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ArribaAbajoUna isla para la Ciudad de los Césares

José Luis Roca Martínez



Universidad de Oviedo

Pocas historias tan extraordinarias prendieron en muchas mentes exaltadas, bien por un exceso de candor o por malicia, como la persecución de la inalcanzable Ciudad de los Césares. Es el último gran mito de la conquista americana, tuvo larga vida, recorrió prácticamente todo el continente sur para acabar, a fines del siglo XVIII, en la mente del asturiano fray Francisco Menéndez en las cercanías del lago Nahuel Huapí, donde se sumergió para dejar paso a la ficción literaria.

Numerosas son las fuentes historiográficas sobre esta ciudad errante y encantada desde que Sebastián Caboto encuentra en 1526 a dos supervivientes de la expedición de Juan Díaz de Solís Enrique Montes y Melchor Ramírez que le hablan de una sierra con minas de oro y plata gobernadas por el rey Blanco. Desde ese momento las descripciones, crónicas, relaciones, sumarios, declaraciones, dictámenes y arbitrios, en un principio sumamente dispares y vagos, van tomando un decidido sesgo que llevó a los estudiosos como Pedro de Ángelis872, Ciro Bayo873, Ricardo Latcham874, Federico Fernández de Castillejo875, Enrique de Gandía876, Stelio Cro877, Juan   —520→   Gil878 y Fernando Ainsa879, a precisar unánimemente sus orígenes en dos factores: el reflejo de las leyendas áureas (el oro del Perú, el Dorado, las Amazonas, Lin Lin, Trapalanda, el Paititi)880, creíbles por los logros de Cortés y Pizarro, y las historias de náufragos y desertores (los indios blancos) que ya están como base en el relato del capitán Francisco César.

Ante tan amplio y complejo panorama y la ocasión de este Congreso me incliné a seleccionar unos textos del siglo XVIII en que el espacio mítico abandona la alta sierra o protegido valle hasta ir localizándose en una isla.

El Derrotero881 de Silvestre Antonio de Roxas distingue entre los corpulentos indios Césares, «gente mansa y pacífica», de sus vecinos los Césares Españoles a los que sitúa en un lugar aislado y paradisíaco. Un caudaloso río, con sólo un paso vadeable en cuaresma, separa sus territorios:

A las partes del norte y poniente, tienen la Cordillera Nevada, donde trabajan muchos minerales de oro y plata, y también cobre: por el sud-oeste y poniente, hacia la Cordillera, sus campos, con estancias de muchos ganados mayores y menores, y muchas chácaras, donde recogen con abundancia granos y hortalizas; adornadas de cedros, álamos, naranjos, robles y palmas, con muchedumbre de frutas muy sabrosas. Carecen de vino y aceite porque no han tenido plantas para viñas y olivares. A la parte sur, como a dos leguas está el mar que los proveen de pescado y marisco. El temperamento es el mejor de todas las Indias; tan sano y fresco, que la gente muere de pura vejez. No se conocen allí las más de las enfermedades que hay en otras partes; solo faltan Españoles para poblar y desentrañar tanta riqueza. Nadie debe creer exageración lo que se refiere, por ser la pura verdad, como que lo anduve y toqué con mis manos.



