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ArribaAbajo- VI -

Cómo el hombre que duerme no ve formarse la tempestad


Don Pedro seguía en los preparativos de su boda, sin sospechar siquiera lo que se tramaba contra él.

La noticia de aquella boda se había esparcido por la ciudad: doña Catalina era conocida; pero como tenía cuidado de no presentarse en público y se había cambiado el nombre, nadie suponía que fuese ella la misteriosa prometida de Mejía.

Se contaban cosas maravillosas de su hermosura y de su nobleza; era, según Don Alonso de Rivera, que había visto las ejecutorias de la casa, descendiente por línea recta del emperador Guatimoc, y de una de las familias más nobles de la península.

Esto y la vida misteriosa que tenían la hija y la madre, hacía que se hablara de ellas en toda la ciudad.

Don Baltasar de Salmerón daba vueltas sin encontrar en su cabeza un medio para salir airoso con el virrey y el visitador, en el negocio de la conspiración.

Las conversaciones acerca del casamiento de Mejía llegaron a sus oídos, y comprendió que verdad o mentira, la madre de la que iba a ser esposa de Don Pedro era muy a propósito para pasar por la misteriosa dama de que él había oído hablar.

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Varias circunstancias contribuían a esto; eran una madre y una hija, vivían en el misterio, decíanse descendientes de Guatimoc, y estaban, por decirlo así, de moda; en todo caso él nada exponía con la denuncia, y tal vez podría resultar que había acertado. ¿Quién le respondía de que aquella mujer no fuera la que buscaba, atendiendo a aquellas circunstancias?

Salmerón no vaciló, y pidió una audiencia al virrey.

Ya éste le esperaba y muy pronto le concedió la entrada, con asistencia del visitador.

-¿Hase adelantado algo en la averiguación? -preguntó el virrey.

-Creo haberlo descubierto todo -contestó Salmerón.

-Hablad -dijo el visitador.

-Recordarán S. E. y su señoría, que dije que el alma de la conspiración era cierta dama misteriosa que yo no podía conocer...

-Sí -le interrumpió el visitador para hacer gala de su memoria- y que los únicos datos que teníais, eran que ella se decía descender del emperador Guatimoc, que vivía sola con una hija hermosa, y que tenían una existencia misteriosa.

-Exactamente, su señoría no olvida nada: pues bien, creo que he dado con esa mujer.

-¿Quién es? ¿Cómo se llama?

-Su nombre no podré decirlo a S. E., porque aún no lo sé, pero quién es, sí.

-Pues ¿quién es?

-¿Sabe S. E. que debe casarse muy pronto Don Pedro de Mejía?

-Sí, el amigo del marqués de Gelvez.

-El mismo.

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-¿Y eso qué tiene que hacer?

-Que la dama con quien se casa; es la que yo buscaba de orden de S. E.

-¿La madre?

-No, la hija es la que se casa; la madre es la mujer de la conspiración.

-Aguardo -exclamó el visitador- y sí, en efecto, que referir he oído que esa dama vivía y vive con tal misterio, que nadie la conoce, y que se dicen ser de la familia de Guatimoc. Pues no había yo caído en cuenta. Puede que Don Baltasar tenga razón.

-Al menos si me equivoco, su señoría comprenderá que soy disculpable.

-Vaya, lo creo; pero ya pensaremos qué se hace: os ruego, señor Don Baltasar, que averigüéis en dónde viven esas damas, porque las cosas están mal, no es posible formar tan pronto como se deseara la expedición que debe marchar para Acapulco, y esos pícaros herejes holandeses viven allí como si fuera su casa, y es seguro que seguirán entendiéndose con los criollos, y que éstos, envalentonados con aquel revés, quieran el día menos pensado hacer aquí un tumulto como el que acaba de pasar, y ahora por desgracia cuentan con mayores elementos para ello; de modo y manera que urge el remedio, que tan fuerte debe ser como es grave el mal y aguda la enfermedad.

-¿Qué dispone V. E. que yo haga? -preguntó Salmerón.

-Nada más sino que esta noche me traigáis la noticia que os he pedido, adónde puede haberse a esa dama para prenderla.

-¿S. E. me permite hacerle una pregunta?

-Decid.

-¿Y si no saliera cierto lo que yo me he pensado y he   —272→   dicho a S. E., porque no sea esa dama la que se busca, tendría yo que sufrir algunas malas consecuencias?

-Ningunas; porque os salva antes que todo, vuestro empeño en el servicio de S. M., y porque el señor visitador tiene la misma idea que vos.

-Exactamente -agregó el visitador- y los hombres por desgracia no somos infalibles.

-Gracias, Exmo. señor; voy a trabajar con más fe, porque V. E. me quita un enorme peso del corazón.

-Id sin cuidado -dijo el virrey.

Don Baltasar se dio a averiguar adónde vivía la misteriosa prometida de Don Pedro y cómo se llamaba.

Ocurriole dirigirse a la casa de éste y ver si le era posible cohechar a un lacayo y saber por su medio lo que deseaba.

Pasó por la casa y se detuvo enfrente; muchos criados entraban y salían, pero ninguno le daba las suficientes garantías.

Así pasó un largo rato, hasta que observó que del interior hacia la calle, se dirigía cojeando y apoyado en un grueso bastón, un mendigo.

Generalmente los hombres tienen más mala opinión de sus semejantes a medida que los ven más miserables.

Exactamente esto sucedió a Salmerón, que apenas divisó al limosnero, que era nada menos que Don César, dijo en su interior:

-Este es mi hombre.

Don César salió a la calle y Salmerón le fue siguiendo hasta que estuvo muy retirado de la casa de Don Pedro; entonces se acercó a él, por ver si le pedía una limosna y comenzar así la conversación.

Pero el mendigo le vio acercarse sin pedirle nada.

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Salmerón anduvo a su lado provocándolo materialmente a pedirle, pero el mendigo continuó callado.

Entonces Salmerón hizo sonar el dinero que llevaba en las bolsas de sus greguescos. El mendigo le miró y calló también.

-Esto es raro -dijo entre sí Don Baltasar-; quizá viene de ver a Mejía, que se ha vuelto pródigo con la boda, y le haya dado una gran limosna. Probemos otro modo.

-Oye -dijo en alta voz dirigiéndose a Don César.

-¿Qué manda su señoría? -contestó Don César quitándose con mucha humildad su viejo sombrero.

-¿Vienes de la casa de Don Pedro de Mejía?

-Allí vivo, señor.

-¿Allí vives?

-Sí, señor.

-¿Y es verdad que se casa?

-Sí, señor.

-¿Y con quién?

-No podré dar razón a su señoría, porque yo nunca subo, y vivo en un cuarto del segundo patio.

-Pero los criados te habrán dicho...

-Me tratan muy mal, no me hacen caso.

-¿Entonces cómo sabes lo que me has dicho?

-Eso, porque todos saben que esta noche es el casamiento.

-¿Esta noche?

-Sí, señor.

-¿Y en dónde?

-Aquí en la casa.

-¿A qué hora?

-Han mandado que todos los criados estén listos a las ocho, para salir con cirios a encontrar a la novia.

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-¿Estás seguro?

-Sí, señor.

-Bien, toma por la noticia.

Don Baltasar dio a Don César una moneda, y se retiró.

-¿Qué querrá decir esto? -pensaba Don César mirando la moneda-: ¿será cosa del arzobispo? Creo que no; él sólo se entiende con Teodoro... en todo caso, creo que no es nada bueno para Mejía... En fin, vamos a avisar a Teodoro, que importa que el arzobispo sepa lo que hay esta noche por acá; veremos lo que ha dispuesto y lo que hace S. S. Illma.

Y guardándose la moneda, se encaminó apresuradamente para la casa de Teodoro...

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Brillantemente iluminada la casa de Don Pedro de Mejía, anunciaba a los habitantes de la ciudad de México el segundo matrimonio del rico-home.

Los lacayos, los esclavos, los reposteros, entraban y salían; multitud de músicos llenaban el patio o esperaban en la calle, y de un momento a otro debía salir la novia de su casa para presentarse en la de Don Pedro, que debía recibirla en la puerta de la calle.

Por un exceso de lujo y de ostentación muy común en aquellos tiempos, todo el camino que de su habitación a la casa de Mejía debía recorrer la desposada, por la calle y por los patios de una y otra se había embaldosado, por decirlo así, con barras de plata que formaban una vía como de tres varas de ancho.

Aquella ostentación, que en nuestros días hubiera parecido locura, era, sin embargo, la costumbre de los potentados de México en los primeros siglos de la dominación española.

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Doña Estela, como se había hecho llamar Doña Catalina dio aviso de que iba ya a salir y entonces, como formándole una valla militar, dos hileras de lacayos, soberbiamente vestidos y con gruesas hachas de cera, se colocaron a los lados de la vía de plata dispuesta para que pasasen la novia y la comitiva.

Todas las músicas sonaron, los cohetes poblaron el espacio iluminando verdaderamente gran parte de la ciudad, y Doña Catalina, vestida de blanco y cubierta con un velo, atravesó la calle en medio de gritos y aclamaciones.

Don Alonso de Rivera le daba el brazo, en el que Catalina se apoyaba desfallecida, no por la emoción, sino por el orgullo.

-Os he cumplido mi palabra -decía por lo bajo Don Alonso-: ¿estáis satisfecha?

-Sois un hombre adorable -contestó Catalina-; pero aún tiemblo, y no estaré segura hasta que haya pasado la ceremonia.

-Tenéis tanta fortuna, hermosa mía, que todo saldrá según vuestros deseos, y a fe que estáis tan bella, que comienzo a sentir celos de Don Pedro.

-¡Ingrato! -contestó Catalina con una sonrisa hechicera.

Mejía estaba ya en el zaguán de su casa, y ofreció a Catalina su mano para entrar a ella y para subir las escaleras.

Al llegar al salón Catalina apartó el velo de su rostro, y la concurrencia lanzó un grito de admiración.

Aquella no era una mujer, era un arcángel; sus ojos alumbraban como el sol, y había en ellos tanta dulzura, tanta modestia, que hubiera sido necesario no verla para no amarla: desde lejos parecía percibirse el aroma de su aliento, y la blanca luz de las bujías resbalaba sobre su   —276→   frente tersa y bella, como orgullosa de poder bañar aquellas formas encantadoras.

Un sacerdote revestido salió de una de las piezas interiores; Don Pedro se puso al lado de Catalina, y Don Alonso de Rivera y la madre de la joven desposada, tomaron sus respectivas colocaciones como padrinos en aquella ceremonia.

Doña Catalina, componiendo la falda de su traje, tocó la mano de Don Alonso y se la estrechó convulsivamente; Don Alonso correspondió. Aquello quería decir:

-Llegó el momento.

-Triunfamos.

En medio del mayor silencio y del más completo recogimiento, Don Pedro y Doña Catalina pronunciaron los votos que debían unirlos para toda su vida. El sacerdote había echado su bendición sobre aquellas manos enlazadas y trémulas, cuando la gran puerta del salón en que se celebraba la ceremonia, se abrió con gran estrépito, y rompiendo por en medio de la asombrada concurrencia, llegó hasta donde los novios estaban, el Illmo. señor Don Juan Pérez de la Cerna, arzobispo de México, seguido de una gran comitiva, y llevando de la mano a una negra miserablemente vestida y que le seguía, riendo como una insensata.

-En nombre de la Iglesia que represento y de nuestra sagrada religión, suspéndase este matrimonio, que no puede llevarse a efecto.

El asombro se pintó en todos los semblantes, y el mismo Don Pedro no se atrevió a hablar; solo el sacerdote que había dado la bendición tomó la palabra.

-Debo informar a S. S. Illma. -dijo con tono solemne- que la ceremonia ha terminado, que el matrimonio es ya legítimo y rato.

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-¡Don Pedro de Mejía»! -exclamó el arzobispo alzando la voz y tomando el aire más religiosamente trágico que le fue posible- habéis contraído segundo matrimonio viviendo aún vuestra primera mujer; habéis engañado a una joven hermosa y pura para arrastrarla al altar cegándola con el esplendor de vuestras riquezas, en tanto que tenéis arrojada a la miseria y al desprecio a vuestra legítima esposa, a quien habéis por artes reprobados y mágicos, hecho perder su natural figura y su inteligencia, convirtiéndola de una mujer bella en una negra estúpida. Don Pedro de Mejía, aquí tenéis a vuestra verdadera mujer, a la mujer a quien os dio la Iglesia, y vos la habéis arrojado contra toda ley y derecho; recogedla en nombre de la religión y del derecho.

Y tomando el arzobispo de la mano a la negra, la colocó violentamente en medio del círculo que formaban los concurrentes.

Doña Catalina lanzó un grito y se cubrió el rostro con ambas manos. Don Pedro, con los cabellos erizados, dio un paso atrás como si hubiera visto una serpiente, y la negra mirando por todos lados, rió estúpidamente.

Antes que pudieran volver en sí de su sorpresa los autores de esta escena, antes que bajase la mano el arzobispo, que tenía alzada con un ademán amenazador, un nuevo rumor se percibió en la entrada del salón, y volvió a oscilar el concurso y a separarse para dar paso a nuevos personajes.

Un alcalde de la Audiencia, seguido de escribanos, alguaciles, curiosos, y con farolillos y varas, penetraron en el salón y se detuvieron en el centro al lado del arzobispo, que se mostraba entonces tan admirado como los demás.

-¿Quién es -dijo el alcalde- la madre de la nueva esposa de Don Pedro de Mejía?

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-Yo -dijo la madre de Catalina adelantándose.

-Dese presa a S. M. y sígame -dijo el alcalde tomándola una mano para llevársela.

-¿Presa por qué? -exclamó ella.

-De orden del virrey.

Doña Catalina se arrojó en sus brazos como para impedir que se la llevasen, y todos los demás permanecieron inmóviles y en silencio.

-Señora -dijo el alcalde- vamos, seguidme, y no me obliguéis a usar de la fuerza.

-¡Yo quiero ir con mi madre! -gritaba Catalina.

-Señora, es imposible.

-¡Dejadla, dejadla! -exclamaba Catalina arrodillándose a los pies del alcalde-: ¡por Dios, señor alcalde! ¿adónde lleváis a mi madre?

-Señores -dijo el alcalde- ¿no hay entre vosotros uno que contenga a esta señora, para que no impida el cumplimiento de una orden de la justicia, y vaya a tener que sufrir un desaire o una tropelía?

Don Alonso, pálido como un cadáver, salió de entre el concurso y levantó a Catalina, medio desmayada del terror.

El alcalde saludó, y salió llevándose a la vieja entre los alguaciles.

Por un largo rato nadie interrumpió el silencio, hasta que al fin dirigiéndose a Don Pedro y a Catalina, que lloraba amargamente dijo el arzobispo mostrando a la negra que no daba indicio de comprender lo que acontecía:

-No pueden quedar bajo el mismo techo la mujer legítima y la concubina; y esa dama, señor Don Pedro de Mejía, estando aquí vuestra esposa, es vuestra concubina y debe salir de aquí, ¿lo oís? la religión lo manda.

-Tiene razón -dijo con fiereza Doña Catalina.

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Y tomándose del brazo de Don Alonso, salió del salón.

-Don Pedro de Mejía -dijo el arzobispo- os vuelvo al buen sendero, os entrego a vuestra esposa; arrepentíos y haced penitencia, y que Dios os vuelva a su santa gracia.

Y presentando de nuevo la negra a Don Pedro, salió con toda su comitiva.

Los convidados quedaron agrupados en el fondo del salón contemplando la escena que se representaba en el estrado; Don Pedro con la cabeza inclinada y la mirada fija, y la negra sentada en un sitial con su estúpida y eterna sonrisa.



