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«Las moscas», de Mariano Azuela

Francisco Rodolfo Mercado Noyola





A principios de 1915, Mariano Azuela desempeñaba en la ciudad de Guadalajara un importante cargo público en el ramo de la Instrucción. En ese tiempo, el autor laguense tuvo oportunidad de conocer la dinámica social de la burocracia de bajo y mediano rango de su estado. Luis Leal comenta al respecto:

Para escribir su novelita [Las moscas] el autor se documentó en Guadalajara cuando fue en 1914, durante el régimen del gobernador Julián Medina, director de Instrucción Pública del Estado. Entonces tuvo ocasión de conocer muy de cerca a los burócratas.1



Formando parte Azuela de los allegados a la figura del general Francisco Villa, hubo de emprender junto con éstos la retirada hacia el norte, en momentos posteriores a la gran derrota de Celaya. El siguiente año, 1916, constituyó para Azuela una época de importantes tribulaciones. Además de la bancarrota económica en la que se vio inmerso y el impostergable cumplimiento de sus obligaciones como padre de familia, se añadía a esta precaria situación el absoluto desencanto de sus ideales revolucionarios. Avecindado en una colonia del norte de la ciudad de México, el doctor Azuela continúa con su práctica médica en forma privada y con el desarrollo de su obra novelística, basada en sus experiencias dentro del movimiento revolucionario. Ésta es la época en que redacta su novela breve Las moscas, la cual sale a la luz pública en 1918, como parte de su serie de cuadros y escenas de la Revolución Mexicana. Luis Leal consideró Las moscas la mejor sátira del jalisciense, añadiendo que sólo éste y en ese preciso momento de su vida habría podido ser capaz de escribirla. Muy probablemente Leal se haya referido a que su postura política y su obra literaria, marcadas por el desencanto aún a flor de piel, no podían mostrarse menos acres en aquellos días. Antonio Castro Leal reseñó Las moscas de la siguiente forma:

Los hábiles -como esta familia de doña Marta y sus hijos Rubén, Matilde y Rosita [los Reyes Téllez de Culiacán]- se introducen al tren de algún general en campaña viajera; se instalan en un carro y se mantienen así durante semanas por estratagemas, servicios, favores y acaso los encantos de las niñas. Burócratas, moscas, que quieren adivinar dónde va a quedar la torta.2



La novela rezuma la desilusión por el gran fracaso del movimiento revolucionario experimentado por el autor laguense. Sus personajes son expuestos como tipos sociales, no como entidades autónomas; es decir, como un enorme sujeto colectivo que da cuerpo a la pequeña burguesía mexicana de aquel tiempo fratricida. Estos arquetipos de la clase media se rigen por lo que Manuel Ángel Vázquez ha llamado una «ética de la precariedad», en la que se ven expuestas las formas principales del medro social: la temeridad, la maledicencia, el servilismo, la abyección, el cinismo. Inclusive, Azuela sugiere el comportamiento rameril de las jóvenes Reyes Téllez, al desplegar sus encantos físicos con el fin de obtener del general Malacara los favores deseados, con la conclusión irónica del fracaso, a pesar de la propia humillación. Arturo Rivas Sáinz se ocupó específicamente del caso de los personajes de esta familia con ridículas pretensiones de abolengo en el siguiente comentario:

En momentos, el espíritu familiar o el sentimiento aristocrático de una prosapia auténtica o pegadiza, aislando al grupo como entidad absoluta, se olvida de los componentes y pone el acento en el todo. Se crea entonces un agonista sui generis, que obra o sufre con independencia más que semejante a la del individuo. Todavía la familia de casi el primer cuarto de siglo en curso es además de institución, un grupo de gente solidaria que muchas veces actúa más bien como unidad que distributivamente. Todos se deben al núcleo que ella es, y a él coinciden. Ninguno es yo. Cada quien es hijo de... los patronímicos tienen mayor importancia que los nombres de pila. No se vale por ser Ricardo o Policarpo, sí por descender de unos padres con escudo -o con escudos-, de una dorada historia. En el ámbito de las novelas azuelinas hay mucho aún de semejante criterio.3



