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ArribaAbajo- XIV -

En donde el Zorro al salir de su madriguera encuentra a la víbora y piensa levantarle el destierro


Caminaba Garatuza envuelto en su manteo con todo el aire de un cura que volvía de una confesión: muy avanzada estaba ya la noche, y sin embargo, encontró a dos o tres transeúntes que se quitaron respetuosamente el sombrero al pasar a su lado.

Tomó Garatuza por la plaza de las Escuelas, que estaba delante de la Universidad, pasó por el costado derecho de este edificio, y llamó en una puertecilla que había al extremo de la calle.

La puerta tenía un postiguillo que se abrió y se volvió a cerrar casi al momento; se escuchó el ruido de las trancas de la puerta, y Martín empujó y entró sin ceremonia.

Con un candil de barro alumbraba un hombre medio vestido y medio desnudo.

-Cierra, Zambo -dijo Martín sin quitarse el sombrero.

El hombre obedeció.

-Trae el candil.

El Zambo se acercó. Estaban en un cuarto bajo, sucio, sin   —93→   más muebles que una cama vieja y sin colchón que servía de lecho al Zambo, y algunas estampas de santos verdaderas caricaturas, pegadas en la pared con papel mascado.

Martín se inclinó y levantó una tras otra hasta cuatro vigas de las que formaban el piso: debajo había una especie de sótano lleno de fango negro y hediondo, entre el que se miraban algunos de esos animales repugnantes que se crían en México en lugares semejantes, y a los que por odio a los criollos llamaron los españoles mestizos.

Martín, sin cuidarse de nada de esto, bajó allí y dijo al Zambo:

-Alúmbrame.

El Zambo se arrodilló en el pavimento y bajó la mano con el candil de modo de alumbrar debajo de las vigas.

Martín abrió con una llave que sacó de la bolsa de sus calzones, una gran caja que estaba allí oculta.

Aquella caja contenía trajes de todas las clases de la sociedad, alhajas, piezas de plata y de oro; en fin, era lo que hoy pudiéramos conocer con el nombre de bazar.

Martín sacó de debajo de la sotana algunos platos y otras piezas de vajilla de plata, las depositó en la caja, cerró y salió de allí, acomodando en seguida las vigas cuidadosamente.

Después se dirigió a la puerta, tomó del suelo una poca de tierra y la regó en el pavimento para borrar todo indicio de que aquellas vigas habían sido removidas de su lugar.

Se embozó después hasta los ojos y dijo al Zambo:

-Me voy, ten mucho cuidado.

-Está muy bien -contestó el Zambo.

Iba a salir Martín cuando se oyeron pasos en la calle.

-Apaga la luz -dijo.

El Zambo apagó el candil y Martín abrió el postiguillo de la puerta.

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Comenzó a aclarar ya la mañana y Garatuza pudo ver que pasaba un hombre embozado en una capa.

-¡Hola! -dijo Martín- yo conozco a este pájaro: es el que no quería que se difiriera el golpe, Don Baltasar de Salmerón -¿A dónde irá su señoría tan temprano?

Los pasos se alejaron, y Martín, procurando no hacer ruido con la puerta, salió a la calle y se encaminó a palacio.

A poco andar advirtió un hombre que llevaba la misma dirección, y reconoció en el modo de andar al mismo Salmerón.

Acortó el paso por no alcanzarle, esperando que torciese para otra calle; pero Don Baltasar llevaba siempre el mismo rumbo que él.

-Vamos -dijo Martín- parece que nos dirigimos todos al palacio, sea en hora buena; allí se sigue él adelante y yo me quedo.

Pero Martín se engañó. Palacio estaba ya abierto y Salmerón entró por delante.

-¡Hola! -dijo Martín- ¡en palacio el amigo! Esto me huele mal: veremos.

Y tomando por los corredores que conducían a la habitación del virrey, dejó a Don Baltasar dirigirse a la cámara en que estaba la secretaría.

Como era tan temprano, apenas estaban en pie algunos palafreneros: Martín sin hablarles se metió en su cuarto y vistió apresuradamente la librea, despojándose del traje clerical y quedando verdaderamente desconocido.

Aún no se observaba movimiento en las piezas de Su Excelencia, y Martín después de cerciorarse de ello, salió por los corredores y se dirigió a la secretaría, procurando encontrarse con Don Baltasar.

Don Baltasar hablaba en voz baja con uno de los criados   —95→   que abrían las puertas de la secretaría del Virreinato, y procuraba recatarse para que no le viesen.

Seguramente preguntaba por el virrey o por el visitador, porque al mirar a Martín, que ya era conocido entre la servidumbre por la confianza que en él había depositado Su Excelencia, el criado dijo a Don Baltasar:

-Mire su señoría; con ese lacayo que viene puede V. S. informarse de todo, porque es el de todas las confianzas de S. E.

Don Baltasar miró a Martín y se dirigió a él sin vacilar.

-¿Podré hablar con Su Excelencia el señor marqués? -le dijo.

-Aún no está despierto -contestó Martín.

Don Baltasar pareció quedar muy contrariado.

-Si es cosa que os urge -dijo Martín, y creéis que vale la pena, podéis darme recado o carta, que yo la introduciré a S. E., que para ello tengo autorización, sea cualquiera la hora en que me parezca conveniente.

Y Garatuza al decir esto se pavoneaba con todo el aire impertinente de un lacayo consentido de su señor.

Don Baltasar meditó un momento, y luego sacando una carta dijo a Martín:

-¿Me conoces?

-Solo para servir a V. S.

-Esta carta es sumamente importante y secreta, y debe recibirla solo y en su mano propia el señor virrey, ¿entiendes?

-Se hará como mandáis en el momento.

-¿Sabes leer?

-No, señor, por desgracia.

-Mejor...

-¿Cómo mejor?

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-Deja, hablaba yo de otra cosa: toma esta carta y entrégala a S. E.

-¿Esperáis respuesta?

-Sí, pero quisiera que fuese en donde nadie me viese.

-Entonces, por aquí.

Y Martín llevó a Don Baltasar a uno de los aposentos de la habitación del virrey, en donde no había aún persona alguna.

-Aquí estará bien su señoría, y para retirarse no tendrá sino tomar por esta puertecilla, y al fin del corredor encontrará una escalera, que conduce al patio y cerca de la puerta de la plaza.

-Gracias; toma la carta.

Martín recibió la carta de manos de Don Baltasar y se entró a la antecámara del marqués.

El viejo se quedó pensando:

-Con razón el virrey tiene a este hombre a su servicio; es una alhaja.

La antecámara de S. E. estaba enteramente sola: Martín la registró para cerciorarse, y luego se encerró por dentro, corrió la cortina de una ventana, y casi oculto entre sus pliegues para más precaverse, abrió la carta y se puso a leer su contenido.

Era la denuncia más completa de la conjuración y de sus autores, todos los planes y la mayor parte de los nombres, con notas y advertencias tales, que el visitador o el virrey no tenían sino que creer aquella carta y proceder con la conciencia tranquila contra los acusados.

El denunciante terminaba pidiendo misericordia por hallarse mezclado con aquellos hombres y protestando que lo había hecho solo por seguir mejor su marcha y dar parte de todo a los representantes de Su Majestad.

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-Víbora -dijo Garatuza doblando cuidadosamente la carta y ocultándola en su seno-; víbora, yo te levantaré el destierro que te impuso Dios al venir al mundo, yo te volveré a tu patria celestial.

Y procurando tomar un aire natural, volvió a donde había dejado a Don Baltasar.

-Ha leído Su Excelencia la carta -díjole por lo bajo.

-¿Y qué dice?

-Que os da gracias, pero que extraña que no mencionéis en ella la resolución tomada anoche...

-¿Cuál? -preguntó Salmerón, olvidando que hablaba con un criado.

-Que a resultas de la llegada allí de un clérigo, acordaron reunirse en la noche de hoy los principales jefes en la casa del Cristo, a las once.

-La ignoraba yo.

-Su Excelencia dice que os advierta que no faltéis allí, porque sabe por otro conducto que se tratará de enviar un comisionado al príncipe de Nassau.

-Puede ser, y no faltaré.

-Y que mañana a estas horas os recibirá.

-Muy bien.

-S. E. encarga muchísimo el secreto y la reserva.

-Entiendo, y me retiro, que es ya de día claro.

-Por aquí -dijo Martín mostrándole una puerta- y por aquí vendréis mañana; os esperaré.

Don Baltasar salió por donde le indicó Martín, y a poco andar se encontró en la calle.

Martín se asomó a verle por una ventana, y con una sonrisa de burla exclamó:

-Víbora, víbora, con razón me parecías desde el principio un mal hombre: vive Dios que con todo y mi mala fama   —98→   y mi sobrenombre de Garatuza, no soy yo capaz de hacer lo que tú haces; pero esta noche me las pagarás todas juntas.

Y se entró precipitadamente, porque había sonado la campanilla con que acostumbraba llamar el virrey.

S. E. había despertado y necesitaba a Martín para vestirse.



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ArribaAbajo- XV -

En donde se ve hasta qué grado puede ser peligrosa la vecindad de una muchacha bonita


En esa misma mañana los lacayos de Don Pedro de Mejía advirtieron una novedad en la calle.

Frente a la casa de Don Pedro había una casita pequeña y humilde que estaba hacía mucho tiempo deshabitada, y que por esa razón había permanecido cerrada, sin más vecindad que un viejo zapatero que la cuidaba.

En aquella mañana las ventanas estaban abiertas; había en ellas macetas con flores y jaulas con pájaros, y se podía descubrir en el interior un menaje pobre, pero limpio y de buen gusto.

Los curiosos esperaban con razón que como nuevos vecinos, los habitantes de aquella casa se asomaran temprano al balcón, y no se equivocaron: una vieja vestida de negro estuvo allí un rato y luego desapareció; pero a poco se dejó ver una joven rubia hermosísima y vestida también de negro.

Todos los curiosos de la vecindad convinieron, y en esto aun las mismas mujeres, que la vieja era muy fea, pero que la joven, con sus cabellos de oro y sus ojos color de cielo, parecía un arcángel. La joven no se retiró tan pronto   —100→   como la anciana, y los vecinos pudieron examinarla a su sabor sin encontrarle defecto.

Tenía un aire tal de candor y de pureza, que parecía que aquel cuerpo tan bello encerraba una alma más bella aún.

La sencillez y la elegancia de su traje pregonaban a una dama de calidad, y su color negro y la ausencia total de alhajas, indicaban que llevaba luto por algún pariente muy cercano. En cuanto a sus bienes de fortuna, podía asegurarse que eran muy medianos.

Los balcones de la cámara de Don Pedro de Mejía quedaban precisamente enfrente de los de la dama enlutada. Don Pedro se paseaba acercándose a ellos, y necesariamente llamó su atención ver abierta y habitada la casa por tanto tiempo abandonada y sola.

Los hombres y las mujeres, cuando llegan a cierta edad y no se casan, y son ricos y no tienen grandes negocios que los preocupen, generalmente caen en el vicio de la curiosidad. Don Pedro tenía todas aquellas circunstancias, y además, su educación descuidada no podía hacerle una excepción de la regla.

Quiso saber quiénes eran sus nuevos vecinos, y se plantó de centinela en un balcón.

Cuando salió la vieja Don Pedro hizo un gesto de disgusto, pero no se retiró. Sin embargo, su curiosidad aún no estaba satisfecha: a poco apareció la joven, y entonces no fue el desagrado, sino la complacencia, lo que se retrató en su semblante.

-¡Linda mujer! -pensó-. ¡Y tan cerca de mi casa! Vamos, si Dios no me ayuda, caigo en la tentación.

La joven dirigió casualmente la vista al balcón, y Don Pedro, sin poderse resistir, le hizo un saludo cortés.

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La enlutada contestó avergonzada, y Mejía comenzó a preocuparse.

Durante todo el tiempo que ella permaneció asomada, él se mantuvo firme en su puesto: por fin la dama sintió sin duda que el sol calentaba demasiado, y se entró cerrando las puertas. Don Pedro permaneció aún, hasta que perdida la esperanza de volver a verla, se separó pensativo.

En toda la mañana no pensó en otra cosa. La imagen de aquella mujer iba y venía, siempre delante de él, y estaba distraído, y hubiera querido pasarse el día sentado en el balcón para verla otra vez, pero ella no volvió a salir, y él comenzó a fastidiarse.

Llegó la hora del almuerzo, y solo Don Alonso de Rivera se sentó a la mesa con Don Pedro.

Al principio guardaron silencio, pero Don Alonso le interrumpió diciendo:

-¿Sabéis, señor Don Pedro, que tenéis vecinos nuevos en la casa de enfrente?

-¿Sí? -contestó Mejía entre afirmando y preguntando, y turbado como si le hubieran sorprendido en un secreto.

-Sí, una señora con su hija; personas de muy buena familia: la joven es viuda del marqués de Torreflorida, que murió de la peste en Manila, cuando apenas tenía dos meses de casado con esta dama. Él era un hombre ya anciano, podría haber sido su padre; pero ella se casó con él por gratitud: anoche han llegado, todavía tienen las ropas de duelo.

-¿Las conocéis?

-Tanto, que a mí han venido recomendadas por un mi amigo de Filipinas. Esta mañana he estado a hacerles una visita.

-¿Cómo se llama la joven?

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-Estela de Sandoval, marquesa viuda de Torreflorida.

-Precioso nombre.

-Hele ofrecido que si por vivir sola necesitase algo, vos que sois mi amigo tendréis gusto en serle útil, ¿es cierto?

-Cierto es.

-Como no tienen amistades, ni quieren tenerlas, porque piensan partir muy pronto para España...

-¿Vanse pronto?

-Sí, que tienen que reclamar, según me han dicho, la herencia de un tío de Estela. El marqués dejó a su linda esposa un título, pero no un caudal.

Don Pedro no contestó, y varió después el giro de la conversación.

Acabó el almuerzo, se levantaron los manteles, y de sobremesa Don Pedro volvió a promover el mismo asunto.

-¿Por qué -dijo- no ofrecéis a esa dama una de mis carrozas, para cuando quiera salir?

-Sería inútil, porque yo también la hice igual oferta, y contestó que no tenía para qué salir.

-¿Cuándo volveréis a verla?

-Dentro de un momento tengo que ir a la casa.

-¿Podríais pedirle permiso para llevarme a ofrecerle mis servicios y mis respetos?

-Con mucha satisfacción.

-Bien, no lo olvidéis.

-Imposible; y tanto más, cuanto que en este momento, si me lo permitís, me retiro, porque deben estarme esperando.

-Id, Don Alonso, que mal haría en deteneros cuando se trata de tan noble y hermosa dama como decís que es esta.

Don Alonso tomó su sombrero, bajó, atravesó la calle y   —103→   entró en casa de la dama enlutada, no sin advertir que Don Pedro estaba ya mirando desde el balcón.

La casa en que entró Don Alonso era la misma, como habrá visto el lector, en que había entrado el Padre Salazar, engañado por el equívoco de una dama.

Don Alonso subió ligero las escaleras, y se dirigió a una estancia en que estaba la joven del traje negro, que no era otra sino Doña Catalina de Armijo.

Don Alonso se llegó a ella familiarmente, le tomó el rostro entre las manos, y besó aquella boca fresca y perfumada como un clavel.

-Buenos días y buenas noticias, hermosa -la dijo.

-¿Qué hay?

-El pez ha mordido el anzuelo, y es nuestro.

-Ya lo sabía yo.

-¡Cómo...! ¿Tan pronto?

-Las mujeres no necesitamos ni un año ni un libro entero para saber a qué hombre le causamos ilusión.

-Lo creo.

-Nos basta una mirada, todas somos iguales; pero no todas somos tan francas.

-Bien, ¿pero qué habéis notado?

-¡Bah! Poca cosa: vuestro hombre...

-Decid mejor nuestro hombre.

-Me es igual; pero nuestro hombre me vio apenas en el balcón y me ha saludado, y no me ha despegado la mirada.

-¿Os conoció?

-Pues nada me ha contado de eso.

-Otra señal; si se guarda reserva en estos casos, la cosa es hecha.

-¿Y qué os pareció?

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-¿La verdad?

-La verdad.

-Un oso, un mastín o cosa semejante, pero menos un hombre.

-Sois injusta, a fe mía.

-¡Qué importa! ¿Creéis que le admitiré por su figura?

-Creo que no.

-Con tal de que tenga las demás cualidades que me habéis dicho.

-Las tiene.

-Entonces dejad que sea un nahual, cerraré los ojos.

-Héle contado cuanto hemos convenido, no lo olvidéis.

-Descuidad, que sabré hacer muy bien mi papel: ¿y cuándo vendrá?

-Esta noche.

-Me alegro.