La Carta882 del jesuita Cardiel informa sobre los pobladores magallánicos siguiendo al Padre Mariana y se interroga por qué no fueron descubiertos, a lo que responde con lo sucedido en las Batuecas de España y en la fabulosa Quiriza, de Nuevo México. Aporta otros testimonios como el del Padre Nicolás Mascardi, y es donde por vez primera, según mi parecer, sitúa una gran ciudad en una isla en medio de una laguna: «Un corregidor del Perú, llamado Quirós o Quiroga, cuenta en suma en su relación, que siendo de diez años, estando en Amberes, se embarcó en un navío, y que caminando por las costas de   —521→   Magallanes, mucho antes del Estrecho, y metiéndose con la lancha por un riacho, saltando a tierra, dieron con él, el piloto y todos los de la lancha, unos hombres que los llevaron por tierra, y que llegaron a una gran laguna; que allí los metieron en una embarcación, y aportaron a una isla en medio de ella, en donde había una gran ciudad e iglesia, donde estuvieron tres días; que no entendían la lengua; y que al partir les dieron dos cajoncitos de perlas, que se cogían en aquella laguna». Cardiel narra otros testimonios, como la historia de una cautiva que, en muy distantes tierras, vio casas con gente blanca y rubia; «y que estando ella muy alegre, juzgando ser gente española, se le ahogó todo el contento, viendo que no les entendía palabra». Aporta también el testimonio repetido por los indios de una gran laguna con una isla, muy poblada, y que se oye el tañido de las campanas. El jesuita procura razonar algunas de estas noticias y, así ve factible no entender la lengua, pues opina que tanto el corregidor como la cautiva dieron con gente holandesa o inglesa, o con españoles que perdieron su lengua por haber aprendido la de sus madres indias. Su conclusión no es diáfana: cree que estas noticias están «mezcladas con muchas fábulas, mas habiéndose perdido tantos navíos, no puede menos de haber algo de lo que se dice, y que por algo se dijo, pues no hay mentira que no sea hija de algo».

El Padre Lozano, en su Capítulo883, se inserta en la tradición jesuítica de Ruiz Montoya y Mascardi y lo que hace es transcribir un papel que le entregó el Padre Rillo en el que habla de tres ciudades (Hoyos, la más populosa, Muelle y Sauces) pobladas por los náufragos del Estrecho de Magallanes, «viniendo a poblar estas Indias en tiempo de Carlos V; que por eso los llaman Césares». Las circunda una laguna de muchas leguas, «que les sirve de fortificación y muro contra las invasiones de los Indios caribes», cambian a los Indios «mieses, trigos, legumbres y ropas, por vacas que pasan embarcadas por la laguna. No tienen otro metal que el de la plata, de que gozan en abundancia, y de él fabrican rejas de arado, cuchillos, ollas, &a». Su intención catequética le hace albergar alguna esperanza sobre su existencia: «que no se hallan hallado en tanto tiempo los Césares, no es prueba de que no los hay, como no lo fuera de que no había Canarias, porque no se hubiesen descubierto hasta los años de 1200; ni que no había Indias, el no haberse descubierto hasta los tiempos de Fernando el Católico; ni que no había Batuecos, el no haberse descubierto hasta el reynado de Felipe II, y esto estando en el riñón de España». Al final Lozano plantea la dualidad entre lo imposible y lo posible, entre «su mentira», que ya advertía Cardiel, y la verdad, entre lo falso y lo verosímil: «Con todo eso yo no lo creo, y sólo envié dicho papel para que se entretuviese en el viage, para lo cual cualquier patraña sirve; pero esta no deja de tener su apariencia de verdad». El camino de la ficción está abierto.

