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La actividad cultural en Alicante durante la II República

Juan A. Ríos Carratalá


Universidad de Alicante



La II República constituye un corto e intenso período histórico, pero también se ha convertido en una especie de edad dorada o mítica para muchos de quienes la evocan, la recrean o, incluso, la analizan desde diferentes perspectivas. Se ha escrito tanto sobre aquellos pocos años que, a veces, tengo la impresión de que hay dos repúblicas: la histórica y la mítica, siendo esta última más apasionante, intensa y espectacular porque no deja de situarse en el campo de la ficción. Mientras la primera es corta en el tiempo, apenas un intervalo democrático, y limitada en su alcance por numerosas circunstancias negativas, la segunda parece extenderse sobre un período indeterminado donde todo pudo ser posible, incluso lo que objetivamente no correspondía a aquellos años. El resultado es una creación ficticia con aires realistas donde se acumulan deseos, aspiraciones, frustraciones, reivindicaciones, intereses políticos... de quienes usan y abusan de la memoria histórica, sacudida por un subjetivismo que acaba por prescindir hasta de lo más obvio: las fechas que marcan el verdadero inicio y final de la II República. Tenerlas presentes es una forma sencilla y eficaz de relativizar cualquier dimensión mítica.

Conviene recordar, aunque nos produzca rubor, que entre 1931 y 1936 apenas transcurrieron cinco años, prolongados hasta 1939 como máximo en las zonas donde fracasó la sublevación del 18 de julio. A tan corto período, apenas una página en la Historia, debemos restar el «bienio negro» con su política gubernamental dedicada a deshacer o limitar al máximo las reformas emprendidas por los republicanos. También debemos tener en cuenta una crisis económica capaz de limitar o imposibilitar cualquier aspiración de cambio, así como una acusada falta de verdaderos republicanos, tanto entre los políticos como entre los ciudadanos. Con estos mimbres y en tan breve plazo mucho pudo ser planteado tras la explosión de alegría del 14 de abril, pero casi nada llegó a ser culminado. Ni siquiera desarrollado con una cierta solidez. Y menos en un plano como el cultural, donde los cambios precisan de un marco temporal más amplio y de una continuidad que no encontramos en aquellos convulsos años.

Si dejamos atrás nuestras justificadas ilusiones y nos remitimos a los datos históricos, tan tozudos como mediocres a menudo, seguiremos admirando las grandes excepciones de la época, pero no las consideraremos como la norma. La deslumbrante suma de los nombres de creadores incluidos en tres generaciones literarias que coinciden por entonces en plena actividad, así como de diversas iniciativas culturales y académicas con un indudable potencial renovador, merece todo nuestro interés. Incluso podemos sentir orgullo cuando recordamos figuras señeras, obras convertidas en clásicos y proyectos de los que nos sentimos deudores. El problema surge cuando pretendemos extender su campo de influencia hasta lo imposible y les otorgamos un valor representativo que apenas se corresponde con la realidad histórica, mucho más matizada con claroscuros nada deslumbrantes.

Más grave todavía es imaginar que lo sucedido, desde un punto de vista cultural, en una serie limitada de grandes ciudades tuvo un correlato en el resto de la España republicana. Al igual que había acontecido en períodos anteriores y seguiría ocurriendo durante el franquismo, hay un tiempo cultural en -no «de»- Madrid, Barcelona y alguna otra gran capital que evoluciona a un ritmo más acelerado que el predominante en las ciudades provincianas, una inmensa mayoría delimitada por fronteras culturales cuya existencia conviene recordar para no terminar proyectando nuestro presente de aldea global. Cualquier novedad llegaba tarde a estas capitales y como un eco amortiguado por el peso de la tradición y la incapacidad de sus minoritarios sectores renovadores. Si superamos la referida obviedad de las fechas, conviene localizar geográficamente los nombres y fenómenos que concitan nuestra atención, situarlos en sus verdaderas dimensiones. Así evitaremos extender a un ámbito nacional lo circunscrito a unos sectores concretos que sólo cobraron una relativa pujanza en las grandes capitales. El resultado es un simple ejercicio de sentido común.

