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Las desventuras de un caballero ilustrado en el País de Afloja y Aprieta: algunas notas sobre «El jardín de Venus», de Félix María Samaniego


Joaquín Juan Penalva





El siglo XVIII, denostado por la crítica durante tantos años, ha acabado por convertirse en un venero inagotable de sorpresas literarias, ya que, bajo la apariencia racional, austera y academicista de muchas de las obras publicadas en esa centuria, ha aflorado todo un caudal de literatura que circulaba al margen de los cánones tradicionales de la imprenta, de mano en mano, en copias manuscritas, carne de salones y tertulias. Gracias al rastreo de algunas de esas colecciones clandestinas y prohibidas, que han logrado llegar hasta nuestros días pese a todos los prejuicios y las purgas, hemos descubierto el otro lado de la Luna, la «cara oscura del Siglo de las Luces», en afirmación del profesor Guillermo Carnero1. Tiene el XVIII mucho del dios Jano, uno de los más antiguos del panteón romano, que solía representarse bifronte, con una cara mirando hacia atrás y la otra hacia delante. Largo tiempo se había estudiado el setecientos en su dimensión más normativa, pero eso implicaba acceder sólo a determinada parcela de una realidad mucho más compleja, que permitía, por ejemplo, que el autor de las Fábulas morales, un auténtico best-seller de aquella época, firmara también con su nombre, Félix María Samaniego (1741-1805), una interesante colección de literatura erótico-burlesca, titulada tradicionalmente El jardín de Venus a partir de la edición de Joaquín López Barbadillo (Madrid, 1921).

Samaniego no era, con todo, un caso aislado en el cultivo de poesía de temática erótico-sexual, sino que esa faceta la compartía con autores como Nicolás Fernández de Moratín, Juan Pablo Forner, José Iglesias de la Casa y Tomás de Iriarte, entre otros muchos. Como acabamos de comprobar, no se trata de escritores de segunda o tercera fila los que flirtean con este género, sino los grandes nombres de la literatura española del momento. Se hace necesario hablar, por tanto, no de ejemplos concretos sin relación alguna con el resto, sino de una auténtica corriente subterránea que conformaba una parte nada desdeñable de la poesía del XVIII, aunque, como afirma Francisco Aguilar Piñal, «la temática erótica, e incluso pornográfica, carece de representante en los poemarios impresos. Su carácter de literatura clandestina, perseguida por los censores y poderes públicos, hizo imposible su paso por la imprenta, conservándose solamente en copias manuscritas, que sí circularon en su tiempo entre amigos y contertulios»2.

El País de Afloja y Aprieta al que alude el título de este trabajo es, en realidad, el del primer cuento-poema de El jardín de Venus. Para Emilio Palacios Fernández, editor moderno de la obra, las «composiciones eróticas de Samaniego pertenecen a dos especies diferentes: cuentos y poemas. Ambas dos están ligadas, con caracteres propios, pero también con contaminaciones nada superficiales, a la literatura popular y a la culta»3. Efectivamente, se trata de una colección variopinta, que bascula entre el cuento con final inesperado, el chiste y el retruécano o juego de palabras. Una de las cuestiones que más se ha discutido al referirse a la obra de Samaniego en general, no exclusivamente a su producción erótica, ha sido la de las fuentes. Al parecer, el ilustre fabulista recibió mayor influencia de autores ingleses y franceses que de la propia literatura española, que, paradójicamente, es muy rica en contenidos erótico-burlescos. En ese sentido, sería conveniente recordar que «es muy difícil descubrir el origen de todas las historias, porque muchas forman parte del corpus eroticum tradicional que se ha ido actualizando secularmente, si bien los autores franceses parecen ser las fuentes más inmediatas»4, según ha enunciado Palacios Fernández. No es de extrañar que Samaniego, quien, para sus Fábulas, había seguido la tradición de Esopo, Fedro, La Fontaine y John Gay, volviera a mirarse en ese espejo occidental para perpetrar estas pequeñas gamberradas lúbrico-festivas.

