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Las grandes estructuras de la música

Adolfo Salazar



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Primera edición, 1940
Queda hecho el depósito que marca la ley. Copyright by
La Casa de España en México.
Impreso y hecho en México
Printed and made in Mexico
por
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA



Primera edición, 1940
Queda hecho el depósito que
marca la ley. Copyright by
La Casa de España en México.
Impreso y hecho en México
Printed and made in Mexico
por
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Av. Madero, 32

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portada

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A Daniel Cosío Villegas

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Todo el mundo ve los materiales que tiene ante sí: solamente el que tiene algo que decir descubre su contenido, mientras que la forma sigue siendo un secreto para la mayoría.


GOETHE                


Me siento obligado a advertir al lector, desde esta Introducción, que no ha de hallar en el presente volumen ningún hecho peregrino; nada que no haya sido anteriormente objeto de estudio y consideración por parte de los especialistas; y que, por lo tanto, no son insólitos frutos de laboratorio los que aquí expongo, sino, antes bien, hechos sabidos y comprobados, aunque enfocados, esta vez, bajo un ángulo, que les presta diferente sentido.

Porque no se trata de volver a presentar una serie de hechos seguramente conocidos para todas las personas de cultura general, sino que lo que me propongo es interpretarlos, hallar su significado desde el doble punto de vista del sentido humano en su tensión hacia la efusión lírica y de la interna organización de este sentido merced a la influencia del espíritu de la Música.

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Mi intención es exponer en estas páginas los antecedentes de las grandes estructuras1, de las organizaciones fundamentales del arte sonoro desde sus tiempos más remotos hasta el momento preciso de la aparición de los primeros documentos sobre los cuales es posible ejercer ya una discriminación crítica. Es, pues, la función musical dentro de las sociedades primitivas lo que me interesa. Un fondo general mantiene esa función en todas las sociedades: el solar humano, la común base inalienable a toda sociedad organizada, de la cual emanan las aspiraciones que conducen hacia las formas de arte a través de las más elementales -por lo radical de sus elementos- organizaciones sociales: la magia primitiva, la religión, el pueblo.

En todas ejerce la música una función sustancial, una función tan inequívoca que sin ella esas tres grandes líneas de la estructura social parecerían mudas. El templo: bien la escena abierta a la encantación mágica, bien el sacro recinto donde una casta sacerdotal venera al Espíritu que, como el Dios de Abraham, ha hecho un pacto con su pueblo elegido; el teatro: la escena donde se representa el divino drama ritual, escena religiosa claramente unida por sus reminiscencias a la anterior etapa mágica; en fin, el pueblo, escena e intérprete, a la vez, de su propio drama, y que es una organización   —XI→   social más tardía de lo que se supone, Pero cuya raíz ha bebido la savia de los terrenos sociales que ha precisado atravesar: el plano mágico y el plano religioso.

Lo que intento describir en este libro es ese solar humano, el alma primitiva sobre la que se vierte el espíritu de la Música antes de la Música, en íntima conjugación con la palabra y el gesto: trinidad y unidad que viven en todas las culturas, en todas las civilizaciones, como inmediata manera de hacerse presente el Espíritu, el dios que llevamos dentro de nosotros mismos y al que creemos fuera porque las cosas nos ofrecen de él un eco sonoro.

No es una historia, ni una prehistoria de la Música lo que presento aquí, sino más bien una introducción a esas disciplinas concretas. Es el alborear de lo que en ellas se estudia; los largos tanteos anteriores a la concreción de las formas, a su definición dentro de un concepto de obras de arte. El concepto arte, la palabra arte, no habían nacido todavía en esas épocas tempranas: pero la ansiedad que lo presentía latía ya inequívoca en el alma de la Humanidad. La Humanidad, a través de sí misma, de sus propias experiencias, buscaba el arte; inquiría la vasija donde insuflaría lo mejor suyo: su espíritu; ese aliento que recibió directamente de la divinidad y por el cual son inmortales los humanos.

Se me ha indicado la conveniencia de añadir al final del volumen una bibliografía sucinta que pueda orientar a quienes deseen penetrar más a fondo en las materias descritas. Creo poco en la eficacia de las bibliografías, las más veces, puro y fácil aparato de erudición   —XII→   basada por turno en otras bibliografías que, como dice un escritor alemán, el especialista no ha menester y el lego no puede utilizar. Sin embargo hay dos libros que yo he consultado abundantemente y que pueden ser de utilidad real al lector interesado por subsiguientes profundidades: es uno el de Jules Combarieu: La Musique et la Magie (Études de Philologie Musicale. III. París, 1909) cuyas principales doctrinas se condensan en su muy conocida Histoire de la Musique (Vol. I. París, 1913). El otro no es sino la admirable serie de volúmenes sobre la Magia y la Mitología de todos los países, singularmente los clásicos y los del Oriente anterior de Sir J. G. Frazer; volúmenes cuya sustancia se encuentra en la edición en uno solo de The Golden Bough, (A Study in Magic and Religion), publicado en Nueva York en 1922. El manual de Curt Sachs sobre La Música en la Antigüedad (Barcelona, 1927), aunque breve, es muy sustancioso y puede completar al lector con detalles precisos que yo no he creído oportuno traer a este libro mío donde me ocupo principalmente de la idea general latente en grandes ciclos de cosas o hechos.

Las ilustraciones insertas al final de ese librito son recomendables, pero el lector que sienta este interés arqueológico e iconográfico debe consultar el espléndido volumen de Georg Kinsky, A History of Music in Pictures (en alemán, Leipzig, 1929; o en inglés, Londres, 1930-37) al que me remito con frecuencia. Finalmente, por lo que se refiere a la música popular, o mejor dicho, al Folklore de los pueblos primitivos y de los pueblos de alta cultura del Oriente remito al lector a la contribución   —XIII→   de Robert Lach al Handbuch der Musikgeschichte de Guido Adler (Berlín, 1930) y al tan breve como precioso estudio de Robert Lachmann sobre Música de Oriente (Barcelona, 1931).

México, mayo, 1940

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SUMARIO GENERAL

Primera parte

LA MÚSICA EN EL TEMPLO

Sentidos receptivos y sentidos comunicativos. La Música y la Danza en las representaciones prehistóricas. Lo sobrenatural sonoro. Los espíritus y su servidumbre a la Magia. El encantamiento. Fórmulas de conjuro. La imitación mágica. Danzas y cantos mágicos. Proceso ritual. Evolución de la Magia. Proceso religioso. Mago y sacerdote. Vinculación de los instrumentos musicales a las divinidades. Culturas guerreras o varoniles. Culturas agrícolas o femeninas. Sus ritos. Su organización musical. Danza y gesto. Palabra cantada y poesía en la Grecia primitiva. Canto y encanto. Mímica ritual. La cheironomía en el templo egipcio.

La Música en el templo israelita. Supervivencia y superstición. Los salmos y su procedencia mágica. Hacer-hechizo. La invocación en la religión judía y en la cristiana. Mover y conmover. Fórmulas ternarias: primer proceso de construcción melódica. Conjuro y oración. El ritual cristiano y su simbolismo. El agua. El fuego. El incienso. El altar: tumba y mesa. Transmisión de las divinas sustancias. Banquetes rituales. Mitos cereales y mitos solares. Sentido humanista de la evolución mística y religiosa. La Música en los templos egipcios, babilonios y asirios. Siria y Palestina. Sus instrumentos y su simbología. Literatura y música en la Biblia. El canto responsorial y antifonal. Su permanencia en los ritos judaicos y cristianos. La música del templo de Jerusalén. Su sistema modal y los modos griegos.

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Segunda parte

LA MÚSICA EN LA ESCENA

Teatro, ara, altar. El mito de la muerte del año y de la muerte del dios. Pasión, muerte y resurrección. Simiente. Descenso al Hades. Resurrección floreal. Imitación mágica en la representación de la vida del dios. Las divinidades cereales: Osiris, Thamuz, Adonis, Attis, Adonai, Cristo. El sparagmos. La sustancia divina es ingerida por los fieles. El mito de Osiris. Los árboles-dioses. Culto sacerdotal y popular de Osiris. Fiestas para su enterramiento. La Semana Santa. Los jardines de Osiris. Isis-María. El ritual de Adonis. Palestina y Chipre. Las Santas Mujeres. Trenos y lamentaciones. Astartea, Isis y Afrodita. Flores para Adonis. Los animales representativos del dios. El buey Apis. El Minotauro. La taurokathapsia. Creta. Animales bíblicos. El cordero pascual. La fiesta del carnero. El chivo de Dionysos. El culto de Dionysos y los albores del teatro en Grecia. Pasión, muerte y resurrección de Dionysos. Su simbolismo vegetal. Las dos formas del teatro dionisíaco. Tragedia o historia del sparagmos del chivo-Dionysos. Comedia, o fiesta de la resurrección y la fecundidad. Rito y estructura del drama primitivo. El ditirambo. Acción y lirismo. Lo que se ve y lo que se oye. El treno, junto al sepulcro. Ai Linos. El peán, jubiloso. Su papel resucitador. El estribillo, persistencia de la fórmula mágica invocatoria. El cortejo del dios. Sus danzas.

Acción y lirismo. El culto a Dionysos y el culto a Apolo. Concursos líricos en honor de Apolo. Música para cítaras. Fiestas apolíneas en Delos y en Delfos. Los nomos: de Terpandro y Sakadas. Los juegos Píticos. Juegos en honor de otros dioses. Agonos en honor de Palas. Las panateneas. Carácter religioso y político de los agonos. Desarrollo de la música lírica. Esplendor y decadencia.

Las grandes fiestas dionysias. Partes del teatro griego. Escena y orquéstica. Extensión del drama dionysíaco. Otros argumentos. Los coros y su organización. Cualidades atribuidas a los modos y a los ritmos. Las danzas corales y unipersonales. La cheironomía en la danza griega y oriental. Instrumentos helénicos. Su origen y desarrollo de su arte. Técnica de la escena. Desarrollo de los géneros dramáticos. La máscara y su significación. Los juegos pre-romanos. El influjo de la cultura griega en el Lacio. El histrión y el juglar. Géneros del teatro latino. La comedia de Plauto y el espíritu popular. La cantica, suprimida por Terencio. El mimo. Divorcio entre   —XVII→   la palabra, la danza y el canto. Su evolución específica. Las pantomimas. El títere como intérprete. Antigüedad de las marionetas. El teatro religioso medieval. Aportaciones populares. Decadencia del teatro romano. La nueva Era. Cambio paulatino en las costumbres y en la conciencia social. La Iglesia y el imperio. Persistencias paganas. Teatro monástico en lengua vulgar.

Tercera parte

LA MÚSICA EN EL PUEBLO

Agente y autor en el arte popular. Creación colectiva. Formación colectiva del idioma. La etimología. Jeroglífico, numeración y alfabeto. Sentido figurado de los nombres. Persistencia por medio de la escritura. La tradición. El Folklore. Distinción entre el área popular y lo folklórico. Los conocimientos sistemáticos. Arqueología y folklore. La invención. La extensión del arte en zonas populares. Lo popular en la Edad Media. Cronología aproximada del folklore en las épocas prehistóricas. Residuos folklóricos en la cultura moderna. Proceso del canto colectivo. El rito. El canto mágico. El canto religioso. El canto popular. Carmen y carmina.

Primitiva fusión de la palabra: el canto y la danza. Qué se entiende por pueblos primitivos. Doble método de estudio en el folklore. Condiciones constantes en el canto folklórico. Distancia vocal e intervalo armónico. Grupos melódicos. Escalas defectivas. Génesis de los modos. Construcción melódica. Esquema de la danza. La repetición en la música eclesiástica. Ejemplos de construcción en las fórmulas mágicas. Ethos de los modos y ethos de los ritmos en la Edad Clásica. Su persistencia en la Edad Media. En Salinas. En la Pléyade. Orfeo en el Renacimiento italiano. Géneros líricos secundarios. Las canciones de oficios. El refrain o estribillo. Vocales invocativas o mágicas. Etnología e historia. Sus deducciones. Adherencias sucesivas en el folklore. Su eliminación. Cómo pervive la canción folklórica.

Apéndice: Nota sobre los límites y contenido del Folklore.





