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Los dos hermanos

Novela escrita


Manuel Bilbao



Portada





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- I -

A fines del año de 1746, un bergantín español, «La Esperanza», que hacía el comercio, entre la Metrópoli y las colonias, navegaba a toda vela de regreso a las costas de España.

Llevaba de retorno, por las mercaderías que había traído, algunos capitales en barras de oro y plata y algunos frutos indígenas del Perú.

El bergantín impulsado por una fuerte brisa del N. O. cortaba las olas con una rapidez de siete millas.

El capitán era un español bastante perito.

La tripulación constaba de catorce hombres, sin incluir un individuo que iba en calidad de preso y asegurado con una barra de grillos.

Este reo venía en aquel estado por orden de la Inquisición del Perú, para ser puesto en las cárceles de Sevilla, en donde debía concluir sus días.

El capitán había recibido 1000 pesos fuertes de premio por llenar una comisión tal.

Las instrucciones que se le habían dado era no permitir al reo hablar con persona alguna, y al llegar a Cádiz entregarlo a la persona que se le había designado.

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Como el capitán procuraba llenar su misión de un modo estricto, creyó de necesidad, durante él dormía, confiar la custodia al piloto.

El piloto era un hombre vulgar pero avaro.

Auque brusco, no tenía la esperanza de llegar a ser capitán.

Su baja condición le hizo mirar al reo con deferencia, porque le creyó hombre de alta categoría.

El hábito de verle todos los días aumentó esa deferencia y creó cierto grado de familiaridad entre ambos.

El reo había conseguido el permiso de subir a la cubierta una vez por semana, y cuando llegaba uno de esos días, se le ponía a popa aislándosele de la tripulación.

Los marineros miraban a este hombre y sentían simpatías por él, porque no hay estímulo mayor a producirlas que la desgracia.

Cuando vemos llevar al patíbulo a un criminal, querríamos salvarle.

Cuando vemos que alguno sufre el castigo de un delito, tenemos, compasión por él.

Ese sentimiento inherente al corazón humano, que se despierta al contemplar un dolor ajeno, era natural se despertase también en los marineros al contemplar al reo.

Hacía como veinte días que el bergantín había salido del Callao en dirección a Talcahuano, donde tenía que hacer escala.

El piloto, en una de aquellas noches de aburrimiento que produce la calma en el mar, se fue a conversar al camarote del reo.

En otras ocasiones había oído a este algunas palabras misteriosas, y la curiosidad que sentía, le movió a buscar alguna distracción en la conversación con aquel hombre.

El piloto, antes de bajar, se paseó largo rato sobre cubierta, miró al cielo, observó el movimiento balanceado del bergantín, echó la corredera para ver si andaba y después que se cercioró que había calma chicha, se bajó al lugar indicado.

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El capitán dormía como se duerme a bordo; a pierna suelta.

El reo estaba tendido en su cama, con la cabeza reclinada, los ojos cerrados, pero sin dormir.

En esto entró el piloto, y al mirarle se encontró con la mirada del reo.

-¿No hay sueño? -le preguntó el piloto.

-Estoy desvelado -contestó el reo-; a veces duermo y a veces estoy despierto.

-¿Habréis dormido en el día?

-Sí.

En seguida variando de conversación, dijo el piloto:

-El buque no anda, estamos en calma.

-Para mí, repuso el reo, es lo mismo que ande que el que no ande.

-¿Entonces os es indiferente salir de aquí?

-Eso no, si fuera para salir en libertad; pero creo que estoy destinado a no ver más el mundo.

-¡Pobre señor! ¿Qué habéis hecho para semejante castigo?

-¿Que no os lo ha dicho ese monstruo del capitán?

El piloto se sonrió, porque se hablaba mal de su superior, y respondió:

-El capitán solo me ha dicho que vais a las cárceles de Sevilla por orden de la Santa Inquisición, en castigo de delitos enormes.

-Creedme -le respondió el reo sentándose en el lecho-, creedme que soy una víctima inocente sacrificada a la cobardía de un hombre, a quien quise castigar por haber atentado contra la pureza de mi esposa.

El piloto cobró atención y sin detenerse le preguntó:

-¿De dónde sois, señor?

-De España, lo mismo que vos.   -392-   Vine a América enviado por el rey para desempeñar una judicatura en Lima; pero un hombre que es hoy jefe de la Inquisición de allí, quiso violentar a mi esposa; sorprendí la violencia y lo desafié; al desafío se me contestó con la prisión. He sido arrebatado de mi casa; he dejado una esposa honrada, huérfana.

-¡Oh señor! -exclamó el piloto-, eso es mucho. ¿Y vuestro nombre?

-Rodolfo de Alvarado.

El Piloto conoció que el apellido era el de un noble, y cuando le oyó que era un magistrado nombrado por el Rey, acrecentó su interés y procuró ir más adelante en su indagación.

-El Rey, señor -le observó el piloto-, os hará justicia en el momento que sepa lo que acabáis de decirme.

-Estad seguro -le respondió con amargura fijándose en el semblante del piloto-, que no lo sabrá, porque en donde manda la Inquisición nadie penetra.

Lo que sí puedo aseguraros es, y esto os lo digo sin la pretensión de que lo creáis, que vos y el capitán seguiréis mi suerte, porque a fin de que todo quede oculto y nada pueda saberse, quizás se os remita a la misma cárcel que se me envía.

-Eso no -dijo el piloto un tanto sorprendido-, porque gritaría y me haría oír.

-Vano recurso; mi amigo ¿qué no habré gritado yo? En la Inquisición nadie tiene voz, y entrando en ella es preciso resignarse a morir entre cuatro paredes.

El piloto tratando de alejar un temor tal, preguntó al reo:

-¿Y vuestra esposa, señor, no vendrá a buscaros?

-Ella ignora mi paradero, porque me embarcaron de noche. ¡Ah!... Si yo consiguiese hacerle saber mi situación, daría mi fortuna y aseguraría premios del rey al que tal cosa hiciese; pues al rey le conviene saber esto.

Rodolfo no calculó el efecto prodigioso que harían sus palabras en el que le oía.

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-¿Muy rico, sois? -le preguntó el piloto con cierto aire de avaricia mal encubierta.

Entonces comprendió Rodolfo que el interés podía obrar algo en su favor y contestó calculando sobre ese sentimiento:

-Tengo lo suficiente para hacer noble a un plebeyo y asegurarle su porvenir. Poseo 20.000 pesos de renta anuales, y además sé donde está enterrado el tesoro de mi enemigo.

-Sois bien rico -repitió el piloto como un hombre que calcula sobre una idea que le trabaja su espíritu-, sois bien rico.

El piloto seguía en silencio, como saboreando el pensamiento de lo que vale tener una fortuna, cuando sintió la voz del timonero que le llamaba.

Corrió en el acto sobre cubierta.

La brisa principiaba a hinchar las velas y la nave a cortar las olas con lentitud.




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- II -

Las conversaciones entre Rodolfo y el piloto se repitieron más a menudo.

El aislamiento reclamaba pasatiempos y estos se buscan con mayor interés, cuando había de por medio esperanzas que deslindar y la imaginación era presa de una idea halagadora.

Rodolfo, después de haber sondeado al piloto, pensó como piensa todo preso, en los medios de recobrar su libertad.

Este pensamiento que se apodera de todo hombre al pisar los umbrales de una prisión, es tan regular y común, que solo las almas muy débiles renuncian a él.

El alma se reviste de una abnegación tal, en semejantes casos, que no calcula el peligro ni teme los resultados de un fracaso.

Una vez que llega a concebirse la idea de una fuga, la cabeza del reo bulle en planes alegres.

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Rodolfo, ese hombre que tenía la certidumbre de no volver a ver a su esposa, de quedar sin venganza y de morir en una cárcel, era justo que pensase en destruir cuanto se le presentaba para escapar a semejante destino.

A esto se agregaba el frecuente maltrato que el capitán le daba, la vida reclusa y mortificada que llevaba.

Mas ¿cómo conseguir la libertad?

La franqueza manifestada por el piloto y los instintos de avaricia que Rodolfo había observado en él, fueron una luz para su fatigado pensamiento que le mostró la necesidad de conspirar.

Animado de esta idea se resolvió a tratar de ella.

-Si me delata -se dijo a sí mismo-, ¿qué más pueden hacerme de lo que me han hecho ya? ¿Me echarán al agua? En esto ganaré, porque se abreviarán mis sufrimientos. ¿Y si acierto? ¡Oh...! -exclamó Rodolfo alzando los ojos al cielo con una expresión feroz de alegría que encerraba todo un mundo de venganza y de porvenir.

El bergantín seguía veloz y entraba ya en la espaciosa bahía de Talcahuano.

La caída del ancla anunció a Rodolfo la llegada a un puerto.

En la noche del día en que el buque fondeó, el capitán se fue a tierra para muy temprano pasar a Concepción con el objeto de ver las personas que debían completar la carga del buque.

Cuando Rodolfo supo el lugar donde se encontraba, al momento se acordó de su hermano el padre Anselmo que pisaba aquellos lugares, misionando entre los araucanos.

Ignoraba el punto donde residiría, pero estaba seguro que en el convento de franciscanos darían razón de él.

Llegar a hacerle saber su situación, parecía a Rodolfo que equivalía a salvarse.

En la noche, cuando el capitán se fue a tierra, el piloto bajó a tertuliar con el preso.

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Rodolfo le esperaba con impaciencia; así fue que al verle, apenas le dejó hablar, diciéndole:

-Amigo, estoy en lugar donde puedo fácilmente lograr mi libertad y voy a haceros poderoso. ¿Me haréis un servicio?

-¿Cuál? -preguntó el piloto con admiración.

-En Concepción debe estar un fraile franciscano, que se llama Anselmo de Alvarado. Si no está allí, deben dar razón de él en el convento. Ese fraile es mi hermano. Quiero escribirle dos líneas para que me liberte. Si él las recibe, yo no moriré en una cárcel.

-Eso es imposible, señor, me perdería para siempre.

-No, mi amigo, no -repuso Rodolfo con una excitación febril-. El hombre que quiere ser algo debe arriesgar. Vos por ganar un sueldo atravesáis los mares; en cada travesía arriesgáis la vida, sin más recompensa que una miserable suma de dinero, la cual jamás os dará descanso ni posición social. Si para eso sois tan arrojado y desinteresado, ¿cómo os ha de faltar el valor para haceros rico y noble en cambio de un acto de justicia y de humanidad que Dios y el rey os agradecerán?

El piloto comprendió que Rodolfo era un hombre que le convenía y podía servirle de pedestal para llegar al colmo de su ambición.

Se quedó pensativo y como quien gradúa la importancia del servicio que va a hacer, contestó:

-Aguardaos un momento. Pronto os responderé.

El piloto subió sobre cubierta, y después de media hora de reflexión volvió.

-¿Vuestros deseos son -le dijo-, que se entregue una carta al padre Anselmo?

-Sí.

-¿Y si no está en Concepción?

-Que se le haga llegar.

-¿Y que dais por ese servicio?