-Preparaos bien.

-Ya, ya veréis si vos mismo no quedáis satisfecho de la marquesa viuda de Torreflorida.

Y Catalina tomó un aire de gravedad y de modestia y de aristocracia que le sentaba a las mil maravillas.

-Sois encantadora -dijo Don Alonso volviendo a besarla.

-Ya estáis al tanto de todo, y me voy.

-¿Conque esta noche?

-A las ocho. Adiós, Estela.

Don Alonso salió y Doña Catalina se paró delante de una pequeña luna a estudiar el modo de darle más gracia a su fisonomía.

Entretanto Don Pedro cerca del balcón pensaba:

-¡Una marquesa! ¡Y tan linda! ¡Este lance no debe perderse!



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ArribaAbajo- XVI -

Cómo Garatuza conoció a un su amigo y fue reconocido por otro


El virrey se preparó a dar audiencia y recibir felicitaciones, y Garatuza, que comprendió que allí nada tenía que hacer, sin decirle palabra de lo que había pasado con Don Baltasar de Salmerón, salió a la calle ostentando su librea de la servidumbre del marqués de Cerralvo.

No faltaban en la plaza multitud de curiosos que ansiaban por conocer al nuevo virrey, a quien no habían podido ver la víspera.

Garatuza se deslizó entre los grupos procurando escuchar las conversaciones.

De repente volvió el rostro con viveza, porque llegó a sus oídos una voz que le era muy familiar.

En uno de los grupos había varias personas conversando, y entre ellas se distinguía por su elevada estatura un negro vestido con bastante lujo.

Martín le miró atentamente, y luego sin vacilar se dirigió a él.

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-Dispensad -le dijo- que os moleste; ¿tendréis por bien el oír algo que necesito deciros a solas?

-Sí -contestó el negro examinando con extrañeza a su interlocutor.

-En tal caso no tendréis inconveniente en seguirme.

-Ninguno -contestó el negro separándose del grupo en que estaba; y siguiendo a Martín, salieron de la plaza Mayor por la gran calle de Ixtapalapa.

Cuando se encontraron en una calle menos concurrida, Martín se detuvo repentinamente y dijo al negro:

-Teodoro, ¿conocéisme?

El negro le examinó detenidamente y luego le dijo:

-La verdad... no recuerdo.

-¡Teodoro! -exclamó Martín abrazándolo- ¿posible será que no reconozcáis a vuestro amigo, a Martín?

-¡Martín! -exclamó Teodoro separándose un poco para mirarle el rostro a su sabor-; Martín ¿en ese traje?

-El mismo; yo os explicaré más tarde: por ahora abrazadme, que soy vuestro amigo.

Teodoro abrazó cordialmente a Martín, y comenzaron a caminar hablando muy amigablemente por la calle de Ixtapalapa.

Teodoro llevaba el lado de la pared de las casas, y Martín el de la calle; así pasaron por frente a la casa de Don Pedro de Mejía.

En una de las puertas de las cocheras de la casa, sentado en el suelo, se calentaba a los rayos del sol un mendigo, el mismo que habitaba por la caridad del dueño de la casa, en una de las viviendas de Don Pedro de Mejía: Lázaro.

Lázaro vio desde lejos venir a aquellos dos hombres, y escuchó sus voces; y entonces sus ojos brillaron, y comenzó a animarse su fisonomía.

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Al acercarse ellos, Lázaro se puso de pie; miró si alguien observaba desde los balcones o las puertas, y tomando un aire triste y compungido y con una voz lastimera, dijo como decían entonces los mendigos:

-¡Señores, caballeros, por el honor que usías gozan y por la salvación de sus almas, una limosna a su pobre necesitado!

Detuviéronse Martín y Teodoro buscando una moneda que dar a aquel hombre; pero antes que lo verificasen, Lázaro, cambiando de tono, dijo:

-Teodoro, Martín, no me conoceréis quizá; pero no quiero limosna, lo que deseo es hablaros a solas.

Teodoro y Martín se miraron asombrados; Lázaro continuó:

-Necesito hablaros a los dos y a solas; desde tierras muy remotas vengo a buscaros: ¿cuándo y adónde? Pronto, porque nos observan.

-Esta noche a las ocho, en la puerta de la casa del Cristo -dijo Martín dándole un duro para disimular.

-Esta tarde a las cuatro en la casa de Don Carlos de Arellano. ¿Sabéis? -dijo Teodoro.

-Sí -contestó el mendigo besando el dinero que le habían dado, de modo que todos los transeúntes vieran esta acción propia de los hombres de su especie, y retirándose violentamente para no escuchar las preguntas de Martín y Teodoro.

No tuvieron éstos más recurso que continuar su camino, haciendo comentarios sobre quién sería el misterioso mendigo, pero sin alcanzar la menor idea de quién fuese.

A las cuatro de la tarde Teodoro esperaba en la Puerta de la casa de Don Carlos de Arellano, y no tardó en distinguir al mendigo que se acercaba, casi arrastrándose; se adelantó   —108→   a su encuentro y le hizo entrar en uno de los aposentos que estaban en el último patio: se encerró con él, y allí permanecieron hasta la oración de la noche.

A esa hora salieron, y pudo observarse que a pesar del empeño que Teodoro mostraba en disimular, trataba al mendigo Lázaro con un gran respeto, casi con reverencia, y le acompañaba también en la calle como para llevarle a alguna parte.

El mendigo llevaba debajo del brazo un bulto que parecía ser de ropa, y aún se asomaba entre ella la taza de una espada.

Entonces no fue Lázaro a la casa de Don Pedro; siguió un rumbo muy distinto, y entró con Teodoro en una casa de la Calle de San Hipólito.

Era la casa de Teodoro, y nada faltaba allí; ni la mujer del negro, ni sus hijitos, ni nadie.

En uno de los aposentos depositó Lázaro el bulto que cargaba, y lo abrió después.

Contenía ropillas, calzas, talabartes, ferreruelos, todo cuanto podía ser necesario para el traje completo de un caballero, incluso la espada, pero todo de gran lujo, de seda, de terciopelo, con galones de oro y con bordados.

Lázaro puso todo en orden y se dispuso para retirarse.

-Aquí tenéis la llave de este aposento -dijo Teodoro-; cuando gustéis entrar y salir a esta casa, no tendréis obstáculo, cualquiera que sea la hora del día o de la noche en que os acomode.

-Gracias -dijo Lázaro- gracias, esto es uno de tantos favores como os debo.

Y erguido, garboso, ligero, se dirigió a la puerta de la calle acompañado de Teodoro.

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Apenas salió, volvió a tomar su aire enfermizo y su modo de andar vacilante.

Teodoro le miró alejarse entre la vaga luz del crepúsculo vespertino, y luego entró en su casa exclamando:

-¿Dios le ayude! La venganza es mala, pero quizá esta vez sea solo un acto de la justicia del cielo.

Lázaro llegó muy fatigado a la casa de Don Pedro de Mejía, y se encerró en la bovedita debajo de la escalera.

Los criados le oyeron llorar y sollozar.



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ArribaAbajo- XVII -

En que Martín, creyendo acertar, yerra


Martín tenía cita pendiente para la noche con el mendigo. Pensaba desembarazarse de Don Baltasar de Salmerón, arreglar sus negocios para emprender el viaje a Acapulco el día siguiente, y por fin asistir en la tarde a Palacio para salir airoso del lado del virrey.

Muchos negocios eran estos; pero Martín no era hombre que mirase obstáculos, y determinó terminarlos todos satisfactoriamente.

Echó sus cuentas, y determinó comenzar la tarea yendo a Palacio tan luego como se separó de Teodoro.

Aún había allí un gran número de caballeros y de personas principales de la ciudad que estaban cumplimentando a Su Excelencia.

Garatuza, merced a su librea, atravesó entre todos con toda la altivez de un lacayo de gobernante, y a poco se encontró con el visitador Don Martín Carrillo, que salía de la cámara del virrey.

Don Martín al ver a Garatuza le llamó, y apartándose de los que le rodeaban, le dijo en voz baja:

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-¿No miras por aquí al sujeto de cuyas manos cayó la carta que anoche entregaste a Su Excelencia?

-No, señor -contestó Garatuza.

-Búscale, que si es español y de calidades, aquí debe encontrarse. Sígueme, y si le vieres hazme una señal.

Garatuza calculó que cualquiera que designase, teniendo las condiciones que marcaba el visitador, era un enemigo natural de los conspiradores de la casa del Cristo, y así es que sin escrúpulo se puso a escoger su víctima entre los presentes.

Notable se hacía, por la viveza con que hablaba, y por sus ademanes violentos y nerviosos, un español ya anciano, de poca estatura y que parecía ser muy considerado de los demás.

Garatuza lo marcó en el acto y se acercó al visitador.

-¿Le encontraste? -preguntó éste.

-¿Advierte su señoría aquel viejo que habla y acciona como un espiritado?

-Sí.

-Pues ese es; le conocería aunque hubiesen pasado diez años.

-Está bien, retírate.

Garatuza se retiró mordiéndose los labios y diciendo entre sí:

-La llevaste.

La ceremonia se prolongó hasta la hora de la comida, el virrey fatigado se entró a su cámara sin querer tratar más de negocios, y Martín tuvo que conformarse con esperar.

En la tarde las antecámaras volvieron a llenarse de gente, y Martín, convencido de que tampoco podría nada, se salió a la calle.

Habría andado cuando más doscientos pasos, y sintió que   —112→   le tocaban por detrás en el hombro; se volvió y reconoció al Padre Salazar.

-¿Qué tenéis? -exclamó al mirarle pálido y agitado.

-Que en este momento las gentes del virrey están en mi casa, y han preso a mi padre y a Leonel mi hermano; felizmente no tengo yo allí papeles que puedan comprometernos; pero quizá Leonel los tenga, y registren la casa; esto debe ser alguna denuncia.

-¡Ah, víbora! -exclamó Martín pensando en Don Baltasar- quizá duplicaste tu carta y pasó sin que yo la viera.

-¿De quién hablas? ¿sospechas de alguien?

-Sí, ya os lo diré; por ahora lo que importa es salvar a Don Leonel a todo trance: vos ocultaos.

-¿Pero cómo?

-Voy ahora mismo a vuestra casa, y ya veréis.

-Nada conseguirás.

-Ya veréis; dejadme.

Y Garatuza echó a correr para la casa del Padre Salazar.

Había allí un gran tumulto; centinelas, alguaciles, curiosos; Martín llevaba su librea, que era un salvoconducto. Llegó hasta donde un capitán de alabarderos que mandaba la expedición, dictaba sus órdenes, y sin vacilar se dirigió a él.

-Su señoría dispense; vengo con una comisión secreta de S. E. el señor virrey a esta casa, y espero que su señoría me dará ayuda con la fuerza que manda.

-¿Qué misión es y cuál la prueba?

-En cuanto a la misión, advertí a su señoría que era secreta; en cuanto a la prueba, podéis desengañaros con esta orden.

Y Martín como haciendo gala sacó y mostró al capitán la orden amplísima que el virrey, a petición suya, le había dado   —113→   para entrar y salir a Palacio a todas horas y por todas partes.

-Esto no es una prueba -dijo el oficial.

-Es prueba de que tengo comisiones secretas del virreinato -contestó Martín con altanería- vos podéis desconocerme, impedir que cumpla mi mandado; tenéis la fuerza: me voy, tened esto presente y esperad las resultas.

Y dio violentamente la vuelta como para retirarse.

-Aguardad -dijo el capitán desconcertado con la audacia de Garatuza- aguardad que sólo dudé, pero no negué nada: decidme, ¿qué queréis?

-En primer lugar, ver a los detenidos.

-Venid.

El capitán introdujo a Martín en un aposento contiguo, donde estaban Don Leonel y su padre.

Poco faltó para que Garatuza hubiera dado un grito de espanto al mirarles. El padre de D. Leonel era nada menos que el viejo a quien él había denunciado como conspirador.

Entonces lo comprendió todo: ni Don Baltasar había duplicado su carta ni aquello venía por el Padre Salazar y por Don Leonel; todo era obra de su imprevisión; él había sido la causa de aquel escándalo, que no se figuraba hasta dónde podría parar.

-Soy un bárbaro -pensó Garatuza- un elefante: ahora, ¿qué hacemos? ¿Cómo saco yo a este pobre viejo del poder de los golillas?

-Aquí tenéis a los presos -dijo el capitán.

-Desearía hablar con el joven.

-Habladle.

Garatuza se acercó a Don Leonel, que estaba a alguna distancia de su padre, y le dijo:

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-No tengáis cuidado, todo esto no es ni por vuestro hermano ni por vos; nada se ha descubierto de lo de la casa del Cristo: vuestro padre ha sido denunciado como partidario de los fautores del motín de Enero, y esto es todo.

Don Leonel miró a Garatuza sin conocerle; pero éste disimuladamente le enseñó el anillo que traía en la mano izquierda, y Don Leonel se tranquilizó.

-¿Deseáis -continuó Martín- salvar algunos papeles? Soy el hombre que vino de Acapulco, Martín, ¿recordáis?

-Sí, recuerdo. Oid: al terminar este corredor que tenemos enfrente, hay un aposento; en él hallaréis un armario; sacad de él una cajita de ébano con una llave pendiente de una cadenita, lleváosla y ocultadla hasta que esté yo libre.

-Comprendo -contestó Martín, y salió violentamente.

Entretanto Don Gonzalo de Salazar, el viejo padre de Don Leonel, parecía estar sentado en un sitial de fuego: se removía en él, apretaba los puños, rechinaba los dientes y lanzaba de cuando en cuando un pujido enérgico, acompañado de un sacudimiento de cabeza que podía interpretarse, conociendo su temperamento, por una enérgica maldición.

Garatuza sacó la caja que le había indicado Don Leonel, y volvió a darle la noticia.

-He reflexionado -le dijo el joven- que mejor favor me haréis llevando esa caja a la calle de las Canoas, en la casa Colorada, adonde buscaréis a Doña Juana de Carbajal, entregándole de mi parte ese depósito y refiriéndole cuanto habéis visto.

-Así lo haré -contestó Garatuza-. En cuanto a vos, descuidad, que tengo de salvaros, y os lo juro por el santo de   —115→   mi nombre: voyme, que no sería prudente que sospechasen.

Martín salió de la casa y se dirigió al palacio.

El virrey estaba encerrado en su cámara con el visitador, y había ya preguntado por Benjamín; así es que cuando Garatuza llegó a Palacio, todos los criados le avisaron que Su Excelencia le buscaba.

Martín había concebido ya su plan, y la ocasión le venía como de molde.

Sudando, y con muestras de grande agitación, se presentó al marqués de Cerralvo.

-¿S. E. -dijo hipócritamente- me manda venir?

-Sí, contestó el virrey-; ¿adónde estabas?

-Perdóneme S. E.; pero vi en una calle gran escándalo, y por traer noticias a S. E. entreme a una casa que me dijeron ser de Don Gonzalo de Salazar, y usando de la orden que V. E. me dio, logré averiguar...

-¿Y qué averiguaste?

-En primer lugar, que aprehendía la justicia al Don Gonzalo y a sus hijos.

-¿Y qué más?

-Que se hacía cateo en sus papeles.

-¿Y qué otra cosa?

-Señor Excelentísimo -dijo Martín como temeroso de lo que iba a decir- no sé si me atreva.

-Di, di.

-Pues con el perdón de V. E. y de su señoría el señor visitador, que... ¿Pero no se enojará V. E.?

-¿Hablarás?

-Nada, señor, sino que el escándalo de este asunto va a ser causa de que todos los comprometidos se preparen y V. E. nada averigüe.

El virrey miró al visitador, y éste se puso encendido, comprendiendo   —116→   que aquella mirada era una especie de reproche, y que él había cometido lo que se llama una ligereza.

-Espérate afuera -dijo el virrey a Martín.

Garatuza salió fingiéndose compungido, y cerró la puerta poniéndose en acecho como de costumbre, pero sonriéndose silenciosamente.

-¿Qué opináis de lo que dice este muchacho? -dijo el virrey.

-Lo cierto es -contestó el visitador- que el tuno tiene mucha razón, y que yo confieso con humildad mis faltas; reconozco que obré con ligereza.

-¿Pero cómo remediarlo?

-Podremos enviar orden para que se suspenda el procedimiento.

-Eso no produciría el resultado que se desea.

-Quizá sería mejor, para distraer a los españoles que conspiran, y hacerles creer que todo esto es en virtud de la denuncia que me hicieron, librar a Don Gonzalo y prender solo a sus hijos, que como criollos podían reportar las sospechas...

-En efecto, este si es un medio de que los verdaderos conspiradores críen confianza, mirando que sus planes salen bien.