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ArribaAbajo- VII -

En el que se sigue la materia del que le antecede


Un largo rato trascurrió sin que Don Pedro se moviera, y nadie osaba hablar.

De repente levantó el rostro, sacudió la cabeza, y se lanzó a la calle: ninguno pensó en detenerle ni en seguirle.

Doña Catalina, apoyada en el brazo de Don Alonso de Rivera, había atravesado sombría y silenciosa la calle que una hora antes cruzó llena de orgullo y de ilusiones. El rico panorama que le había pintado su ambición, desapareció como por encanto: se encontraba sola, abatida, avergonzada, sin más apoyo que Don Alonso, y lo que era más terrible aún para su vanidad, arrojada como una concubina por el arzobispo, de una casa de la que ya se creía señora; teniendo que inclinar su frente delante de la esposa que volvía al hogar con todos los derechos que la ley y la religión le daban, y esta esposa era una negra miserable, cubierta de harapos.

Estas ideas como una tempestad se chocaban y se confundían en el cerebro de Doña Catalina: llegó a su casa y la encontró sola, todos los criados se habían ido a la de Don Pedro, y sólo el portero estaba allí para abrirle.

Subió casi a oscuras la escalera, y se entró acompañada   —281→   de Don Alonso a una cámara en la que no había más luz que la que desprendiéndose de los balcones de las azoteas de la casa de Don Pedro, penetraba allí también por los balcones.

Con esta incierta claridad, percibió Doña Catalina un sitial, y se arrojó en él triste y desalentada.

Desde aquella cámara podían al través de las cortinas de la casa de Mejía, verse las sombras de los que había en la sala; pero aquellas sombras parecían corresponder a cuerpos inanimados, porque no se movían.

Don Alonso no quiso turbar el silencio; temió que una sola palabra hiciera estallar la tormenta; salió dejando un momento a Doña Catalina para subir una luz, y encendió una bujía de cera.

Entonces pudo advertir la profunda emoción que se pintaba en el rostro de la joven; el tenaz fruncimiento de su entrecejo, el brillo siniestro de sus ojos, sus labios apretados y la palidez de sus mejillas, indicaban más que el dolor, el odio y la indignación reconcentrados.

Se escucharon pasos precipitados en el corredor, y Don Pedro de Mejía con el traje en desorden, pálido y jadeante de ira, se presentó delante de Catalina.

-¡Estela! -exclamó llegando a su lado- Estela, ¿por qué me abandonas?

Catalina se levantó severa y sin inmutarse, como una estatua de mármol que se moviera repentinamente; y fría y grave, con un acento sordo pero pausado, dijo arrojando sobre Don Pedro una mirada indefinible, en la que iban mezclados el odio y el desprecio:

-Salid de mi casa, porque sois indigno de estar aquí.

Y con un ademán soberbiamente imperioso le señaló la puerta.

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-¡Estela! -exclamó Don Pedro fuera de sí- ¡Estela! ¡Soy víctima de una cosa horrible que no comprendo...!

-Salid -repitió Catalina- salid, mal caballero, que me habéis dejado arrojar de vuestra casa como a una vil manceba: salid, o me obligáis a retirarme.

-¡Por Dios, Estela, escuchadme!

-Señor Don Alonso de Rivera -dijo Catalina- ¿es tanta mi desgracia que no me queda un criado que ponga en la calle a este miserable?

-¡Oh! -rugió Don Pedro- ¡Estela, Estela, esto es demasiado!

-Señor Don Alonso, hacedme, si sois caballero, la gracia de arrojar de mi casa ese hombre; ¿o tendrá una dama que encerrarse, teniendo en su casa a un hidalgo, para verse libre de los atrevimientos de un villano?

Don Pedro se llevó las manos a los cabellos, dio un grito salvaje y se lanzó a la calle.

Entonces Don Alonso creyó que a él debía acompañar. Don Pedro volvió a su casa; toda la concurrencia se retiraba, y él cruzó entre los caballeros y las damas que salían, sin dirigirles siquiera una mirada.

En uno de los tramos de la escalera y por donde había más gente, Don Pedro oyó una voz que le dijo:

-Todo esto se lo debes a Don Alonso de Rivera.

Don Pedro y Don Alonso, que le seguía de cerca, volvieron el rostro para buscar quién había pronunciado aquellas palabras, pero no pudieron lograrlo; entre aquel grupo bajaba el pobre Lázaro con el vestido de gala que le había regalado el mayordomo; pero nadie paraba la atención en él.

Mejía llegó al salón; la negra permanecía aún allí en el mismo sitial y en la misma postura.

Don Pedro y Don Alonso se pararon a contemplarla.

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De repente Don Alonso se adelantó a ella, le tomó una mano, y volviéndose a Mejía, le dijo con el tono de la más profunda convicción:

-Aquí hay una trama horrible; esta mujer no es Luisa.

-¿No es Luisa? -exclamó Mejía.

-Podría yo jurarlo.

-Entonces ¿quién es? ¿por qué ha venido aquí? ¿por qué la presenta como mi mujer ese arzobispo que Dios confunda?

-Oculta todo esto un misterio tenebroso; pero tened entendido, Don Pedro, que sois víctima de una cruel maquinación.

-¿Pero cómo probarlo? ¿cómo encontrar la luz? ¡Me vuelvo loco!

-Valor, Don Pedro, lucharemos; aún no se ha perdido todo.

-¿Y Estela? ¡Estela, que me desprecia, que me odia, que me ha lanzado a la calle como un villano!

-Dejad que pase su indignación; yo trataré de calmarla: fiad en mí.

-¡Oh, gracias, gracias, Don Alonso, sois mi único amigo!

-Pero es fuerza luchar, es fuerza; tenéis algún enemigo poderoso, astuto, que os sigue, que os acecha, que espía vuestra vida para heriros en lo más noble cuando menos lo esperáis; recordad el día de vuestra boda con Luisa...

-Pero vos, ¿qué pensáis? ¿qué me aconsejáis para desprenderme de esta horrible negra con quien se quiere encadenar mi existencia?

-¿Recordáis -dijo Don Alonso como herido por la luz de una idea repentina- recordáis quién preparó el castigo de Luisa?

-Sí; Don José de Abalabide.

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-¿Que vive?

-Sí que vive.

-Pues bien, es necesario ver si por medio de su ciencia, podemos probar que esta mujer es negra de nacimiento y que no puede ser la misma Luisa.

-Sí, sí, me salváis, amigo mío, me salváis.

-Entonces, poned un correo ahora, en este instante, a Don Carlos de Arellano.

-Debe estar en México, yo mismo voy a verle: encerrad vos entretanto a esta mujer en donde nadie la vea, y disponed que alguien vaya a acompañar a Estela, que debe estar sola.

Y Don Pedro tomó precipitadamente una capa y su sombrero, se ciñó una espada y se salió a la calle.

Don Alonso se puso de pie delante de la negra y comenzó a examinarla detenidamente.

Detrás de Don Pedro salió otra persona; era un hombre embozado hasta los ojos: como todo era desorden en aquella noche, los criados no hicieron caso de él.

Don Pedro tomó el rumbo de la casa de Arellano, y el hombre misterioso tan luego como oyó que se perdía el eco de sus pasos a lo lejos, atravesó la calle y se entró en la casa de Doña Catalina.

El embozado pasó sin que el portero le dijese nada; tales cosas acontecían aquella noche, que los criados no sabían qué hacer.

Subió la escalera; la casa estaba sola, y Doña Catalina permanecía en su sitial como la había dejado Don Alonso.

Al ruido de los pasos alzó el rostro creyendo encontrar a Don Alonso; pero vio delante de sí un hombre en la fuerza de la edad viril, elegante y buen mozo.

-Señora -dijo el hombre- perdonad si me atrevo a   —285→   presentarme a vos sin ser anunciado; pero vuestra casa está sola, enteramente sola.

-¿Quién sois? ¿qué queréis? ¿a quién buscáis? -preguntó con cierto espanto Doña Catalina.

-¿Quién soy, señora? Ya lo sabréis más adelante, que no me es posible deciroslo en este momento: ¿qué quiero y a qué vengo? No quiero nada, y vengo solo a deciros que os salvéis, y ofreceros mi brazo y mi amparo.

-¿Que me salve? ¿y de qué? ¿qué peligro me amenaza?

-Grande, señora; sabéis que vuestra madre ha sido presa, y esto puede traeros grandes riesgos.

-Pero mi madre es inocente; esto debe ser una equivocación y yo nada tengo que temer.

El hombre miró fijamente a Catalina, y había en aquella mirada tanta penetración, que ella bajó los ojos y se puso encendida.

-Y bien, ¿qué pretendéis? -dijo Catalina.

-Señora, hablemos claro -dijo el hombre-; comienzo por deciros, y perdonad la franqueza que las circunstancias disculpan, que yo os conozco mejor de lo que podéis suponer.

-¡Caballero, no comprendo! ¿quién os autoriza...?

-Señora, el deseo de haceros un servicio es lo que me autoriza, y muy pronto os convenceré de cómo tenéis que agradecérmelo: en cuanto a que no me comprendéis, voy a explicarme, y de prisa, porque el tiempo urge.

-Hablad -dijo Catalina fascinada por la imperturbable calma de aquel hombre.

-Pues señora, no soy yo el único que sabe que ni sois marquesa, ni venís de Filipinas, ni vuestro nombre es Estela, ni sois viuda, ni nada de eso que hicisteis creer a Don Pedro de Mejía.

-¡Caballero! -exclamó Catalina levantándose.

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-Sentaos, señora, y escuchadme, porque el tiempo vuela; hay otros que como yo, saben que os llamáis Doña Catalina de Armijo, como vuestra madre, que habéis engañado a Mejía, y que merced a este engaño, se ha unido hoy con vos.

Catalina sin replicar inclinó el rostro avergonzada.

-Hay, señora -continuó el hombre- intereses opuestos a los vuestros; los parientes de Mejía, los que creían heredarlo si permanecía viudo, no pueden ver con serenidad una boda que les arrebata sus esperanzas: he aquí vuestros enemigos, he aquí los que seguramente han preparado las escenas de esta noche; pero la ceremonia estaba terminada, y a pesar de la aparición de esa negra, vos sois esposa de Don Pedro, y por consiguiente un obstáculo que es preciso quitar de en medio: la prisión de vuestra madre os deja aislada en el mundo y expuesta a las acechanzas de esos enemigos; quizá en este momento revelen a Don Pedro todo el secreto de vuestra vida; quizá en este momento pidan una orden para prenderos u os denuncian en la Inquisición.

-¡Dios mío! -exclamó Catalina, que comenzaba a perder su valor y su serenidad.

-Sí, señora; solo Dios sabe lo que en estos momentos se trama contra vos, lo que os amenaza.

-¿Pero qué debo hacer, caballero? Soy sola, sola en el mundo; vos que conocéis el peligro, decidme el modo de conjurarlo.

-A eso he venido, a ofreceros mi apoyo y mi protección.

-Pero si no os conozco, si ignoro hasta vuestro nombre, si queréis permanecer incógnito a mis ojos, ¿podré fiarme de vos?

-Fiaos, señora, fiaos, y yo os salvaré.

-¿Y sin conoceros, y sin saber quién sois?

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-Señora, el hombre que se ahoga no ve quién le tiende el remo salvador.

-Caballero... disponed... fío en vos.

-No os pesará, señora, que no tengo contra vos, os lo juro, la menor intención dañada, y sí el deseo de haceros bien.

-Gracias...

-En primer lugar, es preciso que ahora mismo os dispongáis a seguirme.

-¿Pero adónde?

-A una casa en donde estaréis con toda seguridad y oculta por algún tiempo de vuestros enemigos...

-¿Pero huir así, como un criminal...?

-Si vuestro corazón os aconseja que os fiéis de mí, seguidme, señora, o tal vez dentro de un momento estén aquí vuestros ocultos enemigos con una orden de prisión.

-Pero ¿y mi madre? Si llega a salir...

-¡Ojalá y saliera en libertad! pero no lo esperéis, y en todo caso, yo velaré sobre ella.

Catalina sin poder resolverse, inclinó la cabeza como para reflexionar.

-Señora, dejad ese traje blanco; tomad un manto y seguidme, no os arrepentiréis.

Catalina se levantó violentamente, y encendiendo otra bujía se entró a su cámara.

Poco después salió envuelta en un manto negro y vestida de luto; bajo los pliegues de aquel manto podía adivinarse que la joven llevaba una caja pesada.

-Estoy pronta.

-Vamos, apagad esas luces y cerrad; nos llevaremos las llaves, y poco a poco y con misterio, haré conducir a vuestra nueva habitación cuanto hay aquí.

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-¿Pero con qué nombre debo conoceros?

-Decidme simplemente Lázaro el pobre.

-¡Extraño nombre!

-Es, señora, una promesa religiosa.

Y cerrando todas las puertas, salieron los dos a la calle, procurando cubrirse perfectamente los rostros.



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ArribaAbajo- VIII -

Donde se da razón de Don Leonel y de su padre


Necesariamente los descubrimientos hechos por el virrey y el visitador, merced a la activa policía de Don Baltasar de Salmerón, en nada dulcificaron la suerte de Don Leonel y de su padre.

Encerrados en un cuarto de la cárcel, veían pasar los días, Don Nuño renegando y desesperado, y melancólico y resignado Don Leonel.

El hijo suponía la causa de su prisión, pero ni él ni su padre comprendían la detención de éste, y por eso es que Don Nuño estaba cada vez más impaciente.

Sólo uno de los carceleros se había dolido de su situación y les daba de cuando en cuando algunas noticias que podía adquirir, por supuesto vagas, incoherentes, que sumían más en dudas y en conjeturas a los dos presos, a quienes no se había tomado ni una declaración.

Un día Pablo, que así se llamaba, entró más temprano que de costumbre y dijo a Leonel:

-Señor, he averiguado hoy muchas cosas de su señoría, en la Audiencia.

-Dime, dime.

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-Pues fui custodiando unos reos para que dieran una declaración, y vi a dos caballeros que conversaban y mentaban a su señoría.

-Y bien.

-Que según su decir, sus personas están presas porque se querían levantar con el reino.

Don Nuño se había acercado y escuchaba con atención.

-Y que además había otros que les ayudaban, y entre ellos una dama, que dicen que tiene una hija muy bella, y que es viuda la madre, y solo vivía con su hija muy retiradas.

Leonel palideció; pensaba en Doña Juana de Carbajal y en Esperanza.

-Pues -continuó el hombre- la dama ha sido presa.

-Presa, y ha declarado que es de la descendencia del rey Guatimoc, y tiene una señal roja en la espalda, y dijo que su hija la tiene también, y que no quiso decir quién era el padre de esa muchacha; fueron a buscarla, y ya había desaparecido.

-¡Ave María Purísima! -exclamó Don Nuño.

-¡Perdida! -dijo espantado Leonel.

-¿Es acaso parienta de sus señorías? -preguntó Pablo.

-No -contestó Don Leonel.

El carcelero se retiró, y Don Nuño y su hijo permanecieron silenciosos un largo rato: por fin Leonel rompió el silencio.

-Padre mío -dijo- esa mujer que está presa no puede ser otra que Doña Juana de Carbajal, mi tía, y Esperanza la joven que ha desaparecido.

-Leonel -contestó Don Nuño- ¿amas tú a tu prima Doña Esperanza?

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-Señor...

-Contéstame, hijo mío, y no temas, porque este es para nosotros un momento más solemne de lo que te parece.

-Señor, la amo hace muchos años, la amo más que a mi vida misma.

-¿Y ella te ama? -preguntó conmovido Don Nuño.

-He sido para ella el primero y único amor.

