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- XVI -

Al amanecer del siguiente día, Rodolfo se entregó a recorrer la ciudad.

Pronto se encontró con las riberas del Mapocho y desde allí contempló el bosque que se presentaba a la orilla opuesta.

Elevando sus ojos a la altura de los Andes, encontró esas moles que atraviesan la América, cortadas por el blanco manto de nieve que viste sus crestas y que se dibuja ante la transparencia de una atmósfera azul.

La excitación de su espíritu no le permitió contemplar detenidamente ese magnífico paisaje de la naturaleza.

Siguió adelante, y dirigiéndose hacia el Sud, se encontró con el Cerro de Santa Lucía, mirador que la Providencia puso en el centro de la ciudad.

Allí trepó Rodolfo, y colocándose en la cúspide, pudo contemplar de lleno la belleza del valle.

Un terreno plano, matizado por las yerbas del campo; flores derramadas con profusión; ganados que pacían; altas montañas por un lado cubiertas de verdor, y por otro colosales moles nevadas; y todo ello alambrado por una luz risueña y cubierto por un cielo puro y brillante.

Allí respiró el alma atormentada de Rodolfo, porque allí su alma se puso en contacto con Dios.

De allí descendió, tomó aliento y se dirigió a la plaza de armas.

En la plaza había un piquete de tropa que esperaba: multitud de gente lo rodeaba.

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Rodolfo se acercó a un desconocido, a un hombre del pueblo y le interrogó:

-¿Qué es lo que hay?

-El hombre le miró con un aire de sorpresa despreciativa, de pies a cabeza, y no le contestó.

Rodolfo volvió a repetir su pregunta.

-Hágame el favor de decirme qué significa esto.

El hombre volvió a mirarle y luego volviéndole la espalda le respondió:

-Qué curioso es V., aguarde y sabrá.

Rodolfo cambió de lugar, entrando a formar círculo entre la gente que rodeaba la tropa. Allí se encontró con Antonino, y éste le satisfizo la curiosidad que abrigaba, haciéndole ver que lo que se esperaba era un bando.

Conversaban sobre el particular, cuando el tambor tocó un redoble y la tropa echó armas al brazo.

La tropa se puso en marcha acompañada de la concurrencia, y al llegar a la primera esquina se detuvo.

Allí se dejó oír la voz de un escribano que leía un bando, igual al que ya conocemos promulgado en Concepción, sobre los sucesos ocurridos en el bergantín «Esperanza».

Como antes hemos dicho, el bando no nombraba a Rodolfo porque se ignoraba su nombre, y el único que tenía los antecedentes de este individuo era el Inquisidor Mayor, a quien se creía residiendo en Lima.

Esta convicción hizo ver a Rodolfo que nada tenía que temer.

El escribano luego que hubo leído el papel, repitió igual operación en cada esquina de la plaza y en seguida terminó la maniobra de la promulgación del bando.

Rodolfo siguió el acompañamiento al lado de Antonino.

Cuando ya se retiraban, aquel preguntó a éste:

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-¿Qué le parece el tal bando?

-Un disparate -le respondió.

-¿Cree V. un disparate el ganar tal suma?

-Lo creo, porque nadie se atreverá ni querrá hacerlo.

Tales expresiones llamaron la atención de Rodolfo, y como queriendo investigar la causa de tal desprendimiento, le volvió a interrogar:

-¿Tan desinteresada es la gente de la ciudad?

Antonino, sin contestar, clavó la vista en el que le interrogaba como quien trata de descubrir a un malvado, concluyendo por decirle:

-¿Y V. sería capaz de ganar ese dinero?

-Jamás -le contestó Rodolfo con toda la energía de su alma.

-¿Por qué razón?

-Porque el delatar es un crimen.

-Pues por eso tampoco se delata entre nosotros. Si alguno lo hiciese, le mataríamos.

-Debe V. esa mano -le interrumpió Rodolfo-, soy su amigo desde hoy. Veamos a beber un trago.

-V. es hombre que lo entiende -le repuso Antonino lleno de alegría-, vamos a beber.

Ambos se dirigieron a la Camarilla.




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- XVII -

La multitud se había retirado ocupándose del contenido del bando.

Entre los concurrentes se había encontrado el criado de la casa donde se hallaba hospedado Eduardo, quien en el acto comunicó a sus patrones cuanto había oído.

Como el hecho era extraordinario, el dueño de la casa lo contó sin demora al huésped.

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Éste se hallaba recostado leyendo.

El propietario entró y le interrumpió, diciéndole:

-Otro acontecimiento raro tenemos hoy.

-¿Cómo así? -interrogó Eduardo incorporándose y cerrando el libro.

-El sirviente viene de referirme que se acaba de publicar un bando ofreciendo 10.000 pesos al que dé noticia de unos prófugos que asesinaron al capitán de la «Esperanza», y que según propio de la Concepción, se han internado en este reino.

La tal noticia sorprendió a Eduardo, porque de lleno se le vino a la cabeza cuanto había pasado pero procurando serenarse interrogó:

-¿Y nada más dice?

-El criado ha hecho una relación indigesta de la cual nada más se saca en limpio.

-Pues la cosa merece el ser conocida -repuso Eduardo-. Voy a leer ese bando.

Arreglose en un momento y se fue a tomar conocimiento del asunto.

Cuando hubo leído el papel se dijo:

-Es necesario alejar de Magdalena la más débil sospecha e irse pronto de este pueblo; porque ya Rodolfo está entre nosotros.

Sin detenerse se fue al convento de San Francisco para recoger la carta que Magdalena había dirigido al padre Anselmo; pero esta había partido hacía tres días.

Alarmado sobre manera, se encaminó a casa de la napolitana, revistiendo su semblante de la mayor tranquilidad posible.

Encontró a esta en conversación con la familia de la casa en que habitaba.

La familia se retiró en el acto que Eduardo se sentó.

Trabose una conversación familiar, y en ella Eduardo propuso a Magdalena retirarse de Santiago por algunos días, mientras se obtenía la respuesta del padre Anselmo.

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-Me sorprende esa ocurrencia -le dijo Magdalena-, ¿a qué retirarnos?

-Te diré el motivo -le contestó Eduardo-. El vecindario nos acusa de que hacemos mala vida, fundándose en las visitas que te hago. Esas acusaciones ofenden tu honor, y aun cuando nada significan desde que tendremos que irnos a Europa, con todo, ellas pueden llegar a oídos del padre Anselmo y perjudicarnos. ¿No te parece -continuó con un acento de súplica amorosa-, que todo eso podría salvarse retirándonos a una aldea inmediata, a una chacra u otro lugar semejante?

Magdalena creyendo encontrar en tales palabras un fondo sano, un sentimiento delicado del amor da Eduardo, se limitó a contestar:

-Lo que tú hagas está bien hecho.

-Reconozco en ello -repuso Eduardo estrechándola afectuosamente la mano-, una prueba más de la felicidad que nos depara la Providencia.

Magdalena, bella y espiritual, conservando la virginidad del alma, se encendió de rubor y apartando la mano interrogó:

-¿Cuándo quieres sacarme de aquí?

-Bien podrá ser mañana o pasado -le contestó-. Voy a buscar un lugar aparente.

Eduardo, en posesión de tal determinación, creyó asegurar sus planes.

Retirándose de la ciudad, Magdalena ignoraría la llegada del padre Anselmo y podría recurrir a expedientes fraguados para hacerla desistir de la idea de obtener respuesta a la carta, y conseguir el enlace, para en seguida seguir de incógnitos a vivir en las poblaciones del viejo mundo.

Alimentado de ideas tales, se despidió a poner en planta su plan.

Tomó un caballo y se dirigió por el camino de la Palmilla:



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- XVIII -

Mientras Eduardo obtenía el consentimiento de Magdalena, Rodolfo lo había pasado con Antonino bebiendo un poco de licor en la Cañadilla.

A eso de las dos de la tarde regresaban al centro de la ciudad. El primero bastante alegre, aunque cuestionando sobre las reflexiones de abstinencia que el segundo le hacía.

-Convéncete -le decía Rodolfo-, que el beber hasta la embriaguez equivale a convertirse en bestia.

Esas reflexiones son buenas -le respondía el plebeyo-, para el que bebe por gusto, mas no para el que olvida así sentimientos que le entristecen.

-Aunque así fuese, no comprendo que hayan dolores tales que hagan optar por el ridículo, la degradación. Cuando hay esos dolores y se carece del valor para resistirlos, en vez de adoptar el suicidio por medio de la bebida, es preferible darse un tiro.

-Así no sirve -replicó el ebrio-, porque así se va uno al infierno. Del otro modo se alcanza confesión y después de morir alegre, se va uno al cielo.

-Esa es una sinrazón -le observó Rodolfo-, porque para irse al cielo no basta confesarse sino ser bueno en la vida.

-Me pareces hereje -repuso Antonino-, porque contradices lo mandado por la Santa Religión y aconsejado por sus ministros, de que uno puede ser muy malo sin peligro de perderse, con tal que al expirar alcance un padre. El único riesgo está en morir de repente; pero esto es tan raro que yo no seré excepción a la regla general. Y en último caso, el diablo es bien divertido para que cause miedo.

Rodolfo conoció que la conversación degeneraba en chanza y que su compañero era hombre perdido, por lo cual se limitó a decirle:

-Parece que no te agradan estas conversaciones; sin embargo dime; ¿tú bebes por necesidad o por vicio?...

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-¡Oh amigo mío! -exclamó el roto al sentirse tocado en su cuerda favorita-. ¿Qué sería del pobre si no bebiese? Es la única diversión que tiene. Beber después de haber trabajado un día entero para ganar real y medio, quizá produciendo veinte para el patrón; beber, cuando no tenemos cómo alimentar a nuestros hijos ni la esperanza de hacerlo con seguridad, es un consuelo, porque así se olvida uno de todo y es feliz en aquel momento de enajenación. ¿Le parece poca cosa que un hombre esté condenado a trabajar desde que nace hasta que muere bajo la pena de morir de hambre? Si se divisase un descanso, ¡vaya! Pero cuando se tiene la persuasión de sucumbir en la miseria y en ella nuestros hijos, vale más beber para desechar ese mal pensamiento.

Antonino manifestó esta vez cierta conmoción que Rodolfo procuró desvirtuar diciéndole:

-Eso mismo pensaba yo ahora tiempos; pero hubo uno que me dijo: el pobre sufre porque sus derechos están usurpados por los poderosos; porque la sociedad marcha fuera del orden natural. Que el pobre conozca lo que es, lo que le corresponde, lo que debe ser, y entonces bendecirá el trabajo, porque el trabajo será mirado como la santificación de las necesidades humanas. Esto me decían a mí, y yo que te quiero, te diré: que el peor medio que hay para llegar a ser algo, es principiar por degradarse, puesto que así seremos despotizados con facilidad.

-Estás muy filósofo -le observó el roto-; eso que me dices nada significa.