-Y podrá seguírseles la pista, porque piensan que el gobierno se ocupa de otra cosa.

-Perfectamente, quizá salga mejor así la cosa.

-Malísimo -decía entre sí Garatuza oyendo esta conversación- salió el tiro por donde menos lo esperaba: en fin, veremos, creo que llaman.

La campanilla volvió en efecto a sonar, y Garatuza entró, el visitador escribió y firmó, entregando el papel al virrey.

-Oyeme, Benjamín -dijo el marqués- llevas esta orden   —117→   al capitán de alabarderos, que está en la casa de Don Gonzalo, procurando leérsela delante de éste.

-Pero si no sé leer, Excelentísimo Señor.

-Es Verdad, ¡qué lástima! lo había olvidado; pues entonces, le dices que la lea; ¿entiendes?

-Sí, señor.

-Pero inmediatamente.

-Con permiso de V. E.

Y Martín salió haciendo una reverencia.

En la antecámara leyó la orden; decía sencillamente:

«Como la denuncia que ante mí se ha hecho, solo envuelve a los criollos por una conspiración, os reduciréis a proceder únicamente contra los hijos de Don Gonzalo de Salazar, y respetaréis la persona y papeles del dicho Don Gonzalo. El visitador y juez pesquisidor,

DON MARTÍN CARRILLO».

-¡Malo! -dijo entre sí Garatuza-. ¿Y cómo presento ahora esto? Van a creer estos hombres que yo los he denunciado... ¿Qué haré...? Nada, alma grande y adelante.

Llegó a la casa de Don Gonzalo, pero no subió, e hizo avisar al capitán que abajo le esperaba una orden del señor visitador.

El oficial bajó inmediatamente.

-Aquí tenéis -le dijo Martín- una orden de su señoría, que debo entregaros en mano propia; advirtiéndoos que es la voluntad de su señoría que Don Gonzalo se entere de ella sin que vos le digáis por dónde ha venido a poder vuestro.

-Cumpliranse las órdenes de su señoría.

El oficial volvió a subir, y Martín se salió a la calle.

  —118→  

Don Gonzalo oyó leer la orden, y no le fue posible ya contenerse; su mal humor, reprimido por la presencia de la justicia, estalló.

-Muy bien -dijo dirigiéndose a Don Leonel-; ¿conque andáis vos y vuestro santo hermano en conspiraciones? ¿y me ponéis así en estos trances, a mí? ¿a uno de los más fieles vasallos de S. M.? (que Dios guarde). Vamos, vamos, si no sé cómo me contengo. ¡Criollos habíais de ser los dos para andar con semejantes vilezas!

-Pero, padre...

-¡Qué padre, ni qué nada! Yo no soy, no quiero ser padre de criollos, ¿lo entiendes? de criollos, malditos criollos...

Y el viejo, sin escuchar más, usó de su libertad retirándose a su cámara y murmurando entre dientes:

-¡Al fin criollos, al fin criollos!



  —119→  

ArribaAbajo- XVIII -

Cómo hizo Don Pedro de Mejía su primera visita a Doña Catalina, y lo que en ella pasó


Trasportaremos al lector a la casa que había tomado Doña Catalina en la calle de Ixtapalapa, y frente por frente de la soberbia habitación de Don Pedro de Mejía.

Era de noche. Dos humildes velas de sebo alumbraban la sala de aquella casa, que estaba amueblada, según hemos dicho, con decencia, pero muy pobremente: en el estrado estaban sentadas Doña Catalina, la vieja madre y Don Pedro de Mejía; Don Alonso en un sitial estaba al lado de Don Pedro: la conversación era animada, y se trataba del asunto del día, de la entrada del nuevo virrey.

-¿Con que nada ha visto mi señora la marquesa? -decía Don Pedro, procurando dar a su rostro un grande aire de amabilidad.

-Absolutamente nada, ¿qué queréis? Una pobre mujer sin amparo, sin relaciones, quizá quizá sin tener un caballero que la ofrezca su brazo para salir a los paseos.

-¡Oh! sois injusta conmigo, marquesa -dijo Don Alonso- que os he ofrecido mi pobre compañía, que no habéis querido aceptar.

  —120→  

-Tiene razón -agregó la vieja-. El señor Don Alonso te ha ofrecido, hija mía, que vendría por nosotras.

-Perdonadme, Don Alonso -dijo Catalina-, no lo quise decir por vos, a quien no tengo sino mucho que agradecer desde el instante que pisé este suelo. Pero en verdad no podréis negarme que estoy en situación tan triste, que no puedo pensar en diversiones.

-No haréis bien, señora marquesa -replicó Don Pedro-; por el contrario, debéis buscar la distracción, los paseos: sois joven, aún podéis ser feliz en el porvenir.

-¿El porvenir? -dijo Catalina, limpiando sus hermosos ojos como si llorase-; ¡oh, está muy negro y muy tempestuoso el mío!

-No lloréis, marquesa, el destino puede quizá cambiar mañana.

-Eso mismo le digo yo todos los días, señor Don Pedro, pero esta niña se ha empeñado en hacerse la vida pesada.

Don Pedro estaba mortificado, creyendo que él había sido la causa de aquel llanto, al tocar la fibra delicada del corazón de la marquesa, y la miraba con profunda ternura mientras que ella seguía con el rostro cubierto con el pañuelo y afectando algunas veces suspiros y sollozos.

Don Alonso y la vieja se cruzaron una mirada de inteligencia.

La vieja entonces se levantó y dijo a Don Alonso:

-Pues en tan buena y honrada compañía queda mi hija, espero que el señor Don Pedro me excusará un momento, porque tengo que mostrar al señor Don Alonso unas cartas que han llegado para mí, por conducto de uno de los de la comitiva del marqués de Cerralvo.

-Haced señora, como gustéis -dijo Don Pedro.

  —121→  

La vieja y Don Alonso salieron de la sala, y Don Pedro quedó enteramente solo con Catalina.

La ocasión era tentadora, Don Pedro comenzaba a sentirse enamorado, y Catalina estaba hechicera.

Sus manos blanquísimas y perfectamente contorneadas, y el nacimiento de sus torneados brazos, hacían un maravilloso contraste con su traje negro: sus cabellos de oro, cayendo sobre su cuello gracioso, formaban una especie de aureola a su rostro encantador.

Catalina había dejado salir como por descuido, fuera de la orla de su vestido, un pie pequeño y primorosamente calzado con un zapato de tafilete negro, con clavos y tacones de plata.

Don Pedro la examinaba con pasión y no se atrevía a dirigirle la palabra; por fin, hizo un esfuerzo, comprendió que no debía dejarse pasar la ocasión, y se arriesgó a decirle tímidamente:

-Marquesa, ¡qué feliz será el hombre que pueda volveros la dicha!

-¡Ay! ¿y cómo podía volvérmela nadie?

-Amándoos, señora, y siendo amado por vos.

-Don Pedro, ¡qué mal conocéis el mundo! ¿Quién creéis que pueda pensar en mí, viuda, pobre, desconocida?

-Cualquiera, marquesa, cualquiera se consideraría dichoso si vos le amaseis, si le prometieseis vuestra mano.

-Os engaña vuestro generoso corazón, Don Pedro: si yo hubiese heredado de mi esposo un rico patrimonio, si hubiera venido a México con un espléndido cortejo, a vivir en un palacio, teniendo carruajes, lacayos, palafreneros, damas, entonces, tal vez, muchos habrían pretendido mi mano, me habrían ofrecido su amor; pero así, pobre, sin galas, sin trenes, viviendo en esta pobre casa, y sin más amigo   —122→   que Don Alonso de Rivera antes, y ahora vos, ¿pensáis que haya alguien que se ocupe de la pobre viuda, aun cuando sea una marquesa?

-Marquesa -dijo Don Pedro con marcada intención- si la modestia y la hermosura son las dos flores más bellas, y vos las poseéis, seguro estoy de que en este momento hay alguien ya que piensa más en vos que lo que vos podéis suponer.

-¿Y quién es? -preguntó Catalina con fingida inocencia.

-Es un hombre, marquesa, que quizá no os pueda presentar un título de nobleza, ni una ejecutoria como la vuestra; pero en cambio, puede ofreceros un amor sin límites, y un caudal con que satisfacer hasta el más pequeño de vuestros deseos.

-Es imposible que haya un hombre que me ame así, cuando acabo de llegar a México y muy pocos me conocen.

-Pues entre esos pocos está, marquesa.

-Es que son tan pocos, que quizá no pasen de Don Alonso y de vos.

-Buscadle entre ellos -dijo Don Pedro con exaltación.

-¿Don Alonso? -dijo Catalina tratando de llevar a Mejía hasta sus últimos atrincheramientos- ¿Don Alonso? Vaya, pero es raro, que jamás me ha indicado nada.

-Entonces, no debe ser él.

-Luego...

-¿Luego qué, señora?

-Seréis vos.

-Yo, yo mismo -exclamó Don Pedro.

Doña Catalina estuvo a punto de reírse al ver la cara que ponía aquel hombre.

-Parece un oso -pensó- y luego agregó en voz alta:

-Don Pedro, ¿cómo creéis que yo me fiara de un amor   —123→   tan violento y tan repentino? Eso solo se cuenta en las historias.

-Se cuenta en las historias, marquesa, y siempre es verdad, creédmelo, porque yo jamás miento; os amo, marquesa, y me creería feliz al haceros dichosa a vos.

-Vamos, si me parece cosa de milagro.

-Llamadle como queráis, marquesa, pero es cierto; soy solo rico, puedo haceros muy feliz. ¿Me amaréis, señora?

-¡Cuidado, señor Don Pedro, cuidado! Muy deprisa vais: no es cosa de tomar así un corazón como una plaza, por sorpresa; nos trataremos, y entonces veré si os puedo dar esperanzas.

-Mucha crueldad es esa...

-No, prudencia, prudencia.

La vieja y Don Alonso, que habían estado en acecho, comprendieron que era el momento de cortar la conversación, y entraron a la sala.

Don Pedro procuró reponerse de la agitación que le había producido aquella escena.

-Nos retiramos, Don Pedro -dijo Don Alonso.

-Cuando gustéis, contestó Don Pedro.

-¿Por qué tan pronto? -preguntó con un aire angelical Doña Catalina.

-Es tarde, aún tenemos que hacer -contestó Don Alonso.

-Marquesa -dijo Don Pedro- supongo que mi amigo Don Alonso de Rivera os habrá dicho que en mi casa hay constantemente una carroza enganchada siempre a vuestras órdenes, de tal manera que no tenéis sino que avisar y os la traerán.

-Gracias, Don Pedro, pero ya os lo he dicho; por ahora no salgo a ninguna parte.

  —124→  

-Como vos lo mandéis. Dios os guarde, marquesa.

-Buenas noches, Don Pedro.

Don Pedro y Don Alonso bajaron la escalera y salieron a la calle sin hablar una palabra, y ya allí, Don Alonso dijo:

-¡Qué tal! ¿estáis contento?

-Algo -contestó Mejía-. Hacedme, os suplico, el favor de venir mañana temprano, que quiero tratar con vos de un negocio que me importa.

-Bien -contestó Don Alonso-. Y pensó luego: Ya tragó el anzuelo.

Doña Catalina quedó silenciosa, hasta que escuchó el zaguán que se cerraba después de haber dado salida a Don Pedro: entonces se levantó, radiante de gozo, y dijo a la vieja echándole al cuello los brazos:

-¡Madre mía! ahora sí creo que me caso, y bien.

-Dios lo haga, que bien lo mereces.

Doña Catalina soñó que se casaba con Don Pedro.

Don Pedro soñó que se casaba con Doña Catalina.



  —125→  

ArribaAbajo- XIX -

Cómo Martín hizo un escarmiento con Don Baltasar de Salmerón, y lo que se originó de esto


El único de los hijos de Don Gonzalo de Salazar que pudo ser habido por la justicia, fue Don Leonel, que en una carroza de su padre fue conducido a las casas consistoriales, porque aún la cárcel de Palacio no estaba completa.

Martín salió de Palacio en la tarde, y un hombre desconocido que le esperaba, le entregó un papel.

Martín se recató para abrirle, y leyó que decía:

«Buscadme luego en la calle de las Canoas en la casa colorada. Dad por contraseña la misma muestra, y os conducirán a mi presencia.

A. DE S».

-Por la casa a que me citan y por las iniciales de la firma, Don Alonso de Salazar debe ser el que me escribe -pensó Martín-. ¡Qué demonio! Podía yo si tuviera sobre mí ese libro de Don Leonel, llevarlo luego... Pero no... en todo caso vale más leerlo antes... Sí, decididamente mañana le llevo: vamos a ver a Don Alonso de Salazar antes que llegue la noche, que a las nueve tengo de dar una lección a Don Baltasar.

  —126→  

Y sin perder tiempo se puso en marcha para la calle de las Canoas.

La «casa colorada» estaba, como de costumbre, cerrada enteramente: Martín llamó sin vacilar.

-¿Quién? -preguntó el viejo portero.

-Abrid -contestó Martín.

La puerta se entreabrió, quedando contenida por una gruesa cadena que se atravesaba en el interior, y por allí asomó la blanca cabeza del viejo Luis Herrera.

-¿A quién buscabais? -preguntó.

-A un caballero que me envió a buscar.

El viejo no se movía.

-Abrid -dijo Martín.

-¿A quién buscáis? -repitió el portero.

Entonces comprendió Martín que era preciso dar la contraseña, porque el viejo no se la pediría nunca.

-¡Tenoxtitlán! -exclamó.

-Libre -dijo Luis alegremente, quitando la cadena y abriendo.

-¡Cómo habéis tardado en dejarme entrar!

-Vaya, como que vos no dabais la contraseña: y primero me hubierais matado que yo os hubiera abierto sin esa condición.

-¿Adónde está el Padre Salazar?

-Yo os conduciré. Esperad no más que cierre.

El viejo cerró cuidadosamente, y luego dijo a Martín:

-Vamos, seguidme.

Y le condujo a un segundo patio, triste y solitario como toda la casa.

-No está vuestra casa de lo más alegre -dijo sonriéndose Martín.

-Triste es en verdad -contestó el viejo dando un suspiro-   —127→   triste como el corazón de los que en ella viven; pero llegará un día en que el sol alumbre aquí, y en que estos patios hoy desiertos, se llenen de caballos y de palafreneros, y que la música resuene en los salones...

-¿Y cuándo será ese día?

-Cuando llegue el que vos esperáis, como yo.

-¿No sois español?

El viejo volvió a ver a Martín con indignación, y nada contestó.

Habían llegado a una puerta que estaba al terminar la subida de una pequeña e incómoda escalerita que se descubría en el fondo del patio.

-Aquí -dijo el viejo-; llamad.

-Martín dio un golpecillo.

-¿Quién? -preguntaron de adentro.

-Uno y solo -contestó Martín.

Garatuza entró, mirando que la puerta se abría.

El Padre Salazar, envuelto en un balandrán de paño negro y con una montera en la cabeza, salía a recibirle.

-Os esperaba con impaciencia -dijo.

-Aquí me tenéis -contestó Martín.

-¿Qué hay, pues?

-Poca cosa: hay orden de prenderos a vos y a Don Leonel; no a vuestro padre: pero no temáis, que ni el virrey ni el inquisidor saben nada.

-¿Pero cómo? Explicadme.

Martín refirió a Don Alonso cuanto había ocurrido.

-¡Bendito sea Dios! me quitáis una losa de mármol que tenía sobre mi corazón; creía que alguien nos había traicionado, y esto despedazaba mi alma.

-Desgraciadamente -contestó Martín- en cuanto a eso no podéis estar muy satisfecho.

  —128→  

-¿Cómo?

-Hay entre nosotros un traidor, un infame que ha ido a denunciar al virrey cuanto hemos pensado hacer y los nombres de todos nosotros; en fin, todo, todo.

-Entonces, somos perdidos.

-Aún no, que la denuncia ha caído en mis manos y no ha llegado a las del virrey; pero es preciso que ese hombre muera, porque mañana quizá no estaré aquí, y entonces podréis comprender lo que sucederá.

-¿Pero quién es ese hombre?

-Por hoy, no puedo, no quiero deciros su nombre. Mañana, el que sepáis que ha dejado de existir esta noche, ese es el traidor.

-¿Quién lo matará?

-Yo -contestó con fiereza Martín.

El Padre quedó silencio por un instante, y luego dijo:

-Si estás seguro de lo que dices, si tu conciencia queda tranquila de que obras en justicia, sea.

-Y será.

Los dos volvieron a quedar en silencio.

-Dime -exclamó de repente el Padre- ¿crees que será peligroso ir esta noche a la junta?

-No -contestó Martín- creo que podréis ir, sobre todo procurando llegar allá antes de las nueve.

