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Las amistades ejemplares

Ricardo Gullón





Se habla con frecuencia de ciertas amistades que tienden a desaparecer: las establecidas entre personas de distinta ideología, capaces de sobreponerse a ella y de estimarse por la sinceridad con que mutuamente proclamara y defienden sus ideas. Y se habla con nostalgia, porque, en virtud de una tendencia maniquea cada vez más extendida, el adversario es no sólo tal, sino enemigo, y, en muchos casos, encarnación de poderes tenebrosos y dañinos: encarnación del Mal, por decirlo en una palabra.

No se ha comentado bastante, en cambio, la amistad Unamuno-Maragall, que si tiene otro carácter no es por eso menos insólita y ejemplar: no se trata de adversarios, pero de hombres afines en muchas de sus ideas y coincidentes especialmente en el modo de entender y concebir España. Y vale la pena destacar esa coincidencia, en torno a la patria, del gran vascongado y el gran catalán, porque demuestra que la compresión y el acuerdo sobre ese problema (no hace mucho lo demostró el diálogo mantenido entre Carlos Riba y Dionisio Ridruejo) es fácil de conseguir cuando las posiciones son claras y se establecen partiendo del supuesto necesario de la afirmación y exaltación de lo español.

Hace poco más de un año se publicó el epistolario entre Unamuno y Maragall, desgraciadamente incompleto, y ahora, en los admirables Cuadernos de la cátedra Miguel de Unamuno, editados por la Universidad de Salamanca, Manuel García Blanco da a conocer tres nuevas cartas del poeta catalán, recién halladas entre los papeles del autor de Paz en la guerra. Interesantes cartas, punto de partida de la amistad ulterior, reveladoras de la sinceridad maragalliana y de la espontánea simpatía que le movió a iniciar una correspondencia gracias a la cual se asentó esa relación sin equívocos, llena de cordialidad y mutuo respeto; amistad capaz de escuchar sin ofuscarse las razones y opiniones de que se disiente.





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