El Derrotero884 de Tomás Falkner repite y amplifica el de Roxas. Enumera los ríos y tribus desde la sierra del Tandil hasta los indios. Peguenches, que «corren hasta la Cordillera Nevada, por la parte del poniente y por la parte sur comercian con los Césares o Españoles». Treinta leguas adelante se encuentran los Pulches, indios «muy altos y corpulentos   —522→   y tienen los ojos muy pequeños: son tan pocos que no llegan a seiscientos, y son también muy parciales y amigos de los Españoles, con quienes desean tener siempre trato». A otras treinta leguas hay un «río grande, muy ancho y muy apacible en sus corrientes; y este río nace en la Cordillera de un valle grande y espacioso y muy alegre, en donde están y habitan los Indios Césares. Es una gente muy crecida y agigantada, tanto, que por el tamaño del cuerpo no pueden andar a caballo sino a pie885. Estos Indios son los verdaderos Césares; que los que vulgarmente llaman así, no son sino Españoles, que anduvieron perdidos en aquella costa y que habitan junto al río que sale del valle, en las inmediaciones de los Indios Césares; y por la cercanía que tienen a esta nación, les dan vulgarmente el mismo nombre». A seis leguas se halla «el paso, o portezuela por donde llegan los españoles que habitan en la otra parte del río... y como cosa de tres leguas más abajo, se halla el paso por donde vadean los de a caballo, por el tiempo de cuaresma». Este es el espacio natural e incontaminado que circunda y protege a la Ciudad Encantada que describe con hermosos «edificios de templos, y casas de piedra labrada, y bien tejadas al uso de nuestra España». «También tiene esta ciudad por la parte sur hasta el oriente, dilatadas campañas, donde tienen los vecinos y habitadores sus estancias de ganados mayores y menores, que son muchísimos; y heredades para su recreo, con mucha abundancia de todo género de granos y hortaliza: adornadas dichas heredades, con sus alamedas de diferentes árboles frutales, que cada uno de ellas es un paraíso. Sólo carecen de viñas y olivares, por no tener sarmiento para plantarlos. «Es el mejor temperamento y más benévolo que se halla en toda la América, porque parece un segundo paraíso terrenal, según la abundancia de sus arboledas, ya de cipreses, cedros, pinos de dos géneros; ya de naranjos, robles y palmas, y abundancia de diferentes frutas muy sabrosas: y es tierra tan sana que la gente muere de puro vieja, y no de enfermedades, porque el clima de aquella tierra no consiente achaque ninguno, por ser la tierra muy fresca, por la vecindad que tiene de las sierras nevadas. Solo falta gente Española para poblarla, y desentrañar tanta riqueza, que está oculta en aquel país; por lo que ninguno se admire de cuantos a sus manos llegase este manifiesto, porque todo lo que aquí va referido, no es ponderación, ni exageración alguna, sino la pura verdad de lo que hay y es, como que yo mismo lo he andado, lo he visto y tocado por mis manos».