La familia Reyes Téllez y el resto de los personajes -miembros de la clase media burocrática- se constituyen como un ente colectivo cuyo único objetivo dentro del relato es el de preservar sus intereses individuales o familiares, es decir, la supervivencia a costa del erario público. Predomina en ellos una conciencia de clase que desconoce cualquier misión que no se relacione con la mera subsistencia, una asunción consciente de su papel histórico como aparato administrativo mercenario y especulador ante la lucha bélica, un desconocimiento voluntario de su pertenencia a un pueblo y a una nación. El caso de los Reyes Téllez es arquetípico en el conglomerado de la pequeña burguesía mexicana. Se trata de una institución familiar cuyos miembros actúan como parte funcional de un organismo que depende para su supervivencia de la solidaridad de sus integrantes. La coyuntura principal que da cohesión a este grupo social básico es el sentido de pertenencia a una supuesta y risible aristocracia «venida a menos». Marta, la madre de familia, orgullosa portadora de este ridículo linaje descendiente de un criado del Palacio Nacional, ostenta su supuesta prosapia a la vez que reclama como suyos los víveres del médico del convoy, aduciendo como razón el haber sufrido empellones y pisotones para obtenerlos. Exige préstamos de dinero forzados mediante la malicia y se indigna ante el hecho de que no se le puedan extender, tratando además con desprecio al que los niega por falta de recursos. Se trata de una conducta que se observa frecuentemente en la clase media mexicana, el deseo de sobresalir del resto de los miembros de la clase social, pero no contar con los medios económicos para hacerlo, y entonces acudir a un falso linaje, haciendo gala de una banalidad pueril.

Algunos críticos han señalado el fenómeno de hibridación genérica que es ostensible en esta novela. El mismo subtítulo de «Cuadros y escenas de la Revolución» ya apunta claramente hacia su teatralidad. Las vistas de estos personajes, lugares y situaciones plasmados en progresión dinámica por Azuela también hacen pensar en Las moscas como un relato ya próximo al lenguaje cinematográfico. Se encuentra en esta novela la intención del autor textual de exponer en cuadros -en cierta medida fragmentarios- muchas de las observaciones efectuadas por Azuela en su experiencia revolucionaria. La trama, el nudo y el desenlace se encuentran ausentes. El lector solamente percibe una sucesión de hechos diríase captados por movimientos de una ubicua cámara. Se trata de una exposición del acontecer que va conformando un documento testimonial de las miserias cotidianas de la debacle histórica. Antonio Castro Leal señala al respecto:

Por su movilidad y sus cuadros casi enteramente dialogados, esta novela colinda con el teatro; poco falta para que puedan lucir en la escena estos personajes que se caracterizan tan rápidamente a sí mismos en sus conversaciones y sus parlamentos. Por su trazo vivo, su libre desarrollo y su ritmo acelerado es una de las obras de Azuela en que la nueva técnica de cuadros sucesivos e impresionistas aparece más fácil y lograda.4



Por su parte, Emmanuel Palacios pondera la agilidad de la narración y encomia la habilidad del autor para describir un cuadro de miseria moral. La visión de Azuela es plasmada por una mirada incisiva que -no obstante su efecto corrosivo- se desenvuelve con un estilo pleno de amenidad. Con la lectura de Las moscas ocurre un fenómeno peculiar. A pesar de que el narrador conserva en todo momento un tono serio de solemne repulsión, el relato -mediante el sostenimiento de un ludismo cáustico- desemboca en una risa amarga de una veracidad incuestionable. Esta es la observación de Palacios:

Qué ágil y en momentos divertido cuadro es el cuento corto o cuasi-novela Las moscas (1918). A favor del relato de las peripecias que acontecen a una familia, la de los Reyes Téllez, de la clase media presupuestívora a la que, careciendo de principios, poco le importa uno u otro bando revolucionario, se van engarzando tipos y escenas de nuestra Revolución con gran vigor plástico.5



