la mesa, donde un alguacil previsor le había dispuesto de antemano colchoneta y almohadas, no ha tenido imitadores, por fortuna. En cambio, abundan los magistrados dignos que llevan lentes ahumados, para que la negrura del cristal disimule mejor, delicadeza merecedora de alabanzas. Y hubo un Presidente de Sala que aprendió a sestear con los ojos abiertos y balanceando la cabeza de vez en vez, cual si asintiera a las razones del letrado perorante. ¡Hombre admirable aquél! A otros menos ilustres les han erigido estatuas... Finalmente, muchos no duermen,   —183→   aunque lo parezca, sino que deseosos de concentrar su atención, y con el fin de que nada les distraiga, tienden de cejas a nariz la protectora persiana de una mano y escuchan, sorbiéndose los artículos del Código y la lluvia de sentencias que vierten las partes en sus informes...

»¿Quién dijo que las leyes se aderezan con jugo de adormideras? ¿Qué efluvios de substancia somnífera desprenden, que cuando oímos su comento el sopor nos invade? ¿Por qué los sabios andan locos tras de la enfermedad del sueño, si la mosca «tsé-tsé» que la produce anida en los estrados judiciales mejor que en las selvas africanas?

«¡Ay, mis mañanitas del Supremo! La noche del día en que me jubilaron la pasé dedicado a la lectura de una novela, amable sustitutivo de los autos. Hice luego mi vida ordinaria: desayuné a las nueve, y a las diez, maquinalmente, requerí sombrero y abrigo para dirigirme al Tribunal... Mis familiares, entre bromas harto tristes, hubieron de recordarme la amarga evidencia de mi inutilidad administrativa:

»-¡Hoy se queda usted en casita, castigado!

  —184→  

Anda, y que trabajen los demás, que usted ya trabajó bastante.

»Yo esperaba que a las diez y media vendría el sueño a buscarme, como de costumbre. Dieron las diez y media, las once, las once y media..., y no vino. El desasosiego propio de las primeras horas de vejez oficial me brindó una explicación consoladora; pero al día siguiente, y al otro, y al otro, sucedió lo mismo... Imaginé entonces que me convendría disponer las cosas de tal modo que mi despacho semejase Sala de justicia; mi sillón, sitial de presidente, y estrado la modesta alfombra. El escenario puede mucho. Tal vez un remedo del Tribunal, donde disfruté momentos de inolvidable reposo, haría caer a Morfeo en el engaño. Hasta me vestí la toga y me encasqueté el birrete, y dije, con voz campanuda:

»-Tiene la palabra el letrado recurrente.

»¡Tiempo perdido! El sueño descubrió la trampa, y yo moría de cansancio; ni siquiera me quedaban los recursos farmacéuticos, porque el opio habría sido fatal para mi corazón débil. En el trance angustioso, puesta a prueba la inventiva, hubimos de agotar todos los medios. Mi mujer se brindó a tomar la cuenta a la cocinera delante de mí, labor depuradora que solía promover desaforados litigios. La pobre, apuradísima, me prometió examinar partida por partida las de la compra cotidiana, y regatearlas   —185→   al céntimo, y perseguir la sisa con implacable celo. ¡Quién sabe si sus acusaciones de fiscal y las réplicas de la maritornes traerían a mi memoria el recuerdo de los debates judiciales, y con el recuerdo aquel bendito sestear de las Audiencias!... ¡Todo inútil! Tuve que reconocer que amas y criadas discuten con lógica más elocuente, con mayor agudeza y con mejores argumentos que los ases del foro, y, ¡cosa rara!, asistí a la vista casera muy despierto y dominado por un creciente y desconocido interés...

»¡Y llevo ya veintinueve días sin pegar un ojo, compañero! No puedo resistir este suplicio, el peor entre los peores. Fracasados mis esfuerzos y los de mis parientes, sólo en la muerte hallaré el descanso que busco. Lo que el dormir me niega me lo prestará el morir. -¡Qué alegría pensar que dentro de pocos minutos habrá concluido para siempre la bárbara vigilia que me consume!

»¡Hombres de la toga, los que reposáis tranquilos en los sillones de terciopelo, bajo el escudo que el gran collar de la Justicia orla, mientras los oradores de tanda os arrullan! Aprovechad los momentos, pues acaso echaréis   —186→   pronto de menos la ventura de ahora. ¡Que cuando llegue el paso doloroso de la jubilación no tenga que remorderos la conciencia por haber malgastado un solo minuto de siesta judicial!»





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