-¿Porqué?

-Seguid si queréis mi consejo; pero no me preguntéis por qué.

-¿Irás tú?

-Iré después de las nueve, si Dios me presta vida.

-Misterioso estás hoy.

-A fe que tengo razón, y ya lo veréis: en fin, me retiro, y hasta la noche.

  —129→  

-Hasta la noche, y no faltes, que mañana debes partir para Acapulco.

Martín salió de la casa colorada, despidiéndose amablemente del viejo portero, y se encaminó a la casa del Zambo.

Había anochecido, y los transeúntes se encontraban en la calle sin reconocerse a causa de la oscuridad; sin embargo, la librea de la casa del virrey que llevaba Martín, no dejaba de llamar la atención, cuando la hería la luz que salía de una tienda.

Martín entró en la casa del Zambo tan preocupado con la serie de acontecimientos del día, que ni siquiera le habló a éste.

Sin perder tiempo, quitose la librea, y vistió apresuradamente un traje con medias calzas de venado, calzones de escudero y ropilla de vellón pardo; ciñose un talabarte y colgó de él una gran espada, después de haberla examinado cuidadosamente; prendió en su cintura una daga de gancho, se caló un gran sombrero con pluma negra, y se embozó en una larga capa, negra también.

El Zambo lo miraba sin decir una palabra, y cuando Garatuza acabó de ataviarse, el Zambo comenzó a levantar las piezas de la librea que Martín había dejado por tierra.

-Me esperas toda la noche -dijo Garatuza.

-Sí -contestó el Zambo, más bien con un gruñido que con una voz humana.

-Si necesitas dinero, ya sabes dónde hay.

-Sí -volvió a gruñir el Zambo.

Martín alzó el embozo, el Zambo le abrió la puerta, y dándose todo el aire de un veterano, Garatuza desapareció en la oscuridad.

Sonaba en aquel momento la plegaria de las ocho.

  —130→  

-¡Demonio! -dijo Martín- el mendigo me aguarda a las ocho en la casa del Cristo.

Y comenzó a carminar más deprisa.

Un cuarto de hora después llegaba al lugar de la cita, y de una de las puertas se destacó un hombre.

Era Lázaro.

Martín le miró con desconfianza; bajó el ancha ala de su sombrero, pero no advirtiendo sin duda nada que le hiciera desconfiar, se acercó a él.

-¿Martín? -dijo Lázaro.

-El mismo -contestó Garatuza.

-Has tardado.

-Pero llegué al fin. ¿Qué me querías?

-Hablarte.

-Pues hablemos.

-¿Aquí?

-Si te parece.

-No cerca de los muros; «las paredes oyen».

-Retirémonos.

Y comenzó Martín a caminar hacia una plazoleta que estaba cercana.

Allí, en medio, en donde nadie podía ni verlos ni escucharlos, se detuvo. El mendigo estaba a su lado.

-Aquí estamos bien -dijo.

-Sí -contestó Lázaro-. Escúchame: esta tarde he hablado con Teodoro, y sé ya todo lo que ignoraba y lo que tal vez tú no habrías podido decirme. Martín, ¿hasme reconocido?

-No, por el santo de mi nombre.

-Bien, voy a descubrirme contigo, como me he descubierto con Teodoro, porque fío en vosotros, y porque sois mi apoyo en los planes que tengo meditados.

  —131→  

-Pero ¿quién sois? -dijo Martín- comenzando a sentir instintivamente cierta especie de respeto por aquel hombre.

-Yo soy -contestó el mendigo acercándose al oído de Martín y como si temiese ser escuchado-; yo soy Don César de Villaclara; buscaba a Blanca, ha muerto y debo vengarla.

-¡Don César! -exclamó asombrado Martín.

-¡Silencio! No vuelvas a pronunciar jamás ese nombre: el que le llevaba no existe sino para los asesinos de Doña Blanca, es decir, para Don Pedro de Mejía y para Don Alonso de Rivera; para ellos sí vive como un remordimiento, como una sombra que verán, que conocerán el día de la venganza, pero solo entonces y hasta entonces.

-Pero ¿cómo...?

-Nada me preguntes, alguna vez lo sabrás; ahora yo soy el que debo interrogarte, Martín, ¿estás dispuesto a ayudarme en mi venganza?

-En todo -contestó Martín con exaltación.

-Cuento contigo, y si en la calle encuentras a Lázaro el mendigo, que vive como un perro en la casa de Mejía, no le conoces, Martín, te lo advierto; pero cuida si te hace una seña o te dice una palabra, y no faltes.

-Confiad.

-Adiós, nada más tengo que decirte. Separémonos.

-Adiós.

Y tomando cada uno distinto rumbo, se perdieron entre las sombras.

Garatuza se colocó en una puerta cerrada cerca de la casa del Cristo. Alzó el embozo, se caló el sombrero, y se quedó inmóvil como una estatua y confundido en la oscuridad.

  —132→  

Así pasó más de una hora. Varios hombres cruzaron a su lado sin verlo, y fuéronse unos de largo, y otros llamaron en la casa, dando la contraseña para entrar.

Por fin a lo lejos se escucharon las pisadas de uno que se acercaba. Martín debió conocer el eco de aquellos pasos, porque se enderezó como un venado que oye un rumor en el bosque.

Un hombre estaba ya inmediato a él; era Don Baltasar de Salmerón.

-Buenos días, le dijo Martín.

-Dios los enviará -contestó Don Baltasar.

-Deseo hablaros, señor Salmerón.

-¿Qué decís?

-Preguntaros si estáis dispuesto a morir.

-¿A morir? exclamó Salmerón dando un paso atrás.

-A morir, y ahora mismo, por traidor.

-¡Traidor yo! -contestó Salmerón tirando de la espada y arremetiendo a Martín, que le esperaba ya en guardia.

-Sí, tú traidor, traidor, y yo te castigo.

Martín arremetía también a su contrario, pero la escasa y vacilante luz del farol del Cristo no era bastante para alumbrar un combate, y las espadas se mellaban inútilmente muchas veces, y cuando se encontraban volvían a perderse luego.

Martín sintió que el acero de su contrario penetraba en su brazo izquierdo, y exhalando un rugido dirigió su espada hacia el punto de donde le venía el ataque, y conoció que a su vez había acertado.

-¡Confesión, confesión! -gritó Don Baltasar- ¡confesión! me han muerto.

Martín limpió su espada y echó a correr.

Varias ventanas se abrieron, y como por encanto apareció   —133→   allí un alcalde con su farolillo y seguido de una ronda de alguaciles que rodearon al herido.

En la casa del Cristo se abrió con precaución el postiguillo: un hombre miró por allí un momento y volvió a cerrar.

Aquella aventura alborotó a todo el barrio.



  —134→  

ArribaAbajo- XX -

En que se sigue la materia del anterior


Garatuza sintió que le incomodaba un poco la herida que había recibido en el brazo; pero sin embargo, como la sangre que de allí brotaba era muy poca, no se detuvo y se dirigió a la casa colorada.

Como eran ya cerca de las diez, necesitó llamar a la puerta repetidas veces para conseguir que le abriesen.

Al fin refunfuñando y medio dormido, el viejo portero se presentó, reconoció a Martín y le hizo penetrar en la casa.

-¿Aún no sale el Padre? -preguntó Martín.

-Aún no -contestó el viejo.

Garatuza se entró hasta el aposento que ocupaba Don Alonso.

-¿Qué hay? -preguntó el Padre.

-En primer lugar, que no salgáis esta noche, ni vayáis a la casa del Cristo.

-¿Porqué?

-Todo aquel barrio está alborotado; Don Baltasar de Salmerón ha sido muerto, a lo que parece, de una estocada.

El padre recordó todo lo que había hablado con Martín en la tarde, y le miró con profunda curiosidad, notando que tenía sangre en la ropilla.

-¡Martín! -exclamó- ¿estás herido?

  —135→  

-Poca cosa -contestó el otro con indiferencia, mostrando su brazo izquierdo-; la víbora alcanzó a morderme.

-Acércate -dijo el Padre con interés y olvidando la conversación- algo se me alcanza de la medicina, a pesar de serme prohibido por mi estado.

-Dejad, esto se curará sin medicina.

-No -insistió el Padre- quiero curarte. Y tomando la mano de Martín cortó la manga de la ropilla con unas tijeras, y dejó descubierta la herida, que examinó cuidadosamente.

-Poca cosa es en verdad -dijo-: basta lavarla y vendarla, que tu salud es robusta y sanarás pronto.

Entonces, con todo el despejo de un cirujano consumado, lavó el brazo de Martín y se lo vendó.

-¿Qué tal? -dijo.

-Me siento bien -contestó Garatuza.

-Continuemos nuestra conversación. ¿Murió Don Baltasar?

-Debe haber muerto ya.

-¿Y qué hubo después?

-Que como las rondas se aparecen cuando menos debieran de hacerlo, llegaron los alcaldes, y los alguaciles, y el demonio, y aunque nada sacaron de rastro, quise venir a prepararos para que por allá no aparezcáis, que pudieran daros un susto.

-Es verdad, pero se pierde la noche.

-No se pierde, que bien aprovechada está ya con la muerte de un traidor, y con las instrucciones que me daréis para el príncipe de Nassau, que no me conviene ya estar ni un solo día más en México.

-Entonces, he aquí todo: una carta para S. A., y que tú le refieras cuanto ha pasado. ¿Cuándo piensas salir?

  —136→  

-A la madrugada de mañana; solo que tengo que ver antes a la señora de esta casa, para entregarle un depósito que me entregó Leonel.

-¿De qué se trata?

-De unos papeles.

-¿Los traes?

-No, voy por ellos y vuelvo.

-Adviérteselo entonces para que te espere.

-Tenéis razón; vuelvo.

Martín bajó al patio, y se dirigió a la escalera principal.

La casa estaba envuelta en la más densa oscuridad, y solo al través de la puerta de la sala se notaba luz.

Martín llamó, y a poco se abrió la puerta y apareció Doña Esperanza.

-¿Quién sois? -exclamó asustada la joven.

-No os espantéis, señora -dijo cortésmente Garatuza-: vengo de parte de Don Leonel de Salazar, en busca de Doña Juana de Carbajal.

-¡De Don Leonel!

-Sí señora; ¿seréis vos la persona a quien busco?

-Es mi madre, pero hase recogido ya.

-Señora, importa que le digáis que dentro de breves horas le traeré unos papelos que para ella me ha entregado Don Leonel; que si fuera posible me aguardase, porque mañana salgo para Acapulco y necesito cumplir antes con este encargo.

-Le avisaré a su merced -dijo Doña Esperanza entrando.

Poco tardó en volver con la respuesta.

-Caballero -dijo- mi madre aguardará toda la noche.

-Volveré, pues, tan pronto como me sea posible -contestó Garatuza saludando.

  —137→  

-¡Ah! perdonad, caballero -dijo tímidamente Doña Esperanza.

-Mandadme, señora.

-Quizá sea una imprudencia... pero... quisiera preguntaros... mi primo Don Leonel... ¿sigue preso?

-Sí, señora.

-¿Y creéis que le amenaza algún peligro?

-Os aseguro, Señora, que no le amenaza ningún peligro, y creo que pronto saldrá libre.

-Gracias, caballero, gracias, y perdonad mi imprudencia.

-Podéis mandarme, señora -contestó Martín, y salió diciendo en su interior-: «aquí hay algo más que parentesco».

Llegó al zaguán, y al salir dijo al viejo portero:

-Amigo, no os durmáis, que de volver tengo para un negocio de mi señora Doña Juana.

-Está bien -contestó Luis Herrera con todo el mal humor posible.

Martín volvió a Palacio, y procurando no ser notado por el virrey, penetró hasta su aposento; sacó de él la caja que le había confiado Salazar, y se encaminó a la casa del Zambo.

Como en Palacio todos sabían que Martín, encargado de misiones secretas del virrey, podía entrar y salir a la hora que quisiese, nadie puso atención en lo que hacía, y sin dificultad llegó a la plaza d las Escuelas y llamó a la casa del Zambo.

-Es preciso -dijo a éste al entrar- que en este momento vayas en busca de dos mulas para caminar; una para mí, otra para mi caja; y además, que venga contigo un arriero de confianza: no te pares en precio; son las once de la noche; a las dos estarás aquí de vuelta: tres horas son más que suficientes: andando.

  —138→  

El Zambo no contestó; tomó su viejo sombrero, una capa, y salió cerrando tras sí la puerta.

Martín, con una actividad asombrosa, se desnudó, sacó de su caja un sencillo vestido de clérigo y un sombrero negro sin toquilla; guardó en la caja toda su ropa y la cerró con llave.

Entonces se acercó a la luz, tomó la cajita de Don Leonel, y sacó de adentro un libro manuscrito y primorosamente encuadernado.

Comenzó a hojearle; había allí letras y escrituras diferentes; leyó un trozo, y luego otro, y al fin exclamó:

-Ciertamente que esta es una historia curiosa, y que bien vale el trabajo de leerla: tengo tiempo de hacerlo antes de entregarla a su dueño, y así no me fastidiaré esperando al Zambo: veamos desde el principio.

Y encendiendo una bujía de cera, se acomodó en la cama del Zambo, procurando estar muy a su gusto, y comenzó la lectura de aquel libro, que decía así:

  —139→  

La marca del fuego

Memorias de doña Juana Carbajal

ESPERANZA:

Para ti escribo, hija mía, estas Memorias, como las he oído de la boca misma de mi abuelo. En ellas verás la historia de nuestra familia y la tuya misma: aquí sabrás quién es tu padre, y cuando tú las leas, que será solo después de mi muerte, olvida mis faltas y reza a Dios por mí.

Lee con atención hija mía, y que el Señor del cielo te bendiga, y te haga feliz.

***

La gran ciudad de México, como la llamaron los españoles, había caído en poder de Fernando Cortés, y el noble emperador Guatimotzin, o Guatimoc, como ellos le decían, estaba prisionero.

El rey de España era dueño ya del rico imperio mexicano: era el año de 1521.

El conquistador trató al principio con toda clase de miramientos al prisionero monarca, y le hizo sentar siempre a su derecha, y apareció siempre en público prodigándole toda clase de miramientos.

  —140→  

Pero esto duró muy poco tiempo.

Los tesoros encontrados dentro de los muros de la ciudad vencida, no alcanzaron a saciar la codicia desenfrenada de la tropa, y comenzaron entonces las murmuraciones.

En vano se registraron hasta los sepulcros mismos, en vano se amenazó a todos los principales habitantes de la ciudad, para que descubriesen los ocultos tesoros de los reyes aztecas; nada pudo alcanzarse, y los soldados se irritaban más y más.

Llegó por fin un momento en que aquellas murmuraciones tomaron casi el carácter de una sublevación, y comenzó a decirse públicamente que Cortés había recibido de Guatimoc los tesoros; que él quería guardarlos para sí, robando al rey y a sus soldados.

Cortés, que no había retrocedido nunca ante ningún peligro, se espantó de aquellas viles murmuraciones; y para dar una prueba de su inocencia, y animado por infames sugestiones, consintió en que se diera tormento al emperador quemándole a fuego lento, hasta obligarle a declarar adónde había ocultado sus tesoros.

Tú sabes, hija mía, los pormenores de la ejecución de esta bárbara sentencia; porque ni hay mexicano que las ignore, ni perderán los siglos venideros la memoria de aquella frase sublime del emperador, al escuchar la queja de su compañero de tormento:

«¿Estoy acaso en un lecho de flores?»

Cortés, avergonzado de su debilidad y arrepentido de una crueldad tan horrible, mandó suspender la ejecución, convencido quizá de que para una alma como la del emperador, nada importaban los mayores tormentos del cuerpo.

El desgraciado monarca, casi incapaz de alivio, fue separado de la hoguera.

  —141→  

Entre los soldados que con más entusiasmo habían pedido el suplicio, y entre los que con más gozo habían asistido a él, se distinguía uno que se llamaba Santiago de Carbajal, hombre ya de alguna edad y que había dejado en España a su mujer y a una hija suya, de quince años. Carbajal comenzó por odiar al emperador Guatimotzin y por reír cuando le miró conducir a la hoguera; pero a medida que el fuego se encendía, que las llamas se levantaban lamiendo apenas los desnudos pies del monarca, suspendido a corta altura sobre la terrible hoguera; cuando vio que se ungían aquellos pies con grasa para hacer los dolores más agudos y más prolongados, y que sin embargo el rostro del mártir permanecía sereno y una sonrisa de supremo desdén se dibujaba algunas veces sobre su boca; cuando escuchó aquellas sublimes palabras con que el emperador echaba en cara a su ministro su poco valor, entonces su odio se trocó en admiración, su desprecio en respeto, y su gozo en remordimiento, y en vergüenza.

