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La "María" de Isaacs y la búsqueda de espacios idílicos

Fernando Operé





Uno de los aspectos más destacados del movimiento romántico es la búsqueda de armonía y espacios idílicos. Esta búsqueda, frustrada en numerosas ocasiones, pasa por varias e inevitables estados que someten al actor romántico a numerosas pruebas teñidas de dudas y angustias. En la tradición de Dante de La divina comedia, el romántico debe descender a los infiernos, y allí experimentar los tormentos de la purificación antes de obtener la deseada salvación y un estado permanente de felicidad y bienaventuranza. M. H. Abrams en su libro, Natural Supernaturalism. Tradition and Revolution in Romantic Literature, describe esta acción como «un viaje en busca de una tierra o ciudad en la cual habita una mujer de una tracción erótica irresistible, cuyo final está frecuentemente señalado por compromiso o matrimonio» (167). La tierra a la que Abrams se refiere representa el fin del peregrinaje y está frecuentemente caracterizada por un paraíso edénico donde el hombre y la mujer viven en armonía con la naturaleza, es decir la perfecta expresión del Paraíso Terrenal. Más que un lugar de descanso, el jardín se articula como un reflejo del estado espiritual del ser humano y sus luchas y contradicciones. Por un lado está el objeto deseado (es decir, el jardín o paraíso) dominado por tranquilidad, armonía y paz; por otra, el mundo exterior (el infierno o todo lo exterior al jardín) señalado por el sufrimiento, la confusión y el extrañamiento. En las alegorías de la antigüedad, los elementos y la naturaleza desempeñaban importantes roles, bien reflejando el estado interior del ser, o poniendo obstáculos y trabas en el largo camino que conduce a la felicidad suma. A. B. Giamatti ha escrito al respecto:

«La mezcla de paraísos con características de jardín común pero también espirituales, atribuidas al Paraíso Terrenal, no sólo reflejan antiguas (sumarias, babilónicas y griegas) convicciones sobre el jardín como el lugar de corpórea tranquilidad y armonía interior, sino también proveen un nudo de asociaciones espirituales y estéticas para generaciones de cristianos que se refieren al estado del cuerpo y el alma que una vez poseímos y que después perdimos».


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La búsqueda de espacios idílicos ha sido una fuente temática para escritores cristianos a lo largo de la historia. Jorge Isaacs se hizo eco de esta tradición y la incorporó como motivo central en su novela María. Tanto Efraín como María, principales personajes, se debaten en pos de una armonía interna. La relación simétrica existente entre el bienestar espiritual de los protagonistas y el desarrollo del tema del jardín edénico se manifiesta en dos importantes aspectos de la novela. Primero, en la intrincada conexión entre el jardín idílico y la percepción de María. El autor por boca de Efraín, que actúa de narrador, insinúa que contemplar a María es contemplar el jardín. «Cuántas veces en mis sueños un eco de ese mismo acto ha llegado después a mi alma, y mis ojos han buscado en vano aquel huerto donde la vi tan bella en aquella mañana de agosto!» (14). Efraín se recrea en la contemplación del jardín, que en su mente se transforma en la esencia misma de la mujer que ama. Isaacs no sólo define a María en relación al jardín, sino que al hacerlo, formula una metáfora asociada con Eva y el Paraíso Terrenal. Las alegorías a los personajes bíblicos son obvias. Efraín describe su impresión del jardín de la casa en estos términos:

«No eran las ramas de los rosales a los que las olas del arroyo robaban leves pétalos para engalanarse fugitivas; no el vuelo majestuoso de las águilas negras sobre las cimas cercanas; no era eso lo que veían mis ojos; era lo que ya no veré más; lo que mi espíritu quebrantado por tristes realidades no busca, o admira únicamente en sus sueños: el mundo, como Adán pudo verlo en la primera mañana de su vida».