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ArribaAbajoPrimera parte


ArribaAbajoLa música en el templo

Cuando tendemos nuestra mirada por la faz del ancho mundo o cuando con otra forma de mirada más aguda e intensa recorremos idealmente el inmenso paisaje de la Historia encontramos que, tanto en el mundo de hoy, con su diversidad dentro de la unificación que la cultura moderna impone, como en la multiplicidad infinita de culturas pasadas, aparece persistentemente un agente sin el cual no es posible comprender forma alguna de sociedad ni aun de organización humana. En un mundo que desarrolla su existencia bajo la luz solar, habrá de existir, incuestionablemente, un sentido que sirva de órgano de percepción, sentido sublime entre todos y por el cual la maravilla del mundo en la inagotable variedad de sus formas nos llega a la inteligencia. El mundo, en la belleza o en el horror de sus objetos plásticos, nos entra por los ojos, todo él bañado en un fluido luminoso que recoge para trasmitirlo a nuestra conciencia el sentido de la vista.

Mas el mundo no está inmerso solamente en el océano luminoso. Un nimbo sonoro vibra en derredor suyo y se ha supuesto que todos los mundos que la vista alcanza a ver se bañan en análogas atmósferas sonoras. Si la vista es el sentido de percepción por excelencia, el oído es el sentido de comunicación: sentido de función doble, porque recibe la minuciosa combinatoria del mundo sonoro para enviarla a nuestro yo profundo y   —2→   alimenta, ademas, la facultad que está en nosotros de hacernos sonoros, de retorno. Basta a las cosas estar sumergidas en la luz para que nosotros las percibamos, si no nos aqueja el mal tremendo de ceguera. Pero no nos basta con no estar ciegos del oído, con no estar sordos, para comprender los mil matices del mundo sonoro, salvo los ruidos más elementales que se producen en la Naturaleza. Las cosas hablan por sí mismas, en el lenguaje de sus formas. El lenguaje sonoro supone, precisamente, esa capacidad de simbolización y de coordinación de símbolos abstractos que es lo que eleva al ser humano sobre el animal y aun al hombre sobre el hombre. Las cosas, se ha dicho, tienen su lenguaje; pero el lenguaje es lo propio del mundo de los sonidos en sus especies diversas. Por un sutil arte combinatorio al que se inyecta el misterioso fluido psíquico de la significación los sonidos combinados entre sí, tras de milenios de afán, ascienden a la doble cima en donde culmina el sentido del oído, el sentido comunicativo por antonomasia: el lenguaje de las sílabas articuladas y el lenguaje de los sonidos llamados musicales. Aquel crea los idiomas; este otro, las músicas. O, si se quiere: el Habla y la Música: doble aspecto de la estructuración sonora empapada de significación espiritual que constituye el lenguaje.

Junto a los sentidos de la vista y del oído cuyo venir del mundo a nosotros y cuyo ir de nosotros al mundo establece su corporeidad material y espiritual en sus tres dimensiones, los otros también llamados sentidos apenas parecen pasar más allá de una servidumbre de la que sólo comienzan a redimirse cuando gusto, tacto y olfato dejan de ser estrechos subalternos de la Fisiología por una convención amable que presta a sus nombres cualidades modestamente eudemonológicas. Pero no es por este subterfugio por lo que el gusto, el olfato y el   —3→   tacto refinan su gruesa calidad de sentidos inferiores, sino mediante el ejercicio inteligente de su propia facultad vinculada a valores que se estiman superiores a otros obviamente vulgares: alquitaramiento éste, de los sentidos, que alcanza no menos a aquellos otros dos sentidos nobles, pero por caminos tan prolijos de definir que, como por otra parte son harto conocidos, hacen inútil en este momento un análisis más ceñido.

Porque el propósito de este introito no es sino el de reconocer la evidencia y no lo sorprendente del fenómeno que los antropólogos encuentran cuando se topan con los primeros signos de la organización social en los estratos más viejos de la Prehistoria; a saber: la presencia de un lenguaje musical, esto es, de una simbolización del sonido producido por instrumentos (que se han encontrado: lo cual induce, sin riesgo, a pensar que el hombre utilizaba asimismo los sonidos que puede emitir con boca y garganta) y aun más, de una coordinación de los sonidos estrechamente paralela a movimientos corporales: tanto más simple sea esa coordinación, tanto más rudimentaria sea esa sucesión de movimientos, tanto más clara y más firme será su euritmia, y esta simplicidad estructural va de par con las primeras apariciones del sentido plástico creador: o se trata de imitaciones de un modelo vivo o se trata de combinaciones regulares de líneas abstractas; doble manifestación que inequívocamente conduce a la doble faz de toda música en todos los tiempos, desde estos por tal modo remotos: la música como expresión de algo y la música como puro goce combinatorio. En un principio: la danza con un significado especial y la danza como estética del movimiento. Otro tanto cabría decir de la música de sonidos producidos con instrumentos o con la boca. Prescindamos del segundo aspecto, por ahora:   —4→   veamos, por ser mucho más elocuente y por existir testimonios fehacientes, el primero.

Cuando las mujeres que danzando en torno de un mancebo en las pinturas rupestres de Cógul, en Lérida2, admiran su virilidad preponderante, no puede decirse que dancen para imitar nada. Su propósito se muestra, asimismo, con suficiente evidencia. Pero, ¿por que no atraerse cada una de aquellas al favorecido doncel, ya merced a lo convincente de sendos encantos ya por   —5→   otros ardides que la mujer de la edad de piedra debió de conocer al dedillo como la mujer de las restantes edades, y por qué la fiesta o el rito de una danza en corro? Hay, de fijo, en este simple hecho algo sorprendente: que existe una organización artística de movimientos y que se esperan determinados productos de su exhibición. ¿Había en esta exhibición algo más que movimientos coordinados?; es decir, ¿aquellas mujeres, con sus faldas pudorosas, intentaban llamar la atención del mancebo hacia escondidas bellezas? Es muy posible, puesto que la danza de todos los tiempos ha venido haciéndolo de este modo. Pero, ¿por qué hacerlo en plural, en serie y a ritmo? Dejemos a un lado la técnica del amor: lo que nos importa sobre todo, es comprobar que la danza tiene ya, en esta etapa tan primitiva, una función ritual.

Ritual y no solo imitativa, como ciertas danzas que imitan el juego, los coqueteos, la anhelada satisfacción de una pareja de amorosos danzantes. Mientras que, cuando los varones se disfrazan con el pelaje, la cornamenta de los animales que desean cazar, danzan también, imitan en su disfraz. Su danza, en cambio, aunque simple, es de la misma cualidad que la de las féminas en corro, y tan específica. Quizá las mujeres puedan conseguirse al varón (por turno, bien entendido) tras de caer rendidas y al cabo de haberle excitado mostrándole la variedad fugaz de aquella rueda de encantos. Pero, ¿habrían de dejarse cazar mejor los ciervos y los bisontes por el hecho de que los contrahechos flechadores les ofreciesen un atractivo espectáculo? Sabemos bien que estas danzas, que todavía persisten en pueblos de culturas primitivas no estaban destinadas a exhibirse ante públicos tan poco curiosos de saltaciones como asustadizos o agresivos. La razón de la danza está, pues, en otra parte.

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Pronto la encontraremos. Por ahora, vamos a preguntar a los arqueólogos por la música de esas danzas. Pues que está claro que la había, ya que los dos sentidos comunicativos no se avienen a la soledad, sino que requieren su mutua compañía. Y es sabido que entre los útiles más primitivos han aparecido algunos, muy simples, pero que no por simples dejan de ser instrumentos musicales: cuando en el día de hoy Frobenius se encontró en el corazón de África con un melancólico soñador que se hacía música a sí mismo tañendo con los dedos o con un arquillo una laminita vibrante que sostenía entre los dientes, muchas gentes se admiraron al presenciar el descubrimiento de tan simple, tan elemental instrumento. No sabían, desde luego, que el aparatillo es viejo como el mundo y que entre mil nombres tiene el muy difundido de arpa del judío y el menos vulgar y más organológico de guimbarda.

Palitos o huesos que se entrechocan y que producen diferentes sonidos según que estén macizos o huecos. Huesos agujereados al soplar por los cuales ese soplo humano se convierte en sonidos especiales más o menos roncos o silbantes, tanto como cuando se sopla en cañas huecas. Mandíbulas de animales que frotadas entre sí dejan oír un ruido áspero, irritado, se diría. Laminillas de hueso delgadas que sujetas por una extremidad con una hebra silban si se las imprime un movimiento de rotación. El silbido es tanto más penetrante cuanto que el movimiento es más rápido: principio de emisión sonora que el hombre primitivo observa conjuntamente con el hecho de que el sonido que producen huesos y cañas está en relación con las dimensiones del tubo. Más tarde observa que lo está también con la posición del agujero en ese tubo, y unas veces lo perfora en sentido longitudinal y otras en sentido transversal: el camino para los instrumentos de soplo está abierto así; pero   —7→   cuando de una caña seca se desprende una hebra y la pulsa, estando en tensión, un nuevo sonido se produce: el arpa va a nacer de allí a poco. Ya no es el viento susurrante que agita los cañaverales y hace mugir temerosamente los bosques o el agua que resuena gentil o profunda en el fondo de las cavernas: es él mismo, el hombre, el que va a saber despertar a esos agentes misteriosos que duermen en el seno de los objetos, va a convocarlos y a conseguir emular, a su albedrío, los ruidos ominosos de la Naturaleza, la Gran Misteriosa.

Ninguno de nuestros sentidos, aunque haya algunos más lentos y perezosos que otros, es solamente receptivo. A través de todos ellos, y de muy diferentes maneras, podemos también nosotros hacernos presentes en el mundo. Los sentidos no nos sirven sólo para percibir el vasto mundo (mucho menos vasto cuando la humanidad era joven, pero quizá más agudo, como los sentidos mismos, según observamos hoy en los animales), sino también para hacernos presentes en él. Emitimos una proyección olfativa, un retrato carnalmente perfumado que solivianta al animal en celo; promesa gustosa de la cual conserva metafóricas expresiones el lenguaje moderno (dulce y sabrosa Melibea... ) y ante la turgencia de senos o caderas, la vista ansiosa adelanta los placeres del tacto: aquellas féminas provocantes que danzan ante el púber novicio en la cueva de Cógul no hacían, a buen seguro, otra cosa. Pero esas proyecciones hechas elocuentes por su significado sensual no pasan de un grado simple de mera emanación sensorial. Sólo la vista y el oído pueden organizar las suyas en un grado superior porque esa organización está dictada por la inteligencia y porque su significación está elevada a una segunda potencia: un olor es solamente un olor, aun cuando el instinto interprete: manzana, o sexo; pero un gesto puede alejarse considerablemente   —8→   ya de su origen corporal. Las mujeres de Cógul no sólo transmiten al joven varón sus efluvios sino que los envolvían en una serie de movimientos los cuales, aunque tuviesen un primer sentido de oferta, estaban combinados en una serie, por razón de cuya sucesión organizada cobraban un nuevo valor. El gesto comienza a estilizarse; de la pura mímica con significado directo se asciende a una perspectiva más dilatada en la cual ese primer significado no es ya el fin, sino simplemente el origen. Ese fin va a recaer más lejos, en una órbita nueva y trascendente. Con tanta mayor razón que el lenguaje de los gestos estilizados, lo hará el lenguaje de los puros sonidos, cada vez más lejanos de su original sentido de hambre, pavor o complacencia.

Es nuestro yo íntimo quien los emite, según el imperativo del momento. Mas, a veces, ¿somos en realidad nosotros mismos? ¿No emitimos gritos, sollozos, lamentos, no saltamos y brincamos sin saber netamente por qué? ¿No nos desdoblamos en el sueño? (Ignoro si los psicólogos se han hecho la pregunta de si soñaba el hombre primitivo.) ¿No habrá algo dentro de nosotros que nos hace producir sonidos roncos, o aflautados, amables o repulsivos, sin que nosotros intervengamos directamente en esa cualidad? ¿No habrá algo o alguien dentro de nosotros que será el agente de todo ello de la misma manera que hay algo o un alguien dentro de los huesos agujereados y de los carrizos huecos? El hombre primitivo no danza, no organiza la sucesión sonora todavía por placer. Danza, sobre todo, cuando está poseído, y el ser extraño que lo posee debe de ser pariente cercano del que habita en su pecho o en el seno de los objetos que producen sonidos singulares. Hay, pues, una tercera persona que no es ni el yo que produce el sonido o el gesto, ni el tú a quien ambos van disparados. Hay un él incomprensible y misterioso, que tiene diversas   —9→   maneras de mostrarse: amigable o irritada, favorable o adversa. Y este descubrimiento de esa tercera persona invisible y presente en todos los actos de nuestra existencia es una de las más sublimes fechas en la historia de la humanidad. Fecha inmensamente remota y, con todo, aún presente. A la altura de hoy, casi mediado el siglo que denominamos XX, ese tercer agente invisible sigue exigiendo presentes, holocaustos, sacrificios, acciones de sumisión y de alabanza; aún se nutre con los corazones palpitantes de la juventud en flor y sus sacerdotes se estremecen aún voluptuosamente cuando sienten correr sobre sus omoplatos la sangre perfumada por la Primavera.

