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Juan Ramón y la poesía

Ricardo Gullón





A menudo se cita el decir de Juan Ramón sobre el poema -«No le toques ya más, que así es la rosa»-, pero se desconoce que el propio poeta, comentando sus versos, aclaró que si tal decía, era «después de haber tocado el poema hasta la rosa». Sin duda, quiso expresar con estas palabras su aspiración difícil a la «perfección viva», a la perfección conseguida sin forzar las cosas, arduamente, mas sin llegar al punto de frialdad que delata lo yerto, lo agotado y sin vida. En el empeño por conseguir una poesía perfectamente desnuda, Juan Ramón ha ido renunciando tanto al soporte sentimental como al artificio retórico. A propósito de su obras, es sobremanera adecuado el término desnudez: progresivamente fue despojándola de los usuales ropajes, mitificando su concepto, y también identificándose apasionadamente con ella.

La pretensión de lograr una poesía muda y palpitante, belleza suma no contaminada por el roce de cuanto fuere distinto de ella misma, sólo podía tenerla un artista excepcional, con sensibilidad para captar los rumores más tenues, las vibraciones profundas de los seres, y al mismo tiempo dotado de unas posibilidades expresivas donde la finura se aliara a la riqueza y a la precisión. Estas posibilidades forjaron el instrumento mediante el cual la sensibilidad del poeta se hizo tangible, mostrando en el verso la hermosura del mundo cuyas representaciones constituían el objeto de su esfuerzo. Juan Ramón Jiménez, en cuanto a instrumento verbal, ha sido el creador mejor provisto de nuestros tiempos; será necesario remontarse hasta Lope para encontrar alguien que en ese aspecto pueda serle parangonado. En cuanto a pureza de intención poética, nadie antes de él llegó a tan alto grado de desprendimiento, de desasimiento de todo lo ajeno a la poesía, diferente de la poesía.

La influencia de Juan Ramón sobre la lírica española ha sido importante, su aporte decisivo. Como antes sucediera con Rubén Darío, su obra marca el fin de una etapa y el comienzo de otra. Nada en la lírica actual castellana ha resistido a su influjo: por o contra, las presencias juanramonianas han gravitado sobre la creación de los mejores, han determinado búsquedas, impuesto formas, sugerido estilos, léxico, manierismos. Los poetas de la generación de la Dictadura -Salinas, Diego, Guillén y los demás- le son deudores, y a través de ellos, cuando no directamente, los más jóvenes traslucen, la huella del «andaluz universal». Su influencia, digo, es tan fuerte como la de Rubén, superior a la de Unamuno y Antonio Machado, que, junto con la suya, son las que alcanzaron mayor vigencia entre los poetas contemporáneos.

Y sucede que este gran creador, permaneciendo en lo fundamental idéntico a sí mismo, no ha cesado de evolucionar hacia una soñada y milagrosa perfección. (Federico de Onís y otros después, registran en su obra tres períodos bien delimitados: el segundo es más bien la etapa de transición, inesencial). Al referirme antes a sus renunciamientos pensaba en ese ansia admirable de alcanzar lo sumo, lo exquisito, lo perfecto, que constituye la característica fundamental de su posición estética y que ha sido bastante para eliminar de sus versos elementos valiosos, considerados por él como lastre para el logro de su ascético objetivo.

El admirable ejemplo de fervor y dedicación a la poesía dado por Juan Ramón a lo largo de cincuenta años, no tiene par, según creo, en España ni fuera de ella. Su vida es su poesía; su poesía, la razón de su vida. Incansable, torna y retorna a sus poemas, que, siempre en punto de perfección, están asimismo en trance de obra en marcha, de obra que puede cambiar, enriquecerse, adquirir tal tez nuevo sentido. Cada uno de sus libros, más aún, cada uno de sus poemas entrega la imagen del poeta, y no una imagen deformada, sino genuina; empero, sólo del conjunto de su obra obtendremos el conocimiento total de este gran espíritu creador. En todo poema ha puesto una porción de su ser, de su ser completo, de su varia y alternativa aspiración de artista. Apareció primero tierna y dulcemente sentimental; después -atravesada una zona tórrida de vibrante pasión-, atraído por la belleza presentida de unir poesía más sencilla y densa, desembocó en transparencias llenas de resplandores, en composiciones cuya «espontaneidad» aparente encubre el penoso y alegre debate precedente en el alma del poeta.

Sus obras de la primera época se llaman: «Arias tristes», «Olvidanzas», «Poemas májicos y dolientes», «Elejías», «Melancolía»...; las obras posteriores van rotuladas: «Pureza», «Sonetos espirituales», «Eternidades» «Piedra y cielo», «Poesía», «Belleza», «Unidad»... (Menciono, naturalmente, los títulos más significativos). Con su sola enumeración queda subrayada la diferente actitud del poeta en cada época: Olvidanzas, melancolía, poemas dolientes... dicen la corriente sentimental que soterrañamente les baña; al poner el acento en la pureza, la poesía, la belleza, es notorio el cambio de punto de vista hacia lo esencial, hacia el elemento intelectual de la poesía misma.

