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«La honrada» de Jacinto Octavio Picón: ¿la estética al servicio de la ética?1

Raquel Gutiérrez Sebastián



«Hay hombres célebres, hay otros que merecen serlo».


Lessing                






Uno de los muchos retos que la crítica tiene planteados con respecto a la trayectoria literaria de Jacinto Octavio Picón (1852-1923) es el estudio de las obras de este escritor que aparecieron publicadas con ilustraciones. Un simple repaso por su producción narrativa revela el interés indudable de Picón por ilustrar sus textos, pues desde la edición ilustrada de La honrada (1890), a la que vamos a dedicar este estudio, hasta sus últimos relatos, varias de sus obras se editaron acompañadas de dibujos. Citaremos, sin ánimo de exhaustividad, además de La honrada, el volumen Tres mujeres en la Colección Klong en 1896, la edición en 1900 en la Biblioteca Mignon de un volumen de Cuentos ilustrados con dibujos de Saiz Abascal, en el que se incluyen «El agua turbia» y «La gran conquista»; la publicación un año más tarde, ilustrado por Luis Valera, del texto de La Vistosa, y la aparición el 15 de mayo de 1908 en El cuento semanal del relato titulado «Rivales», acompañado de ilustraciones de Mariano Pedrero2.

Esta preocupación de Picón porque sus novelas y en mayor medida sus cuentos aparecieran ilustrados es, en mi opinión, un aspecto destacable de su narrativa, enmarcado en su dedicación y gusto por el arte, pues este escritor cultivó la crítica de arte3 y llegó a escribir algunos ensayos sobre la historia de la caricatura o la pintura de Velázquez, además de pertenecer a la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Podemos añadir para certificar ese interés por la imagen y las artes plásticas, el uso de determinadas técnicas emparentadas con las pictóricas en su narrativa, como el claroscuro, que utilizado simbólicamente en su discurso literario propicia una serie de antítesis luz/oscuridad profusamente empleadas en esta novela y en otros textos del autor4.

Dentro de esa producción literaria de Picón con grabados, llama la atención por ser su primera obra editada con dibujos y por la calidad del volumen, la novela La honrada, que publicada por la insigne editorial barcelonesa Henrich y Cía. vio la luz en 1890, con ilustraciones de dos de los mejores dibujantes del momento, José Cuchy5 y José Luis Pellicer6. Como nota curiosa que revela la fama de este último pintor podemos señalar que en la página 76 de la novela, al describir el despacho de Perico se indica que en sus paredes había varios cuadros, entre ellos «un apunte de Pellicer» (Picón, 1890: 76).

La elección de los artistas encargados de ilustrar la novela sería probablemente de la editorial, pues José Luis Pellicer acababa de colaborar en el libro Los Meses (1889), un lujoso volumen de relatos de prestigiosos escritores editado también por Henrich y Cía., en el que los textos aparecían acompañados de cuadros y dibujos de reputados pintores, una verdadera joya para bibliófilos7, y Cuchy era uno de los ilustradores habituales con quienes contaba esta casa editorial barcelonesa. Eran, sin duda, dos grandes firmas cuyo prestigio conocería Picón y que venían a reforzar la estrategia de ventas de los editores.

Respecto al trabajo que asume cada uno de los dibujantes en el volumen, a Cuchy le corresponden por regla general las ilustraciones que cierran los capítulos, imágenes de pequeñas dimensiones en las que con gran fidelidad al texto literario el artista recrea fundamentalmente a la protagonista en diversas situaciones: durmiendo, pensativa, obsesionada, velando el sueño de su hijo o ante el hotelito. En general, la ilustración de Cuchy sorprende por su detallismo, máxime si tenemos en cuenta las reducidas dimensiones de sus dibujos (Figura 1. Plácida durmiendo)8.

José Luis Pellicer es el responsable de las ilustraciones que aparecen en el interior de los capítulos. Al igual que Cuchy dedica gran parte de su discurso gráfico a Plácida y la presenta tanto individualmente como acompañada de otros personajes.