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-Mi fortuna y el título de marqués.

-¿Y en qué tiempo cumplís eso?

-A los pocos días de estar libre.

-¿Entonces es condición precisa que estéis libre? ¿Y si vuestro hermano nada consigue?

-En tal caso, antes de dejar este puerto, es necesario que os fuguéis conmigo.

-Esas son palabras mayores y muy mayores -repuso el piloto con cierta calma sospechosa-, mucho más cuando ninguna seguridad hay de que me cumpláis lo que me prometéis.

-¿Podríais dudar de la palabra de un noble español?

-Si estuvieseis libre, no; pero del que está preso es posible dudar, porque nada extraño es que el preso procure su libertad de cualquier modo.

-Os equivocáis; porque un hombre honrado es incapaz de engañar y sacrificar a inocentes.

El piloto, que tenía tomada su resolución de antemano y que oía a Rodolfo por hacerle creer en el servicio, le repuso:

-Pues bien, acepto vuestra oferta y os tomo la palabra de honor.

-Os juro cumplir cuanto os he dicho -le contestó Rodolfo tomando y estrechando la mano del piloto con una expresión de frenético reconocimiento-. Escribid entonces, porque mañana en cuanto vuelva el capitán iré a tierra.

-¡Dios os premiará!

El piloto trajo los útiles de escribir y dejó solo a Rodolfo.

La decisión del piloto parecería admirable si se le juzgaba animado de un sentimiento humanitario y halagado tan solo por la recompensa; pero si se le sondeaba el corazón y los móviles que a ello lo inducían, entonces la admiración degeneraba en otra apreciación nada lisonjera.

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Este hombre desde que había salido del Callao, no cesaba de pensar en el modo cómo apoderarse de las barras de oro y plata que conducía el buque. Este era un pensamiento que le perseguía noche y día, que le atormentaba y le hacía gozar y que no desamparaba un momento.

Rodolfo le era indiferente en cuanto a su situación, mas no considerándolo como instrumento que podía emplear para llevar adelante el logro del plan que se propusiera.

Por eso, cuando supo que Rodolfo era magistrado, se alegró por el apoyo moral que debía esperar de él.

Las promesas que este le había hecho y las razones sobre que un hombre honrado jamás emplearía medios reprobados para conseguir un fin, le causaron nada más que risa en su interior.

Había pasado un largo rato, cuando el piloto volvió donde Rodolfo y le encontró poniendo la firma a la carta.

-¿Habéis concluido? -le interrogó.

-Sí, amigo, he concluido.

El piloto se acercó entonces demostrando interés por saber lo que la carta decía, lo cual satisfizo Rodolfo pasándosela y diciéndole:

-Leedla y ved si os agrada.

El piloto que tenía por nombre Guerra, tomó el papel y leyó la carta en que el hermano decía al hermano cuanto había pasado, el destino que llevaba, y la esperanza de que tal vez podría escapar del buque.

-Está bien puesta -le dijo el piloto al terminar-, pero es necesario le agreguéis, que os espere un mes en Concepción.

-¿Por qué un mes?

-Os suplico que no me interroguéis más, porque ese es mi secreto, y aún no es tiempo de que lo sepáis.

-No os entiendo.

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-Quiero decir, que pudiera suceder que si no lográis escaparos ahora, lo conseguiréis en un mes más.

Rodolfo quiso insistir en aclarar este misterio; pero Guerra le impidió hacerlo insistiendo por su parte en no hacer revelaciones. Rodolfo no tuvo otro partido que tomar sino el de obedecer.

Puesta la posdata, Guerra recibió la carta y se retiró.

-Por ahora -se dijo Guerra a sí mismo-, nada tengo que hacer con este hombre. Me ocuparé de disponer las cosas.




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- III -

El piloto tenía concebido un plan para apoderarse del dinero que iba en el buque; pero para llevarlo a efecto le faltaban cómplices, pues hasta entonces no había trabajado sobre el ánimo de los marineros.

Su idea era crear enemigos al capitán y halagar a los que se pusieran en tal situación.

Consecuente con ese plan, el día en que el capitán debía volver de tierra, Guerra dio a tres marineros botellas de aguardiente para que aquel los encontrase ebrios y les castigase.

En efecto, el capitán volvió de Concepción y fue recibido por el piloto.

-¿Qué hay de nuevo? -le preguntó al pisar la cubierta.

-Nada, mi capitán, solo tres hombres se han emborrachado.

El capitán incómodo por tal falta, preguntó en el acto:

-¿Quiénes son?

-El contramaestre, Antoni y el cocinero.

-¡Canallas! ¿Dónde están?

-En el entrepuente, mi capitán.

El capitán fue hacia ellos y dándoles de patadas les llamó con improperios.

Los tres hombres estaban aletargados, y en vez de responder se dieron vuelta profiriendo algunas maldiciones.

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El capitán se creyó insultado y les sacudió de palos.

El piloto sonreía de placer y atizaba la cólera del capitán.

Éste, al fin se convenció de que era inútil el castigarlos en aquel estado Y se retiró sobre cubierta a dar algunas órdenes al piloto.

-Dentro de tres días daremos a la vela -le dijo-. Mañana y pasado lo ocuparemos en cargar; es necesario un lugar para acomodar cuatro araucanos que la autoridad manda a España.

El piloto frunció el entrecejo, y como si le disgustase esta última carga, dijo al capitán:

-Presumo que esos bárbaros nos han de incomodar bastante, mucho más no entendiéndoles su idioma.

-Uno de ellos es lenguaraz -le observó el capitán-: pero como van forzados, conviene llevarles en la barra.

-Tiene V. razón, en la barra -replicó el piloto bastante satisfecho al saber que iban forzados.

El capitán dio algunas otras órdenes, y al retirarse, el piloto le pidió permiso para ir a tierra.

El capitán accedió, con la prevención de que recibiese antes la carga, para no perder tiempo.

Al siguiente día, el capitán hizo comparecer a los marineros que se habían embriagado y del interrogatorio que les hizo resultó, que el licor lo habían tomado de la bodega.

Por semejante delito se les castigó corporalmente y se les condenó a servir sin sueldo durante la travesía.

En vano procuraron salvarse de esta pena los infelices, pues el capitán les negó toda audiencia, y cuando se retiraron tristes y meditabundos, el piloto se les acercó para consolarles, diciéndoles en voz muy baja:

-No tengan Vds. cuidado; yo les respondo de los salarios.




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- IV -

Pasaron los dos días de carga y los araucanos se hallaban ya a bordo.

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Guerra desembarcó entonces, y tomado un caballo se dirigió a Concepción y fue a golpear a la portería del convento de San Francisco, preguntando por el padre Anselmo.

-Se encuentra en la Imperial -le contestó el guardián.

-Entonces -le dijo el piloto-, tenga V. la bondad, de hacer llegar a sus manos esta carta.

Sacó la carta y la entregó.

-Está bien -respondió el guardián tomándola-, se la remitiremos.

Cumplida esta diligencia, Guerra se dirigió a una tienda y compró seis puñales y dos pistolas, y luego regresó a Talcahuano.

Al siguiente día el bergantín levó el ancla, y aprovechando una fresca brisa del sudeste, tendió sus velas y salió del puerto.

El viento soplaba recio, y la nave, cual un águila que rasga los aires en su vuelo, cortaba las olas.

Todo aquel día anduvo el bergantín con rapidez.

La tierra se perdió de vista y los navegantes se encontraron bien pronto sin otro horizonte que el firmamento y sin otro apoyo que las olas.

El piloto no perdía entre tanto su tiempo.

La mañana la empleó con los marineros que habían sido castigados.

A la hora de comer no permitió que otro que él bajase donde estaban los araucanos.

Él en persona les llevó el alimento y les regaló una botella de aguardiente.

Mientras comían, hizo ver al lenguaraz lo mucho que sentía el estado en que iban, el destino que llevaban, manifestándoles que sino fuera por el capitán, él los pondría en libertad y los tornaría a sus tierras.

Los araucanos se mostraron agradecidos.

Guerra se retiró, y tan luego como le tocó el turno de la guardia, se fue al camarote de Rodolfo.

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Éste se encontraba desesperado, pues creía que al haber salido el buque, sus esperanzas estaban muertas.

-Muy irritado debéis estar conmigo -le interrogó Guerra al acercársele.

Rodolfo le miró con ese aire de despecho que se apodera del que cree que otro se burla de uno.

-¿Queréis volveros a reír de mí? -le respondió.

-Nada de eso -le replicó Guerra con serenidad-; vengo a proponeros que elijáis entre la libertad y la muerte.

-¿A qué venís a proponerme la libertad cuando no me resta sino la muerte? ¿No habéis dejado que el buque se haga a la vela sin permitirme escapar?

El piloto se quedó contemplando a Rodolfo.

Le encontraba razón; pero era porque Rodolfo no conocía el pensamiento del piloto, pensamiento que pasó a comunicarle.

-Señor Rodolfo -le dijo con amargura-, no os he dejado escapar en Talcahuano porque así me convenía. Es verdad que aquella era la ocasión más propicia; pero escapándoos vos solo, quedaba yo siempre el mismo, pobre, y lo que es peor, perseguido. Ahora la situación es distinta y voy a explicárosla.

-Os escucho.

-Podéis recobrar la libertad -continuó-, si aceptáis una condición. Nada os exijo de las promesas que me habéis hecho tocante a intereses, solo quiero una cosa por ahora.

-¿Cuál? -le interrumpió Rodolfo con impaciencia.

-Que entréis en la conspiración que medito.

-¿Contra quién? -le interrogó el reo con curiosidad y sorpresa. El piloto se le acercó al oído y en voz muy baja le respondió:

-Contra el capitán.

-¿Y qué os ha hecho el capitán?

-El capitán nada me ha hecho; pero el bergantín lleva caudales y yo necesito esos caudales. ¿Me entendéis ahora?

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Rodolfo comprendió todo a la vez, comprendió al hombre.

Sintió repugnancia hacia Guerra, pensó en rechazarle; pero se acordó de su situación y se limitó a interrogarle:

¿Y qué queréis que yo haga?

-Os lo diré.

Guerra volvió a inclinarse sobre el reo, y con palabras imperceptibles casi, le reveló el plan, concluyendo por proponerle:

-Vos mataréis al capitán y yo me encargo de amarrar a los que resistan. En seguida...

Rodolfo le impidió continuar, interrumpiéndole.

-Eso es abusar de mi posición. Proponerme que acepte un crimen es creerme capaz de cometerlo. ¡No! Yo no acepto.

Guerra contemplaba al reo con extrañeza.

-Os creía -le dijo-, ansioso de vuestra libertad; pero veo que amáis la esclavitud.

-Atended, le replicó Rodolfo; un delito esclaviza el alma al remordimiento; un crimen aprisiona la conciencia. Entre aceptar un acto tal, o quedar preso, prefiero este último partido; porque al fin, mi alma queda libre.

-¿Un crimen consideráis matar a un hombre que es vuestro verdugo? ¿De qué modo pensáis entonces escapar?