Los elementos seleccionados por Falkner constituyen el cañamazo que irá ampliándose en textos posteriores, ganando terreno lo fantástico, lo literario. De todos ellos, comparto la opinión de Fernando Ainsa886, que considera la Relación887 de Ignacio Pinuer como el «documento fundamental de la época... donde no sólo se incorporan los elementos estructurantes de otros mitos y de la utopía, sino que la prosa asume explícitamente la forma de ficción narrativa». Pinuer tiene clara intención de ficcionar desde el momento en que nos advierte desde el primer párrafo de su modo de adquirir y seleccionar las noticias,   —523→   «como sueños o imaginadas», que escuchaba entre sus mayores; «y haciéndome como que de cierto lo sabía, procuraba introducirme en todas, para lograr lo que deseaba. Tuve la suerte muchas ocasiones, que los sugetos de mayor suposición entre ellos, me revelasen un punto tan guardado y encargado de todos sus ascendientes; porque aseguraban que de él dependía la conservación de su libertad». Su objeto y dedicación es «una ciudad grande de Españoles: mas no satisfecho con sólo lo que estos me decían, seguía el empeño de indagar la verdad. Para ello cotejaba el dicho de los unos con los informes de los otros, y hallándolos iguales, se me aumentaba el deseo de saber a punto fijo el estado de aquella ciudad o reino». Cuenta cómo se entera de la existencia de los Aucahuincas por otros indios fingiendo, «no tener deseos de saber, sino sólo hablar como pasatiempo». Treinta años de servicio y un profundo conocimiento de la lengua nativa le proporcionaron las noticias que desea trasmitir al Monarca. Pinuer se suma a las leyendas del reino de Chile y sostiene que el origen está en una de las siete ciudades desoladas (Angol, Valdivia, Infantes, Loyola, Imperial, Villarica y Osorno, que nunca fue rendida por los araucanos; los osornianos resistieron los asaltos). Se recrea en la descripción de extremas necesidades y hambrunas. Tras «seis o más meses» de asedio se ven obligados a «comerse unos a otros»; el hambre, como última necesidad humana, es el terror de los españoles en América y el estímulo para que los sitiadores renovaran sus esfuerzos. «Pero el valor de los Españoles, con el auxilio de Dios, logró vencerlos, matando cuantos osaron subir por los muros, donde pelearon las mugeres con igual nobleza de ánimo que los hombres; y aunque vencidos los Indios, siempre permanecieron a la vista de la ciudad, juzgando que precisamente los había de rendir el hambre, como tan cruel enemigo». Los españoles se abastecen de cadáveres indios, como último recurso, y se deciden a abandonar la ciudad con lo imprescindible e instalarse en una península cercana, «fuerte por naturaleza», en la que había haciendas, con ganados y granos, y empiezan a fortificarla. Frente a la vaguedad de descripciones anteriores, Pinuer trata de trasmitirnos alguna precisión, si bien la descripción de la península la atribuye a los indios: treinta leguas de longitud y seis a ocho de latitud, delimitada por la Cordillera y dos volcanes y una hermosa y grande laguna; «en ella tienen los Españoles muchas canoas para ejercicio de la pesca, y para la comunicación de tres islas más pequeñas, que hay en medio de dicha laguna o mar... Esta no abraza el contorno de la isla, si sólo la mayor parte de ella, sirviéndole de total muro, un lodazal grande y profundo... Tampoco este lodazal hace total círculo a la isla». En la parte norte hay tierra firme y está fortificada con «un profundo foso de agua, y de un antemural rebellín; y últimamente de una muralla de piedra, pero baja. El foso tiene puente levadizo entre uno y otro muro: grandes y fuertes puertas; y un baluarte, en donde hacen centinela los soldados. Según los indios el puente se levanta todas las noches». Se observa como Pinuer, sin aseveraciones tajantes, pretende seducir al lector y no comprometerse excesivamente; pero sabe que tiene que proporcionar datos, que todo el mundo apetece, y que no se reseñaban en relaciones anteriores, como vestuario, armas, costumbres, gobierno civil y eclesiástico. «Son blancos, barba cerrada, y por lo común estatura más que regular»; «usan sombreros, chupa larga, camisa, calzones, bombachos y zapatos muy grandes; los Indios no saben si usan capa, porque sólo los ven fuera del muro a caballo; se visten de varios colores». Las armas que usan son «lanzas, espadas y puñales, pero no he podido averiguar si son de fierro. Para defensa de la ciudad tienen artillería, lo que se sabe fijamente, porque a tiempos del año la disparan: no   —524→   tienen fusiles, para su personal defensa usan coletos. También usan otras armas que los Indios llaman laques». «La forma o construcción que tiene la ciudad no he podido indagarlo porque dicen los Indios, que nunca les permiten entrar, pero que las más de las casas son de pared y teja, las que se ven de afuera por su magnitud y grandeza». «Ignoro igualmente el comercio interior, y si usan de moneda o no». Pero no duda en afirmar que tienen gran abundancia de plata labrada y que en sus casas disponen de «asientos de oro y plata». Comercian con ganados, de los que tienen «grandísimas tropas fuera de la isla», y sal, que compran a sus amigos Peguenches. En cuanto a su número cree que es abundantísimo, porque «eran inmortales, pues en aquella tierra no morían los Españoles»; Pinuer ya no se conforma con la longevidad de la que hablaban Roxas y Falkner, sino que les otorga la inmortalidad, idea inherente al Paraíso, que le permite suponer un nuevo asentamiento: «no cabiendo ya en la isla el mucho gentío, se habían pasado muchas familias, de algunos años a esta parte, al otro lado de laguna, esto es, al este, donde han formado otra nueva ciudad. Está a las orillas de la misma laguna, frente de la capital; sírvele de muro por un lado la laguna, y por el otro está rodeada de un gran foso, ignoro si es de agua, con su rebellín, y puerta fuerte, y puente levadizo como la otra. La comunicación de las dos está por mar, por lo que tienen abundancia de embarcaciones. También tienen artillería, y el que en esta manda, está sugeto al Rey de la capital. Nada puedo decir con respecto al orden interior de gobierno de aquel Rey de la capital; pero sé por varias expresiones de los Indios, que es muy tirano». Para documentar tal forma de gobierno y el aislamiento incluye dos historias enlazadas: la de un chilote que, extraviado, llega una noche a la puerta de la ciudad; y el centinela, admirado de que lo hubieran dejado pasar los comarcanos, le dice «en lengua de Indio» que se retire prontamente porque su rey lo mataría, «pues era hombre muy tirano, y que con su gobierno ambicioso tenía a la plebe en la mayor consternación». Pinuer recibe la noticia de la muerte del chilote que relaciona con la aparición de señales en un cerro próximo a la ciudad:

los Españoles ponen una espada con zapatos; los Indios la quitan, y ponen un machete. Los Españoles ponen una cruz; vienen los Indios, quitan la cruz, y ponen una lanza, toda de palo. Los Españoles ponen redondas piedras como balas, y después de estas amenazas de unos y otros, están constantemente hallando los Indios en aquel propio sitio del cerro, varios papeles, o cartas puestas en una estaca, cosa que tienen a los Indios consternados, pues ni se atreven a quitarlas, ni se apartan de allí, manteniendo en continua vigilancia, temerosos que algún papel de estos salga entre ellos, y dé en manos de nosotros.



Estas dos historias le servirán para ligar tiranía y aislamiento, a la vez que dan mayor credibilidad al relato sobre el comportamiento del tirano y su trato con los caciques, con los que hace juntas. «El punto de que con mayor esfuerzo se trata con todos aquellos Indios, es sobre que no permitan llegar ninguno de afuera... y que si alguno lo intentase, que lo maten, sin la menor conmiseración. Lo que hace creer se hallan contentos en su retiro aquellos Españoles, supongo serán los superiores, y que aquellos signos de papeles, &a. serán de la plebe, que oprimida, desea sacudir el yugo». A pesar del cúmulo de noticias indirectas e inseguras, «que de aquella incógnita ciudad he adquirido, a costa de incesantes trabajos», no duda de su existencia, que fundamenta con otros muchos testimonios   —525→   afirmativos de indios y caciques, militares y colonos; pero incluye dos que prueban las dudas que comenzaban a albergar las autoridades españolas. Los gobernadores Tomás Carminate «respondió que nada creía de aquello», y Juan Gartán, «sin examinar las circunstancias, me dijo que todo lo tenía por fábula». En el mismo año de 1774, Agustín de Jauregui888 comunicaba al virrey Manuel Amat que «por ahora no hay mayor fundamento para asentir a dichas noticias».

Instalados en el terreno de la fábula, me parece que lo lógico hubiera sido el fin de la Gran Noticia y que sólo perdurara en la literatura. Al contrario, los documentos y peticiones proliferan, lo que lleva a la Corte de España, en 1781, a encargar al Gobierno de Chile considerar las propuestas del capitán Manuel Josef de Orejuela, que solicitaba auxilios de tropa y dinero para emprender la conquista de los Césares. Se reúne toda la documentación existente en nueve cuadernos de autos, más uno de 1763 sobre la apertura del camino de Osorno y río Bueno, que se le pasan al fiscal Pérez de Uriondo889, que emite un extenso, curioso y crédulo informe. Sólo me centraré en aquellos puntos que complementan lo hasta ahora expuesto. Uriondo parte de dos testimonios, el del coronel Joaquín de Espinosa y el del capitán Ignacio Pinuer, que le llevan a no dudar de la existencia de poblaciones de españoles y/o colonias extranjeras «desde los 40 grados hasta el Estrecho de Magallanes y Cabo de Hornos». Las declaraciones de otros testigos, aunque menos puntuales y, en algunos casos, contradictorias, reafirman su creencia. El indio Santiago Pagniqué y el cacique Artillanca sitúan a los españoles en la laguna de Puyequé, que son muchísimos, que tienen su rey y que no quieren sujetarse al rey de España, que tienen mucha plata y oro, «visten de muzgo y colorado, son muy guerreros, tienen ganados y siembran mucho». Francisco Agurto, uno de los testigos más contumaz que aparece en varias declaraciones, cree que los españoles estaban al otro lado de la cordillera; «pero que fuera de estos había al otro lado, a orillas del mar, otros Huincas, o Españoles muy blancos, que eran muchos, y se hallaban allí poblados de navíos perdidos; que eran muy valientes, tenían murallas y no se darían por bien. Que eran muy ricos, y tenían comercio, porque entraban embarcaciones en su puerto. Que esta gente se comunicaba con otros llamados Césares por un camino de risquería, que sólo a pie se podía andar, en que tardaban dos días». Cuanto menos de pintoresco califico el testimonio de la india María que declara «que su madre tenía amistad con unos Españoles que se hallaban inmediatos a su tierra, y que con el motivo de haber caído enferma, la llevó a una islita, en donde había un religioso y una señora de edad: que el religioso tenía los hábitos como los de San Francisco, y la quiso bautizar, y ponerle por nombre Teresa. Que dicho religioso estaba en la isla como misionero, y a ella ocurrían a rezar algunos Indios. Que inmediata a la isla hay una población, situada de la otra banda de la laguna de Puyequé, en la cual hay algunos Indios y muchos Españoles, los que habitan en unos altos, sin permitir entrar a los Indios. Y a distancia de un día de camino, hay otra población, cuyos dueños tienen muchas armas de fuego, y hablan distinta lengua que los primeros, los cuales tienen muy pocas armas de fuego, y sí muchas lanzas. Que mantienen continua guerra con los de la segunda población por causa de sus ganados».

