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La literatura de transición


Juan Cervera Borrás




Introducción aclaratoria

Intentar distinguir entre literatura infantil y juvenil resulta siempre tarea espinosa, porque se tropieza con diversos escollos.

Si los criterios escogidos para trazar la fluctuante frontera se basan en la acogida de los lectores, se corre el riesgo de caer en un subjetivismo tan exacerbado que conduce al casuismo individualista. Pretender la división a juzgar por los contenidos es buscar una objetividad que prescinde del receptor e incluso del tratamiento; por consiguiente, de forma indirecta, aboca el relativismo que pondrá en tela de juicio cualquier criterio para las clasificaciones y el resultado de las mismas.

Por otra parte, en estudio anterior (Lo infantil y lo juvenil en la literatura, MONTEOLIVETE, n.º 3, Valencia, 1985-1986, pp. 31-47) se destacan tres posibles etapas en el marco de la literatura infantil y juvenil: la que apunta a los niños, la que apunta a los adolescentes y la que mira específicamente a los jóvenes.

Para quienes no admiten la especificidad de la literatura infantil, encontrarse con una subdivisión como la que se esboza suscitará, sin duda, más recelos todavía. Pero, por poco que se analice la propuesta, se verá que no se trata de una clasificación sino de una matización sobre el mismo fondo de una literatura más amplia.

Si tenemos en cuenta que los libros para niños se presentan insertos en colecciones sometidas a clasificaciones más estrechas, marcadas por edades concretas (A partir de 8 años, etc...) hay que admitir que, aunque ésta sea un a costumbre de inspiración comercial, constituye un tipo de orientación para el lector, para el padre y para el educador que fracciona mucho más el espacio de la literatura infantil. Nuestro intento en modo alguno implica recomendación a plegarse ante tal práctica y mucho menos proponerla como norma. Tampoco la subdivisión o matización que proponemos. Hacerlo así, por muy acertadas que estén tales indicaciones, y suponemos que lo están, sería aceptar que el niño es simple y pasivo destinatario del libro, cuando lo que queremos es que sea receptor activo y responsable. La diferencia tiene su importancia.

Es más, ante el hecho literario hay que advertir que se pretende llamar la atención sobre los adjetivos de algo que sustancialmente ha de ser literatura y para lo cual debe recabarse con dignidad y justicia tal condición. Las calificaciones, en cambio, sólo pueden comprometernos en dos aspectos fundamentales: los temas y el tratamiento. Ambos apuntan a los receptores. Y en el contexto de la literatura infantil resultan esclarecedores.






Los temas y el tratamiento

Los temas pueden ser mirados como el exponente de un determinado nivel del desarrollo mental del lector. Es evidente que la experiencia vital del niño, cuanto más pequeño, es más reducida y, su marco de referencia es más limitado. No obstante se admite que todos los temas pueden ser objeto de esta literatura, siempre que guarden relación con el niño y que adopten el tratamiento adecuado.

La autoincidencia y la inclusión de los temas en el mundo cerrado del niño hacen que a menudo la literatura que se le destina se traduzca en personajes fijos y tipificables, igual que determinan la escasez de matices en el diseño de su personalidad y conducta. Se pretende así, sencillamente, afirmar al niño en lo que es y favorecer su maduración en su propio estado, sin necesidad de hacerlo salir de él prematuramente. Enriqueciendo, por supuesto, su personalidad y ensanchando sus horizontes. Pero siempre en el marco que le es propio, aunque sin intentar frenar su evolución. Esta se fomenta de verdad cuando se le hace madurar en cada tramo.

Por eso, en verdad, los temas que le resultan más apropiados son los que están en relación con su creciente apertura a la realidad y marcados por el descubrimiento, reconociendo en ello el desarrollo de su propio ser en todos los aspectos. Así podemos cifrar el conjunto en el descubrimiento de sí mismo, en el descubrimiento de su entorno humano, en el descubrimiento del entorno material, y en el descubrimiento y aceptación de la posible existencia de otras realidades fuera del marco abarcado por él. (CERVERA, J.: La literatura infantil en la educación básica, p. 63)

La literatura infantil cumple así funciones de iniciación, de estímulo y de regulación de su conducta en relación con las realidades descubiertas. Pero en la etapa de la niñez todo está relacionado consigo mismo. De ahí que tengamos que repetir que la literatura infantil ha de responder a las necesidades íntimas del niño, esas que ni siquiera sabe formular, pero que le atormentan porque piden respuesta. Y así, por medio de historias sencillas y aparentemente inocentes, la literatura está actuando sobre su inconsciente. Tal es el caso bastante reconocido de los cuentos de hadas.