-Puede procederse de otro modo, tomándonos el buque por la fuerza. Entonces, si en la lucha encontrásemos resistencia, yo en defensa de mi libertad y de mi existencia os aseguro que no trepidaría en matar; pero matar sin resistencia es asesinar. Levantémonos y aprisionemos a los contrarios; yo iré delante y venceremos. Vos tomaréis los caudales, pues yo ninguna parte quiero de ellos.

El piloto se puso a reflexionar como quien va a tomar una resolución definitiva, y después de un corto rato de silencio respondió:

-He reflexionado y acepto vuestra idea.

-¿Convenís? -le interrogó Rodolfo con efusión y entusiasmo.

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-He resuelto que sí; pero vos seréis mi protector en todo caso adverso.

-Siempre, siempre.

Rodolfo pareció recibir una nueva existencia cuando concibió la esperanza de poder volver a recobrar a Magdalena y vengarse.

-Sois todo un hombre -le dijo el piloto-; nada falta sino disponer a los otros.

-Y yo -le observó Rodolfo-, ¿cómo puedo salir de aquí?

-No tengáis cuidado: Os traeré algo con que os entretengáis en limar la chaveta de los grillos.

-¿Y cuándo tiene lugar la conspiración?

-Os lo avisaré con oportunidad.

Dando esta respuesta, Guerra se fue a cuidar del rumbo de la nave.




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- V -

El piloto continuó trabajando en llevar a cabo su plan.

A los indios les veía a cada rato; a los marineros maltratados por el capitán los sondeó primero y en seguida los invitó a tomar parte en la empresa.

Los temores que manifestaron desaparecieron a presencia de las seguridades que el conspirador les manifestó.

Había obtenido asentimiento de cuatro de la tripulación, faltaba conquistar a diez más.

Guerra no se atrevió a hablarles directamente y encargó de la comisión al contramaestre.

-Si alguno de ellos os vende -le advirtió-, no me descubráis porque yo os salvaré de todos modos.

El contramaestre, dotado de una de esas almas que nada temen, aceptó la comisión y se dirigió a uno de los marineros designados por Guerra.

-¿Queréis ser rico? -fue la pregunta de introducción que le hizo.

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-Extraña pregunta -le contestó aquel.

-¿Eres resuelto?

-¿A qué viene eso?

-Júrame guardar secreto y te lo digo.

-¿Estás borracho? ¿Así no más se jura?

-Escrupuloso estás; ¿pues no juras y reniegas a cada momento?

-Déjate de reflexiones y dime lo que quieres.

-Jura y te lo digo.

-Te juro guardar secreto.

-Así no se jura: haz la señal de la cruz y júrame por ella.

El hombre hizo la señal de la cruz y juró.

-Te diré, que estoy conspirando para echarme sobre la plata que viene a bordo. ¿Quieres ayudarme? Te daré la décima parte.

El marinero se echó a reír a carcajadas, diciéndole:

-¡Vaya! ¡Vaya! ¿No te decía que estabas ebrio?

-Déjate de risas -le repuso el contramaestre tomando el aire serio de las circunstancias-; contesta sí o no.

El marinero formalizándose a la vez, interrogó al contramaestre:

-¿Y hablas de veras?

-Tan de veras, que es una cosa resuelta y convenida con otros.

-¿Quiénes son los otros?

-Menos averigua Dios y perdona. Eso no lo sabrás hasta que llegue el momento.

El marinero se entregó a una dilatada meditación, conversó al oído con el conspirador y luego le dijo:

-Más tarde te contestaré.

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-Está bien; le observó el contramaestre. ¡Cuidado con mover los labios! Porque la conspiración tendrá lugar de todos modos y mis compañeros...

-No temas denuncias de un hombre como yo; eso es bueno para los cobardes e infames.

El contramaestre dio parte a Guerra de lo que acababa de pasar; este le encomendó en seguida la conquista de tres marineros mas, a quienes le designó.

Entre estos se hallaba un hombre de frente angosta, ojos encapotados y de aspecto rechazante.

Se llamaba Zañaro.

Cuando el contramaestre le habló sobre el particular, aceptó en el acto.

A eso de las oraciones, el agente dio parte al piloto de estar todo dispuesto.

-Te has portado como todo un hombre -le dijo Guerra-. Mañana a las doce del día daremos el golpe.

-Convenido. Hasta mañana.

El contramaestre se fue a esperar la hora de la guardia y el piloto se dirigió a ver los indios.

-¿Cómo están mis hijos? -les interrogó al verlos.

-Buenos -respondió el lenguaraz.

En seguida les habló de los sufrimientos que pasaban, avivándoles el odio contra el capitán, y luego les preguntó:

-¿Mucho deseáis volver a la tierra?

-Sí, hermano, mucho.

-Si fuerais valientes volveríais.

El lenguaraz comunicó estas palabras a sus compañeros.

Los indios se conmovieron y hablaron con ánimo, con ese orgullo nativo al hijo de Arauco.

El lenguaraz tradujo la resolución:

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-Dicen que no conocen el miedo, que pertenecen a la nación jamás vencida y que por volver a sus tierras se dejarían matar.

-¿Queréis hacer una cosa? -les interrogó Guerra, lleno de satisfacción al palpar la disposición en que se hallaban los indios.

-¿Qué cosa?

-Matad al capitán y de este modo volveréis a la patria.

El lenguaraz comunicó la respuesta.

-Estamos dispuestos, pero es necesario que sueltes a uno de nosotros.

-Seréis puestos en libertad a su tiempo; pero es preciso que esperéis a que yo vuelva. Por ahora quedad quietos, y no habléis con nadie, aunque os maten.

Los indios con los ojos chispeantes de fuego, animados con la idea de volver a sus campos, poder abrazar a sus mujeres y correr en sus indómitos potros, manifestaron a Guerra su agradecimiento.




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- VI -

Era ya de noche y el viento soplaba con fuerza.

El piloto, sin poder faltar de la cubierta por estar de guardia, bajó donde Rodolfo, y muy a la ligera le previno.

Mañana a las doce, cuando oigáis un tiro.

Esta era la señal convenida para el estallido de la conspiración.

La oscuridad de la noche aumentaba por grados, la lluvia caía con fuerza y las olas se elevaban con furor.

En esto se dejó oír una voz, la voz del piloto:

-¡A tomar rizos!

La guardia subió a las vergas y principió la operación con presteza.

El viento iba en aumento, los palos del bergantín se doblaban y las olas entraban sobre cubierta.

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El piloto conoció que aquello era un temporal, y con toda la fuerza de los pulmones ordenó:

-¡Arriba toda la gente! ¡Aferren velas!

A esta voz el capitán subió sobre cubierta y los marineros que dormían se precipitaron a maniobrar.

El piloto tomó el timón.

En medio de aquella oscuridad, sin tierra donde poder llegar, teniendo sobre sí una atmósfera ennegrecida por las nubes y a los pies un mar agitado que bramaba de furor, la nave luchaba contra los elementos, ya montando sobre las crestas de las olas, ya descendiendo con la velocidad del rayo a los abismos de la ondulación.

El agua corría por sobre la cubierta.

Todos permanecían en sus puestos.

El capitán como los otros marineros, amarrado de la cintura para no ser arrebatado por los golpes de mar.

El silencio era profundo.

No se oía más voz que la del capitán, que mirando al mar y a la aguja de marear, ordenaba al piloto el rumbo que debía imprimir a la nave.

En medio de esta oscuridad y de este silencio, un hombre se acercó al capitán. El marinero arrastrándose, llegó hasta tropezar con él.

-¡Cuidado! -le gritó este.

El marinero se quedó quieto, y cuando hubo conocido que el capitán era el que estaba a su lado, se empinó lo posible y muy al oído le dijo:

-Venia a deciros una cosa importante.

El piloto alcanzó a percibir algo y fijó la atención.

-¿Qué cosa? -le interrogó el capitán.

-Mañana a las doce del día va a estallar una conspiración para robaros los caudales que el buque conduce.

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Tal nueva sobresaltó al intrépido marino.

-¿Y quién eres tú?

-Zañaro.

Guerra sintió helársele la sangre en las venas. Si hubiera habido un rayo de luz, el semblante del piloto habría revelado al criminal.

Luego siguió el interrogatorio.

-¿Quiénes conspiran?

-El contramaestre es el cabeza, él me ha convidado, pero no me ha descubierto a los otros.

-¡Ah infame! -exclamó el capitán, mañana mismo le ahorcaré.

En seguida Zañaro encargó sigilo al capitán, y este le respondió diciéndole:

-No tengas cuidado, yo premiaré tu aviso.

El marinero se retiró deslizándose por la obra muerta hasta volver a tomar su puesto.

A eso de las tres de la mañana se vio que la tempestad pasaba.

Disipáronse los serios cuidados y restableciose el orden en las guardias.

Entonces el capitán se volvió a Guerra y le interrogó:

-¿Has oído lo que ese marinero me ha dicho?

El piloto aparentando indiferencia le repuso:

-¿Sobre alguna avería del buque?

-No, sobre la conspiración del contramaestre.

-Será alguna chanza, señor.

-Es necesario tomar medidas y asegurar a ese hombre.

-¿Y es solo él?

-Se ignora el nombre de los cómplices.

-Entonces me parece mejor sonsacarle algo antes de proceder.

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-Pero es necesario hacerlo con presteza. ¿Quién se encarga?

-Poned aquí al timonel, yo le llevaré a mi camarote y allí haciéndole beber lograremos el objeto.

El capitán mirando con agrado a Guerra, llamó al timonel y dejó al piloto que hiciese lo que ofrecía.

En seguida encargó al piloto diese un poco de ron a la gente, para que calentase el cuerpo. Los marineros fueron desfilando uno a uno, y cuando el contramaestre hubo secado el vaso de un sorbo, el piloto le dijo:

-Aguarda un momento.

Concluido el reparto, el piloto se llevó al contramaestre a su camarote, invitándole a beber una botella a la salud del buen tiempo.

Bajaron a la cámara y sentándose ambos al lado de una mesa, principiaron por destapar una botella. El piloto sirvió un poco en cada vaso y con voz muy silenciosa dijo al camarada:

-Zañaro te acaba de vender. El capitán está a oscuras, nada temas, porque te salvaré a las tres de la tarde. A las doce es ya imposible. Haz que bebes hasta fingirte ebrio.

El contramaestre se quedó frío, lo cual observando Guerra, trató de reanimarle diciéndole:

-Bebe camarada; no seas gallina. Te faculto para que me denuncies si no te salvo.

-Y si no me libertas -balbuceó el denunciado-, de seguro que me matan.

El camarada se sintió mas repuesto con tal promesa; fijó sus grandes ojos en el jefe, y empinó el vaso hasta concluirlo.

Guerra le previno acto continuo:

-Si el capitán te pregunta por los cómplices, nómbrale a los que no están con nosotros.

En esto vio el piloto que el capitán desde fuera con la vista le interrogaba; y este le respondió cerrándole un ojo, en demostración de que todo marchaba bien.