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Pero no se crea que Uriondo es un crédulo ignorante. Conoce la historia, que maneja intencionadamente para dar verosimilitud a su informe, y tiene el interés de concentrar en un único documento la mayor parte de las versiones que circularon principalmente en el reino de Chile.

Sobre la fiabilidad de los informantes indígenas recuerda los casos de Cristóbal Colón, Blasco Núñez de Balboa, Francisco Pizarro y Diego de Almagro. El primero, «después que habiendo vencido inmensos trabajos, logró descubrir la isla nombrada Guanani, que últimamente se llamó de San Salvador, no tuvo otro comprobante de la existencia de las demás que halló, que el dicho y aserto de los Indios. Cuando Braco Núñez de Balboa descubrió la tierra, en que se fundó la villa de Santa María, la antigua del Daryen, no tuvo otro antecedente para saber de la situación del mar de sur, y de las tierras del Perú que el dicho de un hijo del cacique Careta, apuntándole con el dedo hacia el medio día». «Pizarro, habiendo navegado hasta la tierra de Tumbez, no tuvo otro fundamento para creer la existencia de Cuzco, su riqueza y poderoso imperio, que el dicho de los mismos Indios Tumbezes». «Almagro, para haber tomado a su cargo el descubrimiento y conquista de este reyno de Chile, no tuvo más fundamento que las noticias que le comunicaron en el Cuzco los Indios». Y lo contrario: las engañosas referencias de los amerindios; también intenta rebatir a cuantos consideraban a los Césares como un país imaginario, comparable al Gran Paitití, el Dorado o la Gran Quivira y reconoce que

el demasiado deseo de nuestros Españoles por las riquezas y metales preciosos, han llegado a fabricar en sus ideas algunos países o poblaciones imaginarias en estas Américas, cuya fantasía se ha apoyado con el embuste de los Indios, que por apartar de sí a los nuestros, han procurado empeñarlos en el descubrimiento y conquista de algún país riquísimo, que fingían hacia tal o tal parte: como sucede en el Perú, donde corre la opinión de que entre aquel reyno, y el Brasil hay un dilatado y poderoso imperio, a quien llaman el Gran Paytití donde dicen se retiró con inmensas riquezas el resto de los Incas... sobre cuyo descubrimiento y hallazgo se han dedicado muchos con esmero, y gastado crecidas cantidades, sin otro fruto que el desengaño. En la provincia de la Guayana, que está al sur de Caracas, se dice así mismo que hay un pueblo, a quien llaman el Dorado, por ser tan rico, que las tejas de las casas son de oro; y al norte del nuevo Méjico, que hay un país denominado la Gran Quivira, reducido a un imperio floridísimo, que se formó de las ruinas del Mejicano, retirándose allí cierto príncipe de la sangre real de Montezuma. Y aunque sobre descubrir esta Gran Quivira, no se han impedido gastos algunos, pero si se han erogado muchos sobre el Dorado, sin que se haya conseguido otro favorable efecto, que el que han tenido las expediciones del Gran Paytití. Y teniendo presentes estos acontecimientos, algunos críticos han colocado las poblaciones de los Españoles, que llaman Césares, entre los países imaginarios, fundando su opinión en antedichos egemplares, y en que no han podido ser hallados.