Con frecuencia las impresiones que le proporciona la literatura al niño están sólo parcialmente integradas. Algunos aspectos importantes de la realidad para él están dominados por la fantasía. Esta, sin duda, proporciona a su pensamiento respuestas y suple parte de la información. Pero puede introducir algunas distorsiones e interpretaciones equivocadas, aunque válidas para el momento que está viviendo el niño.

Muchos de los cuentos arrancan de una situación realista, y en alguna medida ofrecen ribetes problemáticos, aunque sólo sea por la presencia de la necesaria intriga que suscita la curiosidad para proseguir el desarrollo del relato. El niño, naturalmente, se planteará dudas y preguntas lógicas y éstas llegarán de la mano de la imaginación. No obstante avanza por un camino que lo conduce a una mayor objetividad, y éste es el sentido de transición que adopta su creciente adecuación al niño.

En el proceso de su desarrollo psíquico avanza hacia la capacidad de razonamiento. Este brota de forma bastante explícita en la adolescencia. Pero la adolescencia no es sólo el período de la iniciación en la crítica, sino que va acompañada también de inseguridad, de ansiedad y hasta de temores y odios.

Evidentemente nos encontramos en el tramo final de la infancia, y la iniciada ampliación de los temas no hace más que incidir en el estadio del descubrimiento anterior. La profundización en ellos ha de ser mayor. Pero su marco de referencia sigue siendo el del período precedente, es decir, él mismo. Aunque, eso sí, con mayor capacidad crítica y autocrítica que aceleran su maduración. ¿Etapa diferente? ¿Literatura distinta? Más bien hay que insistir en su carácter de transición que se acopla progresivamente al desarrollo del niño, patente en su pensamiento. Naturalmente la transición incide sobre su literatura que se pliega ante nuevas exigencias. De ahí que con frecuencia nos encontremos con muestras de literatura difíciles de clasificar.

Avanzar en el crecimiento y maduración del adolescente supone entrar en otro período no menos impreciso que es el juvenil.

Aquí los temas se enfocan con perspectiva distinta. La relación de los temas con el niño, que ha presidido el período anterior, cambia de sentido. Ahora es el lector quien adelanta hacia ellos y camina hacia su asimilación y hacia su conquista. No se trata ya de ver en qué sentido los asuntos literarios y su tratamiento puedan responder a las necesidades del lector, sino de enfrentar a ésta con ellos y ver cómo responde a las exigencias que le demandan en cada caso. No se trata, por ejemplo, de ver cómo el amor o el desamor de los padres responden a la situación del niño, sino de estudiar cómo el joven ha de responder ante una situación de amor o desamor.

Evidentemente el descubrimiento de la realidad externa a él e incluso de las vías para influir en ella y transformarla cobra mayor importancia. Pero si tenemos en cuenta que las etapas de la evolución son sucesivas y operan sobre el mismo sujeto, llegaremos a la conclusión de que la transición se opera en la literatura paralelamente a cómo obra en el lector: niño, adolescente, joven.

Llegados a este punto se suscita una duda: ¿cómo casar la evolución del niño -egocentrismo, primero; sociocentrismo, después- con esta transición de la literatura que parece más lenta?

La respuesta es clara. A la etapa egocéntrica corresponde la literatura infantil, autoincidente. Pero todos sabemos que el período sociocéntrico no borra completamente las actitudes egocéntricas, sino que éstas, regularmente, permanecen con fuerza incluso hasta los catorce años, y así lo reconocen, entre otros, Piaget y Bruno Bettelheim. Lo cual justifica que la literatura siga siendo autoincidente. Y también sucede que, una vez asomado a la ventana de la adolescencia, el niño experimente, en una primera fase, un repliegue hacia la situación anterior. Después, la verdadera apertura y el compromiso con el mundo exterior llegarán cuando el joven se lance de lleno hacia el mundo real, que es el del adulto. Aquí se sitúan las dificultades para una literatura específicamente juvenil.




