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ArribaAbajo- XI -

El campamento


Dos leguas antes de San Martín, comprendiendo que el peligro crecía con cada uno de los pasos ya cansados de la cabalgadura, traté de describir al rededor del pueblo un círculo con aquel radio. Excuso pormenores fatigosos para el lector, y aun para mí, que siento al referirlos como que se reproducen, torturando mi corazón y agotando otra vez su entereza. Sustos que me hacen temblar en cada bosque; ansiedad desesperada por llegar a un rancho conocido y de confianza, abatimiento al hallarlo abandonado de los tímidos labriegos que han huido, o de los partidarios que han abrazado una u otra causa sin saber ni averiguar por qué. A esto   —131→   se redujo para mí aquella noche, por donde colegí lo que sería para mi pobre niña, trémula y llena de horror por las escenas pasadas.

Levantose el sol, dorando los hermosos campos de aquellas fecundas tierras, y me pareció pálido y triste. Remedios, cerrados los ojos, seguía muda y como refugiada en la resignación sombría que había aprendido durante su niñez.

Al fin hube de encontrar en rancho conocido a una mujer. Su marido y su hijo estaban en el campamento de Don Mateo; su hija en el campo, haciendo en lo posible el trabajo de los ausentes. Tomó Remedios algún tosco alimento a instancias mías, y reparé yo un tanto las fuerzas abatidas. Quisiera la temerosa joven continuar en seguida la marcha, pero yo no lo consentí, y obligándola a descansar algunas horas en que un sueño agitado y nervioso se apoderó de ella, ocupeme yo de dar pienso al pobre animal, que me parecía estar de acuerdo conmigo para salvar a todo trance a la pobre niña.

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El rodeo era prolongado para evitar acercarme a San Martín, y juzgué a propósito llegar de noche al campamento para no exponer a Remedios a las miradas y hablillas de la gente del Comandante. Con este fin, volví a detenerme más tarde en otra casa conocida y apartada de los caminos vecinales, en donde esperé las sombras de la tarde para concluir mi penosa peregrinación. La gente del rancho era conocida mía y adicta a Don Mateo, y poco trabajo me costó que una pobre mujer nos acompañase para evitar todo comentario.

Obra de las ocho de la noche, y previos los reconocimientos militares del caso, entregaba yo a Remedios en manos de su tío, quien la recibía con la ternura que siempre se desbordaba de su rudo corazón, cuando de la joven se trataba; y después, cuando oyó de mi boca el relato de la terrible aventura, con sus azarosos pormenores, cuando supo el incendio de su casa, y cuando vio en fin para colmo de su ira, la ligera herida de Remedios, su rabia no reconoció freno, ni su lengua respetos.

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-¡Bandidos! ¡Ladrones! -gritaba abrazando a Remedios como tigre que defiende sus cachorros-, ¿quieren quemar? Pues quemen, que yo haré lo mismo en el Roblar, y en otras muchas partes. ¡Canasto! Ya verán quién soy yo. Que me cuelguen si pueden: pero que no me toquen a ésta, porque entonces acabo yo con la raza de todos ellos.

La miraba y remiraba como si aún no se persuadiera de que estaba en salvo, y luego acariciándole con mimo las mejillas añadía:

-¿Te duele el hombro? ¡Pobrecita! ¡Tú herida cuando eres una paloma que a nadie hace daño!... ¡Canasto! ¡Que yo los coja! ¿Te duele el hombro mi vida?... ¡Bandidos, cobardes!... Luego que cenes te acostarás a dormir; te daré mi catre que está muy fresco...

Y aquella fiera era una madre, ya que no puedo decir más.

Luego, aparte, me dijo en voz baja, temiendo agitar a Remedios.

-¿Y mi compadre Lucas y sus compañeros? ¿Y Pepa?

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-Nada sé -respondí.

-Quién sabe cómo les haya ido -murmuró preocupado.

Se prodigaron cuidados a la joven y el curandero del ejército de San Martín declaró que aquella herida de refilón no valía la pena de alarmar al Sr. Teniente Coronel.

-¡Teniente Coronel! -dije yo imprudentemente.

-Sí -me contestó Don Mateo con sequedad.

Y en efecto, antes de salir de la casuca que ocupaba el Jefe, vi sobre un cajón vacío, que hacía de mesa, un ejemplar, impreso ya, de la proclama aquella, que comenzaba así:

«El C. Teniente Coronel Mateo Cabezudo, Comandante militar del Distrito, etc., etc.»

Yo no había escrito semejante título; pero Don Mateo había tenido a bien ascender, y era bastante.

Noté que el Jefe no me daba las gracias por mi hazaña, y bien que yo no lo necesitaba, esta omisión me significaba que no veía con buenos ojos que hubiera llevado a   —135→   Remedios en mis brazos tan largas horas. Aún creí notar en él cierto disgusto que no podía estallar, pero que era excusado combatir. Efecto natural de sus celos singulares.

A pesar de todo, me indicó que al día siguiente enviaría a su sobrina a lugar seguro, cuidada por buena y bien armada escolta.

Bajo la ancha enramada que se apoyaba en el jacal aquel, se tendían los jefes subordinados a Don Mateo, mientras los soldados y sus oficiales ocupaban los lugares guarecidos por los árboles, la orilla del corral del ganado, u otros sitios semejantes.

Yo era acreedor a ciertas distinciones, por parte de los jefes, y alguno me cedió su lugar en la enramada bajo la cual me rendí al sueño de que tanto había menester. Ni cuidados ni recuerdos pudieron mantenerme en vela, no obstante que unos y otros acudieron en tropel a mi mente. Dormí con profundo sueño, sin pesadillas, sin sobresaltos, como se duerme en el hogar para despertar al alba y entregarse al trabajo honrado que alimenta a la familia.

Probé así unas cinco horas de descanso,   —136→   pues aún no había amanecido cuando desperté al ruido de la alarma que cundía en el campamento.

-El enemigo se mueve sobre nosotros -me dijo un jefe-. El Teniente Coronel ha recibido noticias de San Martín, y el mismo correo ha visto los preparativos; dentro de un rato le tenemos al frente.

Un ligero escalofrío recorrió mis miembros, y sentí que sin poderlo remediar palidecía.

-¡Remedios! -pensé acongojado.

Busqué al cabecilla y me encaré con él.

Brillaban con fulgor siniestro sus taimados ojos, y el fruncido ceño daba cuenta de su agitación interior.

-Ahora sí -me dijo-; ahora sí les presentaremos acción. Tengo cerca de quinientos hombres, y más de doscientos con armas de fuego. Ellos, cuando más, llegan a trescientos, gracias a que han ido a sacarse toda la gente de los pueblos vecinos, y a que han armado a sus mozos y terrazgueros por fuerza. ¡Canasto! Si éstos me pegaran a mí me dejaría yo cortar la lengua. Ya verán,   —137→   ya verán ¡Canasto! Tengo ganas de verlos asomar en el llano.

-Sí, señor -le dije-, tiene vd. razón; pero es preciso sacar a la niña de aquí.

-Ya lo sé -me contestó de mal talante-; no es necesario que me lo diga.

Me mordí los labios; porque confieso que aunque no sentía un miedo formal de verme en el caso de batirme, abrigaba la esperanza de ser yo el encargado de custodiar a Remedios, y de permanecer a su lado. Me retiré de la presencia del cabecilla, y caviloso e inquieto fui a confundirme con jefes, oficiales y soldados, que en aquel momento formaban una verdadera bola sin orden ni indicios de alcanzarlo jamás.

-Vd. se irá con la niña -me dijo Pedro Martín.

-No, respondí; me quedo con vds.

-¡Pues quién ha de ir con ella! -repuso-. Ninguno la ha de cuidar como vd. que es gente de educación.

-El Sr. Teniente Coronel no quiere que yo vaya -repliqué sin contenerme.

-¡Bonito! Pues yo le diré que lo mande   —138→   a vd. ¡También mi compadre tiene unas cosas!

-No; no le diga vd. nada.

-Eso será otra cosa. También tiene vd. razón si quiere ir a San Martín con nosotros y pegarles a estos bandidos por lo que le han hecho a su mamá.

-¡A mi madre! -exclamé sobresaltado.

-¿Pues todavía no lo sabe? ¡Qué demontre! Pues al fin lo ha de saber... Mi compadre no quería que viniera vd. de la Guayaba para que no se lo dijeran.

-¡Qué le han hecho! -pregunté impaciente y con agitación-. ¡Hable vd. pronto!

-Pues como vd. se salió del pueblo, el Jefe político se desquitó y la metió en la cárcel.

¡Todavía lo siento en mi alma de viejo como lo sentí aquel día! No; ni mi tosca pluma ni la más bien cortada pueden pintarlo; que hay sentimientos en el alma que no han encontrado aún palabras para explicarse en idioma humano alguno. Algo que todavía expresan con frialdad los vocablos ira, dolor y encono, se confundieron en mi corazón   —139→   sacudiéndole en convulsiones terribles; todo lo malo que existe latente en el hombre honrado se levantó en mi alma, sofocando a todo lo bueno, y uniose sólo a mi amor de hijo, como para convertirme por este último atributo en la bestia más feroz de todas las bestias.

No sé lo que dije ni recuerdo lo que hice, ni quiero tampoco recordarlo; sólo sé que momentos después, cuando Don Mateo, persuadido de que no tenía otro a quien confiarle el sagrado depósito, me llamó para que encabezara la escolta de Remedios; me negué a acompañarla, renunciando lo que antes era mi mayor deseo. Insistió el Teniente Coronel con cierta aspereza y a pesar de su celosa manía, tomando quizá el tono de jefe militar, y hube de prorrumpir al cabo en la declaración de mis propósitos.

¿Marchar con Remedios? ¿Abandonar el campamento en la proximidad de un encuentro con el enemigo? No, señor; yo quería batirme, matar mucha gente, ahorcar a Coderas, fusilar a Cañas, y entrar en San Martín a fuego y sangre.

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Pasmado se quedó el ancho y anguloso cabecilla cuando tales tempestades oyó en mi boca; pero comprendió lo que las producía, y con su tono airado de costumbre lanzó cuatro o seis voquibles de esos que no son para verso en tipos de imprenta y de que es tan espléndidamente rico nuestro infame caló.

-¡Canasto! -dijo al terminar-; he mandado que nadie diga eso, y algún bruto de estos me desobedece; pues sepan y entiendan que yo no soy un mico, y que a otra que me hagan cuelgo a cualquiera.

Y paseaba su terrible mirada sobra el campamento estremecido.

A pesar de todo no pudo convencerme; ardía mi sangre y no estaba mi cerebro capaz de ningún razonable discurso. Y cuando en estos dimes y diretes nos hallábamos más metidos y empeñados, cayó como bomba en el campo esta frase temerosa de bola, que produce en todos los cuerpos escalofrío y malestar:

-¡Ahí están!

La avanzada hizo una descarga en aquel   —141→   mismo instante, y la tropa que comenzaba a ordenarse se volvió toda bola y remolino.

Don Mateo, que tenía ciertos méritos y condiciones de cabecilla ordenó con una palabra la salida de Remedios, encomendando su custodia a dos mujeres, un ahijado suyo y cinco hombres; y mientras tal orden se ponía por obra, montado en el retinto cabos negros, el jefe corría por uno y otro lado, organizando aquella desordenada gente, la cual más que a la voz del Teniente solía obedecer a los cintarazos de su reluciente espada.

Yo no pensé en Remedios y a fuer de bolista me coloqué en el sitio en que me dio la gana.



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ArribaAbajo- XII -

La acción


Teníamos ya a Coderas encima con menor número de fuerza, mejor armada, pero en verdad no con mucha más disciplina. Apareció al extremo de la llanura, resuelto, empujando a su tropa a paso regular, y manifestando en la distribución de aquella, que si le era desconocida la estrategia, no estaba reñido con la prudencia ni con el buen sentido.

Don Mateo, por su parte hizo avanzar un remolino de hombres hasta colocarle detrás del corral; mandó a Pedro Martín por la izquierda con otro grupo, y cargó él en persona con el resto por el lado derecho. Era hombre   —143→   que no conocía el miedo, y era esta su única cualidad; la cual han dado en decir los grandes estratégicos que es la menos necesaria para vencer.

Yo fui de los suyos. Alguien me había armado de un machete, pues por mi parte no había cuidado de buscar armas, teniendo las de mi ira, que me parecían sobradas.

Rompiéronse los fuegos por una y otra parte, siempre con más orden por la de Coderas, quien a cierta distancia detuvo su tropa y prefirió ser acometido. No se hizo esperar Don Mateo, y haciendo uso de la táctica que después le dio notoriedad y fama, cerró los ojos, nos dirigió algunos gritos propios del caso y de su lengua, y avanzó, empujándonos como empuja un torrente despeñado los troncos que la creciente arrebata de la orilla.

No necesitaba yo que me animara el jefe, y puedo decir que en aquel momento no tenía él más valor que yo. Sólo una vez me detuve, cuando deseando matar, y encontrándome sin arma de fuego, vi caer a mi lado a un hombre cuya escopeta y municiones   —144→   recogí. Después de esto, nadie pudo vanagloriarse de haberme aventajado un palmo de terreno.

Hubo un momento en que el fuego sobre nosotros fue vivo y sostenido y a quema ropa. Creo haber oído el choque de los machetes sobre los fusiles enemigos, maldiciones y gritos de dolor, voces de mando y exclamaciones de ira. Después me sentí arrastrado en otra dirección, a la vez que mil gritos groseros y silbidos agudos atronaban el espacio.