Alicante fue una ciudad republicana, pero provinciana. Con apenas setenta y tres mil habitantes en 1931, que llegaron hasta los noventa mil al final de la década por el importante flujo migratorio desde el interior de la provincia, se sumó al nuevo tiempo político sin apenas resistencia. E incluso permaneció fiel al mismo, como demuestran los resultados de las consultas electorales que desembocaron en el abrumador triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936. El problema para una renovación cultural acorde con los tiempos no fue de carácter político o ideológico, sino de la extrema brevedad de un tiempo incapaz de solventar las más elementales carencias educativas y alentar, al menos, una minoría renovadora con capacidad directiva en el mundo de la cultura local. En 1930, Alicante contaba con un 39% de hombres que eran analfabetos funcionales. Este desalentador porcentaje se ampliaba hasta el 44 % entre las mujeres y alcanzaba cifras aterradoras en el ámbito provincial. La ciudad contaba con una Escuela de Magisterio como único centro docente de nivel superior, pero disponía de tan sólo dos maestros para los tres mil cuatrocientos párvulos, la inmensa mayoría de ellos sin escolarizar. La situación apenas mejoraba en el nivel de la enseñanza primaria, pues se contaba con una plantilla de unos cincuenta maestros para una población escolar cercana a los doce mil niños. El resultado era que dos tercios de la misma no estaba escolarizada en la capital, donde las cifras siempre resultaban menos trágicas que en el ámbito provincial.

A partir de estos datos, similares a los de otras muchas ciudades provincianas, los políticos locales se sumaron por imperiosa necesidad y sentido común al afán educativo que caracteriza al período. Tras el agravamiento del problema con la quema de varios colegios religiosos en mayo de 1931, el objetivo fundamental era crear escuelas públicas y fortalecer el extremadamente débil sistema educativo. Los resultados fueron espectaculares si tenemos en cuenta el poco tiempo de que se dispuso y sus huellas perdurables gracias a unos edificios construidos con unos criterios ajenos a las miserias de otros períodos. No obstante, muchas de aquellas dependencias sólo alcanzaron a ser inauguradas antes de que terminara trágicamente la II República y sus maestros pronto fueron represaliados, a veces con trágicas y destacadas consecuencias, cuando apenas habían podido ejercer su labor de acuerdo con los principios republicanos.

La prensa de la capital alicantina también revela datos similares a los de otras ciudades provincianas. Sorprende la cantidad de periódicos publicados, seis para tan escasa población lectora, pero el optimismo del dato queda relativizado cuando comprobamos la pobreza de sus contenidos, sobre todo en lo referente a una actividad cultural siempre en un segundo plano. En algunos casos apenas dispone de un hueco y en otros las noticias nos remiten a un panorama donde los cambios de tendencia apenas quedan apuntados. Así lo podemos verificar cuando estudiamos la cartelera teatral y de espectáculos de Alicante. Gracias a diversos trabajos de investigación realizados por miembros del Departamento de Filología Española de su Universidad y la riqueza documental del Archivo Portes, depositado en la Biblioteca Gabriel Miró, conocemos día a día todo lo que se representó en los escenarios alicantinos. Una de las conclusiones, corroborada por otros trabajos similares en diferentes ámbitos locales, es la poca entidad de los cambios con respecto a épocas anteriores. Triunfaban los autores y géneros ya presentes con éxito popular durante la etapa de Primo de Rivera, mientras que los espectáculos más renovadores eran, como máximo, una referencia de lo sucedido en algunos teatros de Madrid, Barcelona y, a veces, Valencia. Y si llegaban de manera excepcional, lo hacían en un clima de indiferencia que contrasta con la importancia que les hemos concedido los historiadores del teatro. Valga como ejemplo el escaso eco periodístico de la presencia en Alicante y Elche de Federico García Lorca al frente de La Barraca para representar a nuestros clásicos, algo verdaderamente insólito en las carteleras locales de la época. Mucho más lo habría sido poner en escena una obra del poeta granadino.