¿Dónde reside ese ser aéreo y sin sustancia aprehensible? Está claro. Reside dentro del propio objeto. Es él quien lo hace resonar cuando lo despierta nuestro soplo. Si yo soy tan hábil que sé convocarlo cuando me place, agitarlo en diversas modulaciones cuando lo deseo, está claro, asimismo, que seré su dueño. Puedo dominarlo, domesticarlo, guardármelo en el bolsillo... Mas no; aunque yo pueda convocarlo a voluntad él sigue siendo un ente respetable por su propio misterio. A veces se resiste al conjuro. Tiene, de seguro, voluntad propia. Es tan peculiar de él poseer esas cualidades excelsas, que yo le debo todo género de respetos. Deberé guardar cuidadosamente el objeto medium dentro del cual el espíritu reside (pues que espíritu es, ya que todo lo que podemos saber de él es que se compone de aire y movimiento). Colocaremos el objeto en un sitio especial, resguardado. Nadie sino quienes saben convocar al espíritu deben tener acceso a ese recinto, que de este modo pasa a ser un recinto sagrado. Nuestra capacidad de hacer hablar al espíritu, de conjurarlo, representa un alto mérito. Debemos cotizarlo, hacer que los demás seres lo valoren y lo respeten. Si hay una clase   —10→   de hombres que tienen semejante privilegio es que, evidentemente, son seres privilegiados a quienes el espíritu prefiere y distingue sobre el resto. Hay, no cabe duda, una casta superior que tiene por misión en la sociedad conjurar al espíritu, obligarle a que ponga en acción ciertas potencias, que, poco a poco, hemos ido descubriendo: porque hemos observado que hay espíritus que residen en los árboles y en las piedras, en las nubes y en lo profundo de la tierra fértil. Soplar por una cañavera y despertar los varios humores del espíritu no es cosa fácil ni a todos permitida: menos lo es, todavía, hacer que los espíritus que residen en objetos lejanos como en las nubes o en las cumbres humeantes o nevadas, en el seno de las cavernas o en lo inextricable de la selva lleguen a obedecernos. Saber por qué modos sutiles esos seres remotos nos obedecen es cosa profunda. A veces, ni siquiera los espíritus residen en objetos determinados, porque son entidades vagas que alivian los dolores, hacen parir con felicidad, hieren de muerte a un enemigo lejano. Pero siempre será posible residenciarlos en un objeto que, aparentemente no tiene ninguna relación con la cosa deseada: es lo que tiempo después se llamarán amuletos, pero su virtud es escasa, sorda, solamente precautoria. Cuando sea menester poner a prueba la acción de un espíritu, habrá que convocarlo en forma, atraerlo mediante la virtud de un lenguaje que sólo él y nosotros -ciertos seres privilegiados- conocemos. Esta acción para conjurarlo es por demás importante en la etapa precaria y tan ruda del hombre primitivo. Ningún otro acto hay tan sublime, salvo el de la caza del animal y la caza de la hembra. Todo lo que contribuye a ese acto revestirá una máxima importancia social: el acto mismo, la persona que lo ejecuta, el sitio en que se verifica, aquel sancta sanctorum donde se custodia celosamente el objeto penetrado por los efluvios del espíritu   —11→   que lo habita. El templo, el sacerdote, el rito nacen así en sucesión casi simultánea. Pero debió mediar un lapso de tiempo entre la simple acción de conjurar al espíritu, la formulación de este conjuro y su organización sistemática con fines de utilidad pública y de jerarquización de una clase privilegiada. La acción, crecientemente compleja, de convocar a los espíritus ha sido conocida por el nombre de magia. El hombre que la pone en práctica es el mago. Su escenario suele acomodarse a las circunstancias: noche de luna, osario de calaveras, cueva sombría o, simplemente, nada. Apenas hay aparato, suntuosidad alguna alrededor del rito. El rito mismo es simple: lo que importa en él es la presencia de algunos objetos y la entonación de una cierta fórmula imprecatoria. Ni aun los objetos mágicos son necesarios en muchos casos: la imprecación basta. Mas, si todas esas fases del conjuro mágico se organizan socialmente; si el mago no es un simple particular que convoca por su cuenta a espíritus vagamente conocidos; si se concreta su número y esencia; si se crea paulatinamente una Teogonía; si hacemos residir a los espíritus en determinados lugares donde se les hace objeto de homenaje por parte del vulgo y de preces por parte de los magos organizados en una jerarquía; si se codifican y reglamentan los procedimientos de conjuro, una nueva, colosal creación aparece en la sociedad. La magia se convierte en religión; la fórmula en rito; el mago en sacerdote. La religión es, pues, en sus primeras manifestaciones, la estatificación de las relaciones del hombre con las potencias superiores, invisibles y presentes. Este trato con las potencias que, concretadas en formas sensibles, constituyen las divinidades, se contrae al privilegio de una clase jerárquica, el ingreso en la cual llegará a dificultarse prodigiosamente: tanto como será prodigioso su poder, ya que si la potencia de tratar frente a frente   —12→   con la divinidad está vinculada en esa sola clase, ¿cómo no ha de ejercerla sobre el resto de la humanidad miserable? Puesto que gobierna lo invisible, bien podrá gobernar lo visible. El sacerdote aspira a la regencia. Todas las ramas de la sociedad que manejan útiles pacíficos se someterán a su voluntad dominante. Mas frente a ellos se levanta otra casta no menos poderosa, no porque intervenga en asuntos propios de espíritus, negocios espirituales, sino porque maneja instrumentos dotados de gran poder agresivo, poder que aumenta considerablemente con la organización de sus agentes. Provienen estos de aquellos hombres enmascarados que danzaban para propiciarse una buena caza. El objeto de la caza pudo ser la de otros hombres incomprensibles en su lenguaje y en sus maneras que vivían en otras regiones, hombres de otra tribu. Las mismas danzas preludiaban no ya la caza del reno o del bisonte, sino la caza del extranjero. No siempre para comérselo: siempre para esclavizarlo o desposeerlo. Voltaire decía que «en todas las guerras no se trata sino de robar». En su tiempo no se había organizado aún la ciencia de la Economía, cuyo primer postulado expone que la riqueza se obtiene merced a la guerra. Todas las guerras son guerras de conquista, aun cuando la civilización moderna se valga de subterfugios para disimular ese fin primero y último. Mientras escribo estas líneas, Europa entera ofrece ejemplos inequívocos de una tradición no interrumpida desde la Edad de Piedra, cuando las armas mortíferas eran alígeras flechas de pedernal, hasta la Edad del Aluminio que vuela sembrando el fuego y el espanto por las ciudades indefensas.

La nueva casta descendiente de máscaras danzantes y mortíferas se enfrenta con la casta de máscaras danzantes y pacíficas. Si esta negocia con el poder divino, aquella negociará con otro poder, estrictamente   —13→   humano, pero tan eficiente: la riqueza. La casta sacerdotal y la militar convendrán en que la riqueza conviene singularmente a sendos fines y, cada cual por su lado, atenderán a procurársela. Al poder espiritual y al poder militar se conjugará el poder económico. Cuando se descubre que la riqueza no sólo se obtiene y se disipa, sino que existen medios especiales de acrecentarla en el ínterin de dos guerras, surge una nueva casta: la de los administradores que, enseguida, engendrará la de los poseedores. La fuerza social de la Economía se vinculará en éstos del mismo modo que la fuerza mortífera irá vinculada a la casta militar y la fuerza sobrenatural en los sacerdotes. De sus convenios mutuos, de sus pactos recíprocos, logrados tras de incesantes luchas, nace la última de las grandes creaciones sociales: el Estado moderno.

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Nos interesa examinar ahora uno de los más importantes, eficaces ingredientes que pone en juego la casta sacerdotal, desde su aparición embrionaria con el mago, hasta su máxima potencialidad en la Iglesia. Este factor imprescindible, eterno, es la Música. Y es de un interés extraordinario comprobar que, a través de las innumerables formas exteriores que la Música ha revestido a lo largo de los tiempos, desde los cimbalillos de los sacerdotes heteos a las sublimes construcciones polifónicas de Machault, Dufay, Palestrina o De Lasso, el principio espiritual es idéntico, de tal manera que cuando aquel flaquea, la aérea arquitectura se estremece a su vez, y se derrumba. ¿De qué elementos está formado ese principio espiritual? Lo hemos visto nacer de su embrión mágico en las épocas primitivas de la humanidad hasta aquellas en las que la imaginación, suficientemente apoyada en datos suministrados por la ciencia, puede   —14→   dilatar su perspectiva. Analicemos, primeramente, ese embrión para contemplar con asombro el mundo de convenciones que, soportado por el encanto sonoro, por la virtud de la Música, arrastra su pompa por toda la longitud de la Historia, llegando, terne y sin flaqueza hasta este instante mismo en que vivimos.

Si la posibilidad de sacar sonidos de objetos corporales es una primera causa de admiración, la modulación de la voz asumirá caracteres de asombro que perduran hasta hoy, cuando a un cantante de gran mérito se le adjudica la categoría de divo, de divino. Vincular determinados instrumentos a un dios es tan viejo como la historia misma y determina el proceso ritual por el que precisa adorar a un dios a través de la música delicada que emana de un determinado instrumento. El hecho de que antiquísimas arpas egipcias lleven como adorno representaciones simbólicas de Isis, Thot u Osiris no es fortuito, sino debido a la intuitiva conexión de esas divinidades con el instrumento en el que intervenía la caña del papiro, sus fibras, el cuerpo seco de alguna fruta como la calabaza, utilizado como caja de resonancia. Ya esa simbolización supone un punto avanzado de organización religiosa. Antes, los instrumentos estaban relacionados con los caracteres rudimentarios de la sociedad. Algunos antropólogos consideran que instrumentos como la flauta y la trompeta, que pueden llamarse varoniles, iban unidos a la idea de masculinidad. A sus sones resucitaban los muertos todavía miles de años después de aquella conexión elemental propia de las culturas totémicas y reaparecía el sol nublado, mientras que otros instrumentos como el tamborcillo en sus múltiples variedades iba unido a la idea de fecundación llevada a cabo por el palillo que arranca el sonido del parche, en culturas agrícolas en las que predomina la idea femenina de la Naturaleza fecundada. En plena civilización   —15→   helénica, la lira es el instrumento propicio a Hermes u Orfeo; la cítara a Apolo; la flauta a Athena; a Pan, la siringa. En la India existe análoga dedicación de la vina a Nareda; a Saraswati, diosa de la elocuencia, la ancestral guitarra, tan semejante a la actual según se ve en relieves hititas viejos de tres mil años3; y a Ganesa, dios filósofo, el laúd de largo cuello, engendrador por línea directa de nuestros instrumentos de su tipo, elegantemente mostrado, junto a flautas y arpas y liras, en pinturas de las tumbas tebanas. Pero la voz humana es el eco directo de la inspiración divina. Esta vez es el espíritu del dios el que desciende sobre el mortal inspirado. El pájaro Foung-Hoang, en China, canta en la oreja de Fohí, el hijo del cielo, tan propiamente como en el manuscrito de St. Gall, donde se ve la paloma mística que introduce el pico en la oreja de San Gregorio inspirándole los Pneumas de su canto, vocablo este de pneumas que no es otro sino el que denomina en griego al Espíritu Santo; espíritu que debe entenderse como soplo, aliento: así, determinados acentos de su prosodia. Cuando Palestrina salva, según la tradición popular, la música polifónica de la condenación del Concilio de Trento, son los alados mensajeros del Señor quienes le inspiran aquella música que él transcribe en la Misa del Papa Marcelo.

