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ArribaAbajo- XLI -2

Doña Bernarda esperó al día siguiente para hablar a Edelmira de las pretensiones de Ricardo Castaños a su mano. Impresionada con la conversación que acababa de tener con Amador, y segura de su autoridad con respecto a su familia, no se dio prisa en hablar a una de sus hijas sobre matrimonio cuando tenía que pensar en vengarse del agravio hecho a la otra. Dejó, pues, para el día siguiente el asunto de Ricardo Castaños, y se entregó a reflexionar en los medios de castigar a Rafael San Luis.

Satisfactorio fue probablemente el resultado de sus reflexiones, porque al levantarse doña Bernarda parecía más tranquila que en los días anteriores, y su voz, al llamar a Edelmira, había perdido la aspereza con que trataba a los de su casa desde su visita a la de don Dámaso Encina.

Edelmira acudió temblorosa al llamado de su madre, porque no se figuraba que tuviese que decirle nada de lisonjero,   —267→   en el estado de irritación en que la había visto durante los últimos días.

-Siéntate aquí -le dijo doña Bernarda señalando una silla junto a ella-. Se te ofrece una buena suerte -añadió después de un breve silencio.

Edelmira levantó sobre su madre una mirada de tímida interrogación.

-Ya ves -prosiguió la señora- lo que le ha pasado a tu hermana por tonta. Yo también he tenido la culpa por dejar que entren en casa estos malvados futres. Pero tú has tenido más juicio que la otra y por eso Dios se acuerda ahora de ti.

Doña Bernarda hizo una pausa en su exordio moral para encender un cigarro, pausa durante la cual el corazón de su hija se colmó de amargos presentimientos.

-Ricardo -prosiguió doña Bernarda- quiere casarse contigo.

Edelmira se puso lívida y tembló sobre su silla.

-Es un buen muchacho -continuó la madre-, tiene buen sueldo y lo han de ascender. Nosotros somos pobres, y cuando se ofrece un partido como éste, no hay que soltarlo.

Esperó en silencio algunos instantes doña Bernarda para oír la contestación de su hija. Pero Edelmira nada respondió; miraba a la alfombra con abatida frente y parecía luchar con las lágrimas que asomaban a sus ojos.

-¿Qué te parece, pues, hija? -preguntó la madre.

La niña pareció hacer un esfuerzo y levantó al cielo los ojos cual si invocara su auxilio.

-Mamita... -dijo en tono balbuciente-, yo no quiero a Ricardo.

-¿Cómo es eso? -exclamó doña Bernarda-. ¡Estamos frescos! ¡Miren qué princesa para andarse regodeando! ¿Qué me importa a mí que no lo quieras? ¿De dónde has sacado que es preciso querer? ¿Me lo habrás oído a mí por acaso? ¡Miren si será lesa ésta! Te buscarán un marqués, a ver si te gusta. ¡Contimás que sois tan bonita! ¡No será mucho que queráis a algún futre también!

-¡Yo no, mamita! -exclamó la niña, que se figuraba   —268→   que doña Bernarda iba a leer en sus ojos y adivinar su amor a Martín.

-¿Y entonces, pues, qué más quieres? ¡Allá todas tuviesen la misma suerte!

-Yo no deseo casarme, mamita -dijo con humilde voz Edelmira.

-Sí, pues; haces muy bien, para estar viviendo siempre a costillas de la madre. ¡Bonitas hijas! Una... ya se sabe... ¡Bendito sea Dios! ¡El difunto Molina había de ver esto, bien hizo Dios en llevárselo! ¡Y ésta ahora no quiere casarse! En vez de aliviar a su pobre madre. ¿Quieres no ser tonta, niña?

Concluyó doña Bernarda estas exclamaciones con una risa que infundió más temor a Edelmira que el que le habría dado una amenaza. No pudo sostener tampoco la terrible mirada con que su madre la acompañó y tuvo que inclinarse temblorosa y sumisa, en señal de obediencia.

Doña Bernarda encendió otro cigarro para serenarse y se acercó después a su hija.

-¿Qué hay, pues? -le dijo.

-Yo no estaba preparada para esto -respondió Edelmira, dejando rodar las lágrimas que se habían agolpado a sus ojos.

-¿Que te digo yo que te cases mañana, pues? Si no corre tanta prisa. Yo te hablo porque soy tu madre y sé que te conviene.

Estas palabras descubrieron un nuevo horizonte a los ojos de Edelmira. Veía que una resistencia obstinada habría colmado la irritación de su madre hasta exasperarla, y conoció que lo único que le era permitido en semejante trance era ganar algún tiempo.

-Eso es lo que yo pido, mamita -dijo-, deme siquiera un mes para contestar.

-Eso es... llévate esperando para que el otro se aburra y se mande cambiar. Se te figura que dentro de un mes me vas a encontrar muy mansita, ¿no? ¿Quién manda aquí, pues? Ya te digo que no te vas a casar mañana, pero la contestación la has de dar luego.

-Pero, mamita...

  —269→  

-¿Qué es esto, pues? ¿Estás pensando que yo he de consentir en que se pierda esta ocasión? ¡Parece que no me conocieras! Date a santo con que te espere algún tiempo.

-Haré lo que usted diga, mamita.

-Así me gusta, eso es hablar como buena hija.

-Pero me dará usted siquiera unos dos meses para prepararme.

-Sobra con un mes, y no hay más que hablar.

Edelmira bajó la frente con resignación.

-Y no andes con tonteras, pues, en este tiempo -repuso la madre-. Con él, formalita, pero no soberbia, y dejémonos de caras afligidas. Vas a ser más feliz que todas.

Edelmira se retiró a su cuarto después de oír algunas otras amonestaciones que le hizo doña Bernarda con el tono autoritario que, desde los asuntos de Adelaida, empleaba con los de su familia.

Al encontrarse sola, se arrojó sobre una silla junto a la cabecera de su cama y regó con abundantes lágrimas la almohada, confidente de sus amores solitarios. Despedíase en su llanto de sus largas veladas llenas de ilusiones sentimentales, tanto más queridas cuanto más irrealizables se presentaban; decía un tierno adiós a las informes esperanzas, a las melancólicas alegrías, a las castas aspiraciones de ese amor huérfano e ignorado que se había complacido en alimentar como un consuelo contra las amarguras de su existencia. Abatida por el primer golpe de tan inesperado dolor, no pensó en resistir ni en buscar los medios de sustraerse a la crueldad de su destino; pensó en llorar tan sólo, como lloran los niños, por buscar un desahogo al corazón oprimido.

Doña Bernarda, por su parte, pensó que, asegurando en cierto modo el porvenir de una de sus hijas, le quedaba todavía la misión de vengar la pérdida del porvenir de la otra, idea que no había abandonado un solo instante desde la fatal revelación de los amores de Adelaida. Su encono contra ésta disminuía en razón del que alimentaba contra Rafael, y poco a poco se habituó a considerar a su hija más desgraciada que culpable. La   —270→   vista de su nieto, que hizo llevar a la casa, lejos de mitigar su sed de venganza, la encendió más activa y tenaz, llegando a constituirse en una necesidad imprescindible. Dominada por esta idea, entabló relaciones con los criados que servían a don Fidel Elías, y se halló instruida de este modo de los preparativos que en la casa se ejecutaban para el casamiento de Matilde; espió los pasos de San Luis, que vivía entregado a su amor, olvidado ya de los temores que le habían inspirado las amenazas de doña Bernarda, y meditó en silencio su venganza, sin hacer a nadie partícipe de sus proyectos.