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Estas escenas derivan, sin duda, de la multitud de mitos e imágenes populares que Isaacs conocía muy bien, y que aparecen constantemente en las numerosas descripciones que el texto incorpora sobre la naturaleza, su fauna y flora. Los pasajes clásicos del Paraíso, por ejemplo, tanto los idílicos como las caóticos, se entremezclan para crear un mundo complejo donde el hombre vislumbra la razón de su existencia, aunque es incapaz de obtener la felicidad absoluta enfrentado a insuperables obstáculos (entre ellos, el obligado viaje de Efraín a Londres, o la amenazante enfermedad de María).

A pesar de estos malos augurios, hay ocasiones en que los elementos sublimes y amenazantes de la naturaleza, aún en desarmonía con el hombre, dan paso a ciertas formas temporales de coexistencia. Esta es una característica aplicada exclusivamente al jardín exterior (las montañas, las selvas, los ríos, etc.), no al Paraíso Edénico donde los componentes caóticos son sometidos al sublime poder de la idealización. Dice Efraín: «La naturaleza es la más amorosa de las madres cuando el dolor se ha posesionado de nuestro alma, y si la felicidad nos acaricia, ella nos sonríe» (70). Con el fin de construir un necesario y delicado sentido de armonía edénica, Isaacs se recrea en largas descripciones de la naturaleza, algunas de ellas de un cierto tono infantil, que refuerzan la conexión con el mundo paradisíaco.

«María y yo, nos solazábamos recogiendo guayabas de nuestros árboles predilectos, sacando nidos de piñuelas, muchas veces con grave lesión de brazos y manos, y espiando nidos de pencos en las cercas de los corrales».


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El idealismo es identificable no sólo en las descripciones físicas del jardín-paraíso, sino en el hecho de que el personaje María y el Jardín Edénico son reflejos de cada uno.

«Aquellas soledades, sus bosques silenciosos, sus flores, sus aves y sus aguas ¿por qué me hablaban de ella? ¿Qué había allí de María en las sombras húmedas, en la brisa que movía los follajes, en el rumor del río?... Era que veía el Edén, pero faltaba ella... Y aspiraba el perfume del ramo de azucenas silvestres que las hijas de José habían formado para mí, pensando yo que acaso merecerían ser tocadas por los labios de María».


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La ausencia de María substrae al engalanado jardín de sus cualidades idílicas. Más importante aún, es aquí donde Isaacs añade otra dimensión primordial al tema del paraíso al convertir a María no sólo parte integrante del espacio edénico, sino que al incluirla reflejada en las esencias que lo penetran. Una y otra vez Isaacs recurre a referencias florales conocidas con el fin de describir simbólicamente la belleza exterior y la condición espiritual de la amada. María es comparada a una rosa roja. «Las mejillas de María se tiñeron... salpicadas de lágrimas. Eran idénticas a aquellas rosas frescas humedecidas de rocío que ella recogía para mí por las mañanas» (90). Sabemos que la rosa ha sido asociada como el símbolo del amor divino, respeto a la muerte, y sutil discreción. Estos tres elementos revelan al lector aspectos de la naturaleza de la María de Isaacs. Efraín recurre a esta simbología en numerosas descripciones: «Primer amor... noble orgullo de sentirse amado; sacrificio dulce de todo lo que antes nos era caro a favor de la mujer querida... flor guardada en el alma y que no es dado marchitar a los desengaños» (19).