Las novedades cinematográficas revisten caracteres similares a las teatrales. Sólo entre 1936 y 1937, ya en un momento más revolucionario que republicano, encontramos en la cartelera alicantina algunos títulos como los soviéticos, que habrían sido impensables pocos años antes. Lo habitual era el consumo de una cinematografía que fue bastante uniforme en el conjunto de España durante el período republicano y que, incluso cuando ya se había iniciado la guerra, revela una similitud de gustos populares en ambos bandos. Lo mismo podríamos decir de la música y las canciones, cuyos intérpretes triunfaron por aquel entonces con una simultaneidad que se extiende a otras manifestaciones de la cultura popular.

El panorama literario de Alicante no puede ser confundido con lo representado por nombres como Miguel Hernández o Juan Gil-Albert, siempre citados con justificado orgullo, pero cuya trayectoria sólo es comprensible si tenemos en cuenta que salieron, por necesidad, del ámbito provinciano para llevar a cabo su obra creadora. Ya había sucedido algo similar con autores tan distintos entre sí como Rafael Altamira, Carlos Arniches, Gabriel Miró y José Martínez Ruiz, Azorín. El mismo forzado éxodo se da en el ámbito de la música y la pintura, hasta el punto de que las «glorias locales» siempre lo fueron por haber cruzado unas fronteras donde era impensable culminar una labor como la que llevaron a cabo. Esta, hasta cierto punto, ironía del destino suele ser olvidada por los cronistas.

Cuando los jóvenes Miguel Hernández y Juan Gil-Albert se marcharon a Madrid o Valencia no se convirtieron, salvo en contadas excepciones relacionadas con episodios de la guerra, en líderes para quienes permanecieron en Alicante. El reconocimiento vino muchísimo más tarde, mientras que en algunos ambientes locales se respiraba un nuevo clima de libertad, pero de escasa incidencia en unos gustos estéticos que habrían necesitado de más tiempo para evidenciar un cambio significativo.

Hace algún tiempo publiqué dos ensayos sobre la literatura decimonónica en Alicante: Románticos y provincianos (1987) y De la Restauración al 98 (1990), condenados al ostracismo de este tipo de investigaciones. En los mismos ya subrayé el desfase entre la cronología que solemos utilizar los historiadores de la literatura y la que se da en un ámbito provinciano, cuyos autores casi siempre parecen anclados en un pasado poco dispuesto a desaparecer. Este desfase disminuyó considerablemente durante el primer tercio del siglo XX, pero la lectura de la mayoría de las creaciones literarias publicadas por las prensas locales revela que, por ejemplo, la renovación del 27 estaba pendiente entre quienes seguían admirando modelos anclados en la tradición. Esta circunstancia incluso es perceptible entre los poetas que se sumaron, desde el punto de vista ideológico y político, a los nuevos tiempos. Algunos de sus exaltados poemas revelan ecos de Campoamor y Zorrilla, las figuras que desde hacía décadas eran señeras entre los vates locales sin que el Modernismo terminara de cuajar. De las vanguardias no llegaron noticias. Hay notables excepciones como la del poeta comunista Pascual Plá y Beltran, claro está, pero el ahora hijo adoptivo de Valencia también debió salir de su provincia para confirmar la regla.

Las actividades culturales con un más acusado carácter renovador se dieron una vez iniciada la guerra civil, en un clima revolucionario capaz de darles un nuevo impulso y entre unos sectores donde la juventud era una constante. Algunos de sus integrantes se agruparon en la Asociación de Intelectuales para la Defensa de la Cultura de Alicante y, a través de Altavoz del Frente, con evidente compromiso político y entusiasmo revolucionario llevaron a cabo exposiciones, representaciones teatrales, charlas, proyecciones cinematográficas..., siempre con el deseo de conjugar dicho compromiso con la renovación cultural. De manera paralela, aparecieron en Alicante como en otras ciudades algunos ateneos libertarios, cuyas actividades a veces revelan las contradicciones entre la supuesta ideología y la realidad de unos sectores populares acuciados por las necesidades formativas más perentorias. La labor fue meritoria y entusiástica, pero los medios escasos, sobre todo en comparación con lo sucedido por entonces en Valencia, cuya capitalidad republicana alejó más todavía la distancia cultural entre ambas ciudades.