Mientras tanto, en la situación de Leonor y de Martín no había más variación que las incidencias naturales de un amor con las condiciones del que hemos pintado, en el que el orgullo, vencido a medias, por una parte, y la excesiva delicadeza por la otra, se hallaban colocados en el resbaladizo terreno que habitan los corazones enamorados. Mediaban ya entre ellos esas miradas vagas con que dos amantes empiezan a comprenderse; esas palabras que balbucientes pronuncian los labios, aunque se refieran a extraño asunto que el que ocupa los corazones; esas reticencias en las cuales se apoyan, en casos semejantes, los espíritus, para lanzarse en la siempre florida región de la esperanza; esa atmósfera especial, tibia, embalsamada, de que los amantes se sienten circundados cuando, en medio de todos, viven solos, y hallan en el silencio elocuentes armonías, en el aire venturosos presagios, en la naturaleza entera una secreta complicidad del inmenso sentimiento que los agita. Y sin embargo ellos no son felices.

Leonor veía desarrollarse ante sus ojos el magnífico panorama del amor y se impacientaba ya de la timidez de Martín. Ella era demasiado orgullosa para dar el primer paso; él demasiado reverente para subir al pedestal en que colocaba a su ídolo; y ambos suspiraban. Y en esos instantes de abatimiento, en que el corazón divisa la esperanza como un miraje, Leonor, despertando a su antiguo orgullo, juraba olvidar a Martín, y Martín, que tanto no presumía de sus fuerzas, pedía al cielo le arrancase del pecho aquella imagen y con ella su amor desventurado. Pero una mirada desbarataba aquel propósito y hacía olvidar aquella súplica; volvían a quemar sus alas en la nueva   —271→   luz, ¡mariposas que lejos de su dulce calor no encontraban ya la atmósfera vital indispensable a sus vidas!




ArribaAbajo- XLII -

Habiéndose fijado para día más cercano el plazo acordado entre las familias respectivas al enlace de Matilde con Rafael, notábase ya gran movimiento en casa de don Fidel Elías con motivo de la próxima festividad.

Los parientes de Matilde enviaban sus regalos a la novia.

Doña Francisca, descendiendo a los prosaicos detalles de la vida, preparaba con su hija los moldes a la moda para la confección de los vestidos.

Hacíanse frecuentes viajes a casa de la modista para probarse el vestido nupcial y otros de lujo, encomendados al ingenio de la misma artista.

Se discutía con calor sobre las alhajas, abriendo y cerrando las cajitas forradas en terciopelo que venían de alguna joyería alemana de la calle de la Ahumada.

Llegaban visitas y se hablaba por lo bajo al principio. Venía poco a poco la conversación de trapos y el tono de las voces iba crescendo, como en el aria de don Basilio. Se exhibían los regalos, se exaltaba un molde para deprimir otro y se agregaban los comentarios sobre la cruz de brillantes que toda novia tiene, hasta que muchas veces el marido se convierte en otra más pesada de llevar.

Se iban las visitas y, antes de guardar lo que acababan de ver, llegaban otras con las cuales se ponían en tabla los mismos asuntos que los de la recién concluida sesión.

Y así se pasaban los días.

Analizar las múltiples ilusiones que en tales circunstancias mecían el corazón de Matilde, como mecen el de casi todas las que se casan por su voluntad (que de las obedientes o resignadas hay gran suma), sería lo mismo que   —272→   describir la magnífica salida del sol en un despejado cielo de primavera. Las flores de esa ilusión abrían sus temblorosas hojas a las caricias del amor que llenaba su pecho y embalsamaban el aura que en los oídos de un amante murmura sus divinas promesas. Así, para Matilde la vida pasada y sus deberes eran sueño; el presente, la dicha, y del porvenir irradiaba tan viva luz que, como la del sol, ofuscaba su vista y prefería no mirarlo.

-Tú, que no amas -decía estrechando las manos de Leonor con dulce abandono-, no puedes comprender mi felicidad.

Leonor fijaba en ella una profunda mirada, de esas que pertenecen sólo al cuerpo cuando vaga en algún otro punto el alma.

-Mira -continuaba su prima-, cuando estoy lejos de Rafael me encuentro sin palabras; tal vez que un amor como el mío no halle ninguna que lo pinte en toda su extensión. Pero a ti, ¡qué te importa todo esto! -añadía, viendo que Leonor caía poco a poco en una distracción mal disimulada.

-Cómo no -contestaba Leonor con una suave sonrisa.

-No me comprendes.

-Te comprendo muy bien.

-¡Ah! ¿Estás enamorada?

En la viveza con que esta pregunta fue hecha por Matilde veíase que por un momento la mujer vencía a la amante, la curiosidad al placer de hablar de su amor.

Leonor contestó con igual viveza, pero poniéndose colorada:

-¡Yo! No, hijita.

-Mientes.

-¿Por qué?

-No eres ahora, Leonor, lo que eras antes. ¿Cuándo estabas nunca pensativa como ahora te veo muchas veces? Dime, no seas reservada. Mira que yo a veces soy adivina. ¿Cuál de los dos, Clemente o Emilio?

Leonor no contestó más que avanzando ligeramente el labio inferior con magnífico desdén.

Matilde nombró entonces a muchos de los elegantes de la capital, y obtuvo la misma contestación. Por fin, añadió en tono de exclamación:

  —273→  

-¿Será Martín?

-¡Oh! ¡Qué locura!

Las mejillas de Leonor se encendieron con vivísimo encarnado.

-¿Y por qué no? -repuso Matilde-. Martín es interesante.

-¿Te parece? -preguntó Leonor, fingiendo la más absoluta indiferencia.

-Yo le encuentro así, y ¿qué tiene que sea pobre?

-Oh, eso no -exclamó Leonor levantando la frente con su regia majestad.

-Tiene gran corazón.

-¿Quién te lo ha dicho?

-Tú misma.

Leonor bajó la frente y fingió haberse picado un dedo con un alfiler.

-Me has dicho también que tiene talento -prosiguió Matilde-. ¿Quieres negármelo también?

-Es cierto.

-¿No ves? Tengo buena memoria.

-Pero tú le alabas tanto porque le estás agradecida.

-Bueno, pero repito lo que te oigo.

-También le debemos algunos servicios en casa.

-Que tú le agradeces mucho.

-Es cierto.

-Más que si fuese otro cualquiera, puesto que me hablas siempre de él.

Leonor no dio ninguna contestación.

-¿Sabes que yo tengo derecho de enojarme contigo? -dijo Matilde.

-¿Por qué?

-Porque desconfías de mí, después que por mi parte te he confiado siempre mis secretos.

-¿Qué quieres que te cuente?

-Que amas a Martín. ¿Podrás negarlo?

-Yo misma lo he ignorado por mucho tiempo.

-¡Al fin lo confiesas!

-Es verdad, conozco que no puedo dejar de pensar en él -dijo Leonor levantando con orgullo su linda frente.

-Estoy segura de que él te quiere hace tiempo.

  —274→  

-¿Quién te lo ha dicho? -preguntó con vivo interés Leonor.

-Nadie, pero se conoce a primera vista.

Vencida su natural reserva, Leonor refirió a su prima la historia de su amor, que hemos visto gradualmente desenvolverse y crecer en su pecho. Habló con feliz memoria de todas sus conversaciones con Martín, como éste las había contado a Rafael San Luis, sin omitir ninguna circunstancia, ni aun las impresiones que había sentido al creer a Rivas enamorado de otra.

-¡Ah!, ¿también estás celosa?

-Celosa no; pero si supiese que amaba a otra, tendría bastante fuerza de voluntad para olvidarle.

-Por lo que me cuentas -repuso Matilde-, nunca se ha atrevido él a hablarte de su amor.

-Nunca.