Las referencias a un amor puro y sin mancha, llaman la atención del lector hacia el Paraíso reflejando la condición de pureza original de Adán y Eva en su estado primigenio. Hay otras referencias a la rosa, en esta ocasión asociada a la premonición de acontecimientos trágicos, la enfermedad y muerte de María. Como reacción a los primeros síntomas de la enfermedad de María, Efraín comenta: «Mi cuarto estaba frío; las rosas de mi ventana temblaban como si se creyesen abandonadas a los rigores del viento de invierno; el florero contenía ya marchitos y desmayados los lirios que por la mañana había colocado en él María» (34). Más adelante en la narración, en carta de María al ausente Efraín, leemos: «Todo está como lo dejaste, porque mamá y yo hemos querido que esté así; las últimas rosas que puse en tu mesa han ido cayendo, marchitas ya, en el fondo del florero... Ahora mismo las ramas florecidas de los rosales de tu ventana entran como a buscarte y tiemblan al abrazarlas yo, diciéndoles que volverás» (220). Puede observarse en la cita que las flores proyectan el estado anímico de María ante la ausencia de Efraín. En otras ocasiones María está asociada al blanco de las azucenas, simbolizando pureza; al florecer de las naranjas, representando fecundidad; y a las violetas asociadas con las virtudes de modestia y humildad.

El simbolismo de las flores a lo largo de la novela también evoca a personajes bíblicos. Si como hemos visto, María está asociada con Eva en un primer estado de inocencia, lo está también con la figura de la virgen. Las sugerencias se repiten en numerosos pasajes, como aquél en que Tránsito está buscando a María y se refiere a ella como «la virgen de la silla» (111). Efraín explica el incidente en estos términos: «Tránsito acostumbraba preguntarme así por María desde que se dio cuenta de la notable semejanza entre el rostro de su futura madrina y el de una bella Madona del oratorio de mi madre» (111).

Al mezclar elementos del Paraíso perdido con peculiaridades de María, Isaacs crea una compleja y emotiva tela de símbolos que conectan los sentimientos del hombre con la naturaleza, y una atmósfera de temor y respeto. En efecto, el jardín se transforma en una catedral donde Efraín puede adorar a María con fervor y miedo religioso. Por otra parte, la novela persigue los movimientos de Efraín a través de una serie de jardines que forman círculos concéntricos alrededor de un foco central, representado por un jardín idílico donde la felicidad plena está enraizada en función del objeto central del amor que es María.

El primer anillo, interior, anímico, está formado por las flores que María trae a Efraín y coloca en su cuarto y en los lugares por él visitados. Estas flores hablan a Efraín y su temporal lozanía y pérdida de vigor, expresan los cambiantes sentimientos de la amada. Los anillos concéntricos se mueven centrífugamente desde el punto central esencial que es el hogar familiar, máxima manifestación de la paz y armonía edénica, hacia otras esferas exteriores cada una con sus cargas simbólicas. Podemos ver que es precisamente en este primer jardín interior, esencial, que las referencias a Adán y Eva alcanzan un mayor significado en el momento en que ambos personajes asumen las características de sus homónimos bíblicos.

El siguiente anillo está construido por el jardín que rodea la casa y que María y la madre de Efraín cuidan. Es perfecto, hogareño y está protegido de las asechanzas del exterior por la mano de la madre. Nada en él es perturbado por la imperfección exterior. Más allá, se extiende un tercer círculo compuesto por las montañas y selvas que rodean la propiedad paterna en el valle del Cauca, así como sus gentes. En este otro jardín/hacienda, el mundo ha transcendido revelando el trauma original del pecado. Los personajes de este círculo jardín exterior son, entre otros, José y Luisa, ambos esclavos condenados a trabajar para alimentarse y pagar el tributo a sus amos. En una de las visitas que Efraín hace a José, éste le muestra el huerto de la parte de atrás de la casa donde cultiva hortalizas. Efraín reacciona con una disertación erudita en la que hace alarde de sus conocimientos sobre frutas y verduras, aunque como hijo del patrón sus manos nunca se han ensuciado con las labores de la tierra y su contacto con ella es simplemente la del observador o cazador. Efraín es el hijo del amo en un mundo separado por marcadas jerarquías. Su actitud es la del burgués estudioso, el científico que observa y cataloga. Las diferencias entre ambos personajes, Efraín y José, son fundamentales. Mientras el uno trabaja el huerto para sobrevivir, el otro divaga sobre teorías agrarias. En el mismo sentido, Efraín caza por deporte, mientras que José lo hace por necesidad. Las diferencias se pueden aplicar también a las dos mujeres: María y Luisa, la esposa de José. La primera lee, reza, y con su presencia pasiva, decora la casa. Es la figura perfecta decimonónica del ángel de la casa. La segunda trabaja con sus manos dentro y fuera del humilde hogar, transforma los elementos con su esfuerzo, y forma parte del paisaje. Es también parte de la utilería familiar dispuesta a ser usada. Ambas mujeres son el producto de los distintos círculos en que moran y su articulación jerarquizada. El jardín asociado con Efraín y María representa en Paraíso Terrenal en donde al hombre no le es requerido trabajar, tan sólo gozarlo respetando las leyes del descanso y ocio espiritual. El jardín exterior, que corresponde a José y Luisa, requiere que ambos «ganen el pan con el sudor de su frente», según sentencia bíblica.