Rodolfo tentó aún el despertarle la razón y le preguntó:

-¿Amas al hombre de bien?

-¿Lo conoces tú? -le contestó.

-¿Qué no crees que hay hombres honrados?

-Así lo dicen, pero para mí ese es un cuento, porque...

Antonino cortó la frase por el recuerdo que le despertó un hombre que pasaba en un caballo a todo andar.

Aguarda -le dijo a Rodolfo-, ese que acaba de pasar es el que me dijeron que había venido del Callao.

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Rodolfo fijando su atención cuanto le fue posible, reconoció en el hombre que pasaba a Eduardo, lanzó un grito involuntario.

-¡Él es!... -y echó a correr para alcanzarle.

-¿Que te has vuelto loco? -le gritó el roto echando a correr también tras de su compañero.

-¡Aguarda! ¡Aguarda! -gritaba Rodolfo al del caballo, pero iba tan de prisa, que la voz no alcanzó y la carrera fue impotente. Eduardo había torcido en una bocacalle y desaparecido rápidamente,

-¿Qué es esto? -preguntó Antonino al amigo, asesando de la carrera que había dado para alcanzarle.

Rodolfo estaba pálido y su voz ahogada por la impresión.

Sus ojos chispeantes e inquietos.

Había en él una gran trasformación.

Procurando serenarse satisfizo la pregunta que se le hacía:

-¡Nada, creí conocer a un patrón que me debe!

-¿Pero no te dije que ese hombre era del Callao?

-Cierto... pero... sin embargo, yo querría saber dónde vive ese hombre... Si lo encontrase tendría cien o más pesos.

-¡Cien pesos!

-Sí; ese hombre no es del Callao, te han engañado.

Ese hombre es un ladrón noble que debemos encontrar.

Antonino no se cansaba de mirar a Rodolfo, cada vez más sorprendido de lo que oía.

-Yo te daría esos cien pesos -continuó Rodolfo-, si descubrieses la casa donde vive.

-O estás loco o eres qué sé yo -le observó el roto.

-No, mi amigo -prosiguió Rodolfo-. No soy loco; dame tu palabra y te diré...

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-Te la doy -le respondió el roto estirando la mano derecha y quitándose el sombrero con la otra.

-Yo soy un rico que persigo a un hombre, que me ha robado mi fortuna, mi tranquilidad, mi honra. Ando así porque quiero sorprenderle.

El primer síntoma del roto fue dar un paso atrás, involuntario, de respeto y de embarazo.

Rodolfo, alentándole la confianza le tomó del brazo; le dio cuatro pesos fuertes, y le dijo: Es necesario encontrar a ese sujeto. Dejarás de ser pobre si lo consigues. Todos los días, nos veremos en la plaza. Allí te daré un diario para que no trabajes en otra cosa que en buscarlo.

El roto todo embarazado recibió el dinero; manifestó reconocimiento y se despidió de Rodolfo diciéndole:

-Voy a trabajar en este asunto con más interés que si fuese mío.

-Sobre todo, el sigilo -le recomendó Rodolfo.

-Eso por sabido -le repuso Antonino retirándose; y cuando estuvo solo le acudieron profundas reflexiones-. ¡Un noble ladrón! -se dijo-, esto es curioso. ¡Qué tal! Si fuese un pobre no lo buscaría; pero a un rico, a uno de los que persiguen al pobre, no se me escapará.




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- XIX -

La emigración seguía llegando a Chile, proveniente del Perú.

Después del buque «Tres Marías», llegó el bergantín «Aguerrido», conduciendo algunos pasajeros.

Entre ellos venía un joven sacerdote perteneciente a la compañía de Jesús.

El mismo día que desembarcó tomó un caballo y se marchó a la capital.

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Llegaba a Santiago en circunstancias que Rodolfo acababa de divisar a Eduardo.

Este joven era un emisario; por consiguiente, fue conducido en el acto que llegó a la celda del jefe de la orden en Chile.

En presencia de este, sacó un pliego que entregó.

El jefe al tomar el papel, registró el sello, sacó un par de anteojos y mirando de reojo al conductor pasó a imponerse del contenido.

A cada renglón que leía miraba de soslayo al joven.

¿Qué decía el papel?

He aquí el contenido:

«Lima, Noviembre 5 de 1746.

»Mi V. P. y Hermano en Dios:

»Esta epístola tiene un solo objeto y este es de alta importancia para la conservación del buen crédito de nuestra santa orden.

»Ya en otra especial he hablado a V. del gran terremoto, ahora quiero prevenirle de otro gran cataclismo que amenaza a la Compañía con motivo de la pérdida que ha sufrido a causa de la fuga que ha hecho nuestro brazo ejecutor.

»Con motivo del terremoto, el Inquisidor Mayor, Eduardo Manríquez, se ha ido a esa seducido por el demonio que se ha encarnado en una mujer llamada Magdalena de... Eduardo se hallaba enamorado de ella y quiso casarse, pero yo se lo impedí, a causa de haber sido enviado a Sevilla su legítimo esposo R. de A... que debe vivir aún.

»La fuga de Eduardo es para casarse allí, seguramente, y para ello ha ocultado los caudales del Santo Oficio, y lo que es peor, es poseedor de todos los secretos que la Compañía le ha hecho cuando ha necesitado emplear su poder en servicio de Dios.

»V. debe calcular la importancia de ellos, pues basta prevenirle que si fuesen revelados, podrían causarnos grandes males.

»El portador instruirá a V. de algunos hechos confidenciales.

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»Impregnado de la importancia del asunto, he resuelto enviar al conductor con dos fines: 1.º para que sea el sepulturero de los secretos de Eduardo, y 2.º para que justifique mis procedimientos ante V. El emisario lleva instrucciones secretas, y lo único que necesita será el ser conducido al lugar donde vive ese hombre. Para ello deben emplearse cuantos medios sean necesarios.

»Había querido enviar a un joven salvado de las ruinas de la cárcel (Salazar), sacrificado por Eduardo, pero no le creí bastante competente. Así es que el portador es el hombre destinado por el dedo de la Providencia.

»Aprovecho la ocasión para repetirle mi invariable afecto, previniéndole la quema de este pliego (como de costumbre) etc. etc.

»Su muy A. y S. S.

»Gonzales.

Prepósito de la Orden de Lima».

El abate Molinares (que así se llamaba el jefe del convento grande en Santiago), luego que terminó la lectura de la carta, detuvo su mirada en el emisario, y como quien trata de un asunto insignificante, le interrogó con gran calma:

-¿Estáis dispuesto a cumplir lo que se os ha recomendado?

-Con todo mi corazón, V. P. -le respondió-, pues sé, que ese es un servicio que rindo a la gloria de Dios.

-Así es -agregó el abate-; todo lo que se hace con tan santo fin es premiado en el cielo. ¿Y cuáles son las instrucciones que traéis?

El emisario paseó la vista en torno de la celda para asegurarse que nadie le escuchaba, y en seguida aproximándose al abate, se las refirió al oído.

-La cosa es seria -le observó Molinares-. Está bien, id a descansar por hoy mientras me ocupo en prepararos el camino.




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- XX -

Al retirarse el emisario, Molinares hizo tocar a definitorio.

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Los hermanos salieron inmediatamente de sus celdas y se dirigieron a la sala destinada a reuniones de este género.

Cada cual ocupó el asiento correspondiente a su jerarquía.

Molinares entró con la cabeza gacha, y colocándose en la cabecera de la sala, examinó con la vista a sus hermanos, que nunca faltaban a tan solemne junta.

La voz del jefe se dejó oír en medio de un profundo silencio.

-Hermanos -les dijo-: la Compañía se encuentra amenazada de un gran peligro.

Los hermanos alzaron los ojos manifestando inquietud.

Molinares tosió para tener lugar de observar los semblantes, y luego continuó:

-Ese gran peligro no puede darse a conocer: pero basta que os lo indique.

En el acto el auditorio volvió a bajar la vista y quedar inmóvil cual un cadáver.

El régimen de la asociación obraba sobre las manifestaciones del espíritu.

Molinares siguió en su discurso.

-Por ahora es necesario (y que a ello solo os limitéis), averiguar la residencia de un Eduardo Manríquez y de una tal Magdalena de... ambos venidos del Callao en estos días.

El jefe continuó haciendo la filiación de los dos personajes, y los hermanos a tomar nota de ella.

Cuando todo estuvo terminado y hubo pasado un corto rato de meditación, el jefe dijo:

-¿Será necesario principiar a hacer las investigaciones?

Esta pregunta importaba un reproche del jefe, porque manifestaba la admiración de que esas investigaciones no estuviesen hechas desde antes de necesitarse saber de las personas, según era de ordenanza.

Pero luego cesaron las dudas.

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Uno de los hombres se levantó, pidió permiso al jefe para volver pronto, y se retiró a su celda.

Allí abrió el diario de apuntes que llevaba: consultó las filiaciones y regresó a la sala del definitorio.

-Podéis hablar -le dijo Molinares al reverendo.

-La Compañía está servida -respondió el reverendo.

Molinares absteniéndose de tomar conocimiento del asunto en reunión, siguió adelante:

-Falta aún saber cuál es la residencia de ese preso que iba a bordo de la «Esperanza» de que ya tenéis conocimiento por el bando de la autoridad. Es necesario descubrir a ese hombre y salvarlo de la cárcel.

Ninguno de los hermanos supo dar razón del individuo que se les recomendaba.

Hicieron sus apuntes y esperaron.

Molinares levantó la sesión y se quedó a solas con el hermano que había dicho: «la Compañía está servida».

En efecto, este sabía cuanto tenía relación con el primer encargo.

Molinares en posesión de datos tales, llamó al emisario y se encerró con él en su celda.

-Sabemos -le dijo-, lo que deseáis; pero creo prudente variar un tanto vuestras instrucciones, por razones particulares. Deberéis saber que en este reino se encuentra el marido de Magdalena, Rodolfo.

El emisario no pudo contener una expresión involuntaria de sorpresa y alegría.

-¿Aquí?

-Sí; leed ese papel -agregó el jefe pasándole copia del bando.

-¡Ese es Rodolfo! -exclamó el hombre- ¡Qué hallazgo!

-¿Qué pensáis de ello?

El emisario bajó la voz y manifestó sus ideas.

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-Pensáis con cordura -le dijo Molinares al ver que ambos pensaban de un propio modo. Es pues necesario encontrarle.

Convenidos en esta medida; Molinares dirigió al Provincial de San Francisco las siguientes líneas:

«Santiago y Febrero 11 de 1747.

»Mi R. P. Provincial:

»Agradecería a su paternidad en el alma, se sirviese decirme donde se encuentra fray Anselmo de Alvarado, etc. etc.

»P. Molinares».




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- XXI -

Los padres de San Francisco habían tomado interés por saber qué significaba el empeño que había por parte del Prepósito Molinares y de Eduardo (a quien no conocían) en buscar al padre Anselmo:

Este apenas era conocido en el convento por haber estado de tránsito unos pocos días en la capital.