-¿Ni tú le has dejado comprender nada?

-No sé, tal vez alguna palabra mía le dé que pensar; pero puedo volver atrás el día que quiera.

-¡Pobre Martín! -exclamó Matilde después de un breve instante de silencio-. En tu posición puedes ser más compasiva con él.

-¿Te parece?

-Darle a entender que le quieres, ¿qué te haría perder?

-Te advierto que es orgulloso y tal vez no habla por orgullo.

-O por delicadeza; tú le conoces mejor que yo.

Esta observación dejó a Leonor pensativa. Al cabo de algunos instantes miró el reloj, eran las dos de la tarde.

Satisfecha su curiosidad, Matilde había vuelto de nuevo a su asunto favorito y hablaba de Rafael, cuando entró doña Francisca con un nuevo vestido para su hija.

Dejaremos a Matilde admirar el vestido con su madre, para seguir a Leonor, que se despidió de ellas, subió al elegante coche de su familia, que la esperaba a la puerta, y dio orden de tirar para su casa.

Al bajarse del carruaje vio en el zaguán a una criada de mala catadura, con una carta en la mano, que preguntaba por don Martín.

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Leonor entró sin que aquella criada llamase de un modo particular su atención; mas no sin pensar y decidir que la carta vendría de Rafael San Luis o de otro amigo.

El criado del zaguán llevó la carta a Martín, que se encontraba en el escritorio de don Dámaso.

Martín abrió la carta y leyó lo que sigue, después de la fecha:

«Usted es mi único amigo, y como me lo ha dicho varias veces, confío en su palabra. Por eso me dirijo a usted, cuando los que pudieran aconsejarme me abandonan o me persiguen. En mi pesar, vuelvo los ojos al que tal vez tenga palabras de consuelo con que secar el llanto que los llena, y por eso quiero confiarle lo que me sucede. Mi madre quiere casarme con Ricardo Castaños, que me ha pedido. Estaba tan lejos de pensar en eso, que hasta ahora no sé lo que me pasa. Usted siempre me ha manifestado amistad y me aconsejará en este caso, contando con que siempre se lo agradecerá su amiga,

»Edelmira Molina».

Martín leyó dos veces esta carta, sin adivinar que la sencilla naturalidad de sus frases, escritas con intenciones que encontrarán más tarde su explicación, encerraba un mundo de tímidas esperanzas.

Llamó al criado después de la segunda lectura.

-¿Quién trajo esta carta? -le preguntó.

-Una niña que dijo volvería por la contesta -respondió el sirviente, con la casi imperceptible sonrisa que usan los de su clase para manifestar a sus amos que saben bien de lo que se trata.

-Bueno, ahora te daré la contestación -dijo Martín.

El criado salió de la pieza y Rivas escribió lo siguiente:

«Edelmira:

»Mucha sorpresa me ha causado su carta, y le agradezco infinito la confianza que usted me manifiesta. Proviene mi sorpresa de las mismas causas que motivan la turbación en que usted parece encontrarse, y me hallaba   —276→   tan poco preparado para dar mi opinión sobre un asunto de esta naturaleza, que, a la verdad, nada acierto a decirle de un modo terminante y que encuentre satisfactorio.

»Me pide usted que la aconseje, sin pensar, tal vez, que es muy delicada la materia sobre que debo hacerlo. Ante todo confesaré que no puedo ser juez imparcial en el presente caso, porque cuanto pueda decirle se resentirá de la sincera amistad que le profeso. Si se me pidiera formular un voto por el porvenir de usted, al punto lo formularía tan ardiente y verdadero por su felicidad, que dejaría mi ánimo contento por la idea que todos abrigan que puede realizarse un deseo justo, pidiéndolo al cielo con entero fervor del corazón. Pero se trata de aconsejarla sobre un punto que puede decidir para siempre de su suerte, y me falta decisión para hacerlo. Nadie es mejor juez que uno mismo, Edelmira, en asuntos como el que a usted la ocupa; consulte usted su corazón. El corazón habla muy alto en estos casos.

»Si, fuera de esto, mis palabras tuviesen algún poder para calmar la aflicción de que usted me habla, o me hallase en la feliz situación de poder prestarle algún servicio, no vacile usted en escribirme, en honrarme con la confianza que me ofrece en su carta y en valerse de mí cuando crea que pueda serle de alguna utilidad.

»Su amigo afectísimo,

»Martín Rivas».

Cerró Martín esta carta y la dio al criado, con encargo de entregarla a la persona que debía venir por ella.

En la comida se habló del próximo matrimonio que tendría lugar en la familia, y gracias a la verbosidad de Agustín pudo Leonor dirigir varias veces la palabra a Rivas en el curso de la conversación general.

Al salir de la mesa, Agustín tomó el brazo de su amigo y ambos acompañaron a Leonor hasta el salón, en donde ella, como de costumbre, se sentó al piano, mientras que los dos jóvenes se mantuvieron de pie al lado de ella.

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-Hoy estuve con Matilde -dijo Leonor, como continuando la conversación del comedor-, no pueden ustedes figurarse lo contenta que está.

-Es natural, señorita -dijo Martín.

-Los franceses -añadió Agustín- dicen: l’amour fait rage et l’argent fait mariage; pero aquí el amor hace de los dos, rage et mariage.

-Creo que ahora es la niña más feliz de Santiago -repuso Leonor.

-Por qué no la imitas, hermanita- dijo Agustín-; tú puedes ser tan feliz como ella cuando quieras, ¿no tienes dos elegantes enamorados?

Martín fijó en la niña una mirada profunda y palideció.

-¿Dos no más? -preguntó riéndose Leonor.

Con estas palabras la palidez de Martín cambió de repente en vivo encarnado.

-Cuando digo dos -replicó Agustín- hablo de los que más te visitan, mi toda bella; ya sabemos que puedes elegir entre los más ricos si quieres.

-¡Qué me importan los ricos! -exclamó con desdeñoso tono Leonor.

-¿Preferirías algún pobre, hermanita?

-Quién sabe...

-No comprendes el siglo entonces, te compadezco.

-Hay muchas cosas que pueden valer más que la riqueza -dijo la niña.

-Grave error, ma charmante; la riqueza es una gran cosa.

-¿Y usted piensa lo mismo que Agustín? -preguntó Leonor dirigiéndose a Rivas.

-Pienso que en ciertos casos puede ser una necesidad -contestó Martín.

-¿En qué casos?

-Cuando un hombre, por ejemplo, considera la riqueza como un medio para llegar hasta la que ama.

-Pobre idea tiene usted de las mujeres, Martín -díjole la niña en tono serio-; no todas se dejan fascinar por el brillo del oro.

-Sí, pero todas rafolan por el lujo -exclamó Agustín.

-Me he puesto en el caso de un hombre obscuro y que aspire a muy alto -repuso Martín con resolución.

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-Si ese hombre vale por sí mismo -replicó Leonor-, debe tener confianza en hallar quien le comprenda y aprecie; usted es muy desconfiado.

Estas palabras las dijo Leonor levantándose del piano y en circunstancias que Agustín se acababa de alejar.

-Desconfío -dijo Martín- porque me encuentro tan obscuro como el hombre que he puesto por ejemplo.

-Ya ve usted que para mí -le contestó la niña con voz conmovida- la riqueza no es una recomendación, y hay muchas como yo.

Hubiérase dicho que Leonor tenía miedo de oír la contestación de Martín, porque se alejó al instante de pronunciar estas palabras.

Rivas la vio desaparecer, con el corazón palpitante como el que en sueños ve realizada su felicidad y despierta al asirla. Cuando la niña hubo desaparecido, su imaginación se engolfó buscando el sentido de lo que acababa de oír.