Esta distinción debe ser tontada cum grano salis, pero no cabe desconocerla. Siempre habrá en la obra de Juan Ramón -pese al «intelectualismo»- un aura melancólica y dulce, como que le es connatural, pero en sus poemas, desde 1917 aproximadamente, tiende a desvanecerse, a hacerse fluida, etérea, semejante a un halo que sentimos pero no vemos. Ahora, en este 1947 nuestro, llega a España el último presente del poeta, y su examen confirma lo que vengo diciendo. El título: «La estación total», induce a situar ésta en la línea de sus últimas obras, de «Poesía» y «Belleza» y «Unidad», singularmente. Esta estación total del poeta -¡lejano ya aquel «Estío» de treinta años atrás!- no es su invierno, sino su plenitud, su ser eterno, y -literalmente- su totalidad:


   El fin está en el centro. Y se ha sentado
aquí, su sitio fiel, la eternidad.
Para esto hemos venido. (Cae todo
lo otro, que era luz provisional).
Y todos los destinos aquí salen
aquí entran, aquí suben, aquí están.
Tiene el alma un descanso de caminos
que han llegado a su único final.



El artista, en completa posesión de sus medios expresivos y acaso por sentirse seguro de ellos, los utiliza con supremo rigor, alquitarando la organización del poema, cuya sutileza se adelgaza y extrema eludiendo el contacto con la realidad exterior, con cuanto no sea la evanescente pasión del espíritu juanramoniano: parece tan desinteresado de la circunstancia, de la anécdota -trivial o definitiva- como si sólo en sí pudiera hallar materiales para la obra, avanzando en una especie de lúcido sueño, guiado por la dulce mano de la poesía misma. Por aversión a lo prosaico, recusa cuanto sea traducible a la expresión no poética, parafraseable, explicable casi. Nos se pueden contar sus poemas, explicarlos es traicionarle un poco; deben ser sentidos, intuídos, gozados, sin ajenas apoyaturas, como se siente o se goza la inefable belleza de la rosa, de la radiante mañana, o del mar.

No se olvide, sin embargo, que Juan Ramón escribió un día en su Diario: «Si elaboramos demasiado nuestra limpieza humana y divina, nos quedaremos fuera de los dos paraísos. Oler, saber, tocar un poco a hombre y mujer, a diosa y dios, es agradable y necesario».

Juan Ramón Jiménez

Esta humanidad célica, esta raíz necesaria en tierra y cielo, consérvanla los poemas de «La creación total», mas sólo en la mínima medida exigible, en el mínimo de evocación precisa para influir sobre la imaginación del lector y sobre su fantasía. No, desde luego, un conjunto de composiciones tendentes a mostrar la maestría técnica en su ápice, sino la expresión lírica de sentimientos quintaesenciados. La forma, tan sutil y consciente, no es separable de la intención, es decir, de lo llamado «el fondo»; cada composición se origina en la mente del poeta siguiendo el fluir de su pensamiento, identificando lo de por sí inseparable, puesto que la creación sólo «es» cuando es palabra y la palabra juanramoniana vale por ser la insustituible vestidura de su anhelo.

Hablar ahora de composición puede ser, al mismo tiempo, muy verdadero y muy equívoco. Equívoco por lo antes escrito, porque la composición de cada poema es, si así cabe decirlo, interior, resultado «espontáneo» de un debate íntimo sincerísimo, y por eso, en cierta medida, un fenómeno natural distante de cualquier artificio y retórica. Y verdadero porque el libro tiene arquitectura definida, meditada, obediente al propósito de mostrar cómo el poeta en su colmada soledad última, siente, por la gracia de la poesía -de la palabra- el eco de los oscuros misterios cuyo secreto sólo a él ha de serle revelado:


   De todos los secretos blancos, negros,
concurre a él en eco, enamorada,
plena y alta de todos sus tesoros,
la profunda, callada, verdadera
palabra,
que sólo él ha oído, oye, oirá en su vijilancia.



Pues la palabra, además de ser «la cosa misma, creada por mi alma nuevamente», conforme cantó en su invocación a la Inteligencia, es también carne y alma del poeta, eternidad al fin conseguida en su obra a fuerza de sutileza y de identidad con el tema. Buenos ejemplos se encuentran en «La estación total»; así «Aurora», donde el equilibrio entre la imagen y el pensamiento se consigue en plena sazón, probablemente porque, siquiera en función ancilar, inclúyese un punto de nostalgia, un temblor de humana historia, algunas ingrávidas referencias concretas. Cuando tal ocurre comprobamos que la eternidad buscada por Juan Ramón Jiménez no es una abstracción: es un conjunto de «momentos eternos», instantes en que el poeta fue asistido y fulgurado por la poesía; merced a la magia del «espíritu ardiente» que en ella alienta, trasmuta una hora determinada en lo memorable, lo imperecedero.