Acaso pueda sorprender que los mismos autores que marcaban las pautas del comportamiento social se entretuvieran con estos juegos de procacidad e ingenio. No es tanto un ejercicio de esquizofrenia como de punto de vista. De hecho, también en El jardín de Venus se critica el comportamiento de determinados estamentos, pero se hace desde una perspectiva radicalmente opuesta y, sobre todo, con un tono burlesco muy alejado del que adoptaban los ilustrados cuando se ponían solemnes. No se trata, en consecuencia, de una corriente poética que nos obligue a reinterpretar todo el siglo XVIII, sino que puede incardinarse perfectamente dentro del sistema ilustrado sin que crujan las cuadernas: «Con estos relatos eróticos hacían confesión de modernidad, de libertad, de salirse de los moldes tanto tiempo inevitables. También pagaban su tributo a la moderna filosofía del naturalismo, con la defensa del hombre natural ligado a sus raíces interiores más que a añejas costumbres que deformaban su manera de ser primigenia, como muestra Rousseau en Emilio»5, ha afirmado Palacios Fernández.

Para Francisco Aguilar Piñal, el único capaz de competir con Moratín padre en las lides de lo lúbrico-poético es precisamente «Samaniego, cuya riqueza y variedad léxica, tanto en los cuentos urbanos como en los rurales, llama la atención del lector por sus aciertos expresivos»6. Su obra erótico-burlesca era, en opinión de David T. Gies, una suerte de «'cara oscura' del anacreontismo, de los gozos sensualistas del vino y de la mujer»7.

El jardín de Venus alcanza sus más altas cotas de calidad artística en algunos de los cuentos en verso. En este sentido, «El país de afloja y aprieta» es uno de los más logrados, porque adopta el modelo de la historia de aventuras y, además, el protagonista, que se nos presenta como burlador, al final acaba burlado. Esta primera composición marca la pauta predominante en todo el libro, esto es, una poesía de alto contenido erótico, con escenas de sexo explícito, pero con una intención satírico-burlesca que provoca hilaridad en el lector. Desde el punto de vista métrico, abundan las combinaciones de versos heptasílabos y endecasílabos con rimas no siempre regulares; estamos, en algunos casos, ante silvas aliradas, y, en otros, ante silvas arromanzadas, aunque también encontramos sonetos, décimas, quintillas y otras estrofas de verso octosílabo. En estas composiciones prevalece lo narrativo por encima de lo lírico y, por eso, la crítica se refiere a ellas como «cuentos en verso».

El primero de esos «cuentos verdes» es, como se ha dicho, «El país de afloja y aprieta», en el que un joven abandona todo para dirigirse a un lugar paradisíaco, Nueva Arcadia, en «donde de balde goza y se mantiene / todo el que a sus costumbres se conviene»8. Según la descripción que da Samaniego del lugar, deducimos que Príapo, el dios de los huertos y símbolo de la fecundidad masculina, no se hubiera contentado con menos. El gobernador de Siempre-meta, que así era como conocían los nativos al País de Afloja y Aprieta, recibe al protagonista con los brazos abiertos al tiempo que le advierte sobre los riesgos a que se expone si alguna mujer tiene de él queja. El caballero, confiado en su naturaleza, bastante generosa, no hace caso a estas advertencias y eso va a suponer su desgracia, relatada en la segunda parte del cuento:


Sentida del desaire,
ésta empezó a dar gritos, y no al aire,
porque el gobernador entró al momento
y, al ver del joven el aflojamiento,
dijo en tono furioso:
-¡Hola!, que aprieten a ese perezoso.
Al punto tres negrazos de Guinea
vinieron, de estatura gigantea,
y al joven sujetaron,
y uno en pos de otro a fuerza le apretaron
por el ojo fruncido,
cuyo virgo dejaron destruido.



No acaba aquí el poema, que se prolonga unos cuantos versos más. Cuando, desterrado de Siempre-meta, el caballero en cuestión se encuentra con su criado, éste le pregunta acerca de su aventura, a lo que él contesta: «Mil deleites, el amo dijo, encierra / y, aunque estoy desplegado, yo lo fundo / en que si como aflojan no apretaran, / mejor país no habría en todo el mundo».