  -410-  

Cuando se hubo alejado, Guerra dijo al contramaestre:

-Hazte el ebrio para que el capitán crea que me he portado bien.

En efecto, al poco rato se vio salir un hombre que tenía que apoyarse para no caer.

Era el contramaestre que se retiraba a su cama.

El capitán le dejó pasar y corrió donde Guerra interrogándole:

-¿Qué ha confesado?

-Todo, todo, mi capitán.

-¡El nombre de los conspiradores!

El piloto le designó a seis de los no conspiradores.

-Pues, vamos a amarrarlos -le ordenó aquel-, armaos.

Ambos se armaron y principiaron a llamar a los designados y a ponerlos en prisión.

Al contramaestre le pusieron esposas, suponiéndolo embriagado.

-¿Por qué es esto? -preguntaron los infelices.

-Obedeced, facinerosos -les respondió el capitán, que ordenaba con las pistolas amartilladas.

Así es que obedecían llenos de sorpresa.

Eran ya las seis de la madrugada.

El viento calmaba, la atmósfera se despejaba.

El mar se mantenía agitado por efecto de la borrasca que había tenido lugar.

La mañana de aquel día se pasó en tomar precauciones de seguridad.

Dieron las 12 del día y todo pasó en calma.

Parecía también conjurada la tempestad denunciada.

A esto siguió el silencio que precede a los grandes estallidos.

Los conspiradores se miraban y no sabían qué hacer.

  -411-  

La hora había pasado.

Guerra aprovechó un descuido del capitán para decir a uno de los conjurados:

-A las tres de la tarde, al oír un tiro.




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- VII -

El capitán, como de costumbre, había observado el grado de latitud en que se encontraba el bergantín.

El viento N. O., que soplaba, le hacía calcular que en seis días más llegaría al Cabo de Hornos.

Guerra se acercó al capitán que se paseaba por el costado estribor y se informó de las observaciones que este había hecho; luego se retiró y bajó al camarote de Rodolfo, diciéndole de paso y sin detenerse.

-Listo.

Volvió a subir y bajó al lugar donde estaban los marineros, se acercó a uno de ellos y le repitió la misma palabra de orden.

-Listos.

De allí siguió donde el contramaestre, quitole las esposas y diole la misma voz.

No se detuvo:

Acercose al lenguaraz, le habló en secreto y le entregó cuatro puñales.

Concluidos estos aprestos, se volvió a cubierta.

Eran las dos y media de la tarde y los conspiradores aguardaban con impaciencia el signo del ataque.

Cada uno temía por sí, porque cada uno temía la delación del otro.

Los espíritus se encontraban ardientes, en un estado febril; por una parte el temor de ser vencidos ea la lucha, la incertidumbre de llegar a la hora dada sin ser descubiertos; por otra el oscuro   -412-   porvenir que se les presentaba, a pesar de la luz que sobre sí arrojaba la codicia.

Contaban por el latido de sus corazones el golpe de la péndula que marcaba los segundos.

La arena del reloj corría a señalar una hora.

Ricos o muertos era la alternativa para una parte de los conspiradores; libres o muertos la alternativa para otra parte de ellos.

Rodolfo y los araucanos sentían surcar por sus imaginaciones cuadros de grandiosidad: la libertad que conquistaban, la vuelta a la tierra adorada por los salvajes.

El deseo, las ilusiones de volver a montar los selváticos potros, para atravesar las llanuras con la velocidad del aire; las familias que dejaban, sus usos, los bosques de aromático olor y de espesas montañas; toda esa animación de la vida natural en el goce de la entera libertad.

Esas ideas se atropellaban en la imaginación de aquellos hombres.

Rodolfo pensaba también que la libertad le llevaría a encontrar su esposa y soñaba en días de felicidad.

Todos ellos, al impulso de semejantes sentimientos se sentían fuertes y no dudaban vencer. Esperaban la señal.

El piloto se colocó sentado a la proa del buque, observando al capitán que se paseaba.

Con la ampolleta en la mano, veía acercarse el momento decisivo.

Faltaban algunos minutos; la arena iba a marcar las 3 y el piloto se hallaba como paralizado.

Dio la hora y el hombre se quedó irresoluto.

La campana del buque anunció el momento preciso, y los conspiradores se pusieron de pie.

El tiro aún no se dejaba oír.

Guerra palidecía, le faltaba el valor, el crimen le anonadaba.

  -413-  

Miró al capitán y la vista de este le confundió.

La víctima tornó la espalda en uno de los paseos, y el piloto se sintió entonces animado; sacó en el acto una pistola que llevaba oculta en el pecho, la preparó y la disparó con mano trémula sobre el capitán.

La bala pasó sin herir.

El capitán volvió rápido como el rayo amartillando las dos pistolas que cargaba, y se precipitó sobre Guerra que había quedado inmóvil; pero en su camino se encontró con los salvajes que desnudos y puñal en mano buscaban su presa.

El capitán les descerrajó los dos tiros de que disponía, mató a uno de ellos, hirió a otro y los dos restantes le tendieron a cuchilladas.

Al propio tiempo aparecían los marineros complotados y Rodolfo que corría a salvar la vida del capitán; pero ya era tarde, los salvajes habían consumado el crimen.

Sucedió a esto una escena de espanto.

Silencio profundo.

Guerra mismo, apenas se atrevía a mirar la víctima, y como embargado por la presencia del cadáver, su primera orden fue hacerle arrojar al mar.

Los marineros esperaban orden que ejecutar, los salvajes lamían las heridas de sus compañeros queriendo volverlos a la vida con el aliento de sus pechos.

Rodolfo se retiró a una extremidad de la popa en aptitud de meditar.

La inacción reinó, hasta que el piloto se acercó a Rodolfo preguntándole:

-¿Adónde nos dirigimos?

-A la costa de Talcahuano -le contestó.

-Allí sería riesgoso -le observó Guerra-; porque podrían descubrirnos.

  -414-  

-Dirigíos entonces, a las inmediaciones del puerto, a alguna caleta inmediata.

-Está bien, señor.

El piloto se dirigió en seguida a la tripulación y les habló con la entereza del cobarde que vence por los esfuerzos de otro:

-¡Compañeros! Hemos vencido y somos ricos. Vamos a proceder a la repartición de lo que nos toca.

-¡Bravo! ¡Bravo! -respondieron los cómplices.

-Pero antes -continuó el piloto-, debemos cambiar de rumbo.

-¿Hacia dónde?

-A encallar la nave en algún punto de la costa, cerca de Concepción, para de allí, cada cual tome la dirección que guste.

Los camaradas aprobaron todo, cambiaron el aparejo del bergantín, pusieron la proa al lugar convenido y luego volvieron a reunirse para tratar de lo que tenían que hacer.

¿Qué determinar de los seis marineros que se hallaban presos? ¿Qué con el traidor Zañaro?

Acerca de los primeros resolvieron dejarlos presos y soltarlos en el buque cuando todos se marcharan a tierra.

Sobre Zañaro acordaron primero matarlo; pero Guerra se opuso invocando el perdón; mas el contramaestre persistió en la idea del castigo.

-No -decía-, el traidor jamás debe merecer perdón, matémosle.

En tal controversia, la tripulación decidió que la cuestión fuese sometida a Rodolfo.

Comparecieron ante él y le expusieron el caso.

Se hizo comparecer al reo y este se presentó con el semblante del moribundo.

-¿Delatasteis al contramaestre? -le interrogó el Juez.

-No señor -contestó este temblando.

-Mientes -le gritó el piloto-, porque yo te vi.

  -415-  

Zañaro dejó caer la cabeza sin contradecir.

-Lo hice por miedo -articuló.

-Entonces no merecéis perdón -repuso Rodolfo.

Zañaro cayó de rodillas y pidió perdón.

A tal degradación humana, sucedió un momento de contemplación que fue interrumpido por Rodolfo, al dar el siguiente fallo:

-Un delator es el peor de los criminales, y aún más que eso, una cosa inmunda que se separa de la especie humana. Bien merecías el que os echasen al agua; pero vale más ahorrar sacrificios, sois hasta indigno de castigo. Dejadle que viva como se deja al reptil que olvidamos en los fangos.

Zañaro se retiró a ocultar su presencia en lo más recóndito de la nave.

Los conspiradores del robo se ocuparon acto continuo en repartirse los valores que el bergantín llevaba.

Rodolfo se apartó a cuidar no sobreviniesen disgustos que pudieran comprometer la seguridad de los navegantes.




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- VIII -

El reparto del botín se hizo en el mayor orden, gracias a la abundancia que de él había.

Cuando se presentaba un objeto disputado, se recurría a la suerte, y la suerte deslindaba las pretensiones de los ambiciosos.

Los que no tomaron parte en la conspiración seguían presos; así era que las guardias y las maniobras se hacían por los que estaban libres.

El piloto no dormía y vigilaba cargado de armas.

En los ratos de reposo, Rodolfo lo reemplazaba. La tripulación miró en Rodolfo al ángel destinado a salvarla.

Le colmaban de respetos y consideraciones, y sin embargo el hombre no cambiaba de carácter.

  -416-  

Retirado de todos, encanecido por los sufrimientos, agobiado por dolores morales que le atormentaban, se mantenía como uno de esos seres a quienes los desengaños de la vida, las ingratitudes de los hombres, las negras pasiones que se encuentran en la humanidad, han llegado a convencer de la necesidad del retiro o del desprecio por la especie humana.

Hay momentos o épocas en la vida del hombre, en las que el fastidio reemplaza a la alegría, el carácter dulce y apacible del individuo se torna en duro y despechado; el amor y la abnegación se convierten en desprecio y egoísmo.

¡Y cómo no sufrir tal transformación!

Sufrir cuando no se ha hecho más que el bien, encontrar la ponzoña de la ingratitud por recompensa de beneficios rendidos: acudir a la sociedad por un bálsamo contra las injusticias y encontrar en ella el aplauso de la falta o el desdén por recompensa ¡cómo no cambiar!

¿Qué bien me resulta de llenar los deberes sociales? Parece preguntarse uno en tales momentos.

¿Si nadie los agradece y si por recompensa no encuentro la felicidad?

¿No vemos rolar en el mundo, con más estimación, con más aceptación, con mayor alegría, al que vive del engaño, del vicio?

Esta escuela práctica con que la sociedad brinda al que en ella entra, transforma al individuo, ¡y de aquí tantos extravíos!...

Si para las almas fuertes no acudiese en tales momentos la conciencia del ser a manifestar lo que es el yo, la humanidad sería el último andrajo de la creación; porque la humanidad, sin esas excepciones que se salvan para alumbrarla, y protestar contra el mal, sería un conjunto de lo que hay de más abominable.

Rodolfo, atormentado por ideas tales, había cambiado algún tanto: creía en la justicia de la venganza.

Así era, que a la vez de mantenerse lejos de los que le rodeaban, la ansiedad le devoraba por alcanzar tierra: iba a ver a su hermano, iba a ponerse en vía de encontrar a su esposa, a separarse del   -417-   teatro sangriento en que se hacinaban tantos seres repugnantes; meditaba también en la venganza.