En ese momento entraba un criado de casa de don Fidel Elías preguntando por Leonor, a quien entregó un papel que contenía sólo estas palabras:

«Ven a verme, necesito de ti. Creo que voy a volverme loca de dolor. Te espero al instante.

»Tu prima

»Matilde».

Para conocer los sucesos que dieron origen a esta carta, acaecidos después de la salida de Leonor, debemos volver a casa de don Fidel Elías, en donde dejamos a Matilde con su madre.




ArribaAbajo- XLIII -

Poco después que salió Leonor del salón en donde dejaba a doña Francisca y a Matilde, llegaron Rafael, don Fidel Elías y don Pedro San Luis.

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Mientras que los dos últimos hablaban con la dueña de casa, Matilde y Rafael se retiraron junto al piano, al cual se sentó la niña, y con distraída mano principió a tocar mientras hablaba con su amante.

En esa conversación habitaron por un momento los castillos en el aire que los amantes dichosos edifican dondequiera que miren; hablaron de ellos, únicamente de ellos, cual cumple a los enamorados, seres los más egoístas de la creación; repitiéronse lo que mil veces se habían jurado ya, y se quedaron, por fin, pensativos, en muda contemplación, absorto el espíritu, enajenada de placer el alma, palpitando a compás los corazones y perdida la imaginación en la felicidad inmensa que sentían.

Ese cielo limpio y sereno del amor feliz, esa atmósfera transparente que los rodeaba, se turbaron de repente. Una criada entró en el salón y se acercó al piano.

-Señorita -dijo en voz baja al oído de Matilde-, una señora desea hablar con usted.

-¡Conmigo! -dijo la niña, despertando del dorado sueño en que se hallaba mirando a su amante.

-Sí, señorita.

-¿Quién será? Pregúntale qué quiere.

La criada salió.

-¿Quién me tiene que buscar a mí? -dijo Matilde, engolfando otra vez su mirada en los enamorados ojos de Rafael.

La criada regresó poco después que Matilde acababa de pronunciar aquellas palabras.

Matilde y Rafael la vieron venir y se volvieron hacia ella.

-Dice que se llama doña Bernarda Cordero de Molina -fueron las palabras de la criada.

Hubiérase dicho que un rayo había herido de repente a San Luis, porque se puso pálido, mientras Matilde repetía con admiración el nombre que había dicho la criada.

-Yo no conozco a tal señora -dijo, consultando con la vista a Rafael.

Éste parecía petrificado sobre su silla. El golpe era tan inesperado y con tal prontitud acudieron a su imaginación todas las consecuencias de la visita anunciada, que la sorpresa y la turbación le embargaban la voz. Mas no embargaron   —280→   del mismo modo su espíritu, que al instante calculó lo angustiado de la situación en que se veía. Dotado, empero, de un ánimo resuelto, vio que era preciso salir del trance por medio de algún golpe decisivo, y aparentando ese fastidio del que por algún importuno se ve precisado a dejar una ocupación agradable, dijo a Matilde:

-Mándele decir que vuelva otra vez.

La niña notó la palidez de San Luis y la turbación que pugnaba por disimular.

-¿Qué tiene usted? -le preguntó con amante solicitud.

-¿Yo? Nada absolutamente.

-Pregunta a esa señora que qué es lo que quiere -dijo Matilde, volviéndose a la criada.

-Si dice, señorita, que tiene que hablar con su merced.

La niña volvió indecisa a consultar la vista de Rafael, y éste repitió lo que había dicho:

-Que vuelva otra vez.

-Dile que estoy ocupada, que vuelva después -repitió Matilde a la criada.

Ésta salió del salón.

-Cuando menos será alguna viuda vergonzante -dijo la niña con una sonrisa.

-Puede ser -contestó el joven, tratando también de sonreírse.

En aquel momento encontrábase Rafael en situación parecida a la de una persona nerviosa que espera la detonación de un arma de fuego; respiraba con dificultad y hacía esfuerzos para percibir todo ruido que viniese del exterior. Con inmensa inquietud calculaba el tiempo que la criada emplearía para llegar y dar a doña Bernarda la respuesta que llevaba, lo que ésta objetaría y lo que la criada o doña Bernarda tardarían en llegar al salón. Esta última hipótesis nacía en el turbado espíritu del joven del conocimiento que tenía del carácter tenaz y resuelto de doña Bernarda.

Así pasaron cinco minutos de mortal angustia para Rafael y de inexplicable silencio para Matilde, que buscaba en sus ojos la continuación del idilio que, un momento hacía, cantaban con el alma.

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Abriose por fin la puerta del salón y los espantados ojos de Rafael vieron entrar a doña Bernarda, haciendo saludos que a fuerza de rendidos eran grotescos.

Matilde y los demás que allí había la miraron con curiosidad. La niña y su madre no pudieron prescindir de admirarse al ver el traje singular con que la viuda de Molina se presentaba.

Preciso es advertir que doña Bernarda se había ataviado con el propósito de parecer una señora a las personas ante quienes había determinado presentarse. Sobre un vestido de vistosos colores, estrenado en el recién pasado 18 de septiembre, caía, dejando desnudos los hombros, un pañuelo de espumilla, bordado de colores, comprado a lance a una criada de una señora vieja, que lo había llevado en sus mejores años. Sin sospechar que aquel traje olía de a legua a gente de medio pelo, doña Bernarda entró convencida de que le bastaría para dar a los que la viesen una alta idea de su persona. A esto agregaba sus amaneradas cortesías, para que viesen, según pensaba en su interior, que conocía la buena crianza y no era la primera vez que se encontraba entre gentes.

-¿Quién será esta señora tan rara? -preguntó en voz baja Matilde a Rafael.

Éste se había puesto de pie, y con semblante demudado y pálido, dirigía una extraña mirada a doña Bernarda.

-¿Cuál será doña Francisca Encina de Elías? -preguntó ésta.

-Yo, señora -contestó doña Francisca.

-Me alegro del conocerla, señorita, y este caballero será su marido, ¿no? Aquélla es su hijita, no hay que preguntarlo, pintadita a su madre. ¿Cómo está, don Rafael? A este caballero lo conozco, pues, cómo no, hemos sido amigos. Vaya, pues, me sentaré porque no dejo de estar cansada. ¡Los años, pues, misiá Panchita, ya van pintando, como ha de ser! La demás familia, ¿buena?

-Buena -dijo doña Francisca, mirando con admiración a todos los circunstantes y sin explicarse la aparición de tan extraño personaje.

Los demás la contemplaban de hito en hito con igual   —282→   admiración a la que en el rostro de la dueña de casa se pintaba.

-¿Que es loca? -preguntó Matilde a Rafael.

Y al dirigirle la vista notó tal angustia en las lívidas facciones del joven, que instantáneamente sintió oprimírsele con inexplicable miedo el corazón.

Doña Bernarda, entretanto, viendo que nadie le dirigía la palabra y temiendo dar prueba de mala crianza si permanecía en silencio, lo rompió bien pronto.

-Yo, pues, señora -dijo-, le he de decir a lo que vengo. Para eso hice llamar a su hijita, porque a mí no me gusta meter bulla. Entre gente cortés las cosas se hacen calladito. La niña, pues, me mandó decir con una criada que volviese otro día; eso no era justo, pues ya estaba aquí yo, y como soy vieja y mi casa está lejos, por poco no he echado los bofes. Dejante que he sudado el quilo en el camino, ¿cómo me iba a volver a la casa así no más, con la cola entre las piernas y sin hablar con nadie? ¿Que acaso vengo a pedir limosna? Gracias a Dios no nos falta con qué comer. Conque me dije: ya es tiempo, antes que se casen, y me vine, pues.