-Desgraciados... desgraciados -exclamó Don Nuño cubriéndose el rostro con las manos.

-Me espantáis, padre mío. ¿Qué hay? ¿qué sucede? ¿por qué nos llamáis desgraciados?

-Leonel, ¿sabes quién es el padre de Doña Esperanza? ¿conoces la historia de Doña Juana?

-No, padre mío: la víspera de que nos aprehendieran, Doña Juana me dio un libro en el que constaba la historia de su familia, pero no pude leer sino el principio, y por eso conozco que la mancha roja de la espalda es la señal de esa familia.

-Pues óyeme, Leonel, óyeme, y no me preguntes más que lo que yo quiera contarte: Doña Esperanza debe tener cosa de veinte años, ¿es verdad?

-Sí señor.

-¿No te ha dicho nunca quién fue su padre?

-No señor.

-¿Doña Juana es sola en el mundo?

-Sí señor.

-¿La hija y la madre tienen en su espalda una mancha roja?

-En figura de llama.

-Pues bien hijo mío, olvida a esa joven, no pienses más en ella porque su amor es un crimen, porque Esperanza no puede ser tu esposa nunca.

  —292→  

-¿Qué me dices, padre mío?

-Que Esperanza es tu hermana, es mi hija.

Don Leonel lanzó un grito, y se apoyó desvanecido en una de las paredes del cuarto que le servía de prisión.

Don Nuño inclinó el rostro como avergonzado de la confesión que acababa de hacer a su hijo.

El anciano ignoraba que Doña Juana y su hija eran distintas de Doña Catalina de Armijo y de la suya.

Doña Catalina había tenido relaciones con Don Nuño, el resultado de ellas fue la niña que ya joven debió ser la esposa de Mejía, y como ambas tenían la marca de la familia Carbajal, Don Nuño se había engañado completamente...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Garatuza llegó a México, y su primera visita fue a la casa de Teodoro.

Martín, que había mandado a su familia, se encontró ya en la ciudad con un hogar doméstico, con la muda y con su hijita, que tenía por nombre Loreto.

Al día siguiente de su llegada, se presentó en la casa del negro, y por él supo todos los acontecimientos de la ciudad y el gran escándalo de la casa de Mejía.

-Por supuesto -dijo Martín- que todo esto ha sido obra de Don César.

-Es claro.

-¿Y qué piensa ahora?

-Lo ignoro; pero lo más curioso del caso es que desbaratada la boda y media hora después, Don César ha tenido suficiente talento para obligar a la novia a que le siguiese.

-¿Y adónde se la llevó?

-Ya os lo podéis suponer, aquí en mi casa.

  —293→  

-¿Aquí la tenéis?

-¿Cómo se llama?

-Doña Catalina de Armijo.

-¡Aguardo! decidme, por ventura ¿no tiene una mancha roja en la espalda?

-Exactamente. Sérvia, que la vio, me lo ha dicho: ¿pero vos cómo sabéis esto?

-Es un secreto que os diré más adelante.

-¿Y no tiene familia?

-La misma noche de la boda le han aprehendido sin saber por qué, y en esto no tuvo parte Don César.

-Es extraño.

-Y la madre ¿se llama?

-Como la hija, Doña Catalina de Armijo.

-Ella es.

-¿Quién?

-Yo os lo diré más adelante. ¿Y sabéis por fortuna de Don Nuño y Don Leonel de Salazar?

-Presos.

-Bien.

Garatuza permaneció toda la tarde en la casa de Teodoro, y a la oración emprendió camino para la calle de las Canoas.

Al atravesar la Alameda le pareció que iba delante de él una persona conocida; apretó el paso, y se detuvo de repente.

Había reconocido a D. Baltasar de Salmerón.

-¡Válgame Dios! -exclamó Martín- ¿conque no murió esta víbora? Ya, ya caerá: y ahora que tengo el hilo de todo esto, el tuno de Don Baltasar es abuelo de la hija de Don Nuño, que es la nueva mujer de Don Pedro de Mejía,   —294→   el cual se ha casado con su sobrina y es padre de Doña Esperanza, la novia, a lo que parece, de Don Leonel, que es hermano de Catalina de Armijo, que está escondida en casa de Teodoro y que... ave María Purísima, ¡qué enredo! Dios nos saque con bien y no vayan aquí a casarse padres con hijas y hermanos con hermanas... y luego que como yo tengo el secreto de todo, quizá sea yo responsable en conciencia... No, no... que salga Don Leonel y canto claro...

Martín se apretó el sombrero, y a paso largo llegó a la casa «colorada» y llamó con dos fuertes aldabazos.



  —295→  

ArribaAbajo- IX -

De cómo la marca de fuego de la familia Carbajal era un indicio seguro del fin que esperaba a los que la tenían


La puerta de la «casa colorada» se abrió, y el viejo Luis Herrera se presentó como siempre, regañando en voz sorda.

-¿Vive aún aquí el Padre Salazar? -preguntó Martín.

El viejo, que al pronto no lo había reconocido, vaciló en contestar.

-No tengáis desconfianza de mí -dijo Garatuza-; yo soy el que otras veces ha venido; recordadlo bien: ¡Tenoxtitlan!

-Libre -contestó el viejo.

Y las nubes de su rostro desaparecieron como por un soplo.

-¿Me reconocéis al fin? -exclamó Martín.

-¡Oh, sí! ya os reconozco: pasad, pasad; el Padre Alonso está ya fastidiado de su soledad, y tendrá mucho gusto de veros.

El viejo volvió a cerrar la puerta por dentro, sacó un candil de su cuarto, y levantándolo hasta la altura de su cabeza, alumbró a Martín para que pudiese con comodidad entrar hasta el segundo patio, en donde tenía su cámara Don Alonso de Salazar.

  —296→  

El Padre leía a la luz de una bujía de cera, pero el fastidio se retrataba en su semblante y se adivinaba en sus movimientos y en la poca atención que ponía al libro, que más bien tenía delante como un pretexto que como una verdadera ocupación.

Al ruido de la puerta que abrió Martín, el Padre Salazar volvió el rostro y le reconoció inmediatamente.

-¡Bendito sea Dios! -exclamó el Padre.

-Eso digo yo -contestó Martín- que con bien he salido, como no esperaba.

-Cuéntame, ¿viste al príncipe?

-Le vi.

-¿Y qué dijo?

-Pareciome indignado al principio de que no se le hubiese cumplido; pero tales razones le di, que calló, y al día siguiente había levantado las anclas, y bogaba para el mar adentro que era un gusto mirarle.

-¡Es una lástima haber perdido tanto tiempo y tan brillante oportunidad!

-¡Es una lástima! ¿Y vuestro hermano, señor, no se ha podido comunicar con vos desde la prisión?

-Nada; me has hecho una falta tan grande, que ni tú mismo puedes comprender.

En este momento una densa nube de humo invadió el aposento. Martín se levantó espantado y abrió la puerta; la luz rojiza de un cercano incendio iluminaba el patio de la casa.

-¡Fuego en la casa! -gritó Martín.

-¿Fuego? -repitió el Padre levantándose precipitadamente.

Los dos salieron del cuarto, y un espectáculo terrible se presentó a sus ojos.

  —297→  

La casa de Doña Juana de Carbajal ardía; las llamas invadían todos los techos, salían por las ventanas, se levantaban formando penachos elevados, o se arrastraban al impulso del viento lamiendo las paredes de la casa.

El humo negro y espeso se elevaba como una columna iluminada por el incendio, y cegaba, sofocaba.

-¡Dios mío! -exclamó el Padre- ¿qué será de Doña Juana, de Esperanza? Quizá aún sea tiempo de salvarlas.

Y diciendo esto bajó precipitadamente, atravesó el segundo patio y se dirigió a la escalera principal.

En este instante se comenzó a escuchar el tañido de las campanas de algunos templos que anunciaban «fuego», y golpes en el zaguán de los que pretendían entrar para sofocarlo.

El viejo Luis Herrera había perdido la cabeza, y no encontraba ni las llaves. Desde una de las ventanas de la casa, la vieja dueña y la esclava, gritaban con todas sus fuerzas:

-¡Fuego! ¡fuego! ¡Socorro! ¡socorro!

Diremos lo que había pasado en el interior y la causa de aquella desgracia.

Doña Esperanza era presa de una mortal melancolía desde que supo la prisión de Don Leonel.

Doña Juana procuraba consolar a su hija aparentando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir; pero en realidad estaba verdaderamente triste y acongojada.

Sabía que existía una conspiración, y temía que una imprudencia o alguna denuncia hubieran hecho llegar a la noticia del virrey aquellos planes, y la prisión de Leonel y la persecución del Padre Salazar le hacían creer fundadamente que la policía del virrey iba ya sobre la pista.

Qué datos tuviera la justicia, no lo alcanzaba ella; pero   —298→   lo que sí era indudable, era que conocía ya a los dos hermanos reputados como los principales jefes de todos los conjurados.

Doña Juana no podía ni dormir; se pasaba las noches meditando, y figurándose a cada momento que recibía la noticia de la ejecución de Don Leonel.

El anciano Don Felipe de Carbajal envejecía un año en cada hora, y su espíritu y su cuerpo decaían con una rapidez asombrosa, por lo que Doña Juana tenía necesidad de multiplicar con él sus cuidados.

En la noche en que Martín llegó a ver al Padre Salazar, Doña Juana había entrado al aposento del anciano y Esperanza había quedado en su cámara meditando y llorando.

El viejo Don Felipe estaba sentado en su sillón; Doña Juana llegó hasta donde él estaba.

-Padre mío -le dijo- ¿queréis acostaros?

-Sí, hija mía; estoy cansado, triste; ¡pero creo que pronto descansaré para siempre!

-No digáis eso, señor.

-Juana, ¡si tú supieras el inmenso peso de la vida cuando es muy larga, cuando como el árbol seco, se han visto ya marchitarse en cien inviernos cien veces las flores que nos rodeaban; si comprendieras que entonces se anhela el sepulcro como el blando lecho después del largo y fatigoso viaje! Óyeme, Juana; el cuerpo que envejece, cuando el espíritu es cada día más inteligente y más puro, no es sino el capullo que encierra al gusano que debe pronto romper sus cadenas y abandonar su cárcel incómoda para cruzar el aire convertido en mariposa; y entonces la idea de la muerte es la idea de la trasformación, de la nueva vida, de la pura existencia del espíritu: vamos, dame la mano, hija mía, para   —299→   levantarme de este sillón y pasar a mi cama, que es mi sepulcro en vida.

Doña Juana se acercó a su padre, y el anciano, vacilante, se apoyó en ella; pero bien por su extrema debilidad, o bien porque hubiera tropezado, perdió el equilibrio y Doña Juana tuvo que sostenerle; pero este movimiento hizo caer la bujía de cera que ardía sobre la mesa, y las colgaduras de la cama, formadas de finas telas de algodón, se incendiaron, y con una rapidez asombrosa comunicaron el fuego a las ropas que cubrían la cama y a la gran bata de algodón en que estaba envuelto Don Felipe.

Doña Juana lanzó un grito y quiso sofocar el fuego que abrasaba al anciano, pero no consiguió sino hacer que se le comunicara a su traje.

Entonces quiso levantar a su padre y huir coa él, pero era imposible ya; las llamas lo invadían todo, el humo la cegaba y no podía dar un paso.

Comenzó a gritar, pero nadie podía escucharla, y cayó sin sentido, repitiendo maquinalmente:

-¡La marca del fuego! ¡la marca del fuego!

Doña Esperanza comenzó a percibir, primero el olor de las telas que ardían y luego el humo.

Levantose espantada: el humo venía de la habitación de Doña Juana.

-¡Mi madre! -exclamó, y corrió hacia la puerta de su aposento.

El humo era allí más denso: abrió, y con la corriente de aire se avivó el fuego, que se había apoderado ya de aquellas cámaras, y las llamas se alzaron terribles y amenazadoras: retrocedió Esperanza horrorizada, pero el fuego la seguía saliendo por aquella puerta; ella se refugió en un ángulo, y las colgaduras y los tapices comenzaron a arder.

  —300→  

La puerta estaba interceptada: Esperanza perdía el aliento, y pidió socorro con voz apagada; ¿pero quién podía dárselo? no había allí más que la dueña y la esclava; pensó en esto y se resignó a morir.

De repente un hombre atravesó entre las llamas, se llegó a ella y la levantó entre sus brazos.

Esperanza ya no sintió más; se había desmayado en los momentos mismos en que Martín, con un arrojo increíble, había penetrado hasta donde ella estaba y la salvaba de una muerte segura.

Cuando Garatuza salió de las llamas conduciendo a Esperanza, la casa estaba invadida por una multitud de personas que acudían llamadas por el lúgubre clamoreo de las campanas.

Martín no pudo ya encontrar a Don Alonso de Salazar: no había en la casa lugar seguro para depositar a Esperanza, y pensó que lo más prudente sería sacarla a la calle y esperar noticias de Doña Juana.

Así lo hizo, y en la acera de enfrente se detuvo con su carga; la joven apenas respiraba, y el humo que nublaba la atmósfera no era lo más a propósito para hacerla volver en sí.

Martín pensó en llevarla a su casa y volver a buscar al padre y a Doña Juana, y se puso en marcha.

La «casa colorada» no era ya más que una inmensa hoguera que alumbraba las calles más lejanas.

Martín llevando en peso a Doña Esperanza llegó hasta su casa.

La muda su mujer, acostumbrada ya a todas aquellas escenas, le recibió alumbrándole y conduciendo de la mano a la hijita de Martín, que era ya una niña como un serafín.

Doña Esperanza fue colocada en un sitial; Martín hizo señas   —301→   a María de que la asistiese, y volvió a salir para volver a la «casa colorada».

Una inmensa multitud invadía la calle de las Canoas; el incendio había consumido ya la «casa colorada» y amenazaba a las que estaban inmediatas.

Entre la muchedumbre penetró Martín a fuerza de puños, y llegó hasta muy cerca del lugar de la catástrofe.

Aquello era horrible: muebles hechos pedazos, restos de vajillas de porcelana, ropa, todo se había hacinado en la calle, pero en desorden, y todo estaba roto, y todo tenía algo que mostraba las huellas del fuego.

En cuanto a las personas que habitaban la casa, no se sabía sino del viejo portero, de la dueña y de la esclava.

Martín tenía seguridad de que Esperanza se había salvado: Don Felipe y Doña Juana de Carbajal habían perecido entra las llamas.

Las predicciones de los hechiceros se habían cumplido.



  —302→  

ArribaAbajo- X -

De lo que pasaba en la casa de Don Carlos de Arellano en la noche de la boda de Don Pedro de Mejía


En un aposento estrecho y poco alumbrado por un pequeño candil, un hombre se agitaba sobre una pobre cama, en los últimos esfuerzos que preceden a la muerte.

Era un anciano extraordinariamente flaco, sus ojos tenían el brillo de la lámpara que se extingue, su respiración era débil aunque tranquila, y sus manos huesosas saliendo de debajo de las ropas de su cama, recorrían como buscando sobre las sábanas alguna cosa que quizá el moribundo mismo no sabía qué era.

Cerca del lecho, un hombre ya de bastante edad le contemplaba lleno de interés y de cariño.

Nada interrumpía allí el silencio, y algunas veces podía percibirse el estertor que acometía al enfermo.

-Aquel moribundo era Don José de Abalabide, y el hombre que estaba en su cabecera Don Carlos de Arellano.

-Don Carlos -dijo débilmente el anciano.

-Aquí estoy -contestó Don Carlos.

-Acercaos, porque creo que me muero...

  —303→  

Don Carlos se acercó.

-Dadme vuestra mano; voy a tan largo viaje... que quiero... despedirme... de vos...