Los araucanos se ocupaban de curar al compañero herido.

El muerto fue necesario arrojarlo al mar, a pesar de la oposición que sus compatriotas hicieron.

Fue necesario echarle provisto con un saco de comestibles y algunas botellas de licor; porque los araucanos creen que el muerto al viajar al otro mundo, necesita de víveres para el tránsito. Antiguamente mataban a una de las mujeres del muerto y un caballo; le aperaban de lazos y alimentos y luego le sepultaban, convencidos de que así la marcha le sería grata.




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- IX -

A los ocho días de regreso, el bergantín entra entre Talcahuano y Pulpilleo.

Aquel era un lugar despoblado pero con un desembarcadero fácil.

Echaron el ancla a dos millas de tierra y en el acto descolgaron el bote y la lancha.

Una y otra embarcación fue cargada con el botín de los conspiradores, y tan luego que estuvieron listas, los tripulantes se embarcaron para ir a tierra.

Se componía esta caravana, de Rodolfo que él se colocó en el bote con dos marineros y los tres araucanos, y del piloto y los cinco restantes de los cómplices que ocuparon la lancha.

Antes de bajar, Guerra se dirigió a los que estaban presos y quitó las prisiones a uno de ellos, diciéndoles:

-Nosotros nos vamos a tierra; si alguno de ustedes se atreviese a ir a ella y le encontrásemos, morirá. Aquí tienen alimento para mucho tiempo y les regalo además el buque. Sigan a donde gusten, menos tras de nosotros.

Acto continuo se fue a reunir a sus compañeros, cerrando los oídos a las súplicas de los que quedaban.

  -418-  

Las dos embarcaciones partieron y tomaron tierra con serias dificultades.

En el acto, los bárbaros se echaron a correr cual bestias largadas al prado, y los demás a cargar el botín que les había tocado.

Luego que se alistaron, emprendieron sobre Concepción llevando por guías a los indios.

El desembarco se hizo a las diez del día, y a las once de la noche la caravana entraba en la ciudad de la Concepción.

Allí, cada cual tomó su rumbo: los araucanos se fueron al interior atravesando a nado el caudaloso y remanso Bio-Bio; Rodolfo y el piloto se albergaron en un rancho para de madrugada ir al convento franciscano, y el resto de los tripulantes se repartió en la población, con el ánimo de seguir a las provincias vecinas para evitar cualquiera delación.

Unos y otros temían de sí mismo; así fue que todos ellos se ocultaron de tal modo, que nunca fue posible saber el destino que les cupo.

Nosotros seguiremos el rumbo de Rodolfo y Guerra, porque de ellos tenemos el itinerario de sus hechos.




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- X -

Entrada la noche, se alojaron en uno de esos ranchos desiertos que se encuentran en los suburbios de las poblaciones.

Allí condujo el piloto la suma de 80.000 pesos en barras de oro que le cupieron en el reparto del saqueo.

Temeroso por el crimen cometido, consideraba a Rodolfo cual si fuera el custodio de su persona y bienes.

Sumiso hasta el envilecimiento, procuraba satisfacer los últimos deseos de Rodolfo; mas, en medio de esa abyección revelaba la aspiración que sentía a cambiar de condición.

Se encontraba rico, y de una situación tal aspiraba ya a querer ser noble.

  -419-  

Contribuía a esto el recuerdo de la promesa que le había hecho el reo de la Inquisición.

Ser noble, para él equivalía a colmar sus últimas aspiraciones.

En tan elevado carácter creía, como cree el vulgo, que la situación normal de esas gentes era la felicidad, los sufrimientos desconocidos, se podía mandar y despotizar.

Animado por tales móviles, procuró sondear a Rodolfo acerca de la disposición en que se encontraba para cumplir la promesa que le había hecho a bordo.

Rodolfo sentía una repugnancia natural hacia Guerra; se había sentado en un rincón del rancho.

Meditaba sobre su destino.

El piloto le arrancó de ese estado dirigiéndole la palabra.

-¿Muy fatigado os halláis, señor Rodolfo?

-Algún tanto, le respondió secamente.

-¿Queréis dormir?

-Quiero pensar.

-Pues yo no sé pensar; preferiría pasar la noche conversando.

-Para satisfacer tal deseo -le observó Rodolfo-, debíais haber conservado a vuestro lado a uno de vuestros cómplices. Os agradecería me dejéis en paz.

Este reproche fue un contratiempo para Guerra; creyó a Rodolfo un ingrato, y este juicio lo expresó diciendo entre dientes:

-Bien dicen que un bien con un mal se paga.

-¿Qué significa eso? -le interrogó Rodolfo.

-Significa, señor, que tratáis de olvidar vuestras ofertas y de corresponder a mis servicios con ofensas.

-Nada tengo que agradeceros -le contestó el aludido-; lo que hicisteis no fue por mí, fue por robar. Sin embargo; yo cumpliré cuanto os he prometido.

  -420-  

Para Guerra, las ofensas nada suponían cuando se interponía su interés; así que, lejos de enfadarse, se alegró al saber que se lo cumpliría lo ofrecido; y como usando de un acto de generosidad se apresuró a decir a Rodolfo:

-Basta que me cumpláis una sola de las ofertas; yo quedaré satisfecho.

-¿Cuál?

-La de hacerme noble.

-Lo seréis tan pronto como pueda disponer de 30.000 pesos, que es lo que costará el título.

-Disponed de esa suma, señor, y me la devolveréis después.

-Acepto el préstamo -le contestó Rodolfo-, porque en verdad siento deseos de veros de noble, pues así purgaréis vuestras faltas.

-¿Qué decís?

-Que el ser noble es un castigo.

Guerra, que ignoraba lo que era el ser noble y que de ello solo tenía una idea de engrandecimiento y de goces, se sorprendió de lo que oía.

Y como saliendo de una meditación dudosa:

-¿Me hacéis el servicio -le dijo a Rodolfo-, de instruirme en esto que quiero ser?

-No hay inconveniente -le repuso este.

Levantose entonces del lugar donde descansaba, pasó a sentarse en el umbral de la puerta del rancho.

El piloto se quedó quieto sin separarse del tesoro.

-Te explicaré lo que quieres ser -le dijo; pero no divisando a Guerra en lo oscuro y temiendo que se durmiera, le invitó a acercarse.

-Aquí estoy bien -le contestó-, os escucho y cuido de mi fortuna.

  -421-  

-Buen principio para ser noble -le observó Rodolfo-, es el acariciar el metal. No te duermas.

-Perded cuidado.

-Ya lo creo, desde que ese oro es vuestra alma.

Rodolfo se acomodó lo mejor que pudo, y luego principió sus explicaciones, apreciando lo que era la nobleza.

-Un título, y más que todo, dinero, son los grandes elementos que se requieren para figurar en estos países donde la inteligencia y el estudio pasan aún sin ser atendidos. Vuestro pasado y cuanto habéis sido, nada suponen; tenéis dinero y seréis adulado; tenéis un título y seréis disputado por las amistades. La nobleza moderna es el ridículo de la antigua nobleza. Antes se adquiría un título por hechos heroicos o por acciones grandiosas; ¿pero hoy? Los títulos son pantallas compradas para encubrir crímenes, ejercer despotismos o tapar maldades. Y de no, ¿cuál es el noble que adorna su escudo con insignias que representen hechos propios? ¿Esos escudos recargados de relieves son acaso la expresión de una historia honorable?

Guerra se encontraba atónito escuchando con avidez al que le educaba de tal modo; porque en todo ello entreveía una aureola de felicidad.

Rodolfo continuó:

-¡No! Plebeyos, hombres comunes, sin más méritos que el haber sido usureros o explotadores del trabajo del pobre, son los que han llegado a colocarse en esa escala mediante el desembolso de algunas talegas. En el pobre gañán, en el mísero industrioso se encuentra más nobleza que en los titulados nobles; porque en ellos encontraréis virtudes que los nobles no tienen, respeto por la virginidad que los nobles se creen en el deber de destruir, porque cuentan con caudales que derramar en la seducción; no tienen amor a sus semejantes, porque estos carecen del orgullo y del egoísmo que prohíja la ignorancia y la avidez de los nobles. Os voy, Guerra, a hacer noble y en ello ningún favor os hago, porque os voy a colocar en el foco de una turba envejecida en las liviandades de una corrupción secreta. Nobles hay que han   -422-   salido de una pulpería, gastando parte de su trabajo en la compra de un escudo; mineros que se han encontrado una riqueza y se han hecho duques; criminales que por escapar a un castigo ordinario se han elevado a condes. ¿Qué antecedente glorioso ha militado en ellos para obtener títulos de nobleza? ¿Cuál es el noble de hoy que no deba su elevación al dinero? Nobles hay que no saben ni firmarse, y sin embargo, miran desde lo alto de sus coches con desprecio al que se despestaña ea las vigilias del estudio. Por lo regular son los más ignorantes de la sociedad, porque tienen la creencia que la fortuna basta para vivir en la sociedad. Las sociedades tributan culto al metal, y es por eso, que las inteligencias despiertas, los hombres cultos pasan olvidados. La nulidad procura desvirtuar el mérito, porque el reinado de la civilización sería el suplicio del ignorante.

Rodolfo sintió que el piloto respiraba con fuerza y al propio tiempo que le observaba.

-Señor, os creo exagerado en lo que acabáis de decirme, le observó.

-Creed lo que gustéis -le respondió Rodolfo con esa superioridad de espíritu que lo hacía despreciar la opinión de un hombre como Guerra-; pues nada me importa el juicio que forméis de lo que os he dicho. Mas estad cierto que la verdad la encontraréis no muy tarde. Sin embargo, por pasatiempo os acabaré de dar una idea de lo que deseáis ser.

