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La cuestión idiomática

Fernando Lázaro Carreter





El advenimiento de la democracia ha tenido, entre otras, la indiscutible fertilidad de alumbrar problemas que, sofocados antes y bajo la apariencia de no existir, han revelado un enorme grado de complicación. Entre otros, por hundir sus raíces en el alma de los ciudadanos, ha emergido potentemente la que debemos llamar cuestión idiomática, constituida hoy de hecho, aunque no haya alcanzado oficialmente esa consideración, en un escollo grave que dificulta el paso hacia la normalidad del Estado.

Unidos, durante muchos años, centralismo y franquismo, la oposición a éste radicalizó la aversión a aquél, y a todas sus manifestaciones. Entre ellas, claro es, a la creencia absoluta en que la necesaria existencia de una lengua común a toda la nación, implicaba que esa lengua fuese única. No podía ignorarse, como es natural, que en la realidad pululaban otros idiomas de uso cotidiano, y aún en función artística. Pero ello no constituía preocupación especial, bien por el convencimiento de que era asunto de poca trascendencia, y hasta quién sabe si fenómeno en extinción, bien porque, para su control, bastaba la fuerza misma del castellano, amparado por rígidas normas legales y administrativas. Aquella realidad heterogénea, que no se podía disimular, fue interpretada confortadoramente como un «enriquecimiento cultural» de la patria, por quienes contemplaban sin ceguera, pero con cierto ánimo conciliador, la inercia entre ignorante y escamada de los políticos de Madrid. Fue, por ejemplo, el «vaso de agua clara» de José María Pemán; y la tenaz y generosa actitud constante de Guillermo Díaz Plaja, a cuya memoria rindo homenaje.

La transición sobrevino sin que sus artífices madrileños poseyeran mejores conocimientos del problema. La conflictiva situación lingüística del país no se constituyó en preocupación para sus responsables, que creyeron cumplir con las exigencias del nuevo régimen eliminando todas las trabas oficiales opuestas al empleo de las distintas lenguas. Era la justa demanda de quienes las usaban secularmente, amparados por un derecho humano irrenunciable. Se procedió con total amplitud, y ni siquiera hubo una consideración seria de la dificultad que planteaba el nombre del idioma común: el intento del Senado para mantener el término español, consagrado por el sentir mayoritario de los ciudadanos y por el consenso internacional, concordante además con muchos países americanos que así lo denominan en sus Constituciones, no prosperó. Al endeble argumento de que todas las lenguas habladas en España son españolas, y no sólo castellanas, no se opuso o no se quiso oponer nada convincente. Un intento realizado por la Real Academia Española de atraer a la sensatez, se descalificó como intromisión por algunos políticos; y, dispuesto el Parlamento a no crearse problemas y a no poner en peligro los acuerdos por tal nimiedad, aprobó la sandez baciyélmica de que «el castellano es la lengua española oficial del Estado». No hubo ni un solo debate de altura comparable a los que provocó este asunto en las Cortes Constituyentes republicanas. Otro apartado del artículo tercero de la Constitución reconocía el derecho de «las demás lenguas españolas» a la oficialidad en sus respectivas Comunidades Autónomas, pero no se especificaba cuáles eran esas lenguas, con lo cual se abría la posibilidad para que cualquier variedad local diferenciada dentro de un territorio, pudiera ser esgrimida como titular de aquel derecho. ¿Por qué no el calé?

La oposición a reconocer oficialmente el nombre de español a la lengua del Estado, obedecía a dos posturas antagónicas, pero convergentes en un punto. Por un lado, estaban quienes creían de buena fe en el ya citado argumento: el castellano no debía ser privilegiado con un reconocimiento que supusiera menoscabo para las otras lenguas. Por otro lado, los que vislumbrando posibilidades de una nueva organización del país, deseaban evitar un nombre que resultara poco grato, y que refrendara en lo idiomático lo ya sancionado en el segundo artículo («[...] la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles [...]»). La resistencia al término lengua española se hacía así solidaria de una táctica evitación del nombre de la nación por los más radicales, sustituido por «Estado». Castellano constituía una denominación más fácilmente encarable cuando se extendiera la puja a otros terrenos. Por su parte, los decididamente independentistas, en diversos territorios que iban a ser autónomos, se sintieron ajenos al problema, o se declaran implícitamente partidarios del término español: esta denominación facilitaba un planteamiento claro de las cosas.