Don Carlos tendió su mano al enfermo, que se la estrechó con efusión.

-Don Carlos... mucho os debo... me habéis recibido... en vuestra casa como un hermano... os he enseñado cuanto sabía... yo no era malo... salí de la Inquisición... porque un día me echaron de allí y no supe más... no hice mal uso de mi ciencia nunca... quizá de lo único que me acusa mi corazón, es de lo que hicimos a Luisa... pero... a estas horas... la tinta debe haber caído, y Luisa estará como antes... ¡Ojalá que me perdone lo que la hicimos padecer...! Dios sabe cuánto me arrepiento... Adiós.

El anciano calló: Don Carlos llorando le miraba sin contestarle.

Poco a poco Arellana vio dibujarse la muerte en aquellas facciones; cesó la agitación del pecho, los ojos de Abalabide se cubrieron de un velo opaco; su boca quedó entreabierta y sin movimiento.

El anciano había espirado.

Don Carlos contempló largo rato aquel cadáver; después le cerró los ojos con religioso respeto, y salió del aposento en el instante en que sonaban en el zaguán dos fuertes aldabazos.

Poco después Don Pedro de Mejía llegaba al lado de Don Carlos.

Don Pedro tenía el rostro pálido y descompuesto, y sin saludar a Don Carlos y casi de una manera brusca, le preguntó:

-Don José Abalabide ¿vive aún aquí?

  —304→  

-Encomendadle a Dios, en este momento acaba de espirar -contestó tristemente Arellano.

-¡Maldición! -exclamó Don Pedro furioso-; todo me sale mal en esta noche.

Y sin esperar más, se embozó violentamente en su capa, y como un loco salió de la casa...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Don Alonso de Rivera sentado en un sitial en la casa de Mejía, esperaba con impaciencia la vuelta de éste, que había ido en busca de Don José de Abalabide.

Rivera tenía la persuasión de que llegando el anciano, saldrían inmediatamente de la duda; podía tener un remedio para descubrir si el color de la negra que se quería presentar como la esposa de Don Pedro, era natural o efecto de algún arte. Este le parecía el medio más sencillo para romper aquel nudo que venía a ligar la vida de Don Pedro, impidiéndole contraer matrimonio con Doña Catalina.

Oyó por fin pasos, la puerta se abrió con violencia y Don Pedro entró más sombrío que antes.

-¿Qué ha pasado? -preguntó Don Alonso- ¿qué es de Don José?

-La maldición del cielo está sobre nosotros; en este momento acaba de espirar Don José de Abalabide.

Rivera inclinó la cabeza y quedó silencioso.

-Don Alonso -dijo Mejía- la madre de Estela está presa; ella había despedido a sus criados, quizá esté sola, quizá no haya quien la acompañe: me ha despedido vergonzosamente; pero aún la amo: id, procurad calmarla, haré por ella cuanto quiera; id, por vuestra vida os lo suplico.

-Iré -contestó Rivera, y salió calándose su sombrero y alzando el embozo de su capa.

Don Pedro se asomó al balcón para ver las ventanas de   —305→   la casa de Doña Catalina; pero la casa estaba oscura y triste.

Don Alonso de Rivera había atravesado la calle y llegaba a la casa de Catalina.

Sin ceremonia, empujó el zaguán; estaba abierto, y el portero salía a ver quién llegaba a esa hora.

Don Alonso sin hablar se dirigió a la escalera, que estaba sin luz.

-Caballero, caballero -dijo el portero.

-¿Qué se ofrece? -contestó deteniéndose Don Alonso.

-¿Busca a alguien su señoría?

-¿No me conoces?

-Por lo mismo pregunto a su señoría.

-Busco a la señora.

-No hay nadie arriba.

-¡Cómo! ¿no hay nadie?

-No, señor.

-¿Pues y la señora?

-Hace ya rato que salió.

-Sí, señor.

-¿Sola?

-Con un caballero embozado, a quien no conozco.

-¿Dijo si volvía?

-Cerró todas las puertas y se llevó las llaves.

-¿Pero quién era ese caballero?

-No le conocí; tenía alzado el embozo, y lo único que pude advertir, fue que traía espada.

-Es extraño -pensó Don Alonso; no me figuro quién pueda ser. ¿Y qué rumbo tomaron?

-No vi.

Don Alonso quedó pensativo y sin moverse; su cabeza   —306→   se perdía en un laberinto de conjeturas a cual más absurdas.

Sacudió la cabeza, y luego sin hablar más, salió a la calle y se volvió a la casa de Don Pedro.

Mejía estaba aún en el balcón, y al ver el bulto que dirigiéndose a su casa se desprendía de la de Doña Catalina, tuvo la ilusión de que aquella mujer le enviaba a llamar y que una tierna reconciliación iba a compensar todas las penas de aquella noche. Don Alonso habría convencido a la joven, le habría manifestado la inocencia de su amigo, y ella, sola y abandonada, comprendiendo su situación, se habría dulcificado.

Halagado con estas ideas y esperando una noticia feliz, Don Pedro corrió al encuentro de Don Alonso, que llegaba en aquel momento.

-Todo está arreglado, ¿es verdad? -le dijo. Estela consiente en verme, en recibirme, ¿no es cierto? Decid, Don Alonso; ¿por qué calláis?

-Don Pedro, tened valor -contestó Don Alonso.

-¿Qué, insiste en no verme? ¿nada habéis conseguido?

-Peor que eso, Don Pedro, peor que eso.

-¿Pues qué hay? ¿qué hay? Sacadme de esta ansiedad que me mata.

-Don Pedro, esa mujer ha huido.

-¿Ha huido? ¿ha huido? Dios mío, ¿estoy maldito?

-Valor, Don Pedro, valor.

-¿Valor? ¿valor es acaso lo que me falta? ¡Ah, ingrata! ¡Ha huido cuando yo la amaba tanto! ¡Esa mujer me engañaba, Don Alonso! Es como todas, como todas, infame, infame...

Y como un loco, Don Pedro se puso a pasear de arriba a abajo en el salón, pronunciando palabras entrecortadas: Don   —307→   Alonso le miraba con lástima. De repente se detuvo Mejía y le dirigió la palabra.

-¿Y no pensáis -le dijo- que esa pobre niña, quizá por su abandono, por su situación, se ha desesperado y ha tenido que irse al lado de algunos parientes o conocidos suyos, que la encontraremos?

-No abriguéis esperanzas, Don Pedro; triste pero necesario me es decíroslo: ningún pariente, ningún conocido tenía más que yo; esa mujer ha huido para siempre.

-¡Oh, eso es imposible! imposible; ¡ella, tan buena, tan humilde, tan virtuosa, dar semejante paso! No, vos la calumniáis, y por mi fe que no lo merece.

-Don Pedro, yo conozco que esto debe ser para vos incomprensible, como lo es para mí; pero ¿quién puede gloriarse de conocer el alma de una mujer? Don Pedro, quizá nos ha engañado; y puesto que nada os liga con ella, olvidadla, aún podéis ser feliz.

-¿Olvidarla, ser feliz? ¿Y lo creéis vos, Don Alonso? Si ante el mundo no tengo vínculo ninguno con esa mujer, le tengo en mi corazón; ¡la amo, la amo, y soy muy desgraciado!

Don Pedro en un arranque de pasión se cubrió el rostro con las manos y se puso casi a sollozar.

A pesar de la frialdad de su corazón, Don Alonso sintió remordimientos de lo que había hecho, de la parte que tenía en todo aquello, y comenzaba a arrepentirse.

Pero declarárselo todo a Mejía era perderse con él y exponerse a la venganza de Catalina, que tenía en su poder como una arma poderosa el contrato que habían firmado.

-Don Pedro -dijo Don Alonso- me ocurre otra cosa.

Mejía se quedó mirándole.

-Que quizá Don Carlos de Arellano -continuó Don Alonso- que vivió tanto tiempo con Abalabide, conozca algunos   —308→   de sus secretos y pueda decirnos lo que no es posible preguntar a aquel.

-Tenéis razón.

-Mañana mismo me encargo de verle y le haré venir.

-Mucho os lo agradecería.

-Don Pedro, ¿tenéis confianza en mí? Yo encontraré a Estela, puesto que tal empeño tenéis. Yo haré venir a Don Carlos, y espero que mis sospechas saldrán ciertas, y yo, en fin, disiparé esa tempestad que ruge sobre vuestra cabeza.

Mejía escuchaba con placer; eran las primeras palabras de esperanza que oía en aquella noche, era el primer consuelo en su inmenso dolor; y luego Don Alonso le hablaba con tanta seguridad, con tanta fe, que Don Pedro no pudo menos de sentirse impresionado.

-Es muy noche -continuó Rivera- estáis muy fatigado; retiraos a vuestra cámara y procurad reconciliar el sueño: mañana el sol os hará ver menos negra vuestra fortuna, y mañana veréis cuánto avanzo en mis trabajos: os prometo romper esa red que nos ha envuelto: id a descansar.

-Tenéis razón -contestó Mejía-; lo que necesita mi cuerpo y mi espíritu es el descanso: me retiro; buenas noches.

-Dios os consuele.

Don Alonso salió de la casa de Don Pedro; éste se dirigió a su cámara, pero allí le esperaba otro nuevo disgusto.

El soberbio lecho nupcial estaba preparado para recibir a Doña Catalina, y Don Pedro pensó en esto y le contempló con tristeza.

El lecho estaba envuelto con soberbias colgaduras de damasco, y Mejía se acercó a él y las levantó; pero casi al mismo tiempo dio un grito, retrocediendo horrorizado.

  —309→  

Sobre los blancos almohadones y entre blondas y bordados, se dibujaba la fea cabeza de la negra que el arzobispo había traído. Dormía profundamente y se había acostado como en su cama.

En vano Don Pedro quiso saber quién la había llevado allí, nadie pudo darle razón; y él disgustado, fue a pasar la noche a otro aposento.

En aquellos momentos, Lázaro el pobre, como le llamaban los lacayos, decía, procurando dormirse:

-No se ha perdido el tiempo; ¡pobre de ti, Mejía, pobre de ti!



  —310→  

ArribaAbajo- XI -

De cómo el virrey se preparaba para resistir la invasión de los holandeses y las conspiraciones de los criollos


Verdaderamente crítica era la situación del virrey marqués de Cerralvo en los primeros meses de su gobierno.

Los holandeses habían tomado a Acapulco, y por allí amenazaba, además de una invasión a la colonia, la interrupción completa de todo comercio con Filipinas; no se podían enviar, como era preciso, refuerzos y auxilios a Manila, y corrían riesgo aquellas posesiones de la corona de España con las audaces incursiones del príncipe de Nassau, que mostraba tener un genio emprendedor y un talento particular para buscar en la fuente de los recursos de los monarcas españoles sus propios recursos y la debilidad de aquella nación.

Pero en el interior de la colonia no estaba tampoco muy bonancible la situación para los dominadores.

El descubrimiento de la conspiración fraguada por los criollos a la sombra del gran tumulto acaecido en la ciudad contra el marqués de Gelvez, tenía inquietos los ánimos del virrey y del visitador.

Algo habían descubierto de la conspiración, pero esto no era todo lo necesario para estar tranquilos; era, además, preciso indispensable, formar unos tercios que salieran a libertar a Acapulco, y por lo menos algunas compañías, para atender   —311→   a la seguridad de México y sofocar cualquiera clase de revolución.

El virrey y el visitador se dividieron el trabajo, y el primero se dedicó a organización de la fuerza que debía salir para Acapulco, y el segundo se encargó de seguir la pista a los conspiradores y atender a la seguridad del interior.

La recluta y el levantamiento de gente se hacía con la mayor diligencia; cada día aumentaba el número de los soldados y de las armas, y cada día iba disipándose más y más la sombría nube que cubría la frente del virrey.

El visitador por su parte no descansaba; con la prisión de Leonel y Doña Catalina creía haber encontrado el hilo del ovillo, y había comenzado a levantar un proceso, practicando infinitas diligencias; pero todos sus esfuerzos se habían estrellado contra la ignorancia real o perfectamente fingida de Doña Catalina, y contra la tenaz e inflexible negativa de Don Leonel.

El visitador comenzaba ya a desesperarse.

Don Leonel estaba desesperado; el terrible descubrimiento que le había hecho Don Nuño de que la joven que amaba era su hermana y que toda esperanza debía perderse y ahogar en su seno aquella pasión, le tenían verdaderamente fuera de sí.

Don Nuño por su parte también estaba triste; comprendía que había causado la desgracia y la desesperación de su hijo, y a esto se agregaba el fastidio de aquella prisión, que se iba prolongando sin justicia ninguna.

Un día el carcelero les refirió que las llamas habían consumido la «casa colorada» de la Calle de las Canoas; pero esta noticia apenas afectó al padre y al hijo; ambos creían que Doña Juana estaba presa, y Doña Esperanza había desaparecido.

  —312→  

Los días pasaban y el visitador nada podía avanzar en el proceso; se había cateado y registrado escrupulosamente la casa del Cristo, en que Don Baltasar de Salmerón había dicho que se reunían los conjurados, y aquella casa se había encontrado desierta.

El visitador se resolvió a consultar el negocio con el virrey, y aprovechó un momento en que el marqués parecía estar más desocupado para hablarle.

-Hállome -dijo el visitador- en un lance tan difícil, que he creído necesario consultar a V. E. para buscar en su prudencia un consejo.

-¿Qué acontece a su señoría? -preguntó el virrey.

-Tengo en cárcel segura a Don Leonel de Salazar y a la dama que dice llamarse Doña Catalina de Armijo, denunciados por Salmerón como los principales en la conspiración de los criollos.

-Lo sabía yo, y creo que con esto ya su señoría puede decir que lo sabe todo...

-Esto es precisamente lo que me desespera. Hace ya varios días que están presos, se han practicado varias diligencias, y sin embargo, preciso será confesarlo a V. E., ni de sus declaraciones, ni de ninguna de las diligencias, por más que mi mayor empeño he puesto en ello, brota ni la más pequeña claridad, ni el menor indicio, ni nada que guiarnos pueda en este laberinto, en el que no tenemos más que las denuncias de Salmerón.

-Quizá más adelante...

-Lo juzgo imposible; se ha hecho un registro escrupuloso en todas las casas indicadas por Salmerón, y nada. Una de dos cosas suceden: o la denuncia es falsa y calumniosa, lo cual no creo, o los culpables han tenido aviso y tiempo para ocultar todos los indicios de su delito, y para   —313→   ponerse de acuerdo en sus declaraciones, caso de que pudiera haberse descubierto algo por la justicia.

-Eso me parece más probable. ¿Pero cómo podían saber lo que aquí se trataba?

-Eso me parece lo más fácil. Recuerde V. E. a Benjamín, el ayuda de cámara de S. E.

-¡Y cómo no! valiente tuno, que me ha saqueado en cuatro días el palacio, como pudiera haberlo hecho una partida de los bravos marinos del príncipe de Nassau en ocho.

-Pues como debe suponer V. E., no es ese su único delito, sino que ejercía además aquí el papel de espía de los conjurados, y esto se confirma con los dichos de Don Baltasar de Salmerón.

-Efectivamente; pero ahora, ¿qué remedio? Lo que pasó, pasó, y debo, en honor de la verdad, confesar a su señoría que siento lo ocurrido, porque ese perillán me hace gracia.

-No se le puede negar que es hombre de ingenio...

-Y mucho.

-Pero ahora vamos a lo que quería consultar con V. E.

-Y es verdad; dígame su señoría.