Habíamos sido rechazados hasta el corral, y el enemigo festejaba este primer triunfo. Cuando pude darme cuenta de aquel percance, vi a Don Mateo de un color amoratado, imposible para el acreditado pincel del dómine de San Martín; echaba chispas por los ojos y ternos dobles por la boca contra su cobarde gente que había retrocedido a lo mejor. No montaba ya el retinto, pues cayó el hermoso animal junto a las filas enemigas; sino un alazán que no iba en zaga al difunto, ni en el paseo ni el brío... ¡Pero había de estar montado!

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Cinco minutos le bastaron para dar cinco centenares de órdenes.

-¡Corre y dile a mi compadre Pedro, que se les meta recio por la barranquita!

-¡Que entre tío Perfecto derecho y que no afloje, para llamarle la atención al enemigo!

-¡A mi compadre, que los coja por el espinal! ¡Recanasto! ¡Corre pronto!

Y llegó el segundo encuentro, y no fuimos en él más felices, por más que tío Perfecto sacó su gente del parapeto del corral y entró derecho, según la orden recibida. El tío Perfecto retrocedió a la primera descarga, y mientras Pedro Martín rodeaba la barranca para apoderarse del espinal, la fuerza enemiga, cargó toda sobre nosotros con una furia tremenda, obligándonos en tres minutos a retroceder a nuestra primera posición.

Tomola en tanto el indio Pedro por la retaguardia, organizó en lo posible Don Mateo su tropa, alentado por el cambio repentino de posiciones, y al lanzarse de nuevo sobre Coderas, me gritó señalando el revuelto pelotón del tío Perfecto:

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-¡Coja esa fuerza y métase de frente!

Loco de coraje y despecho, corrí a cumplir aquel mandato que tanto cuadraba a mi deseo: mas cuando me acerqué y dicté mis órdenes, el viejo tío me llamó mocoso y gallina, y mandó al diablo al Sr. Teniente Coronel con sus disposiciones.

Me arrojé sobre él presa de los instintos feroces que me dominaban; descarguele un golpe con el cañón del fusil, con ánimo de matarle, y cuando el viejo caía por tierra bañado en sangre, tomé su machete y empujé a la espantada tropa sobre el enemigo, vociferando palabras dignas de la boca de Don Mateo, que jamás había yo pronunciado.

Pero en aquel momento oí a mis espaldas ruido de voces afligidas que me hicieron volver la cabeza, y en un instante, como por inexplicable encanto, mis ideas extraviadas y mis desordenados sentimientos entraron de nuevo en el antiguo cauce. Remedios y su escolta corrían hacia donde yo estaba, y a cierta distancia, sin hacer fuego, los perseguían próximos a darles alcance   —147→   hasta unos cincuenta hombres. Era Soria que, en virtud de plan estratégico con anticipación calculado llegaba por opuesto camino, y como Blücher, tarde, pero a tiempo para decidir la victoria. Cortó la retirada a su hija, la reconoció y quiso apoderarse de ella, pero Remedios arrastrada por su escolta corrió al lugar de la acción buscando amparo.

No hubo más remedio que abandonar a Don Mateo y volvernos sobre Soria. El choque fue rudo y espantoso; puesto que Soria era valiente y estaba rabioso, y yo no tenía conciencia de mi vida ni de la de nadie, si no era Remedios. Las armas de fuego callaron, cediendo el lugar a los machetes y las garrochas, o hablaban en lenguaje que no les era propio, convertidas en mazas. El ahijado de Don Mateo retiraba a Remedios de los lugares peligrosos, y yo en medio de la carnicería aquella, sólo pensaba en que combatiendo la defendía.

De súbito se acrecentaron el ruido, el desorden y la matanza, porque rechazado tercera vez Don Mateo, sus hombres desbandados   —148→   y desoyendo la voz del jefe, en parte huyeron por el bosque y en parte se confundieron con mi gente.

Coderas cayó sobre nosotros para rematar la obra, y nuestra derrota fue completa. El mismo Cabezudo comenzó a retirarse, reuniendo los dispersos grupos que aún quedaban en pie; y yo con algunos hombres, luchaba aún defendiendo la casa en donde Remedios rezaba con el llanto en los ojos y el horror de aquellas escenas en el alma.

Soria se echó sobre la casa, siguiendo siempre en su feroz capricho, y mi gente incapaz ya de resistir, hizo una descarga inofensiva y huyó. Entré en la casa, empujé a Remedios hacia un rincón y la cubrí con mi cuerpo, blandiendo el machete con desesperación.

Soria y tres hombres más me siguieron; no podían hacerme fuego porque se exponían a herir a la hija de aquél; pero de súbito me acometieron a la vez, descargué machetazos ciegos, resistí un instante, y... no sé más.



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ArribaAbajo- XIII -

En San Martín


No comprendía yo cómo estando ceñido de cuerdas todo el cuerpo y encerrado en tan oscuro cuarto, podía no obstante ver marchar a los soldados del Gobierno, que uno a uno pasaban delante de mí; pero el caso es que yo los veía, y oía sobre todo el golpe de sus gruesos zapatos sobre las piedras de la calle. Pasaba uno marchando a compás con precisión admirable, de máquina; se alejaba y cuando el ruido de sus tacones se debilitaba, otro le sucedía, siguiendo el mismo compás seguro y monótono. ¡Singular manera de entrar un ejército en plaza vencida!

Los soldados se sucedían sin interrupción,   —150→   y aquello no tenía término posible; pero la calle estaba solitaria, y la gente curiosa no asomaba por puertas ni ventanas. En esto sonó una campana pausadamente: «Llaman a misa» me dije; pero no era así: después de tres golpes, la campana calló. Mucho espacio seguí viendo soldados y oyendo su fastidioso compás de marcha; al fin me dormí y no recuerdo más.

Desperté otra ocasión y quedé sorprendido de que me hubiesen aprisionado la cabeza en un tornillo, oprimiéndola sin lástima, de tal suerte que no la podía mover. Bien asegurada por tan rudo medio, un artista armado de cincel y martillo se empeñaba afanoso en perfeccionarme el parietal izquierdo, sacándome astillas de cráneo. El dolor que yo sentía era insufrible, y los golpes del martillo sobre el cincel tenían de particular que eran tan exactamente acompasados como la marcha de los soldados de marras. Caí en nueva confusión y no pude hablar para quejarme de crueldad semejante. Luego la misma campana sonó diez veces; pero no era ninguna de las de   —151→   mi pueblo, cuyas voces me eran tan conocidas como las de las personas de mi casa. ¿Qué era aquello? Mi entorpecido cerebro no podía pensar, y sentía yo para sufrir la tortura a que estaba sujeto, cierta resignación, o mejor indiferencia, más propia de bestias que de hombres.

-Parece que despierta -dijo una voz femenil que me sonó muy agradablemente.

Y no sé lo que siguió después, porque en mi cabeza se formó un enredo que me es imposible recordar, y recordado no podría describir.

Creo que dormí otra vez. Al despertar por la tercera, abrí los ojos; y aunque no enteramente libre de las sombras que envolvían mis ideas, me di cuenta más cabal de mi situación. Un tic tac con aquel maldito compás de marcha me llamó la atención; busqué con los ojos, y vi sobre apolillada rinconera, un alto, serio y grave reloj de péndulo que producía su aburridor golpecillo, y daba las horas con esa formalidad y exactitud de los empleados viejos en oficina laboriosa.

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Poco a poco fui despejándome y llamando mis recuerdos, hasta que logré, para mi mal, traer a la entorpecida memoria los sucesos del campamento, acaecidos yo no sabía cuándo. Pensé en Remedios, en la derrota, en Don Mateo, ¡en todo!...

Probé a moverme, pues aún no sabía si me faltaba una pierna o las dos; mas un golpe de martillo en el parietal izquierdo, me hizo comprender que por allí estaba el daño. Tenía yo realmente la cabeza en un tornillo; pero no de fierro, sino bajo la forma de una venda blanca. Al llevarme a ella la mano, otra blanda y tibia la detuvo.

-No te toques allí -me dijo una voz cariñosa.

Y en viendo la rosada carita de Felicia, me expliqué todo lo que era posible explicarme.

Estaba yo en la casa del Cura de San Martín, junto a la Iglesia, y aquella ventana tenía probablemente vista a la plaza. Pensé en mi madre, y cerré un momento los ojos para verla mejor en mi alma.

¿Y el Señor Cura? Estaba durmiendo la   —153→   siesta, pues eran las dos de la tarde; pero no tardaría en levantarse, y había de ponerse muy contento cuando me encontrara tan despejado y fresco. ¡Oh! se había hecho todo lo posible para volverme a mis cinco sentidos; mas inútilmente. Bien dijo la curandera Doña Eufrasia que eso vendría poco a poco. Me habían lavado la cabeza con aguardiente y aplicado muchos lienzos de agua fría. El Sr. Cura tenía mucho empeño en que me sangraran; pero no había quien lo hiciera, puesto que el barbero era del Jefe político y no se podía hacer confianza de él.

Interrumpí a la verbosa niña para preguntarle quién me había llevado a su casa.

-Las mujeres -me dijo-; ¿no ves que cuando persiguieron a los pronunciados, las mujeres se pusieron a recoger a los muertos? Pues Bartolita la revendedora te encontró; te puso en su carreta y te cubrió la cara para que no te conocieran los demás. Veniste con muchos muertos y al pasar por aquí te entregó a mi tío. ¿No ves que Bartolita es comadre de tu mamá? ¡Uh! ¡Si hay más muertos y heridos en el pueblo!...

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¡Bendiga Dios a Bartolita que me salvó de aquellos chacales hambrientos!

Por allí íbamos en larga conversación entretenidos, bien que en ella diera yo a la niña la mayor parte por mi excesiva debilidad, cuando apareció el venerable cura Don Benjamín Marojo.

Celebró el buen anciano mi mejoría y regañó a la sobrina, que en vez de charla debiera haberme dado alimento luego que abrí los ojos. Corrió la alegre niña a la cocina, y el cura, sentándose a la cabecera, me reprendió dulcemente por haberme metido en camisa de once varas. Y a fe que bastante hubo de dominar su carácter para no ser duro; gracia que por aquel solo día me concedió, en atención a mi debilidad y a las punzadas de mi herida.

Aún suspiran en mi tierra viejas y viejos por el padre Marojo, que quedó allá como inimitable tipo de sacerdotes buenos; y cuentan las madres a sus hijos la biografía humilde del cura, con más colorido que Castelar la vida de Byron. Comienzan por decir que era alto y flaco, encorvado y reumático;   —155→   continúan que llevaba algo exagerada la nariz, la boca grande y al andar pesado, y concluyen con el resumen inesperado de que no era feo. Y en efecto, si es lo feo lo que desagrada, aquel viejo era un buen mozo.

En su ministerio, Don Benjamín cumplía con sus deberes estrictamente, extendiéndose más allá por la caridad y buenas obras; si bien no formó jamás hermandades, cofradías ni otras instituciones semejantes de notoria piedad y beneficio; pero no tuvo la culpa, pues aún no estaban en privanza estas asociaciones, que después han venido a llenar un vacío notable y lastimoso.

No era gran predicador; pero tenía el talento necesario para enseñar con el ejemplo, sistema objetivo que no es fácil aplicar con frecuencia, especialmente en los pueblos cortos. Y con decir que no era gran predicador, sobra para manifestar que habría sido incapaz de arreglar y llevar a término el concordato de que ahora se habla o de llegar a cardenal, no obstante que bien pudiera llegar a santo.

Hablaba con voz ronca y muy de prisa,   —156→   comiéndose una o dos sílabas de cada palabra, pero así y todo, sus consejos llegaban al fondo del alma y sus duros regaños, de los que nadie escapaba, imponían y dominaban. ¡Y decía una misa! ¡Qué misa! Veinte minutos y ¡fuera! Las viejecitas se le querían comer de gusto; porque las mujeres, por más que sean amantes de la oración, no encuentran en la misa condición más apreciable que la brevedad.

Tal era el hombre que me recogió con cariño, y que durante mi curación me prodigó los cuidados de verdadero padre. Su sobrina, chica de catorce años, inquieta, vivaracha y charladora, llenaba mis ratos amargos con su dulce garrulería alegre y pintoresca. Quería mucho a Remedios y me hablaba a menudo de ella, con palabras tan ingenuas y tan cariñosas que me parecía que la besaban.

La curandera me visitaba todos los días y me hacía alguna curación enteramente inútil, puesto que mi herida no tenía importancia real y la cicatrización estaba encomendada a la naturaleza. La conmoción cerebral   —157→   producida por el golpe había sido lo principal. Sin embargo, el buen padre Marojo, se calaba las gafas y observaba atentamente la herida, siguiendo las explicaciones que Doña Eufrasia le hacía con mil extravagantes pormenores.

Una mañana me asomó a la ventana que daba a la plaza, acompañado de Felicia.

-Mira, le dije; ahora están barriendo la plaza. Esto es cosa nueva, pues nunca se ha hecho.

-Porque no había quien barriera -me contestó-, riendo con malicia. ¿No ves quiénes trabajan?

-¡Es verdad! -exclamó asombrado-: aquél es Arenzana... ¿no? Aquel otro es Bermejo... ¡Pero Bermejo es empleado del Gobierno!

-Ya no; le quitaron el empleo, según oí decir a mi tío, y puso Don Jacinto a Pepo Gonzaga en su lugar; ya sabes, el más chico.

-¡Qué barbaridad! Estos pobres nada han hecho, ni se meten con nadie. Aquellos otros de la izquierda son tres regidores. ¡Este Coderas es un sultán aquí!

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¡Ah! Si ha hecho mil cosas; dicen que el Presidente está en la cárcel, y al juez ya le iban a meter también, porque no quería sentenciar en favor de los Gonzagas un pleito que tienen con el español; pero siempre dicen que dio la sentencia y quedó de amigo de Don Jacinto. Al pobrecito español le embargaron la tienda.