La curiosidad de los frailes se aumentó con la llegada de un tercero el día doce, en que preguntaba si había llegado el religioso a que nos referimos.

El Provincial dio orden de llevar a su presencia al desconocido, para saber que significaba lo que ocurría.

-¿A quién buscabais? -le interrogó al tener ante sí a un labriego, que era el misterioso desconocido.

-Al padre Anselmo.

-¿De parte de quién?

-Lo necesitaba S. Paternidad.

-¿Pues cómo le buscáis acá cuando él vive en el Sud?

-Se me había dicho que llegaba hoy.

Esta era una verdadera noticia para el Provincial.

Así es que continuó en el diálogo investigatorio que había entablado.

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-¿Seguramente venís de parte de ese señor que le mandó una carta días pasados?

-¡Una carta! -esta era otra verdadera noticia para el labriego.

-No, S. P., yo no vengo enviado por persona alguna.

-Entonces sois el tercero que le busca -exclamó el Provincial-. ¿Quién sois?

-Un español.

-¿Y quién os ha dicho que hoy llega?

-Un viajero que llegó del Sud.

El Provincial, más confundido aún, continuó:

-¿Y podéis decirme para qué lo necesitáis?

-Es un asunto de conciencia, R. P., que no puedo revelar sino a él.

El Reverendo echándose en una butaca de suela y respirando con esa fuerza que da la robustez proveniente de una vida holgazana, despidió al labriego, sin intentar descubrir los secretos de la conciencia.




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- XXII -

Habría pasado una hora de habido el anterior diálogo, cuando el padre Anselmo llegaba en un caballo cubierto de sudor, fatigado por la marcha veloz que había hecho.

Pasados los cumplimientos de la salutación, el Provincial le llevó a su celda, le entregó la carta de Molinares y le informó de cuanto había pasado, sobre todo en lo tocante al desconocido.

-¿Y ese labriego volverá hoy? -le interrogó el padre Anselmo.

-Nada dijo -le respondió el Provincial-; pero volverá sin duda.

El padre respiró y santificó a Dios en su corazón.

Veía salvado a su hermano.

-¿Y una carta que os envié días ha? -le interrogó el Provincial-; supongo no habréis tenido tiempo de recibirla.

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-En San Fernando, S. P., encontré al conductor y allí me la entregó.

-Parece que erais bien deseado, hermano.

-Ignoro el objeto, solo sé que aquí me espera la esposa de mi hermano -le respondió el padre.

Y como la carta de Magdalena bastaba para satisfacer al superior, la sacó del bolsillo y la mostró al Provincial.

Este paso, bastó para terminar las investigaciones y satisfacer las dudas.

El padre Anselmo se retiró a una celda, se limpió, y recorriendo la carta de Magdalena en lo referente a las señas de la casa donde le decía debía encontrarla, se dispuso a ir en su busca.

-Dios es justo -se dijo a sí mismo-. Hoy mismo dejará de sufrir Rodolfo.

El padre Anselmo tomaba tal prisa por ver a Magdalena, porque quería evitar el encuentro del hermano con Eduardo.

Deseaba salvar a todos.

Salió con esta determinación y tomó por la calle de San Antonio hasta desembocar en la de Santo Domingo.

Allí encontró la casa que se le designaba.

En la puerta de la sala encontró una señora como de 40 años de edad y a ella le interrogó:

-¿La señora Magdalena está en casa?

La señora parándose y asumiendo una posición reverente le respondió:

-Esta mañana se ha ido al campo.

El reverendo varió de semblante, se sintió contrariado; pero sin embargo continuó en sus indagaciones.

-¿A qué parte del campo?

-Nada dijo sobre ello, pues un señor con quien va a casarse vino por ella y la llevó.

-¿Cree V. que volverá?

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-Lo ignoro, S. P., desde que ella se llevó su equipaje.

-¡Qué desgracia! -exclamó el padre.

-Seguramente es S. P. la persona a quien ella esperaba para casarse.

-Sí, señora, yo mismo.

El padre quedó pensativo, rehusó tomar asiento, y como procurando convencerse más del chasco, le volvió a interrogar:

-¿No me da V. algún arbitrio para encontrarla?

-Siento no poderle servir; pero esté S. P. seguro, que si algo consigo saber, en el momento lo pondré en su conocimiento.

-Sería el mayor servicio que podría hacerme -le contestó el padre.




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- XXIII -

Eran las doce del indicado día, cuando pasaban tales cosas.

A esa hora, el Padre Anselmo se dirigió a ver al prepósito Molinares.

Hizo anunciarse y pronto se encontraron ambos a solas.

-¿Sois el R. Padre Anselmo? -le saludó Molinares manifestando gran agrado.

-El mismo, V. P. -le contestó este con el semblante contristado aún por las emociones pasadas.

-¿Cuándo habéis llegado?

-Tan solo hoy, y me he apresurado a venir, atendiendo a la cartita que V. P. dirigió a mi prelado.

-Os agradezco tanta diligencia; pero no os arrepentiréis de ello, porque tengo algo de muy interesante que deciros.

Molinares hizo sentar al padre, y como acomodándose en un sillón, se dispuso a emplear con este hombre la alta política, a fin de hacerle servir de instrumento a sus planes.

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Molinares, es de advertir, en su profundo conocimiento de las cosas, luego que vio al padre Anselmo y supo que acababa de llegar del Sur, dedujo sin dificultad que sabía del hermano Rodolfo, y que este debía haber llegado también a Santiago.

Con estos antecedentes, entabló el siguiente diálogo:

-Debéis saber -le dijo Molinares-, que en Lima se cometió un crimen contra vuestro hermano.

-¿Contra mi hermano? -le respondió el padre demostrándole sorpresa.

Molinares estudió el semblante del padre, y luego continuó, haciéndose que aceptaba la extrañeza del franciscano.

-Os referiré cuanto ha pasado.

Al efecto refiriole la historia de los sucesos que se han expuesto y le manifestó que el abate González había enviado un emisario expreso para salvar a Magdalena, y a Rodolfo, a quien se suponía en Lima en viaje para Sevilla.

¿Y el emisario dónde está? -le interrogó el franciscano.

-Él no os dirá más de cuanto yo os he dicho -le respondió Molinares.

Lo que interesa es encontrar a Eduardo para volver la paz al señor Rodolfo; y esto es tanto más premioso para vos, cuanto que vuestro hermano se os presentará de un momento a otro.

-¿Cómo así, señor?

Molinares admitiendo el papel de hombre sencillo, refirió cuanto concernía al escape de Rodolfo.

El franciscano, sin conocer el móvil de tanta oficiosidad, se manifestó altamente reconocido a los servicios que se le hacían, y con tal motivo dio cuenta de la carta de Magdalena y de su viaje misterioso al campo.

-Eso ya lo sabía -le observó Molinares; mas lo que importa es con actividad y tacto obrar para encontrar esas gentes.

-Voy a ocuparme de ello -le contestó el franciscano; pero necesito   -461-   ayuda, protección, porque en esta ciudad nada conozco ni sé de quién valerme.

-Yo os ofrezco mi insuficiencia -le contestó Molinares-, y os prometo emplear todos mis recursos; porque desea ver a ese Eduardo para asuntos que se me han encomendado, de la mayor importancia para la religión.

Solo desearía que si vos le encontráis primero, antes de ver a Magdalena, me lo aviséis.

-Para mí eso es un beneficio que recibo, y mi gratitud os será eterna.

Molinares se levantó a estrechar afectuosamente la mano del franciscano, que se retiraba a su convento, a ir a esperar al hermano.




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- XXIV -

Cuando el franciscano regresaba a su convento, encontró a Rodolfo que le esperaba en la portería.

Le condujo a la celda que le habían arreglado, y allí a solas entraron en conversaciones expansivas acerca de lo ocurrido durante la última separación.

En medio de estas conversaciones entró de preferencia la que se refería al asunto que preocupaba a los dos hermanos.

Con este motivo Rodolfo excitado por las impresiones que había recibido al divisar a Eduardo, le dijo al padre Anselmo:

-Le he divisado, he divisado a Eduardo, y tengo esperanzas de dar con él bien pronto, porque una persona me ha asegurado el descubrir donde vive.

-¿Y qué persona es esa? -le interrogó el hermano, bastante alarmado por el modo como se habían precipitado los sucesos.

-Un hombre del pueblo -le contestó Rodolfo.

-Es necesario que ese hombre me vea, porque quiere que tú no   -462-   encuentres a Eduardo antes que yo. Así lo he ofrecido al prepósito de la Compañía.

-¿Pues qué tiene que ver el prepósito en mis negocios?

-Mucho. Te impondré de cuanto acaba de pasar:

Refiriole el padre Anselmo su entrevista con Molinares.

-Temo -le observó Rodolfo- que traten de salvar a ese malvado de mi venganza.

-Dos veces -le dijo el franciscano-, te he oído pronunciar una palabra poco digna; me has hablado de venganza. ¿Qué piensas hacer?

Rodolfo se detuvo sorprendido del lenguaje del hermano, no comprendiendo le quisiese contrariar, lo que en la exaltación de sus pasiones, era para él un acto justo.

-¿Qué pienso hacer? me preguntas -le contestó con fuego- ¡matarle!

-¡Calla! ¡Calla! -le observó el franciscano-; eso no dicen los cristianos, los cristianos perdonan.

-En otra ocasión le perdoné llamándole a un duelo. A ese proceder se me respondió con una cárcel. Tú sabes lo pasado. En aquel entonces si me hubieses dicho: perdónale, quizás... lo habría perdonado; ¡pero ahora!

Rodolfo revelaba la borrasca que pasaba en su alma; así era que la expresión del semblante y la acción que sus nervios imprimían a su cuerpo, decían más que las palabras que pronunciaba.

-Solo la muerte -continuó después de una ligera pausa-, puede borrar tantas ofensas.

El padre Anselmo había guardado secreto respecto de la carta de Magdalena, guiado por un fin humano; mas como veía una resolución tal en Rodolfo, contra la cual la razón era impotente, quiso temperar la cólera tocando el corazón del esposo, noticiándole de la residencia de Magdalena en Santiago, y vindicándola para el caso de una entrevista inesperada.

-Y si supieses -le observó con este propósito-, que Magdalena   -463-   vive tan digna de ti cual la dejaste, ¿insistirías en lo que me has dicho?

-¿Sabes que vive? -le interrogó Rodolfo con una expresión dulce y tierna.

-Lo sé.

-¿Y cómo nada me habías dicho?

-Todo te lo diré, y aún más: que pronto la verás; pero antes debes prometerme renunciar a la venganza. Las pasiones, hermano mío, ciegan y tú tienes motivos para estarlo; por eso interpongo mi serenidad para salvarte.