-Don Leonel y esa dama siguen en prisión, pero esto no puede prolongarse así por más tiempo; si inocentes son, yo no debo mantenerlos injustamente presos, y si culpables, como nada se les puede probar, están en el mismo caso que si no lo fueran. Ahora en lo que quisiera saber la opinión de V. E., es en si sería peligroso para la pública tranquilidad el excarcelamiento de Don Leonel y de la señora.

-¡Hum! -dijo el virrey- la cosa es grave.

-Grave es en efecto, porque de un lado tenemos nuestra obligación con S. M. de la guarda de estos sus reinos, y   —314→   de la otra nuestro juramento de administrar recta y cumplida justicia.

-Podría tomarse un término medio.

-¿Cual...?

-Que su señoría dispusiese que la dama se pusiera en libertad luego, por respeto a su sexo y su debilidad, y en cuanto a Don Leonel, que quedara en guarda hasta practicar algunas más averiguaciones.

-Paréceme tanto más prudente la resolución de V. E., cuanto que en la dama he reconocido un fondo de franqueza y de verdad tan claro, que nunca se niega a contestar a lo que se le pregunta como el Don Leonel, ni hay en sus respuestas contradicciones ni reticencias.

-Alégrome entonces de haber dejado satisfecho a S. E.

-Y tanto, que ahora mismo voy a hablar con la dama, y a ponerla en libertad, y con el permiso de V. E. me retiro.

-Puede hacerlo su señoría.

El visitador se dirigió a la prisión de Doña Catalina.

A pesar de los miramientos con que el visitador había dispuesto que se la tratara, la madre de Catalina estaba en una situación bien triste.

Como nadie de su casa había procurado buscarla, la vieja Doña Catalina vestía aún el mismo traje de gala con que había salido de la casa de Don Pedro; pero como en la prisión no tenía ni cama ni sillas, sino un miserable petate, aquella ropa estaba sucia, ajada y rota en algunas partes. Doña Catalina estaba pálida y casi enferma.

Había contestado la verdad en sus declaraciones, porque en efecto, ella nada sabía de la conspiración ni de los planes de Don Leonel de Salazar ni del Padre Alfonso.

Cuando el visitador penetró, Doña Catalina estaba sentada en el suelo.

  —315→  

-Dios os guarde, señora -dijo el visitador.

-Lo propio deseo a su señoría -contestó.

-Vengo a deciros que puesto que nada hay contra vos ni nada puede averiguarse, libre sois para poder ir adonde mejor os parezca.

-Tardía en verdad es vuestra justicia -contestó Doña Catalina, con una amarga sonrisa.

-No es en verdad por mi culpa, que mi mayor deseo ha sido no causaros molestia de ninguna clase.

-Y a fe mía, que su señoría lo ha conseguido; me habéis arrancado de mi casa, tenido en prisión, registrado mi cuerpo por ver si tenía una mancha roja en la espalda, tomádome muchas declaraciones, y el día que mejor os dio la gana, me decís con gran donaire: «libre sois, y podéis retiraros». ¿No piensa su señoría lo que diría S. M. al saber cómo se administra justicia en su reino y cómo se trata a damas tan principales como yo?

-Señora -contestó algo amostazado el visitador- si así agradecéis el empeño que por vos tomo, siento no haberlo sabido desde antes; pero os aconsejo como más prudente que en vez de procuraros nuevos disgustos con la justicia, salgáis aprovechando nuestro favor.

-¡Valiente favor! ¡y valiente consejo! Sin embargo, le tomo, que inútil sería lo demás: ¿dio su señoría orden para que no se me detuviera en la salida?

-Podéis hacer la prueba cuando gustéis.

-Entonces ahora mismo, que no me siento aquí nada contenta.

Y Doña Catalina, tomando el manto mismo que para venir le había servido, se envolvió en él, y salió sin despedirse del visitador.

-Gente ingrata e indomable son estos criollos -dijo él   —316→   siguiéndola-; no merecen lo que se hace por ellos; pero si no fuera porque es necesaria la prudencia, yo les enseñaría cómo deben manejarse.

Cuando llegó a la puerta de la cárcel, ya Doña Catalina había salido, y como ésta ignoraba lo acontecido en su casa con su hija, se dirigió para la calle de Ixtapalapa.

Don Pedro por una casualidad la vio venir, y comprendió por su traje que acababa de salir de la prisión y que no sabía la fuga de Catalina; creyó que esto era para él un acontecimiento feliz y se dirigió a su encuentro.

La vieja le vio venir y le reconoció al punto; estaba indignada por la escena que había comenzado a presenciar la noche del matrimonio de Don Pedro; pero como no pudo ver el desenlace de aquella escena, y conocía el carácter poco escrupuloso de su hija, y la libertad de sus costumbres, se le figuró que Don Pedro y Catalina se habían arreglado, y más teniendo por intermedio a Don Alonso. Esta solución le parecía a la vieja la más oportuna y la más conveniente.

Don Pedro se acercó a ella triste, y ella le recibió con la fisonomía más franca y más alegre.

-¡Cuánto gusto tengo -díjole Don Pedro- de volver a veros!

-Como que a milagro puede tenerse, que así anda en esta tierra la justicia de S. M.

-Paréceme, señora, que en efecto se os ha tratado como no merecéis.

-¡Oh! ¿qué me decís de mi hija?

Aquella pregunta así, tan indiferente, aquel aire de menosprecio, para un acontecimiento como era el de la prisión, para una dama de entidad, comenzaron a chocar a Don Pedro, que aunque no era hombre de gran talento, estaba   —317→   acostumbrado al trato de las señoras más principales de la ciudad.

-¿Queréis pasar a mi casa, y hablaremos? -dijo Mejía sin contestar directamente a la pregunta de Doña Catalina.

-Supongo que mi hija estará allí.

-Por ahora no.

-¿Cómo es eso?

-Os suplico que entréis, porque muchas cosas tengo que deciros.

-Vaya, pues.

Y Don Pedro la condujo hasta una de las salas de la casa.

-Tomad asiento, señora, que aquí podemos hablar.

-Decid, que os escucho con atención.

-¿Recordáis cuanto pasó la noche desgraciada de mi enlace con vuestra hija?

-Sí, hasta el momento en que la justicia vino por mí.

-Bien; pues apenas habíais salido, vuestra hija se levantó y salió también sin decirme una palabra, se fue para su casa; seguila para satisfacerla y pedirle perdón de lo acaecido, en lo que yo no tenía la culpa, y me arrojó de su presencia.

-¡Qué tontera! -exclamó Doña Catalina, pensando quizá en las ventajas que podía haber sacado de Don Pedro en aquellas circunstancias.

-Salí desesperado, pensaba en la muerte, en la locura, yo no sabía lo que por mí pasaba; Don Alonso de Rivera se compadeció de mí y volvió a la casa; pero vuestra hija había desaparecido, saliendo, según dijo un portero, con un hombre embozado.

Cuando Don Pedro esperaba que el asombro, el dolor, la indignación, se pintarán en el rostro de aquella mujer al escuchar la noticia de la desaparición de su hija, y que sollozos   —318→   y lágrimas fueran la expresión de sus sentimientos, con el mayor espanto la miró permanecer tranquila, mover la cabeza, y hasta con cierta especie de sonrisa decir únicamente:

-Y es capaz de todo eso; así es ella.

Como una niebla que disipa el viento y deja ver puro el sol y claro el paisaje que ocultaba, así se corrió a los ojos de Mejía el velo que le había cegado; aquellas palabras hicieron brotar en su cerebro un mundo de ideas, que antes le hubieran parecido absurdos y quimeras.

Comprendió qué clase de hija sería aquella de la que una madre se expresaba así, comprendió cuáles serían las costumbres y los antecedentes de una familia en la que así se recibía la noticia de un hecho tan escandaloso.

Don Pedro no tuvo ni qué decir: aquél descubrimiento helaba su sangre, y sin embargo, sintió que su amor y sus deseos se encendían más, porque la mujer que había creído lejos de sí, la sentía acercarse repentinamente hasta el alcance de su mano.

-Supongo -dijo Doña Catalina- que perdonaréis esta falta de mi hija: es tan joven, le falta la experiencia, y luego que sin mí no sabría ni qué hacer.

-En efecto -contestó Mejía.

-¿Y sabéis adónde está?

-Lo ignoro completamente.

-Yo la encontraré, y creo que no tendréis dificultad en recibirla.

Don Pedro estaba asombrado de aquel cinismo.

-Señora, podéis buscarla y decirla que siempre seré para ella el mismo, si ella es la misma para mí.

-Pues de encontrarla tengo; entretanto, viviré como antes, en la casa de enfrente.

  —319→  

-Y contad para todo conmigo.

-Gracias; os aseguro que pronto encontraré a mi hija.

La vieja se despidió y salió satisfecha de la conferencia, aunque disgustada de la conducta de Catalina.

Don Pedro quedó sin explicarse lo que sentía, si era el amor a la que él conocía por Estela, o era el desprecio hacia aquella familia; si era la tristeza de haberla perdido, o la de volver a encontrarla ya sin el velo misterioso que la rodeaba.

Pensaba en esto cuando oyó detrás de sí un ligero ruido y volviose a ver quién era.

La negra había entrado y se colocaba en un sitial; Mejía contempló un momento aquel rostro estúpido, y luego exclamó con cierto aire de resignación:

-Sea esta mujer Luisa o no lo sea, no me conviene ya aclarar este misterio; lo que ayer era para mí una desgracia, quizá sea hoy una fortuna: ya veremos.



  —320→  

ArribaAbajo- XII -

De cómo a un hueso y a un sombrero puede un hombre deberle la vida y la libertad


Al siguiente día del incendio de la «casa colorada» Martín tomó uno de tantos disfraces, y determinó salir a la calle en busca de noticias del Padre Salazar y de Doña Juana, porque no creía que ésta hubiera perecido: como Doña Esperanza se había salvado y todos la creían muerta, así podía haber acontecido con Doña Juana.

Además, Martín tenía otra razón para buscar a la señora Carbajal, y era que Doña Esperanza estaba verdaderamente loca, queriendo salir en busca de su madre y sin encontrar consuelo en nada.

Martín tenía buen corazón, y el estado de Doña Esperanza le afectaba profundamente; así es que apenas fue de día claro, tomó su sombrero y se encaminó a la calle de las Canoas.

La «casa colorada» presentaba un espectáculo bien triste: ruinas humeantes y ennegrecidas, algunas paredes en pie, con ventanas cerradas que por casualidad había respetado el fuego; muebles rotos, baúles, cajones y hasta ropa; y luego multitud de gentes, que rascaban y que apartaban los escombros buscando algo que aprovechar, algo que llevarse.

  —321→  

Garatuza penetró entre aquella multitud, buscando a su vez algún testigo, procurando alguna noticia, pero nada; ni quien se hubiera tomado el trabajo de informarse de la suerte de los moradores de la casa.

Un hombre estaba inclinado examinando los restos de un volumen en folio que había sobre un montón de tierra; Garatuza estaba cerca de él, y quiso probar fortuna por si acaso él sabía algo, y le habló.

El hombre volvió el rostro, y poco faltó a Garatuza para gritar: era Don Baltasar de Salmerón.

Si Martín era astuto, Don Baltasar no le iba en zaga, y uno y otro se conocieron y procuraron mutuamente engañarse, y lo consiguieron.

Martín preguntó candorosamente y Salmerón le contestó con ingenuidad: nada sabía.

-No me ha conocido -pensó Martín.

-No me ha conocido -pensó Salmerón.

Martín procuró escurrirse por un lado para escapar, mientras que Salmerón procuró ocultarse para observarle, mandando luego pedir auxilio para aprehenderle.

Pero en aquel día la suerte estaba contra Martín, y muy a mano se encontró Salmerón a los alguaciles, que antes de caminar dos calles echaron la garra a Garatuza, que en medio de los corchetes y con un traje semiclerical hizo su entrada solemne a la cárcel.

Don Baltasar ocurrió inmediatamente a pedir una audiencia al virrey; esperó más de dos horas en la antesala, pero al fin consiguió ser recibido.

-Señor Excmo. -dijo haciendo una profunda reverencia- vengo a participaros una noticia que no deja de tener importancia.

-¿Qué ocurre?

  —322→  

-Con el oportuno auxilio de cuatro alguaciles, he logrado poner en segura prisión al hombre que ganando la confianza de S. E., descubrió los secretos de palacio a los enemigos de S. M. y logró interceptar las denuncias que hice a S. E.

-Buena presa, buena presa: ¿y en dónde está el perillán?

-En la cárcel, Excmo. señor, a las órdenes de V. E.

-Magnífico; esta noche misma iré a examinarle yo personalmente, porque es una pieza el tal Benjamín que ya...

-¿Quiere V. E. que dé alguna orden en la cárcel?

-Sí, tomad: -el virrey escribió-. Esta es la orden para que esta noche a las ocho me traigan aquí a ese maula.

-¿La entregaré al alcaide?

-Sí, y mañana tendréis cuidado de venir a verme.

Don Baltasar hizo una gran reverencia, y se retiró a llevar la orden del marqués.

Poco antes de las ocho el virrey y el visitador estaban reunidos en una estancia de la habitación particular de S. E.: aquella estancia tenía dos puertas, una que conducía al interior de las habitaciones, y la otra a las antesalas del Palacio.

S. E. y el señor visitador estaban sentados en dos sitiales, y tenían delante una gran mesa sobre la que ardían dos bujías de cera, colocadas en dos magníficos candeleros de plata.

-¿Cree S. S. que no podrá sacarse nada del tal Benjamín? -decía el virrey.

-Dificúltolo mucho -contestó el visitador, que trazas tiene de muy listo y entendido.

-¿Ni con amenazas?

-Es el peor camino que pudiera escogerse, que bien creo que si algo se consigue, será por la dulzura; y diré más a S. E., que si ese hombre se docilitara, ninguno como él podría hacer grandes revelaciones...

  —323→  

-Probaremos.

-Pruebe la dulzura S. E., que si no produce el efecto que espero, tiempo quedará para el rigor.

-Creo que llega nuestro hombre, porque oigo ruido en la antesala, y acaban de sonar las ocho.

En efecto, anunciaron a S. E. que el alcaide de la cárcel con una ronda, traía al hombre que S. E. había pedido.

-Decid al alcaide que pase.

El alcaide se presentó haciendo grotescas reverencias.

-¿Viene ese hombre amarrado? -preguntó el virrey.

-Sí, Excmo. señor.

-Le haréis quitar las ligaduras.

-Sí, Excmo. señor.

-Luego haréis que entre solo, pero cuidando de registrar que no traiga arma oculta.

-Sí Excmo. señor.

-Despachad.

Aquí el alcaide hizo otras mil reverencias y salió: pocos momentos después entró Martín con un aire contrito, y llevando en la mano un ancho sombrero de palma. Parecía el ser más humilde y más inofensivo de la tierra. Al entrar volvió a cerrar la puerta de la antesala.

-¡Hola! -dijo el virrey- mira qué humildad y qué cara de santo pones: acércate.

Martín obedeció, y quedó separado del virrey y del visitador por la mesa sobre la cual ardían las dos bujías.

-¿Conque tú -continuó S. E.- te has burlado de mí, has robado en palacio, y has vendido los secretos del gobierno a los enemigos de S. M.?

-Señor... -dijo Garatuza.

-Bien mereces un ejemplar castigo y que te mande ahorcar en medio de la Plaza Mayor.

  —324→  

Garatuza inclinó la cabeza; pero sus ojos centellantes examinaban toda la habitación.

-Solo un modo hay para que te libres del patíbulo que te espera: ¿quieres escapar de la horca?

-Con mucho gusto, Excmo. señor.

-Pues confiesa.

-¿Qué he de confesar?

-Ante todo, ¿cómo has hecho para escapar hasta hoy de la justicia?

-Señor...