Por la situación lingüística de la nación se pasó, sin que afloraran discusiones congruentes con la magnitud del problema. Según hemos dicho, para una gran parte de quienes tenían responsabilidad en él, ni siquiera existía. Como muestra eminente de la ignorancia acerca de la realidad, habrá que recordar siempre la afirmación del taumaturgo de la transición, según la cual el catalán no era una lengua apta para la ciencia. A otros -tal vez a él mismo- la mala conciencia de su pasado reciente les impedía esgrimir razones que el franquismo había dejado romas. Y los nada sospechosos se sintieron satisfechos y cumplidos proclamando la necesaria libertad, sin considerar que era preciso continuar pensando desde los supuestos de ésta. Con la afirmación enfática de una obviedad -la de que España es multilingüe- dejaron resuelto algo tan formidablemente complejo. Desde 1978, se está aguardando alguna iniciativa de los sucesivos Gobiernos centrales, que revele una sensibilidad parecida a la que muestran las Comunidades Autónomas.

La de aquellas que cuentan con una lengua propia, es perfectamente explicable, porque, a diferencia de lo que ocurre en «Madrid», viven la cuestión idiomática con dramatismo. Las reivindicaciones autonomistas -no digamos las independentistas- tienen en el idioma, no la única, pero sí la más firme base de apoyo. Sobre él se estriban esencialmente los definidores de tales movimientos, por constituir un rasgo diferencial indubitable, pero permite reaccionar contra todas las decepciones que la incierta marcha de la nación provoca; la adhesión al idioma propio y a la cultura que con él se expresa, neutraliza aquella frustración. En el caso de Cataluña, la lengua es prenda y símbolo de una energía que, en los dos últimos siglos, se ha mostrado netamente superior. Y que no ha vacilado en ofrecerse reiteradamente como motor de la nación entera, a cambio de que se le reconozca y no se entorpezca su derecho a ser ella misma. Tal ha sido la actitud incomprendida de muchos nacionalistas; si un nombre hace falta, quizá el de Joan Maragall sea el más eminente. Pero, si hay que mencionar algún político, Amadeu Hurtado está entre los más claros. En carta a Azcárate, de 1905, le explicaba cómo en su tierra existía «un proceso de diferenciación que expurga todo dejo y sentido tradicional español, notoriamente infecundo». Y añadía: «No es precisamente el derecho de la libertad regional lo que de verdad se pretende como solución definitiva, sino el hecho de catalanizar a Cataluña, para que pueda ésta desarrollar con éxito sus iniciativas [...]. Pero, si ese proceso de diferenciación se completa, ¿no puede acabar en la separación de Cataluña? No puede acabar de otro modo que en lo que va destinado: a renovar España. Esto es lo único que puede justificar el esfuerzo de nuestro pueblo: el ideal, el sueño de construir una nación». Un país nuevo, por supuesto muy diferente, añade, al que crearon los Reyes Católicos.

Pudiera ocurrir que, por la incomprensión completa de este programa, que ha sido durante gran parte de este siglo el de muchos líderes catalanistas, su entusiasmo por él se hubiera atenuado; hay indicios actuales de que aún subsiste, con ofrecimientos y sorda acogida muy parecidos. Pero Cataluña prosigue su camino de ahondamiento en la propia personalidad histórica, que tiene como instrumento principal de avance lo que llaman «normalización» lingüística. Este término resulta algo chocante, ya que, en la jerga de los lingüistas, un idioma está «normalizado» cuando obedece a reglas de buen uso, comúnmente aceptadas por los hablantes y los escritores. Pero no es eso lo que aquél término quiere decir en la acepción catalana; significa el empleo de la lengua propia como hecho normal, no sólo en la comunicación privada, sino en todas las manifestaciones públicas, oficiales y no oficiales.