En este trabajo abordo un asunto parcial dentro de un estudio más amplio en el que analicé diversos aspectos de la edición ilustrada de esta novela9. Me refiero al modo de presentar a la mujer en los discursos literario y gráfico y al tratamiento en imagen y texto de los conflictos matrimoniales vividos por la protagonista, pues en efecto el argumento de la misma presenta la historia de un drama doméstico protagonizado por Plácida, una muchacha inexperta e idealista, que empujada por su madre, doña Susana, viuda de dudosa moralidad enamorada de Fulánez, se casa, aunque atormentada por las dudas, con Fernando Lebriza. Muy pronto, la joven se da cuenta de las infidelidades de su marido, encaprichado de su amante, la Rubia, de su afición al juego y de sus engaños continuos para robarle el dinero y es también víctima de palizas y vejaciones. Aconsejada por algunos parientes, empujada además por el amor que siente hacia Perico, un médico que ha sido su amigo a lo largo de toda su vida y tras sufrir graves lesiones físicas, no tiene más remedio que abandonar a su marido y vivir con su nuevo amor. El final del relato, aunque sea en un epílogo y no como continuación del discurso narrativo, muestra la vida en común de Plácida, Perico y sus dos hijos. Las decisiones que Plácida ha de tomar a lo largo de su existencia no son fáciles, y el personaje es víctima del sentido de culpa, la contradicción y las normas que le impone la moral burguesa de la época.

Este simple relato del argumento de la narración revela ya la importancia que para Picón tenía la novela como espejo de problemas sociales, fundamentalmente femeninos, y en este sentido alababa el volumen la reseña que el 21 de abril de 1890 publicó Ortega Munilla en Los Lunes de El Imparcial:

«En todas las literaturas ha habido siempre dos clases de escritores: unos cuidadosos principalmente de la forma, trasladan al papel sus impresiones sin fijarse gran cosa en el fondo de sus obras [...] Hay otra especie de escritores como Stendhal que antes que nada cuidan la intención de sus libros».


(Ortega Munilla, 1890: 3)                


Y es que en efecto, la intención del novelista no era otra que la de abordar el tema de la situación de indefensión de la mujer ante un desgraciado matrimonio y recrearla a través de un personaje femenino, cuyo nombre, de evidente simbolismo, es Plácida, y en cuyo retrato físico y moral incide el narrador piconiano, centrándose en tres asuntos fundamentales: su aspecto, su educación y un cierto empecinamiento en seguir a toda costa las normas morales de su época, lo que lleva a la novela a un final no del todo feliz para el personaje, pese a la mejora de sus condiciones amorosas y vitales.

Ya desde el primer capítulo del discurso narrativo incide el narrador en la comparación entre la belleza exuberante, pero ya en declive de doña Susana, y el rostro sereno, aunque a primera vista no bello, de Plácida. Indica la voz narradora que la madre era «el original de una antigua dama flamenca retratada por Rubens» (1890: 9)10, mientras que la muchacha era de esas «obras de arte que a la primera ojeada no despiertan el entusiasmo» (1890: 10). El narrador nos priva de un retrato físico detallado de la protagonista de su novela y ese hecho parece no haber pasado inadvertido para los dos dibujantes, pues en plena concordancia con la bipolaridad de estos retratos de la madre y la hija y de acuerdo también con la presentación conjunta de ambos caracteres en el relato, en las ilustraciones de Pellicer se refleja a una muchacha sentada al piano, muy convencional, sin rasgos de belleza destacables (Figura 3. Plácida al piano y su madre) y, como si de imágenes complementarias se tratara, el dibujante presenta en otro grabado también a las dos mujeres: Susana de frente leyendo y Plácida a la derecha tocando el piano, y el punto de luz desvirtúa a propósito los rasgos de este personaje (Figura 2. Contraplano de Susana y Plácida). La fidelidad de las intenciones del artista gráfico a las del escritor es evidente.