Algunos críticos han señalado la proximidad de esta novela y otros relatos pertenecientes a la narrativa azuelina con algunas de las obras fundamentales del muralismo mexicano. Las moscas y algunos murales -por ejemplo, de José Clemente Orozco- comparten su predisposición a los escenarios de la plaza pública, la preeminencia de los temas colectivos sobre los intimistas. Tanto la narrativa azuelina -incluida esta novela- como el muralismo mexicano llevan a efecto, como procedimiento de composición, lo que podría concebirse como un gigantesco paneo de cámara que posee la facultad de captar con su lente las causas y efectos de toda una situación histórica extrema, en la que los personajes filmados (retratados, expuestos) inmolan su individualidad en aras de constituir una imagen verídica de un sujeto comunitario cuyo único móvil es la ambición de poder, el medro o la supervivencia. Se trata del desvelamiento de una Revolución espuria, simple reacomodo social violento con máscara de justiciero. Arturo Azuela apuntó al respecto:

Se ha dicho que la obra de Mariano Azuela está emparentada con la del pintor José Clemente Orozco; hay mucho de verdad en estas palabras; ambos reflejaron cuadros y escenas de las angustias colectivas y de la brutalidad de los poderosos hacia los marginados; ambos iban a las pérdidas irreparables, a los Apocalipsis del mundo contemporáneo. No había en los dos facilidad alguna para interponer las máscaras entre ellos mismos y sus expresiones artísticas. Cada mural, cada capítulo, cada perspectiva -sus colores y sus relieves- están plenamente identificados con su realidad histórica, con las transformaciones brutales de un país en guerra fratricida.6



Con anterioridad, Luis Leal, en el momento histórico de un régimen revolucionario institucional consolidado e imperante, había percibido las similitudes de la novelística azuelina con la plástica de José Clemente Orozco. Ambos artistas jaliscienses eligieron la condición humana primigenia y elemental que el antagonismo social violento dejaba al desnudo.

Durante la lectura de Las moscas acudió a mi memoria el mural «La katharsis» (1934-35), de Orozco. En él figuran las imágenes de un fuego purificador y de la maquinaria infernal de la guerra moderna, confundiéndose con los cuerpos de los beligerantes, entre los que se encuentran los rostros de la muerte, un pueblo que clama por justicia con los puños en alto, cuerpos trabados en combate u otros atravesados por bayonetas. Este es el trasfondo de la autenticidad ideológica de la lucha. En un primer plano que simboliza la realidad dolorosa del movimiento, está una joven meretriz en actitud dispuesta al acto carnal, ostentando alhajas en sus brazos, manos y cuello. Se trata de una mujer con piernas, caderas y senos lujuriantes, cuyo rostro grotesco esboza una carcajada insolente. La siguiente figura es la de una prostituta anciana, obesa, ridícula, empelucada, cuya mueca es acentuada por sus ojos estrábicos. El rostro de la tercera y última de las rameras denota edad madura. Su maquillaje chillante y sus prótesis dentales áureas señalan mal gusto. Esta última hetaira descansa apaciblemente su nuca de rizos rojos y sus hombros regordetes sobre la caja fuerte vaciada del erario público. Cada una de estas meretrices encarna una alegoría de una clase social. La más joven representa a los caudillos y sus allegados en ascenso; la anciana moribunda, a la oligarquía porfiriana y la de edad madura apoyada en la caja fuerte, a la clase burocrática. De modo que hay un vínculo temático entre las obras de ambos jaliscienses, la del narrador y la del artista plástico.