Cataluña compareció ante la democracia con una pesada carga de agravios en este punto. El preámbulo de la Ley del Parlamento autonómico de 18 de abril de 1983, llamada precisamente «de Normalización Lingüística», los enumera ordenadamente. La lengua catalana, se dice allí, que es expresión y símbolo de unidad cultural, atraviesa momentos precarios; «entre las causas y condicionantes de esta situación, se pueden enumerar algunos que son decisivos. En primer lugar, la pérdida de la oficialidad del catalán, hace dos siglos y medio, a raíz de los decretos de Nueva Planta, los cuales impusieron el castellano como único idioma oficial, medida que se reforzó en pleno siglo XX con las prohibiciones y las persecuciones contra la lengua y la cultura catalana desatadas a partir de 1939. En segundo lugar, la implantación, a mediados del siglo XIX, de la enseñanza obligatoria, comportó que el catalán se viera desterrado de las escuelas de Cataluña, en las que, hasta 1978, y excepto algunos cortos períodos, sólo se enseñó preceptivamente el castellano y en castellano. En tercer lugar, el establecimiento en Cataluña de un gran número de personas mayoritariamente castellanoparlantes se ha producido durante muchos años sin que Cataluña pudiese ofrecerles estructuras socioeconómicas, urbanísticas, escolares y de otro tipo, las cuales les habrían permitido una incorporación y una aportación más plenas a la sociedad catalana, desde sus propias identidades culturales, que la Generalitat reconoce y respeta. Y, por último, la aparición de los modernos medios de comunicación de masas en lengua castellana, entre los que hay que mencionar por su papel preponderante la televisión, contribuyó a la erradicación casi total del catalán en el ámbito público».

La Ley procede en consecuencia, desmontando estos cuatro obstáculos, dentro del marco de la Constitución y del Estatuto, e impulsando la difusión de la lengua territorial entre todos los ciudadanos, cualquiera que sea su procedencia, de tal modo que se alcance el uso indistinto de las dos cooficiales, pero sin olvidar nunca que, en Cataluña, «hay una lengua propia». Por lo demás, se proclama que la Generalidad «debe promover y garantizar la igualdad plena de ambas».

Los principios son inagotables, y la acción legislativa complementaria se ha dirigido hacia esa «normalización». Sin embargo, como ésta sólo puede lograrse desposeyendo al castellano de los privilegios exclusivos que poseía, la sensación lógica que se experimenta a veces es que se trata de un desalojo sin más, de una simple eliminación de su presencia. Aunque esta no sea ni la intención normativa ni la de los principales partidos. Algunos hechos, no obstante, pueden apoyar aquella interpretación, por ser especialmente llamativos; así, la supresión en la toponimia gráfica de nombres secularmente castellanizados, sin ofrecer una doble rotulación accesible a todos los ciudadanos del Estado; lo cual se complica aún más por la exclusiva forma catalana de los rótulos urbanos. Ambas cosas, entre otras, permiten poner en duda la «igualdad» estudiada en la Ley. Incidentes diarios de reacción o de hostilidad mutua -abundan en el mundo escolar-, menudos o importantes, revelan que el sentido constitucional de la «normalización» no ha sido ponderadamente asimilado por una parte de la ciudadanía. A quienes aconsejamos temple y tiempo para alcanzar resultados satisfactorios, que incluyan alguna muestra de afecto hacia la otra lengua, se nos contesta, por unos, que el castellano no necesita defensa alguna, dado que aún es prepotente, y es mucho lo que falta al catalán para alcanzar su nivel; y, por otros, que somos ingenuos si no vemos en el deseo de «normalizar» el catalán un propósito perverso. Cabe reflexionar, con los primeros, acerca de si es posible detener en un punto justo los efectos de un impulso vehemente, y limitarlos sólo al deseado. Los segundos promueven la sospecha de no comprender cómo un catalán tiene idéntico derecho a oír, hablar, leer y escribir en la lengua materna que un castellano. Ignoran que, sin ese reconocimiento, España es simplemente inviable.