Esta historia acaba con un juego lingüístico que es, además, el que da título a la composición, una de las más divertidas de todo el conjunto, que se completa con setenta y seis más. Dado que se trata de una muestra bastante amplia, intentaremos dar cuenta de las más importantes o, por lo menos, de las más representativas. Se ha señalado en muchas ocasiones la estrecha relación que existe entre este tipo de literatura, de procedencia y público cultos, y la literatura popular. De esta manera, ciertos cuentos recuerdan a algunos chistes, cuando no copian descaradamente sus recursos. La potencia sexual masculina -o su ausencia- y el deseo sexual femenino -o su defecto- suelen ser temas recurrentes en todos estos poemas, que, frecuentemente, se desarrollan en confesionarios, monasterios y conventos, donde los rigores del celibato acaban provocando las mayores explosiones lúbricas.

En «Los gozos de los elegidos» un guardia de corps disfruta de los favores de una mujer que, debido a la oscuridad, lo ha confundido con su amante, mientras que en «Las entradas de tortuga» hay un episodio muy cercano a la necrofilia; detengámonos en él. La situación es la siguiente: un marido de pocas luces, al ver a su mujer dispuesta para el entierro, decide hacer uso por última vez del matrimonio antes de que le echen encima las paletadas de tierra:


¡Vive Dios, que producen maravillas
del masculino impulso las cosquillas,
según se prueba en el siguiente caso!
Porque, lector, al paso
que el marido empujaba,
su mujer se animaba,
y, cuando sintió el fuego
del prolífico riego,
abrió los ojos, medio suspirando,
y abrazó a quien la estaba culeando.
Entonces las culadas prosiguieron
hasta el día; y los dos las suspendieron
porque entraron las gentes
de la enferma asistentes
en el cuarto, y, hallándola sentada,
en brazos de su esposo reclinada,
se admiran y, ¡milagro!, repitiendo,
van a llamar al médico corriendo.



La primera historia conventual de El jardín de Venus es «El reconocimiento», sobre un hombre que logra infiltrarse en un convento de monjas y robar el virgo de las religiosas. La situación cómica se da al final, cuando la abadesa, advertida de la preñez de sus pupilas, decide convocar una rueda de reconocimiento para descubrir al causante de tal embrollo. A esta composición seguirán otras como «El voto de los benitos» y «La receta», que tienen como escenarios un convento y un monasterio, respectivamente. Tampoco faltan en la colección alusiones a la sodomía, que campa a sus anchas en «El piñón», aunque con dolorosas consecuencias para quien la practica. Ahora bien, uno de los mayores aciertos de Samaniego lo encontramos en «El conjuro», donde se demuestra que, donde no bastan exorcismos, se pueden emplear prácticas más naturales y expeditivas para expulsar al diablo del cuerpo de una joven moza:


Mientras que así se holgaba el lego diestro,
a la casa volviendo su maestro,
vio que en la barandilla
de la escalera, puesto en la perilla,
estaba encaramado
el diablo, confundido y asustado,
y díjole riendo:
-¡Hola, parece que saliste huyendo
del cuerpo en que te hallabas mal seguro,
por no sufrir dos veces mi conjuro!
Yo me alegro infinito;
mas, ¿qué esperas aquí? ¡Dilo, maldito!
-Espero, dijo el diablo sofocado,
que sepas que tú no me has expulsado
de esa pobre mujer por conjurarme,
sino tu lego que intentó amolarme
con su tercia de dura culebrina,
buscándome el ojete en su vagina,
y pensé: ¡Guarda, Pablo!,
propio es de lego motilón ladino
que no respete virgo femenino,
¡pero que deje con el suyo al diablo!



