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Juan Ramón Jiménez y Vicente Medina

Manuel Alvar



A Carmen Conde
por su amor a Juan Ramón,
por su amor a Vicente Medina





Cualquier lector de poesía pensará -y no será desvarío- el poco parecido que hay entre el quehacer del gran poeta de Moguer y los «aires murcianos» del poeta de Archena. Estará en lo cierto y los caminos que cada uno de ellos sigue bien poco se parecen a los del otro. Y, sin embargo, hay motivos de contacto por muy extraño que nos parezca. Vicente Medina contó a A. Pikhart, su amigo checo, una vida azacaneada hasta 1902. Pero, entre tanto, el sesgo de su creación había sufrido la interferencia de José García Vaso, el periodista de El diario de Cartagena, que leyó unos poemas primerizos y vino a resultar que lo que interesó a García Vaso no fueron las imitaciones de Campoamor, sino las de Antón Trueba, «Antón el de los cantares». Entonces Vicente Medina se decide por una literatura costumbrista, fiel espejo de la Huerta murciana, cuya expresión -para ser fiel observante del realismo- debía hacerse en el habla local. Es cuando planea El rento, contra la María del Carmen de Feliú y Codina. La confesión del poeta es imprescindible para entender toda su obra: «Yo sentía un cariño, que rayaba en ternura por el lenguaje típico murciano, y se explica este sentimiento porque aquel era mi lenguaje natal, y porque en Madrid, cuando me carcomían las primeras y más hondas nostalgias de la tierra, lo evocaba leyendo El panocho, periodiquín en verso y en lengua materna, publicado en Murcia. Por cierto, que me indignaba al leerlo, muchas veces porque el periodiquín, que era cómico, exageraba el lenguaje de los huertanos, afeándolo y haciéndolo ridículo [...] Cuando tuve esbozado El rento, me propuse hacer uncís estudios del lenguaje que iba a emplear en él, escribiendo algunos romances en el habla de la huerta. El primero de estos romances fue La barraca, y, animado por el éxito que alcanzó entre mis amigos, le siguieron En la cieca, La novia del sordao, Isabelica la Guapa, Carmencica... Gustaban siempre y me animé. Habían nacido los Aires murcianos». Estrenada la obra dramática, el resto lo sabemos: Vicente Medina -lo confesó él mismo- se adscribió al naturalismo, cultivó poesía y teatro, buscó los temas en la vida cotidiana y encontró más amarguras que gozos, pensó en una literatura popular en la que cabían tanto la regional como la general... Y así llega a 1902 en que El alma del molino, drama de «costumbres murcianas», acaba con su primera, y triste, autobiografía. Después, la emigración a la Argentina. Pero el poeta no renuncia a su tierra, sino que «los aires murcianos» le acompañaron siempre: La canción de la Huerta (1905), Abonico (1926), En la ñora (1926), Allá lejicos (1926), hasta la edición completa de Aires murcianos (1929). Al volver en 1931, todas las nostalgias se reavivan, en Rosario había quedado Josefa Sánchez y la soledad le abruma. Se hacían verdad aquellas palabras de 1908, cuando replicaba a La Tierra, el periódico cartagenero que le había acusado: «Que... ¡qué pensaré de la huerta!... ¡Ternura pienso... murria siento! ¡Ella sí que, por mí, Madre dejá, ni siente ni padece!...» El que en Rosario luchó para que la memoria no le fuera reacia; él, «Medina fiel», que quiso hacer un pedazo de Huerta en tierras argentinas; él que mira hacia atrás y se encuentra con la lengua olvidadiza, él que al frente de La Ñora había puesto:

«A los veinte años de ausencia de España y casi cincuenta de la tierra natal, de la huerta, tengo ahora más pura y poética la visión del terruño... Y he comenzado a escribir nuevos aires murcianos. Pero ¡cosa triste! Lo que ha ganado mi sentimiento de la patria chica, purificándola, lo ha perdido mi memoria en cuanto a detalles, palabras propias, giros típicos y expresión viva».

Esta poesía tenía sus limitaciones y bien lo supo Vicente Medina. Por eso pretendió ser más: «no podía pasarme el tiempo en mi pueblecico [...] observando el habla y las costumbres, pues tenía que estar, como el galeote, amarrado a un navío en Cartagena». Si esto es cierto, no lo es menos que la tierra -ahora sí- le fue fiel, ella le dio unos motivos que sólo de ella podían venir y cuando el poeta quiso cantar a esa otra mitad suya «cosmopolita», la llamada no respondió.