Carbajal comprendió entonces lo que era un héroe, un mártir, un patriota.

Si la orden de suspender el tormento no hubiera llegado en aquel instante, Carbajal hubiera sido capaz de arrojarse sobre la hoguera para apagarla.

Tan profunda impresión había recibido y tan grande era el cambio que había tenido aquel corazón.

El rudo soldado, casi llorando, ayudó a quitar a Guatimoc del tormento y a trasportarlo a su casa.

El emperador miró a aquel hombre, que siendo de sus mismos enemigos procuraba auxiliarle, y le tendió la mano.

Desde aquel día Carbajal fue el protegido del emperador.

  —142→  

***

Había llegado el año de 1522: muchas familias de los conquistadores estaban ya en México, y entre ellas la de Santiago de Carbajal.

Santiago había hecho venir a su mujer y la su hija, porque merced a la generosidad del emperador Guatimoc, era ya uno de los más ricos entre los soldados conquistadores.

La hija de Carbajal llamábase Isabel: era una joven hermosísima, con una piel blanca, pelo negro y sedoso, unos ojos brillantes y atrevidos; esbelta y garbosa, su elevada estatura le daba toda la majestad que da nuestra imaginación a las diosas de nuestros antepasados.

Isabel tenía un carácter apasionado y una inteligencia clara y casi privilegiada.

Vivía el emperador Guatimoc en la gran calle de Tacuba, en la esquina que forma una de sus cuadras con la calle del Factor, en el lado que mira al Oriente, y Carbajal vivía en la esquina que frente a la casa del emperador estaba.

Las mañanas y las tardes son en México tan bellas, que Isabel tenía siempre la costumbre de asomarse a su ventana todas las mañanas y todas las tardes, ya a regar sus tiestos de flores, ya a respirar el aire puro.

El monarca, incapaz de caminar, se pasaba también los días cerca de sus ventanas, inmóvil en un sillón, recordando sin duda sus desgracias y mirando cruzar las nubes por el cielo.

El emperador era un hombre hermoso, y además, rodeado de esa atmósfera misteriosa y brillante del poder y de la desgracia, porque Guatimoc era un monarca para los mismos españoles, y la historia de su valor y de sus sufrimientos pasaba de boca en boca por la España misma.

  —143→  

La hija de Carbajal miró al emperador con curiosidad al principio, después con interés, luego con cariño.

Tenía para ella otro mérito más; era el protector de su familia.

Poco a poco, aquel cariño fue convirtiéndose en un amor vehemente, en una pasión terrible.

Isabel de Carbajal no podía separarse ya de sus balcones, desde donde se descubría la casa de Guatimotzin; pero aquel amor era para ella un imposible, a pesar de que con la perspicacia natural de toda mujer apasionada, había advertido ya que los negros y lánguidos ojos del infortunado guerrero azteca se fijaban en ella con mucha frecuencia.

Pero era imposible toda comunicación; él no podía moverse de su sitial, ella no podía penetrar en su habitación.

Isabel preguntó un día a su padre, que frecuentaba la casa de Guatimoc, si éste sabía ya hablar en español.

-Es un hombre tan hábil -contestó Carbajal- que le habla casi tan bien como tú y como yo, y eso que apenas hará un año que está prisionero.

-¿Y escribe?

-No; comienza a leer, pero muy pronto estará sumamente aventajado, porque es hombre muy hábil.

-¡Cómo tengo ganas de tratarle! -dijo Isabel.

-Fácil me será llevarte, pero no lo había hecho, porque creí que no fuera de tu agrado.

-¿Cuándo me lleváis?

-Esta tarde pedirele su licencia, y mañana irás.

-¡Cuánto os lo agradezco!

En la noche Carbajal avisó a Isabel que el monarca estaba ya prevenido y que al otro día le sería presentada.

En aquella noche, Isabel no pudo dormir: el temor, la esperanza, el deseo, luchaban en su corazón.

  —144→  

Isabel estaba verdaderamente apasionada.

Llegó la hora, y ricamente ataviada, penetró la joven, conducida por su padre, a la casa del último emperador de los aztecas.

***

En una espaciosa estancia, colgada de telas finísimas de algodón y de maravillosos tejidos de plumas, y en donde se ostentaban grandes sitiales de caprichosas formas, cubiertos con pieles de animales salvajes, en una especie de trono fabricado de maderas preciosas y raras, incrustado de oro, de plata, de conchas, y colocado sobre la inmensa piel de un cíbolo negro, el emperador Guatimoc recibió la visita de Santiago de Carbajal y de su hija.

Guatimoc era joven, su frente espaciosa revelaba su clara inteligencia. Sus ojos habían perdido la fiereza de su raza, y la melancolía del sufrimiento pasado les daba un aire dulce y bondadoso.

Guatimoc no había perdido el traje de sus antepasados, solo que no llevaba la corona de los emperadores, sino un sencillo penacho de plumas sobre la cabeza.

Una sencilla túnica ancha y corta de algodón, blanca, y ceñida a la cintura por una gruesa cadena de oro, un manto de la misma tela, aunque recamado con brillantes dibujos de plumas de colores, y lucientes brazaletes y collar de oro, formaban todo el traje del monarca.

Sus cacles de piel de venado perfectamente adobados, se ataban al pie por anchas correas de venado también y bordadas de oro, que subían entretejiéndose hasta cerca de las rodillas, en donde se sujetaban a un gran anillo de oro liso y bruñido.

Algunos esclavos estaban de pie al lado del emperador,   —145→   y en el suelo sentadas algunas indias jóvenes y hermosas.

Isabel al mirar a aquellas mujeres, sin saber porqué sintió celos.

Al presentarse Santiago con su hija, el emperador hizo como un impulso para levantarse, pero sus pies estaban inútiles después del tormento, y tuvo que permanecer inmóvil en su asiento.

-Señor -dijo Carbajal, inclinándose respetuosamente- os traigo a mi hija, a mi Isabel, que ha tenido deseos de ser presentada a vos: ella sabe que sois el protector de su familia, y os ama por eso y por vuestras desgracias.

-Acercaos, niña -dijo Guatimoczin con un acento dulce y sonoro, tendiendo su mano a Isabel, que la estrechó temblando-: acercaos, si no teméis que el infortunio que me persigue marchite las rosas de vuestras mejillas.

-Señor -contestó trémula Isabel- siempre es una dicha estar al lado de un hombre tan noble y tan desgraciado como vos.

Dos esclavas habían acercado un sitial para Isabel.

-Sentaos, niña, aunque quisiera ofreceros este lugar, que debiera ser el vuestro; pero ni aun eso me permite mi desgracia.

-Señor, la desgracia os quitó un trono, pero no pudo quitaros ni el amor y el respeto de los que os conocen, ni la grandeza de vuestra alma.

-Niña, no digáis eso, que en vano caerá la lluvia sobre el árbol que ha muerto. Oí decir cuando llegaron aquí los españoles que eran hijos del sol, y no los creí nunca, porque nunca os había visto a vos, que sois como las rosas de nuestros lagos, hija de la aurora y de las brisas.

Santiago conversaba con otras personas en el salón; los esclavos de ambos sexos se habían retirado por respeto, y   —146→   la joven estaba casi sola con el emperador. Las miradas de ambos eran de fuego; se comprendían, pero era necesario que alguno de los dos se descubriese, y cada uno de ellos temía disgustar al otro.

-Niña -dijo el emperador- la luz que asoma sobre nuestro cielo a los primeros cantos de las aves, me parece menos apacible que el brillo de vuestros ojos; el color de las eternas nieves del Popocatepetl y el Ixtacihuatl cuando los baña el último rayo del sol, no podrá igualar el suave rubor de vuestras mejillas: si yo fuera aún el emperador, los mexicanos tejerían sus alfombras de flores para vuestras plantas, y los aromas exquisitos de nuestros bosques perfumarían vuestra estancia, y las aves darían sus encendidas plumas para libraros de los ardores del sol; pero hoy, niña, nada valgo, nada puedo; como la yerba prisionera debajo del hielo, miro la luz sin sentir jamás su calor, y el frío de la noche me mata en la mitad del día.

Guatimoc inclinó su hermosa cabeza, y quedó profundamente pensativo.

-Príncipe -dijo Isabel acercándose- vos no conocéis el orgullo de las mujeres de nuestra raza: grande, poderoso, a la cabeza de un ejército y sobre el trono de un gran pueblo, quizá no hubiera escuchado vuestras palabras; pero triste, abandonado por la suerte, prisionero y destronado, sufriendo con la resignación y la altivez de los héroes vuestro infortunio, os eleváis, señor, ante mis ojos, a una altura inmensa: las mujeres de mi raza, príncipe, son capaces de sacrificarse, pero no de venderse; y brilla más ante mis ojos vuestra corona de mártir, que la diadema de un monarca.

Isabel iba animándose gradualmente; sus miradas eran más ardientes, su pecho se agitaba con violencia: el emperador la escuchaba con arrobamiento y sin moverse, como   —147→   para no perder uno solo de los ecos de aquella voz dulcísima.

-Niña -le contestó- la primer gota de agua que sentí en mi boca después del tormento que me dieron los españoles, no ha sido para mí tan grata como tus palabras: rocío de ventura para mi corazón marchito son tus acentos. Niña, ¿serías capaz de amar al desgraciado? ¿buscarías sombra junto al encino derribado por los vientos? ¿cantarías tus amores, ave peregrina, sobre el derruido muro? ¿me darías tu corazón?

-Tuyo es, señor, hace mucho tiempo, tuyo es, que no me siento avergonzada de confesártelo: por mirarte, señor, paso los días en mi ventana, por oír tu voz he llegado hasta aquí: si es un delito este amor, ¿por qué no puedo arrojarle de mi pecho? Príncipe, si alguna mujer me culpa, que te resista si puede.

-Yo también, niña, te amaba; mis noches eran negras y largas porque no te veía; las aves me avisaban en mis ventanas que venía la luz, y con ella tú que eres mi vida; y los vientos me traían el aroma de las flores como un consuelo, pero mi espíritu gemía sin esperanza; no podía seguir tu camino ni esperar que vinieses a mí: el arbusto mira pasar a la más bella de las mariposas, y no tiene una flor para llamarla, ni tiene alas para seguirla, y como yo, gime porque la tierra le aprisiona, ¡Oh niña! tristes días he pasado; entonces, cuando te miraba, me parecían más crueles mis enemigos, por no haberme dejado morir en la hoguera.

-¡Pero ahora estarás alegre, príncipe mío.

-¿Se alegrarán los campos con el rocío? ¿se alegrarán las plantas con la primavera? ¿se alegrarán las aves, y las flores, y las fieras, y el mundo cuando huye la noche? ¿se alegrará, niña, mi corazón con tu amor?

  —148→  

En este momento Santiago parecía haber concluido su conversación.

-Niña -dijo Guatimoc- tú me dejas tu corazón y te llevas mi alma; veré tu hermosura desde mis ventanas; pero yo pensaré y nos hablaremos.

-Dios lo quiera -contestó Isabel.

Desde aquel día, Isabel estuvo más contenta, y Guatimoc pareció salir de su habitual tristeza.

Isabel recibió a su servicio una joven india que casi nunca se separaba de ella, y que casi todas las tardes entraba a la casa del emperador y hablaba con él mucho tiempo en su idioma, que los españoles no cuidaban de aprender.

Así pasaron algunos meses.

***

Era una noche oscura; el viento zumbaba por las calles de la ciudad, produciendo gemidos y rumores tristes y pavorosos.

Gruesos nubarrones cruzaban por el cielo dejando caer algunas gotas de agua, y alumbrando de cuando en cuando el Valle con la luz de los relámpagos.

Terrible era la tempestad que amenazaba desprenderse de los cielos: los lagos, tranquilos siempre y tersos como un espejo, se agitaban negros y alborotados, y el trueno se repetía en las cañadas de la montaña de Ajusco.

Las calles de México estaban desiertas, y ni una luz se miraba en las casas; todas las puertas estaban cerradas, todos los habitantes temían a la tormenta.

De repente entre aquel triste desorden de la naturaleza, por la calle de Tacuba y de una de las puertas de la casa   —149→   de Guatimoc, salió un hombre arrastrando un objeto que parecía ser una escalera.

El viento hacía sonar las ropas de aquel hombre, agitándolas violentamente a pesar de que las llevaba fuertemente atadas a la cintura.

Aquel hombre misterioso llegó hasta el pie de las ventanas de Isabel, y allí se detuvo.

Brilló después un relámpago, y pudo verse que aquel hombre había aplicado la escalera a la pared y subía por ella a uno de los balcones.

La tempestad seguía rugiendo y el agua comenzaba a caer a torrentes.

El hombre llamó cautelosamente a la ventana, y pocos momentos después se abrió ésta y asomó la bella cabeza de Isabel.

-¿Eres tú, Tepos?

-Yo soy, señora; venid.

Isabel ligeramente vestida salió a la ventana y comenzó a descender ligeramente por la escala hasta tocar la tierra.

Tepos, como le había llamado Isabel, pasó la escala a la acera de enfrente, la sostuvo y dijo a la joven:

-Subid, señora.

Isabel sin replicar subió ligera, llegó hasta la ventana, que cedió al primer impulso, y penetró en la cámara.

Un rayo surcó los aires en aquel momento, un torrente de luz rojiza penetró en la estancia tras de Isabel, y un trueno espantoso hizo temblar las casas hasta sus cimientos.

-¡Horribles presagios para nuestro amor! exclamó Isabel pálida y temblorosa, cayendo entre los brazos de Guatimoc.

-Venga la muerte, dijo el emperador, si nos ha de encontrar juntos.

  —150→  

Topos con la mayor sangre fría y sin cuidarse de la tormenta, quitó la escalera, la colocó en el suelo y se sentó tranquilamente al pie de los balcones.

***

Corría el año de 1525 y Hernán Cortés alistaba en México sus tropas para salir a la conquista de Comayagua, adonde se había rebelado Cristóbal de Olid.

Ese espíritu aventurero se había amortiguado entre los conquistadores de la Nueva-España; pero no faltaron, sin embargo, quienes ayudasen al Capitán español en su nueva empresa, y entre éstos se contaba Santiago de Carbajal.

Todo estaba listo para la marcha, cuando Cortés, movido sin duda por ocultas denuncias, determinó que en aquel viaje le acompañase también el infortunado Guatimoczin, con el pretexto de que peligraba la paz de las nuevas colonias si el monarca prisionero quedaba en medio de sus vasallos después de la partida del conquistador.

Guatimoc estaba a merced de sus enemigos, y no tuvo mas que obedecer.

Como otras noches, en la que precedió a la partida el hombre misterioso puso la escala y Doña Isabel entró a la casa del monarca.

Isabel estaba extraordinariamente pálida, y sus ojos indicaban que había llorado mucho.

Apenas vio a Guatimoc, se arrojó sollozando en sus brazos: él no trató de consolarla; acarició su rostro y besó triste y silenciosamente los ojos de Isabel empapados en lágrimas.

-¡Te vas, señor, te vas! -dijo la española- y el corazón me dice que no volveré a verte.

portada

La loca

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-Me voy, aliento de mi vida, me voy, y mi espíritu está triste también. ¿Quién puede decir que volverá el viento que ha pasado? ¿Quién podrá volver a mirar la onda que pasó en el torrente? Soy prisionero, me llevan; el Dios que tú adoras y que debe de ser el buen Dios, te enviará el consuelo, si muero, te dará la alegría y el placer si vuelvo: no me olvides.

-¿Olvidarte yo, príncipe, olvidarte? ¡Ah, tú no sabes! Óyeme, porque voy a confiarte mi alegría; voy a decirte porqué no muero de dolor cuando te pierdo, príncipe: pronto seré madre.

Un rayo de purísima alegría brilló en los ojos de Guatimoc, y reflejó en el pálido rostro de Isabel: aquella noticia era la felicidad de aquellos dos seres infelices.

-¡Gracias, Dios bueno! -dijo el emperador estrechando la mano de la joven y alzando los ojos al cielo-, gracias; la sombra del águila cubrió a la paloma y nació una esperanza para mi estirpe y para mi pueblo; hombre de nueva raza, quizá su descendencia romperá las cadenas de sus hermanos, y mi imperio volverá a ser Uno y solo, y Tenoxtitlán será libre. Isabel, si muero no quedarás sola, el tronco carcomido dejará lugar al retoño vigoroso: si mi nombre muere, mi sangre fecundará esta tierra, porque de mi sangre y de tu sangre, Isabel, podrán nacer héroes.

Guatimoc hablaba como inspirado, y la española lloraba de placer.