El sentido de la transición

Es importante fijar el sentido de la transición. Los temas admiten diversas orientaciones. Orientación y tratamiento no tienen por qué coincidir, aunque guarden entre sí estrecha relación. Lo fundamental para esclarecer estas ideas es observar ambos extremos plasmados en temas concretos que permitan el análisis comprobable y cotejable por períodos.

Partiendo del fenómeno del descubrimiento parece lógico que la familia, la propia personalidad y el sexo deban considerarse índices suficientemente explícitos de la transición. A ellos habrá que añadir, a veces, la religión. Eso sí, advirtiendo de antemano que el orden de enumeración de los temas no supone orden riguroso de aparición. Su ordenación obedece a motivos puramente metodológicos.

Al llegar a la adolescencia la familia ya no se ofrece como un reducto donde el muchacho es acogido con cariño, ni es el puerto seguro que se teme perder cuando se es niño. Los miedos y las angustias que el niño padece ante la posibilidad de verse apartado de la familia o privado de ella, o ante la sospecha de no ser bastante querido, ahora cambian de signo. Ahora se levanta la crítica ante la propia familia e incluso ante los propios padres que ya no son plena garantía, sino que se transforman para él en motivo de inquietud. El adolescente se siente incomprendido, experimenta conatos de rebeldía y no sabe en ningún caso ni cómo le sucede esto ni por qué. Puede incluso llegar a avergonzarse de sus propios padres.

Del egoísmo inconsciente de la etapa anterior pasa al deseo de afirmar su propia personalidad, aunque no de forma menos egoísta. Tampoco los amigos lo convencen ni le satisfacen. Acepta su compañía con resignación, pero no con agrado. Ya no piensa en referirlo todo a sí mismo como en el período anterior, pero cree descubrir que los otros son la causa de sus dificultades y de su desazón. Ni siquiera se plantea que algo de lo desagradable que le sucede pueda tener su causa y razón de ser en él mismo. Es la otra cara del egoísmo.

Del sexo entendido como simple referencia de diferenciación, pasa al descubrimiento del sexo como una realidad determinante en y de la vida. En el período anterior ser niño o niña no era más que la aceptación de una realidad incuestionada. Ahora esta diferencia comporta introducirse y aceptar una problemática diferente. El sexo de por sí se transforma en problema. Problema que desde ahora se intuye presente en la vida de otras personas también, incluso de los propios padres, anteriormente intocables en este terreno.

En cuanto a la religión hay que recordar que su significado para la persona está en relación con el ambiente en que vive y con la educación recibida. Los resultados de estas circunstancias son variados, y tanto cabe esperar su aceptación como su rechazo.

Bruno BETTELHEIM observa que «la mayor parte de los cuentos de hadas se creó en un período en que la religión constituía parte fundamental de la vida...». Por esa razón «muchos relatos occidentales poseen un contenido religioso, pero la mayor parte de estas historias están, hoy en día, olvidadas, siendo desconocidas para el gran público, precisamente porque para muchos, estos temas religiosos ya no provocan asociaciones de significado universal ni personal». (BETTELHEIM, B.: Psicoanálisis de los cuentos de hadas, p. 23.)

Pero no es menos cierto que los niños que no hayan recibido esta influencia de la religión el día de mañana se encontrarán con un recurso menos para dar respuesta al problema de la vida, sin pretender, ni mucho menos dar a la fe dimensión positivista, según la terminología empleada por Lagarde. (LAGARDE, C. y J.: Enseñar a decir Dios, p. 16)

Superada la adolescencia, el paso al período juvenil presenta nuevos condicionamientos. La literatura -al igual que el cine- continúa siendo para el muchacho un medio para ensanchar y multiplicar su marco de referencia ya que no su experiencia personal. Esta crece y crecerá aparte de la literatura. La literatura servirá, en cambio, de instrumento de reflexión sobre la experiencia y sobre la realidad. El libro se ofrece incluso como solución cómoda y eficaz para entrar en contacto -mental, naturalmente- con realidades dolientes.