En otro de los cuentos, «El cabo de vela», al anticlericalismo, una de las constantes de toda la colección, y al contenido erótico se le añade el humor negro o macabro -tan propio, por otra parte, de la tradición hispánica-. En este caso, lo cómico procede de la situación, pues una anciana se dirige a misa, tropieza y se le cae la vela que llevaba; en lugar de la vela, recoge del suelo lo que el lector descubrirá a continuación:


los mozos practicantes
del Hospital cortaron con destreza,
en la disecación, la enorme pieza
de un soldado difunto
y, para mantenerla en todo el punto
de su hermoso tamaño,
con un cañón de estaño
la llenaron de viento;
en seguida el pellejo al instrumento
con un torzal ataron
al corte, y como nuevo le dejaron.
Jugaron luego al mingo
con él, y cada cual daba un respingo
cuando se lo tiraban
los unos a los otros que allí estaban,
siendo de tal diablura
objeto su grandísima tiesura.
Después que se cansaron,
a la calle arrojaron
de su fiesta el prolífico instrumento.



El componente escatológico tampoco podía estar ausente de este jardín de Venus. Así, en «El ciego en el sermón», por ejemplo, uno de los protagonistas recibe en la cara los residuos de un discípulo de Onán, personaje del Génesis a quien Dios castigó por echar su semen en tierra:


Al tiempo que la empresa concluía,
el glutinoso humor que despedía,
ardiente como fuego,
en los ojos cayó de un pobre ciego
que escuchaba el sermón allí debajo,
y exclamó: -¡Jesucristo, y qué gargajo
me has echado, que pega cual jalea!
¿No ven que estoy aquí? ¡Maldito sea
y ciego como yo quede del todo
quien sin mirar escupe de ese modo!



Esa misa sustancia va a ser uno de los motivos centrales de «La linterna mágica», «La reliquia» y «Las tijeras del fraile». En el segundo caso, además, el tema del onanismo aparece acompañado por la figura del confesor, uno de los tipos más empleados por Samaniego. Muy divertido resulta también el contenido irreverente de «La fuerza del viento», donde el autor pone en un serio aprieto al aldeano que hace de Cristo en la representación de la Pasión:


-Padre, el juicio sin duda le ha faltado.
¿Qué viento corre aquí?, ¿qué berenjena?,
¿las tetas no está viendo a Magdalena?
Hágala que se tape,
si no quiere que el Cristo se destape
y eche al aire el gobierno
con que le enriqueció su Padre Eterno.



Hay un tema que, apenas presente en El jardín de Venus, resultaba habitual en la literatura picaresca de los Siglos de Oro; me refiero a las tretas de que se valían los estudiantes para poder disfrutar de los servicios de las meretrices sin tener que desembolsar un duro. Ése es precisamente el argumento de «El ajuste doble». A veces, la carcajada no la produce la situación, sino la ruptura de expectativas. Así ocurre en «La poca religión» -también en «Las gollerías», de ambiente monacal-, donde el marido burlado, que está presente en los escarceos amorosos de su esposa, que es prostituta, se indigna por algo que nada tiene que ver con la infidelidad descrita:


-Hombre, no se levante,
que a mí no me ha ofendido
porque con mi mujer dormir pretende;
sólo la poca religión me ofende
con que, habiendo apagado
la luz, en un momento
no diga: «Sea bendito y alabado
el Santo Sacramento».



El dios Príapo es el desdichado protagonista de «Al maestro, cuchillada», donde se narran las desventuras vividas entre varias comunidades de religiosos y religiosas, que culminan, no obstante, cuando un cardenal, excitado por su presencia, pretendió conocerle en sentido bíblico. En otros cuentos, tal es el caso de «El raigón», «El sueño», «Cualquier cosa», «El matrimonio incauto» o «La procuradora y el escribiente», los niños juegan un papel fundamental como testigos de las luchas amorosas de sus mayores y como descubridores de ciertos engaños. Tras «Al maestro, cuchillada», Samaniego recupera el tema mitológico en «Diógenes en el Averno», composición que parece haber bebido directamente del Apocalipsis y de la Divina comedia, reinterpretadas en clave exclusivamente erótica.