Para Homero y Esquilo, la mejor definición del hombre es la de la voz articulada. Su poder es tan decisivo como el de la espada, según la Biblia atestigua en repetidos pasajes. Es el poder de la voz humana, sobre todo, lo que conjurará a los espíritus invisibles y los hará dóciles a la voz del mago. No sólo con la voz desnuda. No sólo en una actitud inmóvil. Relieves de Sakkarali   —16→   que datan de 15 siglos antes de Jesucristo, dejan ver que la imprecación se hacía mientras sonaban instrumentos, quizá en una simultaneidad de ritmos. A estos ritmos, iría unido solidariamente el gesto articulado en danza, pues que tal fusión es consustancial a la idea misma de la magia que opera esencialmente a través de la imitación, esto es, de la mímica gesticulada. La Filología clásica ayuda a esta suposición al mostrarnos reiteradamente la identidad de los vocablos que en griego designaban a cantantes y danzantes, y en Homero, la palabra coros, está frecuentemente empleada con este doble sentido4, mientras que designa el canto   —17→   con la palabra molph/ (molpé). Esos exégetas de Homero, como Aristarco, explican el vocablo en un sentido de gesticulación o mímica danzada5.

El hombre que canta la formula invocatoria imita doblemente: con la música de la palabra y con el gesto que la acompaña, y esa imitación es la base de toda la magia. El aeda griego, que es primeramente el hombre que canta las palabras, trasladará más tarde el vocablo que le denomina al campo de la invención poética. Aoidós6, al aéda significa en Homero, indisolublemente, cantor y poeta. Ahora bien, todavía para Platón y Aristóteles toda poesía no es sino una imitación de estados   —18→   afectivos que por eso puede expresarse, cantarse. Pero toda esta teoría, que Aristóteles expone en su Poética y Platón en su Cratilo no son sino la reproducción racional de muy viejas ideas populares, tradicionales en Grecia. En Aristóteles, la música con que se expresan las palabras imita los estados afectivos que las determinan. La persona real vale tanto como su imagen imitada. Imitar el tono, el timbre de voz, los gestos típicos, las maneras de andar o comportarse de una persona es cosa grave, porque lo que se ejecute sobre la imitación quizá repercuta sobre la persona imitada. Fórmulas sonoras y plásticas pueden retratar fielmente a personas, a animales, a divinidades invisibles que aparecerán atraídas por esa imagen suya. Todo hechizo proviene del verbo hacer, contrahacer. Reproducir, imitar simbólicamente un hecho aplicándolo sobre un retrato simbólico de una persona puede acarrear, por el fenómeno de paralelismo en que se basa la magia, por un fenómeno típico de simpatía o reproducción contagiosa, aquel mismo hecho, esta vez real sobre la persona viva. La imagen, tan simbólica como se quiera, reproduce a la persona, multiplica la existencia de la divinidad indefinidamente. Toda imagen de un dios, de un santo, poseen algo o todo él, empapado en su materia: una hostia, un cáliz, el cordero sagrado, la paloma mística, el madero de la cruz se llenan del espíritu original tan pronto media la formulación mágica de la consagración, realizada por el sacerdote. La misma melodía que acompaña al ritual mímico hereda el poder propio del acto mágico completo, porque los sonidos que la componen son capaces de evocar tanto aquellas palabras, como los gestos que las acompañan. Por eso hay divinidades ocultas en los sonidos, en las notas, y la constitución de una escala es una operación mágica que del Oriente anterior se extiende a India y China y trae al Occidente griego toda   —19→   una teoría en la que las ideas de música, divinidad y astronomía se reúnen, porque la idea de Música, Dios y Astro se confunden en el sentido ascensional, en la idea de una tercera dimensión proyectada en el espacio por donde ruedan los planetas, regidos por armonías cuyos sones se representan, en Grecia, por letras del alfabeto que, simultáneamente, designan el astro y el sonido que le corresponde, así como el día de la semana que le está dedicado. Mas no sólo los astros habitan los espacios etéreos sino las cortes de serafines, querubes, tronos y demás potencias de la angeleología judía y cristiana a cada una de las cuales corresponde una nota en la escala, que es tanto la escala musical como la escala de Jacob. Dramáticamente, la tierra es el lugar del silencio en esa angeleología armoniosa que trasmite sus ecos hasta la Edad Media avanzada, entre monjes orientales y sabios mahometanos, ahogando sus sones en los monasterios cluniacenses.

Es muy cierto que los ritmos musicales despiertan movimientos musculares sincrónicos. La cabeza, los pies, las manos siguen dócilmente la cadencia de la música. Mas como lo propio de la magia es la reversibilidad de los fenómenos, los gestos rítmicos nacidos o estimulados por la música pueden heredar el poder mágico de la fórmula de conjuro. Por lo pronto, la voluntad del mago puede ejercerse sobre el poder íntegro de la fórmula a través de los movimientos con que las manos van siguiendo la inflexión melódica. Tan unido está el sentido plástico y el vocal en los egipcios que, según ciertas autoridades, cantar se denomina en su idioma con un vocablo que literalmente quiere decir hacer música con la mano, (Sachs) y en su escritura jeroglífica, cantar está representado por una mano unida al antebrazo. Todo un arte de interpretación nace de este hecho, y   —20→   la cheironomía7, ya perfecta en el cuarto milenio, gobernaba los movimientos de la música, su intensidad, su velocidad relativa y, como todo acto mágico es contagioso por simpatía, los cantantes reunidos en el coro que seguía al mago o sacerdote, lo hacían como hipnotizados, sugestionados por aquel mover de sus manos, ni más ni menos que hoy lo hacen los músicos o cantantes bajo la cheironomía de un director, bien que se ayude o no con la batuta, esa varita mágica, según lo quiere una imagen cursi. Efectivamente, la cheironomía, si primeramente fue mágica, siempre tuvo un notorio poder didáctico, pedagógico. Aquellos pneumas que el Espíritu Santo susurraba al oído de San Gregorio en el manuscrito de St. Gall nacieron, históricamente de la doble influencia de las letras astronómico-musicales griegas y de los arabescos trazados en el aire por las manos del sacerdote hebreo o cristiano que dirigía el canto imprecativo de los salmos a los fieles.

En los Salmos, en efecto, encontramos ya una de las muestras más antiguas históricamente, y más perfectas, de la música en el Templo, que a la vez denota claramente su descendencia directa de las costumbres propias de lo que pudiera llamarse la Era Mágica (en contraposición con la Era Religiosa, que la sigue) y, al mismo tiempo que marca una transición hacia la época más moderna de esa Era Religiosa, que es la que todavía vivimos, nos deja ver cuántas hechuras, que suponemos propias de ésta, no son sino supervivencias de la Era Mágica: supervivencia, que quiere decir lo mismo que superstición, super stare, estar sobre la superficie de la tierra, o super vivere, vivir sobre ella, hollándola levemente, como los espíritus deben de hacerlo con   —21→   su pie ingrávido. Este tipo de supervivencias náufragas de ciclos culturales desaparecidos hace miles de años, es propio del conjunto de conocimientos conocidos por el nombre de folklore. Entre sus muchas ramas hay una, como se ve, que conserva con gran abundancia de hojas esas supervivencias, supersticiones ancestrales: es la Iglesia. El estudio de las religiones desde el punto de vista de archivos folklóricos es pródigo en enseñanzas; dentro de ese círculo, las iglesias cristianas son como una cantera pródiga en fósiles y desde este punto de vista nos interesa examinarla.

Como en otros muchos casos, los nombres dados a cosas propias de la religión hebraica en la traducción griega de los textos, nos las presentan más cerca de nuestro sistema de cultura que del que era propio a los viejos tiempos en que nacieron esos textos semíticos. El vocablo salmo proviene del verbo griego psallein por el que se indica la acción de tocar, de pellizcar un instrumento de cuerdas8. En efecto, muchos instrumentos musicales figuran en el texto hebreo de los Salmos, y el examen de su tradición es un tema de alta ciencia musicológica, pero importa recordar que el nombre hebreo de los Salmos no tiene ese significado, sino que por Thehillim se entiende sólo la acción de invocar al dios a fin de tributarle alabanzas. Este dios bíblico es aún una divinidad ruda, áspera, variable en sus humores, y tan susceptible de benevolencia cuando los mortales le ofrecen sacrificios culinarios que halagan sus narices, fuentes de donde nació la vida, como propende a la colera,   —22→   furibunda y espectacular, en sus fuegos de artificio sobre la cúspide de alguna montaña; caso, este, conocido asimismo por otras religiones que pueden exhibir el lujo de montes ignescentes más respetables que el Sinaí. Es un dios al que hay que invocar sabiendo de antemano su nombre, porque este tipo de invocaciones es sobremanera importante y la magia hace cuestión fundamental del conocimiento exacto del nombre de las cosas y personas a fin de que los conjuros tengan feliz resultado: conocer el nombre de una cosa, de una persona, de un espíritu supone ya la mitad del camino para su posesión o para ejercitar nuestra influencia sobre él. No es, pues, conveniente que todo el mundo tenga libre acceso al conocimiento de los nombres. Gran parte de esta ciencia es lo propio del sacerdote o del mago. Por eso, el nombre del dios de Israel deberá quedar guardado en el misterio, será inefable para el vulgo. Los magos, sabios o sacerdotes apenas se atreven a señalarlo por las letras místicas o mágicas: JHWH, que dan la pronunciación, hebraica de Jahweh, dicho por nosotros Jehová9.

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El desdoblamiento del mago en sacerdote data, es fácil comprenderlo, de los albores de la época histórica. Primeramente, según los testimonios de Esquilo y de Suidas, el nombre de magos correspondía al vocablo locativo por el que se significaba una tribu de Medas, gentes de alta cultura sometidas a la Persia por Ciro en el siglo VI antes de la época cristiana. Mas en Estrabón los magos son ya sacerdotes venerables representativos de un pueblo o de una tribu, en general. Los magos o sacerdotes de Persia, de Etiopía, de Egipto o de las diversas comarcas del Oriente anterior son según Plinio los depositarios de la sabiduría antigua y ese autor nos informa que Pitágoras, Empedocles, Demócrito y Platón habían visitado a los magos de aquellas comarcas, por lo cual Cicerón (De Divin. I, 23) advierte que los magos son los sabios de la Persia, sabios no sólo por sus conocimientos, especialmente astronómicos e históricos (hoy diríamos folklóricos, en buena parte) sino también por su sensatez, su cordura, en el sentido doble que tienen en la lengua francesa, las palabras sage y savant y en la inglesa el vocablo wise. Así se denomina en inglés como wise men a los tres magos que nosotros consideramos reyes y que desde las profundidades del Asia y del África van guiados por una estrella para ofrecer sus dádivas y rendir pleitesía al nuevo Dios-Rey nacido en una aldea israelita. Curiosamente, los magos van a perder tempranamente su prestigio, precisamente a causa de la magia, porque Eurípides los considera ya como hechiceros, esto es, hacedores de conjuros y de recetas medicinales, que fue una de las artes más fecundas y dilatadas de la magia. Sófocles, más que sabios, los cree astutos y socarrones, tanto como hoy diríamos de los saludadores, y como cualquier viajero por tierras de   —24→   cultura primitiva ha podido observarlo de los magos o sacerdotes actualmente vigentes. Horacio, poco susceptible a este tipo de tradiciones, apenas distingue entre los filtros de los magos y las hechicerías de las brujas. En Juvenal, mago era ya todo: médico, sacamuelas, funámbulo. Un rasgo general, permanente, une a todos ellos entre sí a través de tantos siglos de historia y de prehistoria: el hecho de que todos sean musicantes, mejor dicho, cantores, porque no hay encantamiento, hechizo, invocación mágica sino a través del canto, que, por regla casi general es canto danzado, gesticulado a lo menos.

Tenemos idea a través de los escritos de Plutarco sobre Isis y Osiris de cuáles eran las doctrinas de los magos o sacerdotes egipcios, cinco mil años antes de la guerra de Troya y sabemos por Herodoto (Cap. I. 101.) el ritual que los magos persas ejecutaban dentro de una función musical precisa. Un mago, nos dice ese historiador temprano, se coloca junto al sacerdote que oficia y canta la teogonía, es decir, la historia del dios10, que es como los persas denominan al canto litúrgico. Sin este mago y sin este canto, la ley no permite que se haga ningún sacrificio.