-¡Es posible! -exclamé irritado.

-¡Éntrate, Juan! -me dijo repentinamente la muchacha.

-¿Por qué?

-¡Entra, entra! -y tirándome violentamente del brazo, me hizo abandonar la ventana.

-Ya te vio -continuó agitada-, y viene para acá.

-¿Quién?

-Don Abundio.

-¡Cañas!

-¡A ver si te cogen hijito, y te meten en la cárcel!

Y un momento después el síndico se presentaba en el cuarto, dejándome de una pieza.

-No te asustes, Juanito -me dijo melosamente;   —159→   soy tu amigo y no corres peligro ninguno. Nada menos aquel día en la Jefatura, si yo no me interpongo con los modos que viste, no encuentras tú manera de fugarte. ¡Y vaya si lo necesitabas! Coderas habría sido capaz de fusilarte; pero en estando yo, no podía pasarte nada. No, hijo; fui muy amigo de tu padre y tuve mucho que agradecerle; pues te sirvo a ti ya que a él no lo pude corresponder sus servicios.

Y continuó por este camino sin parar, hasta declararme que mi madre estaba en la cárcel con las mayores comodidades posibles, que él había proporcionado, ya que no pudo evitar todo el daño que se lo hacía.

Sin yo pedirlo, me dio informes de la revuelta y sus hombres. Don Mateo se situó en San Bonifacio con la gente que de los dispersos pudo reunir, y en doce días que desde su derrota habían corrido, se aseguraba que no sólo había reorganizado su tropa, sino que la tenía aumentada. Coderas, satisfecho de su triunfo, temía aventurar su gloria, yendo a buscar al tigre en su madriguera. Por otra parte, se aseguraba que el General   —160→   Baraja había obtenido una victoria completa sobre las fuerzas del Gobierno, y que ya el nacional tomaba cartas en el asunto, transando con los revolucionarios para poner paz en aquella importante fracción de la República.

-Es un hecho -concluía Cañas-; y yo se lo he dicho a Coderas mil veces: la revolución es justa y triunfará. Yo he continuado apareciendo como amigo de este hombre, para poder contenerle un poco. Y si por mí no fuera, ya habría hecho mil atrocidades.

Me quedé pasmado; pero encontraba yo satisfactoria la explicación de aquel hombre, que hasta se me fue haciendo simpático.

-¡Juzga uno tan ligeramente! -me decía yo en mi interior.

No paró allí la bondad del síndico; Felicia se había retirado, y Cañas, acercándose a mí hasta arrojarme a la oreja el aliento, me dijo con misterio:

-Hay algo que te interesa más. Ya esta gente sabe todo lo que te acabo de decir, y Soria está desesperado porque teme a Don Mateo; y para evitar de una vez que vuelva   —161→   a apoderarse de Remedios, se propone casarla en estos días. Resérvate esto y ten cuidado. La quiere casar con Pepe Gonzaga, quien está muy anuente, tanto porque la muchacha lo vale, como porque Soria es rico y Pepe muy ambicioso.

¡Calcule el lector el efecto que me produciría esta confidencia!



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ArribaAbajo- XIV -

La Fuga


-Eres un muchacho loco -me dijo el Señor Cura con semblante irritado-; treinta y dos años llevo de ser cura de San Martín, y conozco a esta gente como las palmas de mis manos. A todos estos los he visto nacer, y sé cómo son y cómo fueron sus padres y sus abuelos. ¡Bah! de estas bolas he visto muchas, y todo lo que está pasando ya me lo sabía sin que me lo dijeran. A Coderas porque triunfó en la acción le mandó el Gobierno el grado de Teniente Coronel; y a Mateo porque perdió, le manda Baraja el de Coronel. A Camilo Soria no le importan los derechos del pueblo; y como ya está rico, no   —163→   se habría metido en la bola si no fuera porque quiere ver colgado a Mateo, y quedarse con Remedios para seguirla azotando como antes. Sí la casaría si pudiera; pero el mismo miedo que a él le inclina a dar ese paso impedirá a Pepe Gonzaga aceptarle.

Mucho me tranquilizaban estas justas observaciones; pero no podía yo esperar con calma los acontecimientos.

-¡Pues que al fin me voy a enojar! -exclamó Don Benjamín, amenazándome con el dedo-; si intentas salir de aquí, te hago aprehender, aunque te lleven a la cárcel, pues al fin mejor estarás allí que en campaña. Vamos, hombre, vamos; Remedios está con su padre, y aunque éste sea un bruto la guarda mejor que tú. Está encerrada en casa de Cañas. Antes de cinco días Mateo viene sobre San Martín, ya verás; y como es seguro que toma la plaza, Soria huye y Mateo recobra a su sobrina. ¡Mira cuánto enredo y cuánta cosa por un mal paso, por la picardía de Camilo de no casarse con la madre de Remedios!

-Muy bien calculado... ¿pero si no es así?   —164→   ¿Y si Soria se lleva a Remedios a otra parte y la casa con cualquiera? ¿Y si se la entrega a su endemoniada mujer y ésta la ahorca? ¿Y si cometen un atropello con mi madre? No; lo que es al señor Cura no le replico; pero resueltamente me escapo.

Después me decía la encantadora Felicia, seduciéndome con sus ingenuas y graciosas palabras.

-Ni remedio, hijito: aquí te quedas aunque revientes, porque mi tío dice que no te has de ir. Yo tengo encargo de cuidarte, desde las cinco de la mañana hasta las siete de la noche; después corres de su cuenta. El mozo y el sacristán ya saben que no han de dejarte salir... ¡Huy, hijito! si vieras que regaño me dio el tío porque te dejé asomar a la ventana y te vio Don Abundio! Dice que Don Abundio no te ha delatado porque sabe que la revolución está ganando; pero que si cambian las cosas, es preciso que te escondas en otra parte, porque te denuncia tu amigo. ¡Ah! Ya le mandé decir a Remedios que aquí estás; yo no la he visto porque no la dejan salir. Le mandé   —165→   decir que aquí está azafranillo, y se puso muy contenta y te manda memorias y dice que te cuides mucho. No te enojes por lo de azafranillo: así te llamábamos el diez y seis de Setiembre, por el vestido que tenías. ¡Y te veías muy guapo, no creas! Pero esta Remedios es muy tonta, y con sólo verte se pone colorada y se le encienden las orejas. Un día le dije, al pasar tú, «mamacita, ¡qué tal cuando te cases!» y me pegó en la boca y le dio mucha risa.

La deliciosa charla de Felicia me hacía pasar de uno a otro sentimiento bruscamente; pero siempre la encontraba yo dulce e interesante.

Aquella vez concluyó por decirme clavando en los míos sus ojos pardos:

-Bueno, Juan, ¿y cuándo te casas?

Imposible contener el inquieto espíritu del hombre que tiene las alas poderosas de la juventud, y que se siente aguijoneado por los más vivos sentimientos. Todos lo sabemos cuando jóvenes, y todos lo olvidamos al llegar a la ancianidad juiciosa y paciente. Ahora, cuando los años han agotado   —166→   mis bríos, pienso a veces que el Padre Marojo tenía razón, y más de una vez he dado también consejos que no habían de ser oídos.

¡Nada! ¡Nada! Era vergonzoso permanecer escondido como un cobarde, cuando mi madre estaba encerrada en una prisión, y Remedios corría peligros y vivía en poder de un hombre que sólo reclamaba sus derechos de padre para tener el gusto de atormentar a su hija. Bien podía predicar el Padre la paz y el trabajo a sus feligreses tímidos o dichosos; pero que me dejara en libertad a mí que sentía el coraje del león herido, y que no conocía desde días atrás una sola satisfacción, ni el vislumbre de un instante de alegría. ¡A la calle! ¡Al campo! ¡A buscar en la lucha la salvación de mis dos ángeles, o la muerte, si aquello era imposible!

Remedios y yo nos comunicábamos por medio de una mujer que iba a la casa de Cañas en nombre de Felicia, aunque con poca frecuencia para no hacerse sospechosa. Me mandó decir que antes la matarían que consentir en casarse con nadie; que estuviese   —167→   sin cuidado a este respecto; pero que me avisaba que quería su padre mandarla no sabía a dónde, aunque sí que era muy lejos, muy lejos.

Esto acabó de determinarme a llevar a cabo mi escapatoria de la casa del Padre Marojo. Y una noche en que caía esa llovizna de Noviembre fina y constante, desprendida de un cielo encapotado y plomizo; cuando el reloj hubo dado sus doce campanadas sordas y continuaba su tic tac fastidioso, busqué a tientas en el cuarto un garrote de que con anticipación premeditada me había provisto para tener arma, y abriendo silenciosamente la puerta me puse en el patio.

El mozo dormía en el corredor, y fue menester el mayor cuidado para no dar lugar a que despertara. Vencida esta dificultad, la evasión era sin duda más fácil que la de un voluntario desertor del ejército, con lo cual todo queda dicho. La fuga quedaba reducida a apoyar un madero en la muy baja pared del traspatio, romper media docena de tejas al ponerme sobre ella a horcajadas, y   —168→   dar un salto a la calle opuesta a la plaza.

Todo esto se realizó sin más percance que cierta alarma en el gallinero, de donde partieron mil cacareos malhumorados, por la interrupción del sueño tranquilo que sus alados habitantes disfrutaban.

Una vez en la calle, miré al cielo, bendije aquella honrada casa que abandonaba como criminal, me persigné devotamente y...

Me quedé perplejo al llegar a este punto; pues hasta entonces me ocurrió preguntarme:

-¿A dónde voy?



  —169→  

ArribaAbajo- XV -

Un encuentro


No vacilé mucho tiempo, pues muy a poco me contesté:

-A cualquiera casa del barrio del Arroyo.

Y eché por la calle adelante, procurando ver en la oscuridad de la noche, para evitar una sorpresa.

Por fortuna no tuve la locura de ir en busca de Remedios, seguro de que Soria y Cañas tendrían la casa escoltada y las entradas de la calle bajo la más cuidadosa vigilancia.

Anduve con lentitud calculada para evitar el ruido de un tropezón en piso tan irregular y tan ocasionado a golpes, no obstante que me sentía presa de la impaciencia   —170→   del temor. Gracias a que Coderas no contaba con gran número de tropa, no podía poner muchos retenes en el interior del pueblo, pues habría tenido necesidad de dispersar en ello su fuerza, inutilizándola para un caso de asalto. La precaución consistía por esto en piquetes avanzados sobre los caminos, aunque la circulación interior quedaba bastante libre. Algunos oficiales recorrían a caballo el pueblo, dormitando al paso lento de las cabalgaduras.

Apoyado en mi bastón, con un frío que me calaba los huesos, y pudiendo apenas soportar en la cabeza el sombrero que aún conservaba las negruzcas manchas de mi sangre, caminaba yo excusando obstáculos, deteniéndome para dejar paso al oficial de a caballo oído de lejos, separándome con cautela del lugar en que los perros me gruñían y que con sus ladridos podían venderme.

Al fin me vi en pleno barrio del Arroyo y me atreví a caminar con menos temores. Me detuve un momento para elegir la casa a cuya puerta llamaría, después de corta vacilación, opté por la de Pedro Martín. Continué   —171→   mi camino, doblé a la izquierda, y cuando me faltaban obra de cincuenta varas para llegar, me asaltó un justo temor: puesto que según sabía yo, la casa de Don Mateo estaba convertida en cuartel, y la mía en hospital, ¿qué habría hecho Coderas de la del indio que movía a todo el barrio, y que tanto era notado de valiente y astuto? Pensé entonces que la casa de Pedro no podía por sus pobres condiciones emplearse como las otras, y me dije: «o la han incendiado o la mujer de Pedro ha sido respetada para no irritar a los pocos del Arroyo que quedan en San Martín».

Me acerqué: la casa estaba como siempre; avancé hasta la puerta, y casi la tocaba, cuando un bulto, surgiendo delante de mí, se me arrojó encima. Más que vi, presentí el ataque; desvié ágilmente el cuerpo y asesté un garrotazo que produjo un sonido seco y arrancó un quejido ahogado a la víctima; pero el palo saltó de mi mano y se perdió en el negro suelo de la calle. El ofendido oyó caer el palo, y mientras enderezaba el dolorido cuerpo me dijo a media voz llena de ira:

  —172→  

-Cuidao, amigo; ora voy yo.

Desarmado, y dándome por muerto, oí aquella voz como bajada del cielo.

-¡Tío Lucas! -me apresuré a gritar.

-¡Aguárdese!

-¡Soy yo, soy Don Juanito!

-¿Don Juanito? -preguntó el viejo, acercándose machete en mano y con desconfianza. ¡Qué palo me ha dao tan bueno!

-Vd. tuvo la culpa, hombre.

-¡Huy! -murmuró el viejo apretándose las costillas.

-No hay que perder tiempo -le dije-; vamos al caso, ¿qué hace vd. aquí? ¿Dónde está Don Mateo? ¿Y Pepa?

-Entremos aquí y yo le contaré; porque hace un ratito por poco me agarra un piquete que salió al camino.

Tocó el tío Lucas la puerta con los nudillos, y una voz chillona y que parecía acostumbrada a la altivez nos gritó.

-¡Quién!

-Yo, Minga; ábreme, que aquí está Don Juanito -contestó el tío.

Y a poco se abrió la puerta, y entramos   —173→   en una pieza caliente en que dormían cuatro muchachos de menos de diez años y una mujer de edad avanzada, madre de Minga.