El mundo exterior al jardín central se presenta también como peligroso y caótico. En esa esfera, Efraín experimenta azarosas aventuras, como la caza del tigre cuyos riesgos son comparados a «un campo de batalla». «Como esa cacería es peligrosa, se me figura que errar un tiro sería terrible» (58), dice Efraín. En ese círculo exterior, no sometido aún a la mano civilizadora, es donde Efraín se encuentra con dificultades cuyas soluciones no están al alcance de su mano. Por ejemplo, no consigue un doctor para asistir a María cuando le es menester. En este y en otros casos, quedan marcadas las diferencias entre la actitud atemperada y realista del siervo José, y el idealismo juvenil de Efraín.

Los últimos dos anillos concéntricos y los más alejados del jardín ideal central son el mundo exterior al valle del Cauca, y la lejana Londres, a donde Efraín debe partir en filial obediencia al mandato del padre para continuar con su educación. El mundo urbano londinense, alejado del idílico paraíso natural del Cauca, es un medio asociado con polución y mugre, inadecuado como vivienda para el hombre o los animales. «La inmensa ciudad, rumorosa aún y medio embozada por su ropaje de humo, asemejaba dormir bajo los densos cortinajes de un cielo plomizo. Una ráfaga de cierzo azotó mi rostro, penetrando en la habitación. Aterrado junté las hojas del balcón, y, solo con mi dolor, al menos solo, lloré largo tiempo rodeado de oscuridad» (220). A medida que el protagonista se aleja del epicentro de su mundo ideal, los poderes de paz y armonía se van difuminando. Sólo retornando a su valle querido, a su hogar familiar, estas fuerzas esenciales podrán ser recuperadas.

Efraín se ha visto forzado, por voluntad paterna, a realizar este viaje inicíaco al inhabitable Londres. Son pruebas a las que el cristiano se ve sometido. Una vez allí, le será permitido reencontrar la ruta de su salvación, cuya meta es el matrimonio con María. Como en muchos viajes inicíacos, el camino está lleno de obstáculos, retos y peligros. Anterior al desnaturalizado Londres, hay otro círculo mediador que se interpone entre el exterior ajeno y el interior íntimo. Se trata de las selvas y cordilleras colombianas que Efraín se ve obligado a cruzar, desesperado, en su regreso a casa. Están habitadas por mosquitos que brutalmente le atacan, serpientes capaces de aniquilarlo en un instante, y enfermedades múltiples. Como en el devenir de todo héroe, estos obstáculos en vez de frenarle, vigorizan su deseo por reencontrar a María. Observamos que al llegar a este punto, no es sólo la búsqueda como motivo temático y espiritual la que experimenta una transformación en la narrativa de Isaacs, sino también los resultados finales. En vez de matrimonio y felicidad, Efraín confronta muerte y soledad. La muerte de María y la inevitable separación de su amante, está señalada al principio de la novela con la aparición de un pájaro negro, un ominoso símbolo de la muerte. De nuevo los elementos exteriores se encargan de ordenar y anticipar el futuro de los protagonistas. Al regreso al Cauca, Efraín reflexiona: «La luna, grande y en su plenitud, descendía al ocaso, y al aparecer bajo las negras nubes que la habían ocultado bañó las selvas distantes, los manglares de la ribera y la mar tersa y callada con resplandores trémulos y rojizos, como los que esparcen los blandones de un féretro sobre el pavimento de mármol y los muros de una selva mortuoria» (228). La muerte que Efraín observa en la luna, emana de las junglas y montañas como «un silencio solemne» (229). El regreso de Efraín al hogar se asemeja más a la tortuosa procesión de un funeral que a un encuentro feliz, mientras la naturaleza proyecta el aura lúgubre de la muerte. ¿Qué ha ocurrido? Parece como si las propuestas cristianas de Isaacs pudieran anular la percepción inquietantemente creciente de la naturaleza como barbarie, tan propia de los escritores decimonónicos, para transformarla en un paraíso idílico donde posiblemente pueden surgir nobles salvajes.