David, o los anónimos colaboradores de los Salmos, sabían todo eso y se daban cuenta exacta del valor mágico de sus invocaciones altamente musicales ya, y acompañadas por una música instrumental muy evolucionada (por lo menos desde el punto de vista melódico, en el canto y en la técnica instrumental). Su tradición mágica era mucho más antigua que la magia persa, y el Éxodo11 reconoce los orígenes egipcios de esa magia   —25→   que habría nacido en Egipto y Caldea pasando después a los judíos para penetrar en la civilización griega y, más tarde, en todas las naciones cristianas del Occidente europeo.

Si los Salmos se cantan12 es, sobre todo, porque están integrados por fórmulas de invocación al Espíritu y porque el lenguaje propio para ponerse en comunicación con lo alto es, sistemáticamente, en todas las culturas, la voz humana emitida en sonidos musicales. Esto, sustancialmente, y más si va doblada por instrumentos cuyo sentido mágico estaba descubierto desde los albores de la humanidad. Lo mismo que se invoque a Jehová para alabarlo, para predisponer su ánimo favorablemente a la estipulación de convenios, para desarrugar su ceño, o bien que se invoque a no importa cualquier dios de secreta denominación, con el fin de que riegue de lluvia un suelo sediento, o, al revés, para que haga cesar diluvios enviando de nuevo el sol fecundante, tanto en Egipto como en la India, en la China como entre los indígenas americanos, en Tehuantepec tanto como en Sevilla, la invocación, las rogativas están sometidas a un ritual minucioso. Porque no son las nubes las que derraman su precioso o excesivo líquido, sino el dios que habita en las altas regiones. El impersonal de nuestro verbo llueve presupone esa tercera persona que en francés se explica por il pleut, invisible tercera persona a cuyo descubrimiento trascendental hemos aludido antes y que en la mente primitiva va unida a la idea de   —26→   divinidad. Zeus llueve, decían los griegos, y la idea de un dios acuario prosigue viva hasta nuestros días, por más que la superstición estuviese ya reprochada desde Séneca.

Moisés, inspirado por el aliento del dios bíblico, conocía asimismo el arte mágico de hacer brotar agua de las piedras al conjuro de su varita (Éxodo, XVII, 6)13. Esa varita mágica (Éxodo, IV, 17) ha pervivido a través de los tiempos y todavía hoy hay sabios alemanes que disertan con gran aparato científico sobre la varilla higrofílica de los zahoríes. Lucano conoció en su tiempo a los zahoríes intermedios, y habla de cierta maga de Tracia que desencadenaba diluvios. Sabido es que la fórmula contraria se había perdido ya en tiempos de Noé, pero es cierto que Noé no fue ni mago ni profeta.

Más cerca de la música sinfónico-coral de los Salmos están los procedimientos empleados por los árabes para lograr que Alah llueva. Un libro anónimo escrito por un árabe del Cairo en los primeros años del siglo XIV, explica cómo hay que proceder: siete hermosos muchachos que conozcan bien la fórmula, un cierto aire, y su ritmo propio, la cantarán con bella voz durante tres horas, acompañándose incesantemente con el laúd. El arte de la música, o, mejor dicho, el placer de la música ha progresado mucho ya en esa época. Alah exigía para derramar sus dones tanto la hermosura de la música de los laúdes, como la hermosura de la voz y aun la de los mismos muchachos. La música de los Salmos es ya hermosa, mucho tiempo antes que la del árabe cairota. Hermosa es también su poesía. David, que pasa por ser el autor, fue, bien se sabe, un hermoso mancebo. En las   —27→   primitivas fórmulas invocatorias ninguna hermosura era necesaria y es materia harto discutible si la hermosura musical entró en el canto eclesiástico y aun si no fue recibida con desconfianza. La primitiva invocación mágica nació en tiempos en los que ya era bastante sublimidad el hecho de emitir sonidos modulados y saber articularlos de forma que produjesen maravillosos efectos, para que además pudiese sospecharse que existía una calidad estética en todo ello. El canto mágico, tanto como el primer canto eclesiástico, no tienen por fin la belleza, sino otro fin mucho más necesario a los asuntos espirituales. La música de la Iglesia primitiva tan ligada a sus tradiciones estaba que ni aun reparaba en su procedencia hebraica; al contrario, esa procedencia certificaba su eficacia, reiterada en muchos siglos de adoración a un dios común a judíos y a cristianos. Ni en la Sinagoga ni en las primeras reuniones cristianas era el canto obra de arte o de placer estético. Como el canto mágico, tenía un objetivo práctico, y no constituía un fin en sí mismo; así ocurría que San Juan Crisóstomo considerase superfluos los instrumentos y que San jerónimo dijese con toda claridad que el cantor no agrada a Dios por su voz ni por su talento, sino por lo que hace y por lo que te dicta su corazón. Cuando San Gregorio, en el siglo VII, realiza su famosa reforma del canto litúrgico, no es la belleza del canto lo que le preocupa, sino razones muy profundas de ritual y de política. Si sus scholae van a crear un mundo de belleza es por razones aparte: el mundo marchaba. Nuevos horizontes de cultura se abrían y, entre ellos, volvía a alborear un mundo perdido en las sombras del primer milenio: el mundo de la belleza sensible.

Menos aún es la belleza moral, la capacidad de conmover de la música lo que dicta el primitivo canto eclesiástico. Entre el mover, el poner en movimiento al   —28→   espíritu invisible por medio del conjuro mágico y el conmover por medio de la música el espíritu que nos alienta, media todo el proceso de la civilización moderna. Cuando el Salmista invoca a Jehová, cuando el sacerdote cristiano invoca al Señor pidiéndole que escuche sus oraciones: Domine, exaudi orationem meam, adornando la última sílaba con un florido melisma de tres docenas de notas, se halla tan cerca de la invocación mágica, aunque no lo sospeche, como cuando en el más temprano ritual griego del cristianismo se invocaba por tres veces al Señor en el Trisagio: Agios, O Theos, Oh señor Dios; Agios ischiros, Señor fuerte; Agios Atanathos, Señor inmortal. Fórmula tres veces repetida como en el Kyrie, mezcla de griego y de latín que reproduce estrechamente la estructura ritual de las fórmulas mágicas. Kyrie Eleison, Señor, ten piedad de nosotros, o como dice otra exégesis de un comentarista cristiano: Señor, espíritu de la luz, ten piedad de mis tinieblas; Señor, espíritu de la fuerza, ten piedad de mi debilidad; Señor, espíritu de la Santidad, escúchanos, otórganos tus gracias.

El por qué de esta repetición triple había ya chocado en el siglo VI al Concilio de Vaison (523) que resolvió el problema diciendo que era para llegar mejor así a compungir el corazón de los fieles. Santo Tomás explica que tres kyries están dedicados al Padre, tres al Hijo y tres al Espíritu Santo. La idea de la Trinidad lo explica bien, pero no, en cambio por qué en los kyries sólo se invoca a dos personas: al Señor, Kyrie, y a Cristo, Christe. Mas cualquiera que sea la explicación teológica, la causa de la repetición triple es mucho más antigua, más radical, ya que ella es como la semilla de toda construcción musical con parte alternativa, es decir, la fórmula AAA-BBB-CCC que se contrae a esta otra A-B-A fuente de la arquitectura musical más dilatada,   —29→   y que constituye la base de las formulas mágicas: simples, cuando la repetición es de un único grupo melódico, como AAA; doble cuando está seguida de un segundo grupo BBB. Rara vez esta fórmula más compleja se resigna a la mera yuxtaposición de esos elementos (como se observa en algunos cantos populares) mientras que un elemental sentido eurítmico que asciende a la ley de equilibrio en las líneas decorativas del dibujo ornamental primitivo, exige la nueva presentación del grupo AAA. Pero ¿por qué tres veces cada miembro de frase? La idea mágica del número tres es la primera que se presenta al hombre primitivo que no siempre tiene idea del número uno. De tal manera, que hay tribus de cultura rudimentaria donde el grupo más simple está compuesto por el número dos, base de la numeración duodecimal: así, en guaraní, donde uno no es sino la expresión sin compañero. La pareja es el núcleo de la sociedad y la idea elemental de cantidad. No otra cosa, en el fondo, implica en nuestro vocabulario el término impar, sentido que tiene ya el número uno, con lo que se indica que el sentido numeral ha comenzado por el número dos, el par por antonomasia. Numero Deus impare gaudet: Dios se complace en los números impares. El tres es la primera agrupación mágica. El Viejo Testamento siente predilección por el siete, mientras que el nueve no es sino la triple repetición del número tres. Tertia omnia, todo es ternario, se decía en la Edad Media, y la Iglesia ha recogido en su notación mensural la división ternaria como perfecta, denominando imperfecta a la división doble. Las fórmulas mágicas de alivio o curación de males son triples. Conocemos muchas de ellas contenidas en un escrito (De Medicamentis) del mago, curandero, hechicero o como quiera denominársele, Marcellus, (Vid., Combarieu, Op. cit. , cuarta parte, Cap. I) y nuestro dicho popular   —30→   asegura que no hay dos sin tres. Este papel jugado por la magia en el arte de curar enfermedades es tan importante como ella misma, porque ¿qué cosa hay más importante en el cotidiano comercio, después de procurarse mágicamente el alimento atrayendo a las víctimas por medio de fórmulas irresistibles, sino aliviar los dolores que la humanidad padece desde su aparición en el planeta? Ter dico, ter incanto dice el sepulturero, una vez fracasada la fórmula curativa, conforme golpea los clavos de la caja funeraria.

La Iglesia ha abandonado la costumbre existente antiguamente de cantar por tres veces el introito, pero no la de invocar por partida triple, tres veces repetidas, al Señor. Y en efecto cuando se identificó a Hermes Trimegisto, Hermes el tres veces grande, con Thot, el dios de la magia en Egipto, se dijo de él que era solus et ter unus, y así Ovidio nos informa que Hécate trimorfa, que reina sobre el cielo, la tierra y los infiernos, presidía todas las operaciones de magia y se la invocaba siempre por tres veces. Al hablar del canto folklórico volveremos, con más puntualidad sobre este asunto.

Que no es sino un detalle, entre muchos más, de las supervivencias mágicas en el cristianismo cuya magna función, la Misa, recoge infinidad de ellas. Las principales, las que se refieren a la Pasión, Muerte y Resurrección divinas quedarán esbozadas al hablar del drama religioso en la antigüedad griega. Apuntaré ahora solamente lo que se refiere a su ritual, no a su esencia. Este ritual, preciso y minucioso, es propio de toda idea de religión organizada, pero deriva de la precisión indispensable que es preciso desplegar en el acto de la invocación mágica para que surta el efecto apetecido, y, al mismo tiempo, para que produzca sobre el profano la necesaria impresión de secreto y de misterio. Por lo general, esto ocurre así porque la ceremonia se verifica   —31→   a beneficio de tercero, es decir, del fiel o cliente; pero puede existir por sí sola cuando el mago o sacerdote invoca a la divinidad por puros motivos de religiosidad o conciencia. En tales casos, el oficiante se dirige a la divinidad murmurando una fórmula cuyo valor estético se le escapa o le es indiferente, pero a la precisión de la cual sabe que la divinidad invisible es muy exigente, razón por la que cuando la fórmula se convierte en oración, al haber evolucionado la magia en religión, se exige la repetición exacta de un determinado texto, minuciosamente compuesto, como el Credo lo fue por turno por cada uno de los Apóstoles, y asimismo el resto de nuestras oraciones, que fueron sujeto de numerosas controversias en diversos Concilios.

Incluso el sentido inmediato del texto de la invocación puede escapar al invocante. Esto añade secreto y misterio a la fórmula que, del idioma extranjero de donde suele provenir, degenera en mera sucesión verbal sin sentido preciso, como ocurre en muchas tribus fetichistas actuales, en el vu-du, en las ceremonias ñáñigas, etc., y de una manera general en el latín de la Iglesia cristiana, que muy pocos fieles comprenden; de tal modo, que ha sido materia de larga discusión el hecho de si debe decirse la misa en latín o en el idioma vulgar de cada país, ya que el latín es solo la lengua oficial de la Iglesia de Roma, mientras que otras iglesias orientales, como la copta, la siria, la armenia, la bizantina o la eslavona emplean, bien el griego, bien sus lenguas semíticas, reminiscencias de alguna de las cuales han penetrado hasta la lengua ritual de la Iglesia cristiana, especialmente en ciertas expresiones interlectivas que han perdido su sentido gramatical y que dan origen a melopeas floridas o meramente a estribillos, punto, este, del mayor interés en el estudio de la melodía folklórica.