-Hija -dijo el compadre de Don Mateo-; dame un trago de aguardiente, porque he andao mucho, y aquí Don Juanito me reventó el lomo de un palo. También él tiene frío y necesita algo caliente.

Y entre trago y trago de una botella que Minga colocó sobre la poco limpia mesa, charló el viejo una media hora, a la luz de un candil de manteca de menguada y movible llama.

En San Bonifacio quedó muerto uno de los acompañantes del tío Lucas, y cuando yo huí con Remedios, sostuvieron ellos la puerta algunos momentos mientras yo me alejaba. No pudiendo resistir más, abandonaron la defensa, y atravesando a todo correr el patio, salieron por la puerta del campo; oyeron la descarga que hirió a Remedios y echaron por los jacales del rumbo opuesto, ganando el bosque. Pepa allá se quedó, y como fue la única persona que encontraron, sufrió, por todas las demás, veinticinco azotes   —174→   y veinticinco mil atropellos. Vieron después el incendio de la casa, y cuando se persuadieron de que los asaltantes se habían retirado, que fue a la mañana siguiente, volvieron a la hacienda en busca de la pobre Pepa a quien recogieron y cuidaron.

Luego el viejo, con una satisfacción brutal, me refirió los pormenores de la revancha decretada por Don Mateo en su campamento de San Bonifacio. El mismo tío Lucas con diez hombres a sus órdenes, fue al Roblar y quemó la casa, el trapiche y el cañaveral, aplicando cincuenta azotes a dos criadas que encontró, pues la mujer de Soria se puso oportunamente en cobro, con cuanto pudo salvar del saqueo.

Con pena declaro que esta conducta salvaje, y estos actos de ferocidad infame, me iban pareciendo menos horribles cada día. La bola me estaba haciendo el peor mal de que es capaz: disminuir la energía de mi juicio moral.

Concluyó el viejo explicándome la situación. ¡Ah! Ese maldito de Perfecto tenía la culpa de la derrota. El tío Lucas se lamentaba   —175→   de no haber estado en la acción y de que yo no hubiera matado a Perfecto, quien estaba todavía algo tonto a consecuencia del golpe que yo lo descargara. ¡Cuánto celebré la noticia de que estaba vivo!

Don Mateo tenía seiscientos hombres en San Bonifacio, y el General Baraja le había mandado cincuenta fusiles, que aunque algo inútiles, al fin eran fusiles y tenían bayonetas.

-Mañana tomamos el pueblo -agregó el viejo, como si se tratara de tomar un real de aguardiente.

-¡Mañana! -exclamé yo con verdadera animación.

-No le quepa duda. Yo vengo a dos cosas: una, ver cómo están las trincheras que han puesto aquí, y mandárselo decir a mi señor compadre; otra, reunir veinte o treinta hombres, pa armarlos aquí adentro, pa cuando mi señor compadre se meta en el pueblo. Este es el plan de mi señor compadre, que ya sabe, Don Juanito, que es un soldao muy práctico y muy inteligente.

-Sí, sí -dije con creciente interés-. Yo   —176→   también me quedo. ¿A qué hora entrarán?

-Pos a la hora que puedan. Tal vez ora en la noche avancen algo, porque San Bonifacio está lejos. Luego saldremos pa buscar a los muchachos; mientras, que nos diga Minga dónde están las trincheras.

¡Qué trincheras ni qué niño muerto! En San Martín no se pensaba en tal cosa. El Jefe político, envalentonado con su victoria no trataba de encerrarse, sino de salir al encuentro de Don Mateo, a quien por mofa llamaba el Señor Coronel, y darle una zurra buena, porque no servía ni para limpiar su caballo, según su expresión favorita.

Salimos de la casa de Pedro el tío Lucas y yo, y escurriéndonos aquí y agazapándonos allá, recorrimos todo el barrio del Arroyo, buscando a los muchachos, de los cuales comprometimos hasta una veintena, bajo el concepto de que al oírse al siguiente día los primeros tiros, se reunirían, armados, con nosotros en la casa del famoso Pedro Martín.

El blanco fulgor de la aurora comenzaba a esparcirse por el horizonte cuando volvimos   —177→   a la casa de Minga. El viejo se tendió en el suelo, después de agotar el contenido de la botella; y un minuto después, roncaba ruidosamente. Yo rehusé la cama que Minga me ofreció, bajando al suelo a sus hijos, y me asomé al patio interior, que circuía un corral de árboles verdes y frondosos.

La lluvia había cesado cuando la aurora inundó con su alegre luz los campos de San Martín, y de las ramas de los árboles escurría gota a gota el agua recogida en las hojas. Mil gorjeos salían de los nidos colgados en la cerca; las gallinas vagaban por el patio con sus grupos de redondos polluelos, escarbando la tierra para darles alimento, y a lo lejos se oía el mugido de los bueyes que salían al trabajo. Mi imaginación vagó un momento por mundos ideales compuestos de gentes que no peleaban nunca, y no sé hasta donde llegará; si Minga, que salió a echar maíz a las gallinas, no me hubiera dicho:

-No se asome mucho; porque lo pueden ver.



  —178→  

ArribaAbajo- XVI -

Rumores y noticias


Cuando el sol coronó la sierra de Oriente, el viejo Lucas despertó, buscando aguardiente y algún bocado para entonar el cuerpo. Permanecíamos encerrados en la única pieza de la casa, y yo me paseaba inquieto, nervioso y agitado, con la desazón de quien presiente, no de quien teme, sucesos próximos y graves. No había medio de darme punto de reposo, y sólo a reiteradas instancias del viejo y Minga tomé algún alimento desabrido, de los que acostumbra y prefiere la gente de nuestros campos.

En medio de mis revueltas ideas, relativas en su mayor parte a los acontecimientos que   —179→   esperaba, algún pensamiento me vino en que figuraron las imágenes del buen cura y su sobrina. ¡El pobre anciano iba a afligirse al notar mi separación, y su irritable carácter descargaría sus fuegos sobre la encantadora Felicia! Ignorando mi paradero, en tan difíciles circunstancias, no sabría la niña qué decir a Remedios, si ésta me enviaba algún recado. ¡Oh, no! Era preciso hacerles saber que sano y salvo, me encontraba fuera del pueblo, pues si decía mi escondite, el Padre Morojo era muy capaz de mandarme aprehender, previo el compromiso de que no se me hiciera más daño que el de meterme en la cárcel.

¡Sobre la marcha! Vaya la madre de Minga a la Iglesia; escúrrase por la sacristía, puesto que es sospechosa por su yerno, y hable con el Padre Marojo, diciéndole que pasé por la casa de Pedro Martín a media noche, y salí sin novedad del pueblo: pero si puede atrapar a Felicia un momento a solas, dígale la verdad, pregúntele por Remedios, a quien mando mil recados y que diga sobre todo si insiste Don Camilo en llevársela muy lejos.

  —180→  

No podía hacerse esto en menos de dos horas, y durante ellas había un motivo más de inquietud y agitación para mí.

Minga, que salió una medía hora, volvió a la casa llena de noticias de la plaza, las cuales alarmarían a cualquiera que no fuera la altiva mujer de Pedro Martín, que tenía la profunda convicción de que donde estaba su marido estaba el mundo entero, y de que no había nacido todavía el hombre capaz de tocarle un cabello.

-Estos brutos -entró diciendo-, creen que les van a tener miedo con sus trincheritas. Pos ahí están poniendo en las calles montones de tierra y de piedras y de todo.

-Déjalos, hija -contestó el tío Lucas con flema-; en algo se han de entretener. Después tendrán que poner esas cosas en su lugar, y yo les he de echar mucho palo para que se apuren.

La india, con la sonrisa desdeñosa en sus gruesos labios, me impuso de todo. La plaza estaba muy animada; todos los soldados y los presos estaban trabajando en la improvisación de las trincheras, y allá habían ido   —181→   a dar en media hora todos los descontentos y aun los simplemente tibios. Coderas en persona dirigía las obras, y los oficiales, espada al cinto, vigilaban a los desgraciados trabajadores, excitándolos de vez en cuando a la actividad por medio de tal cual palabrota o cintarazo.

-Están amaríos de puro miedo -decía la india riendo.

Se trataba, según sus explicaciones, de cerrar varias bocacalles, formando un cuadro que abarcara la plaza y las manzanas o casas adyacentes. ¡Buen trabajo tendrían para realizarlo!

¿Y qué se decía en la plaza? Pues se decía que Don Mateo tenía mucha gente y muy bien armada; que había recibido fusiles de nueva invención que disparaban una infinidad de balas en un momento, y que tenía también, cinco cañones grandes, muy grandes, que de un golpe se llevaban una compañía y tres casas. Desatinos todos que indicaban la disposición de los ánimos en favor de la bola.

No vio Minga a mi madre, según me dijo   —182→   cuando después de vacilar mucho me atreví a preguntarle por ella. ¡Tenía yo miedo de que fuera a decirme que también trabajaba en las trincheras!

A medida que el tiempo corría, aumentaban mi ansiedad y mi inquietud. La llegada probable de las fuerzas revolucionarias, la suerte de Remedios, las aflicciones de mi pobre madre, el éxito del asalto, todo se agolpaba en mi agitada mente, haciéndome olvidar mis propios peligros. Más de una vez, Minga o el tío Lucas tuvieron que separarme de la estrecha ventanilla que daba a la calle, haciéndome recordar mi calidad de enemigo de las autoridades, y notar la imprudencia que cometía, exponiéndome a ser visto por los transeúntes.

Pasaban para mí los minutos con lentitud de horas; me cansaba la charla del viejo, y me cargaba el desdeñoso tono con que Minga hablaba sin parar de los tiñosos gallinas que tan fuera de tiempo y tan amaríos de miedo, se apuraban en hacer sus montoncitos de tierra.

Tocaron la puerta, y yo corrí a abrirla,   —183→   seguro de que era la madre de Minga quien llegaba. Abrí, y di espantado dos pasos atrás, en tanto que el viejo Lucas se ponía de un salto en el patio interior...

-Vaya, hijo -exclamó Cañas, entrando con cierto azoramiento-; ¡bendito sea Dios que al fin te hallo! Hace media hora que corro de una a otra casa, buscándote por todo el barrio; pero yo bien decía: por aquí ha de estar, porque el barrio es amigo. Llegó a casa la criada de Felicia y oí que lo daba un recado de tu parte, manifestándole que estabas dentro del pueblo, después de fugarte de la casa del Sr. Cura; y como siempre quiero servirte, y ayudar a la buena causa del Sr. Don Mateo, ¡no vine inmediatamente para acá a fin de hablar contigo.

-¡Juzgamos tan ligeramente! -pensé otra vez, reponiéndome del susto.

Pero en seguida recordé las palabras del Padre Marojo, que me repitió Felicia, y quedé suspenso.

-¿Será tan bribón este hombre? -me pregunté-. ¡El Señor Cura lleva treinta y dos años de vivir en San Martín!

  —184→  

Empezaba yo entonces mi carrera pública, y era preciso intentar un ensayo de hipocresía.

-No esperaba yo menos de su buena amistad -murmuré avergonzado por la mentira-; ¡como fue vd. tan buen amigo de mi padre!

-Cabal; eso es. Pues bien, se sabe en la plaza que Don Mateo avanzó anoche hasta Santa Ana, de manera que no estará muy lejos de aquí en este momento. Trae seiscientos hombres y muchos de ellos con los fusiles con bayonetas que últimamente le mandó Baraja, y es seguro que Coderas no lo podrá resistir. ¡Qué ha de resistir! Pero es preciso que Don Mateo sepa cómo anda esto, y supuesto que yo soy amigo de la causa, debo mandárselo decir ¿me entiendes? Cerraremos con tranca la puerta para no ser sorprendidos. Pues bien, mira: en la esquina de los zapotes está una trinchera; otra en la de Camero, adelante de la barranquita; otra en la esquina del atrio; otra en la que está antes de tu casa, y otra aquí derecho.

Fui a la casa de Marcial. Por el lado de   —185→   la cárcel no han de poner trinchera; porque como apenas tienen tiempo de medio arreglar las que más necesitan, dejan ese lado con sus naturales defensas, que consisten en la subida de la barranca grande, y el corral del Ayuntamiento que queda enfrente.

Aquel hombre vendía, pues, a sus amigos porque los veía perdidos. Comencé entonces a comprender que hay en el mundo gente digna de la horca, y que en muchos casos la hipocresía es una arma legítima.

El tío Lucas, que había ido acercándose, oyó casi toda la explicación de Cañas, y metiendo su cuchara, dijo:

-Pues me voy a avisarle.

¡Eso es! ¡Eso es! -afirmó el veleidoso síndico-. Corra, tío Lucas; y dígale al Sr. Don Mateo que digo yo ¿eh? que digo yo, que en el llano de la Cruz le van a esperar con doscientos hombres, y que si los derrota se encerrarán en la plaza; que no entre derecho, porque estas trincheras son las mejores; que entre por el lado de la iglesia y por la cárcel. Ya vd. oyó lo que dije. ¡Corra pronto, porque ya han de estar cerca! ¡Mire! ¡Cuidado   —186→   lo cogen los del Jefe político que andan por el camino!

-¡Qué me han de coger! -dijo el viejo con garbo-, ¡pos pa que está el monte!

Y saliendo por el patio, saltó la cerca por donde pudo y se perdió entre las casas vecinas.

-Ahora, Juanito -continuó el vejete-; te diré que yo también me voy. Antes de salir de casa, mandé a mi mozo que me trajera mi caballo al Arroyo, y ya debe estar esperándome. Me voy a la Guayaba mientras esto pasa, porque no puedo soportar la vista de las arbitrariedades que Coderas está cometiendo. Luego que Don Mateo tome la plaza (porque de seguro la toma), hazme favor de mandarme avisar para que venga yo a prestar mis servicios en la organización de todo esto. Con que hasta luego, y cuídate. Mejor no te metas.