La cuestión idiomática se presenta con caracteres muy peculiares en Valencia, donde la castellanización es más honda, total en amplias zonas occidentales, y donde la autonomía ha avivado, sobre todo en medios universitarios o de este origen, la urgencia por «normalizar» el valenciano. Sólo que aquí el problema se presenta con rasgos específicos y muy preocupantes: se discute destempladamente una cuestión previa, impregnada de notas políticas que divide a la población y considerada también como no concerniente desde el ombligo peninsular: el de la filiación de la lengua propia. Decidida una parte importante de la población, en ejercicio de legítimos sentimientos, a defender la valencianidad frente a una posible absorción por los vecinos del norte, y afirmando los rasgos de su idiosincrasia inconfundible, ha dado en sostener la nula vinculación de su lengua respecto del catalán, haciendo así frente a lo que, en la época moderna, cuando la lingüística posee ya un estatuto científico de notable precisión, parece indubitable. Se mantiene así una actitud iracunda frente a la postura contraria, la cual, a su vez, se enardece en un «crescendo» de cólera. En tanto, la Generalidad va tomando decisiones para extender el valenciano, incluso hasta donde nunca estuvo. No se trata sólo de actuar sobre la realidad para perfeccionarla, sino de cambiarla conforme a un diseño político que parece concernir exclusivamente al Estado.

Desconozco por completo la situación balear; a distancia, parece que la convivencia de las dos lenguas resulta más apacible o, por lo menos, sin tanta crispación generalizada. En las otras dos grandes zonas idiomáticas peninsulares, los asuntos lingüísticos han irrumpido también con extraordinaria fuerza. El vasco, que estaba en recesión, sobre todo en las grandes ciudades, y que convivió con una considerable población no euskalduna, recibe hoy un intenso apoyo del Gobierno autónomo y de algunos partidos fuertemente implantados en la comunidad, y encuentra cauce a través de las ikastolas, la radio y la televisión del país. Tal difusión es singularmente bien acogida por parte de la ciudadanía, no sólo la autóctona, que se apresura a dotarse cuanto antes de este rasgo diferencial. Pero abundan también quienes se consideran plenamente realizados en su condición vasca mediante el castellano, que fue su lengua materna, y que multiplica sus posibilidades sociales y culturales en términos que no puede proporcionar, por ahora, el euskera. Están, por otra parte los castellanohablantes llegados de otras zonas españolas, que no encuentran justificada su vasquización idiomática. Todo ello se complica por la grave dificultad del idioma, y por la inexistencia de una norma lingüística comúnmente aceptada: la fragmentación dialectal es muy grande, y falta el acuerdo para alcanzar la unidad. El castellano sigue siendo la lengua que posibilita la plena comunicación dentro del País Vasco, sobre todo en medios urbanos. Han surgido ya los primeros conflictos en el campo docente, entre las ikastolas y la escuela pública de predominio lingüístico castellano, en medio de tensiones políticas que dificultan la discusión serena de los problemas. Se ignora cuál es, en este punto clave para la vida nacional, la actitud del Gobierno del Estado.

En Galicia, el problema de la unidad plantea también, por la convivencia de normas en conflicto, aunque con caracteres menos dificultosos, por existir una tradición escrita y literaria muy importante. El movimiento que desea acercar el gallego a la norma portuguesa, cuenta con adeptos de orientación radical. Durante siglos, dicha lengua ha vivido en relación de diglosia respecto del castellano, al igual que la vasca, en general, con implantación más densa que ésta en los núcleos urbanos. Contra esa situación, el actual proceso autonomista y nacionalista está procediendo con mucho vigor, y ello supone que, a medio plazo, puede alcanzarse una «normalización» similar a la del catalán. A expensas, naturalmente, de los privilegios seculares del español común que, en los proyectos desarrollados en algunos territorios con lengua propia, si no en todos, puede quedar limitado a una función auxiliar (en el caso óptimo de que no medien propósitos separatistas). No hace falta aludir otra vez a la lejanía con que todo esto se ve desde la meseta.