Aprovechó una pausa doña Francisca, en la que doña Bernarda tomaba aliento, para preguntarle:

-¿Y a qué debo el honor de esta visita?

-El honor es para mí, señora, para que usted me mande. Se lo iba a decir, pues estaba resollando. Me dicen que usted va a casar a su hijita. ¡Pero vean, si es pintada a su madre!

-Así es, señora -contestó doña Francisca.

-Y con ese caballero, ¿no es cierto? -repuso señalando a Rafael doña Bernarda.

Rafael hubiera querido hundirse en la tierra con su desesperación y su vergüenza.

-Señora -dijo con acento de despecho a doña Bernarda-, ¿qué pretende hacer usted?

-Aquí a misiá Panchita se lo vengo a decir.

-No debía permitir que siga hablando sus locuras esta mujer -dijo Rafael a doña Francisca.

-¿Locuras?, no -exclamó con la vista colérica doña Bernarda-. Allá veremos, pues, si son locuras. Vea, señora   —283→   -añadió volviéndose a doña Francisca-, dígale a la criada que llame a la muchacha que me espera en la puerta con un niñito. Veremos si yo hablo locuras.

-Pero, señora -exclamó don Fidel, tomando un tono y ademán autoritarios-. ¿Qué significa todo esto?

-Está claro, pues, lo que significa -replicó doña Bernarda-. Ustedes van a casar a su niña con un hombre sin palabra. Van a verlo, pues.

Levantose rápidamente de su asiento y se dirigió a la puerta.

-Peta, Peta -gritó-, ven acá y trae al niño.

Todos se miraron asombrados, menos Rafael, que se apoyaba al piano con los puños crispados y colérico el semblante.

Entró la criada de doña Bernarda trayendo un hermoso niño en los brazos.

-Vaya, pues, aquí está el niño -exclamó doña Bernarda-. Que diga, pues, don Rafael si no es su hijo. ¡Que diga que tiene palabra y que no ha engañado a una pobre niña honrada!

-Pero, señora -dijo don Fidel.

-Aquí está la prueba, pues -repuso doña Bernarda-. ¿No dice que yo hablo locuras? Aquí está la prueba. Niegue, pues, que este niño es suyo y que le dio palabra de casamiento a mi hija.

Profundo silencio sucedió a estas palabras. Todos fijaron su vista en San Luis, que se adelantó temblando de ira al medio del salón.

-He pagado con cuanto tengo a su hija -exclamó-, y asegurado como puedo el porvenir de esta criatura. ¿Qué más pide?

Matilde se dejó caer sobre un sofá, cubriéndose el rostro con las manos, y volvieron a quedar todos en silencio.

-A ver, pues, señora -dijo doña Bernarda-, yo apelo a usted, a ver si le parece justo que porque una es pobre vengan, así no más, a burlarse de la gente honrada. ¿Qué diría usted si, lo que Dios no permita, hicieran otro tanto con su hija? A cualquiera se la doy también. Aunque pobre, una tiene honor, y si le dio palabra, ¿por qué no la cumple, pues?

  —284→  

-Nada podemos hacer nosotros en esto, señora -dijo don Fidel, mientras que don Pedro San Luis se acercaba a su sobrino y le decía:

-Me parece más prudente que te vayas; yo arreglaré esto en tu lugar.

Rafael tomó su sombrero y salió, dando una mirada a Matilde, que ahogaba sus sollozos con dificultad.

Don Pedro San Luis se acercó entonces a doña Bernarda.

-Señora -le dijo en voz baja-, yo me encargo del porvenir de este niño y del de su hija. Tenga usted la bondad de retirarse y de ir esta noche a casa; usted impondrá las condiciones.

Ora fuese que doña Bernarda diese más precio a la venganza que por espacio de tantos días había calculado, que a la promesa de don Pedro; ora que, posesionada de su papel, quisiese humillar con su orgullo plebeyo el aristocrático estiramiento de los que con promesas de dinero trataban de acallar su voz, miró un instante al que así hablaba y, bajando después la vista, dijo con enternecido acento:

-Yo no he pedido nada a usted, caballero; vengo aquí porque creo que esta señora y está niña tienen buen corazón, y no han de querer dejar en la vergüenza a una pobre niña que ningún mal les ha hecho y a este angelito de Dios, que quieren dejar huacho, ni más ni menos. Más tarde, don Rafael puede casarse con mi hija, cuando se le pase la rabia y vea que no se ha portado como gente.

-Pero, señora -dijo don Fidel-, me parece que Rafael es libre de hacer lo que le parezca, y usted debía entenderse con él.

-Yo sé bien lo que hago cuando vengo aquí -replicó con voz más enternecida aún doña Bernarda-. Lo que yo quiero saber -añadió dirigiéndose a Matilde y a su madre- es si estas señoritas consentirán en que mi pobre hija se quede deshonrada, cuando ellas tienen honor y plata, no como una pobre, que no tiene más caudal que su honor. ¿Cómo no han de tener conciencia, pues -repuso después de un prolongado sollozo-, cuando ni una que es pobre haría una cosa así? ¡Ya le van a faltar maridos a   —285→   esta señorita con lo donosa que es! Dios es justo, señorita, y los que son buenos, son buenos. ¿Para qué le digo más? Yo se la doy a cualquiera y que meta su mano en la conciencia, ¿se casaría cuando sabe que por su causa queda en la vergüenza una pobre niña y una criatura como un huachito de los huérfanos?

Doña Bernarda terminó estos raciocinios con la voz cortada por los sollozos, alzando los ojos y las manos al cielo, y sonándose con estrépito, al tiempo que repetía varias veces algunas de las palabras que acababa de decir.

-Vea, señora -le dijo doña Francisca, en cuya romántica imaginación habían producido un favorable efecto las razones alegadas por doña Bernarda-. Usted ve, ahora no es posible decidir un asunto de tanta importancia; veremos a Rafael cuando se haya calmado y mañana o pasado decidiremos.

-Ustedes lo han de ver, pues, señoritas -contestó doña Bernarda-, y sobre todo la que se iba a casar, creyendo que su novio era libre, pues. Ya le digo no más, ¿qué hará mi pobre hija, a quien han engañado? Así es la suerte de las pobres, y gracias a Dios que nuestra familia es buena y no tiene don Rafael nada que sacarle; el difunto Molina, mi marido, tenía su comercio y no le debía a nadie ni un cristo.

-Todo se tendrá presente -dijo doña Francisca.

-Bueno, pues, señorita; en usted confío. Contimás que en esto yo he andado como gente, pues que me dije: mejor es ir a ver a esas señoritas que viven engañadas, que no presentarse al juez y que el asunto ande en boca de todos. ¿Qué culpas tienen ellas, pues, para que tenga que aparecer su nombre en la casa de justicia? Si son señoras, pues que me dije, han de querer arreglarlo todo sin bulla y han de ser cristianas con la gente pobre pero honrada. Más vale tener agradecidos que enemigos; en eso no hay duda, y a una niña bonita y rica, donde le faltó un novio, hay le vinieron ciento al tiro, lo que no les pasa a las pobres, a quienes las engañan cada y cuando hay ocasión.

-Bueno, pues, señora, trataremos de arreglar esto.

Volvió doña Bernarda, ya deshecha en llanto, a reproducir   —286→   sus argumentos, teniendo cuidado de dar una forma más precisa a las amenazas que acababa de insinuar con cierta maestría, y manifestando que se hallaba dispuesta a seguir el asunto hasta en sus últimas consecuencias, con lo cual salió dejando en la mayor consternación a los que la habían escuchado.