-Confiesa.

-Y si le muestro a V. E. el cómo, ¿no tendrá funestos resultados?

-No.

-¿De veras, Excmo. señor?

-Vamos, te empeño mi palabra.

-Pues va a ver V. E., y lo hago todo con su permiso.

Garatuza entonces se caló sin ceremonia el sombrero, apagó violentamente las dos bujías que daban luz a la pieza, y echó a correr por la puerta, que conducía al interior de las habitaciones, cerrándola por dentro.

Tan rápidos y tan inesperados habían sido aquellos acontecimientos, que S. E. y el visitador quedaron por algunos instantes estupefactos.

El virrey fue el primero que ocurrió a tocar la campanilla para llamar; pero su mano tropezó con los candeleros y no pudo encontrar lo que buscaba: gritó entonces, pero en la antesala creían que regañaba a Martín, y nadie acudió. Entonces el virrey y el visitador determinaron levantarse y llamar a los alguaciles.

Pero la oscuridad de la cámara era tan densa, que varias veces uno y otro se encontraron sin dar con la puerta;   —325→   el virrey reía con todas sus ganas, y el visitador echaba espuma de la cólera.

Los alguaciles y los criados y todos entraron en persecución de Garatuza; pero cada puerta era un nuevo obstáculo, porque Martín había cuidado de irlas cerrando todas.

Garatuza llegó por el interior de Palacio hasta una escalerilla que conducía a la azotea; estaba cerrada, pero la llave estaba allí, y Martín logró abrirla, y sintió el aire de la noche y se encontró en los terrados.

Comenzó a correr por allí buscando el lugar en que los techos estuvieran a menos altura de la calle para dejarse caer. Una tapia con una puertecilla débil se interpuso en su marcha; Martín no llevaba ni puñal, ni daga, ni otra cosa con que forzar la cerradura; buscó a tientas, y ayudándose algo con la escasa claridad de las estrellas, su fortuna le deparó un hueso. No era exactamente lo que necesitaba, pero ya era mucho para su situación.

Martín rompió la puerta con el hueso, y logró pasar; ya era tiempo, porque a lo lejos miró en las azoteas el brillo de los farolitos de los alguaciles.

Había llegado Martín hasta un lugar de donde no le era posible pasar; allí, como un precipicio, estaba la calle que formaba la espalda del Palacio.

Midió con los ojos la distancia que le separaba del piso de la calle, y se decidió.

Martín había andado bastante entre la gente perdida, para no saber lo que se hace en caso semejante, con objeto de procurar una caída suave disminuyendo la velocidad.

Sin conocer las causas físicas, sabía preparar los efectos.

El muro por aquel lado estaba enteramente plano; no había cornisa, ni ventana, ni moldura que interrumpiera hasta el cimiento su tersa superficie.

  —326→  

Martín se colocó en el bordo, tomó entre sus dos pies la copa de su sombrero, quedando el ala tendida bajo sus puntas, se suspendió con la mano izquierda, mientras que con la derecha sujetaba como un puñal el hueso que había encontrado en la azotea, y lo apoyó fuertemente contra la pared.

Entonces se desprendió.

Como era natural, el sombrero hacía el efecto de un paracaídas, y el rozamiento del hueso contra el muro disminuía un tanto la velocidad de la caída, y le servía al mismo tiempo para conservar la posición vertical y aprovecharse del auxilio que le prestaba el aire oprimido por el sombrero.

Era seguro que ni Garatuza, ni los truhanes que le habían enseñado aquellas cosas, sabían el por qué; pero era un método que siempre les había dado buenos resultados, y esto era bastante; y merced a estas precauciones, Martín llegó a tierra con felicidad.

El sacudimiento de la caída lo desconcertó por un momento; pero a poco se repuso, tomó su sombrero, se lo puso y echó a correr.

Desgraciadamente la alarma había cundido a la calle, y los farolillos de los alguaciles y de las rondas comenzaban a lucir en las calles vecinas a Palacio.

Martín tomó sin intención la primera salida que se le presentó; pero a pocos pasos un hombre se destacó de una puerta, y tendiéndole una lanza, le gritó con voz estentórea:

-Alto y téngase a la justicia.

Era un alabardero; Martín comprendió que cualquiera vacilación podía perderle, y determinó jugar el todo por el todo; se quitó rápidamente el sombrero con la mano izquierda, y sirviéndose de él como de una adarga, apartó el arma que   —327→   le amenazaba, y con el hueso que aún no había soltado, dio con la diestra tal golpe al alabardero en la cabeza, que le dejó privado de sentido.

Saltó sobre el cuerpo de aquel infeliz y siguió corriendo.

Los alguaciles venían ya muy cerca, y Martín, fatigado ya, percibía cada vez más cerca el ruido de sus pasos.

Estaba ya exánime cuando volvió una esquina y oyó el ruido de un chorro de agua que caía de una de esas fuentes que había incrustadas en las paredes, de las que aún se conservan algunas, y que forman una especie de grutas en las calles.

Una idea súbita alumbró a Martín, y tan rápida como ella fue la ejecución.

Arrojó hacia adelante el sombrero con todas sus fuerzas, luego el hueso, y se metió dentro de la fuente.

La noche estaba oscura y los perseguidores no pudieron ver a Martín que se ocultaba, pero oyeron a lo lejos el ruido del hueso que iba rebotando sobre las piedras.

-Ahí va -dijo uno.

Y todos siguieron corriendo. Martín, temblando de frío, los sintió pasar a su lado y se sumergió más; cuando ya no había ninguno, sacó la cabeza y escuchó.

Habían encontrado su sombrero.

-Es seguro que por aquí pasó -decía uno- que aquí ha dejado el sombrero.

-Entonces debemos buscarle por aquí -contestaba otro.

-Por aquí no -replicó el que había hablado primero-; si esta prenda se quedó aquí, el dueño debe ir adelante; el sombrero debe habérsele caído en la carrera, y no había de adelantarse; que lo que se tira en una fuga queda siempre atrás y no adelante.

-Razón tenéis de sobra, soy un tonto.

  —328→  

Martín les vio alejarse rápidamente, y salió escurriendo agua de su escondite.

Procuró tomar entonces una dirección opuesta a la de la ronda, sacudiéndose para secarse, y dando rodeos por las calles, de manera que si por desgracia seguían el rastro del agua, no diesen con él.

Cuando estuvo seguro de que ya no se desprendían gotas tan gruesas y tan abundantes de sus ropas, se dirigió a su casa, y llegó en los momentos en que menos le esperaba la pobre muda.

Martín se desnudó con tanta tranquilidad como si nada le hubiera pasado, y a poco rato dormía como si no le anduviesen buscando las rondas por toda la ciudad.



  —329→  

ArribaAbajo- XIII -

De lo que Martín, Don César y Teodoro acordaron respecto de Doña Esperanza, y de lo que había pasado a Doña Catalina


Las pesquisas fueron inútiles para encontrar a Garatuza; el virrey se contentó con prevenir a la justicia que procurase su aprehensión, y Martín para no tener un mal encuentro, determinó permanecer oculto en su casa.

Doña Esperanza había quedado sola sobre la tierra y comprendió por fin su situación y la muerte de Doña Juan, a pesar del cuidado que por ocultarla tuvo Martín.

Si Leonel no hubiera estado preso, quizá Esperanza no hubiera sentido tan absoluto su aislamiento; pero no sabía más de él sino que continuaba en desgracia, y esto aumentaba lo profundo de su pena.

Martín se resolvió una noche a salir para ir en busca de Teodoro; era el único de sus amigos en quien tenía plena confianza, y el único capaz de darle sus consejos y valerle en algo.

Teodoro recibió a Garatuza con el mismo cariño de siempre, y éste le contó los últimos acontecimientos de su vida. Teodoro le escuchó hasta el fin.

-¿Y qué pensáis hacer ahora? -le preguntó.

  —330→  

-En cuanto a mi persona, ya Dios dirá; pero he aquí que tengo otra cosa de más importancia que me aflige en estos momentos.

-¿Y qué cosa es esa?

-¿Sabéis que se incendió la «casa colorada»?

-Sí, la de la calle de las Canoas.

-Exactamente: pues bien, esa casa pertenecía a Doña Juana de Carbajal, que en ella vivía con su hija.

-Sí.

-Doña Juana pereció entre las llamas, yo logré salvar a la joven y está en mi casa; pero ha quedado sin tener en el mundo persona a quien volver sus ojos.

-¡Oh! si eso es todo, ya sabéis que mi casa y mi persona pueden servir de algo; no soy muy rico, pero en fin...

-No, Teodoro, no es precisamente eso de lo que se trata: voy a contaros parte de un gran secreto, con el designio de que me ayudéis, que se trata de una buena obra.

-Bien, decid.

-Doña Esperanza, que así se llama la joven de que os hablo, es hija de Don Pedro de Mejía.

-¿Hija de Don Pedro?

-Lo sé de una manera indudable; es su hija, y mi gran empeño es obligarle a reconocerla, porque esa joven debe y merece ser la heredera de Don Pedro.

-Ciertamente.

-Pero esto importa prepararlo y ejecutarlo pronto.

-Tan pronto, que según me ha referido Don César, a consecuencia de todo lo acontecido, Don Pedro ha comenzado a enfermarse seriamente.

-Pues entonces la cosa importa más de lo que yo pensaba. ¿Qué os parece?

-Paréceme que ante todo consultemos con Don César   —331→   de Villaclara, que está más al corriente de lo que ocurre en la casa de Mejía.

-Los tres podremos coordinar mejor nuestro plan; pero hay el inconveniente de que yo no puedo sin peligro salir con frecuencia a la calle, por lo que os llevo referido.

-Esa es cuestión de poco momento, que yo tengo de buscar a Don César y podré llevarle a vuestra casa, en donde trataremos el asunto, que como vos decís, es de grave importancia.

-¿Y cuando creéis vos encontrar a Don César?

-Quizá en esta noche misma, que me trajo en guarda una joven que o porque no le agradó nuestra compañía, o por lo que mejor le pareció, duró aquí poco tiempo, y sin despedirse siquiera, el día menos pensado se desapareció.

-¿Fugose?

-Sí, y Don César, que lo sabe ya, quizá venga esta noche a tratar de ello conmigo.

-¿Calculáis a la hora que debe de venir?

-Supongo que si viene no será ya más tarde.

Se oyó en estos momentos llamar al zaguán.

-Quizá sea él -dijo Martín.

-Es casi seguro -contestó Teodoro- que a nadie más espero.

En efecto, pocos momentos después se presentó Don César; Teodoro le contó cuanto Martín le había referido, y además el proyecto que tenían entre manos.

-Prudente me parece todo eso -dijo Don César- y debo advertiros que cuanto antes, es mejor que comencéis vuestra obra, porque Don Pedro se agrava día a día.

-Mañana mismo -contestó Martín- pero deseábamos consultar en esto vuestra opinión, para elegir el camino más seguro.

  —332→  

-Verdaderamente no me ocurre; el único amigo de Don Pedro es Don Alonso de Rivera, y estoy cierto de que él no patrocinará vuestra causa, porque se destruye con ella la esperanza cierta que tiene de ser el heredero de Don Pedro.

-Tenéis razón...

Los tres se pusieron a meditar.

-¿Os parece -dijo Garatuza- que por medio del confesor de Mejía se conseguiría alguna cosa?

-Hay dos inconvenientes -contestó Don César- por lo que he visto en la casa; primero, que Don Pedro no tiene confesor, y luego aun cuando le tuviese, era difícil hacerle entrar en el plan y libertarle del espionaje que tiene allí establecido Don Alonso de Rivera.

-Yo encontraría el modo de allanar todo si vos me ayudarais -dijo Martín.

-Dispuesto estoy.

-Permitidme que os haga algunas preguntas.

-Hablad.

-¿Vivís aún con vuestro carácter de pobre Lázaro en la casa de Mejía?

-¿Habláis con Don Alonso?

-Casi nunca.

-¿Pero podríais hablarle?

-Seguramente que sí.

-¿No desconfía de vos?

-No, que yo sepa.

-En tal caso, si me dais permiso, me atreveré a indicaros lo que debéis hacer.

-Veamos.

-Como por vía de inspiración del cielo, o como consejo,   —333→   o como resultado de la costumbre que todos los santones tienen de meterse en las ajenas conciencias, acercaos a Don Alonso y decidle que vos conocisteis a un sacerdote que con vos fue hasta la Tierra Santa a pie, que es varón de ejemplares virtudes, que aunque por escrúpulos ni confiesa ni dice misa, ni cosa semejante, tiene del Espíritu Santo el don de consejo, y una grande unción evangélica; que convendría a la salvación del alma de Don Pedro y al descanso de la conciencia de Don Alonso, que con Mejía hablase: creo que Don Alonso no pondría dificultades, sobre todo si le decís que conviene que tenga él una conferencia con el dicho sacerdote que vos le proponéis.

-¿Pero cual es el objeto?

-Ya veréis; hacedme, os ruego, tal servicio, que con ello serviréis a una causa noble y digna de vos.

-¿Y luego?

-Tan pronto como tengáis una resolución, avisadle a Teodoro, que él me lo dirá: vamos en primer lugar a salvar de la miseria a una joven buena, inocente y digna de toda la felicidad, y en segundo, evitamos que las riquezas de Mejía pasen a las manos de Don Alonso de Rivera.

-Creo que no habrá más trabajo que convencer a Mejía -dijo Teodoro.

-Os engañáis -contestó Don César-; la lucha va a ser más terrible de lo que os podéis suponer, porque no es solo Don Alonso, sino que cuenta con auxiliares poderosos.

-Lo comprendo -agregó Martín- pero ya veremos.

Martín se despidió y volvió a su casa tramando el plan de ataque y defensa para reconquistar a Doña Esperanza la herencia de su padre.

La mañana siguiente al entrar Don Alonso a la casa de Mejía, salió a su encuentro el pobre Lázaro.

  —334→  

-Perdóneme su señoría -dijo- pero me veo en la precisión de hablarle, molestando su atención.

-¿Qué se ofrece? -contestó con altivez Don Alonso.

-Mi conciencia me obliga -dijo Lázaro- a dirigirme a su señoría, haciendo a un lado todos los respetos humanos, porque se trata de la salud de mi protector el señor Don Pedro de Mejía.

-¿Conoces por ventura tú algún remedio para aliviar su dolencia?

-La salud del cuerpo es lo que menos importa a un cristiano.

-¿Entonces?

-La salud del alma es superior a todas, y mi señor Don Pedro la pierde, porque no da paso para ocurrir a la religión.

-¿Quién te mete a predicador?

-¿Quién mete a todo buen cristiano a procurar el bien de su prójimo? la obligación que tenemos de mirar los unos por los otros; gravada creería yo mi conciencia y expuesta mi seguridad con el Santo Tribunal de la Fe, si pudiendo salvar una alma no lo hiciese por negligencia.

-En efecto -contestó Don Alonso vacilando.

-Porque -continuó Lázaro- si la Inquisición supiera que Don Pedro moría impenitente, quizá intervendría, recogiendo todos sus bienes, y dando sobre los que en la casa y en su amistad estábamos, porque no hicimos empeño en que se reconciliara con nuestra Santa Madre Iglesia.

-Pero si él se niega a confesarse.

-Lo supongo, y que no es por causa de vuestra señoría; pero por eso quería hablar a su señoría. Conozco un varón pío y ejemplar, que conmigo peregrinó hasta los Santos Lugares, el cual por demasiado escrupuloso no confiesa; pero   —335→   tal unción llevan sus palabras, que a permitir vos que hablase con Don Pedro, se convencería.

-¿Pero sin conocerle yo?