Ahora ya no siente la necesidad del final formalmente feliz, aunque sí necesite, como todo ser humano, la luz de la esperanza. Pero ahora ya no exige que cuanto aparezca en la literatura haga referencia a sí mismo. Más bien es él mismo quien ha de ponerse en relación con las cosas. Su apertura al mundo está en trance de convertirse en total. Lo que se le reclama ante hechos y conductas es juicio, formación de su conciencia y toma de posición.

De esta forma, la literatura juvenil cambia cualitativamente el enfoque de los temas y sobre todo su tratamiento. Centrar la literatura juvenil en los propios problemas del joven sería limitación inadmisible y poner freno al desarrollo de su verdadera personalidad. Los problemas juveniles tienen cabida en ella, pero ésta en modo alguno ha de ceñirse a ellos. Tiene especial obligación de relacionar la presencia del joven en el mundo con el propio mundo.

Por otra parte la actitud del joven hacia la lectura cambia de signo. Ahora la literatura que le interesa principalmente es la de adultos. Esto lo lleva consigo la propia dinámica de la educación, si prosigue estudios, o de la vida, si se dedica a trabajar ya. La educación secundaria no es autoincidente, sino propedéutica para un período de amplitud total como es el universitario. La entrada en el mundo del trabajo supone el enfrentamiento con la realidad escueta y sin paliativos.

Dado que cada día es mayor el número, de muchachos que retrasan su ingreso en el mundo del trabajo, se crea una situación en la que grupos significativos de jóvenes, sin estímulo de estudios superiores, toman conciencia de grupo, y si la literatura y el cine se vuelven autoincidentes, aunque con mayor atención al grupo que al individuo, se entra en un período de regresión en el conjunto de la evolución. A este propósito podrían recordarse los casos de Love story y de Grease tan celebrados en el libro como en el cine.

El despego de la propia familia, en el mejor de los casos, es el inicio del proyecto de formación de la propia, aunque en ocasiones supone simplemente ansia de libertad para organizar su vida. A menudo esta independencia se hace compatible con la permanencia física en el hogar paterno.

La estima de la propia personalidad, halagada por modas consumistas, crece y se afianza, aunque a menudo adopte formas en las que el inconformismo se mezcla con la exigencia de atenciones a las que se cree tener derecho.

Y el complejo mundo sentimental a menudo está condicionado por el impulso del sexo.

La postura adoptada ante la religión puede oscilar entre tomarla como principio conformador de la propia vida o como moda que rinde tributo a un líder, Jesucristo, que garantiza libertad y amor de forma ideal. Es frecuente también la indiferencia, más que el rechazo explícito.

Todo esto apunta a las grandes dificultades con que tropezamos a la hora de definir cómo ha de ser la literatura juvenil actual.

La literatura infantil del pasado sigue siendo válida cuando se trata de un pasado remoto, como es el de los cuentos de hadas y de tradición oral. Hace así honor a su calificación de literatura ganada. La literatura creada para niños, situada en el pasado, en cambio, presenta mayores dificultades de lectura. Pinocho, Peter Pan, Alicia en el país de las maravillas tienen mejor acogida en el cine o en la televisión que cuando se ofrecen como lectura. Se plantea aquí una cuestión de adecuación lingüística que exige adaptación, y ésta, natural en el cine, resulta inaceptable en la literatura. Nada sorprendente que algunos de estos libros aparezcan en colecciones generales destinadas más al estudio por parte de los adultos -de ahí su gran presencia en las bibliotecas- que a la lectura de niños y adolescentes. Obras de Mark TWAIN, de Daniel DEFOE, de Alexandr PUSHKIN, se reeditan en colecciones juveniles, pero tienen pocos lectores espontáneos.




La novela de ambiente familiar

En las novelas para niños de ambiente familiar existe la posibilidad de utilizar una fórmula que permita poner de relieve los tres puntos que venimos destacando: la familia, la propia personalidad y el sexo. En ocasiones, también la religión. Para el lector una de las ventajas es la de identificarse con personajes que están en distinto estadio de evolución, comparar modelos de conducta y reacciones diferentes. Para unos será un anticipo; para otros, una retrospección.