Un segundo elemento determinante de la figura de Plácida es su educación, a cargo de su padre, hombre erudito dedicado a los placeres de la crítica literaria y de profundas convicciones éticas, que no permite que su hija se eduque en las veleidades de la mujer aristócrata, y sí en la literatura religiosa de la mejor calidad:

«No era Plácida una cultilatiniparla, ni presumía de literata sabionda; pero daba gusto leer lo que escribía y observar en qué grado le habían aprovechado las lecturas. No concebía ella que hubiera quien tomase en manos libros devotos de los escritos en bárbaro, existiendo obras tan admirables como La imitación de Cristo y La Perfecta casada»11.


(1890: 28)                


En otro momento del discurso narrativo se alude a la reprobación social que sufre el padre al haber inculcado a Plácida esos valores culturales y morales:

«Entre los amigos de sus padres hubo quien tachó de hombrunos tal educación y tales gustos; en cambio a don Carlos le parecía menos expuesto a males lo que pudiera leer en un capítulo picaresco o en una escena arriscada, que lo que oyese en una de esas visitas donde, ante niñas, se habla libremente de adulterios infames y de bodas sin amor».


(1890: 28-29)                


De nuevo los dibujantes interpretan fielmente el texto literario y se presenta en varias viñetas a la joven leyendo antes de dormir o paseando entre los anaqueles de la librería de su padre (Figura 4. Plácida en el despacho de su padre).

El tercer aspecto que la voz narradora reitera como rasgo caracterizador del personaje, y de ahí el título de la novela, es su condición de mujer honrada y amantísima madre, pues ha intentado a toda costa soportar los desdenes, engaños, robos y malos tratos de su marido y no concibe el divorcio como fórmula vital. Recoge el narrador las confesiones íntimas de Plácida en carta a su madre:

«Hay ratos en que pienso que esto sería lo mejor, pero nunca tendré valor para ello ¿Qué es una mujer separada de su marido? ¿Qué respeto merece? ¿Cómo puede decirse a todo el mundo la causa de la separación? Sobre todo, ¿qué le diré a mi hijo el día de mañana?».


(1890: 274)                


En sintonía con estos principios morales del personaje femenino, el discurso ilustrado la muestra siempre como una mujer recatada y en las pocas escenas en las que aparece con Perico, incluso la que recoge su encuentro en la representación de Lohengrin, se pintan ambas figuras respetuosamente distantes (Figura 5. Plácida y Perico en el teatro). Únicamente se deja traslucir su relación amorosa en la escena final, un armonioso retrato de la vida doméstica: la pareja y sus hijos en torno a una mesa familiar (Figura 6. Plácida y Perico ante la mesa).

Por tanto, fidelidad y subordinación de lo gráfico a lo literario son los elementos que definen la relación entre texto y grabados en lo referente a la presentación y caracterización de la protagonista del relato, también protagonista indiscutible de las ilustraciones, ya que aparece en 35 dibujos de los más de 80 que ornamentan el texto, muchos de los cuales son viñetas decorativas que representan detalles y no escenas con personajes.

Sin embargo, cuando abordamos el cotejo de los grabados que ilustran las escenas literarias de las tortuosas relaciones conyugales de Plácida con Fernando, podemos advertir que esa subordinación interpretativa de los dibujantes a las intenciones del narrador se quiebra.

En el texto literario la antesala de esas dificultades matrimoniales está ya en las páginas que presentan a Fernando Lebriza como un hombre interesado, violento y mal educado. El narrador no escatima párrafos teñidos de ironía y humor para mostrar las escasas prendas morales y la burda educación12 del fututo marido de Plácida:

«En cuanto a ilustración, estaba a la altura del camarero que le quitaba el gabán en el Casino. Aunque cursó Derecho, no las tenía todas consigo sobre si foro y fuero eran lo mismo, y estaba seguro de que las leyes de Toro eran para ganaderos; de historia conocía la que le echaron por bajo la puerta de su casa en novelas de a cuartillo de real la entrega, y algo de la regencia de Luis XV de Francia, según los folletines franceses, por supuesto traducidos; en artes no ignoraba que Rubens pintó rubias muy gordas, y decía que lo gótico acaba en punta».