Mariano Azuela, escritor honesto y veraz por encima de cualquier otro atributo, plasmó en Las moscas su perspectiva más descarnada de las luchas y los movimientos sociales. Miembro de la pequeña burguesía, en esta novela se erige como uno de sus más punzantes críticos y como uno de sus más implacables jueces. Considerándose poseedor de una probidad suficiente para colocarlo a la altura de los ideales de justicia social por los cuales luchó, miraba con repugnancia la ausencia absoluta de credo ideológico en la pequeña burguesía. Jorge Ruffinelli opina al respecto:

En la estructura anecdótica, todas estas ideas se ilustran, como si los hechos estuvieran, aún correctamente observados a partir de la realidad, para comprobar ciertas ideas de difícil definición: realistas, cínicas, amargadas o adoloridas. Cuando Azuela escribió sobre estas novelas [las que escribió durante la segunda década del siglo XX], expresó también el estado de ánimo que lo había orientado, y de alguna manera llegó a la autocrítica.7



En su papel de autoridad moral que juzga las acciones de su propia clase social, Mariano Azuela deplora en Las moscas la falta de compromiso político de la pequeña burguesía y su actitud mercenaria de supeditar el despliegue de sus energías a sus meros intereses de supervivencia. Las condiciones económicas difíciles del propio Azuela, como individuo y como padre de familia, no le impidieron constituirse como una figura honesta y congruente con sus principios políticos. Por todo esto, le resulta incomprensible aquella otredad servil, desclasada y apátrida, parte mayoritaria de su propio entorno social. Juzga en forma sumaria al pequeño burgués temeroso de la muerte, la ignominia social y la indigencia. Mientras que conserva un poco de ponderación por los auténticos protagonistas del movimiento revolucionario, se muestra intransigente ante estos espíritus débiles (personaje colectivo de su novela) que se sitúan en medio de las otras clases sociales. El doctor Azuela tuvo oportunidad de presenciar escenas que para él resultaron «pintorescas y dolorosamente cómicas» durante el periodo en que la División del Norte emprendió la retirada hacia el norte del país. Los grupos revolucionarios iban dejando pueblos a su paso, en donde los habitantes quedaban angustiados ante su situación azarosa, y las caravanas de burócratas con sus familias se enfilaban en pos de aquellas huestes. Tras haber hecho sus cálculos, esperando acertar en éstos, se aproximaban a la facción de la cual esperaban la victoria, con la intención de hacerse acreedores a un cargo público como merced de los caudillos. Muchos otros se unían a «la bola» como acto reflejo imitativo. Tanto aquéllos como éstos se hacían seguir por sus familias, incluyendo niños, mujeres, ancianos y personas con alguna discapacidad. Quienes -como Azuela- nunca antes habían dependido del erario para su subsistencia, miraban a la burocracia itinerante con repulsión. El escritor jalisciense, considerando estas actitudes abyectas y miserables, comentó en alguno de sus textos compilados en Páginas Autobiográficas:

Como director de Instrucción Pública en Guadalajara tuve sobradas ocasiones de conocer muy de cerca a la burocracia, en su sección más turbulenta: después conviví con el gremio en sus mismos alojamientos, en los mismos trenes y en toda especie de parajes. Pude observarlos hasta la saciedad en sus pequeñas intrigas, en sus minúsculas ambiciones y a no pocos en una voracidad asquerosa. Ahora que han pasado muchos años y releo algunas páginas de Las moscas, comprendo que fui despiadado y cruel en la pintura de ese gremio. Porque si para todo el mundo los revolucionarios constituían una amenaza constante, para los desdichados burócratas significaban algo de vida o muerte. Al vaivén de las facciones que entraban y salían de las ciudades, entraban y salían los empleados; ocurriendo muchas veces que pobres viejos probos y competentes fueran sustituidos por amigos, parientes o recomendados, gente ignara en general, sólo por el gusto y satisfacción de los jefes en hacer gala y dar pruebas de su poder.