El análisis de algunas obras ilustrará con ejemplos concretos, mejor que las explicaciones, cuanto se apunta, y a la vez ayudará a clasificar las mismas obras. En todas ellas coexisten dos planos diferentes: el de los padres, que representa a los adultos, y el de los niños, entre los cuales suele haber diferencias de edad.

En Javi, sus amigos y sus cacharros, (CERVERA, J. Edelvives, Zaragoza, 1989) estos dos niveles están presentes. A los padres podemos añadir los profesores, la tía y un conserje del centro educativo. En el otro está Javi con sus amigos, entre los 6 y los 7 años, en representación de los pequeños, mientras que su hermano Fredi, se sitúa entre los 10 u 11 años. La editorial dedica el libro a lectores de 8 años en adelante.

Javi es el segundogénito, es el chiquillo que está emparedado entre la importancia y el prestigio de su hermano mayor y la amenaza y el mimo del tercero al que se espera vivamente. ¡Y encima lo llaman pequeñajo! Es evidente que Javi más que encontrarse en tierra de nadie, se halla en tierra movediza e insegura, donde las alabanzas tienen siempre un pero y una referencia al primogénito y hasta un límite impuesto por la reserva establecida para el pequeño que se espera. Javi no es un príncipe a punto de destronar. Su forma de pensar, de hacer y de vivir son singulares, pero a la vez inestables y sin rumbo propio. El modelo lo tiene trazado ya, aunque no le guste y aunque a los ojos de los demás nunca vaya a alcanzarlo de manera plena ni original.

Frente a la pesadilla y al recelo, Javi quiere ser él mismo y no el hermano menor de Fredi, aunque esté rodeado de amigos que los conocen a los dos y comparten sus «cacharros». Entre los amigos de Javi, variados y distintos, como siempre, hay un Gafitas, dispuesto a proporcionarle las explicaciones que los adultos no ignoran, pero que tampoco le brindan. Y también hay una Titina, admiradora y confidente.

Javi mezcla ilusiones con realidades. Sus «cacharros» son un exponente de ello. Javi es pequeño y lo acepta con resignación mientras crece. Pero no aguanta que lo llamen «pequeñajo». Los mayores lo ven crecer con ilusión, sobre todo la mamá, que lo defiende de las bromas ¿pesadas? de su hermano; el papá pone en él confianza distante; la tía Pili lo mima con regalos; y el maestro, Don Gregorio, le habla más que le explica, vive y convive con él y con sus demás compañeros. Pero Javi se ve atormentado por la duda, porque nadie le explica claramente por qué su madre está delicada. Al final, es su propia madre la que le comunica que está embarazada. Y «el pequeñajo» deja de serlo, y experimenta la satisfacción de creer que «sabe» de la vida tanto como los mayores.

No hace falta destacar mucho que si a la literatura infantil se le exige que responda a las necesidades íntimas del niño, ésta novela lo intenta, y, por tanto, debe considerarse infantil, centrada como está, desde el título en Javi, sus angustias y sus deseos. La figura de Fredi sirve de contrapunto con la ingenua superioridad de quien ha pasado ya por el mismo trance. La familia le presta a Javi el marco acogedor en el que se forja su personalidad; y el sexo aparece con toda la limpieza del gran secreto de la vida que es, y que justifica la gran ilusión de esperar una hermanita, que, desde que lo sabe, no se vislumbra como posible rival.

Con las lógicas diferencias, parecido juicio y semejante calificación cabe atribuirle a Veva, de Carmen Kurtz. (Noguer. Barcelona, 1980). Entre las salvedades, la más decisiva es que Veva, hipocorístico de una niña llamada Genoveva, no necesita saber, sabe ya; y sólo en parte descubre el mundo de los adultos, parapetada tras su precocidad que éstos ignoran. En cambio los mayores van descubriendo con pasmo su mundo y su secreto. En consecuencia Veva ejerce una crítica precoz que le da su superioridad.