-¡Príncipe! -le dijo- si tú mueres, lloraré por ti y viviré para nuestro hijo; ¿lo oyes, señor? nuestro hijo. ¡Qué dulce es decir nuestro hijo entre dos que se aman como nosotros! Viviré para él y para recordarte, y tendrá tu rostro y tu corazón, y heredará de mí el inmenso amor que te profeso y el orgullo de haber sido tuya.

  —152→  

-Isabel, si alguna cosa puede turbar mi alegría en este momento, es pensar que quizá no veré nunca a ese niño; pero tú lo verás, y esto me consuela. Es ya de día, Isabel, las aves comienzan a trinar; abrázame por última vez, y no me olvides.

Isabel, ahogándole casi de dolor, abrazó al emperador y salió.

Aquel día partió la expedición, llevándose al desgraciado emperador de México y a los reyes de Tacuba y Aculhuacan.

***

Pocos meses después, Isabel, en medio de los santos dolores de la maternidad, dio a luz un niño.

El padre de Isabel había partido, sin saber nada, con la expedición. La madre había comprendido, algunos días después de la partida, el estado de su hija.

Isabel se arrojó llorando a sus pies. ¿Qué madre resiste al llanto de su hija, por grande que sea su indignación o su cólera? La madre no solo perdonó a Isabel, sino que se empeñó en consolarla, y se volvió su cómplice para ocultar la desgracia a su marido.

Isabel pasaba los días encerrada y llorando. El emperador había dejado a su fiel Tepos para esperar el nacimiento del niño y auxiliar a Isabel.

Nació por fin el hijo de aquellos infortunados amantes, y Tepos le recibió para ocultarle y encargarse de su crianza y educación.

Llevole a uno de los pueblos de las cercanías de México, cuidando solo de que viniese continuamente para que le viese Isabel.

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El niño era hermoso y tenía una extraordinaria semejanza con el emperador, sin mostrar nada que denunciase la sangre española que corría por sus venas.

Tenía, sin embargo, en la espalda, una mancha roja semejante en la figura a una lengua de fuego, de esas que se desprenden de una hoguera.

Isabel era supersticiosa, y en México abundaban los adivinos y hechiceros. Isabel hizo venir a uno, y luego a otro y a otros muchos, y todos le dijeron lo mismo.

Aquel niño viviría muchos años, aquella mancha roja era la marca del fuego; vendría a morir entre las llamas.

***

Pasaron así algunos días. Isabel comenzaba a recobrar su salud y su hermosura; los colores volvían a su rostro, y estaba alegre.

Era que todo el mundo hablaba de la próxima vuelta de Cortés y de la expedición.

Una tarde se escuchó el ruido de las pisadas de varios caballos que entraban en el patio de la casa de Carbajal. Isabel se asomó, y era su padre que llegaba.

Temblando de placer, corrió en busca de su madre.

-Madre, madre, ya vienen, ya están ahí -decía.

-Pero ¿quiénes? hija mía, ¿quiénes?

-Mi padre, la expedición, el emperador sin duda, añadió por lo bajo.

Santiago llegaba en aquellos momentos, y se arrojó entre los brazos de su hija y de su esposa, pero el hombre lloraba.

-Santiago -le dijo su esposa- ¿qué tienes? ¿triste tú cuando vuelves a vernos?

  —154→  

-Esposa mía, traigo el corazón hecho pedazos.

-¿Qué pasa, padre mío? -dijo Isabel.

-¿Qué pasa? horrorizaos: el emperador Guatimoc, el rey de Tacuba y el de Aculhuacan, han sido ahorcados en Atzala de orden de Cortés.

-¡Misericordia, Señor! -gritó Isabel, cayendo a tierra en medio de espantosas convulsiones.

-¡Dios nos ha abandonado! -exclamó la madre arrodillándose a socorrer a su hija.

***

Isabel perdió la razón. Santiago y su esposa murieron algunos años después. La pobre loca quedó en poder de gentes extrañas que cuidaban muy poco de ella.

Todas las noches se oían gritos desgarradores en la casa de Carbajal, y todos decían con indiferencia: Es la loca.

Un día no se oyeron los gritos, y al siguiente tampoco.

Era que la pobre loca había huido.

  —155→  

El hijo de Guatimoc

(Memorias de Doña Juana de Carbajal)

Mediara el año de 1546. Gobernaba entonces la llamada Nueva-España Don Antonio de Mendoza, primer virrey nombrado por los monarcas españoles.

Parecía que el cielo había hecho caer sobre la desgraciada nación mexicana todo su enojo.

Una peste horrorosa asolaba los pueblos y las ciudades, cebándose solo sobre los naturales del país: las casas quedaban desiertas; los cadáveres sembrados en las calles, en las plazas y en los caminos, ponían pavor en los corazones más esforzados, y en vano agotaban sus recursos para remediar noblemente tanta desgracia, los obispos, el clero y los principales jefes de las tropas españolas. Aquella calamidad no parecía tener remedio alguno; seis meses habían trascurrido, y ochocientas mil eran ya las víctimas de la peste.

El ánimo de los naturales del país, que se veían sometidos a la más espantosa esclavitud, estaba tan triste, que la epidemia se propagaba por esto con más facilidad.

  —156→  

Entonces se negaba que los indios fuesen hombres que tuviesen alma racional; tratados como bestias por los encomenderos, morían en medio de las más rudas fatigas, y nadie cuidaba siquiera de enterrar los cadáveres, y sus huesos emblanquecidos por el sol y las tormentas, indicaban muchas veces el camino por donde transitaban sirviendo a sus amos.

El clero tomó la defensa de la humanidad, y los reyes de España oyeron por la boca de los sacerdotes, las quejas que no les permitían oír las adulaciones de sus factores y sus visitadores.

El despecho y la desesperación hicieron que varios mexicanos pensasen en sacudir el yugo de los españoles; pero la conspiración fue denunciada, y el virrey Mendoza hizo ajusticiar públicamente a los que declaró jefes de ella.

***

Así corría el año de 1546.

Entonces se distinguía en la ciudad, por su riqueza, por su elegancia y por su arrogante figura, un joven que se llamaba Don Felipe de Carbajal.

Aquel joven parecía pertenecer a la raza indígena pura, y sin embargo, los hombres inteligentes de aquella época descubrían que en sus venas había también sangre española, porque su pelo se rizaba y su negro bigote era algo más espeso de lo que correspondía a un indígena de sangre pura.

De todos modos, aquel joven era el galán de moda en la ciudad; podría tener veintiún años, y nadie montaba mejor ni más soberbios caballos, que entonces tenían altos precios,   —157→   ni nadie llevaba con más despejo el ferreruelo, el ancho sombrero con grandes plumas, y la rica espada con empuñadura de oro y piedras preciosas.

Las jóvenes estaban locas por él, y todo el mundo murmuraba por lo bajo que aquel joven era hijo del infortunado emperador Guatimoczin y heredero de fabulosos tesoros.

Le acompañaba casi siempre un anciano, al que tenía el joven todos los miramientos que podría haber tenido con su padre; y sin embargo, no lo era, porque también el anciano respetaba al joven como a su jefe y casi como a su amo.

Aquel viejo era un indio, y el joven la llamaba Tepos.

Muchos aseguraban haberle visto en la servidumbre de Guatimoc, y recordaban que en los días de la muerte del monarca, Tepos había desaparecido por muchos años.

***

Doña Violante de Albornoz era la más hermosa dama de toda la ciudad de México; no había un galán que por ella no penara, y ni una sola noche dejaban de escucharse al pie de sus ventanas, músicas y trovas con que pretendían ablandar su pecho los apasionados de su belleza.

Pero Doña Violante era una estatua de mármol, jamás se le había visto fijar con agrado sus negros y radiantes ojos en ninguno de sus amantes trovadores, y no habían logrado arrancar una sonrisa de agrado los más hábiles jinetes que habían corrido cañas y lidiado toros en las fiestas que los encomenderos dedicaron al virrey en el año de 1645.

Doña Violante era hija del alférez real Don Bernardino   —158→   de Albornoz, hombre de gran consideración entre todos los conquistadores.

El joven Carbajal fijó sus ojos en Doña Violante y la hizo señora de sus pensamientos; pero Doña Violante miró a Carbajal con el mismo desprecio que a todos sus demás adoradores.

En vano el joven paseaba la calle de su dama, vestía sus colores, le llevaba noche tras noche músicas y serenatas.

En vano pretendía hacer llegar a sus manos riquísimos presentes; Doña Violante no admitía sus galantes obsequios, ni entreabría siquiera los batientes de sus ventanas para escuchar las músicas. Fría y severa, desdeñaba siempre a Carbajal, que no había llegado a conseguir de ella ni un saludo.

El joven palidecía de dolor, y aquellos amores eran ya el objeto de las conversaciones de todos los corrillos: las damas compadecían al amante y culpaban a la ingrata, y los hombres reían maliciosamente.

Una tarde Doña Violante se había asomado a su ventana, y Carbajal la miraba desde lejos sin atreverse a pasar por delante de ella, por temor de disgustarla.

De repente, por el otro extremo de la calle, se oyó una gran vocería, y desembocó una gran multitud de hombres, de muchachos y de mujeres, que dando estrepitosas carcajadas y silbidos agudísimos, corrían persiguiendo a una pobre mujer, anciana, sumamente extenuada, sucia, con el pelo en desorden, con los ojos saltándosele de sus órbitas: jadeando y casi moribunda, huía de aquella muchedumbre que la burlaba, la escarnecía y la apedreaba, entre gritos horribles de:

-«¡Loca, loca, ahí va la loca!»

La pobre vieja tropezaba a cada momento y buscaba un apoyo en alguno de sus perseguidores que la rechazaba bruscamente,   —159→   haciéndola rodar algunas veces por el pavimento, y entonces una espantosa carcajada de la multitud era el aplauso de aquella acción.

La infeliz, con el rostro cubierto ya de lodo y de sangre, volvía a levantarse y procuraba seguir huyendo de aquellos bárbaros; pero sus esfuerzos eran inútiles, y espirante de fatiga, apenas podía dar un paso.

Habían llegado a la casa de Don Bernardino de Albornoz.

Doña Violante apartó indignada la vista de aquella escena en el momento en que la loca caía exánime y sus perseguidores comenzaban a tirarle con lodo que recogían de la calle.

Carbajal, ciego de ira ante aquel espectáculo, se lanzó en defensa de la infeliz anciana.

La muchedumbre retrocedió al principio espantada, pero mirando luego que no era más que un solo hombre y alegre de encontrar alguna resistencia, los más audaces cargaron sobre el joven, que tiró de la espada y comenzó a repartir mandobles y estocadas.

La escena se trocó en un verdadero combate: las piedras llovían de todas partes sobre Carbajal; y aunque procuraba tener a raya a sus enemigos, sin embargo, perdía terreno a cada instante: el terror había hecho volver en sí a la loca, que se abrazaba del joven como de su único amparo, impidiéndole la libertad de sus movimientos.

Una piedra, lanzada con más destreza y más fuerza que las otras, tocó a Carbajal en el hombro derecho: el joven deja caer la espada y vaciló también; la chusma lanzó un grito de triunfo y se arrojó sobre el joven, que había perdido el conocimiento con la fuerza del dolor.

En un instante le hubieran despedazado; pero repentinamente   —160→   se abrió el zaguán de la casa de Albornoz, y una multitud de criados y esclavos, armados, salió por allí y arremetió contra aquella muchedumbre, que huyó en desorden, dispersándose por todas las calles vecinas.

Cuando Carbajal volvió en sí se encontró en un lecho, en medio de una estancia que no conocía y rodeado de muchas personas.

Abrió los ojos, sintió un gran dolor en el hombro y una sed ardiente.

Sin reflexionar en nada y sin recordar lo que había pasado, exclamó con una voz débil:

-Agua.

-Agua quiere -repitieron algunas personas.

Y pocos momentos después el grupo que rodeaba el lecho abrió paso a una mujer que traía el agua: Carbajal no pudo contener una exclamación de sorpresa; aquella mujer era Doña Violante.

El joven quiso incorporarse y Doña Violante lo contuvo.

-No os mováis, caballero -le dijo-; vuestra situación es delicada; os daré yo misma de beber.

Y Doña Violante aplicó el vaso a los ardientes labios de Carbajal, que apuró con delicia aquella agua.

-Gracias, señora -le dijo- gracias; me habéis dado doblemente la vida.

Doña Violante se sonrió bondadosamente, y no se retiró del lecho.

-Señora -continuó Carbajal- decidme, ¿cómo es que estoy aquí? ¿cómo he venido? ¿sueño? ¿sois vos Doña Violante? ¿soy yo Felipe de Carbajal? Decidme, señora, si esto es verdad; y si sueño, no me despertéis, porque me moriría de pena.

-Sosegaos -contestó Doña Violante- sosegaos, más   —161→   adelante lo sabréis todo; por ahora pensad en vuestra salud, en que estáis entre personas que saben estimar cuánto vale un corazón noble, y tened el consuelo de que habéis hecho una buena acción, y una buena acción jamás queda sin recompensa.

Carbajal quiso replicar, pero Doña Violante le dijo:

-Si insistís en hablar, me retiro.

-Callaré -contestó humildemente Carbajal.

Y comenzó entonces a tener un vago recuerdo de todo lo que había pasado.

La pobre loca fue recogida también en la casa de Albornoz; pero por su mísera condición, y a pesar de la gran caridad de Doña Violante, quedó en una de las estancias del piso bajo, entregada al cuidado de los criados.

En aquella primera noche, aterrada aún con las escenas que quizá sin comprender había presenciado, apenas se atrevía a moverse, y durante aquella noche, los criados no dejaron de vigilarla ni un instante.

La noticia del acontecimiento se divulgó por toda la ciudad, y Tepos no fue de los últimos en saberlo: inmediatamente se dirigió a la casa de Albornoz, y se instaló al lado del lecho del joven Carbajal.

A la mañana del siguiente día, dos físicos llegaron, llamados por Doña Violante para reconocer al enfermo.

La entrada a una casa de dos personajes de esta clase, llenaba de curiosidad a todos los habitantes de ella, y los lacayos y los esclavos, bien porque les interesaba verdaderamente la situación del herido, o bien por simple curiosidad, abandonaron sus ocupaciones y llegaron a las piezas cercanas, esperando oír las decisiones y el parecer de aquellas dos lumbreras de la ciencia médica.

Carbajal estaba desnudo de la cintura arriba; los físicos   —162→   le examinaron, volviéndole ya de frente ya de espalda, con la ayuda del viejo Tepos.

Doña Violante se había retirado a una de las habitaciones interiores.

Los físicos tocaban y miraban la espalda de Carbajal, y uno de ellos dijo a Tepos:

-Veo en esta espalda una mancha roja con la figura de una llama; ¿es por ventura de nacimiento?

-Sí, señores, esta mancha roja la tiene desde el día que nació -contestó el viejo.

Y diciendo esto descubrió la espalda del herido.

En medio de los que se agrupaban para mirar aquella mancha, partió un grito agudo y desgarrador.

Todos, incluso el herido mismo, volvieron el rostro espantados y buscando de dónde había salido aquel grito.

En los brazos de un lacayo había caído como desvanecida la vieja loca, que abandonada en su cuarto había llegado hasta aquella estancia sin ser sentida y en el momento mismo en que descubrían a Carbajal.

Pero el desvanecimiento de aquella mujer era instantáneo, y arrancándose de los brazos de los lacayos, se arrojó sobre el lecho del herido, gritando:

-¡Hijo mío! ¡hijo mío!

Tepos la miraba fijamente.

-Quitadme esta mujer, que está loca -dijo uno de los físicos.

Los lacayos se acercaron para quitarla del lecho; pero Tepos se interpuso entre ellos y la mujer, exclamando:

-Loca, loca si queréis, pero tiene razón; este joven es su hijo.

  —163→  

***

La pobre loca, que no era sino la misma Doña Isabel de Carbajal, había recobrado la razón al volver a encontrar a su hijo.

Desde aquel día Doña Isabel vivió en la casa de Don Felipe, que había tardado muy poco en restablecerse de sus heridas.

Seis meses después se celebraban las suntuosas bodas de Don Felipe de Carbajal con Doña Violante de Albornoz.

Toda la nobleza y los principales caballeros del reino acudieron a las fiestas, y entre ellos, siempre triste y con severas tocas de luto, se veía en los más apartados aposentos a Doña Isabel.

Pasó la boda, pasaron las fiestas, y un día Doña Isabel llamó en secreto a su hijo, a Doña Violante y a Tepos.

Recostada en un sitial la pobre mujer, hizo sentar a sus pies a su hijo y a Violante; Tepos de pie permaneció a su lado.