Tocaron a este punto a la puerta, y cuando Cañas azorado buscaba en donde ocultarse. Minga, sonriendo con su eterno desdén, fue a abrir.

-Es mi madre -dijo al síndico.

  —187→  

Y al pasar junto a mí, añadió, indicándome con los ojos a Cañas.

-¡Cuidao!

Entró la anciana, y mirando con desconfianza al vejete, me llevó aparte con precipitación y me dijo al oído:

-Que ya están ensillando los caballos y que se llevan a la niña al interior pa que ni vd., ni Don Mateo ni nadie se vuelva a juntar con ella. Que está llorando mucho y que ya no lo vuelve a ver nunca. Y dice que Don Abundio es el que se lo aconsejó a Don Camilo y hasta le dio cartas pa el camino.

Me volví hacia Cañas, que ya tranquilo parecía esperarme, impaciente por despedirse de mí y tomar el camino de la Guayaba. Vio algo terrible en mi semblante irritado e inquieto; porque se puso pálido y dirigió una mirada de angustia a la puerta.

Yo me acerqué a él indeciso, vacilando entre ahorcarle o darle un trancazo en la cabeza. Retrocedió con terror hasta encontrar la pared, y allí le agarré el pescuezo con ira, estrujándole sin lástima. Lanzó un gemido de ahogo, y le solté no sé por qué sentimiento que no me dejó matarle.

  —188→  

-No saldrá vd. de San Martín -le dije fuera de mí-; porque necesito tenerle cerca, para ahorcarle tan luego como Remedios haya sido arrastrada contra su voluntad fuera del pueblo.

-¡Juan! ¡Juanillo! ¡Mira, hijo, por Dios! -gritaba el vejete juntando las manos. Te juro que...

-¡No jure vd.!

-¡Pero, hijo, escúchame! ¡Escúchame! -clamaba Cañas metido en un rincón y temblando como azogado.

-Mire vd. -le dije con tono sombrío y fuera de mí-; vuelva vd. en este momento a su casa; invente uno de esos ardides que sabe inventar, y haga que Remedios no salga de San Martín. ¡De lo contrario, por mi madre le juro, que tan luego como la plaza se tome, pegaré fuego a su casa, y le ahorcaré a vd., a su mujer y a toda su raza maldita!

-¡Juanito!

-¡Lo juro por mi madre! -repetí.

Y tomando al síndico por la nuca, le arrojé a la calle gritándole:

-¡Vaya vd.!



  —189→  

ArribaAbajo- XVII -

El asalto


Procuraba yo en vano aliviar y contener la inquietud y desazón de que estaba poseído, y a las cuales acudían con no poca frecuencia Minga y su madre, ya separándome de la ventanilla, ya impidiendo que quitara la tranca que sujetaba la puerta, y que inconvenientemente quería yo a cada momento apartar, ya haciéndome regresar del patio por donde pudiera escaparme, a no estar constantemente vigilado.

-¡Qué tal el Don Abundio! -decía Minga con mofa-; ¡Fíese de él! Pero no tenga cuidao, que ora ya no deja ir a la niña.

Sin embargo, hice que la anciana volviera a buscar a Felicia, para rogarle que si los   —190→   preparativos de viaje no se suspendían me mandara a su criada para avisármelo. Y la buena vieja, que como madre de Minga, era valiente y desenfadada, salió de nuevo, recomendando a su hija que no me dejara hacer una barbaridad.

¡Qué día aquel para mí! El sol ascendía con una lentitud desesperante y llegó al fin a ponerse sobre nuestras cabezas. Le anciana no volvía aún, ni Don Mateo asaltaba, ni tenía yo nueva noticia de nadie. ¡Cómo pude permanecer encerrado tantas horas, sin saltar al fin la cerca y hacerme matar, no lo sé!

Cuando así me hallaba y acudía con mayor frecuencia a la ventanilla para ver si descubría de lejos a la anciana, una voz sofocada y jadeante me gritó a la espalda:

-¡Ya vienen!

Era el tío Lucas, que parecía agotar en aquel sólo día todas las fuerzas que le quedaban para la vida. Sentose el viejo en la cama de Minga, con la boca abierta y movimiento de fuelle de herrería en la caja del cuerpo, llevando con la cabeza el compás violento de la respiración.

  —191→  

A pesar de su sofocación la hice hablar, aunque con palabras cortadas por el aliento con fuerza despedido. Don Mateo con su gente quedaban a media legua organizándose; el tío Lucas había enterado al Coronel de todo lo dicho por el síndico, y volvía a San Martín con orden de reunir el mayor número de pedreños para desordenar en lo posible las fuerzas de Coderas, cuando regresaran al pueblo, puesto que probablemente no querrían más que probar fortuna a campo raso. Al llegar el tío Lucas al arroyo, vio que bajaban del llano alto unos cinco hombres a galope, que eran de una avanzada de Coderas.

En efecto, cuando me refería esto, oímos en la calle ruido de caballos que pasaban corriendo y de espadas azotadas contra el estribo. Casi al mismo tiempo se abrió la puerta, y la madre de Minga, algo pálida y echando chispas por los ojos entró en la estancia.

-¡Por poco me arrollan estos perros! -dijo con ira, y lanzó una andanada de verbos y adjetivos que no puedo repetir.

  —192→  

-¿Qué hay? -la pregunté agitado.

-¿Qué hay? Que si no ha sido por mi sobrino Matías que está en la trinchera de la Iglesia, no puedo regresar. ¡Malditos hambrientos! Que venga Pedro y le contaré quiénes no me dejaron salir y las groserías que me dijeron. Ya digo, si no es Matías, me quedo en la plaza.

-¿Y Felicia qué dice? -le interrumpí lleno de impaciencia.

-Que los caballos están listos; pero que Don Abundio le mandó decir que le mande decir a vd. que no tenga cuidao, porque no se ha de ir la niña Remedios. Pero tenga cuenta, Don Juanito, que ese hombre es muy sinvergüenza.

Procurando que fuera al grano, la hice entonces referirme cuanto pudiera importarnos. Coderas y Soria habían acordado el plan de defensa, seguros de que Don Mateo no podría en varios días tomar la plaza; y en tanto llegarían los auxilios del distrito inmediato, cuyo Jefe político estaba en comunicación con el de San Martín. A última hora, se había determinado que Coderas saliera   —193→   con doscientos hombres para probar una lucha a orillas del pueblo, apoyado en los cien que con Soria quedaban en la Plaza. Si la fortuna les era adversa (que no lo creía el arrojado Jefe), haría una retirada sobre las trincheras mejor preparadas, para determinar a Don Mateo a atacar por allí.

-Ahora lo principal -me dijo la vieja-. Le manda decirla niña Remedios, que quieren sacar a todos los presos y ponerlos en esas trincheras, pa que se asusten los otros y no puedan tirar sin matar a sus gentes.

El cabello se me puso de punta, sentí un desvanecimiento que estuvo a pique de dar conmigo en tierra, y con el semblante descompuesto y el aliento cortado, apenas pude volverme al tío Lucas. Parose éste asustado y acudió a detenerme; pero ya volvía pronto sobre mí y tomaba yo el imperioso tono que en tales casos me constituía jefe de los que me rodeaban.

-Corra vd. -le dije rápidamente-; reúna en seguida a los que anoche se comprometieron a seguirnos, y que estén aquí en el acto.

  —194→  

Mi voz cobraba tal autoridad e imperio, que rara vez oía yo una ligera réplica. El viejo sin hacerla se dirigió a la puerta; pero al abrirla retrocedió violentamente.

-¡Ahí vienen! -dijo a media voz.

Minga me separó de la ventana, empujándome con fuerza, y Coderas con su tropa siguió el rumbo del Arroyo con paso precipitado.

Algunas gentes del pueblo seguían a la fuerza por curiosidad, otras se asomaban a las puertas, y las menos se encerraban precavidamente, atrancando sus puertas.

Agotada a este punto mi cordura y paciencia, y sacándome la agitación de todo término juicioso, echeme fuera con el tío Lucas, citándole para aquel mismo lugar y dentro del mismo término.

Sin ocultarme, sin miramientos ni temores, corrí a la casa de Bermejo, a las de los regidores presos que tenían más inmediatas sus habitaciones, a las de todos los que sufrían en la cárcel, dando la voz de alarma con la terrible noticia que yo había recibido. En esta obtenía un hombre; en aquella   —195→   una arma; de aquí sacaba un hijo espantado; de acullá un padre medio loco, y en todas sembraba el terror y despertaba las más violentas manifestaciones del odio y la angustia.

Media hora después, en el patio de Pedro Martín tenía reunidos hasta unos treinta hombres que, dignos soldados de un jefe como yo, pelearían como tigres y no se saciarían con trescientas víctimas. Quién hablaba de ahorcar a la esposa e hijos de Coderas; quién de arrastrar a Soria por las calles hasta dejarle muerto en el muladar; quién de saquear la casa de los Gonzagas; quién de pasar a cuchillo a todo el barrio de las Lomas, con excepciones muy contadas. Y a mí me parecía bien todo aquello, y aprobaba enérgicamente tan salvajes propósitos, mientras daba armas a los que no las tenían, y comunicaba mis órdenes al tío Lucas.

Oyose en aquel momento la primera descarga de la pelea, y yo sentí que recorría mi cuerpo un escalofrío mezcla de terror y de impaciencia por combatir. Me sentí empujado   —196→   hacia a la plaza, y los labios rebosando palabras de un lenguaje soez, que yo mismo me admiraba de saber. Lo malo predominaba en mí, y sucedía que al encontrarme en el encendido elemento de las pasiones de la bola, inconscientemente me trasformaba, nivelándose mi temperatura con la del aire que respiraba.

En tales momentos no tuve la idea de formar un plan de campaña. Yo sabía que iba en defensa de mi madre, cuya vida estaba gravemente expuesta, y que debía acudir violentamente a mi objeto. Cómo lo procuraría, ni lo pensé ni me ocurrió pensarlo. El tío Lucas se atrevió a recordarme que el objeto del Coronel era que desconcertáramos al enemigo en su retirada.

-¡Síganme todos! -grité con imperio.

Y todos me siguieron con bríos iguales a los que me animaban.

Nos dirigimos por detrás de la casa de Minga hasta las últimas del pueblo, y enderezando allí el rumbo a la derecha, caminamos a paso veloz paralelamente a la calle que conducía a la plaza. Detuvímonos al   —197→   llegar frente a ésta, no sin asombro de los vecinos, y una vez allí, nos acercamos cautelosamente hasta tener la cárcel a la vista.

Ajenos de tener enemigos tan cerca, los de la plaza estaban atentos al ruido de la fusilería que se descargaba casi a orillas del arroyo. Delante de nosotros estaba la subida de la barranca para llegar a la plaza y a la puerta de la prisión; y en ésta que apenas podía verse, porque se interponía el corral del Ayuntamiento, se divisaba un centinela.

-No han sacado a los presos todavía -dije a mis compañeros. Esperemos aquí hasta ver algún movimiento que indique que se trata de sacarlos.

Una sola escopeta había entre nuestras armas; las demás o eran machetes o garrochas o cuchillos amarrados al extremo de una asta. Yo, sin embargo, me creía invencible.

El estruendo lejano de los fusiles, que a decir verdad no era mucho ni espantable, dado el corto número de los combatientes y el más corto aún de las armas de fuego, se   —198→   hizo menor al cabo de algunos minutos, y los tiros aislados que se oían me parecieron disparados dentro ya de San Martín. Hice a mi gente que se acercara hasta el pie de la subida, quedando yo en el sitio para no perder de vista la cárcel; y corrí a alcanzarla, cuando las descargas de las trincheras me hicieron comprender que Soria había entrado en la plaza y que Don Mateo estaba frente a ella.

Subimos hasta el corral antes de que el centinela pudiera dar la voz de alarma, y cuando Coderas y Soria rechazaban a Don Mateo en su primer empuje. Cogido de improviso, el centinela huyó hacia la plaza; y nosotros, sin calcular la imprudencia de nuestra impaciente acción, nos echamos sobre la puerta de la cárcel, y a pocos esfuerzos la hicimos saltar hecha pedazos.



  —199→  

ArribaAbajo- XVIII -

Última lucha


El Coronel Cabezudo no había echado en saco roto las noticias que el tío Lucas le llevara de parte de Don Abundio Cañas, y dejando a Pedro Martín encargado de las fuerzas que inútilmente atacaban la trinchera más fuerte, hizo un movimiento rápido para embestir por el lado de la cárcel. Mas no lo fue tanto que Coderas no tuviese tiempo de mandar a la defensa de aquel punto a Soria con buen número de soldados. De aquí que al romper nosotros la puerta de la cárcel, recibiéramos a la vez, aunque a distancia, las descargas de la plaza y de los asaltantes, pues unos y otros nos tuvieron por enemigos.

  —200→  

Dos de mis hombres cayeron heridos, y el resto, asustados por la sorpresa, se entraron en la prisión, poniendo en el último punto del terror a los infelices presos, que se refugiaron en el patio y piezas interiores.

Entré yo el último y los animé con mis voces obligándoles a salir para auxiliar la entrada de Don Mateo; pero apenas asomados a la puerta, recibimos otra descarga y retrocedimos.