Anastasia tiene problemas, de Lois LOWRY, es el título, libremente traducido, de la novela americana Anastasia, ask your analyst. El doble plano adultos-niños se presenta de forma similar a los anteriores. Entre los primeros, el padre, profesor y poeta, y la madre, pintora dedicada preferentemente a sus labores. Entre los segundos, Anastasia, de trece años, y el grupito de sus amigas, y, en escalón inferior, Sam, su hermano, de tres años, caso extraordinario de precocidad. La editorial dedica el libro a lectores a partir de once años.

Anastasia se empeña en criar unos hamsters en casa, lo que pone sordina a las relaciones con su madre. El objetivo de la discutida decisión de Anastasia es doble: por una parte, seguir el proceso de reproducción de dichos animalitos y así preparar un trabajo original para el colegio; por otra, iniciar sexualmente a Sam, que a sus tres años no sólo da volteretas y hace travesuras, sino que también aprende, él solito, a leer y escribir a máquina. Anastasia está convencida de que su hermanito tiene mucho interés por el sexo y que lo entenderá mejor cuando vea que los hamsters tienen bebés. De igual modo que cree, y se lo dice a ella, que su madre comete tantas rarezas, a su juicio, porque ha entrado en la menopausia. Anastasia llega a avergonzarse de sus padres ante sus amigas, porque su madre le hace jerseyes en sus ratos libres y porque su padre guarda los manuscritos de sus poemas en la nevera para salvarlos de posibles incendios. También cree que las madres cambian y se vuelven repelentes cuando sus hijos cumplen trece años. Su madre defiende justamente lo contrario, que los que cambian son los que cumplen trece años, y por eso sus madres les parecen raras.

Lógicamente Anastasia también encuentra estúpidas a sus amigas. Sobre todo a una que está constantemente pendiente de los chicos, lo que supone, según ella, estar en la segunda fase -de la adolescencia- cuando ella y otras están todavía en la primera.

El intento de llevar a cabo la experiencia de los hamsters no es la única que quiere llevar adelante. También piensa consultar a un psiquiatra, al que, al final, sustituye por Freud -entiéndase su busto- que se convierte así en su confidente y su consejero. Reconoce que sus padres y también sus amigas tienen necesidad del psiquiatra.

Anastasia está abrumada por todas estas dificultades, mientras que Sam tiene una gran pena: en el parvulario Nicky no le deja jugar con los bloques de letras y algunas veces hasta le pega.

Anastasia no quiere romper con su familia. Ante los quebraderos de cabeza que les plantea la relación de Sam con Nicky, ella busca solución y traza un plan de acción que comunica a sus padres. El remedio resulta más complicado que la dificultad.

Al final, Anastasia, fracasada su experiencia con los hamsters, acepta la sugerencia y ayuda que su madre le ofreció para un trabajo menos espectacular. Antes lo había rechazado tenazmente por miedo al ridículo. Pero ahora ya no le preocupa que sus compañeras puedan reírse de su trabajo, porque, aunque se rían, cree que ha alcanzado madurez suficiente para que no le importe. ¡Todo sucedía porque había cumplido trece años!

En esta novela, sin duda, se ha dado un tirón hacia arriba. Familia, personalidad y sexo se presenta con mayor complejidad que en Javi, sus amigos y sus cacharros. Anastasia habla con sus padres de sexo, pero no llega a interesarse por el asunto más allá de las opiniones generales que no le preocupan de verdad.

La crítica es más acerada, y lo sería más todavía, sin el contrapunto de la conducta de Sam y sin el tratamiento de humor que lleva aparejado. De pronto parece que se va a penetrar en el mundo juvenil. Pero, no. Anastasia, madura, ciertamente; se asoma ligeramente al estadio siguiente, pero a la postre hace marcha atrás y se queda nuevamente donde estaba. Algo ha cambiado, eso sí; pero sigue donde estaba, aunque no sabemos por cuánto tiempo.