Rodolfo nada encontró de satisfactorio en la reflexión; sus deseos eran ver la esposa; por eso en vez de responder, prorrumpió en palabras y en acciones que demostraban su impaciencia y su gozo:

-¡Dime! ¡Dime! Hermano, ¿dónde está Magdalena?

El franciscano se encontró conmovido también, pero conoció que aquella era la ocasión de hacer reaccionar a Rodolfo.

-Dame tu palabra, hermano, de que perdonas, y todo lo sabrás.

En un momento tal de impresión, nada reflexionó Rodolfo y solo trató de asegurarse de la verdad de lo que oía.

-¿Magdalena se encuentra pura y en esta ciudad? -le interrogó.

-Sí.

-Pues entonces, perdono.

El franciscano abrazó al hermano, lleno de satisfacción; mas esto duró poco, porque la reacción era lógica.

Rodolfo se dispuso a partir, creyendo ir en el acto al encuentro de Magdalena.

-Vamos -le dijo-, no hay que demorar, porque mi pecho está al estallar con tanta felicidad.

El padre Anselmo conoció en el momento que había ido demasiado   -464-   lejos, y que ya era imposible detenerse en las revelaciones que acababa de hacer; vio que era preciso ser franco y confiar en la razón del hombre para satisfacer esa justa impaciencia de Rodolfo.

Por eso, al querer este ir al encuentro de la esposa, el franciscano se quedó silencioso y meditabundo, hasta que se resolvió a decirle:

-Es necesario que tomes un conocimiento de cuanto yo sé para que obremos con cordura y sin violencia.

-De cuanto quieras hablarme -le interrumpió Rodolfo-, podrás hacerlo más tarde: por ahora volemos hacia Magdalena.

-Atiende, te lo suplico, y te convencerás de que nada se puede hacer de este modo. Siéntate.

El hermano obedeció y se puso a oír todos los acontecimientos pasados hasta llegar a tocar con la desaparición de Magdalena, y la esperanza que había de encontrarla, mediante los recursos que se habían puesto en acción.

Atónito Rodolfo de cuanto acababa de oír, la razón cedió su puesto al odio, despertándose en su corazón los celos con gran fuerza. En vez de esperar en las medidas que le indicaba el religioso, toda su imaginación se contrajo a idear venganzas, a recordar las que había alimentado antes y a encontrar justa la violencia.

Puestas en acción semejantes pasiones, mucho más en un hombre herido tan hondamente, la resolución que iba a expresar debía cambiar las expectativas concebidas por el franciscano.

-Retiro la promesa que te he hecho, fue la primera articulación que salió de los labios de Rodolfo. Ese hombre debe morir y esa mujer debe morir también.

-¿Estás loco? -le observó el franciscano-; ¿qué delito ha cometido ella? ¿Así premias a la que te guarda consideraciones, aun creyéndote muerto? ¿A la que creyéndose viuda se abstiene de un enlace antes de consultar la voluntad mía, porque me cree el único representante de tu nombre y de tus deseos?

  -465-  

-No, nada de virtud, todo eso es un engaño, una combinación con el amante que la acompaña. ¿Ignoraba ella acaso que yo fui preso por castigar la osadía de Eduardo? ¿No ha sido por ese hombre, por castigar sus deseos criminosos, la ofensa hecha a ella, que ya he sido condenado a una muerte oscura y silenciosa? ¿Cómo disculpar entonces la resolución de enlazarse con mi verdugo? ¿No es creíble, después de todo eso, que ella ha obrado en connivencia de Eduardo, para deshacerse de mí? ¿Que ella ha sido adúltera y que por librarse de mi presencia para realizar sus designios, obra de acuerdo con mi enemigo?

La imaginación del hombre, excitada por los celos, luego que encuentra una apariencia se extravía en conjeturas y se pierde en juicios erróneos.

No perdona las debilidades, ni toma en cuenta las circunstancias, nada ve y todo lo condena.

Esto pasaba a Rodolfo, al suponer a su esposa cómplice de Eduardo.

De la falta de energía en Magdalena para haber repelido al amante que una vez fue rechazado por el marido, nacían esas conjeturas, que llevaban la apariencia de la verdad y que sin embargo eran falsas.

Así, Rodolfo convencido de lo que expresaba, siguió en juicios tales que parecían extraviar su razón, hasta que terminó diciendo al franciscano:

-Mi resolución es invariable: mataré a los dos.

El franciscano había escuchado el desahogo del hombre herido y no desesperaba aún el reducirle a un avenimiento cristiano.

Por eso trató de calmar la cólera diciéndole:

-Cuando tu razón vuelva a meditar lo que acabas de decirme, tú mismo volverás sobre tus pasos, y desistirás de cometer un crimen tal.

-¡Jamás! -le respondió Rodolfo-, lo juro por el alma de nuestro padre.

-Los juramentos que se hacen para llevar a cabo un crimen, no   -466-   obligan -le observó el franciscano-. Escuchadme un momento: quiero que seáis justo.

-¿Me vas a aconsejar desista de mi propósito?

-Sí; porque ese es mi deber.

-No admito consejos, es inútil que procures convencerme.

-Pues entonces -le dijo el franciscano alzándose y revistiéndose de la gravedad del sacerdote y del hombre justo-, si no cedes a la razón, ejerzo sobre ti mi autoridad de hermano mayor y de cristiano. Te ordeno, te mando obedecerme.

Palabras perdidas para quien le escuchaba.

Rodolfo estaba ciego de furor, y ante ese odio que abrigaba, todo paso era inútil.

-Yo sé lo que me corresponde hacer -le contestó Rodolfo-. Ante mi conciencia no hay más autoridad que la mía.

-Pues si no obedeces -le repuso el hermano-, yo no podré ser tu amigo, tu hermano.

-Renunciaría a todo antes que a mi venganza.

Esta resolución de Rodolfo bastó para convencer al franciscano que era preciso obrar de otro modo.

La esperanza que concibió fue buscar, encontrar a Magdalena, retirarla de Eduardo y alejar a este, ocultando los procedimientos hasta calmar al hermano.

Con semejante ánimo, el religioso desistió de toda discusión, y conservando toda la dignidad que había asumido, se limitó a decir a Rodolfo:

-Cuando vuelvas a pensar de otro modo, puedes verme.

Rodolfo se retiró sin proferir una palabra.

El hombre dominado por las pasiones, es la bestia más feroz de las creadas.



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- XXV -

El disgusto acaecido entre los dos hermanos había conducido a Rodolfo hasta el despecho.

No divisaba peligros ya, ni temía por su persona.

Enterado de que Molinares se ocupaba del descubrimiento de los designados a su furor, al salir de San Francisco, se dirigió a ver a este abate.

El estado febril en que se hallaba no te daba treguas a esperar.

Estaban en Santiago Eduardo y Magdalena, y esto era bastante para conducirlo a la impaciencia.

Para Rodolfo, Molinares debía, sino designarle el lugar, al menos ponerle en camino de encontrarlos.

Con tal ánimo se hizo introducir donde estaba el abate.

-Soy el hermano del padre Anselmo -le dijo al entrar.

-Celebro el conoceros, sentaos -le repuso Molinares con la mayor amabilidad. ¿Qué decíais?

-Soy perseguido por la justicia -le contestó Rodolfo. Conoces mis antecedentes, y sin embargo, debo declararos que no temo el presentarme aquí; porque vengo a que os sirváis decirme si sabéis dónde está mi esposa, como podré encontrarla, seguro que no me haréis penar, morir en la desesperación.

El abate observaba tranquilamente la conmoción del hombre.

-¿Y por qué venís a mí para semejante asunto? -le volvió a interrogar.

-Señor, mi hermano me ha informado de ello, pero se ha negado a decirme cuanto debo saber, quiere dejar impune el crimen.

-Pues si vuestro hermano os ha informado de cuanto ha conversado conmigo, razón tendrá para no ser bien franco con vos -le repuso Molinares-; quizás teme algo de vuestros procedimientos.

Rodolfo dejaba entrever una sonrisa que ocultaba su intención; pero una sonrisa de hiena, y con ella dijo al abate:

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-¿Qué podrá hacer un desgraciado como yo? ¿Sería mucho castigo el perdonarles?

El abate comprendió bien pronto lo que el hombre pensaba; pero quiso hacerse el crédulo, y conociendo que la resolución encubierta de Rodolfo le convenía más que la que tomase el franciscano, tomó el partido de servir los intereses del hermano ofendido, antes de cumplir lo acordado con el padre Anselmo.

Ocupado en estas ideas habló con franqueza a Rodolfo.

-Hasta hoy no ha podido saberse el lugar donde están las personas que necesitáis, a pesar del empeño que en ello tomo por servir a la moral; pero estad seguro que yo los descubriré y os lo avisaré en el acto.

-¡Y sin embargo, ellos han de seguir viviendo juntos! -exclamó Rodolfo lleno de furor y de agonía.

-Tened paciencia -le observó el abate con ese aplomo que da la seguridad de llegar al resultado que se desea. Vuestra esposa volverá a vuestro lado.

-Gracias, señor -le contestó el esposo-, gracias. ¿Y cuándo y cómo tendré conocimiento del resultado de vuestros trabajos?

-Venid todos los días a las siete de la noche.

-Seré todo vuestro -le contestó Rodolfo-, y se retiró abatido por la dilación.

Molinares se contrajo en seguida a escribir cartas a los curas para que diesen aviso anticipado de los matrimonios que fueran a hacerse.




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- XXVI -

Cuando en la ciudad se trabajaba por descubrir a Eduardo y Magdalena, una escena distinta pasaba a cuatro leguas de distancia de la población.

Saliendo por el lado norte de Santiago, se caminaba por largos callejones, hasta llegar a un despoblado que conduce a unos cerros.

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Al través de estos cerros sigue un camino marcado por las huellas del tráfico, hasta el valle de Aconcagua.

En toda la travesía se notan vías distintas que se abren en direcciones opuestas.

Son o eran caminos (porque todo ha variado) que el tráfico había hecho de los inquilinos, peones, tropas de carga, anexas a la multitud de propiedades que se encuentran en aquel valle.

El viajero poco inteligente, solía a veces seguir el rumbo que creía más regular en la marcha; pero con frecuencia sucedía que lejos de avanzar se encontraba perdido o daba con objetos diversos que le manifestaban su error.

Era necesaria alguna pericia para viajar por esos lugares.

En el curso de esos caminos se encontraban ranchos diseminados, habitados por las familias de los labradores.

El transeúnte, al pasar por esos ranchos no divisaba gente, y creía que pasaba sin ser visto; pero los peritos sabían que a los habitantes de esos lugares nada se les escapaba.

Así era que, si se perdía un animal o se buscaba a un individuo, el interesado se acercaba a esos lugares y tomaba los informes que deseaba.

Antonino que conocía estas costumbres, al ofrecerse a Rodolfo para descubrir a Eduardo, contaba con su práctica, y fue por eso que puso en planta sus ideas, como se verá más adelante.