Como conclusión, cabe decir que Jorge Isaacs recreó una relación simbiótica entre sus protagonistas y el mundo natural, en un intento de reflejar la coexistencia problematizada que para el cristianismo representó el mito del Paraíso Terrenal: jardín idílico perdido por pecados ajenos cuya culpa debemos purgar por herencia. Como en otras novelas románticas, el protagonista no es premiado en la conclusión de la historia con la felicidad buscada, sino que ha de pagar la parte de culpa que le corresponde mediante el dolor que le infunde la pérdida del objeto amado, representación simbólica del paraíso perdido. El Jardín Edénico, una vez al alcance del gozo pleno, se esfuma, permaneciendo tan sólo los recuerdos de los momentos vividos con el ser amado en el lugar original, que es la casa paterna. «De las horas de felicidad que en ella había pasado, sólo llevaba conmigo el recuerdo; de María, los dones que me había dejado al borde de su tumba» (258). En la conclusión, Efraín y María entran en «una especie de huerto, aislado en la llanura y cercado de palenque» (259). Esta nueva escenografía del jardín extrapola a ambos protagonistas del Paraíso para depositarlos en un mundo exterior marcado por el dolor y las tribulaciones. En el proceso, todos los caracteres asociados con el Jardín Edénico se transforman en imágenes aisladas, casi petrificadas, especie de iconos de perdidos ideales. Es aparente que con la pérdida de María (encarnación de Eva), Efraín (representación de Adán) se ve impedido a mantener su felicidad en el jardín original. Lo abandona y al hacerlo, se expresa en estos términos: «Estremecido partí a galope por en medio de la pampa solitario, cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche» (259). Lo que le espera es el mundo moderno, donde la lucha por la supervivencia pasa por los trabajos de la competición e internacionalización. El mundo burgués ha penetrado en ese intocable mundo patriarcal que Isaacs parece añorar (Molloy).

Sin duda que la novela de Issacs es mucho más que una novela romántica y sentimental de amores perdidos. La religiosidad programática es observable desde las primeras páginas. Las referencias a personajes bíblicos y cristianos son constantes. En el presente trabajo se ha analizado el uso que el autor hace del mito del Paraíso Terrenal o Edénico, recuperando principalmente el pasaje del mundo perdido y auto infligido exilio. «Extraños habitan hoy la casa de mis padres» (121), se lamenta Efraín al fin de la narración.






Obras citadas

  • Abrams, M. H. Natural Supernaturalism. Tradition and Revolution in Romantic Literature. New York: Norton and Company , 1973.
  • Giamatti, A, Bartlett. The Earthly Paradise and the Renaissance Epic. Princeton: Princeton University Press, 1966.
  • Isaacs, Jorge. María. Madrid: Espasa-Calpe, 1983.
  • Molloy, Sylvia. «Paraíso perdido y economía terrenal en María.» Sin nombre 14,3 (1984): 36-55.


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