Rodolfo se detuvo un momento admirando la belleza de la luna que brillaba en aquel cielo tan puro de Chile, y luego continuó:

-La nobleza es en verdad una distinción social; pero una distinción según sean las causas que la originan. Como debéis saber, todos los hombres tienen un origen y ese origen los coloca en una propia categoría. Este es el orden natural; pero sucede que de entre todos unos se distinguen de los otros ya por dotes especiales del corazón, ya de la inteligencia; unos que sobresalen por su valor en los combates y otros por su investigación en las ciencias o por servicios especiales rendidos a la humanidad. La sociedad creyó justo premiar   -423-   a esos seres con alguna insignia que les designase a los ojos del público como objetos de imitación y les sobrepusiese a los que yacían indiferentes al deber social, a los ociosos, a los disipados, a los cobardes. Esa insignia no fue para designarles como de origen distinto a la especie humana; porque si lo hubiesen sido, ningún mérito habrían tenido en manifestarse superiores. No se les introdujo sangre azul en sus venas, como cree el vulgo, porque en todos es igual el color de ella; ello no fue más que un premio al mérito, y esto fue justo. Después vinieron los hombres con sus vicios y su ignorancia a convertir aquellas distinciones en instrumentos vulgares de recompensas para los palaciegos que facilitaban goces a los monarcas; para los ricos que erogaban una crecida suma de dinero destinada a aumentar el tesoro de los reyes; para los adulones o degradados que sabían lisonjear los vicios de las cortes. Esta prostitución del origen de los títulos dividió a la sociedad en dos bandos, que comúnmente se denominaron con el nombre de aristócratas y plebeyos. El primero se separó de los segundos, y los monarcas acabaron de completar esa división concediendo privilegios a esa clase creada por ellos, para despotizar a los excluidos. Los goces y el dominio quedaron de una parte, el dolor y la miseria de la otra. Los primeros se creyeron en su orgullo descendientes de una especie distinta de la de los otros; y desde entonces el plebeyo fue considerado como lo es el esclavo: torpe, sin inteligencia, nacido para servir. Tal relajación, despertó en cada ser nulo y rico la ambición de obtener un título. No necesitaban ser héroes, haber estudiado o poseer virtudes; alguna suma de dinero o el favor bastaban para ser elevados. Obtenían un título y ya se creían aptos para todo. El título era la ciencia infusa transformando al ignorante en hombre dogmático, y al propio tiempo, el sano conducto para delinquir. En esta descripción encontraréis comprendida la nobleza de América; porque ella es la ineptitud ambulante, el orgullo personificado y la corrupción encubierta. Muchos de ellos han tenido vergüenza de confesar el origen de su fortuna, debido al trabajo, por ocultar un pasado oscuro. Y es en este círculo que os quiero ver, porque en él encontraréis un vasto campo para gozar.

  -424-  

Dudo, señor, llegar a esa altura -le dijo el piloto-; porque aun cuando esos nobles sean tan imperfectos al menos deben tener algún mérito que les haga aceptables.

-Reíos de ello -le contestó Rodolfo-, sois avariento, sois envidioso y de consiguiente poseéis las dos cualidades peculiares que simbolizan al noble americano. Si fuera americano -continuó-, os aseguro que mi orgullo estaría en pertenecer a los plebeyos; porque entonces no temería representar antecedentes vergonzosos. Pero a vos os conviene más el ser noble. ¿Qué más queréis? Mañana seréis inscripto en el libro de la aristocracia, haréis formar un árbol genealógico y el factor de él os hará descender de alguna rama antigua, adalid de las cruzadas. La sociedad viéndoos rico y con escudo, os dará asiento en sus estrados, y ambicionará más de una dama el recibir vuestra mano.

-¿Es decir, que también podré casarme con una señora? -le interrogó Guerra con una expresión de alegría tal que creyó estar sintiendo los ensueños de un cuento de hadas.

-¿Y por qué no? -le respondió Rodolfo con ese aplomo que da el conocimiento del mundo-: ¿qué importa que seáis lo que sois cuando pertenezcáis a la aristocracia? Los padres creen deshonrada la hija que ama a un joven rico en méritos, siendo pobre en fortuna; al paso que la creen feliz y digna cuando el que la pretende es del círculo a que vais a pertenecer.

Cuando Rodolfo hubo concluido, el piloto exclamó:

-¡Cuán feliz voy a ser! ¿Qué me importa que la nobleza sea lo que sea, si ella es para mí el porvenir?

Rodolfo sonreía al contemplar la ambición de Guerra; y como el crepúsculo de la aurora principiaba a asomar, cortó del todo la conversación diciéndole:

-Serás noble.

Esta pintura de la nobleza moderna, hecha por Rodolfo, era exacta. Esa nobleza que hoy se enorgullece en América y que se designa con el nombre de aristocracia; porque los títulos murieron, ha venido a ser el refinamiento de aquella sociedad nula.

  -425-  

La aristocracia ha venido a ser la reunión de los judíos, de los especuladores en todo ramo, y muy en especial, de los estúpidos e ignorantes.

Ella ha sido la enemiga de las libertades públicas, de toda reforma y el amparo del jesuitismo.

¿Queréis dañar a la sociedad? Id a buscar recursos en esa aristocracia y los hallaréis.

¿Queréis traicionar los principios que profesáis? Allí os pagarán vuestra defección.

Egoísta cual no hay idea; envidiosa cual no puede figurarse.

Raquítica en sus formas, parece una raza aislada de la virilidad nacional.

Adulona con el mandatario, es orgullosa con el débil.

Siempre revestida de un aspecto de santidad en las costumbres, es corrompida y cínica en lo privado.

Indiferente por excelencia, jamás derrama una lágrima por el dolor ajeno, ni extiende una mano para levantar al caído.

Si alguna vez hace el bien es porque cree reportar utilidad en ello, no por deber.




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- XI -

Al día siguiente, o más bien dicho, en la madrugada del día que había principiado después de la anterior conversación, un pobre hombre se presentó al convento franciscano pidiendo una limosna.

Los padres de esa congregación, que dedicaban su vida a la conversión de los salvajes, arrostrando martirios, y las penalidades de la soledad, dieron al mendigo por mano del portero dos panes y le señalaron las doce del día para que volviese por un plato de comida.

El mendigo se mostró reconocido, y en seguida preguntó:

-¿Está en el convento Fray Anselmo de Alvarado?

  -426-  

-Ayer ha llegado de la Imperial -le contestó el portero.

-Desearía verlo -repuso el mendigo-, porque siempre me socorre.

-No hay inconveniente, voy a avisarle. ¿Y vuestro nombre para decírselo?

-Decidle que es un pobre a quien socorre.

El portero partió en busca del padre Anselmo.

Le encontró en su celda rezando, y cuando oyó que le buscaban, se sorprendió involuntariamente.

Por entre la reja de la portería viose venir a un elevado fraile, que con la cabeza levantada manifestaba cierto aire de distinción sin barba y un tanto calvo, la expresión de su fisonomía era significativa.

Al llegar a la reja la abrió, y dirigiéndose al mendigo le preguntó:

-¿Sois vos, hermano, el que me necesita?

-Sí mi padre.

-¿Qué queréis?

-Vengo enviado por vuestro hermano.

-¡Por mi hermano!... -exclamó el fraile con entusiasmo- ¿En dónde está?

-No habléis fuerte -le observó el mendigo.

Una palidez mortal se apoderó de fray Anselmo.

-¿En dónde está? -volvió a interrogarle con impaciencia, pero en voz baja.

-Me manda conduciros a donde él.

-Permitidme un momento -le dijo entonces el hermano-, y con paso ligero se encaminó a su celda de donde regresó inmediatamente.

-Vamos, vamos -le dijo al volver.

El mendigo se echó a andar adelante y el padre a seguirle.

  -427-  

Pronto entró aquel, que era Guerra, donde Rodolfo, diciéndole:

-Aquí está vuestro hermano.

Estas palabras pronunciaba el piloto y tras ellas entraba el padre Anselmo, abriendo los brazos para recibir al hermano que se precipitaba entre ellos.

Mudos por la emoción, permanecieron largo rato unidos, sin pronunciar otra palabra que la de hermano.

¡Cuánto expresaba aquella voz, salida de cuando en cuando de los labios de los dos hermanos!

Hermanos que se encontraban en un rincón del mundo, avejentados por la desgracia y perseguido el uno por la inquisición.

Ausentes de todo amor, de toda familia, la palabra hermano expresaba para ellos la expresión de todos los afectos concentrados en uno solo.

Desahogados los corazones por la efusión, entraron en alguna calma.

El suelo les sirvió de asiento.

Guerra les contemplaba, y a pesar de ser un criminal, tuvo un momento de inclinación a la virtud; pero la impresión pasó y el alma volvió a su estado normal.

El padre Anselmo, antes de entrar en conversación con Rodolfo, preguntó quién era ese mendigo.

Rodolfo se dirigió a Guerra y le encargó el retirarse un poco de tiempo, fuera de la pieza, a lo que éste accedió.

Solos los hermanos, Rodolfo informó al padre Anselmo de lo pasado y de la manera como había logrado su libertad.

Lo primero que éste le dijo, fue:

-Es necesario que ese piloto no vuelva a estar contigo. Si llega a ser tomado preso, que no se encuentre a vuestro lado.

-¿Qué haremos de él? -le interrogó Rodolfo.

-Debéis decirle se retire de este pueblo cuanto más antes, y que   -428-   os vaya a esperar a algún lugar determinado para cuando podáis cumplirle lo que le habéis ofrecido.

Rodolfo sin detenerse salió a la puerta y dijo a Guerra:

-Es necesario que os vayáis pronto de Concepción y que me digáis dónde deba encontraros para cumpliros mi palabra.

-¿Es posible que nos separemos? -repuso el piloto con un aire de verdadera aflicción.

-Sí, es preciso. Ahorradme explicaciones. En el convento de San Francisco podéis entregar las cartas qué deseéis lleguen a mi poder.

Guerra comprendió su situación, la necesidad de aislarse, y se manifestó lleno de sentimiento.

-Me iré -le respondió-, aun cuando sufra una ingratitud.

-Si no fueseis criminal correríais mi propia suerte. Pero lo sois y esto limita mi obligación a una deuda que os la pagaré.

Guerra bajó la cabeza y esperó quedar solo para ocuparse de ocultar sus caudales que allí había depositado.

Rodolfo volvió a donde el hermano, y este, a fin de ponerle en salvo, salió con él en busca de un lugar más seguro.

-Cuando se anda entre facinerosos -le dijo el Padre al hermano al salir-, si se quiere salvar es necesario principiar por ocultarse de ellos.

-Tienes razón, hermano. ¿Y a dónde me llevas?

-Voy a colocarte fuera de la población para que mañana o esta noche, emprendas tu marcha a Santiago. Aquella es una población grande y se puede pasar desapercibido.

-Pero a donde yo quiero ir es a Lima -le observó Rodolfo con animación.

-Irás, pero tu viaje debe ser por Valparaíso.

-Ya comprendo. ¿Y tú no me acompañarás? ¿Tendremos aún que separarnos?

El padre Anselmo meditó un instante, y luego le respondió:

  -429-  

-Te acompañaré, hermano, aunque falte a mis deberes de misionero; y tan pronto como te deje al lado de Magdalena, me volveré.

-¿Te volverás? ¿Pues hasta cuándo piensas quedar entre los salvajes?

-Hasta mi muerte -le respondió el sacerdote lleno de esa unción que pinta la vida del ser abnegado.

-Eso no es justo -le objetó Rodolfo-; tú has hecho ya bastante y es necesario dejar el puesto a otros que te reemplacen.

-Así era de esperarlo, y tal debía ser el orden natural de las cosas; pero en este país no hay sacerdotes dispuestos a llenar cargos difíciles. En los conventos verás multitud de religiosos, y en las calles multitud de clérigos; pero unos y otros creen que su deber es vivir comiendo y participando de los goces mundanales. No se resuelven a pasar privaciones y a correr riesgos personales. ¿Qué queréis esperar de semejante desorden? ¿No sería una falta en mí abandonar a los que ya han principiado a venir al seno del Evangelio?

-Eso es original -le observó Rodolfo-; ¿pues qué hacen entonces esas gentes?