En la mañana del 12 de Febrero, dos personas cabalgaban por el camino que hemos indicado.

Era una mujer cubierta por un velo negro, y un hombre decente que la acompañaba.

Marchaban silenciosos preocupados en acelerar el viaje.

Llegaron a alguna distancia de la ciudad y se detuvieron.

El hombre se puso a observar, y reconociendo en una tapia una señal que había hecho él mismo el día anterior, dijo a la joven:

-Sigamos por acá.

  -470-  

Ambos torcieron las bridas de sus caballos y se dirigieron por un camino especial que conducía al interior de una extensa propiedad.

Caminaron por una senda rodeada de arbustos y yerbas, y al fin de una media hora de bien andar, llegaron a una casa extensa, bastante descuidada.

Frente a las habitaciones corría un largo corredor.

Allí se hallaba de pie un hombre de alta estatura, acompañado de una mujer de edad y algunos muchachos pequeños.

Al llegar los viajeros, el campesino se adelantó, y tomando de la cintura a la dama, la puso en tierra.

El sol era sofocante y la viajera sin detenerse en cumplimientos, exclamó:

-¡Vengo muerta!

-¿Qué deseáis tomar? -le interrogó el acompañante.

-Algo de fresco.

Bien se deja conocer que estas personas eran Magdalena y Eduardo.

Magdalena entró a una de las piezas de la casa, arrojó el velo y el sombrero y se reclinó en un ancho sofá.

La mujer que allí estaba al ver tanta belleza, un rostro tan luminoso y angelical, no pudo menos que detenerse a contemplarla con gozo.

Eduardo había quedado afuera hablando con el hombre que les recibió.

-No tengáis cuidado -le decía este-, que era el mayordomo de la hacienda; aquí viviréis en paz, y aun cuando os busquen, estad seguro que nadie os molestará.

Eduardo manifestaba su reconocimiento.

Esta conversación indicaba una connivencia anterior.

En efecto, el día anterior, Eduardo le había expuesto que se hallaba perseguido a causa de haber desaparecido con la joven que le   -471-   acompañaba, la cual debía ser su esposa; y que le era necesario permanecer oculto inter cesaban las pesquisas.

El mayordomo, que era un hombre de excelente corazón, sentía verdadero gusto en prestar un servicio de esta especie, al extremo de considerar la causa que protegía cual si fuese suya propia.

Este interés había crecido, cuando conoció toda la importancia física de la napolitana.

Posesionado de un sentimiento hospitalario, nuestro hombre montó a caballo, advirtiendo a Eduardo iba a prevenir a los inquilinos del camino no diesen razón de las personas, que habían pasado en la mañana. De este modo quedaba asegurado el sigilo.

Haciendo estas prevenciones, el mayordomo arrimó espuelas a su caballo, y partió como un celaje por entre cercas y callejones, cual si fuera un bárbaro que se olvida de la existencia.




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- XXVII -

Las precauciones del mayordomo eran necesarias, tanto más, desde que un hombre del pueblo se había comprometido a descubrir las personas que se habían ido a ocultar.

Antonino había empleado la tarde del día 11 en espiar la vuelta del hombre del Callao.

Aquella tarde nada avanzó en sus informes, porque Eduardo había regresado por otro camino.

El día 13, el roto supo por Rodolfo que el hombre del Callao acompañado de una dama había salido al campo para no volver. Con este dato, nuestro roto se puso en marcha, preocupado de serios raciocinios.

-Si se ha ido al campo -se dijo-, debe haberse marchado por donde ayer pasó; si no ha tomado esa dirección, es fácil saber dónde estuvo el día once y de allí indagar el lugar en que puede encontrarse.

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Esta era una consecuencia lógica, aunque parezca extraña en un plebeyo; pero como todo ser no necesita educarse para pensar, es también lógico concluir en que no era extravagante que Antonino pensase como pensaba.

Animado de tales ideas emprendió su peregrinación con fe. Tomó por la Cañadilla y siguió adelante sin desviarse del camino real.

Después de haber avanzado unas diez cuadras fuera de la población, entró a una venta, pidió una copa da aguardiente y pagó con garbo. La ventera se sonrió de las ínfulas del roto y este aprovechó la ocasión para dirigirle algunos requiebros. Entablada una conversación tal, Antonino trató luego de lo que le interesaba saber.

-Y dígame V. -le dijo-, ¿no me dará razón de un señor y de una señora que han pasado por acá el doce por la mañana, es decir, ayer?

-Por aquí pasaron -le respondió la ventera.

-¿Les vio V.?

-Creo que iban para Colina.

-¿Qué señas tenían?

-La señora iba vestida de negro, cubierta con un velo, y el señor con un poncho azul. Iba la primera en un caballo y el señor en un alazán tostado.

Antonino recogió con toda exactitud las noticias que se le habían dado y se despidió continuando su marcha.

En cada rancho que encontraba, nuestro hombre volvía a repetir sus indagaciones, tomando el pretexto de comprar pan, aguardiente o cigarros.

Las noticias iban conformes y nuestro hombre seguía adelante sin reparar en las distancias.

Después de haber hecho una larga caminata, llegó al lugar donde Eduardo se había detenido y dejado el camino real.

Allí encontró un rancho perteneciente a la propiedad ya indicada   -473-   y entró a él para proseguir el hilo del itinerario que llevaba. Hizo las preguntas convenientes, y la mujer que allí había negó que habían pasado semejantes gentes.

Antonino atribuyó a descuido esta ignorancia o negativa y prosiguió adelante.

El sol reverberaba y nuestro roto sudando a mares no desmayaba.

Después de una media legua se encontró con algunos ranchos agrupados, y allí se introdujo en prosecución de sus investigaciones.

Los diferentes habitantes de estas viviendas aseguraron a Antonino que por allí no había pasado la gente por quien preguntaba. Con tales datos, Antonino dedujo que Eduardo no había ido a Colina sino que se había quedado atrás.

El sol marchaba ya a su ocaso y la distancia que había para regresar era larga.

El roto marcó el lugar hasta donde había llegado, pagó a un arriero que pasaba para que lo llevase a la ciudad, y en las primeras horas de la noche se encontró al frente de Rodolfo que le esperaba, según había convenido.

Diole razón de cuanto había hecho y concluyó:

-He llegado a la puerta del horno.

-Mañana iremos los dos -le dijo Rodolfo.

-Pero a caballo, porque es muy lejos y estoy estropeado.

-Como más convenga -le observó Rodolfo ratificándolo.

Las noticias adquiridas eran de alta importancia. Rodolfo en posesión de ellas corrió a comunicarlas al abate Molinares.

-Es mucho adelantar -le observó este.

-Mañana espero descubrir lo que me falta -le dijo Rodolfo-, porque pienso ir en persona.

-Eso no -le contestó el abate-; porque si os conocen, os pueden hacer aprehender, entregaros a la autoridad y perderos. Yo os daré un hombre que recomendaréis a ese plebeyo para que le   -474-   acompañe, y estad seguro que le encontrarán sin que él lo sepa.

Esta justa reflexión convenció a Rodolfo, porque recordó su posición, y lo que en otro tiempo había ocurrido con Eduardo.

Cedió al pensamiento del abate.




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- XXVIII -

Al amanecer del siguiente día, Antonino acompañado de un hombre delgado de cuerpo, disfrazado con vestidos de campesino, volvía a los lugares que había recorrido la víspera. Era el emisario del abate González.

Pronto se advertía entre ambos suma confianza.

Las primeras ventas fueron visitadas para satisfacer el seco gaznate de Antonino.

Fuera de la ciudad y a más de una legua de distancia, el cansancio aumentado por el sol de la estación, obligó a los viajeros a tomar reposo en un rancho que encontraron.

Tal oportunidad, propicia para el roto, la aprovechó en tomar aguardiente.

El emisario observó a su compañero la necesidad de abstenerse y le apuró para seguir la marcha.

Antonino le hizo presente que no había tenido tiempo de descansar y que era necesario quedar una media hora más.

Antonino procedía así por encontrarse frente a una guapa muchacha que cuidaba de la venta y por la cual su corazón había principiado a palpitar.

La muchacha sonreía a las palabras del enamorado y a la actitud que asumía echándole el brazo por el pescuezo para acariciarla.

-Estése V. quieto, que lo ve ese hombre -le observó la ventera.

-Ese no es inconveniente, hijita, le contestó el roto procurando acercarle el rostro para darle un beso.

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La ventera se defendía, pero el roto la amagaba sin tregua.

En esto se encontraban cuando entró un labrador que se quedó sorprendido.

La muchacha al verlo le dijo:

-Quite a ese hombre de aquí.

El labrador era un enamorado de la ventera, pero un enamorado a lo serio. Al sentir que su Dulcinea le llamaba en su auxilio, de un salto se arrojó sobre Antonino, lo tomó entre sus brazos y lo aventó contra la pared. El roto rodó por el suelo, y parándose con furor, apostrofó al adversario:

-¿Es V. el padre, hermano o marido de esta joven?

-Salga en el acto -le respondió este-, antes que le rompa el alma.

Antonino, que era un valiente, lejos de intimidarse y antes que sufrir el bochorno de la derrota ante una dama, provocó al contrario:

-Si es hombre venga acá.

Ambos salieron, y en la puerta de la venta le interrogó el labrador:

-¿Adónde quieres que vayamos?

-A un lugar solo.

El emisario que hasta entonces había sido un mudo espectador, salió de su inacción y se opuso a que el desagrado fuese adelante. Pero el roto le dijo que no había peligro y que le dejase un momento con el labrador.

Prevalidos de la debilidad del emisario, los adversarios se encaminaron a un potrero próximo y se colocaron tras de la tapia para no ser vistos.

-¿Cómo queréis que peleemos? -le interrogó el roto al labrador.

-Como hombres -le contestó.

Pelear como hombres entre esa gente es reñir a cuchillo.

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La escena que vamos a describir dará una idea de la costumbre bárbara que allí existía y que aún se conserva en parte.

Antonino se quitó el poncho y le enrolló en el brazo izquierdo.

Con la otra mano empuñó un puñal que llevaba a la cintura.

Igual apresto hizo el adversario.

En seguida el roto se sacó una larga faja que llevaba a la cintura como de tres varas de largo y se ató una punta en un pie y pasó la otra al labrador, quien hizo igual cosa.

Ligados de este modo, el ataque principió.

Ambos levantaron el brazo izquierdo para barajar los golpes que se dirigieran y con el otro se prepararon a acometer con oportunidad.

Antonino se agachó, y cual si torease al labrador, principió a balancearse guardando el aplomo sobre ambas piernas.

El otro que espiaba la ocasión, dio un brinco para herir al adversario amenazándole a la cara, y variando con celeridad el golpe, dirigiolo al vientre.

Antonino evitó el daño brincando hacia atrás y haciendo retroceder al enemigo, acometiendo sobre la marcha.

Ambos eran duchos en el manejo del cuchillo, y lo eran tanto, que en aquella aptitud nada conseguían, no podían destriparse.