La minuciosidad en el ritual de la Misa es tan grande   —32→   que un autor, Th. Bernard, detalla hasta noventa y cuatro faltas en las que fácilmente puede caer el sacerdote o su acólito en el acto de la celebración, antes o después, por ejemplo: apoyarse en el lado izquierdo al decir Domine, non sum dignus; levantar los ojos en el Gloria, el Credo o los Mementos, o no levantarlos en el Munda cor meum; no tocar el libro cuando se lee la Epístola; separar los dedos cuando se tienen las manos extendidas; no cruzar los pulgares cuando se juntan las manos, el derecho encima del izquierdo; tocar las hojas del Misal al volverlas; pronunciar con demasiada lentitud; tener la mano colgando y no puesta sobre el cáliz; no decir el número exacto de Kyries y de Christes o invertir el orden; decir Jube, Domne en lugar de Jube Domine y otras más que derivan evidentemente de la formulación verbal mágica o de las prácticas mágicas de la cheironomía; mientras que algunas, como el hecho de pasar primero el brazo izquierdo de las mangas del alba antes del derecho; besar ciertos ornamentos como el alba y la casulla y no besar otros como el amicto, manípulo y estola; levantar el alba, la sotana, con una mano al andar; comenzar la Misa antes de que el monaguillo haya encendido los dos cirios; decir oremus antes de haber llegado al centro preciso del altar y de colocar en él las dos manos juntas, son claras reminiscencias de la parte mímica o gesticular del rito mágico.

La oración primitiva se cantaba. Ya se ha dicho por qué; así el canto va solidariamente unido al sacrificio. Pero hay misas bajas donde la ceremonia mímico-gesticular se admite en sustitución del canto, como se dijo de ciertas imprecaciones mágicas cuyo origen debía de estar demasiado fresco en los primeros tiempos cristianos como para que se disputase sobre la posibilidad de las misas bajas, cuya legalización no parece llegar hasta el siglo VIII. Todas las oraciones tienen un objeto   —33→   muy preciso, tanto las de la Misa como las que pueden emplearse in quacumque tribulatione, así, por ejemplo, la ya mencionada de las rogativas, que pertenece al grupo de oraciones fuera del templo pro variis necessitatibus publicis, tanto la ad petendam pluviam como su contraria, ad petendam serenitatem14. Dos cantores desarrollan las letanías oportunas, después de lo cual se dice el Pater y se canta el Salmo 146 donde taxativamente se explica que se deben cantar y tocar instrumentos al dios que interviene en las nubes del cielo y depara la lluvia sobre la Tierra:


Praecinite Domine in confessione: psallite Deo nostro in cithara:
Qui operit coelum nubibus et Parat terrae pluviam.

Fuera de este empleo meteorológico y municipal, el agua desempeña un papel importante y reiterado en la liturgia, tanto como antes en la magia, y no sólo el agua, que a veces escasea, sino su sustituto, la saliva. En reiterados casos de magia curativa la saliva opera el efecto milagroso que normalmente procura el agua en las simples infecciones; y en otros casos, cuando se trata de arrojar espíritus malignos albergados en las interioridades   —34→   orgánicas, el conjurador escupe tres veces, imitando así la salida del espíritu a quien, a veces, golpea con el talón, como en prácticas folklóricas del Levante español. Por eso se lava el sacerdote las manos antes de comenzar la misa, simbolizando una pureza fácil de comprender para nuestras prácticas higiénicas, pero no enteramente redundante en tiempos y países lejanos. En la magia, como en el ritual religioso, todos los gestos están determinados por este principio (Combarieu): la imagen material (aproximada) es equivalente a un hecho moral que, imitado provoca su realización. Así dice el sacerdote: Da, Domine, virtutem manibus meam, ad abstergendam omnem maculam, ut sive pollutione mentis et corporis. Y, en efecto, las aspersiones que el sacerdote hace sobre los fieles congregados, primero con sus manos impolutas, después con un haz de ramillas de hisopo, limpian las almas, expulsan los demonios de donde se esconden y son, en los fieles, como las lágrimas del arrepentimiento. El sacerdote rocía el altar por tres veces y enseguida el diácono, el subdiácono y el pueblo recitan el Miserere mei Deus a fin de que el Señor acceda a esta expulsión mágica de los demonios. El Salmo 50, el versículo 4º, capítulo XIV del Levítico, recogen ya esa operación netamente mágica que se canta hoy en la iglesia los domingos fuera del tiempo de Pascua. Más que la nieve seré albo, dice el texto bíblico: super nivem dealbabor. Y para que en el tiempo pascual no falte esta purificación, el domingo de Pentecostés se canta la antífona Vidi acquam egredientem mientras que a la octava de la Epifanía corresponde la oración Aqua comburit peccatum hodie.

Las aguas del bautismo, las que el devoto pone sobre su frente al entrar en el templo, responden al mismo punto de vista. Al agua como objeto instrumental de la magia va unido con frecuencia otro líquido reconocidamente   —35→   sedante y que tiene en la magia medicinal una aplicación fácil de comprender: el aceite, al paso que en el simbolismo religioso tiene un alto valor de consagración mediante la acción de ungir al elegido. Agua, aceite, vino: todos los países de la cuenca mediterránea están unidos por esos elementos líquidos. Si se recuerda que la literatura bíblica une a ellos otros productos de la tierra: la sal, la oliva, la almendra y la miel, tendremos descrito el panorama gastronómico mediterráneo en sus sustancias más acentuadamente locales, mientras que la harina y la leche, en sus variedades, alcanzan a todos los países.

Las virtudes mágicas del agua y del óleo puestas en juego por virtud de la fórmula oportuna son, como se comprende, las primeras en aparecer a la inteligencia del hombre y se han trasmitido íntegramente hasta los tiempos cristianos. El dominico Mgr. Cabrol cita en su obra del más alto interés sobre La prière antique una oración (p. 340) transcrita en un manuscrito griego encontrado entre los monjes de Monte Athos y que data del siglo IV. Su texto está tan cerca de las primitivas fórmulas invocatorias que creo útil traducirlo: Bendecimos -dice- en el nombre de tu Hijo único Jesucristo, a estas criaturas -el aceite y el agua-: invocamos el nombre de Aquel que sufrió y fue crucificado, que resucitó y está sentado a la diestra del Increado, sobre esta agua y este óleo. Otorga a estas criaturas el poder de curar: que toda fiebre, todo espíritu malo y toda enfermedad sean puestas en fuga por el que beba estos brebajes o que esté ungido por ellos, que sean un remedio, etc.

Al lado de esas sustancias y con una importancia equivalente existe otro elemento, en cierto modo antagónico de ellas, pero complementario: el fuego, sobre cuyo valor simbólico apenas será necesario insistir. La   —36→   ley de imitación mágica se cumple al quemar aquel objeto que mejor represente la pasión que desea provocarse. Si el laurel es el árbol representativo del ardor amoroso, se quemarán sus hojas a fin de encender un fuego análogo en el corazón recalcitrante. El humo que ascendía hasta las narices de Jehová en el ara de los sacrificios en un olor suave a carnero asado, tiene su sucesor directo en el incienso que el turiferario derrama en perfumadas volutas al marchar tras del sacerdote que se dirige al altar. Mas no es eso sólo, sino que el incienso tiene un significado profundo, según ciertos comentaristas, pues que expresa los deseos de los patriarcas y profetas antes de la venida del Mesías, así como las brasas del incensario son expresión simbólica de los serafines que precedían al Salvador en su ascensión. Siguen al turiferario los acólitos llevando hachas encendidas, las cuales, según aquellos exégetas representan a los Profetas, al Precursor y a los Apóstoles, que anunciaban la presencia de Jesús verdadera luz del mundo; pero basta recordar las antorchas flamígeras de las ceremonias dionisíacas para comprender que el simbolismo del fuego es anterior al rito cristiano, el cual sucede a aquel en parte de lo esencial tanto como en los detalles exteriores.

Que el diácono y el subdiácono representen al Antiguo y al Nuevo Testamento y que la marcha del sacerdote al altar reproduzca la del Salvador entrando en el mundo, no son sino interpretaciones de época muy posterior, como alguna de las mencionadas, pero su presencia en los ritos mágicos persiste hasta hoy mismo en las ceremonias político-mágicas de los jerarcas europeos, según ha podido verse en films documentales concernientes a las grandes paradas militares, o sea la gran danza del Estado, celebradas anualmente en Alemania ante los altares dedicados a los difuntos que explota la   —37→   nueva modalidad religiosa, muertos trágicamente todos ellos, como lo requiere la más antigua tradición según la cual Osiris, Dionysos, Adonis, Orfeo y Cristo han de morir en suplicio. Así, el soldado desconocido.

Pero el altar, más que tumba, es mesa. Cristianamente, es la trasmisión directa de la mesa en la que Cristo se despidió de los Apóstoles en una última cena; mas, esta comida, a su vez significa algo más antiguo. Jesús había ofrecido pan y vino a sus discípulos diciéndoles: Comed, este es mi cuerpo. Bebed, esta es mi sangre. Y cada vez que en la Misa se celebra como en extracto y de una manera simbolizada la historia de la divina tragedia, el oficiante toma, en efecto, y de una manera material vino y pan, representado este en una hostia de harina que se halla penetrada místicamente del ser mismo de Cristo. A la manera de los banquetes religiosos de añejo abolengo, Cristo y los apóstoles cantaron en su comida; luego se dirigieron cantando, himnizando, dice el texto evangélico de San Marcos y San Mateo15. Sus himnos, los Salmos Laudate Dominum y el Confitemini siguen siendo cantados hoy mismo por los israelitas como acción de gracias tras de la comida pascual, cuando el padre de familia, que ya había bendecido el pan ácimo y el vino, entona la lectura de esos salmos, a los cuales responden los comensales con alleluias de rica ornamentación melismática.

La música intervenía normalmente en estos banquetes. Homero nos presenta al mismo Apolo cuando buscando oficiantes para que celebren su culto les enseña el ritual que han de seguir: encender fuego; ofrecer harina; porque la harina, símbolo de la cosecha, del alimento en general, significa permanentemente el ritmo de las estaciones que traen de nuevo la fecundidad,   —38→   tras de la esterilidad del invierno y, por extensión simboliza la renovación de la vida, la resurrección de los muertos, final tanto de la Misa como de sus antecedentes egipcios y griegos en las celebraciones de la pasión, muerte y resurrección de Osiris y Dionysos. Enseguida de ello, oraciones en torno del altar; banquete ritual con libaciones en honor de los dioses que habitan el Olimpo y finalmente, canto exultante en honor de Apolo, llamado aquí Paean, io-paean, dios fecundo, luz que brilla para los mortales, imagen del sol como la patena que brilla sobre el sagrado cáliz y como la hostia misma, en una sucesión simbólica: sol y cosecha, luz y vida, gracia y resurrección.

En la Ilíada, cuando Ulises va a ver a la bella Briseida, el peán se canta asimismo tras del banquete ceremonial, y en el Canto VIII de la Odisea, Homero nos detalla la sucesión de inmolación, comida y canto de estos festines celebrados bajo el suave resonar de la forminx (la cítara apolínea). Estos usos religiosos y semireligiosos perduran en Jenofonte. El libro del Eclesiástico, de Jesús Ben Sirach (c. 180 a. C.) testifica su boga entre los hebreos. El Talmud (Sotah 7, v. 2) manifiesta que las canciones se hacían en griego. (La influencia de la música griega se extiende por Palestina con Herodes el Grande (siglo I). Las canciones de bodas se llaman, como en griego, himenaia. Quintiliano, en los albores del cristianismo, declara que el mismo sentido y proceso tenían entre los antiguos romanos, acentuándose cuando las costumbres griegas invadieron Roma. Liras y flautas acompañaban el rumor de las conversaciones, mas cuando los banquetes pasaron a ser privilegio de los ricos, la música llegó a ser tan profusa que estorbaba las disertaciones finales, donde, según Plinio y Marcial, los comensales improvisaban poesías al ritmo de las flautas que, por eso mismo se hicieron pura fórmula   —39→   de cumplido a la vez que se ofrecían coronas de flores a los invitados. Pero en reuniones menos delicadas, los convidados preferían que se uniese al vino y a la música el espectáculo de la danza. Bailarines varones, según se desprende de algunos textos, llegaban a Roma procedentes de Cádiz y de Siria, acompañándose sus voluptuosos mimetismos con el chocar de los crótalos. Una última reminiscencia de las danzas en las ceremonias rituales procedentes de las comidas religiosas es la danza de los seises, el día del Jueves Santo, en la catedral de Sevilla ante el monumento, o sea al altar encendido como una hoguera de holocausto, danza que miles de años antes había ejecutado David ante el arca de la alianza y que a su vez organizaban los sacerdotes sallos, según Horacio y Cicerón, en sus axamenta, o banquetes sagrados con cantos y danzas donde los dioses estaban invocados por su nombre.