Los asaltantes llegaron hasta el corral, de suerte que cuando el estruendo de los fusiles lo permitía, oía yo las voces de Don Mateo. Soria, detenido por el fuego enemigo, quedó a pie firme junto a la Jefatura, sin avanzar ni retroceder. Ambos temían al enemigo que suponían dentro de la cárcel. Al fin avanzaron unos y otros, y en medio del humo de la pólvora y del polvo del suelo, que formaban como oscura niebla, tuvieron un encuentro rudo junto a la cárcel, cuerpo a cuerpo. Después de algunos minutos, Soria retrocedió algunos pasos hasta estrecharse con la pared de la prisión; su gente parecía hallarse en el supremo instante de vacilación   —201→   que precede a la derrota, y comprendiéndolo Don Mateo, animó a su fuerza, la empujó y oí que dio esta orden:

-¡Entra a la cárcel, Perfecto, y acaba con ellos!

¡Y sí acabaría, en la ceguedad del combate, sin reconocer a sus amigos!

-¡No! ¡No entrará mientras yo viva! ¡Echémonos fuera!

Y de un salto me puse en el lugar de la lucha, seguido de mis compañeros.

Treinta hombres más, poseídos de desesperación, eran un fuerte auxilio para la defensa, y a nuestro primer empuje, Perfecto retrocedió sorprendido, a pesar de la superioridad de sus fuerzas.

-¡El Jefe está herido! -oí decir a mi lado.

-¡Sosténganse! -gritó al tío Lucas, que atacaba sin conciencia a su compadre. Y busqué al jefe herido que podía significar la derrota y la invasión ciega de la cárcel.

Soria, en efecto, bañado en sangre, se apoyaba en la pared próximo a caer.

¡Quien me inspiró tal acción! Tomé del suelo la espada de aquella fiera, y esgrimiéndola   —202→   de plano con brazo rápido y fuerte sobre los soldados de Coderas, les grité:

-¡Yo soy el Jefe! ¡Adelante! ¡Al que retroceda le mato!

Y en este segundo encuentro, más duro y sangriento que el anterior, el Coronel y su tropa retrocedieron hasta el corral, a pesar de los ternos, blasfemias y cintarazos del terrible y colérico cabecilla.

En vano traté allí de hacerme oír de Don Mateo o de alguno de sus hombres; en vano agité un pañuelo blanco que sabía yo que suele significar la suspensión momentánea de la lucha: ni era yo visto ni oído. Y como mi fuerza, no hostigada por golpes ni voces en aquel instante, detuvo su avance, supúsola el Coronel debilitada e hizo un último empuje.

-¡No hay remedio! -pensé.

Y dando las voces necesarias, y animando con el ejemplo de mi arrojo, me eché sobre la mal parada gente de Don Mateo.

Toda la dificultad consistió en hacerlos llegar al descenso de la barranca, en donde la gravedad, que en nada como en los combates   —203→   demuestra mejor su imperio, obró el efecto de arrastrar a los asaltantes en revuelto remolino y desorden, hasta lo más hondo del terreno y lo más completo de la derrota.

Ordené violentamente al tío Lucas que se colocara solo en la puerta de la cárcel, calculando que al volver Don Mateo (como volvería) sobre aquel punto, viéndole abandonado le observaría con tranquilidad y reconocería al viejo, que por precaución quedaba también provisto de un pañuelo blanco atado a una asta. Y tomada esta medida, me dirigí a la plaza a paso de carga, poniendo a la vanguardia a mis primeros acompañantes, armados ya de fusiles recogidos en el campo.

Los soldados de Coderas, con que acababa de rechazar a Don Mateo, me servían ahora para atacar a su jefe. Para ellos daba lo mismo, si mi espada les sacudía las espaldas y mi voz, la voz del vencedor, los alentaba en la pelea. Ni comprendían ni trataban quizá de comprender tal embolismo.

La fuerza de la trinchera principal, mandada   —204→   en persona por Coderas, se vio, pues, atacada por la espalda, y después de una corta resistencia abandonó su puesto, replegándose sobre la iglesia. Pedro Martín, que por su arrojo y su torpeza había perdido mucha gente, entró en seguida a la plaza; y cuando atacada por su fuerza y la mía, la de Coderas se dispersaba, corriendo en todas direcciones, Don Mateo, jadeante y agitado, llegaba por el lado de la cárcel y la Jefatura, para tomar parte de la victoria, ya que tan principal la había alcanzado en la derrota.

Lo que pudiera seguir a este triunfo me importaba a mí poco o nada. ¡Había yo salvado a mi madre y logrado impedir el rapto de Remedios! Ellas eran mi único galardón; mi único laurel, las bendiciones de la una y de la otra y una mirada agradecida.

Dejé a Don Mateo y a Pedro Martín la triste tarea de perseguir a Coderas y afligir a los míseros vencidos, y corrí a la cárcel en busca de mi pobre madre.

El tío Lucas permanecía a la puerta y entró   —205→   conmigo en el patio y piezas interiores de la prisión.

-¡Ya están libres! -gritó el viejo a los acobardados presos del patio-. ¡Hemos ganao!

Todos prorrumpieron en exclamaciones de gozo.

Yo, no encontrando allí a mi madre, entré en un cuarto cuya puerta estaba entornada; y apenas di un paso en la estrecha estancia, sin distinguir por la escasez de luz los objetos, oí una voz que con supremo gozo exclamó:

-¡Mi hijo!

Corrí a la cama en que mi madre se hallaba, y anudada la garganta, y ahogada la respiración, me puse de rodillas, junté mi frente a la de la noble mujer, y mis lágrimas se confundieron con las suyas y se confundió el calor de nuestros sollozos.

-¡Bendito sea Dios! -dijo al fin-. ¡Cuánto he sufrido por ti!

Cuando levanté la cabeza, vi que mi madre no estaba sola; una mujer del pueblo la acompañaba.

  —206→  

-¡La pobre Remedios, es un ángel! -añadió mi madre-. Sin sus cuidados me habría muerto aquí. Ella me ha enviado no sé cómo, estos muebles y esta fiel compañera para asistirme en mi enfermedad.

¡Bendita niña! ¡Cuán poco era lo que yo había hecho por corazón tan noble y generoso! ¡A haberla tenido allí cerca la habría ahogado entre mis brazos!

Aquella misma tarde, cuando las campanas eran echadas a vuelo por los vencedores, trasladé a mi madre a la casa del señor Cura, porque la mía estaba convertida en hospital de sangre. Pero al mirarla a la luz más clara, quedé helado de espanto: estaba flaca, envejecida y de un color amarillo terroso que daba miedo.



  —207→  

ArribaAbajo- XIX -

El vencedor


Para mi alma adolorida y azotada por la inflexible conciencia que me culpaba de la enfermedad de mi madre, no hubo halagos de triunfo ni vanidad de victoria.

A pesar del cansancio que me agobiaba y del sueño que hinchaba mis párpados, no podía ni quería dormir aquella noche. Felicia me instaba, aun frunciendo el terso ceño, no hecho a gestos de enojo, y me amenazaba con no mandar recados a Remedios, si no la obedecía.

-¡Tonto! -exclamaba la dulce niña, mirándome de mal talante; yo cuido mejor que tú a la señora, y hasta la quiero más. Acuéstate, duérmete. Llegarás tú también   —208→   a enfermarte, y lucidos quedaremos contigo! Dona Eufrasia dice que esta es una calentura de la hiel, y por eso está amarilla la señora; pero que con el cocimiento que mandó y el sudorífico, quedará buena muy pronto. Anda, hijito ¡si pareces una criatura!

Y como no obedeciera, añadió:

-Remedios te está calentando la cabeza. ¡Hombre, si ya está con su tío! Y como a ti te lo debe todo Don Mateo, según dice el pueblo entero; ni modo de decirte él que no, y dentro de un mes te casas con esa monísima de Remedios. ¡Malvado! ¡Si yo fuera hombre, te la quitaba!... Anda, ¡acuéstate por el amor de Dios!

A la madrugada tuve que obedecer, y fatigado del cuerpo y del espíritu, me rendí al sueño. ¡Pero no había en él el descanso que yo necesitaba! Escenas de sangre y horror se presentaban en mi imaginación activa, con los relieves de la verdad, y con frecuencia asomaba en ella la imagen de mi madre con su amarillo color, su semblante enflaquecido y sus ojos abrillantados por la fiebre. Y presa de la pesadilla que inútilmente   —209→   trataba de sacudir, inundaba el sudor mi frente y un temblor convulsivo se apoderaba de mis cansados miembros.

Desperté al salir el sol, y vi a Felicia sentada a la cabecera de mi madre, que aún dormía con el letargo de la fiebre. Volvió la niña el rostro, iluminado por la luz de una vela espirante, y me pareció que el ángel guardián de mi madre había tomado cuerpo material para servirla.

Cuando la niña me vio despierto, dio a su semblante el aire picaresco que le era característico, y me dijo en voz baja, sonriendo:

-Toda la noche has estado soñando, y yo me he divertido contigo. ¡Dijiste unas palabrotas!... Como si hablaras con Pedro Martín.

Estaba yo vestido y me levanté en seguida. Felicia me dijo que mi madre había sudado bien y que estaba un poco más fresca; pero al tocarla sentí que ardía.

-Mi tío vino al amanecer -añadió la niña, y me dijo que iba a despachar inmediatamente un mozo para llamar al médico de   —210→   San Andrés. Mañana estará aquí; no te aflijas, hijito; teniendo médico no hay que temer nada.

En San Martín, se creía formalmente que en habiendo médico nadie podía morirse, y esto aun cuando la experiencia les mostrase frecuentemente lo contrario. Y como yo no tenía porque escapar de la regla común, me tranquilicé bastante con aquella noticia.

-Mi tío está muy enojado contigo -me dijo Felicia más tarde. Dice que esto no ha terminado todavía, y que el Gobierno ha de mandar tropas que saquen de aquí a Don Mateo; que tú estás ya muy comprometido porque fuiste el que tomaste la plaza. Dice que es preciso que te muevas; y que averigües cómo andan las cosas; porque el periódico que vino ayer dice que se rindieron toditos los pronunciados y que ya no hay bola en ninguna otra parte más que aquí.

Esto sí me desconcertó, y tanto por averiguar la verdad de aquellas noticias, como por huir de los regaños del señor Cura, me eché a la calle y tomé el rumbo de la Jefatura, puesto que allá debería estar el Coronel   —211→   Cabezudo, organizando a su manera el Distrito.

Quería también saber qué suerte habían corrido Soria y Coderas, Cañas y los Gonzagas, a todos los cuales me los imaginaba huyendo por bosques y cerros, si acaso el primero no había sucumbido a consecuencia de las heridas que recibiera.

Entré en la Jefatura y quedé asombrado. Don Abundio Cañas estaba allí, con la misma cara animada y plegada de arrugas que tenía cuando un mes antes acudía yo al llamamiento de Coderas. ¡Topara sólo en su presencia! Estaba dictando comunicaciones y circulares a Carrasco; y cada cosa ocupaba su sitio, como si en plena paz y mediante las fórmulas de ley, se hubiese sustituido a Coderas con Cabezudo, lo cual tampoco importaba una mudanza esencial.

-Vamos, Juanillo -me dijo Don Mateo, arrellanado en el sillón de la Jefatura-; ya me tenía con cuidado su ausencia. Me han dicho que la señora está mala. ¿Cómo sigue...? Me alegro mucho. ¿Llamaron al médico? Muy bien pensado; muy bien pensado. Esos   —212→   canallas tienen la culpa de todo. ¡Canasto! Ya verán ahora cómo les va.

-Sí, eso es -dijo Cañas sin saber lo que aprobaba, y mirando lo que Carrasco escribía.

-Yo quisiera -continuó el cabecilla, fusilar a dos o tres para hacer un ejemplar-; pero cuando esas cosas no se hacen luego, da pena después por las pobres familias.

-Eso es -repitió Cañas maquinalmente, sin perder de vista la pluma de Carrasco. Un ejemplar, un ejemplar.

-¿Opina vd.?

-Sí, sí; por supuesto, afirmó el síndico.

No pude contenerme al oír al vejete desvergonzado y poniéndole la mano en el hombro para sacarle de su distracción; le dije con duro acento:

-¡Cómo puede vd. opinar así, contra los que ayer eran sus compañeros!

-¡Juan! -me gritó el Coronel admirado de mi atrevimiento.

-¡Mis compañeros! -exclamó el síndico anonadado y sin mirarme de frente.

Pero pronto se puso sobre los estribos y añadió riendo:

  —213→  

-¡Cómo se conoce que este Juanito comienza a entrar en la vida pública! ¡Figúrese vd. Señor Coronel, figúrese vd. que me creyó unido a esos bribones! ¡Qué ideas de Juanito! ¿Verdad Carrasco?

Y soltando la risa con holgura, hizo que le secundara Don Mateo; y el mismo Carrasco se tomó la licencia de reírse de mi aserto.

No me quedé corrido, porque no me lo permitió la indignación, y hubiera recordado a Don Abundio que aún llevaba en la garganta las señales de mis dedos, sino me interrumpiera Don Mateo.

-Hay cosas que no puede vd. comprender todavía -me dijo-; es muy muchacho para alcanzar todas las mañas que se ponen en juego en la política. Pero ya entrará vd. en la política; ya entrará vd. y verá las cosas claras y aprenderá a arreglarlas como deben ser. Don Abundio es hombre que lo entiende y ha sido nuestra mejor ayuda; no se enrede vd., no se enrede.

Me mordí los labios y callé, dirigiendo una mirada a Cañas con que quise decirle algo inexplicable; pero que él dio muestras   —214→   de haber entendido. Carrasco le repetía inútilmente la última palabra escrita: pues Cañas, puesto en gran confusión, no podía continuar el período comenzado.

El Coronel, verboso por lo satisfecho y complacido que se encontraba, se levantó, recorriendo a grandes y pesados pasos el salón de la oficina.