Aquellos desventurados andaban, por tanto, de cabeza; iban, venían y se revolvían sobre el mismo sitio, presumiendo o adivinando adonde habría de quedar la torta. ¡Las moscas!8



Años más tarde, el autor jalisciense atenuó su inquina, tomando en cuenta algunos razonamientos. Había calificado a esta burocracia itinerante como especuladora, acomodaticia, no acreedora a compasión, sin considerar que sus afanes respondían a la más elemental de las necesidades humanas: la supervivencia. Acostumbrado a ganar el sustento con su trabajo de escritorio, la anarquía imperante dejaba al empleado en absoluto estado de indefensión. Mas para los espíritus superiores, capaces de sostenerse a la altura de los ideales, resultaba incomprensible la tragedia que estas turbas se vieron precisadas a vivir, lejos de sus hogares y de la felicidad doméstica que materializaba sus únicos anhelos. La clase burocrática, desterrada del campo de los honores bélicos, iba exponiendo en aquellas jornadas su vida para obtener las migajas que les arrojaba displicente la clase castrense. Azuela, en épocas posteriores a la debacle social, mostrando una comprensión más amplia de la naturaleza humana, creyó injusto su juicio de aquella época. Comprendió la inocuidad de aquellas personas, en comparación con los encumbrados por la Revolución, en su enriquecimiento ilícito y ostentoso, en la formación de una nueva oligarquía dispuesta a succionar con voracidad las arcas de una nación empobrecida por la guerra. A la atenuante de una lucha en desventaja, se añadía su imprescriptible derecho de perseguir el sustento para los suyos. Cabe señalar que esta retractación la manifestó Azuela en una entrevista que tuvo lugar con posterioridad a su obtención del Premio Nacional de Literatura, en una época en que su condición de hombre maduro -satisfecho de su vida y obra, recientemente galardonado por el sistema político que emanó de las prácticas perniciosas que él mismo había denunciado en su juventud- podía haber minado sus facultades críticas. Atendiendo a estas circunstancias, sería posible cuestionar esta última postura política del escritor laguense.

La pequeña burguesía aparece en este relato como una clase débil, poseedora de una naturaleza de animal doméstico, pusilánime, que busca vivir del favor de los poderosos, carente de compromisos, acostumbrada a mamar de la ubre del erario o de la iniciativa privada, incapaz de autodeterminación social y de supervivencia autónoma. Carente de iniciativa propia, necesita acogerse al amparo de una figura de poder. De este modo se ha conformado históricamente el caudillismo. Hombres de carácter y de personalidad notables se erigen de entre la masa social, ya sea por valía propia o por privilegios heredados. Estos últimos forman parte de una élite socioeconómica en pugna por conservar e incrementar los fueros que el dinero les otorga. Se trata de una clase autónoma, que detenta los medios de producción. Por su parte, la masa popular busca la supervivencia. Durante los reacomodos sociales violentos, lo arriesga todo, ya que no cuenta con nada que perder, y el porvenir del movimiento le ofrece todo por ganar. Los caudillos de extracción humilde, a la manera de Francisco Villa, se hacen notables por su autonomía y fortaleza. Se granjean la admiración de todos los estratos sociales a causa de la propia valía. Así es posible interpretarlo, con base en el magnífico cuadro final, etopeya en que se muestra al general Villa en derrota, felino indómito y feroz que no pierde tal dignidad ni en las circunstancias más adversas. Arturo Rivas Sáinz comenta lo siguiente al respecto:

La cineprosopografía anterior [el último capítulo, titulado «Un ocaso»] representa al Villa derrotado que vuelve a su refugio del Norte después de la catástrofe de Celaya. Parte de los rasgos señalados pertenecen al héroe de siempre, parte al del momento... y aquí no hay medio alguno de separar al hombre de su circunstancia: el paisaje esbozado en el cielo es semántica y simbólicamente doble. Se extinguen dos soles, el de arriba, que cae -ocaso- en las sombras nocturnas, y el de abajo, que rueda -riel- por la vía de la oscuridad de la derrota.9



Escribe Manuel Ángel Vázquez:

Las moscas, novela de la que Valverde (1974:218) nos dice que «desde un punto de vista estructural y estilístico, tal vez sea ésta la obra más lograda de Azuela, dentro de su tonalidad deliberadamente superficial», será el centro de nuestra reflexión. Y lo será a partir precisamente, de la consideración de una intencionalidad expresa de superficialidad, que la convierte en una obra sin duda singular, en tanto que prototípica de las actitudes y comportamientos de la Revolución, desde la óptica radical del desencanto. Es la podredumbre que queda en la superficie de un país castigado y a veces arruinado el atractor del enjambre de burócratas que, como sujeto colectivo del relato, van da acá para allá como moscas, en busca de la salvación personal a cualquier precio.10



Las moscas es un relato en el que Mariano Azuela indaga en el sujeto colectivo los instintos elementales que hay del animal en el ente social. La doble moral se constituye como una práctica necesaria para sobrevivir y medrar. Aventuro una hipótesis para explicar este fenómeno. Nuestro país ingresó al mundo occidental como una sociedad colonial débil, temerosa, sometida, que manifiesta un respeto inquebrantable al orden jerárquico y un terror sagrado ante una autoridad superior omnipotente. El pueblo mexicano sólo ha conocido como medio de obtención de satisfactores la súplica a alguna majestad imperial, encarnada en algún señor de horca y cuchillo o en un líder institucional que puede conceder, magnánimo, el bienestar. La costumbre del besamanos y de la providencial posesión del favor de un poderoso han constituido una suerte de pacto feudal que ha desembocado en una imperante inconciencia de la equidad social. Al mexicano se le educa en estas prácticas, y las condiciones socioeconómicas se las imponen en su adultez. La consigna es, entonces, acogerse a la protección de un hombre de recursos y relaciones. Se trata de un orden estático, inamovible. Las circunstancias históricas expuestas en el relato de Azuela constituyen solamente un pretexto muy particular para acercarse al análisis de las miserias de la condición humana. El «encierro del mexicano en su laberinto» que mencionó Octavio Paz obedece muy probablemente a su debilidad y a su dependencia de otro más fuerte para subsistir. La simulación, la malicia y los fingimientos se deben a la misma razón. La costumbre de no ejercitar el impulso vital de los individuos en sociedad da origen a la necesidad de medrar a costa de otros y también a la admiración legendaria que solamente pueden suscitar en el imaginario nacional las figuras de la talla del Centauro del Norte.






Bibliohemerografía

  • Azuela, Arturo, Prisma de Mariano Azuela. México: Plaza y Valdés, 2008.
  • Azuela, Mariano, Obras completas, t. III. Bibliografía de Mariano Azuela por Alí Chumacero. 2ª reimpresión. México: FCE, 1993 (Letras mexicanas).
  • Leal, Luis, Mariano Azuela. Vida y obra. México: Ediciones De Andrea, 1961 (Colección Studium, 30).
  • Mariano Azuela y la crítica mexicana. Estudios, artículos y reseñas. Prólogo de Francisco Monterde. México: SEP, 1973 (Sep Setentas, 86).
  • Palacios, Emmanuel, Mariano Azuela. Un testimonio literario. Guadalajara, Jal.: Instituto Tecnológico de Guadalajara, 1952.
  • Rivas Sáinz, Arturo, El estilo de Mariano Azuela. Guadalajara, Jal.: Departamento de Bellas Artes del Estado de Jalisco, 1974.
  • Ruffinelli, Jorge, Literatura e ideología. El primer Mariano Azuela (1896-1918). México: Ediciones Coyoacán, 1994 (Diálogo Abierto).
  • Vázquez Medel, Manuel Ángel, «Realidad, ficción e ideología: a propósito de Las moscas, de Mariano Azuela», en Narrativa de la Revolución Mexicana. La Revolución en las artes y en la prensa. Conferencias de los Encuentros I y II sobre el Ciclo Narrativo de la Revolución Mexicana. Edición de Elena Barroso Villar. Sevilla: Fundación El Monte, 1996, pp. 175-187.


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