María GRIPE en Elvis Karlsson (Planeta. Barcelona, 1983) tiene un planteamiento completamente distinto: Elvis es un niño de seis años no querido por su madre. Tampoco el padre demuestra mucho entusiasmo por el niño, sobre todo porque no ve en él posibilidades para ser deportista. Pero quien manifiesta ostensible y permanente desamor por el niño es la madre. Se lo echa en cara, se lo cuenta a sus amigas por teléfono, le recuerda constantemente que es desagradecido, que se porta mal y que es un castigo para ella, porque «naciste por mis pecados». Lamenta que no naciera niña, ya que «las niñas son más tranquilas y se les pueden hacer vestidos, pero a los niños no vale la pena hacerles nada». Y, como le hizo tanto daño cuando lo tuvo, por eso decidió no tener más hijos.

Ante este panorama Elvis se da cuenta de que verdaderamente es un castigo para su madre, ya que él no se parece en nada al ídolo que ella admira, el cantante Elvis, por el que le dio el nombre. Elvis llega a preguntarle que si él es un castigo, quién «lo idearía» a él. «Algunas veces mamá le dice que fue ella misma, y que no sabía lo que se hacía; otras veces le dice que fue papá». Y una vez le dijo «que había sido Dios» el que se lo había enviado. Lo cual hizo que Elvis pensara que era un castigo terrible, como la guerra y los accidentes, que también son castigos de Dios, según se dice. Y todos los castigos de Dios son terribles.

La imaginación de Elvis lo empuja a crearse un mundo aparte en el que sobrevivir: plantar flores, soñar en ir por las calles. Aparte este micromundo, sólo encuentra una realidad agradable y consoladora: el abuelo. Pero lo ve poco. La abuela lo identifica con su hijo Juan, muerto joven. Por eso Elvis es el heredero de los vestidos de Juan, de sus juguetes y hasta de las fiestas y conmemoraciones de un Juan que él no conoció y con el que no puede identificarse.

Nada extraño que para Elvis las fiestas de cumpleaños y de Navidad resulten «desagradables». Sobre todo porque van precedidas de muchos días de amenazas para advertirle que si no es bueno, no recibirá regalos. Luego, cuando llega el día, recibe muchos más regalos que los hijos de las amigas de mamá, ante las cuales se pavonea de haberle obsequiado tanto, pese a lo cual él sigue oyendo que es un desagradecido. Es lógico que ante una familia de este talante Elvis acuse personalidad introvertida, que con facilidad tenga pensamientos manifiestamente precoces y que busque la evasión en su fantasía y en sus secretos.

Cabe pensar que María GRIPE ha pretendido dibujar el cuadro desolador de un niño no querido. Hay que dudar que tal creación pueda aceptarse como literatura infantil, pese a su protagonista de seis años. Tampoco parece apropiado pensar que se dirige a los adolescentes, sino a lectores de un período posterior, especialmente a los padres. Si admitimos que al joven le atrae penetrar en el mundo de los adultos, podemos admitir que, en este sentido, se considere literatura juvenil, como una muestra amarga de lo que no debe hacerse con un niño y como un estímulo para salir de situaciones de pesimismo y de crueldad que el niño no tiene por qué conocer, ante las que el joven ha de concebir el propósito de evitarlas en su futuro.

En lo tocante al sexo el libro arranca con una insinuación suficientemente vaga, pero que deja entrever que los padres buscan sus «desahogos» los sábados por la noche «porque durante la semana no tienen más que trabajo y problemas». Los niños, en cambio, «tienen todo el tiempo libre y no necesitan desahogarse». Por eso el domingo se levantan tarde, mientras el hijo, despierto y ocioso, permanece en su cama.

La referencia a la religión es pobre y bastante pesimista. Por eso resulta incapaz para proporcionar consuelo y esperanza.

Por lo demás, aunque el desarrollo de la novela siga estructura lineal, el frecuente recuerdo de situaciones anteriores, sin llegar al salto atrás, pide un determinado grado de madurez en el lector.

La comparación de varias de estas novelas que hemos calificado como familiares nos llevaría a conclusiones de diversa índole. Entre ellas, el papel preponderante de las madres -en Veva, de la abuela- en el desarrollo del niño. La figura del padre, sin embargo, queda en segundo plano. Por otra parte el entorno familiar es el ámbito natural de abundante experiencia y de descubrimientos decisivos.






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