-¡Qué zurra les dimos! -exclamó-; pero vd. ¿dónde se metió, hombre? Le mandé decir con mi compadre Lucas que atajaran al enemigo en la retirada; pero ni vd. ni él. ¡Fiarse de muchachos! No; pues lo que es miedo no tiene vd. Lo vi en la primera acción. A mí me cargaron toda la fuerza por la cárcel; pero por más que hizo Soria no pudo contenerme. ¡Canasto! Si cuando yo digo que entro, ya entré! Ahí está Soria en casa de Don Abundio en calidad de preso. Yo quisiera fusilarlo; pero la verdad que me da lástima porque está herido y tal vez tengan que cortarle el brazo. Al otro sí lo cuelgo, si lo cojo perfecto.

-¿Me permite vd., Señor Coronel? -dijo Cañas melosamente, tomando el papel que Carrasco escribía.

  —215→  

-Lea vd., -contestó Cabezudo-; el fin Juan es de confianza.

Tosió el síndico, puso en el borde de la mesa su apagoso cigarrillo y leyó. Era una comunicación dirigida al Gobierno del Estado, en que Don Mateo, como quien ha obrado de acuerdo con el superior, manifestaba, que el Distrito de su mando quedaba pacificado, mediante la remoción de Coderas, que derrotado el día anterior por el Coronel, huía por los bosques, perseguido por el pueblo irritado; que el mismo Coronel se había encargado de la Jefatura política, separando al Juez del ejercicio de sus funciones, y haciendo que interinamente se encargara de ellas el Alcalde de la cabecera. Concluía la comunicación, redactada en hábiles y correctas frases, ofreciendo los servicios y poderosos elementos de Don Mateo, para combatir a los revoltosos, que sin razón ni fundamento continuaban alzados en armas contra el superior Gobierno del Estado.

Tan cínico documento no habría sido dictado por hombre menos bribón que Don   —216→   Abundio, ni firmado por Coronel de más alcances que Don Mateo Cabezudo.

¿En qué consistía aquel cambio? En que el Padre Marojo tenía razón; pues ciertamente, el periódico oficial del Estado, anunciaba que el general Baraja se había sometido al Gobierno. El Coronel no hizo misterio para mí de tales nuevas, y me dio el periódico. Caminaba yo aquel día de asombro en asombro, y ante mis ojos se desenvolvía un mundo desconocido que me inspiraba sonrojos y temores, como acontece al niño que, llegado a la pubertad, ve de súbito corrido ante él el velo que cubría el mundo de la malicia y la vergüenza.

En efecto, ¿qué mayor sorpresa para mi buena fe de bolista subordinado, que el ver en letras de imprenta que el General Don Anacleto Baraja a la vez que se sometía era nombrado Jefe político del Centro? ¿qué mayor sonrojo que leer allí la noticia de haber sido agraciado el Lic. Gavilán con otro nombramiento en la capital de la República, que bastó para hacerle comprender que debía estarse quieto?

  —217→  

Sentí en aquel instante, y al ver en seguida los elogios que el periódico hacía de aquellos dos hombres, una ira que no volví a sentir jamás, quizá porque es regla que suele tener frecuente comprobación una que me daba el Padre Marojo en cierta ocasión; es a saber: que los hombres, con la edad, van perdiendo poco a poco tres cosas: los cabellos, la vista y la vergüenza. Creo que a pesar de mis esfuerzos, no he podido sustraerme enteramente a los rigores de esta terrible ley.

Oí después la lectura de las cartas particulares que Don Mateo dirigía al Gobernador, al Secretario del Despacho y a un amigo íntimo de ambos, explicándoles el por qué del levantamiento de San Martín, y cómo al ser vencido Coderas y despojado de su empleo, cesando para el Coronel todo motivo de encono, ofrecía su espada a la buena causa de los poderes constituidos, a cuyo personal había sido siempre adicto.

Al final de cada carta, se hacía muy especial mención de la conducta leal y habilísima del Sr. Don Abundio Cañas, merced a   —218→   cuyo auxilio y eficaz cooperación, se había alcanzado aquel éxito con economía de tiempo, de dinero y de sangre.

A nadie fusiló Don Mateo, quien en verdad tenía poco o nada de cruel con los vencidos, y llenaba aquel vacío con cien mil canastos y un millón de amenazas sin valor.

Sin embargo, recibió todavía el vecindario (el de las Lomas principalmente), el azote de una nueva contribución, para sostener a la tropa; la cual no podía ser disuelta antes de que el Gobierno contestara a Don Mateo, y de que las cosas quedaran como debía ser.

Aún estaba yo en la Jefatura, cuando sucesivamente fueron llegando los Vecinos principales a felicitar al vencedor, y a ganar con sonrisas y lisonjas la fácil voluntad del cabecilla. Los Llamas, desmedrados y amarillos a consecuencia de los frecuentes sustos; Bermejo, que en su calidad de víctima sacrificada en aras de la bola, se atraía las miradas y aun quizá la envidia de los demás; Arenzana, esperando de que el nuevo orden de cosas traería el desembargo de la tienda; los concejales, que debieron su firmeza   —219→   antes que a sus principios a la brutalidad de Coderas; y cien otros más, en los que vi revueltos a los fieles y a los enemigos, ahora reunidos todos para sostener, apoyar y levantar al digno puesto que merecía a aquel hombre superior, a aquel soldado invicto.

Todos los humillados por la bola estaban allí con caras de triunfo. El único derrotado era yo: el vencedor de Coderas.

Iba ya a retirarme, cuando Don Agustín Llamas, que era tontito por excelencia, corrió a mí y me dio un abrazo apretadísimo y sofocador.

-¡Juanito! -me gritó-, ¡le debo este abrazo, hombre! ¡Qué bien lo hizo vd. ayer! Todo el pueblo dice que fue vd. un héroe defendiendo a los pobres presos.

Todos miraron a Don Agustín espantados, y Don Justo le hacía señas de que callara, demudado y congojoso.

-¡Mire vd. que tiene mucho ingenio eso de contener a los amigos para que no perjudiquen, y luego atacar y derrotar al enemigo con sus propios elementos! ¡El señor Coronel   —220→   debe estar satisfecho y orgulloso de tener a su lado a un joven como vd.!

-¡Eso no es cierto! -dijo uno.

-Son cuentos que se inventan -añadió otro.

-¡Tonterías! -indicó un tercero.

-Necedades de mi hermano que todo lo cree -concluyó Don Justo.

No quise mirar a Don Mateo, que recibía en aquel momento la primera noticia del suceso, y que veía su gloria por tierra.

-Es enteramente falso -murmuré.

Y en medio de las frases sueltas que aquí y allí se decían sobre asuntos indiferentes, para restablecer la conversación tan malamente interrumpida, salí de la oficina, saludando en general y sudando frío. No sé si alguno de los circunstantes contestó a mi saludo; creo que nadie; y supongo que tan pronto como volví las espaldas se desataron las lenguas contra mí, mientras el zote de Don Agustín se excusaba como podía.

Si alguien me hubiese visto, cuando con paso precipitado y la cabeza baja me dirigía a la casa del señor Cura, habría creído que   —221→   era yo el partidario de Coderas más perseguido.

¡El verdadero vencedor estaba completamente derrotado!



  —222→  

ArribaAbajo- XX -

La enferma


A pesar de todas las trazas que el síndico se daba para prestigiar el nuevo orden de cosas, asegurando personalmente y esparciendo por medios mañosos que se tenían noticias muy favorables, no fueron pocos los que al tercer día del triunfo comenzaron a temer que no llevaría Don Mateo la misma suerte que el General Baraja.

-Baraja es Baraja y Mateo es Mateo -me decía el Padre Marojo en el corredor de su casa, tomando el chocolate de la tarde. Baraja tiene importancia actualmente en la capital del Estado; es hombre a quien se puede temer y de quien se puede esperar algo; pero el pobre de Mateo ¿qué cosa es?   —223→   ¿Qué le importa al Gobierno que Mateo sea su amigo o su enemigo? Y si no, ahí tienes la prueba: se pronunció ahora, porque primero lo hizo Baraja, y por las instigaciones del gran Gavilán: a no ser por eso, allí se quedara Mateo en su casa quieto y cuidando de sus intereses que mejor le estuviera en verdad.

Luego añadió, sorbiendo el pozuelo hasta meter en él la prolongada nariz:

-Es preciso estar cuidadoso y prevenido; porque si Coderas vuelve con tropas del Gobierno, es indispensable que te largues de aquí. La pobre de Doña Francisca va a pagar tus politicadas; pues tu ausencia será bien dura para ella, caso de que Dios quiera aliviarla de la enfermedad esta que no cede todavía. Mientras tanto, no hay que dar paso en lo de tu casamiento. Veremos como viene esto; si el Gobierno acoge a Mateo (que no lo puedo creer), el asunto está hecho. ¿Qué más puede desear? ¡Bah! No ha de venir el rey de España a pedir la mano de Remedios. Y al fin la chica te quiere y tú a ella, y no se necesita más.

  —224→  

Al anochecer de este día, tercero de la libertad de San Martín y de la reorganización constitucional del Distrito, llegó, caballero en flaco rocín, el Doctor Don Basilio Villarena, a quien vi, en la aflicción que abatía mis fuerzas, como ángel bajado de las nubes.

Era el tal hombre más sobrio de palabras que de carnes; pero que llevaba más peso en las primeras que en las segundas. Jamás olvidaba que era médico; es decir, que podía ser charlatán impunemente en San Martín y sus contornos, toda vez que podía serlo en la misma capital de un Estado, siempre que atento a ello y llevándose la cuenta de gestos y palabras, supiese conservar cierta categoría y entalle de nigromante y astrólogo. Traía toda la barba rasurada, el pelo crecido como era entonces do sabios, y a haber vivido en los tiempos que alcanzamos, de fijo que habría sido miope por usar lentes y echar el cordón detrás de la oreja.

Don Benjamín y el doctor simpatizaban; y a decir verdad, el médico era un sujeto excelente, a quien había que perdonarle su casi justa pedantería y la escasez de sus conocimientos en la ciencia.

  —225→  

Después de reconocer a la enferma y preguntarle, lo mismo que a Felicia, al cura y a mí, cuanto era pertinente e impertinente, sonriendo con desdén cuando se le dijo lo que por orden de la curandera se había hecho, pasó con el Padre Marojo y conmigo al comedor, donde entre sorbo y bocado nos habló de la vesícula biliar, de su secreción, de funciones normales, de hepatitis, tumefacción del hígado, etc., etc.

Y así continuaba explicándose, de suerte que el señor Cura y yo quedábamos enterados.

Don Benjamín le escuchaba con la delectación de quien oye por vez primera un trozo de música alemana; es decir, persuadido de que aquello era bueno; pero sin saber por qué.

-Bien, muy bien -dijo al cabo-; ¿y cómo la encuentra vd.?

-Pues la encuentro -dijo el doctor-; la encuentro así, así. La enfermedad ha avanzado con alguna rapidez, pero estamos todavía a tiempo para contener sus progresos.

-Hoy -dije yo-, arrojó sangre por las narices.

  —226→  

-Sí, sí; ya me lo han dicho, y por cierto que eso no me gusta; no me gusta.

Mandó el doctor algunas medicinas que tomó de su botiquín: un purgante y no sé qué más.

Pasé la noche en vela al lado de la enferma que se revolvía penosamente en el lecho sin poder conciliar el sueño un solo instante. Al amanecer durmió un corto rato, agitada y nerviosa, y cuando el doctor entró para verla, una nueva hemorragia se presentaba.

Puso el galeno cara de disgusto y combatió la hemorragia, que fue esta vez rebelde. Después salió en busca de Don Benjamín, y asomándome yo con inquietud a la puerta, noté que hablaban en voz baja y que el semblante del viejo sacerdote se ponía más serio y adusto que nunca.

Me apoyé en la pared procurando ocultar el rostro con la puerta, y corrieron mis lágrimas, en las que iban confundidos los mil dolores que me herían el alma. ¡Mi madre se moría! Jamás había yo sentido las torturas de pena igual; pues era muy niño aun   —227→   cuando perdí a mi padre. Ella era la mitad de mi existencia, mi ángel bueno en la vida, mi maestro en la conducta, mi consuelo en las penas, mi aliento, mi fe para el trabajo que ella misma me enseñara a amar. ¡Se moría! ¿Cómo podría yo vivir, si además de perderla me sentía culpable de su muerte?

-Vamos, Juan -me dijo el buen sacerdote poniéndome la mano sobre el hombro, y con una voz que revelaba su emoción-; ten confianza en la Providencia y no te dejes dominar por el dolor. Bueno es que la señora se confiese y cumpla como buena cristiana; pero esto no quiere decir que no tenga remedio. El doctor teme que la calentura la lleve al delirio; y como todo depende de la mano de Dios y no de la del médico, no sabemos si después podría confesarse y recibir al sagrado pan. En fin, hijo mío, muchas veces estas medicinas del alma son las mejores para el cuerpo, y los enfermos se alivian con una buena confesión.

¡Es tan hermoso creer cuando se sufre, y era tan dócil mi espíritu para ello, que me sentí vigorizado con las palabras del anciano sacerdote!

  —228→  

Aquel mismo día mi madre se confesó, y yo, con los ojos llenos de lágrimas, asistí a la ceremonia imponente de la comunión del enfermo que se acerca a los sombríos bordes de la tumba. Aún creo percibir en la estancia tibia el perfume de las flores y hojas aromáticas regadas en el suelo; aún oigo el sonar de las campanillas, el chisporroteo de la cera que arde, y la voz breve, grave y conmovida del respetable cura, formulando las severas preguntas del credo religioso.