Tal eclosión de problemas era previsible, porque el régimen anterior no hizo sino cerrarlo en falso. Lo impensable era que surgieran fuera de las zonas con lengua propia; y, sin embargo, ha ocurrido. El fuerte argumento que un idioma territorial proporciona a las reivindicaciones autonómicas, ha faltado en las regiones de fundamental o exclusiva base castellana, y no han faltado los decididos a forzarlo. Es el caso de Asturias, donde asistimos a un esfuerzo para sacar los bables de su asentamiento rural y para normalizarlo, dando a este verbo su precisa acepción técnica. Simultáneamente, se vislumbra por algunos la otra normalización. En Aragón, donde las hablas autóctonas cuentan con menos hablantes, y arrastran una vida más precaria, los movimientos «indigenistas» han tenido que reducirse a una exaltación de dichas variedades lingüísticas, a exigir su defensa y a ciertas campañas para que sean enseñadas en la escuela. Tanto las modalidades aragonesas pirenaicas, como las de la franja oriental, de transición al catalán, permiten a los diseñadores de la autonomía definir Aragón como territorio plurilingüe, y consignar en su Estatuto, entre las competencias de la Comunidad, la defensa de la «cultura, con especial referencia a las manifestaciones peculiares de Aragón y de sus modalidades lingüísticas, velando por su conservación y promoviendo su estudio». El celo en esta tarea es tanto, que se ha implantado la enseñanza del catalán estándar en varios pueblos de la raya, cuyas hablas autóctonas, lo hemos dicho, son de transición, sobre las que han ejercido fuerte acción de estrato las dos lenguas contiguas. Se diría, ante ciertas manifestaciones, que late un cierto desconsuelo por el hecho de no contar con otro idioma que oponer al castellano como hecho diferencial concluyente.

Ni que decir tiene que no es éste un sentimiento generalizado, y que la inmensa mayoría de sus paisanos carece de esa añoranza; hablo sólo de algunos de sus líderes políticos y culturales.

Están, por fin, los territorios monolingües estrictamente castellanos, donde la gran conmoción de los idiomas también se ha producido, aunque sea de forma muy minoritaria, por mimetismo muchas veces y, en todo caso, como expresión de fuerzas centrífugas. En algunos, ha adoptado la forma de una canonización doctrinaria de las diferencias dialectales, y en su consagración, no como simples manifestaciones locales o de desnivel cultural, sino como testimonios de una entidad diferenciada; serían sustitutos, en cualquier caso, a efectos argumentativos, de una lengua distinta. Esta ha llegado a ser «reconstruida», en el caso de Canarias, partiendo paleontológicamente de restos toponímicos guanches y, en contados casos, léxicos. Se trata, claro, de una anécdota, pero de enorme significación: es el más nítido exponente de aquella añoranza a que antes me referí.

Este bosquejo, que he procurado trazar con objetividad da cuenta, si no me engaño, de lo que, en el aspecto idiomático, ha acontecido con el advenimiento de la democracia. A la represión en los territorios con lengua propia, ha sucedido una reacción que semeja ser igual y contraria pero que, en sus planteamientos legales, sólo pretende la justa restitución de derechos arrebatados, sin cuestionar los que, en un plano de igualdad a efectos públicos, corresponde a la lengua del Estado. Esta, sin embargo, que fue instrumento inocente de la represión, no suscita especiales simpatías, de donde se sigue que, a lo más, se mantiene hacia ella, por muchísimos ciudadanos, una deferencia cortés. A la inversa, los legítimos y constitucionales esfuerzos de «normalización» -no aludo a los que exceden el marco legal-, desencadenan la ira en quienes ignoran la realidad, y niegan a los demás los derechos que para sí exigen. Con sinceridad, sin embargo, debe afirmarse que, en la competencia con el castellano, se han dado y se dan pasos que recuerdan mucho algunos que se dieron, en sentido inverso, utilizándolo. En ocasiones, no resulta aventurada la sospecha de que una ambigua acción idiomática anda encubriendo una ambigüedad de mucho mayor calado, y que los derechos indiscutibles se esgrimen como escudo para otros que lo son menos. Por no aludir a aquellas otras, no episódicas, en que los propósitos erradicadores del castellano -ya ahora y, si no es posible, apenas lo sea- se enuncian con toda franqueza.