La agitación de los saltos, los movimientos de defensa y de ataque, habían ido agotando la paciencia de los contendientes y hécholes descuidar las reglas observadas, para de una vez herirse.

El labrador se dispuso a terminar la lucha.

Se encuclilló y se presentó en esa posición falsa.

El roto creyó aprovechar el momento y cayó sobre él como un rayo, clavándole el cuchillo en el cuello; pero al propio tiempo dirigió el otro su arma e hirió al agresor por las costillas.

La sangre brotó y un salto atrás les puso en aptitud de observarse nuevamente para herirse.

Repitieron sus ataques con mayor furor, pero sin exterminarse.

  -477-  

En tal situación se hallaban, cuando llegó allí un hombre a caballo que se interpuso.

Era un Juez de campaña a quien la bella Dulcinea había corrido a dar parte cuando se trataba del desafío.

El emisario temeroso de los resultados, había emprendido su retirada oportunamente.

Los combatientes pasaron a descansar en una prisión.

Quedaba interrumpida la investigación.




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- XXIX -

Treinta días habían transcurrido.

Las seguridades dadas por el mayordomo a Eduardo se habían cumplido.

Vanas habían sido las pesquisas de Rodolfo; en vano el padre Anselmo había recorrido los campos de los alrededores; todo había fracasado, porque el sigilo de la protección y de la hospitalidad inutilizaban los esfuerzos de la indagación.

Los curas habían informado que en sus curatos no se hallaban las personas que se les había encargado descubrir; los confesores no habían tenido revelaciones.

Rodolfo había recorrido la campaña, seguido los derroteros de Antonino, mas todo sin resultado.

Tal silencio, tal misterio, llegó a producir desaliento en los interesados.

Unos creían que se habrían ido a alguna provincia, otros que se habrían reembarcado: las conjeturas variaban, pero todas llevaban en sí el sello del desaliento.

Mientras tanto ¿qué hacían los novios?

Eduardo había calculado que en un mes podía convencer a Magdalena de la necesidad de renunciar a la idea de ver al padre Anselmo, única dificultad que se presentaba a la napolitana para dar su mano al amante que la acompañaba.

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Hacer que ella viese al franciscano, equivalía a que tras del padre viniese el hermano.

Convencido Eduardo de esta verdad, se esforzó en hacer comprender a la novia lo difícil e imposible que era llegar a encontrar un misionero que habitase entre los salvajes.

Para aumentar esta convicción, manifestaba el mayor empeño en saber si el franciscano volvería de Arauco.

Con tal motivo iba diariamente a la ciudad, montado en un buen caballo, disfrazado de hacendado y cuando el sol se ocultaba.

Por las noches regresaba y participaba a Magdalena, que aun nada se sabía del religioso.

Sin embargo, el tiempo corría y las esperanzas decaían cada vez más, lo cual fue disponiendo el ánimo de la mujer a resolverse a no esperarlo.

Por otra parte, los cuidados de Eduardo, la presencia de este, sus repetidas instancias, y la incertidumbre de la suerte del padre Anselmo, acabaron por decidir a la napolitana.

¿No era factible que el misionero hubiese sido sacrificado como lo habían sido otros por los bárbaros?

¿Y no era persistir en un imposible confiar el término de una vida solitaria y triste a un acaso, a una incertidumbre y tal vez a una exigencia, quizá irrealizable?

Tales ideas vencieron el ánimo de la mujer y dieron por resultado que fijase por último término para la llegada del franciscano el 20 de Marzo.

-Si en este tiempo no sabemos de él -le dijo a Eduardo-, nos casaremos.

El matrimonio de estas personas era ya una necesidad, una satisfacción a la vindicta pública, la realización de un amor a toda prueba.

El término prefijado por Magdalena había llegado.

Eduardo fue ese día a la ciudad y regresó como de costumbre, por la noche.

  -479-  

-¿Ha llegado? -fue la pregunta de la novia al entrar su futuro.

-Nada se sabe de él.

-Así estará resuelto -dijo Magdalena.

-Siento -le observó Eduardo-, que el padre Anselmo no sea el sacerdote que nos eche las bendiciones; pero al fin, la bendición de Dios es siempre eficaz con tal que venga de uno de sus ministros.

Magdalena reclinó su frente en una de sus manos, en aptitud de meditar.

Eduardo, radiante de alegría al divisar un término a sus deseos trató de comunicar su gozo al objeto de su amor.

-¿Es posible, ángel mío -le dijo-, que aún estés meditabunda?

La napolitana dio un suspiro por toda respuesta.

-Parece que no me amases -continuó Eduardo-, porque no comprendo estés así cuando la Providencia nos acerca. ¿Voy a proceder contra tu voluntad?

Tal interrogación hirió la susceptibilidad de Magdalena.

Llevaba aún el luto de Rodolfo.

No tenía aquel brillo que llevara cuando vivía al lado de su esposo, pero se hallaba encantadora por esa expresión de melancolía espiritual que arrojaba su mirar, sus movimientos, su cuerpo entero.

¿Qué significaba esa tristeza?

Ella amaba a Eduardo, pero recordaba también a Rodolfo.

Consideraba el estado que iba a tomar y al propio tiempo recordaba el que había perdido.

Dominábala un dolor íntimo.

¿Era un presentimiento? El alma humana anuncia muchas veces por el sentimiento lo que la inteligencia no prevé ni calcula.

Ella suspiraba y estaba triste, y como satisfacción a la pregunta de su futuro, se limitó a contestarle:

  -480-  

-No hagas caso de mi mal estar, porque él proviene del recuerdo que consagro a la memoria del que fue mi esposo.

Este recuerdo iba acompañado de una lágrima, líquido divino que se desprendía de su alma.

Eduardo vio correr esa lágrima como la acusación de la naturaleza contra el crimen que había cometido y el que iba a cometer. No pudo resistir al contemplarla correr por las rosadas mejillas de la mujer; bajó la cabeza y cubrió su rostro con ambas manos.

Magdalena creyó que el hombre la acompañaba en su dolor, y esta creencia hizo le considerase más noble de alma de lo que se te figuraba.

-Gracias -le dijo Magdalena-, gracias por la justicia que rindes a mi dolor.

El novio comprendió el sentido de la frase, y tomando las manos de la napolitana, se las estrechó, diciéndole:

-Respeto tu sentimiento... pero ya es tiempo de borrar las heridas de un pasado cruel. Ocupémonos de nuestra felicidad.

-Tienes razón -le repuso Magdalena procurando disipar su tristeza-, hablemos de nosotros.

Y después de un corto intervalo siguió:

-¿No es verdad que siempre nos hemos amado?

-Siempre, Magdalena. ¡Siempre! -agregó Eduardo con efusión-. Desde mi juventud te he seguido paso a paso, siempre amándote, siempre idolatrándote.

-Sí -continuó la novia-, un matrimonio como este, en que solo reina el amor, no puede ser sino muy feliz, porque el amor es la felicidad.

-Es el don mayor de la divinidad -siguió Eduardo como completando el pensamiento de la mujer, el reflejo de una luz que arde en los cielos y cuyos rayos son el calor que alimenta la vida.

El hombre tenía necesidad de desahogar la felicidad que sentía bullir en su pecho, y continuó expresando lo que sentía.

  -481-  

-El matrimonio que nos va a unir -agregó-, me parece un sueño, porque tal he creído para mi la tranquilidad. ¿Crees que el fausto que desplegaba, las riquezas que acopiaba, la alta posición que ocupaba eran bastantes a satisfacer mi corazón? No tuve un día feliz en mi pasado. Yo sentía que en otro ser se hallaba mi felicidad, y la rueda del destino me ha hecho encontrarla. ¿Me engañaré Magdalena?

-¿Por qué te has de engañar -le contestó ella-, cuando ves que voy a vivir y morir a tu lado?

Eduardo no pudo contenerse en una explicación tan íntima y se puso de pie para imprimirle en la frente el primer beso que le daba. Magdalena lo recibió sin resistencia y en el acto se levantó retirándose a su alcoba.

Eduardo se fue a su habitación, respetando la virginidad de alma que su futura conservaba.

El matrimonio quedaba resuelto.




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- XXX -

Mientras tanto sonreía la fortuna a los que habían conseguido burlar las pesquisas más esmeradas, una escena diametralmente opuesta tenía lugar en una casa particular de la ciudad.

El desgraciado Rodolfo, cansado de tantos contratiempos y sin la esperanza de encontrar a su esposa, había dejado de visitar al Prepósito, se había aislado hasta de su hermano.

Rodolfo, ese hombre de buen sentido y de razón madura, flaqueaba aguijoneado por el dolor.

Un sentimiento profundo oprimía su corazón; la imaginación le presentaba unidos y felices a Magdalena y Eduardo.

En una vida de pesares y de recuerdos crueles había vivido más de un mes llamando en su auxilio sus ideas religiosas, todo   -482-   pensamiento filosófico, ya procurando engañarse a sí propio, ya queriendo sobreponerse a su destino; pero el cerebro humano no es de fierro para resistir un cúmulo de males capaces de doblegar la razón más fuerte.

El valor moral que fortifica el espíritu para emancipar el ser del dominio de un pesar continuo, había cedido su acción al atolondramiento que acarrea la aglomeración de duros sufrimientos.

No era ya el hombre que se resignaba a esperar, porque ya había perdido la esperanza.

De aquí había nacido en el corazón del desgraciado un odio por cuanto le rodeaba y aun por sí mismo.

Había principiado por maldecir del mundo y acababa por maldecirse a sí propio.

La vida venía a serle una carga demasiado pesada, insoportable, que le arrastraba al convencimiento de poner un término a ella.

Con un fin tal se había encerrado en la pieza donde habitaba.

Esta era pequeña y aislada.

En el centro había una mesa, y al lado una silla de brazos.

Sobre la mesa se veían algunos papeles esparcidos, dos libros y un par de pistolas.

Era de noche, y Rodolfo acababa de volver sin adquirir noticias que le consolasen.

Encendió una bujía, arrojó el sombrero, puso llave a la puerta y se recostó sobre la silla.

El semblante de aquel hombre era aterrante.

Los ojos fuertemente comprimidos y chispeantes cual si una fiebre le poseyese.

Los labios recogidos, la cabeza caída al pecho y una respiración agitada, pintaban a aquel ser humano acometido de una revolución interna, espantosa.

Después de un largo rato de concentración siniestra, lanzó un   -483-   prolongado suspiro y se tomó la cabeza con ambas manos cual si tratase de sostener un peso enorme.

El hombre pensaba sobre su suerte.

La tristeza del lugar, la soledad, la excitación nerviosa y de la sangre, concurrieron a avivarle sus recuerdos.

Rodolfo separó las manos de la frente, alzó los ojos, y cual si tratase de dar ensanche al volcán que ardía en su espíritu, prorrumpió en un monólogo, difícilmente comprendido por los que no han conocido una situación parecida.