El pueblo, agitado por los recuerdos de la victoria, por los temores de peligros próximos posibles, y ocupado en ensalzar al vencedor y lisonjear su vanidad, no se preocupaba por un enfermo de gravedad. ¡Nadie se acordaba de mi madre!

Sólo otro ángel, bueno y puro como ella, lloraba mis dolores y los de la enferma, y con su dulce cariño los mitigaba quizá. Vi sobre el pecho de mi madre dos escapularios y un cordón, y a su cabecera un crucifijo delante del cual ardía una lámpara débil y enfermiza. Felicia me los señaló con el dedo diciéndome:

  —229→  

-Todo eso lo mandó Remedios hace un rato.

Quien haya padecido dolores tan grandes como el mío, comprenderá lo que sentí cuando supe que aquella niña angelical no olvidaba a mi madre, en momentos en que nadie pensaba en ella. Quise decir algo que no alcanzó a llegar a mis labios trémulos, incliné la cabeza sobre el hombro de Felicia, que la acogió con dulce confianza, y lloré por vez primera lágrimas que no me quemaron los párpados al brotar.

Llegó otra vez la noche y con sus sombras acrecentó la tristeza dolorosa de mi alma. De nuevo el insomnio se apoderó de la enferma, que tuvo escasos instantes de reposo, merced a las medicinas de Villarena. El color amarillo verdoso de la tez era más notable, la fiebre intensa, y extremada la debilidad y abatimiento de la enferma.

Abrió una vez los ojos y me vio sentado a la cabecera de su cama. Incliné el rostro sobre su cabeza, tomándola cariñosamente una mano entre las mías, y ella me dijo:

-He rogado al Sr. Cura que mañana mismo   —230→   hable con Mateo respecto a su sobrina. Esa niña te hará feliz, porque es muy buena; y como yo me voy, necesitas una compañera en la vida. No quiero irme sin saber que pronto será tu esposa.

¡Dios mío! ¡Dios mío!



  —231→  

ArribaAbajo- XXI -

¡Bola!


Eran las ocho de la mañana apenas, cuando el Padre Marojo regresaba ya de la casa del Coronel Cabezudo; y en tanto que el doctor y Felicia quedaban en el cuarto de la enferma, salí yo al encuentro del anciano y le detuve en el corredor. No me atreví a dirigirle preguntas por temor de que sus respuestas no fuesen hasta donde iban mis vehementes deseos; pero desde luego su turbación me turbó a mí también.

-Este es el país de los hechos consumados -me dijo al fin-; el país de las aberraciones.

Por primera vez oí estas frases que después se han hecho de estampilla.

  —232→  

-Ya regresó el correo -continuó-; y es necesario asombrarse, aunque así sea mejor para este desgraciado pueblo: el Gobierno reconoce y confirma el grado de Coronel que la bola dio a Mateo; le nombra Jefe político del distrito, y en carta particular le ofrece apoyar su candidatura de diputado al Congreso de la Unión en las próximas elecciones.

Por menos que me importaran tales noticias dada mi situación, y puesto que esperaba yo otras del párroco, aquellas me sorprendieron dejándome estupefacto.

-Este país no tiene remedio -siguió diciendo el Cura con notable disgusto-; a Cañas, al bribón ese que anduvo con unos y con otros para venderlos en la mejor ocasión, lo han mandado el nombramiento de juez de primera instancia. Bermejo se queda en su recaudación, porque al fin estuvo preso...; y así está todo lo demás. ¡Hombre! ¡Si hasta las gracias le dan a Mateo por lo que ha hecho! ¡Has visto cosa igual!

Y continuó por este camino el buen Cura, adrede a mi ver, sin que yo tuviera valor   —233→   de atajarle y reducirle al que a mí más me importaba. Pero al fin era preciso decírmelo todo, y Don Benjamín llegó a ello -aunque lleno de circunloquios y con más embarazo que en el púlpito. Don Mateo estaba irritadísimo contra mí, y aseguraba que, a no ser por su vigoroso empuje, habría yo puesto en peligro el buen éxito del ataque a la plaza.

-Dice que le traicionaste, pasándote al enemigo, con armas y tropa que puso en tus manos ¡Bárbaro! ¡Como si todo el pueblo no supiera que iba a acabar con los presos y que tú primero le zurraste a él y luego a Coderas! Te tiene envidia y no te perdona la derrota; eso es todo. Pero a mí lo que más me irrita es que tenga ahora esos humos. En buenos términos, traduciendo al castellano lo que me dijo, manifiesta que él está muy encumbrado, y que si quieres casarte con su sobrina es preciso que valgas algo más que ahora.

Estaba yo trémulo, agitado y colérico; y aquel reproche a mi poco valer y a mi inferior posición con respecto a Remedios, fue   —234→   un bofetón que no olvidé nunca, y algo como un acicate clavado en mis carnes para impulsarme hacia arriba.

-No te apures -continuó el párroco cariñosamente-; tú y Remedios hacen buen par y Dios ha de juntarlos. Ya verás lo que pasa con este hombre que nunca dejará de ser Mateo, el criado de tu padre; pasará que dentro de poco hará tales disparates y atrocidades en la Jefatura, que acabarán por echarle de allí; y quedando reducido a su natural y merecida nulidad, ya no tendrá los humos que ahora, y reconocerá que eres digno y muy digno de Remedios.

Pero era demasiada dulzura del Padre Marojo, y cambiando de tono me enderezó repentinamente una catilinaria.

-¡Lo ves, hombre; lo ves! Todo por tu precipitación. Yo siento estas cosas por tu madre que ninguna culpa tiene; pero por ti no quiero sentirlo nada, absolutamente nada. ¡Locuras, imprudencias sin ton ni son, que están dando ahora sus frutos! Recógelos, recógelos.

Y prosiguió el cura en un regaño largo y   —235→   duro, hasta que Felicia le llamó en nombre de mi madre.

Entré yo también en el aposento, y me acerqué al lecho de la desfallecida enferma. Con voz apenas perceptible, se dirigió a Don Benjamín preguntándole el resultado de su comisión.

-¿Qué dice Mateo?

El cura me vio más airado que nunca y vaciló; yo le miré con ansiedad, temeroso de que la verdad escapase de sus labios. Mi madre fijó en él sus ojos avivados por la calentura que la devoraba, y el buen sacerdote mintió por primera vez en su larga y virtuosa carrera.

-Todo queda arreglado -le dijo-; consiente y espera el alivio de vd. para hablar sobre eso.

-¡Bendito sea Dios! -murmuró débilmente mi madre.

Aquellas fueron las últimas palabras que dijo, concertadas por la razón. Cayó a poco en postración completa, presa de la fiebre que alcanzaba muy alto grado de intensidad, y las turbaciones nerviosas trajeron consigo   —236→   el delirio, alguna convulsión y algo como una vida artificial agitada y angustiosa.

Llegó la noche; al delirio sucedió la quietud completa, semejante a la del sepulcro; los ojos desencajados de la enferma quedaron fijos en un punto del espacio...

El doctor habló al sacerdote, y el anciano conmovido, pero grave y solemne, cumplió sus deberes prodigando a la moribunda los últimos auxilios. Todavía aquel estado se prolongó algún tiempo, durante el cual Felicia y yo, como negándonos a dar crédito a la ciencia y aun a nuestros propios ojos, aplicamos al cuerpo casi inerte las últimas medicinas prevenidas por Villarena. Ya no había fiebre; por lo contrario, la temperatura descendía rápidamente.

A la media noche el rumor de los rezos me hizo comprender que el momento supremo llegaba. Dejé las medicinas y caí de rodillas junto al lecho, herida el alma por el dolor más grande que se puede sentir.

¿A qué referir con pormenores lo que siguió después? Quizá no pudiera si lo intentara y si mis fuerzas llegaran a tanto, pues   —237→   quedaron confusos en mi memoria los recuerdos de aquella noche, en que no creo haber tenido la razón en toda su lucidez.

¿Quién hay que al pensar en la madre ausente con la ausencia eterna, no se sienta niño? Me parece que hoy sería yo capaz de dormirme en su falda, risueño y descuidado como cuando contaba cinco años y aprendía de su labio las dulces oraciones de la noche. ¿Qué mucho, pues, que al describir su muerte también como niño llore?

¡Cuántos entonces, como yo, gemían en la orfandad y maldecían la bola! En aquel miserable pueblo, que apenas tenía hombres para surcar la tierra con el arado, y en que la alteza de la ciudadanía era desconocida, más que el triunfo del derecho lauros, tenían sus víctimas llantos y desesperación. Acá se lloraba al padre, amor y sostén de la familia; allá al hijo, esperanza y alimento de padres ancianos; acullá al esposo arrancado del hogar para llevarle a campos de batalla, que no tenían siquiera la grandeza trágica sino la ridiculez caricaturesca de la comedia burda.

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¡Y a todo aquello se llamaba en San Martín una revolución! ¡No! No calumniemos a la lengua castellana ni al progreso humano, y tiempo es ya para ello de que los sabios de la Correspondiente envíen al Diccionario de la Real Academia esta fruta cosechada al calor de los ricos senos de la tierra americana. Nosotros, inventores del género, le hemos dado el nombre, sin acudir a raíces griegas ni latinas, y le hemos llamado bola. Tenemos privilegio exclusivo; porque si la revolución como ley ineludible es conocida en todo el mundo, la bola sólo puede desarrollar, como la fiebre amarilla, bajo ciertas latitudes. La revolución se desenvuelve sobre la idea, conmueve a las naciones, modifica una institución y necesita ciudadanos; la bola no exige principios ni los tiene jamás, nace y muere en corto espacio material y moral, y necesita ignorantes. En una palabra: la revolución es hija del progreso del mundo, y ley ineludible de la humanidad; la bola es hija de la ignorancia y castigo inevitable de los pueblos atrasados.

Nosotros conocemos muy bien las revoluciones,   —239→   y no son escasos los que las estigmatizan y calumnian. A ellas debemos, sin embargo, la rápida trasformación de la sociedad y las instituciones. Pero serían verdaderos bautismos de regeneración y adelantamiento, si entre ellas no creciera la mala hierba de la miserable bola.

¡Miserable bola, sí! La arrastran tantas pasiones como cabecillas y soldados la constituyen; en el uno es la venganza ruin; en el otro una ambición mezquina; en aquel el ansia de figurar; en éste la de sobreponerse a un enemigo. Y ni un sólo pensamiento común, ni un principio que aliente a las conciencias. Su teatro es el rincón de un distrito lejano; sus héroes hombres que, quizá aceptándola de buena fe, se dejan la que tenían, hecha jirones en los zarzales del bosque. El trabajo honrado se suspende; la garrocha se necesita para la pelea y el buey para alimento de aquella bestia feroz: los campos se talan, los bosques se incendian, los hogares se despojan, sin más ley que la voluntad de un cacique brutal; se cosechan al fin lágrimas, desesperación y hambre...

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Y sin embargo, el pueblo, cuando reaparece este monstruo favorito a que da vida, corre tras él, gritando entusiasmado y loco:

¡Bola! ¡Bola!



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Arriba- XXII -

Punto final


Todos los vecinos de San Martín tomaron parte en las emociones de la bola, ya disfrutando del triunfo o celebrándole por simpatías, ya llorando a un pariente o soportando la decepción de la derrota. Sólo un hombre superior, que vivía en las encumbradas regiones de su talento, fue indiferente a todo y miraba con igual desprecio a vencedores y vencidos: este hombre era Severo. Ni sufrió ni medró, continuó en sus chismes de mala ley, persuadido de que en el Juzgado no podía tener superior ninguno, así mandaran de la capital del Estado al jurisconsulto de más polendas y nombradía.

Don Mateo no fusiló a nadie, y aun recomendó al Doctor Villarena mucho cuidado   —242→   en la amputación que de un brazo se hizo al desdichado Soria.

Los Llamas continuaron sus regaladas lecturas en el rancho, cuando hubieron salvado a duras penas el compromiso con Cerroverde, y agotadas las novelas que pudieron conseguir en San Martín, comenzaron en común la tercera lectura de Los tres mosqueteros.

En cuanto a Coderas; restablecido enteramente el orden en el distrito, y cuando pudo estar seguro de que nada se tramaría contra él, se dedicó al trabajo agrícola en una haciendita comprada había tiempo por Soria y bajo su nombre; pero con economías de aquél, que por mera modestia no quiso mientras fue jefe político aparecer como propietario.

Yo me retiré a mis pequeñas tierras triste, abatido y solo. Escribía yo a Remedios a veces y de ella recibía algunos renglones que respiraban siempre ternura y bondad. Ni ella ni yo perdíamos la esperanza de dominar al fin la vanidad del Coronel. Y puesto que era necesario buscar el nivel entre él   —243→   y yo, picado en mi amor propio y ansioso de llegar a decirle: «Valgo tanto o más que usted», me entró grandísimo afán de hacerme hombre ilustrado, y con este fin compré y me llevé al rancho El Litigante instruido y un Diccionario de la lengua, y me suscribí a El Siglo XIX, periódico del cual había yo visto algún elogio en La Conciencia Pública.

Algunos meses después, recibí un papelito escrito con patitas de mosca y ortografía rusa, que decía lo siguiente:

«Juanito: Pasado mañana se lleva Don Mateo a Remedios. Ella llora mucho y te ruega que no la abandones.

Ven, y no seas bribón.

Felicia».

Yo contesté brevemente:

«Querida hermanita: Asegura a Remedios, que iré a donde ella vaya. Dale un abrazo y no dejes que llore».

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Y si esto le parece al lector insuficiente para punto final, ponga punto y coma, espere otro librito, y no reñiremos.