Entonces comenzó la historia de sus amores con el emperador, tal como consta en estas Memorias, y luego extendiendo sus manos sobre las cabezas de los jóvenes desposados, impetró sobre ellos las bendiciones del cielo.

Aquellas manos se apoyaron sobre las cabezas de los jóvenes, que lloraban: pasó así un largo rato en el más profundo silencio; por fin, Doña Violante alzó el rostro para mirar a la anciana y lanzó un grito.

Doña Isabel de Carbajal había dejado de existir.

  —164→  

Las tres hermanas

(Continúan las memorias de Doña Juana)

Treinta años habían trascurrido; Doña Violante de Albornoz había muerto, y Don Felipe de Carbajal vivía tranquilamente en México con tres hijas que había tenido en su matrimonio, y que se llamaban Doña Isabel la primera, a quien se puso este nombre en memoria de la desgraciada madre de Don Felipe; Doña Violante, llamada así por la esposa de éste, y Doña Leonor la tercera.

Las tres jóvenes eran un prodigio de hermosura, y todos los galanes de la ciudad habían pretendido ser admitidos en la familia, pero solo Doña Isabel se había casado con un primo suyo recién llegado de España, y que se llamaba Don Nuño de Carbajal.

Don Nuño era todo un cumplido caballero, y además, su boda había sido a satisfacción de Don Felipe, porque no teniendo hijos varones, veía así perpetuarse el apellido de su familia.

Antes de casarse Doña Isabel, había pretendido su mano   —165→   un joven criollo, pero de muy mala reputación, llamado Don Baltasar de Salmerón; pero fuese por su mala conducta o porque era excesivamente joven en la edad, aunque ya hombre en sus vicios y en sus pretensiones, Doña Isabel jamás le hizo aprecio y se unió a Don Nuño.

Don Baltasar juró vengarse, y lo cumplió fielmente.

El año de 1573, Doña Isabel dio a luz una niña que colmó de felicidad a la familia, y a esa niña le pusieron por nombre Juana, y esa niña, hija mía, era yo.

Tanto mi madre Doña Isabel como sus dos hermanas, tenían en la espalda la mancha roja en figura de llama, que yo y tú tenemos; pero ya ninguno de la familia creía en la predicción de la bruja que había interpretado aquella mancha como la marca del fuego y como señal de que moriría en la hoguera el que la tuviera; aquella mancha era ya para nosotros como el distintivo de la familia.

Don Baltasar no dejaba de rondar la casa, persiguiendo a mi madre con su tenaz amor, por más que se viera despreciado, y ya mi padre le había reconvenido, sin conseguir otra cosa que repetidas protestas de enmienda.

Tendría yo un año de edad, cuando un día, la nodriza que me cuidaba entró pálida y llorosa a la estancia en que hablaban con mi abuelo Don Felipe de Carbajal, mi padre, y mi madre.

-¿Qué ha sucedido con mi hija? -dijo Doña Isabel espantada al mirarla llegar.

-Señora, unos hombres me la han arrebatado.

Mi madre dio un grito, y se levantó como una loca, seguida de su padre y de su marido.

Todo el mundo se puso en movimiento; los criados y los esclavos de la casa, los amigos y los parientes, todos recorrían la ciudad, pero en vano.

  —166→  

Tres días pasaron en inútiles pesquisas, y mi madre se moría de dolor.

Al cuarto día un hombre le entregó en la calle una esquela que decía:

«Reservada. -A Doña Isabel de Carbajal».

«Si os agradara tener noticias ciertas de vuestra hija, os las podría dar, con tal de que esta tarde a las cuatro vinieseis sola, enteramente sola, a una casa que está a la izquierda de la capilla de los Mártires.

Os advierto que si alguien sabe esto, o venís acompañada, jamás volveréis a oír hablar de vuestra hija. -Os besa los pies,

UN ANTIGUO CONOCIDO».

Doña Isabel rompió aquella carta y se puso a reflexionar.

Indudablemente se trataba de atraerla a un lazo; la persona que le escribía manifestaba tener depravada intención: ¿pero qué hacer? ¿podía temer algo? Tratándose de su hija, una madre se cree con valor para arrostrar cualquier peligro por un hijo.

Doña Isabel determinó acudir a la cita; guardó secreto, y a las cuatro de la tarde, con pretexto de ir a la iglesia, salió a la calle.

A pesar de su resolución, temblaba al acercarse a la casa, pero no vaciló; iba a llamar, cuando se abrió la puerta, y un hombre enmascarado la hizo entrar.

El enmascarado cerró perfectamente y echó a andar, diciendo a Doña Isabel:

-Seguidme, señora, y no temáis.

Llegaron así hasta una gran cámara en la que había varios sitiales antiguos y maltratados; el hombre hizo sentar a Doña Isabel y se sentó también.

  —167→  

-Bien sabía yo, señora, que vendríais esta tarde -dijo.

-Pero decidme, ¿en dónde está mi hija?

-Calma, calma -contestó el enmascarado- os lo diré, y lo que es más, os la volveré.

-¿Con que vos la tenéis? ¡Ah, cuánto os lo voy a agradecer!

-Sí, hablaremos ante todo; supuesto que yo no corro peligro alguno, me descubriré, que el antifaz me incomoda.

El hombre se quitó el antifaz, y Doña Isabel se levantó espantada; había reconocido a Don Baltasar de Salmerón.

-Supuesto que me conocéis ya, no necesito deciros el precio que exijo por el rescate de vuestra hija -dijo Don Baltasar con espantosa calma.

-Dejadme salir -dijo Doña Isabel.

-Entended, señora, que esto no ha sido un juego; no saldréis de aquí, sino muerta, o con vuestra hija; ¿comprendéis?

Doña Isabel volvió los ojos por todas partes, y estaba sola, enteramente sola: entonces se arrepintió de haber acudido a la cita.

***

Don Nuño y Don Felipe de Carbajal estaban verdaderamente desesperados: Doña Isabel había desaparecido de su casa, y en quince días no se había tenido de ella ni la menor noticia.

En la ciudad se hacían mil comentarios, y lo más valido era que la madre en su desesperación, se habría tal vez suicidado arrojándose a algún canal.

La familia toda estaba de duelo, Doña Violante y Doña Leonor no salían de sus cámaras, y no se atrevían ni a preguntar por su hermana, esperando a cada momento tener una noticia funesta.

  —168→  

Llamaron una noche a la puerta de la casa, y el portero asombrado miró entrar a Doña Isabel, pálida y extenuada, con los vestidos desgarrados y manchados de sangre en algunos lugares.

Doña Isabel subió precipitadamente las escaleras y se arrojó en los brazos de su padre.

Don Nuño llegó entonces, y la pobre dama le dijo con un aire de profunda desesperación:

-Nuño, nuestra hija estará aquí mañana, pero somos muy desgraciados.

-Explícate, explícate, Isabel, que me espantan tus palabras.

-Sí, me explicaré, me explicaré -contestó Doña Isabel- aunque me cause la muerte: oíd, padre mío, oíd vos también, y vengadme.

Y Doña Isabel contó entre sollozos cuanto le había ocurrido, sin ocultar ni una palabra; había querido matarse golpeándose contra las paredes, pero la habían contenido; había querido matarse de hambre, y habían abusado de su languidez cuando no podía resistir, cuando estaba casi desmayada, y entonces la habían arrojado a la calle prometiéndole como un consuelo enviarle a su hija.

Don Nuño y Don Felipe se dieron una mirada significativa, después de haber escuchado con estupor aquella relación.

-Cálmate, Isabel, cálmate, hija mía -dijo Don Felipe-; eres la víctima de un crimen, tu conciencia debe estar tranquila.

-¡Padre mío! -contestó Doña Isabel abrazándolo y llorando sin consuelo.

-Isabel -dijo Don Nuño- no tengo yo de qué perdonarte, una desgracia inmensa ha caído sobre nosotros; yo te   —169→   vengaré, y ante todo es preciso guardar el más profundo silencio; el secreto es ahora mi honra, Isabel: procura disimular, que nadie comprenda nada; veremos cómo se explica, tu desaparición y tu vuelta.

-¡Oh, Nuño! ¡qué generoso eres, y yo qué desgraciada! ¡Dios mío, Dios mío! ¿porqué me abandonaste? ¿porqué me abandonaste? -decía la pobre mujer retorciendo sus brazos con desesperación.

-Isabel -dijo Don Felipe- recuerda que tienes una hija y que mañana debe estar aquí.

-Ese hombre es capaz de engañarme, porque es capaz de todo; vos no le conocéis, padre mío...

En este instante sonaron en el zaguán tres golpes, y Doña Isabel espantada se refugió en los brazos de su marido.

Se oyó después abrir la puerta y luego pasos de muchas personas que entraban.

Don Felipe se adelantó para ver quiénes eran, y descubrió una multitud de familiares del Santo Oficio, a la cabeza de los cuales venía un comisario.

Estaba entonces recién establecido en México el tribunal de la Inquisición, y aún no había celebrado su primer auto de fe.

Esto pasaba en 1573, y era el primer inquisidor Don Pedro Moya de Contreras, que después fue nombrado arzobispo de México y virrey de la Nueva-España.

A pesar de todo, la Inquisición era ya el espanto de todas las naciones en donde se tenía noticia de sus crueldades y de su modo de proceder.

Don Felipe se estremeció, comprendiendo que una nueva desgracia le amenazaba.

El comisario del Santo Oficio llegó hasta la estancia en que estaba Doña Isabel, y dijo con voz solemne:

  —170→  

-Doña Isabel, Doña Violante y Doña Leonor de Carbajal, ¿dónde están?

-Aquí estamos -contestaron las dos hermanas, que habían llegado atraídas por el rumor.

-Falta una -dijo el comisario.

-Aquí está -contestó Doña Isabel presentándose ante sus hermanas asombradas, que ignoraban que estuviese allí.

-De orden del Santo Oficio, dénse a prisión las tres -dijo el comisario.

El terror privó del uso de la palabra a todos.

Los familiares se apoderaron de las tres hermanas, y el comisario tomó posesión de la casa, y de todos los bienes en nombre del Santo Oficio y como una garantía para los gastos del proceso.

Don Felipe y Don Nuño fueron lanzados a la calle; igual suerte tocó a los criados, y los esclavos quedaron por cuenta de la Inquisición.

Doña Isabel, Doña Violante y Doña Leonor, partieron llorosas y tristes en medio de los familiares, y casi no podían creer, sino que soñaban.

-¿Qué hacemos, hijo mio? -dijo Don Felipe.

-Señor -contestó Don Nuño- esperadme aquí, que voy a seguir sus huellas hasta que me sea imposible acompañarlas más; voy a ver si averiguo el motivo de esta prisión; en fin, no sé verdaderamente lo que voy a intentar, pero las sigo.

Don Nuño partió tras la gente que llevaba a su esposa, y Don Felipe, apoyado contra el muro de su casa, cuyas puertas había sellado la Inquisición, quedó como anonadado ante desgracias tan grandes.

Las horas trascurrían, y Don Nuño no volvía; el cielo comenzaba a teñirse con la luz de la aurora: los vientos   —171→   fríos de la mañana hicieron volver en sí a Don Felipe.

A Don Nuño debía haberle sucedido algo, porque de lo contrario hubiera vuelto; quizá lo habrían aprehendido también; era preciso buscarle en la misma dirección que habían tomado los familiares, que era indudablemente la de las cárceles del Santo Oficio.

Don Felipe comenzó a caminar.

En una de las esquinas de la Plaza Mayor, vio un grupo de gente que se había detenido mirando algo; sin saber porqué su corazón latió con violencia; se acercó al grupo: lo que miraban era un cadáver.

Don Felipe creyó que soñaba; aquel cadáver atravesado por una terrible puñalada en el pecho, era el de Don Nuño de Carbajal.

Tanto infortunio hubiera doblegado un espíritu menos fuerte que el de Don Felipe; pero él tenía en sus venas la sangre de un héroe: recibió este nuevo dolor con resignación, y no queriendo por más tiempo dejar expuesto el cadáver del marido de su hija a la curiosidad de la indiferente multitud, le levantó entre sus robustos brazos, de lo colocó en el hombro, y echó a andar a la ventura, sin saber adónde depositaría aquella carga para él preciosa, sin saber adónde encontraría un refugio.

Era ya de día, y todos, al mirar a un hombre que llevaba a cuestas un cadáver ensangrentado, y que caminaba al parecer sin rumbo, se detenían, se hablaban, y muchos comenzaron a seguirle.

A poco rato aquello era ya un escándalo, y un alcalde, acompañado de varios alguaciles, le salió al encuentro, le detuvo y le condujo a las cárceles de la ciudad.

Don Felipe obedeció sin replicar; llegaron a la cárcel, contestó con sencillez a cuantas preguntas se le hicieron,   —172→   y aunque Don Felipe era persona muy conocida en la ciudad, su calidad de criollo y lo que había pasado a su hija con el Santo Oficio, hizo que no se le creyese bajo su palabra: los oidores de la sala del crimen mandaron sepultar el cadáver, y mantener en prisión a Don Felipe hasta que se averiguase la verdad de los hechos.

***

Diez meses permaneció en la cárcel el desgraciado Carbajal, acusado por las apariencias del asesinato del marido de su hija; las declaraciones se sucedían, los testigos se multiplicaban, y los días pasaban unos en pos de otros sin traer un consuelo a aquel desgraciado.

En una noche había quedado pobre y solo en el mundo; toda su familia había desaparecido, todos sus bienes estaban en poder de la Inquisición, nadie se interesaba por él, y su causa iba como querían sus jueces.

Don Felipe había adquirido una resignación tan grande, que no exhalaba una queja.

Por fin, un día las puertas de la cárcel se abrieron para dejarle salir, y se encontró libre; pero miserable, solo, sin conocer a nadie, sin saber a quién acudir para tener noticias de sus hijas.

Pero su amor paternal le dio resolución, y se dirigió antes que a ninguna parte a las puertas del templo de Santo Domingo.

Allí estaba la Inquisición, allí, si aún existían, estarían sus hijas.

Parado a la entrada de aquel templo, pasaba Carbajal los días, sin encontrar a quien hacer una pregunta.

  —173→  

En las noches se quedaba ya en una casa en que por caridad le permitían dormir, ya en el cementerio de alguna iglesia, ya en alguna callejuela desierta, y expuesto al frío y a la lluvia; pero no desmayaba, porque creía que vigilaba a sus hijas.

Así pasaron también muchos meses.

***

Llegó así el año de 1575, y comenzaron a hacerse grandes preparativos para el primer auto de fe que debía celebrar públicamente y con grande solemnidad el Tribunal de la Inquisición.

El terreno escogido para esta horrible ejecución, fue una plazoleta que había frente a las casas que fueron después el palacio de los marqueses del valle de Oaxaca, descendientes de Hernán Cortés.

Don Felipe creyó que mezclándose con los familiares y con los trabajadores que preparaban los tablados y demás aparatos, sabría algo de sus hijas, y ofreció sus servicios, que desde luego fueron aceptados.

Se trabajaba durante todo el día, y en las noches quedaban allí algunos veladores.

Una de esas noches tocó a Don Felipe quedarse, y se sentó algo retirado de una hoguera, al calor de la cual conversaba un familiar con un amigo suyo.

Don Felipe, a pesar de la distancia, percibió algo de la conversación y oyó pronunciar su nombre.

-¿Con que también las Carbajales salen mañana? decía uno de ellos.

-También -contestó el familiar- que ahora se puede decir   —174→   porque ya no es secreto, que mañana se leerán las sentencias.

-¿Y qué han hecho?

-¡Friolera! están convictas y confesas de judaizantes, y de que celebraban los sábados, y la Pascua comían el cordero, y señalaban sus casas con la sangre del cabrito, como dicen que hacían los judíos, y otras mil cosas.

-¿Con que así eran de malas?

-Sí, y lo que es peor, que tenían comercio con el demonio.

-¿Con el demonio?

-En carne y hueso, y eso que yo mismo lo vi.

-¿Cómo?

-Pues no es cuento, que después que le dieron el tormento a las dos más chicas, se quisieron seguir los señores inquisidores con la más grande, y no pudieron aplicárselo porque estaba en cinta.

-Sí; pero esa, que según dicen se llamaba Doña Isabel, era casada.

-Lo mismo pensaron sus señorías; pero cuando nació la criatura la madre se puso como una loca, y no la quiso ni ver, y gritaba como desesperada pidiendo de por Dios que le quitaran a la niña, que una niña era, que se la quitaran, que no le dijeran nada a su marido, porque aquella muchacha era hija del demonio.

-¡Jesús me favorezca!