(1890: 40)                


En sus primeros tanteos amorosos y sobre todo en la declaración de amor a la muchacha y en las caricias iniciales que le prodiga, se presenta de nuevo Lebriza como un hombre arrebatado y desconsiderado. La recreación de estas primeras carantoñas entre los novios por el narrador pone al lector sobre la pista de lo que va a ser la futura vida de casada de Plácida: «Fernando fue a sentarse a su lado, la miró con ternura, y cogiéndole las manos se las estrechó tanto, que por la extremada presión en las sortijas le lastimó algo los dedos. Su primera caricia se tradujo en dolor» (1890: 27).

De todos estos aspectos apenas dan cuenta los dibujantes: únicamente Pellicer recoge en una ilustración la violencia con la que Fernando se abalanza sobre su prometida (Figura 7. Fernando se declara a Plácida) o dibuja el episodio en el que la prendera muestra a Plácida, a instancias de Fernando, unas medias de seda más propias de mujeres de mal vivir que de una señora bien casada. Es una de las mejores ilustraciones del relato con profusión de elementos decorativos que aportan realismo y ayudan a la pintura de los ambientes interiores en los que se desarrolla la novela (Figura 8. La prendera).

Sin embargo, casi nada muestra el discurso gráfico de esa vida extraconyugal de Lebriza, solamente unas viñetas de Cuchy que recrean unos naipes y un pequeño retrato de la Rubia y su amiga en la ventana. El protagonismo de Plácida sigue escorando la interpretación de los dibujantes y llevándola hacia la vivencia del maltrato físico y psicológico como una cuestión de la intimidad de la mujer.

Pero de todas estas presencias tan discontinuas de imágenes que ilustren pasajes decisivos de la novela, quizá lo más llamativo sea la escasísima representación gráfica de los malos tratos físicos sufridos por la protagonista, sobre todo si tenemos en cuenta que la voz narradora no escatima al lector los detalles de esa vida violenta, recreando los vaivenes emocionales de Fernando, acordes con sus pérdidas de dinero en las cartas o con sus devaneos extraconyugales y presentando también los primeros episodios de amenazas: «Él, que se estaba quitando los tirantes, los alzó a modo de látigo, y, aunque no llegó a descargar el golpe, dejó ver claramente su brutal intención» (1890: 159).

Y aunque el narrador piconiano se parapeta tras la fórmula epistolar para mostrar uno de los más cruentos episodios de maltrato de Fernando a Plácida13, probablemente porque considera más adecuado el tono íntimo de una carta para este tipo de contenidos novelescos que su presentación directa ante el lector, lo cierto es que podemos leer estás escabrosas palabras14:

«Entonces se descompuso por completo, me llamó bribona y dijo que no era él quien se marcharía de casa, sino yo, y que si seguía metiéndome en lo que él hacía, se quedaría con el niño y me echaría de aquí. Mira, madre, creí que me volvía loca y le dije horrores. Yo me estaba peinando; se vino hacia mí, me agarró por el pelo y me dio un tirón espantoso. Yo me levanté acobardada para coger al niño y encerrarme en la alcoba; él gritaba: "¡Te voy a cortar la cara!". No pude más, y le dije que nos separaríamos. ¡Pues no te llevarás el chico!, gritó, y me agarró por un hombro y me sacudió y me tiró contra el sofá donde estaba el niño. Caí materialmente sentada sobre el angelito y no sé cómo no lo aplasté. Gracias a que pude agarrarme al ángulo de la chimenea y paré algo el golpe, pero caí en falso y tengo en la espalda un dolor muy grande. Luego se marchó amenazándome».