ArribaAbajo- XLIV -

Matilde se arrojó en brazos de su madre con la voz embargada por los sollozos.

-Vamos, vamos -dijo don Fidel-, espero que no tomarán ustedes a lo serio los desatinos de la vieja. Que hable cuanto le dé la gana. ¡Cómo podemos nosotros volverle el honor a su hija! ¿No le parece, mi señor don Pedro?

El interés hablaba por boca de don Fidel en aquellas palabras. La idea de romper el ajustado enlace de su hija con Rafael le parecía deplorable, considerando que de tal enlace dependía el arriendo del Roble.

-Yo hablaré ahora mismo con la señora y trataré de apaciguarla -contestó a su pregunta don Pedro San Luis.

-Me parece muy bien, y le doy a usted las gracias. ¡Vaya con las ideas de la vieja! Estábamos bien que fuésemos nosotros, con una quijotería, a reparar los extravíos de sus hijas. ¿Por qué no las cuida como debe, en vez de venir a quejarse de la seducción? Vean que vestales tan...

-Hijo, basta, por Dios -exclamó doña Francisca, escandalizada de las máximas sociales que empezaba a exponer su marido delante de Matilde.

-¡Qué hay, pues! Yo sé lo que digo -replicó don Fidel, que se irritaba de cualquiera objeción de su mujer-. ¡Esa vieja es una loca y quién sabe qué más! ¡Como si yo no conociera el mundo!

-Pero, hijo -volvió a decir doña Francisca con elocuente ademán y mirada en que pedía a su marido respetase el dolor de su hija.

  —287→  

Mal juez era don Fidel, preocupado siempre con su arriendo del Roble, para conocer lo que hubiese herido el corazón de Matilde. Sólo pensó en que la aflicción de ésta provenía del temor de perder su novio, y se acercó a ella, golpeándole cariñosamente un hombro.

-No se te dé nada, hijita -le dijo-. Nadie te quitará tu marido.

Don Pedro San Luis aprovechó aquella interrupción de la disputa matrimonial que acababa de iniciarse para asegurar de nuevo que cooperaría cuanto le fuese posible al arreglo de aquel asunto y despedirse.

Hallándose entonces don Fidel en el seno de los suyos, dio rienda a su verdadera preocupación.

-Ustedes -dijo- dejan irse así no más a don Pedro. Ya se ve, yo soy el que tengo que hacerlo todo en esta casa.

-¿Y qué podíamos hacer nosotras? -preguntó indignada doña Francisca.

-¿Qué podían hacer? ¡No es nada! Ser más amables con él. Repetir, como yo, que no haremos caso de esa vieja loca y hacerle toda clase de atenciones. ¡Bien quedábamos si se me escapase el arriendo!

-Yo no estoy para pensar en arriendos -replicó doña Francisca, llevándose a su hija y dejando a don Fidel continuar sus reflexiones especulativas.

Matilde se arrojó de nuevo en brazos de su madre cuando se vio sola con ella. Se habían retirado al cuarto de la niña y allí pudieron ambas dar libre curso a su llanto.

-¡Ah, mamá, quién lo hubiera creído! -dijo Matilde levantando los ojos anegados en lágrimas.

Un largo silencio siguió a esta dolorosa exclamación, en que el pecho herido de la amante exhalaba el dolor de tan amargo desengaño.

Doña Francisca secó sus ojos y conoció que su deber era el infundir valor a su hija, cuyo primer abatimiento tomaba las proporciones de la desesperación, a medida que su espíritu salía del anonadamiento causado por lo cruel e inesperado del golpe que acababa de recibir.

-Vamos, hijita -le dijo prodigándola tiernos cariños-, cálmate, por Dios, todo podrá arreglarse.

  —288→  

-¡Arreglarse, mamá! -exclamó Matilde levantándose con una energía de que se la hubiera creído incapaz-. ¡Arreglarse! ¿Y cómo? ¿Cree usted, como mi papá, que lloro la pérdida de un marido? ¿Es decir, que yo no le amaba? ¿Es decir, que puedo amar aún al hombre que me hace creer que he sido siempre su único amor, cuando, cansado tal vez de otro, viene a buscarme para quedar libre de los compromisos contraídos en otra parte? ¡Ah, qué me importa un marido si lo que lloro es mi amor! Cuando perdí a Rafael la primera vez, ¿me vio usted desesperarme como ahora? Sufrí el golpe con valor, porque le creí digno de un sacrificio. Me separaban de él, pero nadie me hacía despreciarle. Y ahora, ¡qué diferencia...!

Los sollozos ahogaron su voz, que produjo sonidos inarticulados, mientras que la pobre niña llevaba las manos a su corazón, que le oprimía el pecho con violentos latidos.

-No llores, hijita, cálmate -fueron las únicas palabras que pudo proferir la madre, convencida de que en ese instante no había consuelo alguno para mitigar tan acerbo dolor.

-Aun suponiendo que mi amor resistiese al desengaño con que acaban de herirlo -repuso Matilde, tranquilizándose poco a poco con los afectuosos cariños de su madre-, suponiendo que yo pudiese olvidar lo que acabo de ver, ¿podría vivir tranquila a su lado? ¿Nadie tendría derecho a acusar mi egoísmo, y sería feliz sabiendo que por mí vivía sacrificada una niña infeliz que no ha cometido más falta que la de engañarse? ¿No me engañaba yo también creyéndole que jamás había amado a otra? Mire, mamá, esto es horrible; cuanto más pienso en ello veo que es un abismo sin fin. ¡No le amo ya, le aborrezco! ¿Quién puede asegurarme que no se ha casado con la madre de su hijo por falta de amor, sino tal vez porque era pobre? ¿Quién me hará creer que no me prefería sino por la riqueza de mi papá?

Esta suposición cruel pareció arrojar un nuevo e inmenso dolor al pecho de la niña, que cesó de hablar, miró con ojos espantados a su alrededor y prorrumpió de repente en desesperados gemidos. En vano buscó doña   —289→   Francisca las más cariñosas palabras para templar su desesperación; en vano la estrechó contra su corazón, conjurándola, por su amor, a que no se abandonase a ese pensamiento. Matilde no la oía, no sentía sus halagos, no entendía el sentido de las palabras que llegaban a su oído. Conducida por la última idea que había expresado, repasaba en la memoria las horas de su amor, los juramentos, las dulces miradas, y esa idea la guiaba en el florido campo de los recuerdos, tronchando con mano impía las ilusiones que lo esmaltaban.

Algunas horas pasaron de este modo. Matilde hablaba, a veces, siguiendo el hilo de sus reflexiones y caía luego en el violento pesar que cada idea nueva arrojaba, como pábulo, al fuego voraz de su creciente dolor. Éste, como la felicidad, encuentra pequeño el recinto de un solo corazón amigo a que confiarse; por esto fue que Matilde, pareciéndole que su madre no alcanzaba a comprender lo que sentía, se acercó a una mesa y escribió a Leonor las pocas palabras que recibió ésta, después de dejar caer, como vimos, una esperanza en el alma de Martín.




ArribaAbajo- XLV -

Media hora después de recibir la carta de Matilde, llegó Leonor a casa de ésta, acompañada por su padre.

Leonor entró a la pieza de su prima, de la que acababa de salir doña Francisca, y don Dámaso en la antesala, adonde, al saber su llegada, vinieron don Fidel y su mujer.

En un largo abrazo permanecieron las dos niñas sin proferir una palabra, hasta que Leonor, que no acertaba a explicarse la causa de la aflicción de Matilde, rompió el silencio.

-¿Qué hay? ¿Qué tienes? -preguntó-. Tu carta me ha llenado de sobresalto.