-Y yo recogí a su niña y fui a tirarla de orden de sus señorías; pero aquí va lo mejor, que la muchacha olía a azufre y tenía unos ojos azules pero como de lumbre, y como que me la dieron casi en cueros, yo antes de tirarla pensé hacerle una señal para reconocerla, y dije: «Hija del demonio es, pues yo póngole una cruz», y quise hacerle una cruz   —175→   con mi daga en la espalda, y me acerqué a una luz y la descubrí; pero ¿cuál sería mi horror al mirar que el demonio la había marcado ya antes?

-¡Ave María Purísima! ¿Y cómo?

-Con una llama roja que tenía pintada en la espalda.

-¿Y qué hiciste?

-Me asusté tanto, que la dejé en la primera puerta que encontré.

-¿Se moriría?

-No; me dio lástima, y me quedé allí cerca escondido para que no fueran a comérsela los perros; y tuvo la chica tanta fortuna, que a poco ahí está un caballero embozado que pasa: ella, como si conociera, lloró: el caballero la levantó, la abrigó con su capa y se la llevó.

-¡Mira qué cosa!

-Pues falta lo mejor: como hubo de doblarse el tormento a las tres hermanas y me tocó asistir a él, pude observar que todas ellas tenían la misma marca que el diablo había puesto a su hija.

-Malas deben ser esas damas, y es lástima, porque dicen que son muy hermosas.

-Cuéntamelo a mí que las vi desnudas; de lo que poco hay: ¡qué pies, qué brazos, qué cuello! Vamos, si daba lástima ver cómo crujían aquellas carnitas tan suaves y cómo se crispaban aquellos miembros tan bien formados, porque les dieron el extraordinario.

-¿Y aguantaron?

-Algo, al fin confesaron; pero ya estaban muy maltratadas.

-¿Y ahora qué les van a hacer?

-¡Toma! A quemarlas por judías.

-¿Vivas?

  —176→  

-¡Vaya! vivas y muy vivas, que lo merecen.

Un gemido interrumpió la conversación; era de Don Felipe que había oído aquella terrible relación.

-¿Quién se queja? preguntó el familiar.

-Ese trabajador sueña; quizá tendrá alguna pesadilla.

-Puede ser.

***

Todo estaba dispuesto para el auto de fe.

Un tablado se levantaba a uno de los lados, y en él había una especie de trono suntuosísimo que debía ocupar el inquisidor mayor; el virrey y los demás personajes de la comitiva que asistirían al espectáculo, tenían en el mismo tablado sitiales o asientos.

A los lados del trono habían dos púlpitos para los relatores que debían leer los procesos y las sentencias, y enfrente de ellos otro púlpito para el predicador.

Del mismo lado que el púlpito del predicador, había otro tablado para los penitenciados, que debían colocarse en bancas los menos principales, y los más notables en una especie de escalinata que se elevaba en el centro de este tablado.

La curiosidad pública era suma; desde muy temprano los balcones, las azoteas, las ventanas y las puertas en las calles que conducían del templo de Santo Domingo a la Plaza Mayor, estaban llenas de damas ricamente vestidas, y de apuestos caballeros: las carrozas y los jinetes ocupaban todas las bocacalles, y los edificios se habían engalanado con cortinas y flores para que pasase por allí la procesión.

Muy temprano, el virrey, la audiencia y los principales   —177→   empleados del rey y de la ciudad, se reunieron en Palacio y se dirigieron a la Inquisición, en donde les esperaban ya los inquisidores para organizar la marcha de la comitiva.

Todo el mundo estaba en expectativa; sonaron las campanas de Santo Domingo, y comenzó a subir la procesión.

Aquello era una mezcla de suntuosidad y de desgracia, que solo oírlo contar causa horror.

Las mazas del ayuntamiento abrían la marcha.

Después seguían la infinidad de particulares y personas de suposición en la ciudad, ostentando riquísimos trajes, y orgullosos de tomar parte en el acompañamiento.

Después de ellos, en dos hileras, seguían a la derecha mano la universidad y el cabildo eclesiástico, y a la izquierda, el ayuntamiento, el corregidor de la ciudad y los oficiales reales, todos de gran gala.

Venían después el alguacil mayor, secretario y receptor del Santo Oficio, y luego el promotor fiscal, con el estandarte del Tribunal, cuyos cordones llevaban caballeros de la principal y más lucida nobleza de México.

Seguía la Audiencia, y cerraba la marcha el inquisidor mayor, llevando a su derecha al virrey, y a su izquierda al inquisidor menos antiguo.

Tras de tan lucido cortejo venían los sentenciados de dos en dos, acompañado cada uno de un fraile que le exhortaba a grandes voces, y custodiados por familiares del Santo Oficio.

Era una cosa espantosa mirar a aquellos desgraciados, cubiertos con sacos y corozas y sambenitos, en los que había pintados diablos, y víboras, y sapos, y llamas, y calaveras, que parecían una mascarada, y con el terror y la desesperación y la muerte impresas en su rostro: aquello era burlarse de su agonía.

  —178→  

***

Las tres hijas de Don Felipe Carbajal caminaban entre los penitenciados; a pesar de sus grandes sufrimientos, Doña Violante y Doña Leonor conservaban su belleza, y la palidez excesiva de sus rostros hacía lucir más el encanto de sus brillantes ojos.

Marchaban penosamente, porque iban descalzas, y sus pies pequeños y delicados podían apenas sostenerlas, maltratados por las piedras de la calle.

Llevaban por todo traje una especie de túnica negra, ceñida en la cintura por un cordel, sin mangas, y que les llegaba apenas a las rodillas, dejando ver sus brazos torneados y blancos, cubiertos de horribles contusiones.

En la cabeza llevaban un cucurucho, como le decía la gente de la Inquisición, muy alto y negro también.

La túnica y el cucurucho estaban sembrados por todas partes de diablos, de llamas, de calaveras y de papel dorado y rojo.

A pesar de aquel espantoso atavío, quizá no había ni un hombre ni una mujer que no exclamase al verlas pasar:

-¡Qué lástima! ¡Pobrecitas, tan jóvenes y tan bellas!

La procesión llegó hasta el paraje destinado para el auto de fe; sentose el inquisidor mayor, y lo imitaron todos.

Los penitenciados fueron colocados en sus respectivos puestos, y los relatores de las causas subieron a los púlpitos.

En tres postes de piedra, que tenían argollas de hierro enclavadas, y al pie de cada uno de los cuales había un grande haz de leña, fueron atadas las tres hermanas.

Doña Isabel no era ya ni la sombra da lo que había sido en otro tiempo; los sufrimientos la habían hecho cambiar   —179→   de tal manera en pocos meses, que parecía una anciana.

Su rostro estaba surcado por las arrugas, su cabello estaba casi blanco, y su mirada era vaga y casi estúpida.

Todas tres se dejaron atar sin resistencia al poste fatal.

En el centro quedó colocada Doña Isabel, a la derecha Doña Violante y a la izquierda Doña Leonor.

Atadas al poste, tenían que estar de pie sobre la misma leña, que debía consumirlas, mirando cerca de sí una gran fogata alimentada constantemente por los familiares, y de donde se tenía que tomar el fuego para comunicársele a las hogueras.

Aquel sufrimiento moral debía ser mil veces más terrible que la misma muerte; y se sienten crispar las carnes al pensar lo que sentiría el alma de aquellas desgraciadas durante el tiempo que tardaron las ceremonias, el sermón y las lecturas de los procesos y sentencias.

Un sol ardiente derramaba sus rayos sobre la cabeza de aquellas desgraciadas, y la sed se hacía para ellas insoportable, porque dos o tres veces pidieron agua por amor de Dios.

Pero nadie les hizo caso.

Llegó por fin, después de tres horas de martirio, el momento supremo.

El verdugo se encaminó a la hoguera de Doña Violante con una tea encendida, y la introdujo entre la apilada leña.

Podía desde lejos mirarse el terror más espantoso retratado en el rostro de aquellas infelices, podía verse el temblor de sus carnes, podían oírse sus dientes chocar rápidamente unos con los otros, y el horror del cuadro aumentarse con los cantos religiosos, y los rezos de los sacerdotes.

Una nubecilla de humo salio de la leña que debía consumir a Violante.

  —180→  

El verdugo había ya con rapidez puesto fuego a las otras dos hogueras, y casi en el mismo instante las llamas se alzaron en las tres, y tres gritos que partían el alma, tres gritos de supremo dolor, de horrible angustia, se escucharon simultáneamente.

Entre las llamas que se alzaban de las túnicas y el pelo, podían verse a las tres hermanas al través de una nube de humo, retorcerse, levantar los brazos y las piernas, hasta donde se los permitían sus cadenas, alzar el rostro y lanzar agudísimos gritos.

Poco a poco sus movimientos se hicieron menos violentos, sus carnes fueron quedando negras; por fin inclinaron las cabezas, las llamas consumieron aquellos rostros hechiceros, y después, carbonizados aquellos cuerpos, cayeron dentro de la hoguera y se convirtieron en cenizas.

Cuando el fuego se apagó para recoger aquellas cenizas y arrojarlas al viento como mandaba la sentencia, no quedaban ya de aquellas tres mártires, más que una mano de Doña Violante, adherida al anillo de hierro con que estaba atada.

Aquella mano estaba negra, pero había conservado su figura.

Los verdugos la arrancaron de allí y la arrojaron en otra hoguera preparada para quemar a un judío.

Don Felipe de Carbajal fue encontrado en una de las calles vecinas, tirado en el suelo y sin conocimiento.

***

Comenzaba entonces otra gran peste entre los mexicanos, que llevó al sepulcro más de dos millones de víctimas en un año que duró.

  —181→  

Era la epidemia más espantosa de cuantas hacía mención la historia, y ya apenas alcanzaba el tiempo a los vivos para enterrar a los muertos.

Muchos cadáveres eran arrojados a las acequias, y muchos devorados en los campos por las fieras.

El virrey Don Martín Enríquez había hecho abrir algunas casas vacías para depositar y cuidar a los enfermos, y el arzobispo Moya de Contreras había hecho lo mismo por su parte; pero no era posible ni aun enterrar el gran número de muertos que diariamente hacía la epidemia.

Ni el nombre de la enfermedad sabían los médicos, ni pudieron encontrarle jamás remedio.

Terribles dolores en la cabeza, calenturas, inquietud en el espíritu, un deseo irresistible de huir de las habitaciones, hemorragia por las narices; estos eran los síntomas, y luego a los nueve días la muerte.

El médico más notable entonces, que era el Dr. Don Juan de la Fuente, declaró que nada valía la ciencia, y el cuidado de los apestados se encomendó a los frailes de los conventos de la ciudad.

México parecía entonces un panteón.

***

Don Felipe de Carbajal fue levantado de la calle el día de la ejecución de sus hijas, atacado ya de la peste, y conducido inmediatamente a uno de los lazaretos que había establecido el virrey.

Había perdido el conocimiento, arrojaba ya sangre por la nariz, estaba perdido.

Nueve días después, una mañana dos criados del lazareto sacaban el cuerpo de Don Felipe para depositarle en un   —182→   gran patio, adonde ocurrían grandes carretas para llevarse los cadáveres al cementerio.

Llegaron los conductores y comenzaron a hacinar cadáveres en su carro.

El de Don Felipe fue uno de los últimos, y vino a quedar colocado encima de otros muchos.

Llegaron al panteón; allí se hacían inmensos zanjones y se arrojaban en él a los muertos que dejaban allí los conductores para ir en busca de otros.

Pero aquel acarreo era constante, aquel trabajo era sin descanso.

Los sepultureros tomaban a los cuerpos de los pies y de las manos, y los arrojaban a la fosa común.

Habían comenzado ya su operación cuando oyeron un suspiro entre los muertos, luego un quejido, y después vieron que uno de los cadáveres se incorporaba.

Los sepultureros volvieron con indiferencia el rostro, a mirarle.

-Vaya; otro que han traído vivo -dijo uno.

-Así es todos los días -contestó el otro-. Mejor; más trabajo para ellos, menos para nosotros.

-Agua -dijo el hombre que había casi resucitado de entre los muertos, y que era Don Felipe de Carbajal- agua por amor de Dios.

-Dale agua a ese pobre -dijo un sepulturero a una mujer que llegaba.

La mujer, acostumbrada ya sin duda a aquellas escenas, llevó a Don Felipe un jarro de agua, cuidando poco de andar por el suelo o sobre los muertos.

Mientras que Carbajal bebía el agua, la mujer le miraba.

Carbajal estaba desnudo, y la marca roja de su espalda llamaba la atención de la mujer.

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-Mira -dijo la mujer al sepulturero- este hombre tiene la misma señal en la espalda que la niña que nos dieron el año pasado.

-¿Cuál niña? -exclamó Don Felipe.

-Una huerfanita -contestó la mujer-. Ven -agregó dirigiéndose al sepulturero- ven a ver.

El hombre se llegó a Carbajal y comenzó a examinarle a su vez.

-En efecto -exclamó.

-Sí, tengo esa mancha -dijo Carbajal, y todos los de mi familia la tienen.

-Entonces, esa niña debe ser de vuestra familia.

-¿Qué edad tendrá?

-Parece como de dos años, comienza ahora a hablar.

-Señora, esa niña es mi nieta Juana, que nos fue robada el año pasado.

-Robada, ¿y cómo? -dijo con interés la mujer.

-Yo mismo no lo sé -contestó Carbajal-; pero es ahora la única persona que me queda de mi familia; todo lo he perdido sobre la tierra.

-¿Con la peste?

-Sí -dijo Carbajal, no queriendo descubrir su historia a aquellas gentes.

-¡Pobre niña, es tan bonita, tan humilde! La queremos como a nuestros hijos, y solo por eso no la hemos dado, porque nosotros somos pobres y tenemos muchas criaturas.

-Ahora yo la recogeré -dijo Don Felipe.

-¿Recogerla? -contestó con indignación la mujer- ¿recogerla? ¿y os figuráis que después de haberla criado, y de quererla tanto, se la íbamos a dar al primero que dijera «soy su padre?» No señor, nunca, nunca.

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-Pero, señora, si vos misma habéis visto la señal que tiene esa niña en la espalda y la que yo tengo.

-Eso puede ser una casualidad, que no es difícil entre diez mil cadáveres que han traído... lo que yo podré hacer, será que la veáis de visita en mi casa... pero darla, nunca... si la quiero como si fuese mi hija...

-¡Señora, por Dios...!

-Nada, si queréis así bien; y si no, no; y eso, antes es necesario que estéis enteramente bueno y que haya pasado la peste, porque si no, como ella puede ser verdad que sea de vuestra misma sangre, quizá se nos vaya a contagiar...

-Tenéis razón... -dijo Don Felipe reflexionando.

-Entonces procurad buscar una casa para curaros, y después que todo haya pasado, veréis a la niña.

Don Felipe comprendió que no había más remedio que conformarse.

Haciendo un esfuerzo terrible, se levantó y salió de entre los cadáveres.

Por más que hizo, no logró que la mujer le diese las señas de su casa.

-Aquí buscaréis a mi marido, y él, que sabrá cómo va la peste por los cadáveres que entierre, dirá cuándo debéis ir: si os digo mi casa, me espiáis, y en un descuido seréis capaz de robaros a la niña.

-Pero después sucedería lo mismo, si tales fueran mis intenciones.

-No, porque no habiendo peste, mi marido no necesita estar aquí todo el día, ni yo salir a traer la comida. Id a curaros y tened paciencia.

Don Felipe se resignó, y apoyándose en las paredes, salió a la calle en busca de un asilo para curarse.

Solo Dios podía valerle en aquel horrible aislamiento.

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***

Don Felipe encontró amparo en casa de unos pobres que se condolieron de su situación, pero su convalecencia era penosa, y no le fue posible salir a la calle hasta que habían trascurrido ya tres meses.

El primer día que pudo andar se dirigió al camposanto; la peste disminuía en intensidad, y no era ya tan grande el número de cadáveres que se enterraban diariamente.

Don Felipe buscó entre los sepultureros, y no encontró al que necesitaba; preguntó por él, y no pudieron darle razón.

Por fin uno de los trabajadores había conocido al hombre cuyo paradero deseaba saber Don Felipe.

-Ya me acuerdo de ese -dijo-; murió de la peste hace como un mes.

-¿Murió?

-Sí, aquí está también enterrado él, su mujer y dos hijos.

-¿Una niña entre ellos?

-No, varoncitos los dos; yo mismo los arrojé a la zanja.

-¿Y las otras criaturas que había en su casa?

-Pues quién sabe; como quedaron abandonadas, no sé qué habrá sido de ellas.

-¿Conocéis por ventura a alguno de sus parientes?

-A nadie.

Don Felipe quedó como si un rayo hubiera caído a sus pies: había concebido y alimentado una esperanza, y la perdió de repente.

La suerte no se cansaba aún de perseguirle.