-Le traería; que más prudente me parece que su señoría hable con él para que se forme juicio de su virtud y saber, y luego su señoría decidirá.

-Lo pensaré.

-Bien; pues le recuerdo a su señoría que he salvado mi responsabilidad, por si sucediere una desgracia y el Tribunal de la Fe haya de intervenir en el negocio.

Don Alonso comprendió que esto era casi una amenaza de denuncia en el caso de que Mejía muriera sin confesión; subió a ver al enfermo y seguía peor.

Las palabras del «pobre» le habían impresionado; quizá no tenía malas intenciones, quizá era un aviso del cielo.

Por otra parte, Mejía muriendo impenitente, sería declarado hereje, y la Inquisición daría sobre sus bienes, y entonces Don Alonso perdía todo.

Pocos momentos después Don Alonso hizo subir a Lázaro.

-¿Dices -le preguntó- que tú conoces a un hombre que es justo y virtuoso, capaz de tocar el corazón de Don Pedro?

-Con el favor de Dios creo que lo conseguirá.

-¿En dónde vive?

-Aquí en México.

-Llévame a verle.

-Mejor será que le traiga yo para que hable con su señoría.

-¿Por qué no en su casa?

-Porque allí ninguno de los del mundo entra.

-Bien, es lo mismo: ¿cuándo le traes?

  —336→  

-Esta noche, a la hora que mande su señoría.

-A las ocho.

-Vendrá.

-¿Respondes de él?

-Con mi vida respondo a su señoría.

Lázaro salió en busca de la persona de quien había hablado a Don Alonso, y necesariamente fue a dar a la casa de Teodoro, y puso al negro al tanto de todo lo ocurrido.

Entonces el negro fue el que salió en busca de Garatuza, dejando a Don César en espera.

Tres cuartos de hora tardó, y al volver dijo a Don César:

-Martín os suplica le digáis adónde debe buscaros esta noche, o si os parece mejor que espere aquí a las siete y media de la noche.

-Paréceme más conveniente el venir aquí por él, y así se lo diréis.

-De todos modos él vendrá aquí a las siete.

-En ese caso, aquí estaré. Adiós.

-Dios os guarde.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Doña Catalina no pudo resistir mucho tiempo la reclusión voluntaria que se había impuesto en la casa de Teodoro. Las teorías racionales y prudentes de Don César habrían hecho efecto en otro corazón menos variable que el de aquella mujer, y en otro espíritu menos exaltado y menos afecto a las emociones violentas y las aventuras.

¿Qué esperaba ella en la situación en que se había colocado? Nada, ningún desenlace, ninguna peripecia, y una vida tranquila y pacífica no era propia de su carácter.

Meditó tanto en esto, que su situación llegó a serle insoportable, y sin dejar de agradecer a Don César, cuyos   —337→   proyectos no conocía, ni a Teodoro, lo que por ella hacían, determinó abandonar aquella casa y volver a la suya.

Una tarde, cerca de oscurecer, tomó la caja en que tenía sus alhajas, y envuelta en su manto salió sin que Teodoro ni su familia se apercibiesen de lo que hacía.

De propósito no había querido que se quitara la casa que habitaba en la calle de Ixtapalapa, ni había querido dar las llaves, que conservaba en su poder.

Calculaba durante el camino, que su madre no podría seguir mucho tiempo en la prisión, que fingiéndole ella una reconciliación con Don Pedro, sacaría quizá tantas ventajas como si fuera su mujer, y además, que si la verdadera mujer de Mejía era aquella negra, cosa indudable sería que Don Pedro no vacilaría entre dos mujeres de las que una era el tipo de la belleza y otra el modelo de la fealdad;

contaba ella con el apoyo de Don Alonso, y si bien no se arrepentía del brusco rompimiento con Don Pedro, sí creía conveniente templar su enojo y dar lugar a la dulzura y reconciliación. Tal vez así sería mejor, y tal vez así encontraría modo de libertar a su madre.

Distraída con estas reflexiones llegó hasta su casa, y lo primero que llamó su atención fue ver luces al través de las ventanas.

Comenzó a subir y notó con admiración que las cerraduras de las puertas estaban forzadas.

Entró a la sala y se encontró en los brazos de Doña Catalina.

Hija y madre se refirieron mutuamente sus aventuras y pasaron después a hablar de los negocios de familia.

-Reflexionándolo bien -decía la vieja- creo que no conviene un rompimiento absoluto con Don Pedro, y menos ahora   —338→   que está enfermo, y que según me ha dicho Don Alonso, es cosa grave.

-Sin conocer esa circunstancia había yo reflexionado lo mismo.

-Don Pedro está verdaderamente apasionado de ti, y si es casado no es culpa tuya y puede que ni de él; además, aún no es cosa segura que esa negra sea su mujer, hámelo así dicho Don Alonso, y que se piensa aclarar la verdad del asunto: si resulta que Don Pedro no es casado, tú eres su verdadera esposa; y si por el contrario, esa negra fuera su mujer y tú no eras insensible, ella tendría solo el nombre, mientras que tú dispondrías de la persona y caudales de su marido.

-Eso mismo había yo pensado.

-Pero es necesario que la reconciliación se haga de una manera tan fina, que Don Pedro la reciba como un gran favor, como un don especial del cielo.

-¿Don Alonso se encargará de ello?

-Voy a enviarle a llamar, que allí estará en la casa de enfrente.

-Ante todo, decidle que yo me resisto demasiado; es necesario que él mismo esté engañado en este negocio; Don Alonso es un hombre de quien yo no tengo entera confianza.

-Descansa en mí, y ya verás.

-Por ahora me retiro, que no conviene que me vea sino hasta haber hablado con vos: ya me llamaréis.

-Anda.



  —339→  

ArribaAbajo- XIV -

Donde se cuenta cómo entró Martín a la casa de Don Pedro de Mejía, y otras cosas


Don Alonso de Rivera esperó la noche de la cita al personaje que le había anunciado Lázaro. Don Pedro seguía cada vez más enfermo, su postración era grande, y no quería absolutamente confesarse; creía que con esto aceleraba el momento de su muerte.

Don Alonso comenzaba a tener miedo a la Inquisición, y sobre todo, a que se apoderase de los bienes.

A las ocho en punto de la noche Lázaro se presentó, seguido de un hombre de extraña apariencia.

Era al parecer muy avanzado de edad, tenía la barba y el cabello enteramente canos y muy crecidos, andaba sin dificultad aunque apoyándose en un grueso bastón, y vestía un traje negro, sin adornos ni alamares; una larga capa también negra le cubría entre sus anchos pliegues, y llevaba en la mano un ancho sombrero de la forma de los que usaban los peregrinos.

La figura de aquel anciano infundía respeto.

-La paz de Dios sea en esta casa y en todos sus moradores -dijo el anciano.

  —340→  

-Et cum spiritu tuo -contestó devotamente Don Alonso.

-Traigo a su señoría la persona de quien le hablé -dijo Lázaro.

-Muy bien venido -contestó Don Alonso, y luego dirigiéndose a Lázaro agregó-: déjanos solos.

Lázaro se retiró inmediatamente, y Don Alonso hizo seña al anciano para que se sentara. El anciano obedeció, procurando colocarse de manera que no le bañara el rostro la luz de la bujía que alumbraba la estancia.

-Supongo, mi padre -dijo Don Alonso- que Lázaro os habrá instruido de lo que se trata.

-Sí, hame dicho que hay una alma en peligro, que vuestro cristiano corazón se conmueve, y que queréis que este pobre y humilde pecador os ayude en vuestra santa empresa.

-Sí, señor.

-Cortas son mis palabras y mi fe está distante de ser viva y ardiente, mi espíritu es débil y pobre mi lenguaje; pero pediré fuerzas al que me crió, y no podréis nunca decir las palabras de Jeremías, Derelicta sola.

-Gracias, padre mío; Dios ha inspirado a Lázaro el pensamiento de hablarme de vos.

-Pero es necesario cuando se cura el alma rebelde y contumaz, saber algo de la enfermedad, como el médico que cura el cuerpo necesita conocer también la naturaleza de su enfermo, y quisiera haceros algunas preguntas que no son inoportunas.

-Precisamente quería yo hablaros acerca de eso, porque de vos va a depender no sólo la salud del alma del enfermo, sino también la suerte de muchas personas...

-Bien está; contestadme antes: ¿ha rehusado confesarse?

-Sí, señor.

  —341→  

-¿Tiene, que vos conozcáis, algún impedimento por parte del mundo, como amorosas y criminales relaciones?

-No, señor, y puesto que vais a conocer su conciencia, debo poneros al tanto de un negocio del que hablaréis sin duda con él.

-Decid.

-Casose Don Pedro...

-¿Quién es Don Pedro?

-El enfermo.

-Vamos.

-Casose en primeras nupcias, y la misma noche de su boda desapareció su esposa.

-¡Hum!

-No más volvió a saber de ella. Algunos años después contrajo segundas nupcias creyéndose viudo...

-Eso fue muy peligroso, que la sola falta de seguridad gravaba su conciencia.

-La noche de sus segundas bodas, al concluir la ceremonia, se presentó el señor arzobispo trayendo a una negra que dijo su señoría que era la esposa legítima de Don Pedro.

-Matrimonio doble, bigamia simultánea; eso es grave: ¿y...?

-Aquí está el caso difícil; no se puede probar hasta ahora legalmente que la negra no es la mujer de Don Pedro; pero en conciencia estamos seguros de que no es ella.

-Cuestión de fuero interno.

-Don Pedro quizá tenga por esto escrúpulo y tema su confesión, porque ama a su mujer entrañablemente.

-¿A la negra?

-No, a la otra, que la negra no es su esposa.

-Bien, adelante.

-Y... ya supondréis...

  —342→  

-¿Qué? habladme sin embozo.

-Que quizá por el temor, deje sin la parte de la herencia que le corresponde a la segunda mujer.

-¿Y vos creéis justo eso?

-Que esta segunda, que es la verdadera, o más bien dicho, la única, sea la que tenga la parte que de sus bienes le pueda dejar Don Pedro.

-¿Ella está aquí?

-No, señor.

-¿Tiene el enfermo hijos, hermanos, padres, parientes?

-Nada absolutamente.

-Entonces tenéis razón; y aunque los confesores no podemos hacer indicación, pero sí nos es lícito hablar al corazón del penitente.

-Ciertamente.

-¿Cómo se llama su esposa?

-Doña Estela.

-Bien; ¿y creéis que será oportuno que entre yo en este momento?

-Voy a ver, y volveré a avisaros.

Don Alonso se levantó y entró a la cámara de Don Pedro.

El anciano examinó curiosamente el aposento; el brillo de sus ojos no correspondía al color de su barba ni a la edad que representaba.

Pocos momentos después volvió Don Alonso.

-Podéis pasar -le dijo-; hele prevenido que sois sacerdote...

-Lo soy, pero tan malo y pecador, que Su Santidad me ha concedido a fuerza de mil súplicas que no porte los hábitos de que no me considero digno.

-¡Gran humildad!

-No tanta como debiera tener conociéndome.

  —343→  

-Pues dije al enfermo que venís solo, para animar su corazón, y para calmar sus escrúpulos y prepararle para recibir los Santos Sacramentos.

-¿Resistiose?

-No, por fortuna.

-Entremos pues, y no se pierda la oportunidad.

Don Alonso guió al anciano al aposento de Don Pedro.

Mejía, pálido y extenuado, estaba tendido en su lecho.

-Aquí os traigo -dijo Don Alonso- a un varón justo y sabio, que podrá aliviar los dolores de vuestra alma con el bálsamo de sus palabras y con el auxilio de nuestra santa religión.

-Dios me lo conceda, hermano mío -dijo el anciano.

-Sentaos, señor -dijo lánguidamente Don Pedro.

El anciano tomó un sitial y se sentó.

-Aquí, más cerca -agregó Mejía.

El anciano se acercó hasta tomar una de las manos que le alargó el enfermo.

-Dejadnos solos -dijo Don Pedro a Don Alonso.

Don Alonso hizo una señal al viejo, y éste contestó con un signo de afirmación.

-Contadme vuestras cuitas -dijo al anciano- porque el corazón que descarga sus secretos en la religión, descansa: no os exijo que sea una confesión, no, únicamente vuestras penas; por allí comenzaréis, y más tarde, porque no estáis en tanto peligro, os confesaréis, que tal vez ni sea preciso, porque calmado el espíritu, quizá la salud vuelva sola.

Los ojos de Don Pedro brillaron de gozo, y miró a su interlocutor con muestras de gratitud: comenzaba a sentirse aliviado.

El anciano y Don Pedro se miraron silenciosamente durante algunos instantes.

  —344→  

-Decidme, señor -preguntó por fin Mejía con ese terror propio de los enfermos que miran los preparativos de una confesión- ¿creéis que tan grave esté yo que necesite administrarme?

-Conozco poco de medicina; pero ni eso está nunca de más, ni es prueba de muerte próxima, ni un buen cristiano debe dejar el arreglo de sus negocios para el último trance.

-Pero si yo me siento aún con vigor suficiente para vivir, si yo no quiero morirme.

-La muerte no viene cuando se quiere ni cuando se espera; Dios dispone de sus criaturas, y ningún mortal puede tener la audacia de decir: «hoy no moriré», aun cuando se sienta en estado completo de salud: vos estáis enfermo y necesitáis más que ningún otro tener vuestras cosas y vuestros negocios temporales y espirituales completamente arreglados.

-Mis negocios están en orden, a nadie le debo nada, y tengo ya dispuesto lo que debe hacerse con mis bienes después de mi muerte.

-¿Nada en eso habéis olvidado?

-Nada, señor.

-¿Lo recordáis bien?

-Lo recuerdo.

-¿Y qué dejáis a vuestra hija?

-¿A mi hija? -exclamó Don Pedro incorporándose en el lecho y mirando al anciano con ojos espantados- ¿a mi hija? ¿tengo acaso alguna hija?

-Frágil sois de memoria, y os voy a hablar aquí bajo el sigilo del sacramento: ¿habéis olvidado que tenéis una hija?

-No lo sé, no me acuerdo.

-He aquí cómo sois vosotros los que vivís encenagados en el vicio y la prostitución; cegados con vuestras riquezas   —345→   y vuestras pasiones: contestadme en nombre del cielo la verdad, porque quizá se acerca vuestra última hora, y no os detengan ni respetos ni temores humanos, porque tal vez dentro de poco tenéis que comparecer delante de aquel para quien no hay engaños ni artificios: respondedme, y esto os servirá como de un examen de conciencia para preparar la confesión.

Don Pedro comenzaba a espantarse: estaba ya impresionado, y en todo aquello miraba algo de sobrenatural.

-Contestaré, contestaré -dijo.

-Bien, poned atención. ¿Recordáis en vuestra juventud, hace ya cosa de veinte años, haber encontrado en los terrenos de una de vuestras fincas de campo, a una joven hermosa, que se había dormido bajo de un árbol, y que vos llevasteis a vuestra casa?

-Sí, sí recuerdo.

-Pues bien, esa joven fue seducida por vos, esa joven, que según debéis recordar, tenía en la espalda una mancha roja, con la figura de una llama...

-¡Oh, sí! me acuerdo, me acuerdo.

-Esa joven, que sirvió de juguete a vuestras pasiones, fue abandonada por vos cuando iba a ser madre, madre de un hijo vuestro.

-¡Dios mío, Dios mío! ¡qué pecador he sido!

-En vano la pobre mujer os buscó, en vano os envió recado con uno de vuestros criados, cómplice en vuestras torpes aventuras; no recibió sino desprecios, humillaciones de vos y de vuestro padre, y llegasteis hasta a mandarle proponer que se uniera con ese criado, es decir, dabais por padre a vuestro hijo a uno de vuestros lacayos.