Alicante es una ciudad donde el ejercicio de la memoria histórica resulta una rareza. Un paseo por sus calles evidencia la voluntad de renunciar a las huellas del pasado, incluso aquellas que pudieran quedar al margen de cualquier polémica ideológica o política. No extraña, pues, que todavía sea imposible colocar una placa en un puerto donde terminó trágicamente el período republicano o en un mercado central donde murieron cientos de personas a resultas de un bombardeo. Sin embargo, el empeño de unos cuantos permitió que en 1986 apareciera un número monográfico de la revista Canelobre dedicado al cincuentenario del inicio de la guerra civil en la provincia de Alicante. El éxito fue sorprendente y se tuvo que reeditar, algo excepcional en una publicación institucional de carácter cultural en donde suelen colaborar docentes e investigadores, en su mayoría locales. La clave de esta acogida era la necesidad de recuperar testimonios, de ejercer una memoria histórica donde las actividades culturales alcanzaron un notable protagonismo. Con tal motivo todavía pudimos contar con la colaboración de algunos de los integrantes de la citada Asociación de Intelectuales, dispuestos a revivir lo realizado por su Altavoz del Frente. Eran ancianos por aquellos días rejuvenecidos, que junto con otros muchos de su generación dejaron su testimonio en un archivo oral, depositado en el Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, que algún día convendrá sacar de su ostracismo.

Desde entonces se han sucedido algunas investigaciones y publicaciones sobre la historia de aquellos años republicanos en Alicante, a menudo con un mayor rigor histórico que contrasta con el debate político en torno a esa época. No obstante, la impresión general que siempre deduzco de su lectura es que, en términos educativos y culturales, apenas dio tiempo para plantear un camino de renovación. Los argumentos se pusieron a debate con lucidez y oportunismo, las iniciativas fueron formuladas correctamente, los protagonistas mostraron un evidente deseo de llevar a cabo esta tarea..., pero faltó tiempo para que, en un ámbito provinciano, ese proyecto de futuro cuajara. Antes se impuso la reacción militar, política y eclesiástica del 18 de julio y con ella un tiempo de silencio del cual, en ese mismo ámbito donde todos los nombres y circunstancias resultan muy cercanos, todavía cuesta mucho hablar con la debida libertad. Nunca termino de sorprenderme por esta circunstancia.

Me gusta y hasta a veces comparto la idea mítica de la II República, pero creo que valoro más su aportación cuando hablo de su realidad histórica. Su relativa mediocridad en el ámbito cultural y educativo de las ciudades provincianas no es un motivo de desdoro, sino el recuerdo de un tremendo punto de partida donde casi todo estaba por hacer. Si prescindimos de las figuras señeras y sus obras, que con tanta razón nos seducen hasta perder el sentido de la ponderación, seguimos encontrando motivos de admiración. En este caso para unos políticos municipales empeñados en crear escuelas públicas, unos maestros dispuestos a inculcar el espíritu republicano y laico allá donde imperaba el oscurantismo y unos jóvenes con inquietudes culturales que compartieron entusiasmo e inconformismo en tiempos de revolución. Si no tuvieron tiempo para desarrollar lo iniciado, la culpa -nunca debemos olvidarlo- corresponde a otros, cuyos herederos prefieren el olvido para obviar la vergüenza. Les sobran coartadas. Mientras tanto, algunos compartimos el recuerdo admirado de aquello que, en su forzada mediocridad y pobreza, abrió caminos de amplio recorrido, tanto como el de las figuras ya convertidas en nuestros clásicos.






Bibliografía básica

  • Manuel AZNAR SOLER (coord.), La cultura, arma de guerra, en VV. AA., La Guerra Civil en la Comunidad Valenciana, n.º 11 (enero, 2007), Barcelona, Prensa Valenciana y Prensa Alicantina, 2006-2007.
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