Medina es un poeta terruñero. Y Terruño quiso llamar al libro de su regreso. Y esa fidelidad tiene también sus limitaciones. Convierte en categorías lo que son anécdotas y no ve más allá de lo que la realidad le permite. Decir, como hace, que sus poemas son siempre de cosas ocurridas es limitarse y creo que es no saber de las propias contingencias. Y acaso ni siquiera eso, porque Medina se empeñó en no tocar todas las cuerdas del rabel, y se limitó en su pesimismo y en sus amarguras. Y tampoco la lengua local, por rica que sea, es toda la lengua. Si los temas de esta poesía son pocos y condicionados siempre por la muerte o la ausencia, la lengua también padecerá las mismas limitaciones. En cinco libros (Aires murcianos, El alma del molino, Poesía, Patria chica y Belén de pastores) hay casi mil doscientos diminutivos, más de un tercio de las palabras que en esas obras se espigan con algún carácter local (fonético, morfológico, léxico). No es el momento de hacer una valoración, sí de ver, objetivamente, cómo ese camino conduce a una reiteración afectiva, que simplifica sentimientos y acaba por no peraltar el valor de la palabra a la que afecta. Y el artista no retrata la realidad, sino que la interpreta para embellecerla. Por mucho Croce que aduzcamos, la simple expresión no es poesía, ni arte cuanto se refleja en un espejo dejado al desgaire. Vicente Medina, al rechazar unas formas ridículas, se quedó en lo que para él era la verdad. Evidentemente, mucho mejor que todo lo que había antes de que él llegara y mucho mejor que todo con lo que convivió, pero el espejo, la cámara o el tomavistas no son por sí mismos obra de arte; necesitan el alma de quienes los manejan. Es lo que Vicente Medina trató de poner, pero reaccionó contra los falseamientos grotescos y se quedó en un realismo tal como él lo veía, ni todo, ni auténtico. Había falacia literaria en hacer un mundo maniqueo o en hurgar en sentimientos elementales; lo hubo al construir una lengua falsa con mil piececillas verdaderas. Y es que con elementos tomados de la realidad también pueden labrarse símbolos que nada tienen que ver con la realidad. Pero lo que hizo, válido o no, tuvo siempre un aire de dignidad y decoro, de fuerza y de hombría, de limitación y parcialidad también. Lo que me interesa ahora es ver con cuánta claridad supo lo que tenía que hacer desde años muy remotos. Y eso le hizo tener un puesto de excepción entre los poetas dialectales, porque lo que en él fue pasión, en otros se quedó en frivolidad. Y amor con amor se paga. Por eso Vicente Medina alcanzó unos logros que vinieron a resultar envidiables. Acaso nada tan hermoso para su valoración como los elogios que recibe de quien por su pureza lírica y por su grandeza como creador pensaríamos que estaría distante de él: Juan Ramón Jiménez ha hablado de «los que influyeron en mí». Recuerda sus 15 años y evoca el de 1896; entonces puntea nombres y dice nada menos que esto:

Mis lecturas de esa época eran Bécquer, Rosalía de Castro y Curros Enríquez, en gallego los dos [...]; Mosén Jacinto Verdaguer, en catalán, y Vicente Medina que acababa de revelarse, con pase crítico de Azorín, entonces todavía José Martínez Ruiz, en el semanario Madrid cómico, y cuya siempre maravillosa Cansera me sabía yo de Memoria


(El modernismo, pp. 54-55).                


Una y otra vez volverá a estos recuerdos y aun los perfilará: «Vicente Medina en cárcel de Rosario, Cansera. [Escrito en murciano; mejor poema popular español que expresa el sufrimiento. Escrito en verso libre de diez [sílabas] con cambios de seis y siete» (p. 66). No hace falta más: el poeta murciano alcanza un reconocimiento singular y, pienso, en las Elegías para los niños sin corazón. En ellas los versos estremecidos de La carbonerita quemada están diciéndonos su filiación, por su emoción incontenida, por su amor a la pobre niña, por la exactitud con que se transcribe el habla local. Vuelvo al amor y vuelvo a la valoración de la lengua coloquial: Juan Ramón, en su grandeza, tenía una hermosa deuda con el poeta murciano. Cuatro versos servían para transferir a tierras andaluzas un quehacer que se había cumplido por muchas regiones de España y aquellos versos que hablan de un trágico final


(-«Mare, me jeché arena zobre la quemaúra
Te yamé, te yamé dejde er camino... ¡Nunca
ejtuvo ejto tan zolo! Laj yama me comían,
mare, y yo te yamaba, y tú nunca venía»)


son también la ternura honda y la emoción desgarrada que aprendió -y admiró- en el poeta de la Huerta de Murcia.





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