-Por la vida que llevan -le contestó el padre-, por la ociosidad en que están, y por los abusos que cometen, la religión sufre cargos que la perjudican. Aquí no encuentro al verdadero sacerdote. La enseñanza del Evangelio está descuidada. Cuando suelen ir algunos a misionar, en vez de hacer el bien hacen el mal. ¿Por qué, me preguntarás? Da vergüenza el confesarlo. Es porque en la frontera se ocupan no en educar sino en seducir a las indias, y en beber. Les roban también animales y forman comercio para estafar al salvaje. El indio que esto ve reniega de los sacerdotes que van a predicar una religión que para ellos es detestable.

Esta conversación la llevaron los hermanos hasta llegar al extremo opuesto de la población.

Allí se pararon y entraron a un otro rancho.

-Es necesario no perder tiempo -le dijo el padre-. Voy a buscarte cabalgaduras para que partas. Te traeré un hábito para que   -430-   atravieses los pueblos y campos sin cuidado. Al llegar a Santiago vestirás el traje del hombre del pueblo, y así nadie sabrá de ti.

-Me parece muy bien -le contestó Rodolfo-; anda pronto.

El padre Anselmo salió a hacer los aprestos.

Al caer la tarde volvió acompañado de un huaso que traía un caballo ensillado.

-En doce días más vas a buscarme al convento de nuestro padre San Francisco en Santiago -le previno.

Rodolfo partió para Santiago.




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- XII -

Cuando el padre Anselmo volvía del extremo noroeste de la población, después de haber hecho partir a Rodolfo, un propio llegaba a Talcahuano trayendo noticias importantes a la autoridad.

¿Qué sucedía?

Los marineros que quedaron en el buque, comprendieron que si permanecían a bordo sin moverse, el hambre les mataría.

Creer que otra embarcación pudiera pasar por ese punto solitario era una esperanza muy aventurada.

No quedaban sino dos partidos que seguir: o formar balsas con pipas para irse a tierra; o esperar alguna brisa favorable para volver a Talcahuano.

El primero tenía el inconveniente de lo expuesto de la travesía, lo desconocido del camino y el peligro de caer en manos de los prófugos.

La mayoría resolvió emplear el segundo medio.

Los conspiradores habían desembarcado por la mañana; los presos observaron todos los movimientos de aquellos, y cuando los vieron desaparecer, fue que se resolvieron a tomar la resolución que hemos indicado.

El bergantín se hallaba algo cerca de tierra.

  -431-  

Moverse sin viento era exponerse a encallar.

Era necesario izar el ancla y maniobrar con prontitud al mismo tiempo.

Los marineros conociendo estas razones esperaron con deseo una brisa de tierra.

Esa brisa deseada como la aurora de la mañana por el marino que ha luchado una noche entera con las olas, la lluvia, el viento y las tinieblas, vino poco a poco a eso de las tres de la tarde.

Uno de los tripulantes, el más viejo, tomó la rueda del timón gritando a sus compañeros:

-Dios nos protege, el viento viene de tierra, a levar el ancla.

La reducida tripulación se puso a maniobrar con un pesado y mal molinete.

El buque tenía dos anclas, una colgada y la otra en el fondo del mar.

Para izarla se empleaba antes toda la dotación del bergantín; así fue, que pronto se conoció la imposibilidad de levar y se resolvió cortarla.

Desembarazados de esta traba, se ejecutó la maniobra con los aparejos parcialmente, y el buque salió de aquella costa en dirección a Talcahuano.

Allí, fue visitado por la falúa de la capitanía, al día siguiente.

Esta arribada era la que motivaba el propio, el cual conducía una nota del capitán del puerto que decía:

«En estos momentos acaba de anclar el bergantín 'Esperanza' con seis hombres de tripulación.

Se daba razón en seguida de cuanto había sucedido y de la fuga de los conspiradores.

«Entre ellos -continuaba-, va un hombre cuyo nombre se ignora, pero que iba destinado por la Santa Inquisición del Perú a las cárceles de España.

»Su filiación es la siguiente (seguía la filiación y luego después de haber dado la de los otros cómplices concluía):

  -432-  

»Convendría que sin pérdida de tiempo se le persiguiese por el interior; porque es probable se internen en Arauco.

»Esta medida sería prudente tanto por el enorme crimen cuanto por lo cuantioso del robo».

El intendente, al momento de recibir aquel oficio, desplegó grande actividad.

Partidas de caballería salieron hacia el punto del desembarque; y oficios terminantes dirigidos a los hacendados y capitanes amigos de la frontera.

El Sud quedó bien provisto de órdenes, y el Norte descuidado, porque el intendente calculó que por ese rumbo no habían de ir.

Así fue, que hasta el siguiente día no mandó un propio a la capital.

Esta noticia fue la conversación en la ciudad del día y días siguientes, y un bando en que se ofrecían diez mil pesos al que presentase alguno de los delincuentes, acabó por dar toda la debida publicidad al asunto.

De este modo se vino a tener conocimiento de un tan trágico suceso y a dar la voz de alarma a los cómplices, para que se ocultasen y fugasen.




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- XIII -

Para apreciar debidamente los sucesos que van a desarrollarse, los que no hayan leído el «Inquisidor Mayor», necesitan conocer algunos antecedentes.

A principios de Noviembre, Eduardo Manríquez que hacía de jefe de la inquisición en el Perú, se había embarcado furtivamente en el Callao siguiendo a la esposa de Rodolfo.

Esta, creyéndose huérfana a causa de la ruina de Lima, se dirigía a Chile en busca del padre Anselmo.

Eduardo había persuadido a Magdalena, de que Rodolfo había perecido aplastado por las ruinas de uno de los calabozos de la cárcel.

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Para confirmar esto, confiaba en que el esposo no volvería a aparecer, desde que lo había confinado a las prisiones de Sevilla:

Cometía este crimen Eduardo, impulsado por la esperanza de apoderarse de Magdalena, llevándola al altar.

La seguía a Chile, con tales miras, donde nadie les conocía.

Habíase fugado de Lima, dejando acéfala la Inquisición y trayéndose consigo los secretos del abate Gonzales, jefe de los jesuitas.

Él, mejor que nadie sabía que le era imposible un matrimonio, porque solo él y el abate sabían de la existencia de Rodolfo.

Magdalena ignoraba cuanto había pasado en el secreto de las tramas inquisitoriales, y era debido a esa ignorancia, que había aceptado la compañía de aquel hombre como pudiera aceptarse la de un amigo leal, la del verdadero amante que respeta a la mujer.

Estos individuos habían salido del Callao a los pocos días de pasado el terremoto, época en la que emigraron a Chile varias familias, aterradas por la sucesión frecuente de temblores que sobrevinieron.

El buque que les conducía se llamaba «Tres Marías».

Por aquellos tiempos, la navegación había progresado.

No se anclaba ya de noche ni se esperaba el amanecer para salir.

La nave tomaba rumbo afuera y caminaba noche y día según los vientos.

Así fue que, cuando en la «Esperanza» se sublevaban y arribaba a las costas de Concepción, habían pasado diez días, y el «Tres Marías» anclaba en Valparaíso.

Si Magdalena había recibido tristes impresiones cuando llegó al Callao, viniendo de Cádiz acompañada de su esposo, ¿cuál no sería la impresión que tendría al ver a Valparaíso en aquella época?

Una bahía abierta cual una herradura; una población escasa de habitantes; las casas en forma de ranchos, encerradas por un elevado cordón de cerros; tres o cuatro buques y diez o veinte tiendas, daban una idea exacta de lo que era Valparaíso en 1747.

  -434-  

Eduardo desembarcó a Magdalena.

Presa de la natural tristeza que arrojaba el lugar y acompañada de los recuerdos amargos que tras sí dejaba, esa bella mujer desembarcó con el alma enlutada.

Eduardo le dio el brazo para que se apoyara, y ella lo asió como el único apoyo de su viudez, de sus desgracias, de su orfandad.

La situación de esta mujer era difícil.

Sin recursos, extranjera, sola y cargada de penalidades, iba a Chile en busca del hermano de Rodolfo para que le sirviese de padre, la guiase.

Cuando el espíritu se encuentra en una de esas crisis de la vida, todo favor, todo servicio recibido despierta un mundo de gratitud en pro de quien nos protege.

No se calcula en la razón que motiva el servicio; se mira tan solo el hecho, y el hecho que nos beneficia reviste a la persona que lo ejecuta de los caracteres más simpáticos.

Esto sucedía a Magdalena respecto de Eduardo.

Él la protegía, y ella lo creía por eso humano y noble de corazón.

Cuando estos dos personajes se hallaron en tierra, Eduardo que había hablado a Magdalena de las intenciones que hacia ella abrigaba, volvió a expresárselas tan pronto como hubieron tomado alojamiento.

-Si mis deseos se cumplen -le dijo con amabilidad a la napolitana y usando de un lenguaje familiar e íntimo-, estos rincones del mundo bien pronto los dejaremos. Tú sabes que tengo asegurada mi fortuna en Europa y tú sabes también que nada más ambiciono en la tierra que tu mano. Consolémonos, pues, con la seguridad de que pronto cesarán nuestras penalidades.

-Estoy reconocida -le contestó Magdalena-, a tus favores; pero ya te he dicho que es necesario que el padre Anselmo intervenga en mi unión contigo. Es el hermano de mi desgraciado marido, y el único padre a quien tengo que consultar. Lo que deseo es escribirle pronto.

  -435-  

Eduardo no temía encontrarse con el hermano Anselmo, porque estaba seguro de convencerle de la muerte de Rodolfo.

Sobre este particular y sobre la aquiescencia del padre Anselmo para el nuevo enlace, los dos habían hablado extensamente a bordo.

Habían navegado juntos, y ya se sabe que una navegación es el más fuerte estímulo para fomentar una pasión.

Estaban, pues, de acuerdo para ver al padre Anselmo, y en ese sentido Eduardo propuso a Magdalena ir cuanto antes a Santiago.

A los dos días emprendieron la marcha.

La distancia que separa a Valparaíso de Santiago es de treinta y seis leguas.

En aquel entonces el viaje se hacía a caballo, porque el camino no era carril.

Regularmente se empleaban dos y tres días.

Atravesaron la mayor parte de esa distancia sin recibir impresiones notables.

Al subir a la cuesta de Prado y cuando llegaron a la cumbre, el hermoso valle donde está situado Santiago, se presentó de un golpe, rodeado de colosales montañas, teniendo al frente los Andes coronados de nieve.

Aquello es un cuadro de singular belleza, un verdadero templo erigido para la adoración del Eterno.

Luego que estos viajeros hubieron entado en la capital, Magdalena se hospedó en una casa particular de la calle de Santo Domingo, y Eduardo a una media cuadra de distancia.

Esto no era extraño, desde que en aquella época no se conocían los hoteles y los viajeros tenían que buscar albergue en las casas particulares.

Al día siguiente Eduardo fue a tomar noticias del padre Anselmo en el convento de la orden, y acerca de ello supo que el referido fraile se encontraba en el Sud.