-¿Cuál sería mi crimen al nacer?... -se dijo-. ¿Qué mal he hecho a los hombres? Mi conciencia de nada me acusa. He hecho el bien posible. ¿Qué falta he cometido contra mi Dios?... No la encuentro. Me creo sano. ¡Sano! Y sin embargo estoy condenado al dolor...

Rodolfo apoyó un brazo sobre la mesa y reclinó sobre él la cabeza.

-Yo era un loco -continuó-, cuando creía que la virtud era la felicidad. ¿En dónde está la virtud? ¿Es la práctica del deber?... ¡La virtud es un mal!... Aquí estoy para dar testimonio de ello; aquí estoy vagando por el mundo, expiando mi honradez, sin un hogar, sin seguridad, expuesto a morir en un patíbulo, sin mi mujer... y todo ello por un ser que ha labrado su felicidad a costa de crímenes y a costa de mi virtud.

Y cual si tales deducciones fueran exactas, Rodolfo se engolfó en ellas un momento y luego exclamó:

-¡El crimen es la felicidad! La virtud es el mal... Si todos fueran criminales, todos serían felices... ¡Cuánta razón tuvo Bruto para decir: la virtud no es más que una palabra!

La razón cedía a las impresiones.

  -484-  

No había calma para contemplar el mal en su desarrollo; sin embargo la conciencia se revelaba por intervalos, y en la lucha que sostenía con las pasiones, el hombre caía en una melancolía que por grados se perdía.

-¡Dios mío! -volvió a continuar Rodolfo alzando la cabeza con los ojos brillantes de lágrimas. ¡Dios mío! ¡Yo sufro siendo inocente y Eduardo goza siendo un malvado! Yo no he manchado tu religión regando la tierra con sangre de hermanos; yo no he sido adúltero y sin embargo recibo el castigo que no se aplicaría al que tales crímenes hubiese cometido... ¿Qué es esto? ¿Es este el orden de la creación?

Los ojos de Rodolfo variaban a medida que la imaginación se encendía.

Al pronunciar la última frase, se quedó pensativo un corto rato, y luego dando un golpe en la mesa se paró fuera de sí, cual si resolviese sus dudas.

-Yo lo sufro; tal debe ser. ¡Dios es injusto!

Esta blasfemia, fruto del delirio, acabó de precipitar a Rodolfo en imprecaciones espantosas.

Su cuerpo se movía cual si estuviera azogado.

Principió a pasearse en la habitación, echando miradas de reojo a las pistolas.

-Morir cuando la vida es un infierno permanente -continuó hablando a medida que se paseaba-, es un beneficio. ¿Quién podrá decirme que cometo un crimen al matarme? ¿La sociedad? La sociedad es la fuente de la corrupción y el conjunto de los seres más despreciables; la sociedad no, porque su voz sería el grito de las preocupaciones que jamás ampara al débil: la sociedad, esa reunión de egoístas, de prostituciones, de orgía, no puede acusar de crimen el paso que se da para salir de ella. ¿Será quién? ¿Dios? Dios tampoco, porque Dios no nos ha creado para maldecir de la vida. Dios nos ha dado por patrimonio el bien, y no encontrarle en la tierra es no encontrar la Providencia... Yo quiero ir a la eternidad, porque acá solo he encontrado las torturas del infierno. Dios no puede acusarme...   -485-   Es verdad que la vida es un destello de la eternidad, un suspiro del infinito; pero no el suspiro del dolor; porque si tal fuese ¡ay del hombre que naciese condenado antes de haber empañado el alma, pues cargaría con la injusticia que no cabe en la justicia del Eterno! Buscar la muerte cuando un abismo nos arrastra, cuando nada queda que hacer de bueno, es buscar la vida.

Rodolfo se detuvo al frente de la mesa y contempló con mirada siniestra las armas que allí tenía; y como todo ser enajenado por una idea fija, balbuceó:

-¡También Magdalena era un engaño!

Y en seguida, echándose el cabello hacia atrás, con la mirada extraviada se puso a andar con impaciencia.

El delirio crecía y la razón volaba a un extravío frenético.

Su marcha era interrumpida a veces, se paraba, se arrojaba sobre el sillón y de allí volvía a recorrer la pieza con pasos acelerados, pronunciando frases o palabras aisladas.

-Soy despreciable... maldita sea... huyamos del crimen... debo morir... ¡Resolución! ¡Resolución! Y en un momento descanso... ¡qué felicidad!

Rodolfo tomó, con el semblante risueño, una de las pistolas, puso pólvora en la chimenea y la contempló.

Parecía faltarle el valor.

Luego como saliendo de su estupor se dijo:

-¿Seré un cobarde?... ánimo... ¡Dios único! Perdón...

Diciendo estas últimas palabras se resolvió a poner término a la vida.

Preparó la pistola, y cuando la llevaba a las sienes, golpes fuertes y precipitados se hicieron sentir a la puerta.

Rodolfo bajó la pistola y se quedó estático, cual si saliese de un   -486-   letargo; pero los golpes seguían hasta que se dejó oír una voz que decía:

-¡Abrid! ¡Abrid! Que os traigo una gran noticia.

Si hubiese estado sereno, Rodolfo habría corrido a abrir: pero el hombre se hallaba como idiotizado, embargado en sus facultades y no presumía que alguien podría necesitarle.

-¡Abrid! -volvió a repetir la voz-, vengo de parte del señor Prepósito.

La palabra Prepósito le recordó algo, y sin mostrar interés, cual un autómata, se dirigió a la puerta y la abrió.

El emisario del abate González, que era el que le buscaba, dio un paso atrás al ver el espantoso aspecto de la fisonomía de Rodolfo; pero no se detuvo por ello para decirle:

-Todo está descubierto, venid pronto conmigo.

-Descubierto ¿qué? -le interrogó Rodolfo con aspereza.

El emisario se aturdió y preguntó a su vez:

-¿Qué tenéis, señor?

-Nada, decid lo que queréis.

-Eduardo y Magdalena están descubiertos.

-¡Eduardo y Magdalena! ¿Los dos? -exclamó Rodolfo-. ¡Gracias Dios mío! ¿Dónde están?

-Venid y os llevaré.

Rodolfo abrazó al emisario con una alegría entrañable, y se dispuso a salir.

Mientras tanto el emisario le comunicó:

-El cura de Renca acaba de enviar un propio avisando lo que deseábamos. Ellos se van a casar mañana a las nueve del día en la capilla de ese curato; pero antes de ir a la iglesia, los novios se detendrán en una casa ya convenida y preparada.

-¡Justicia del cielo! -exclamó Rodolfo ocultando sus armas en los bolsillos de su ropa-. Dios es justo, mi amigo.

  -487-  

Y luego entre sí se dijo:

-¡Había blasfemado!




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- XXXI -

El emisario condujo a Rodolfo, a presencia del abate Molinares.

Este, que había desplegado una actividad extraordinaria impartiendo instrucciones al cura de Renca, tan luego como recibió el aviso, disfrazó el fuego que le animaba y tomó su acostumbrada máscara de mansedumbre, al sentir llegar a Rodolfo.

-Os doy la enhorabuena -le dijo al presentársele este. Vuestra esposa ha aparecido.

-Sí señor, lo acabo de saber. ¿En dónde están? -le interrogó Rodolfo.

-Id con calma. Mis deseos son que recobréis a vuestra esposa y que seáis generoso como un buen cristiano. Mañana la encontraréis en Renca.

-Dejadme besar vuestras manos -le dijo Rodolfo a tiempo que se inclinaba para ello-; por tan grande servicio mi vida os pertenece.

-Perded cuidado, señor, yo no haré cosas que estén fuera de mi deber.

El abate comprendió el sentido de la promesa, pero como su interés estaba en que Rodolfo fuese el brazo de la venganza del Prepósito González, se dio por satisfecho, para después aparecer engañado.

Rodolfo, impaciente, interrumpió la conversación preguntando:

-¿A qué horas podré encontrarla?

-Mañana a las ocho de la mañana.

-¿Y a dónde es Renca?

-El mismo que os ha traído acá os conducirá.

  -488-  

Rodolfo se volvió al emisario que vestía el uniforme de labrador, y la interrogó:

-¿No os parece bien partir en el acto?

-Estoy a vuestra orden -le contestó.

-Partamos.

Rodolfo estrechó las manos del abate y se retiró lleno de gratitud.

Al salir el emisario, Molinares le dijo despacio:

-Que no se os escape.

-Perded cuidado -le respondió este-, los secretos de la Compañía desaparecerán con el que los posee.

El abate quedó meditando cómo cumplir con el padre Anselmo el compromiso pendiente, de avisarle si daba con Magdalena.




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- XXXII -

El emisario y Rodolfo llegaron al pueblo de Renca muy tarde de la noche.

El cura les alojó.

En aquel tiempo, los eclesiásticos, en su mayor parte, aun cuando no hubiesen tomado el hábito de jesuita, pertenecían a la orden y estaban dependientes de ella.

Esto explica la sumisión del cura al Prepósito.

Al amanecer del siguiente día, el cura llevó a los huéspedes a una casa que se hallaba próxima a la capilla; abrió la puerta y les condujo a una pieza aseada y con algunos muebles.

No se detuvo, y torciendo la llave de otra puerta que daba entrada al salón, les presentó un cuarto pobremente ataviado.

-Aquí tenéis esta casa a vuestra disposición -les dijo-; y aquí podéis esperar hasta la llegada de los novios, que deseáis conocer, según me ha escrito el Sr. abate Molinares.

-Gracias, señor cura -le contestó Rodolfo-, aquí esperaremos.

  -489-  

El cura se retiró cerrando la puerta de la calle y se fue a decir misa.

Rodolfo se entregó a reconocer el terreno, y tomar sus precauciones.

El emisario le seguía.

De la pieza en que estaban pasaron al salón de recibo. Lo recorrieron con interés.

Empujaron una puerta que daba a un jardín y la encontraron cerrada.

La pieza o salón era largo y no tenía más que tres puertas: la de entrada y las dos que ya conocemos.

Acabado el reconocimiento, Rodolfo creyó necesario asegurar la puerta que daba al jardín y al efecto la trancó por fuera.

En seguida Rodolfo se retiró a la pieza inmediata y examinó sus armas: un puñal y dos pistolas, volvió a guardarlas y se sentó a esperar.




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- XXXIII -

Inter pasaban estas cosas, una comitiva compuesta de cuatro individuos llegaba a la capilla de Renca.

Eran estos, Eduardo con la napolitana, y el mayordomo de la hacienda con su esposa.

Montaban soberbios caballos, y la alegría se pintaba en los semblantes de ellos.

El cura al verles llegar, les hizo entrar a sus piezas particulares.

Todo estaba preparado para las bendiciones; pues el cura no estaba instruido del misterio que reinaba en aquel asunto, y su obediencia era pasiva.