Lo sorprendente es la erupción de recelos sobre el idioma actualmente propio que se ha producido -repito siempre que entre muy pocos, pero audibles o legibles- en varias autonomías castellanohablantes. Me he referido antes a un posible reflejo mimético; en todo caso, acompaña a una reacción anticentralista, exacerbada en la oposición al régimen anterior, que alcanza a la lengua únicamente favorecida por éste. Se da así, en alguno, una especie de mortificación por hallarse instalados en esa lengua que, siendo la propia, no inspira amor. Sin esos extremos, el renacido entusiasmo por las residuales lenguas propias, que no cuestiona la evidencia del castellano, es el más interesante y fecundo efecto de los movimientos autonómicos. En cualquier caso, es chocante que se hayan producido con un carácter tan ostensiblemente romántico, tan próximo al costumbrismo y al folclorismo del siglo XIX, ingenuo en las formas, pero creador de esta suerte de «indigenismo». Tal persistencia invita a pensar que el Romanticismo, lejos de ser un atributo tópico, se ha erigido en constituyente esencial de la vida española. Lo cual sería poco alentador.

Ante un panorama tan complejo y vidrioso, el Estado democrático no ha sabido comportarse. Tras las necesarias declaraciones constitucionales -con el enorme fiasco de renunciar al nombre universal de la lengua común- sus actuaciones, esporádicas e inconexas, han sido sólo, o casi sólo, suspicaces. Se ha desentendido de toda contribución sincera a la «normalización» en los territorios oficialmente bilingües, cuando una colaboración estrecha con los Gobiernos autonómicos podría ayudar al aclaramiento satisfactorio de lo que, en muchos puntos, parece oscuro. Hablo de sinceridad, exigible igualmente a las fuerzas políticas territoriales, para convenir con ellas acciones recíprocas de exacta pulcritud constitucional y estatutaria. Cuando pululan en el Gobierno central los organismos de todo para todo, falta uno dedicado a los asuntos idiomáticos, como si su funcionamiento no acuciara más que mil otros.

No debemos ocultarnos la áspera verdad: la cuestión idiomática se ha interpretado por quienes la ven -no son muchos en las riberas del Manzanares- como un efecto inmediato de la dictadura. Pero posee causas más remotas, que ésta potenció. Y es que la cultura cuyo foco se identifica con «Madrid», no tiene suficiente fuerza para neutralizar al que brilla en Barcelona. Esta convicción da fuerte sustento al nacionalismo catalán. Y en la medida en que éste ha sido adoptado como modelo por otros, fundados o artificiales, se han desatado actitudes distantes hacia la propia cultura -pues otra no existía-, con manifestaciones próximas a un atropellado nihilismo, que no se limita sólo a su lengua castellana, sino a cuanto sea prenda de unidad. El vacío que esto ocasiona se pretende llenar mediante el rescate de «señas de identidad», de exaltación de lo típico y local, que produzcan un remedo de compensación. Lo cual nada resuelve, pero da pretexto para justificar una monótona variedad de costosas aventuras «culturales».

La democracia, zahorí de problemas, debía afrontar este que, quizá, es previo a todos. No lo ha hecho hasta ahora, y las consecuencias son ya inquietantes. No se ha actuado didácticamente sobre el pueblo castellanohablante para que deponga su vieja hostilidad ante las otras lenguas españolas. Sigue siendo posible que un cantante muy popular, aclamado en sus actuaciones por el público madrileño, reciba una pita cuando entona una canción en catalán. Pero ocurre también que un estimado intelectual catalán se dirija a sus compatriotas de otros orígenes, advirtiendo que se expresa en castellano contra su voluntad, por deferencia a los oyentes, y no a esa lengua culpable de todos los males de la suya. Son burbujas reveladoras de una ebullición cierta. ¿Interesa calmarla? Mientras no se intente, con las cartas todas boca arriba, no saldremos de dudas. Un gran programa edificador de la nación debería salir de un acuerdo sobre los problemas lingüísticos, según el cual, el Gobierno central considerara también asunto propio la «normalización» de los idiomas territoriales en sus asentamientos históricos, en igual medida los Gobiernos autonómicos la del castellano adonde también históricamente se ha extendido. Paralelamente, una intensa campaña educativa, con todos los medios puestos en juego, tendría que abatir los prejuicios vigentes en su doble dirección. Actuando, para empezar, sobre quienes, viviendo en lugares con lengua propia de acceso fácil, y poseyendo aptitudes normales de aprendizaje, creen patriótico el encasillamiento numantino en su castellano nativo. Pero hay numantinismos de signo vasco, gallego o catalán, que no son menos inciviles y provocativos, y que deben ser reducidos mediante la acción pedagógica.