En tres partes se divide la nueva obra de J. R. J. La primera y la última intégranla los poemas de «La estación total»; la segunda está formada por «las canciones de la nueva luz», las canciones de la radiante luz que alumbra al mundo y al hombre en sazón de eternidad; se distinguen por su sencillez, mayor en las canciones, y por su complicación, en ellas menor. La gran poesía española tradicional dejó en estas rimas una estela, un rumor, que, al leerlas, canta en nuestro oído, pero el acento y la preocupación de su creador las hace inconfundibles, según puede verse, por ejemplo, en «Mi reino»:


    Sólo en lo eterno podría
yo realizar esta ansia
de la belleza completa.
   En lo eterno, donde no
hubiese un son ni una luz,
ni un sabor que le dijeran
«¡basta!» al ala de mi vida.



y también en «Ajuste», en «Astros», en «Rosa última», en «Cuatro», en la primorosa «Tú te quedas viva» y en muchas más que dan testimonio del arte con que Juan Ramón sabe decantar las esencias populares, vertiéndolas en estructura y lenguaje personalísimos, con intensidad lírica acrecida por el afán de crearlas o recrearlas en su mundo poético.

No son estas canciones lo mejor conseguido del volumen; los poemas de «La estación total» se hallan más cercanos a la plenitud pretendida por el poeta. Personalmente prefiero «Otro desvelo», «Halo español de la belleza», «Flor que vuelve» y, sobre todos, «Mirlo fiel»:


   Cuando el mirlo, en lo verde nuevo, un día
vuelve y silba su amor, embriagado,
meciendo su inquietud en fresco de oro,
nos abre, negro, con su rojo pico,
carbón vivificado por su ascua,
un alma de valores armoniosos
mayor que todo nuestro ser.



En este poema encontraremos en sutil integración los elementos del arte juanramoniano; la palabra alada, sugestiva, plástica; su sentido del color que le hace ver la primavera en «lo verde nuevo» de la hoja recién brotada, «fresco de oro», el aire alanceado por el sol, y al pájaro, «carbón vivificado por su ascua», como una negra flor voladora en ese ámbito purísimo. Vemos también cómo estas sensaciones coloristas se mezclan con otras también visuales, tal la de la embriaguez del mirlo «meciendo su inquietud» en las auras, y con alguna de tipo auditivo -«silba» el nuncio de la primavera-, fundiéndose al fin en la corriente poemática hasta desembocar, verso a verso, en la postrer sugerencia, que alude a los «valores armoniosos» entrevistos al contacto renovador de ese «fiel» abril representado en la imagen del ave oscura. La impresión inicial, reflejos auditivos y visuales, deriva del símbolo tangible al concepto abstracto, cuyo desarrollo posterior va a ser materia del poema, entrecruzando ideas y sensaciones.

Si me limito al análisis de una sola estrofa, se debe a no consentir mayor insistencia los límites de este artículo, pero el poema íntegro lo merece: es un canto ascendente al sentimiento de eternidad suscitado en el alma por el vuelo del mirlo, cuya presencia anuncia el retorno sin fin de la primavera; las últimas estrofas son una muestra del mejor Juan Ramón, el acendrado y puro y sensual amador de belleza. También es composición de singular interés la «Criatura afortunada», de grácil dinamismo, evocadora y embriagada, excelente para percibir otra especie de valores característicos de esta poesía: los valores de la fantasía gobernada por el conocimiento entrañable del punto hasta donde lo fantástico puede llegar a ser, conseguir realidad, la resplandeciente realidad con que destellan los objetos de este orbe poético. La alegría del creador se trasvasa al poema, anegándolo, convirtiéndolo en un esquema delirante, de estrofa larga, abierta, desparramada, que desea decirlo todo, sin contención, e insiste con diverso giro, matizando en cada verso la aspiración del poeta («que vamos a ser», «a volar», «a saltar», «a volver»...), añadiendo datos -siquiera en esguince alusivo- sobre la «criatura afortunada» que resulta ser:


el májico ser solo, el ser insombre
el adorado por calor y gracia,
el libre, el embriagante robador,
que, en ronda azul y oro, plata y verde,
riendo vas, silbando por el aire,
por el agua cantando vas, riendo.



Esta poesía intemporal, tan flexible y ondulante, tejida con sentimientos evanescentes, y enérgicamente impulsada por anhelos de belleza, es asimismo fidelísima a la verdad total de su mundo. Por eso decía que Juan Ramón Jiménez es siempre idéntico a sí: cada uno de sus versos pertenece a un orbe poético tan compacto y definido, que el parentesco de todos es más fuerte que sus diferencias: en los versos de juventud estaba ya el germen de los de madurez y de ellos a los actuales, de plenitud, el proceso de transformación -de depurada concentración- ha sido tan natural- connatural y temperamental: fatal, por tanto, en el significado de inexcusable que nadie con sensibilidad para la poesía podrá negarles el carácter de resultado necesario de un esfuerzo intenso y hondo por alcanzar la belleza perfecta, despojando a la poesía de todas sus vestiduras, incluso de «la túnica de su inocencia antigua», hasta poseerla y de ella ser poseído, haciendo verdadera aquella exclamación final de uno de sus poemas anteriores:


¡Oh pasión de mi vida, poesía
desnuda, mía para siempre!







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