(1890: 273-274)                


En contraposición con estas explícitas recreaciones, que creo responden a una intención ética bien clara de la voz narradora que entronca también con un determinado planteamiento estético, los dos dibujantes presentan una serie de imágenes de la violencia conyugal mucho menos explícitas. Entre ellas destaca la que presenta al matrimonio en acalorada discusión, en la que los brazos extendidos de Fernando hacia Plácida dan cuenta del impulso violento del personaje (Figura 9. Discusión Fernando-Plácida) y otra viñeta (Figura 10) en la que se refleja el final de una pelea, con Plácida caída en el suelo15.

Por tanto, mientras la voz narradora expone sin tapujos una realidad doméstica descarnada, el discurso gráfico presenta algunas escenas sueltas de la misma, quizá las menos violentas: las interpretaciones de los dibujantes se hacen más libres y no se pliegan a la intención del discurso literario piconiano.

Cabría preguntarse las razones de esa diferencia entre texto e imagen y esas razones inciden en la esencia de la novela, en los condicionamientos éticos y estéticos que, en mi opinión, están en su origen.

Picón aborda en su obra narrativa la pintura de la mujer y su problemática, hasta el punto de que, como indicó Sobejano, sus novelas y cuentos muestran «un ejemplario femenino». Su intención como narrador es reivindicar la capacidad de la mujer para elegir destino amoroso, un compromiso ético que surge de su liberalismo y de su admiración por los usos y costumbres francesas. De este compromiso ético se derivan algunos condicionantes estéticos en la novela que nos ocupa, como la detención del narrador en la pintura pormenorizada de un personaje femenino o la recreación de determinadas escenas que podrían calificarse como naturalistas: discordias conyugales, peleas, malos tratos y autocontemplación morbosa del dolor y las heridas. Todo ello se justifica narrativamente por esa intención de mostrar el infierno conyugal de Plácida y de comprender su elección vital.

Sin embargo, los dibujantes, un tanto ajenos a estos propósitos éticos y artísticos, deciden presentar la imagen de una mujer un tanto tópica, entendiendo su protagonismo narrativo, pero sin atender al aspecto reivindicativo de la novela piconiana. Además, frente a las diferencias de tono, factura e intención de las ilustraciones de cada uno de los artistas gráficos cuando abordan otros temas, encontramos una gran coincidencia en ellos cuando presentan suavizadas para el lector burgués las descarnadas escenas violentas recreadas en el discurso literario.






Bibliografía

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  • ORTEGA MUNILLA, J. (1890), «La honrada» en Los Lunes del Imparcial, 21 de abril de 1890.
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  • —— (1900), Cuentos, ed. de B. Rodríguez Serra, Madrid, Biblioteca Mignon, ilustraciones de Saiz Abascal.
  • —— (1901), La Vistosa, Madrid, Biblioteca Moderna, ilustraciones de L. Valera.
  • —— (1990), La hijastra del amor, ed. de N. M. Valis, Barcelona, Ediciones y Publicaciones Universitarias.
  • SOBEJANO, G. (1976), Introducción a Dulce y sabrosa de J. Octavio Picón, Madrid, Cátedra (consultada la 2.ª edición de 1982).


Figura 1

Figura 1
Plácida durmiendo

Figura 2

Figura 2
Contraplano de Susana y Plácida

Figura 3

Figura 3
Plácida al piano y su madre

Figura 4

Figura 4
Plácida en el despacho de su padre

Figura 5

Figura 5
Plácida y Perico en el teatro

Figura 6

Figura 6
Plácida y Perico ante la mesa

Figura 7

Figura 7
Fernando se declara a Plácida

Figura 8

Figura 8
La prendera

Figura 9

Figura 9
Discusión Fernando-Plácida

Figura 10

Figura 10



 
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