No ya para obligarlos, casi podría decirse, por la fuerza mágica que deriva del conocimiento de sus nombres, sino para saludarlos predisponiéndolos favorablemente. Es este cambio de actitud del hombre invocador, lo que inicia la transformación de la magia y aviva el proceso religioso. Cuando la humanidad ha progresado considerablemente en la transformación de su conciencia moral, la oración sucede a la invocación y al conjuro primitivo. El hombre ahora ruega, implora a su divinidad, y se posterna ante ella, humillándose, en una actitud piadosa, no desafiante. Este hecho profundamente psicológico, profundamente impregnado de sentimiento humano es lo que, en sustancia, diferencia la religión de sus antecedentes mágicos. Como en todos los tiempos desde que el mundo nace, sus oraciones, sus plegarias, van unidas a la música si aquellas se verifican en el templo. Mas esta vez, la música no es una simple fórmula coercitiva: es un himno, una acción de gracias,   —40→   un agasajo, o bien aún, un modo de expresar los sentimientos religiosos más fervientes en que, por el camino del tiempo, se transforma la Música: lenguaje del espíritu, voz de lo profundo, exuberancia cordial que dicta sus acentos a la palabra en éxtasis.

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Hasta la destrucción sistemática de los templos por el rey persa Cambises en el siglo VI antes de J. C. los sacerdotes egipcios celebraban pacíficamente su culto a Isis y Osiris entonándoles cantos de movimientos reposados que se acompañaban por una música de arpas, flautas de gran longitud y una especie de clarinetes, según muestran los relieves del primer Imperio16. Su número parece que era bastante nutrido y junto a los instrumentistas figuran los cantantes, sentados sobre sus talones, que baten palmas, bien para acentuar la medida, bien para subrayarla con una elemental percusión que ha perdurado en toda la cuenca mediterránea hasta nuestros días. Asimismo parece poder deducirse de esos relieves que el procedimiento de emisión de canto era asaz semejante al que se ha conservado en ese litoral, por ejemplo, la boca apenas abierta, el cuello rígido, la mano colocada en portavoz junto a la mejilla, acaso para imprimir un movimiento vibratorio a determinadas notas...

La vieja tradición de la música en los templos egipcios se debilitó considerablemente en el Imperio Medio, hacia el año 2000 a. C. cuando Egipto se pone en contacto con el oriente asiático y los nómadas sirios penetran   —41→   en el hierático país acompañados de sus liras17. Los faraones de la 18ª dinastía, hacia el año 1500 dominan el Asia menor hasta la Mesopotamia y, como influencia de retorno, la música siria, producto de alta moda, se apodera de los palacios reales y destierra los instrumentos vernáculos salvo el arpa, que acaso sufrió modificaciones para adaptarse a los nuevos usos y juntarse a las pequeñas arpas triangulares asiáticas, a los laúdes, liras y tamborines o panderillos en una música sin duda más viva que lo hasta entonces tradicional y que acompañaba danzas movidas, según el testimonio elocuente de los bajos relieves tan finos de líneas como exactos en sus detalles18.

Por esencia conservadora, la casta sacerdotal egipcia inició un movimiento reaccionario en la época saita, en el primer milenio anterior a Cristo, contemporánea de la nueva época babilónica, todavía dentro del apogeo de la cultura siria, y, por lo menos en los templos, se procedió a una expulsión de elementos extranjeros, de tal manera que según Herodoto, que floreció al finalizar la época saita, tras de las violencias de Cambises los sacerdotes de su tiempo, refiriéndose a costumbres que habían vuelto a hacerse tradicionales, no permitían más cánticos que los vernáculos. Platón, que estuvo en Egipto, dice estaba prohibido crear tipos nuevos musicales (nomos) y que los jóvenes egipcios sólo podían aprender la música que los sacerdotes permitían, lo cual le sirvió a él de precedente para implantar un sistema semejante en Grecia; pero en la época de Herodoto y de Platón, su coetáneo, hacía más de mil   —42→   años que la influencia asiática se había extendido en Egipto19.

Lo vernáculo, pues, había tenido tiempo para cambiar de aspecto. La estrechez de criterio de aquella casta sacerdotal debió ir acentuándose, porque cinco siglos después, en el primer siglo cristiano, ya refiere Estrabón que los instrumentos. musicales estaban desterrados de los templos, y Diodoro Sículo pudo creer que la música en general estaba considerada en el Egipto de su tiempo como un arte afeminado, de dañosos efectos. Sin embargo, arqueólogos como Curt Sachs creen que dos instrumentos, a lo menos, prosiguieron en los templos según parece deducirse de los relieves.   —43→   Uno de ellos sería una especie de carraca, mientras que el otro, el sistro, remonta su origen a los primeros siglos del Imperio Medio, es decir, a unos 1800 años antes de Cristo. Ese instrumento de sonajas vinculado primeramente al culto de Hathor, era agitado para alejar a los malos espíritus, y cuando su culto fue sustituido por el de Isis, el sistro se convirtió en símbolo de esta divinidad. Acaso por la expansión de este culto en todo el litoral mediterráneo pasó el sistro hasta su extremo occidental. Aún perdura en Andalucía en los llamados campanilleros, por la región entre Córdoba y Sevilla, y los negros americanos los emplean (sonajas y campanillas) en sus ceremonias religiosas de Navidad, junto a las voces bien disciplinadas, banjos, ukuleles, instrumentos de arco y alguno que otro Steinway.

Si en tiempos del Imperio Romano, cuando Egipto era sólo una lejana provincia, la música tradicional se había debilitado notoriamente, su desaparición ocurre al desplomarse el Imperio. El cristianismo, extendido por los coptos, destierra a las milenarias divinidades. Pero no enteramente a los viejos instrumentos a ellas vinculados, y la larga flauta transversal se convierte en instrumento pastoril de la nueva civilización. Quizá con él se deslizó algún eco de sus melodías. Mas la persistencia del influjo asiático sobre los primeros tiempos cristianos no necesitaba de esta precaria rendija para mantenerse en el nuevo mundo que nacía con la Fe.

En los milenios anteriores al Imperio Medio (2000 a. C.) coexistieron en el Oriente Anterior, en los deltas del Nilo y del Eúfrates, sendas culturas acerca de cuya mayor antigüedad discuten los sabios. Aunque la cultura babilónica sea quizá anterior a la egipcia20, el arte   —44→   de los constructores de las Pirámides, 3500 años anterior a Cristo y representativo de una civilización muy vieja ya y en extremo refinada, supera considerablemente a las reliquias encontradas en Mesopotamia. Sin embargo, los primeros instrumentos musicales y las primeras representaciones grabadas de escenas donde la música interviene proceden de este territorio. Menos aislados que los pueblos egipcios, los del valle de los dos ríos estuvieron visitados por diferentes influencias culturales. Las más tempranas fueron las de los súmeros, gentes no aborígenes y al parecer procedentes de lugares de donde luego procedieron los turcos y de cuya lengua súmero-altaica quedan testimonios escritos de fórmulas mágicas, cánticos e himnos dedicados a las divinidades representadas en relieves que dan a indicar que sus motivos totémicos originaron representaciones simbólicas, especialmente de animales, que han perdurado en todas las culturas mediterráneas hasta época reciente. Eran gente afeitada y de cabezas rapadas cuyos sacerdotes hacían desnudos sus ofrendas a la divinidad. Más tarde cubrieron la parte inferior del cuerpo con faldellines, pero los acadios, raza semita que sucedió a los súmeros en su propio terreno y que se distinguían por sus largas barbas, aún hacían sus ritos desnudos, ritos consistentes en ofrecer agua a los dioses, aparentemente en súplica o conjuro para que enviasen lluvias. La Biblia conoce a ambos pueblos y Abraham fue un acadio, discrepante de la religión oficial, que se había asimilado ya la religión súmera, alguno de cuyos mitos pasan al Pentateuco, a través de ese patriarca. En recientes excavaciones en el enclave de lo que fue la ciudad de Ur han aparecido tumbas súmeras con instrumentos   —45→   musicales de increíble belleza y perfección. Es una tumba real que contiene el arpa que quizá tocaba la reina Subad, preciosamente adornada con grabados representativos de mascaradas mágicas con fines cinegéticos21. Este arpa y otra representada en dichos grabados, más rudimentaria, rematan en un buey, quizá en la vaca Hathor, posterior simbolización de Isis y que ya figuraba en los jeroglíficos egipcios del primer Faraón, Menes, 3500 años antes de Cristo.

Las tumbas de Ur datan del milenio comprendido entre esa fecha y el año 2500. Otro relieve súmero conservado en el Louvre muestra un arpa, semejante a la últimamente mencionada, por bajo de una procesión sacerdotal. Estas arpas son instrumentos de un tipo mucho más perfeccionado que las que se muestran en otra teoría de sacerdotes en el relieve de Bismayah, al que se le asigna una fecha de unos 3000 años antes de Jesucristo. Parece que esta sea la más antigua imagen que se conozca en la iconografía musical. El mundo había tenido tiempo de afinar sus músicas tras de la danza de las mujeres de Cógul, que había precedido a los rituales arpistas babilónicos en cinco mil años largos, por lo menos. Terminaba por ese tiempo el último período glacial y la pobre humanidad prehistórica comenzaba, quizá entonces, a calentar sus huesos al tibio sol levantino.

En la gran Babilonia, los ritos religiosos, basados en motivos suméricos, habían adquirido magnífico despliegue en el templo dedicado a la diosa Istar, la Venus mesopotámica. Cuatro sacerdotes ricamente vestidos y con largas cabelleras y abundantes barbas bien trenzadas nos muestran en un bajo relieve babilónico (según Luschan) dos tañedores de liras pequeñas y de diferente   —46→   hechura, y dos tocadores de tamborines o panderetas de mediano tamaño.

Otros tipos de cultura fueron desarrollándose en la depresión desértica que separa la Mesopotamia de Egipto, hasta la costa del Mediterráneo. Fueron la cultura siria, en el interior, cuyo florecimiento data de la fecha aproximada de dos milenios antes de Cristo en cuya época sus nómadas pastores llegan al país de los Faraones, y la cultura fenicio-hebrea pasa la mar. La cultura babilónica engendra el período asirio, de pueblos más al norte, y desaparece, a su vez, tras de la conquista por Ciro de la capital, en el año 539 a. C. Por esa época se inicia la decadencia de la cultura siria y de la hebrea, cuyas zonas habían sido conquistadas por el Imperio Asirio en donde las arpas triangulares que los siriacos importaron en Egipto al comenzar el Imperio Medio se habían hecho ya comunes. En un bello relieve asirio, varios personajes, al parecer sacerdotales, tañen sendas arpas triangulares de gran tamaño mientras llevan el compás con el pie, conforme avanzan rítmicamente, y otro instrumentista toca una doble flauta u oboe de caña22.

El apogeo de esa vieja cultura musical del Oriente anterior culminó en Siria y Palestina, región esta, habitada por pueblos semitas: cananeos, hebreos y fenicios, a más de los hititas o heteos, que no pertenecían a ese grupo semántico23. De la música efectiva, de la música como fenómeno sonoro o como arte vivo apenas podemos hacer sino conjeturas, tras de examinar cuidadosamente la estructura de los instrumentos, reales o representados. Pero tenemos una idea bastante fidedigna   —47→   de la música siria (a lo menos de la Siria posterior) y, sobre todo, de la hebrea. Se da amplio crédito, en efecto, a las investigaciones que el profesor israelita Abraham Z. Idelsohn, de Jerusalén, ha hecho por todos los países musulmanes. Este musicólogo y folklorista ha encontrado cánticos practicados en la actualidad por comunidades judías en Siria, Palestina y el Yemen que presentan caracteres, casi podría decirse, de identidad, con músicas vocales conservadas por la Iglesia católica. Aquellas comunidades hebreas estuvieron separadas del resto del pueblo de Israel desde los tiempos del primer éxodo, es decir, hacia el centro del primer milenio anterior a Cristo, o sea a fines de la época saita y de la conquista de Babilonia por Ciro. Desde entonces, se afirma, aquellos monjes silvestres no volvieron a tener contacto con judíos ni cristianos, lo cual permite asegurar una antigüedad respetable a dichas melodías. Su interés, sin embargo, no consiste solamente en ese hecho, sino además en que su estructura melódica muestra estar basada en el sistema tetracordal desarrollado con perfecta sistematización por los griegos, al mismo tiempo que su parecido con ciertas melodías gregorianas es notorio24. Si esto es así, efectivamente, y no se debe al influjo que la cultura helénica ejerció sobre todos aquellos países en la época de su decadencia es cosa que pertenece a la pura discusión de los arqueólogos musicales. En el periodo inmediatamente anterior al de esa decadencia, en efecto, entre los años 500 y 1000   —48→   a. C. es cuando, correspondiendo al período de los reyes israelitas, alborea la cultura de la Hélade, que asciende sobre las ruinas culturales de egipcios, sirios y hebreos y florece hasta cinco siglos después de Jesucristo.