Curiosamente Uriondo evita hablar de riquezas y acude al testimonio de los indios que «nada han dicho de ponderación que pueda mover la codicia». En cuanto a la variedad de versiones las justifica por la misma naturaleza de los Indios, «que siendo sumamente recelosos, muy tímidos y observantes de sus ritos como leyes inviolables... no es inverosímil persuadirse, que ya que descubren el secreto, para ellos misterioso, y de la   —527→   mayor gravedad, varíen en una u otra circunstancia»; «que los intérpretes o lenguaraces no hayan entendido bien lo que ellos han querido decir»; o «que los mismos Indios por su rudeza no hayan sabido explicar este punto».

Otros fundamentos, que Uriondo considera los más sólidos, están en la tradición osorniana y en la ciudad de las Infantas, desaparecida «sin que se pudiese saber el fin que tuvo, ni donde estuvo situada, no hay desde luego razón para que, inclinándonos a la opinión de los críticos, creamos que son fingidas e imaginarias tales poblaciones»; también los naufragios de naves españolas y extranjeras en el estrecho de Magallanes, entre los que recuerda la expedición del Obispo de Plasencia. Pero donde muestra mayor interés y erudición es en la presencia europea890, sobre todo inglesa:

Prueba de ello es el continuo desvelo con que esta potencia se ha dedicado a indagar la situación de los puertos, costas y ensenadas de nuestra América meridional, y los viages que practicaron al mar Pacífico los piratas Francisco Drake, el año 1579, entrando al puerto de Valparaíso; Tomás Candish, o Cavendish, el de 1587, dejándose ver en la isla de Santa María y Valparaíso; Ricardo Achines en el de 1593; Oliver de Goort el de 1599; Jorge Spilberg en el de 1615, con seis navíos; Jacobo Lemaire, Guillermo Schouten y Guillermo Fiten el de 1616; Henrique Beaut, que el de 1633 con una escuadra considerable salió de Pernabuco, y entró en el mar del sur, por el Estrecho de Lemaire... Enrique Norgan, el de 1669, Carlos Henrique Clarke, el de 1670; y el de 1680, Bartolomé Charps, Juan Guarlen y Eduardo Valmen saquearon los puertos y lugares abiertos de las costas del Perú y Chile. Y en el presente siglo, Tomás Colb, el año de 1708; Juan Chilperton el de 1720; Eduardo Wernon el de 1740; y el de 1741 el vice Almirante inglés, Jorge Anson; y en fin el viage del comandante Byron, hecho al rededor del mundo, y la descripción puntual que de orden del almirantazgo egecutó del Estrecho, mencionando sus bahías, puertos, ríos y ensenadas, el año de 1764.



Entre los testimonios que Uriondo transcribe, uno me atrae particularmente; es el del Prior del convento de San Juan de Dios del presido de Valdivia, que en 1750, en el navío Amable María, a la altura de los 50º de latitud, «descubrió en uno de los cerros de aquel Estrecho, que tenían a la vista, un hombre embozado en una capa azul, que se reconocía serlo por la ropa talar, acompañado de un perro blanco y negro; a quien habiendo llamado a la voz con señas, no respondió palabra».

El convencimiento de Pérez Uriondo, como el de fray Francisco Menéndez891 diez años después, son excepcionales. Ya nadie cree en los Césares pero sí que la geografía patagónica seguirá atrayendo poderosamente. La literatura no ha hecho más que comenzar y, entre las muchas obras que generó, deseo concluir recordando dos nombres: Roberto Payró892 y   —528→   Hugo Silva893, representante el uno de las tradiciones rioplatenses y de las chilenas el otro.