El tema central de la «La medicina de San Agustín», el casamiento desigual, parece extraído de una comedia moratiniana. Muy lejos del propósito moralizador, la joven esposa sobrelleva la ancianidad de su esposo consolándose con el confesor que la visita periódicamente. No escatima Samaniego en ciertos detalles escatológicos a la hora de ridiculizar a ese «viejo verde»:


Y aquí, lector, no cuento
lo que también contó de un sordo viento,
fétido y asqueroso,
que expelía en la acción su anciano esposo,
caliente y a menudo;
mas por mí no lo dudo,
porque la edad en tales ocasiones
afloja del violín los diapasones.



Otro de los motivos más reiterados a lo largo de El jardín de Venus es el de la potencia sexual de los jerónimos, tema central, ya desde el título, de «Once y trece». Y, en cuanto a los escenarios más veces visitados por Samaniego, destaca por encima de todos el confesionario, presente en «El cañamón», «El modo de hacer pontífices», «El panadizo», «A Roma por todo» y «El onanismo». En estos dos últimos el efecto cómico se produce gracias a las respectivas salidas del confesor; reproduzco ambas:


-No haré, replicó el payo,
que huele a capuchino vuestro sayo;
pero a mí me han perdido
las equivocaciones:
sin luz, medio dormido,
he compuesto en diversas ocasiones,
lo mismo que a mi madre a mis cuñadas,
y todas cuatro están embarazadas.
Si el cargo no se toma
Su Reverencia, padre, de absolverme,
me costarán mis culpas ir a Roma
y no sé en mi pobreza cómo hacerme.
A lo que dijo el fraile: -¡Pobrecito!,
todavía no es tiempo. Corre, hijito;
ve y compón a tu padre, y de este modo
irás a Roma de una vez por todo.




-¡No más!, el mozo exclama,
queriendo disculparse.
Esta maña no debe graduarse
en mí de culpa, padre. Yo lo hacía
porque veo muy poco, y me decía
mi primo el sastre que se le aclaraba
la vista al que retreta se tocaba.
Aquí con mayor ira
el fraile replicó: -¡Todo es mentira!
Si fueran ciertos esos formularios,
las pulgas viera yo en los campanarios.



De acuerdo con estas constantes temáticas se van desarrollando todos los cuentos del volumen. Algunas historias, como las de «Los nudos», «La paga adelantada» y «La discípula», parten del miedo que sienten las jóvenes casaderas a la noche nupcial. Otras, como la de «El ¿pues y qué?», tienen como motivo central la insatisfacción sexual de la esposa. En «Diálogo entre un tío y un sobrino», por ejemplo, hay una reescritura en clave lúbrica del tópico de menosprecio de corte y alabanza de aldea. Con todo, uno de los mejores relatos es «Las bendiciones en aumento», que incorpora un elemento sobrenatural -un anillo mágico- a las peripecias eróticas. He aquí los dones que otorga la mentada reliquia:


Toma; ponte al momento
en la derecha mano
este anillo que tiene virtud rara,
pues todo miembro humano
que bendigas con él crece una vara
a cada bendición rápidamente,
pero, puesto en la izquierda, prontamente
mengua lo que ha crecido
por la mano derecha bendecido.



Gracias a ese anillo mágico, el protagonista logra contentar a su esposa, pero la situación se complica cuando lo deja olvidado en una fuente pública y el obispo del lugar se lo enfunda en su mano derecha:


Al tiempo que a su coche se volvía,
un pasajero le hizo cortesía,
a que el obispo corresponde atento
con una bendición; y en el momento,
saltando el alzapón de sus calzones,
ve salir de sus lóbregos rincones
un matamoscas largo de una vara
que igual entre mil monjes no se hallara.
Su Ilustrísima, al verlo, con el susto
se empezó a santiguar como era justo;
pero, mientras más daba en santiguarse,
más veía aumentarse
por varas a la vista
su avión, sin saber en qué consista.
Los pajes al obispo rodearon
y a sostener el peso le ayudaron
de aquella inmensa cosa,
encubriendo la mole prodigiosa
con todos sus manteos y sotanas;
pero estas diligencias eran vanas,
porque, apenas un nuevo pasajero
se quitaba el sombrero
viendo el obispo, y él le bendecía,
cuando otra vara el avión crecía.
Por fin, cerca la noche,
como mejor pudieron a su coche
llevan al ilustrísimo afligido;
pero, para que fuese en él metido,
el cristal delantero le quitaron
y así la mitad fuera colocaron
de aquel feroz pepino,
semejante a una viga de molino.