Fuera de esos paralelismos, lo que sabemos es lo que se refiere estrictamente a la música instrumental, esto es: que la lira nació en tierras sirias y que se propagó a todas sus vecinas. En Egipto llega en tiempos del Imperio Medio, dos mil años antes de Cristo, y cinco siglos después el oboe sirio, el ambubah, compite con la larga flauta transversal egipcia (Sachs). Los músicos sirios invaden no sólo el país de los Faraones, en tiempos de Amenophis IV (o Akhenaton, el reformador) sino la Hélade y llegan hasta Roma, a las colonias fenicias del norte de África, a las Galias y a España: música, aquella, que en el primer milenio precristiano estaba ya considerada como producto de decadencia, de refinamiento y de relajado sensualismo.

Músicos heteos en estatuillas y relieves aparecieron en las excavaciones de Carcamish. Los heteos o hititas eran conocidos ya de Tutmosis III, el gran Faraón de la XVIII dinastía que reconquistó (por poco tiempo, porque los asirios estaban a la puerta) el imperio asiático perdido por sus inmediatos antecesores, en una época, hacia el año 1500 en la que los cananeos-fenicios se instalaban en España. Esos músicos hititas tocan cuernos, grandes panderos -acaso un gran tambor o gong de cobre como el que los súmeros y asirios empleaban en los ritos lunares y otros dedicados a Marduk su divinidad principal- címbalos de buen tamaño, oboes dobles y laúdes de largo cuello y pequeña caja sonora. Todos ellos parecen sacerdotes en algún acto procesional, conducidos por un jovencito que gesticula con las manos. Ese laúd, que tanto juego iba a dar en la música   —49→   del mundo a través de la historia entera aparece en un bajo relieve de la Babilonia antigua, en tiempos súmeros, unos 2500 años antes de Cristo y se asemeja a la pandura de los asirios, que los sustituyeron en el mismo terreno, instrumento conocido más tarde como tambur o sitar y del que va a salir la acreditada familia de instrumentos de cuerda con Mástil25.

Los asirios, con todo, fueron musicalmente un pueblo receptivo más bien que creador, aunque en las artes plásticas alcanzaran magníficas realizaciones. Reducido por Babilonia a una condición subalterna, lograron convertirse en un imperio fastuoso entre los años 1300 y 1100 a. C. Sus soberbios templos, dedicados a dioses de estirpe súmera, poseían ceremoniales minuciosos donde lo más importante consistía en celebrar la fecundación de las plantas y abluciones de agua sagrada con ese fin utilitario, sin duda. En los más vicios tiempos babilónicos, la música, a lo menos aquella de la que se conserva mención, era exclusivamente religiosa. En ellas intervenía como instrumento mágico y simbólico el lilisu, el gran gong metálico, y enormes panderos de piel, tocados por mujeres: este hecho va vinculado a la cultura mesopotámica, eminentemente agraria, cultura de caracteres femeninos frente a las guerreras y de pastoreo. El protocolo sacerdotal en la antigua Babilonia era complicado, con sacerdotes de varias clases destinados a cantar al son de instrumentos las músicas funerarias o, al contrario, las destinadas a alegrar a las divinidades: ellas mismas eran cantantes o musicantes y se ponían en comunicación con los sacerdotes produciéndoles un enajenamiento o frenesí que se contagiaba a los congregantes; estado de trance que heredaron los profetas de la Biblia, verdaderos neuróticos que recorrían alucinados   —50→   todo el país gesticulando en filas de hozès o nabis y cantando al son del arpa a la que precedían liras, tambores, cítaras, címbalos y tamborines, prediciendo el porvenir, y haciendo adivinaciones de varia índole (Primer libro de Samuel. Cap. 10, v. 5).

Pero más tarde la música profana adquirió en las culturas babilónica y asiria un desarrollo muy grande merced a la importación de cantantes extranjeros que eran botín codiciado tras de las conquistas guerreras. Algunas orquestas privadas en Babilonia llegaban a contar hasta ciento cincuenta individuos entre cantantes e instrumentistas. La orquesta real asiria celebraba conciertos públicos y la del rey caldeo Nabucodonosor II, que sucedió a los asirios dejó memoria al través de los relatos bíblicos. Algún arqueólogo como Curt Sachs asegura haber descifrado una especie de tablatura o cifra de música para arpa que acompañaba a un poema súmero, vigente todavía en tiempos del Imperio asirio, y ese autor asegura que en las mencionadas civilizaciones mesopotámicas los músicos, por su carácter mágico y sacerdotal estaban situados en la jerarquía social tras de los dioses y los reyes; dioses cuyas voces estaban comparadas al sonar de los instrumentos a los que estaban vinculados26. El espíritu creador parece, en cambio, flaquear, en comparación; debilidad que pasa a medas y persas, sucesores de asirios y caldeos, y en quienes se funden todos los estilos tradicionales en el oriente anterior en una síntesis robusta que busca asimilaciones aun más dilatadas.

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Dos hechos de singular trascendencia histórica traen hasta nuestra época con suficiente viveza el conocimiento   —51→   de la música israelita: la literatura bíblica y los cánticos religiosos que han persistido tenazmente a través de una nueva era cultural. Los primeros libros del Viejo Testamento datan, en su más antigua compilación de unos 940 años antes de Cristo. En ellos se da por supuesta una cultura musical que había pasado ya al dominio de la población civil. Si se tiene en cuenta que Palestina fue poblada por tribus semíticas procedentes de Babilonia por la época central del antiguo imperio egipcio (hacia 2500); y que entre el año 1000 y el 1500 se les unieron arameos semitas de Mesopotamia de donde descienden los primeros clanes hebreos, será posible conjeturar que sus hábitos musicales no habrían de diferir mucho de los que acaban de indicarse, muy esbozadamente. Pero hay que añadir que las gentes que habitaban la primitiva Palestina, en la costa mediterránea eran de muy distinta extracción racial, predominando los cretenses, hasta donde llegó la influencia musical siria, que, lo más probablemente habría de pasar por Palestina. Lo más cierto es que cuando Moisés, que fue el organizador del culto a Jahweh, al conducir a la tierra de promisión a la tribu israelita sacada de Egipto, Miriam, hermana del gran sacerdote Aarón dirigió pandero en mano los coros que alternadamente, esto es, en forma responsorial contestaron al cántico de gracias de Moisés por haber atravesado felizmente el Mar Rojo27. Se desprende de este y de otros hechos análogos que la organización musical israelita estaba, como entre los súmeros y babilónicos, regida por mujeres. Ellas son las que salen a recibir con cánticos y danzas al son de tamboriles, cítaras y címbalos a David victorioso de los filisteos   —52→   (Primer libro de Samuel, Cap. XVIII, v. 6) mientras que le reprochan ásperamente por haber danzado ante el Arca de la Alianza (Ibid., Cap. VI, v. 16-20). Los instrumentos -varoniles, trompetas y cuernos de animales, resuenan en el servicio divino y junto a los cánticos de los guerreros. Todo el pueblo de Israel, preocupado por sus afanes guerreros, canta himnos de alabanza al Señor de los Ejércitos. Los profetas entran en delirio y el gran sacerdote cumple los ritos mágicos de predecir el porvenir al rey.

Con los Reyes, al comenzar el primer milenio, sincrónicamente con la dinastía saita en Egipto y el renacer de la nueva Babilonia, tras del imperio asirio, se reorganiza la música oficial en la religión israelita. David28 y Salomón codifican minuciosamente la composición de las orquestas y de los coros de cantantes. En la consagración del primer Templo de Jerusalén ciento veinte sacerdotes oficiaron junto a cuatro mil levitas músicos29. Instrumentos y voces entonaron al unísono los cantos de alabanza al Señor y la reputación de esa música se extendió de tal manera que Flavio Josefo, en los primeros años cristianos, creyó que llegaron a intervenir no menos de doscientos mil cantantes, otros tantos trompeteros, cuatro mil tocadores del arpa israelita y cuatro mil sonadores de sistros: no es menester que los arqueólogos nos adviertan de que la cifra les parece algo exagerada.

La música israelita sufrió diferentes reorganizaciones según las vicisitudes de aquel pueblo reducido al cautiverio y combatido en su propio templo. La alternación   —53→   responsorial o antifonal parece haber sido una de las hechuras distintivas permanentes en la música religiosa hebrea, persistiendo en la Sinagoga tanto como en la Iglesia cristiana, en los ritos orientales como en el bizantino y el romano hasta nuestros días. Sus instrumentos, perfectamente enumerados en los Salmos y en otros Libros del Viejo Testamento, han sido materia de difícil identificación a causa de que las traducciones los asimilaban a los instrumentos en uso en el país traductor, pero se sabe cuáles eran y su origen, por más que se afirme que la música vocal, al acompañamiento, de la cual estaban destinados, se hallaba en sus primeros tiempos libre de influencias extrañas y era de neta inspiración israelita30.

Esos instrumentos, que no puedo sino mencionar escuetamente aquí eran los siguientes: el arpa de David, o kinnor, con la cual se acompaña el canto el rey músico, y el nebel que corresponde a la época de Saúl. Este instrumento de cuerdas, que fue verosímilmente una lira con cuerpo resonante es el que los griegos tradujeron por Psalmos o Psalterion, asimilandolo otras veces al kinnor o kinyra de donde se pasa a kithara, fértil vocablo cuyas consecuencias recorren toda la historia y las cuales estamos viviendo plenamente. Instrumentos de viento suaves, o de música baja como decían nuestros escritores medievales fueron el ugah, especie de flauta larga transversal semejante a la egipcia, y el chalil que era el oboe doble sirio que guardaba su carácter mágico y bajo la acción del cual Saúl se ponía en trance profético. Pero kinnor, nebel y chalil eran los instrumentos adecuados para las libaciones, según el enojado testimonio de Isaías.

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Más rudos, instrumentos de música alta eran el schofar el cuerno de carnero, descrito por Moisés: instrumento rudimentario, de sonoridad triste y penetrante, fácil de percibir desde lejos y de neta procedencia mágica y ancestral, mientras que la chasosrah era una trompeta recta de plata que los sacerdotes tocaban por pares y eran indispensables en el campo de batalla. Los platillos metálicos tienen varios nombres: con los mesiltajim sale David a recibir el Arca de la Alianza; con los schalischim salen las mujeres al encuentro de David vencedor; al paso que los menaanim eran los sistros egipcios. Curiosamente, y a pesar de la proximidad, los competentes afirman que el arpa siria tan prodigada en Egipto no pasó, en cambio, a los hebreos. Menos la música babilónica, odiada a través de dos cautiverios. En los últimos tiempos de la decadencia de los pueblos sirio e israelita -o sea en los cinco siglos anteriores a Cristo- pudo unificarse el carácter de la música religiosa de la Sinagoga, tal como aparece en los viejos cánticos de las comunidades aisladas que menciona Idelsohn. Los cantos ortodoxos, los que los rabinos del mundo entero siguen entonando por tradición no interrumpida desde los grandes días del Templo y tras de la dispersión de los pueblos de Israel por la haz del planeta se remontan, se dice, a los tiempos en que los cinco libros de Moisés fueron recopilados. Mas en toda la música judía se observa una construcción melódica basada en un sistema modal enteramente semejante al de los griegos y con características estéticas que estos repiten tras de darles nombres específicamente orientales31. Un   —55→   nuevo mundo, una nueva cultura que desde diez siglos atrás venía gestándose, asciende a su zenit, para asombro de las Edades.





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