-¡Jesús! -decía Don Pedro-; es cierto, soy un mal padre, un pecador.

  —346→  

-Esa mujer, en medio de la miseria más grande dio a luz una niña, y deshonrada y despreciada por vos, fue para todos un modelo de abnegación y de virtud, y combatiendo la seducción y el oro, porque era bella, trabajó como una esclava para criar a la hija del rico señor Don Pedro de Mejía.

-¡Oh! ¡he sido un hombre sin corazón! ¡me arrepiento!

-Esa niña creció pura y virtuosa, es hoy una bella joven que merece un trono por su inocencia, lleva como su madre la mancha roja en la espalda, y honraría por sus cualidades las canas de su padre, aun cuando éste fuera un monarca.

-¿Pero adónde está? ¿adónde está mi hija?

-Aquí, en esta ciudad vive y ha vivido desde que nació, sin separarse jamás de la pobre mujer que le dio el ser. Quizá mil veces la hayáis visto y pasado a su lado sin conocerla.

-¿Pero por qué no me ha hablado nunca? ¡Yo hubiera sido tan feliz en hablarla, en tenerla a mi lado! No moriría como un esclavo sin familia, y en medio de gentes extrañas que quizá no se apenan por mí.

-Ella quizá os conoce, pero no sabe que sois su padre.

-¿Pero por qué no se lo han dicho? ¿por qué?

-¿Quién queríais que se lo dijese?

-Su misma madre.

-¿Su misma madre? ¿La mujer a quien habéis arrojado, despreciado? ¡Oh! vos no conocéis el temple de alma de esa pobre mártir de vuestros caprichos! ¿Ella decírselo? Si supiera que yo poseo este secreto, que os lo estoy revelando, se moriría de vergüenza.

-Pero es mucho rencor; siquiera porque mi hija viviera con las comodidades, con las riquezas que yo podría proporcionarle...

-Así sois vosotros, creéis que todo se puede con las riquezas:   —347→   no, Dios no abandona nunca a la virtud y a la inocencia; vuestra hija para nada necesita de vuestras riquezas, ¿lo entendéis? El cielo castiga vuestra ingratitud, porque no quiere ni concederos el gusto de que vuestra hija os pida nada de esas vuestras riquezas, que pasarán a manos extrañas, que...

-Dios mío, ¿y nada vale mi arrepentimiento?

-Quizá será ya demasiado tardío; esa mujer a la que vos abandonasteis, encontró a su padre, que muy distinto de vos, buscaba sin descanso a su hija para hacerla rica y feliz, y cuando la vio deshonrada y pobre, la perdonó y la consoló: jamás supo que vos erais el padre de su nieta, pero esa nieta heredó sus riquezas, y no piensa ni necesita buscar las vuestras; ella cree que su padre está en el cielo, y tiene razón, porque allí está Dios, que ha sido su único amparo sobre la tierra.

-¡Hija mía! -decía Don Pedro casi llorando- ¡hija mía! ¿pero seréis, señor, tan cruel, vos que poseéis este secreto, que no me ayudéis a reparar mi falta?

-¿Y qué queréis que yo haga?

-Que me traigáis a mi hija, que le digáis que soy su padre, que la obliguéis a que me perdone.

-La conozco, pero no la trato.

-Bien, pero podéis hablarle en mi nombre.

-No me creerá.

-Sí os creerá.

-¿Qué prueba le daré de vuestro amor, de vuestro arrepentimiento?

-¿Qué prueba?

-Sí.

-Que venga y la oirá de mi boca; la reconoceré públicamente.

  —348→  

-¡Estáis loco! Rodeado como estáis de personas interesadas en que tal cosa no suceda, vuestra hija sería víctima si ellos advirtieran tal cosa; en el estado en que estáis sois prisionero de los que os rodean; quizá os harían sucumbir, u os declararían loco...

-Tenéis razón, tenéis razón... Entonces ¿qué haré?

-Es preciso obrar con astucia.

-¿Pero cómo?

-Decidme, ¿qué estáis dispuesto a hacer por vuestra hija?

-Todo, todo.

-Entonces instituidla vuestra heredera universal, pero en secreto, sin que nadie lo advierta; después os la traeré, y ya no tendréis necesidad de reconocerla públicamente.

Don Pedro se quedó mirando al anciano sin contestar.

-¿Aún luchan en vuestro corazón -dijo éste- la codicia y el amor de vuestra hija? ¿aún tembláis ante la idea de hacer una reparación tan justa? Pues bien, os abandono; no hagáis nada de lo que os aconsejo, y estoy seguro de que para ella esto será enteramente indiferente: no sabe que sois su padre, no sabe que pierde vuestra herencia, y aun cuando la codicia tuviera entrada en su corazón, como ignora que sois su padre, no sentirá el silencio que acerca de ella se note en vuestro testamento; no seré yo quien descubra este secreto, os lo juro; vuestros bienes pasarán a manos extrañas: pero vos lo habéis querido; dejemos, pues, eso, y ocupémonos de la salud espiritual.

-No, haré lo que me aconsejáis.

-Me es igual, no quiero obligaros; vuestra hija para nada necesita de vuestras riquezas.

-Pero yo sí necesito que sean de ella todas, si muero, y si acaso Dios me concede la vida, entonces que ella venga a mi lado y que sea feliz y poderosa conmigo.

  —349→  

-Dios ha tocado vuestro corazón.

-¿Pero cómo haremos?

-En efecto, es negocio difícil; aquí todos os vigilan, aquí, como os he dicho, sois un prisionero.

-Pero ¿qué arbitrio, qué remedio?

-Oíd: yo me encargo de hacer entender a Don Alonso que vais a dictar una disposición en favor suyo y de la mujer que se llama vuestra esposa.

-¡Estela...! -dijo suspirando Don Pedro.

-¿Suspiráis?

-La amo todavía.

-Bien; nada os impide dejarle un legado que la haga feliz: vuestra hija no tiene mal corazón, y no deseará nunca el mal de nadie.

-¡Cómo me consoláis!

-Yo le diré todo eso a Don Alonso; haré venir un escribano, y otorgáis vuestro testamento cerrado. ¿Podréis escribir?

-Creo que sí.

-Entonces escribid vuestra disposición, y el escribano sabrá cómo la puede legalizar sin que nadie se imponga de su contenido, y que permanezca secreta hasta que vos consigáis la salud, o hasta que Dios disponga de vuestra vida.

-Sí, sí. ¿Y veré a mi hija?

-Muy pronto. Voy entonces a ver al escribano.

-Id, id.

-Silencio, y que nadie sepa lo que tratamos.

Al salir el hombre se encontró con Don Alonso.

-Y bien, ¿qué hemos avanzado? -preguntó Rivera.

-Más de lo que yo me esperaba -contestó el anciano-; doy a su señoría mis parabienes, y creo que no me negará mis albricias.

  —350→  

-Contadme.

-Aun cuando todo ha pasado en el secreto, sin embargo, como estáis interesado en ello tan directamente, no quiero ocultároslo, contando con que me deis palabra de no revelárselo a nadie, ni hablar de ello al mismo Don Pedro.

-Os empeño mi palabra

-Contando con eso, os diré que está dispuesto a confesar y comulgar como todo un buen cristiano, para aguardar la muerte que Dios sea servido de enviarle.

-Pero ¿y en cuanto a los bienes?

-Allá voy. Antes de confesarse desea otorgar testamento para dejar arreglados sus negocios, y me comisiona para ir en busca de un notario...

-Pero es que yo deseara saber...

-Oidme con calma, señor Don Alonso: encontrele poco dispuesto a comprender en su testamento a la dama de que me hablasteis y que según supe por él, se llama Estela.

-Cierto.

-En cuanto a vos, os había señalado un legado regular, y el resto de sus bienes quería aplicarlo a la fundación de un convento de monjas...

-¿Y eso es cierto?

-Era; pero ahora ya es diferente: logré tocar su corazón, y creo que en justicia no puede pensar mejor.

-Única y universal heredera, su esposa Doña Estela; vos, albacea, y además un magnífico legado por vuestros buenos oficios durante su enfermedad.

-Sois un hombre admirable, habéis trabajado como un santo.

-Por eso os pedía mis albricias.

  —351→  

-¡Oh! y las merecéis.

-En tal caso, os diré que tengo promesa de construir una ermita a san Juan Bautista en una de las calzadas de la ciudad, en desagravio de un hombre que maté en mis mocedades en ese lugar y en ese día, y deseo que me deis para cumplir esa promesa.

-¿Qué importará?

-Cuatro mil duros.

-Mucho es.

-No para el que va a recibir por la divina bondad una tan rica herencia, que quizá entra en los designios de su Divina Majestad haceros rico por mi conducto, para que yo por conducto vuestro me encuentre en aptitud de cumplir una promesa que va pesando hace muchos años sobre mi corazón.

-Contad con esa suma.

-¿Luego?

-Ansioso sois.

-Siempre debe serlo el buen cristiano para cumplir deudas de conciencia.

-Pero eso sería un adelanto.

-Adelanto que Dios por mi conducto, ¿lo entendéis? por medio de este su indigno siervo, os devolverá centuplicado.

-Bien, pero...

-Haced como gustéis; pero pensad que si no hubiera venido yo a esta casa, otras serían las disposiciones de Don Pedro; y en lo adelante prometoos, pues tanto de mí desconfiáis, no volver a mezclarme en los asuntos temporales del enfermo.

-No, os daré el dinero; id por el notario.

-¿Convenido?

-Convenido.

  —352→  

Y el anciano extendió su mano a Don Alonso, que se la estrechó, y se separaron.

Media hora después, el anciano, que como habrán comprendido nuestros lectores, era Martín, volvió a la casa de Mejía, acompañado de un notario, alto, flaco, vestido de negro, y que traía colgando en el cinto, a guisa de puñal, un enorme tintero de cuerno que llevaba por tapa un inmenso cono, y al lado del cual se miraba suspendido un cilindro de metal que contenía hasta cinco plumas de ave, teñidas de diversos colores: además, el notario llevaba en la mano un gran rollo de papeles.

Don Pedro, que había permanecido solo, sintió abrirse la puerta de su aposento, y se estremeció al reconocer al escribano: aquello era el indicio más seguro de que la muerte estaba cerca.

Don Alonso entró con Martín, con el escribano y con los testigos.

-Dejadme hablar una palabra con este anciano a solas -dijo Don Pedro.

Todos se retiraron y Martín se acercó a Don Pedro.

-¿Cómo se llama en el mundo mi hija? -preguntó Mejía.

-Doña Esperanza de Carbajal.

-Está bien.

-Dios os mira y os bendice en este momento.

-Acercaos -dijo Don Pedro al escribano; y luego dirigiéndose a Martín y a los demás, agregó-: dejadnos solos.

Don Alonso, Martín y los testigos salieron, y Mejía quedó solo en su cuarto con el escribano.

-Supongo -le dijo- que debo tener entera fe en vos.

-Completa.

-Pues bien, decidme: deseo que mi testamento sea secreto, es decir, que nadie le conozca hasta después de mi muerte.

  —353→  

-Ni yo ni los testigos diremos una palabra; puede su señoría estar seguro.

-No es eso; quiero que ni aun los testigos le conozcan.

-En ese caso, escribidlo vos, cerradlo, y entregádmele delante de los testigos, diciendo que es vuestra última voluntad, y todos firmaremos con vos en la cubierta.

-¿Y tendrá así el mismo valor?

-Sí que le tendrá.

-Dadme, pues, papel, tinta y una pluma.

El escribano desprendió el tintero y las plumas de su cintura, y extendió un pliego de papel.

-Tomad -dijo.

Don Pedro se incorporó y pretendió escribir en la cama; pero no pudo.

-Dadme la mano -dijo al notario.

El hombre vacilaba.

-No temáis, que no tengo enfermedad contagiosa.

-¿Qué pretende su señoría?

-Dadme la mano y lo veréis.

El escribano dio a Don Pedro su mano, y entonces éste, haciendo un esfuerzo supremo, se levantó de la cama.

-Eso puede haceros daño -dijo espantado el escribano.

-Dejad lo que no es de vuestra incumbencia; ayudadme a llegar hasta aquella mesa.

El escribano sostuvo a Don Pedro, y llegaron así hasta un sitial que estaba frente a una mesa. Mejía se puso a escribir, pero tiritaba de frío.

El escribano tomó una manta de la cama y la puso con mucho esmero sobre los hombros de Don Pedro.

  —354→  

-Gracias -dijo Don Pedro, y continuó escribiendo.

Así pasó media hora.

Don Pedro echó arenilla sobre lo que había escrito, y dijo doblando el pliego:

-Ya está.

-Pues ciérrele su señoría y póngale su sello.

Don Pedro cerró el pliego, le puso una gran cubierta y le selló.

-Ahora -dijo el escribano- ponga encima su señoría que este pliego encierra su última voluntad, y firme esa declaración. Don Pedro hizo lo que se le decía.

-¿Y ahora? -preguntó.

-Llámense a los testigos, me entrega su señoría ante ellos el pliego, y todos firmamos y rubricamos la cubierta, y después se deposita en la escribanía o adonde le parezca mejor a su Señoría, y es todo.

-Bueno; vos depositaréis el pliego y lo entregaréis al que vaya de parte de Doña Esperanza de Carbajal, pero guardando a cargo de vuestra conciencia el más riguroso secreto.

-Sí, señor.

-Llamad a los testigos.

El escribano llamó, y Don Alonso y Martín y los testigos entraron en silencio. Don Alonso estaba pálido, sentía como si fuera a escuchar un fallo, y a pesar de las protestas de Martín, aún no estaba tranquilo. Todos se admiraron de ver a Don Pedro sentado delante de la mesa.

-Aquí tenéis -dijo solemnemente Mejía al escribano- mi última voluntad, encerrada en este pliego sellado por mi mano; quiero que ella sea cumplida, y siendo como una ley para mis herederos.

  —355→  

-La recibo -contestó el escribano- y suplico a los testigos que han presenciado el acto, firmen conmigo en la cubierta, conforme lo disponen las leyes.

El escribano sin apartarse de la mesa, puso la razón y firmó en la cubierta, los testigos hicieron lo mismo, y Don Alonso invitado firmó también; pero su mano estaba trémula.

-Guardad eso, señor escribano, y entregadlo después de mi muerte, ya sabéis -dijo Don Pedro.

-Sí, señor - contestó el escribano, guardando el pliego cerrado en el pecho.

-Ahora -continuó Don Pedro- llevadme a mi cama, porque me siento mal.

Martín y Don Alonso condujeron a Don Pedro al lecho.

-Dejadme un momento con este anciano -dijo Mejía.

El escribano se despidió, y todos salieron.

-Necesito un sacerdote para confesarme -dijo Don Pedro.

-Voy por él -contestó Martín-: después de esta buena acción creo que no moriréis; pero siempre es bueno estar prevenido: os suplico por vuestra propia tranquilidad que deis a entender a Don Alonso que él y Doña Estela son vuestros herederos.

-¡Pero es una mentira, un pecado!

-Muy venial, y sobre todo, es antes de la confesión; el sacramento os limpiará de él y de otros mayores.

-Decís bien; id por el confesor.

Martín salió, y dijo a Don Alonso:

-Voy por un confesor; entrad, que mi misión a terminado, y sois mi deudor.

-Don Alonso -exclamó Don Pedro- viendo entrar a Rivera   —356→   en su cuarto- quisiera haber sido diez veces más rico por vos y por Estela; pero después de mi muerte vos y ella os acordaréis de mí.

-Gracias -contestó Don Alonso- no penséis en eso.

Y era que él pensaba ya que era cierto cuanto le había dicho Martín.