Lo excrementicio encuentra su mayor apogeo en «Los calzones de San Francisco», donde un confesor, extralimitándose en sus funciones, se deja abandonados en la alcoba de una de sus feligresas unos calzones ilustrados con perlería. El marido, al descubrirlos, acude enseguida en busca del religioso para pedirle explicaciones, pero el tornero del monasterio logra burlarlo gracias a su ingenio:


-¡Ay, hermano!, han perdido su tesoro.
-¿Cuál era?
-Una reliquia peregrina
por la que hay en el coro disciplina.
-¿Cómo ha sido?
-Esta noche la han llevado
para una enferma y la han extraviado
no sé de qué manera.
-¿Y qué reliquia era
la que causa tan grandes aflicciones?
-Eran de San Francisco los calzones.
-No es el remiendo de la misma tela,
muy bien pegado está, pero no cuela:
yo traigo aquí guardados
unos calzones puercos y sudados
de un fraile picarón, que con vileza
me ha compuesto esta noche la cabeza.
Mírelos bien atento,
dibujados con manchas de excremento.
¿Le parece que un santo así tendría
los calzones con tanta porquería?
-Ésos son, el portero dice ufano,
quitándoselos luego. Cese, hermano,
¿cómo en su mente cabe tan injuriosa idea?
¿Pues acaso no sabe
que murió San Francisco de diarrea?



A partir de «El dios Escamandro», el contenido erótico de los relatos se atenúa, e incluso en «El pastor enamorado» desaparece por completo en favor de una lectura irónica del género pastoril: «Responda Melibeo / al poeta, y en tanto / nadie entregue sus cabras / al pastor que estuviese enamorado». No faltan en estos últimos compases del volumen algunas composiciones de rimas interrumpidas. Ése es el caso de «El fraile y la monja»:



Hallándose cortejando
cierto fraile a una monjita,
mientras que la requebraba
le enseñaba su pi...
su pipa con que fumaba.

La monja, como era lega
y profesaba al otoño,
rabiaba por darle entrada
y le enseñaba su co...
su copo con que ella hilaba.

El fraile, como enojado,
la dijo con disimulo:
-No fuera malito, hermana,
soplárselo junto al cu...
al cubo que saca el agua.

La monja, como agraviada,
le dijo sin agasajo:
-Váyase el fraile a la mierda
que le cortase el cara...
el caracolito que rabia.



Con estos versos concluye nuestro recorrido por las flores más bellas y olorosas de este particular jardín de Venus. Para referirse a este tipo de obras, la crítica suele hablar de «literatura venérea» o, más jocosamente, de «libros para ser leídos con una sola mano». En realidad, ambas denominaciones se dejan contaminar por el propósito satírico-burlesco que preside estas obras. Ese fin las aleja de ese infierno literario que es la literatura pornográfica en sentido estricto, cuya finalidad no es artística sino física. Resulta paradójico, como afirma Ernesto Jareño, que «el escéptico y volteriano, con ribetes de libertino, que fue el hombre [Samaniego], [sea] hoy tenido [...] por un espíritu moralizador y aun moralista»9. Cuentan que, al final de sus días, Samaniego dispuso que se diera al fuego su literatura erótica, imitando en esto a Virgilio, quien dejó órdenes explícitas de quemar la Eneida, lo que impidió Augusto. De haber ocurrido así, la literatura española no habría perdido una obra fundamental, pero Samaniego se hubiera quedado sin su «cara oscura» y nosotros sin esta poesía entendida como juego y diversión.





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