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Con este motivo, Magdalena le escribió una carta en la cual, entre varias cosas, le decía:

«Muerto mi esposo, no he querido contraer segundas nupcias con el señor Eduardo Manríquez hasta no tener el consentimiento de V.

»Para ello, espero que V. me conteste, aun cuando me sería más placentero el abrazarlo personalmente».

-¿Y qué tiempo tardará la respuesta? -interrogó Magdalena a Eduardo, al entregarle la carta.

-Un mes a lo más -le respondió este.

La carta marchó.




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- XIV -1

En aquel tiempo, Santiago era una miseria.

Aunque es verdad que la naturaleza es por sí el mejor adorno de una ciudad, sin embargo, cuando esa naturaleza vigorosa en su desarrollo alegre por la claridad del cielo que inunda de luz la tierra y el espacio, pintoresca por el tapiz de sus campos, se encuentra contrariada por ese conjunto de edificios que encierra a los pobladores; las impresiones por grandiosas que sean, decaen y se estrellan con la fisonomía de la obra del hombre.

Santiago, con una delineación igual a todas las capitales de la América del Sud, era triste y raquítico.

Largas calles, pero desiertas.

Seis o más edificios en cada cuadra, construidos de un piso, y este piso limitado por aletas negras.

Los techos en forma triangular, de teja.

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El conjunto de aquella ciudad, presentaba el aspecto de un campamento de galpones.

Al frontis de cada casa se encontraba una puerta enorme y dos o tres ventanas pequeñas, elevadas lo suficiente para impedir que los transeúntes viesen para adentro.

El interior era distribuido en forma de claustro; distribución que se explicaba más, atendido el sistema de vida que llevaban las familias.

Las mujeres sufrían todo el peso de la esclavitud oriental.

Encerradas en el interior de las casas, no les era permitido ver la calle hasta la tarde, en que la madre con la familia y sirvientes salía a sentarse en el zaguán a ver pasar la gente.

Las visitas de hombros eran un martirio; porque la dueña de la casa se convertía en una espía de la familia y la familia en un ser inmóvil.

El tertulio se sentaba a gran distancia del sexo femenino, y allí tenía que hacer su papel, explorando las vulgaridades de una conversación estúpida.

La conversación del soltero con la soltera era calificada de escándalo, y jamás se consentía en ello.

Los ancianos tenían su lógica.

El hombre -decían-, nada tiene que conversar con la mujer; si lo hace es porque le guía uno de estos dos fines; o seducirla o casarse.

Lo primero es un crimen, lo segundo no; luego si proceden de buena fe lo hacen por lo segundo, y si tal cosa piensan, el medio decente que hay es pedir la joven a los padres, y para ello no es necesario que hablen.

Así era que los matrimonios se hacían con presteza sin otro antecedente ni satisfacción para el espíritu apasionado, que el que buenamente pudiera alcanzar el interesado de una que otra mirada de la joven.

Entrar a una casa de tertulia era entrar a un duelo.

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Las gentes se sentaban alrededor de la sala (cuadra). Silencio profundo.

Las reuniones tenían por objeto el comer y refrescar.

Solía cantarse y se tocaba en clave.

Así era, que se consideraba una galantería el que los concurrentes comiesen bastante para hacer ver que bastante se habían divertido.

Las mujeres no usaban trajes elegantes.

Lo único que se les veía era la cara, porque el cuerpo estaba cubierto, a más del traje, por un largo pañuelón que les envolvía desde el cuello hasta más abajo del talle.

Prácticas religiosas multiplicadas y a cada hora, llenaban los ratos de ocio de los habitantes.

Una sociedad tal, que no vivía para el público sino que cada miembro de ella vivía para sí, temiendo expresar sus sentimientos, caracterizaba la sociedad chilena en esa época.

Este era el país que recibía a Magdalena.

Como era de esperarlo, las murmuraciones de aldea se levantaron bien pronto contra ella.

Eduardo la visitaba diariamente, y ella, emancipada de esas esclavitudes aparentes, chocaba con los hábitos del país.

Por eso, aún no habían pasado cuatro días de su instalación, que los padres principiaron a prohibir a sus familias el roce con la napolitana.

Hubo gentes que expresaron sus juicios respecto de la viajera, refiriéndose al terremoto acaecido en Lima.

-¡Cómo no había de castigar Dios a ese país, decían, cuando las gentes que de allí vienen son tan libres!

La libertad en las acciones humanas, era calificada de corrupción por nuestros antepasados.

Entre la corrupción y la libertad no encontraban diferencia; así era que tanto valía para ellos ser prostituido o ser libre, es decir,   -439-   disipado sin respeto a la moral, que emancipado de las costumbres odiosas que reglamentaban las costumbres.

Por consiguiente era lógico el juicio que los vecinos se formaban de Magdalena al verla acompañarse con Eduardo, estar con él y vestir trajes europeos que marcaban la flexibilidad del talle.

Su honor era calumniado y su belleza temida cual si fuera de un ángel del Averno.

El atraso de la ciudad era no solo físico sino también moral.

El espíritu de Loyola dominaba y tenía raíces para siglos en el corazón de aquel país.

No hablemos de civilización ni de educación, porque eran plantas no aclimatadas en las regiones esterilizadas por la mano disecante del jesuitismo.

La enseñanza de las leyes y de la teología absorbían la inteligencia de los pocos que se consagraban al estudio.

Aprender a leer, escribir y contar constituía la educación del joven.

El latín y algunas otras antiguallas se enseñaban a los que se dedicaban para sabios.

Los rudos hombres que nos dirigían no tenían idea de lo que era la civilización ni mucho menos de la misión especial del ser; creían que el destino del hombre era trabajar para comer.

Nada para el espíritu, todo para la materia.

Por eso se repetía con frecuencia la maldición atribuida al Creador: «Vivirás del sudor de tu frente».

Este espíritu dominante aparecía en la educación pública, en el exterior de las construcciones, en la indolencia de la sociedad, en la apatía que se impregnaba desde la cuna.

Pusilanimidad en la forma -abatimiento en el alma- hipocresía en las acciones, venían a ser los caracteres dominantes que anunciaban a la distancia el estado de un país entregado por los siglos a la dominación de estúpidos soldados y de católicos paganos.

  -440-  

Aquello era un orden calculado que no toleraba más de ningún género.

Se comía, por ejemplo, a la una del día, y si alguna familia lo hacía a las tres de la tarde, al instante era criticada.

Si se vestía con cierto traje, todos debían llevarlo, alterarlo era una falta.

Esto que pasaba en el orden físico, pasaba con mayor estrictez2 en el orden moral.

Había una opinión admitida y esa opinión estaba condenada a no ser contradicha.

Por eso, el pensamiento, las acciones, todo seguía una regla invariable que prohibía pensar, hacer cosas excepcionales, bajo la pena de ser presa del grito general que condenaba al innovador; y sin otra razón que aquella: no era costumbre, y por deducción era inadmisible.

Nunca se indagaba si lo que se proponía era bueno o malo, huían del raciocinio; lo único que hacían era indagar, comparar, ver si era o no común, si era costumbre.

La razón de la sociedad estaba aplastada por las ideas de sumisión que ahogaban la libertad del pensamiento.

Era tal el poder de ese espíritu, que como símbolo de él se expresaba por esta frase: eso es nuevo y por consiguiente malo.

Sumisión del pensamiento a la costumbre.

¡Monotonía espantosa que ha encadenado largo tiempo el desarrollo de Chile!

En tal ciudad era donde se acumulaban los elementos que debían dar un desenlace a los amores desgraciados de nuestros héroes.




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- XV -

Rodolfo, después de siete días de marcha, había llegado a Santiago sin trabar conversación en el camino con persona alguna.

  -441-  

Llegaba en circunstancias que la sociedad se ocupaba en relatar y abultar las noticias traídas por el buque «Tres Marías», sobre el terremoto acaecido en Lima.

Vestido como un hombre de campo, de labrador, con ancho calzón de lana negra, camisa de color y un sombrero de forma de pan de azúcar, pidió hospitalidad en uno de los muchos ranchos de totora que en otro tiempo circundaban la ciudad.

Aquel rancho estaba habitado por un peón y una mujer robusta.

Le admitieron con la franqueza que acostumbran hacerlo las gentes pobres de Chile.

Habría pasado una hora, cuando entró otro peón a tertuliar.

-Te presento -le dijo el dueño de la casa-, al recién venido, a este forastero que acaba de llegar.

El peón miró a Rodolfo con parades, y con la frialdad más característica le contestó:

-Celebro conocerlo.

El peón de visita pasó a sentarse.

Bebieron dos tragos de chicha, y como la conversación del día era lo acaecido en el Perú, entró a hablar de ello.

-Hoy he visto -dijo el visitante-, a uno de los que llegaron del Callao.

Rodolfo paró el oído y preguntó:

-¿Quién ha llegado del Callao?

-Los que salvaron de la ruina.

-¿De qué ruina? -volvió a interrogar con interés y sorprendido, pues era la primera noticia que tenía de este suceso.

-¿El señor no será de aquí? -observó el peón.

-¿Por qué?

-Porque no sabe una cosa que todos saben.

  -442-  

-Dispénseme, le repuso Rodolfo, yo acabo, de llegar de Aconcagua y nada sé.

-¡Anda!... Yo lo contaré entonces.

El roto contó cuanto sabía y en pocos instantes instruyó al forastero de la crónica del día.

La relación de Antonino, peón aficionado a la bebida, fue lava escandente que cayó en el alma de Rodolfo.

Pensaba en si Magdalena habría sucumbido.

No temiendo descubrir su disfraz, procuró Rodolfo orientarse más del asunto y preguntó con este motivo:

-Y la gente que ha muerto, ¿ha sido mucha?

-Mucha, mucha -respondió Antonino-, tomando un largo trago de chicha; dicen que muy pocos quedaron vivos.

Rodolfo habría querido salir de allí en busca de pormenores; pero era de noche, no conocía la ciudad ni menos las personas a quienes interrogar.

Contentose con insistir sobre el mismo asunto, dirigiéndole la palabra al noticiero.

-Y bien -le dijo-, ¿sabe usted quiénes son los que han venido?

Antonino se echó a reír y contestó con el buen humor que le acompañaba:

-¿Acaso soy de allá para conocer a esas gentes?

-Tiene usted razón -le replicó Rodolfo conociendo la impertinencia de su pregunta. Quiso no despertar sospechas y ahogó en su pecho la sed de curiosidad que le devoraba.

El licor se iba concluyendo, y Antonino que cifraba en él el interés de la visita, luego que vio el jarro vacío, se paró, estiró los brazos, bostezó con gran soltura y se fue dando las buenas noches.

Los dueños de casa dieron al forastero algunos chaños para que durmiera y ellos se recogieron para despertar al alba.

  -443-  

Un corto momento de silencio y oscuridad bastó para dejar sentir el ronquido de los dueños de la habitación.

-¡Felices ellos! -exclamó Rodolfo al contemplarlos en aquella tranquilidad- ¡felices los que no sufren!



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