  —290→  

Matilde, entonces, haciendo un esfuerzo para desechar el llanto que, a la vista de su prima, había vuelto a sus ojos, le refirió minuciosamente la escena en que doña Bernarda Cordero había sido la principal protagonista.

Leonor se quedó abismada con aquella revelación y, al compadecer a su prima, surgió en su espíritu la idea siguiente, que manifestaba el estado de su corazón: «Tal vez Martín esté en amores con la otra. ¡Es tan amigo de San Luis!».

-¿Qué harías tú en mi lugar? -preguntó Matilde, creyendo que su prima pensaba sólo en su desgracia.

-¿Yo...? De veras, Matilde, que no sé qué decirte.

-Pero ponte en lugar mío. ¿Qué harías?

-¿Podrías tú perdonarle? -preguntó Leonor, sin dar a su prima la respuesta que le pedía.

-Podré perdonarle -contestó ésta-, pero ya no podré amarle.

-Es muy difícil aconsejar en estos casos -repuso Leonor.

-No te pido un consejo. Quiero saber lo que tú harías en mi caso.

-Le despreciaría.

-Es preciso que sepas que mi papá no quiere por nada romper este matrimonio.

-Entonces lo rompería yo -dijo Leonor con su característica resolución.

-Es lo que yo haré también -dijo Matilde-. Ya no temo nada, y toda la autoridad de mi papá no basta para obligarme a sufrir más de lo que acabo de sufrir.

Quedaron en silencio algunos instantes, y Matilde añadió:

-¿Cómo hacerlo? Mi papá se negará a decirlo, ni a él ni a su tío.

-Escríbele entonces -dijo Leonor.

-Tienes razón, que todo se acabe de una vez, así nada podrá hacer después mi papá.

Se sentó al lado de la mesa y tomó la pluma.

Al escribir el nombre de su amante, sus ojos se nublaron con lágrimas que fueron a caer sobre el pliego en que había puesto la mano.

  —291→  

-¿Qué le diré? -preguntó a Leonor con voz apagada.

-No te precipites. Piénsalo bien -respondió ésta.

-No, no -exclamó Matilde con energía-, estoy perfectamente resuelta, y nadie me hará cambiar sobre esto.

-Creo que con pocas palabras basta.

Matilde se puso a escribir, alentada por la febril agitación en que se encontraba. Al cabo de algunos minutos enderezó el cuerpo y leyó:

«Entre usted y yo todo está concluido. Me parece inútil extenderme en explicaciones sobre una resolución que está justificada con tan poderosos motivos en mi conciencia. Le escribo para evitar cualquiera otra explicación que no estoy dispuesta a oír ni a leer.

»Matilde Elías».

-Creo que eso basta -dijo Leonor.

Matilde llamó a una criada y la recomendó llevar a su destino la carta sin que en casa sospechasen a qué salía.

Hecho esto se sentó al lado de su prima.

-Tenía necesidad de verte -le dijo-, porque tú me das valor. Ya lo ves, no he vacilado ni temblado.

Con este esfuerzo pareció anonadada, pues ocultó su rostro y sólo se vio su cuerpo agitado por los sollozos.

-Aún es tiempo, si quieres -le dijo Leonor-; la criada no debe haber salido todavía.

-¡Qué! ¿Crees que me arrepiento? No lloro por eso. ¡Todo se ha concluido!

Don Dámaso escuchó también la relación de lo acaecido de boca de su hermana, con las consiguientes interrupciones hechas por don Fidel, que se preciaba de explicar mejor el asunto.

-Bien lo decía yo -exclamó don Dámaso, que no olvidaba el peso de las manos de Rafael-, ese mozo es un tunante.

-Pero, hombre, ¿quién no ha hecho otro tanto? -replicó don Fidel-. Son niñerías por las que todos han pasado.

-¡Jesús, Fidel, qué principios! -exclamó escandalizada su consorte.

-Mira hija -repuso éste en sentencioso tono-, las mujeres no conocen el mundo como nosotros.

  —292→  

-Pero conocen la moralidad.

-¿Y quieres decir que yo soy inmoral porque tengo filosofía? -preguntó con agrio tono don Fidel-. Yo conozco el mundo más que tú. Que lo diga tu mismo hermano.

Don Dámaso, que era inclinado a tejer, valiéndonos de la expresión chilena, no sólo en política, sino en todos casos, dijo:

-Es cierto que muchos cometen esta clase de faltas. Yo no lo niego.

-¿No ves, no ves? -dijo don Fidel a su mujer-. Cuando yo digo que conozco el mundo, es porque estoy seguro de ello. Lo de Rafael es un pecadillo insignificante, y luego se echará en olvido.

-No sé que lo olvide tan pronto Matilde -contestó doña Francisca.

-Lo olvidará, ¿que no conozco yo a las mujeres? Dentro de dos días ni se acuerda de tal cosa.

-Lo veremos -dijo doña Francisca.

-Lo verás. Yo no me equivoco.

Mientras don Fidel buscaba una caja de fósforos para encender un cigarro, don Dámaso se acercó a su hermana.

-Lo que yo te aseguro -le dijo- es que ese muchacho no es bueno.

-Y Matilde no lo perdonará -respondió doña Francisca.

-Mejor, hija, tanto mejor. Ese hombre no puede hacerla feliz. En tu lugar yo me opondría ahora al casamiento.

-Pero tú debes ayudarme también -le dijo doña Francisca.

-¡Oh!, cuenta conmigo -exclamó don Dámaso.

Volvió don Fidel a donde ellos estaban, y poco rato después don Dámaso hizo llamar a Leonor y se despidió con ella de su hermana y de su cuñado.

En la noche refirió Leonor a Martín el suceso de casa de don Fidel.

-La pobre Matilde -le dijo- es muy desgraciada, y empiezo a creer que usted tiene fundamento para practicar su teoría de la absoluta indiferencia.

-Desgraciadamente -dijo Rivas-, no siempre puede uno ser dueño de su corazón, y esa teoría se queda casi siempre como tal, sin poderse practicar.

  —293→  

-¿Ah? Usted ha cambiado ya -exclamó Leonor-; mucho poder tiene entonces la señorita Edelmira.

-No es ella, señorita -replicó Martín-, la que ha echado por tierra mi propósito.

Leonor no quiso proseguir la conversación, porque la sinceridad con que Martín había hablado destruía la sospecha concebida en casa de Matilde.

Al verla abandonar su asiento, las esperanzas que la conversación de la tarde le habían dado abandonaron a Martín.

«Siempre igual -se dijo-. ¿Acaso no amará nunca?».

Poco después salió del salón y de la casa, encaminándose a la de Rafael; pero Rafael no estaba en su casa.

-Salió hace una hora -le dijo su tía.

-Volveré mañana temprano; tenga usted la bondad de decírselo -dijo Martín despidiéndose de la señora.

En aquella misma noche, don Fidel fue a casa de don Pedro San Luis.

-Lo que conviene -le dijo, después de exponer su teorías sobre la vida social- es hacer cuanto antes este casamiento.

-Pues yo creo que debemos dejar que pase algún tiempo, a menos que ellos mismos deseen otra cosa. Es preciso ver modo de arreglarnos con esta vieja que puede incomodarnos.

-Yo haré que los muchachos se vean mañana -repuso don Fidel, que en un aplazamiento del matrimonio veía sólo la demora de su arriendo.

En este momento entró Rafael en la pieza. Los dos que conversaban no pudieron reprimir un movimiento de admiración al verle. Su descompuesto semblante, el turbado mirar, la expresión extraña del saludo que les hizo y el aire de acerba melancolía con que se dejó caer sobre una silla, dejaron mudos por algunos segundos a don Pedro y a don Fidel.