Luego que allí estuvieron, el cura tomó su sotana y dijo a los novios:

-Como católicos que sois ¿creo que antes os confesaréis?

  -490-  

A Eduardo no le agradó tal proposición, pero a Magdalena sí, puesto que no se podía recibir un sacramento sin practicar antes el otro.

-A la hora que gustéis -le contestó Magdalena.

En menos de media hora despacháronse los dos pecadores, acabando por comulgar.

El cura regresó entonces a sus piezas, y habiéndoles seguido los novios, les dijo:

-¿Queréis que acá os eche las bendiciones, o que vayamos a una casa aparte para evitar la bulla?

-Estamos a vuestra disposición, señor cura -le contestó Eduardo.

El cura salió entonces, fue a la casa donde estaba Rodolfo, llamó al emisario y lo puso a la puerta. Luego volvió a salir y vino con la comitiva.

El emisario comprendió en el acto el inconveniente que presentarían los padrinos que les acompañaban, y pensó cómo deshacerse de ellos. Traían las caballos de la brida, y al llegar a la casa, entregaron las riendas al emisario. Apenas iba penetrando la comitiva, los caballos sufrieron un espanto y se escaparon.

Los caballos, esos hijos mimados del huaso, saltaron una zanja y corrieron con desenfreno.

El mayordomo y la mujer, olvidando cuanto allí les llevaba, salieron también tras de los animales procurando tomarlos donde se parasen.

El cura viendo esta interrupción se fue a su casa, según instrucción u orden que le dio el emisario allí mismo. Así fue que solo los novios quedaron en la casa.

Se dirigieron a esperar en el salón.

Inmediatamente el emisario cerró la puerta de calle y se quedó a la expectativa, parándose en la puerta que daba entrada a la sala de recibo.

A Eduardo nada de esto le causó extrañeza, porque acompañado de la mujer que amaba, se daba por muy feliz en quedarse a solas   -491-   con ella. Ningún sacrificio había de esperar con tan agradable compañera.

La napolitana se había sentado en un sofá, y Eduardo que la seguía, habíase colocado a su lado. Estaba cual pocas veces tan hermosa.

El novio parecía deleitarse en contemplarla.

Reinaba en ambos un placer profundo que les embriagaba, bendiciendo la proximidad del término a tantos sacrificios pasados. Este silencio fue interrumpido por Eduardo, que pidió permiso a la novia para besar sus manos.

-Ya podré -le dijo-, imprimir en las mantos de mi esposa un beso.

Magdalena dejó una de sus puras manos, que Eduardo tomó en el acto y devoró con besos multiplicados. La napolitana retiró su bella mano, y con esa mirada luminosa y ardiente que tenía, preguntó a Eduardo:

-¿A qué horas volverá el cura?

-¿Queréis que vaya a buscarle?

-Lo desearía sino fuese una molestia.

-No, alma mía, voy en un momento.

Y en esto que tomaba su sombrero para salir, la puerta que comunicaba a la pieza del costado se abrió con violencia, y apareció en el dintel de ella un hombre cubierto por un largo poncho y un sombrero de campesino calado hasta los ojos. Las barbas grises y una tez tostada por el sol, disfrazaban al individuo. Sus pupilas, apenas visibles, parecían dos centellas chispeantes de electricidad.

Este hombre apareció cual un fantasma, cual un agente del infierno; no se movió, y quedó inmóvil contemplando a sus víctimas.

Magdalena, sorprendida, estupefacta, sin darse cuenta de lo que veía, se puso en pie asustada, tratando de escudarse con Eduardo. Este, atónito también, recobró su ánimo y preguntó al desconocido:

-¿Quién sois? ¿Qué queréis?

  -492-  

El hombre nada respondió. Se dejaba ver que sonreía por entre la espesura del bigote y de la barba, y a más unos dientes comprimidos que denotaban la sonrisa de la fiera, sonrisa irónica y de exterminio al contemplar su presa. Esa sonrisa derramó por la sangre de Eduardo un frío mortal.

Instintivamente echó mano a su pecho y se encontró sin armas. Magdalena llevó sus manos a la cara y se cubrió la vista.

Los novios se encontraban como enclavados por el pánico.

El nombre se adelantó entonces con paso contemplativo, hacia la puerta que daba salida al patio principal; pero Eduardo no pudo contenerse entonces y se precipitó a salir por ella.

El emisario hizo su deber, cerrándola por fuera.

Eduardo retrocedió aturdido.

Veía allí un complot para perderle.

Magdalena, cobrando ánimos y restablecida de la sorpresa, se encaró al desconocido y le apostrofó con energía:

-¿Qué necesitáis de nosotros? ¿Qué significa esto?

El hombre sin separar sus ojos de Magdalena, arrojó el sombrero por toda respuesta y se descubrió.

Eduardo cual un cuerpo azogado murmuró el nombre de Rodolfo.

La napolitana cual si por grados fuese saliendo de un sueño, contemplaba aquel rostro, ávida de espanto y de sorpresa, hasta que perdiendo el color cayó en un desmayo, exclamando:

-¡Es la sombra de Rodolfo!

Cuando la mujer perdía el conocimiento, Rodolfo desentendiéndose de ella se quitó el poncho y se dirigió hacia Eduardo para dar expansión a su alma que bullía de furor.

-Hombre o demonio -le increpó-, que te has cebado en mi desgracia, al fin he podido encontrarte. Tú me has martirizado sin compasión, me has convertido de humano que era, en tigre. ¡Y sin embargo vivo! Porque el destino te condenaba a pagar tantos crímenes.

  -493-  

Diciendo estas palabras, Rodolfo lanzó una mirada hacia el cuerpo de Magdalena que parecía inerte, y señalándole con la mano, continuó:

-Allí tienes la persona que has deshonrado, la que te ha hecho cometer tantas faltas. Infame, morirás con ella.

Eduardo comprendió que allí era necesario ganar tiempo, mientras acudía el cura y el mayordomo.

Vio que era preciso desarmar la cólera del hombre, vindicando a la mujer.

Cobró ánimos y se atrevió a dirigir a Rodolfo la palabra:

-Tienes justicia en matarme -le dijo-; pero antes debes saber que yo solo soy criminal, que tu esposa está pura e inocente de cuanto ha pasado. Yo la he engañado haciendo que te creyese muerto, yo el que la he precipitado a consentir en el matrimonio; porque era el único medio que encontraba para alcanzar a poseerla. Ella es pura, mátame a mí que soy el único culpable.

Una explicación tan franca y apasionada, una abnegación tal, detuvo por un momento la resolución de Rodolfo.

Su mujer estaba pura, y esta idea era un bálsamo que se derramaba sobre el corazón de aquel hombre.

Creyó encontrar en Eduardo un hombre distinto del que se figuraba, cobarde y degradado.

Meditó un momento, contempló a Magdalena, y luego, cambiando de tono se dirigió al adversario interrogándole:

-Pues si sabíais que yo vivía ¿cómo es que la ibais a desposar? ¿No veis que insultabais a Dios y mi honra?

-Lo sabía -le repuso Eduardo con entereza-, pero la pasión me ha cegado y hecho atropellar por cuanto se me presentaba. A vos he tratado de haceros morir, porque erais un obstáculo para mi ambición. Nada me habíais hecho y sin embargo os odiaba, porque erais el esposo de Magdalena.

Y luego tomando un aire sentencioso y despechado, continuó:

-El hombre que ama es un loco. Una pasión funesta conduce al   -494-   crimen. Después que el corazón ha llegado a convertir el ser en un esclavo del sentimiento, es imposible emanciparse sin perder la vida.

-¡Ah! -exclamó Rodolfo tomando la última frase en un sentido provocativo-, ¿deseáis morir antes de separaros de Magdalena?

Rodolfo había observado el respetuoso afecto con que Eduardo la había tratado en el sofá, antes de mostrarse, y esto obraba en pro de la esposa.

Así era que el hombre se ocupaba tan solo del adversario.

El adversario mientras tanto había olvidado el auxilio que esperaba, y al considerar que Magdalena ya no podía ser suya, el despecho le asaltó y le condujo a una situación que más inspiraba lástima que odio, y con la resolución más íntima respondió a Rodolfo:

-Sí, deseo morir antes, porque no podré sobrellevar la vida sin ella. ¡La amo tanto!...

Y en seguida su voz fue cortada por un fuerte sollozo.

Rodolfo no vio en ese grito del alma el delirio del amor.

El odio le cegaba también, vio en ello una cobardía, pensó fuera un ardid para escapar.

Y abusando de la situación por no comprenderla, dijo a Eduardo:

-¿Lloráis de temor?

-¿Temor de qué? ¿Qué puedo temer cuando ya no quiero vivir? Dadme una arma y veréis cuál es mi resolución.

-¡Una arma! ¿De qué os puede servir cuando en otra época la rehusasteis?

-Pues matadme, entonces.

Eduardo presentaba su pecho a Rodolfo para que hiriese, pero Rodolfo perdía sus bríos sanguinarios ante la abnegación de un loco y el amor que le renacía por su mujer.

Mientras tanto, el tiempo corría y Magdalena tornaba en sí, murmurando el nombre de Rodolfo.

  -495-  

La voz del ángel penetraba en el corazón del hombre y le dulcificaba.

La situación variaba.

Rodolfo no podía ser asesino: su atención se dirigía a Magdalena.

En tal estado, se dejaron oír golpes a la puerta de la calle y la voz del cura y del padre Anselmo que mandaba abrir.

Eduardo comprendió su ridícula posición, no se atrevía a arrostrar las miradas de la napolitana ni a ser el ludibrio de las gentes.

Vio desaparecer el mundo ante sí y con voz suplicante gritaba:

-¡Una arma! ¡La muerte!

El emisario que guardaba la puerta de entrada al salón, comprendiendo que todo se iba a perder si no intervenía, abrió la puerta y arrojó a Eduardo un puñal.

Eduardo lo tomó con avidez.

Rodolfo nada había visto, ocupado como estaba en levantar a Magdalena y ponerla en el sofá.

El emisario corrió a abrir la puerta de calle.

El padre Anselmo se precipitó dentro de la casa todo despavorido.

Vio a Rodolfo que asistía a Magdalena y a Eduardo que vuelto a la pared vivía.

-¡Gracias, Dios mío! -exclamó al entrar-. He llegado a tiempo.

-Soy cristiano -le dijo Rodolfo-, perdono porque he encontrado a mi esposa digna de mí.

Magdalena vuelta en sí echó los brazos al religioso.

Esta escena era contemplada por Eduardo con un semblante de patibulario, sin que los que la formaban se acordasen de él.

En esto se dejó sentir un grito y la caída de un cuerpo.

  -496-  

Eduardo acababa de atravesarse el corazón con el puñal... Un cuarto de hora después, el salón se hallaba desierto.

Solo se veía a un religioso que rezaba por la salvación del que se había suicidado.




 
 
FIN DE LOS DOS HERMANOS
 
 


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