Lo cual tendría que llegar a las autonomías predominante o exclusivamente monolingües, para evitar dislates que siempre amenazan cuando el lenguaje se toma como pretexto político. La tentación -una tentación totalitaria- se ha desarrollado de modo peligroso en los últimos años. Hasta el propio castellano desea reformar una parlamentaria, queriendo intimidar a la Academia para que retire de su diccionario mujer pública en la acepción de «ramera», y maestra en la de «mujer del maestro». Desconocimiento más grande de lo que es un idioma no cabe. Igual lo manifiestan quienes -algunos, con poder- pugnan por convertir en lenguas de cultura diminutas hablas, como si alcanzar ese estado no lo determinasen la historia, los siglos y cien circunstancias más, que ni se improvisan ni se plantean por los arbitristas.

A estos, y a muchos que no lo son, les falta un concepto claro de lo que es una lengua para un ciudadano: un órgano comunicativo, cuya posesión al más alto nivel posible debe constituir el fundamento de su personalidad y de su instalación en la vida social. Resulta admirable cuanto se haga para proteger las hablas locales y las variantes dialectales de una lengua grande; pero es mil veces más progresista ayudar a que mejoren o se ensanchen las posibilidades expresivas de los ciudadanos, cuya libertad para mejorar su suerte está cercenada por lo que hoy se llama analfabetismo funcional.

La democracia ha de fijarse un objetivo neto, con relación a la cuestión idiomática: extinguirla a corto o medio plazo. Para ello, ningún ciudadano ha de sentirse violentado en su conciencia lingüística; ha de sentirla respetada, y ha de saber respetarla en los demás, con idéntica pulcritud. Algo tiene en común ese respeto con el que demandan las creencias religiosas o morales. La concordia ha de lograrse, simplemente, con civilidad. Y debe ser empresa tenaz del Estado, del que son también parte los Gobiernos autónomos, el esfuerzo para elevar la competencia idiomática de todos los ciudadanos en la lengua castellana -española, mejor, porque España entera es su dominio constitucional y casi real-, y en la lengua del territorio que la posea, en su modalidad cultural más valiosa, por supuesto. Promover el estudio de estas lenguas fuera de los lugares donde están implantadas -¿cabe mayor absurdo que su desconocimiento por los restantes españoles?- tendría que completar el proceso de «normalización». Con las hablas locales nada puede hacerse mejor que dejar libres a sus hablantes, para que les den el destino que a ellos convenga; el cual incluye, como posibilidad, tanto su elevación de rango como su extinción natural.

Un inmenso quehacer aguarda a cuantos no nos resignamos a carecer de un proyecto que dé vida definitiva al ser de España, y que sirva de sustento firme a los espasmos de su quebradiza andadura política. Ese proyecto -uso la palabra de una reciente y honda reflexión de Julián Marías- incluye, como parte fundamental, la diagnosis y el tratamiento de la enfermedad idiomática de nuestra patria. El nuevo régimen ha permitido contemplar su magnitud. Pero, a la vez, ha levantado la opresión que antes se ejercía sobre imprescriptibles derechos y, como contrapartida, ha proporcionado condiciones óptimas de libertad para que se cometieran graves errores de irreflexión, cuando no simples delitos de necedad.





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