Éste interrumpió primero el silencio, dirigiendo la palabra a Rafael:

-Cabalmente -le dijo-, estábamos aquí con el señor don Pedro diciendo que lo que ahora conviene es apresurar   —294→   el casamiento; yo hablo por la felicidad de mi hija, ¿qué le parece?

-Es inútil, señor -contestó el joven con voz apagada.

-¡Cómo inútil! -exclamó, levantándose, don Fidel.

Rafael sacó una carta del bolsillo y se la pasó diciéndole:

-Lea usted y lo verá.

Don Fidel leyó con rapidez la carta de Matilde, que era la que tenía en sus manos. Doblándola exclamó:

-¡Bah, niñerías! Usted sabe que su amor vale más que estas palabras arrancadas por la sorpresa. Vamos juntos a casa y verá usted lo distinta que está.

-No, señor, jamás volveré -dijo con sombrío acento Rafael.

-¡Qué ocurrencia! Vea usted, mi señor don Pedro, lo que son los enamorados: como el vidrio, por todo se trizan.

Don Pedro tomó la carta de manos de don Fidel y la leyó.

-La carta es seria -dijo.

-No conoce usted a las niñas, mi señor don Pedro -replicó don Fidel-. ¿No ve usted que está claro que quiere que la rueguen? Que venga Rafael conmigo no más, verá.

-Yo no iré, señor -dijo San Luis-; esa carta, que al parecer ha escrito Matilde sin anuencia de usted, me dice bien claro que todo está concluido.

-No puede ser, yo lo arreglaré todo. ¡Hacerle caso a una muchacha deschavetada! Estoy seguro que a esta hora está arrepentida de haber escrito.

-Doy a usted las gracias por su interés -díjole Rafael-, pero le suplico que deje a Matilde en completa libertad. Si ella siente haberme escrito esta carta, lo dirá, porque sabe que yo volaría a ponerme a sus pies.

-Lo que yo quiero -dijo don Fidel, consecuente con su idea del arriendo- es que ustedes sean testigos de mis esfuerzos y buena voluntad.

-¡Oh!, nada tenemos que decir de usted -exclamó don Pedro.

-A mí me gusta la formalidad en los negocios -repuso   —295→   don Fidel-, y por eso es que cuando yo contraigo un compromiso no falto a él ni por la pasión.

-Yo tampoco olvidaré los míos -dijo don Pedro.

Estas palabras dieron a don Fidel un indecible bienestar, después de la inquietud en que la carta de Matilde le había puesto. Pensó que ellas encerraban la formal promesa de llevar adelante lo del arriendo, a pesar de lo acontecido, y miró todo lo demás como secundario.

Después de arrancar, por medio de protestas enérgicas contra la falta de formalidad en los negocios, nuevas promesas referentes al Roble, salió don Fidel de la casa y regresó a la suya, con intención de interponer su autoridad, a fin de asegurar mejor el arriendo por medio de una retractación de Matilde de la carta que él acababa de leer.

Pero Matilde, como vimos, había cobrado energía en su propio abatimiento, y, aunque con lágrimas, supo resistir a la imperiosa voz de don Fidel, que salió de nuevo de su casa, consolándose con que el arriendo del Roble estaba casi asegurado.

Con la convicción que llevaba de que sería imposible, a menos de una violencia, llevar a cabo el matrimonio, roto de tan extraño y repentino modo, se encaminó a casa de don Dámaso, felicitándose de la previsora idea que acababa de nacer en su espíritu y que era preciso principiar a poner en planta.

«Asegurar el arriendo y casar a Matilde con Agustín -pensaba en el camino- sería un golpe maestro».

Entró al salón y llamó aparte a don Dámaso.

-Lo que dije hoy delante de mi mujer no es lo que yo pienso -le dijo-, pero es preciso hablar así, porque de otro modo se valdrían de eso para meterme en un cuento; a mi pesar y por dar gusto a Matilde, que se había encaprichado, contraje compromiso con don Pedro San Luis; pero ahora todo ha cambiado.

-¿Cómo? -preguntó don Dámaso.

Refiriole don Fidel lo de la carta de Matilde y la resolución que su hija manifestaba.

-¡Magnífico! -exclamó don Dámaso.

-Todo mi deseo es que sea mujer de Agustín -dijo don Fidel-, pero como no quería contrariarla...

  —296→  

-Puesto que ella misma desiste, la cosa es diferente.

-Es lo que yo pienso; pero será preciso dejar que pasen algunos días.

-Ah, por supuesto.

Don Fidel se retiró aquella noche dando gracias a doña Bernarda por lo que en la mañana calificaba de intempestiva visita.




ArribaAbajo- XLVI -

Con grande impaciencia esperó Martín la venida del día siguiente. Su inquietud por la suerte de Rafael le quitó el sueño de aquella noche. A esa inquietud mezclábase también el desconsuelo en que le vimos quedar después de su última conversación con Leonor. Y esas dos preocupaciones se dividieron durante largas horas el dominio de su espíritu, hasta que rendido por el sueño se quedó dormido poco antes de rayar el alba. Sin embargo de su largo insomnio, abandonó el lecho a las siete de la mañana y empleó como de costumbre dos horas en sus estudios.

A las nueve fue a casa de Rafael.

Las habitaciones de éste estaban cerradas, y golpeó a una puerta que daba al interior de la casa, ocupada por doña Clara, la tía de Rafael.

A los golpes se presentó la señora, que pocos momentos antes había llegado de la iglesia.

-¿Rafael ha salido tan temprano? -preguntó Martín, después de saludar a doña Clara.

-¿Que no sabe lo que pasa? -contestó la señora, juntando las manos con aire consternado-. ¡Rafael se nos ha ido!

-¿Adónde? -preguntó con ansiedad el joven.

-A la Recoleta Franciscana -respondió la señora con un ademán en el que al través de la pesadumbre se notaba alguna satisfacción.

  —297→  

-¡A la Recoleta! -repitió Martín-. ¿Cuándo?

-Esta mañana muy temprano.

-¿Y por qué ha tomado tan violenta determinación?

-¿Entonces usted no sabe nada?

-Supe ayer lo ocurrido en casa de don Fidel Elías.

-Bueno, pues; después de eso Rafael recibió una carta de la niña; le decía que no pensase más en ella y qué sé yo qué más. ¡Pobrecito! ¡Si usted le hubiese visto! Lloró anoche como un niño chico. ¡Qué llorar, por Dios! ¡Me partía el alma!

-¡Pobre Rafael! -dijo Rivas con verdadero pesar.

-El pobrecito me lo contó todo anoche. ¡Jesús, hijito, cómo viven los jóvenes ahora! Por eso, vea, no he sentido tanto que se haya ido a la Recoleta. Si es preciso reconciliarse con Dios. ¡Cómo querer ser feliz también y vivir de ese modo!

La sencilla piedad de la señora impresionó el corazón noble de Martín; pero quiso defender a su amigo.

-Usted sabe cómo pensaba él ahora y lo arrepentido que vivía de su falta.

-Así es, hijito; pobre Rafael -dijo la señora, en cuyos ojos asomaron las lágrimas.

-Hoy iré a verle -dijo Martín levantándose de su asiento.

-Me ha dicho que es inútil, no recibirá a nadie.

Luego, como si le viniese un recuerdo, añadió:

-Ah, se me olvidaba, me dejó una carta para usted; aquí la tengo.

Entregó la señora una carta cerrada a Rivas, y éste se despidió de ella para leerla en su casa. Al llegar le entregó el criado otra carta.

-Esa niña del otro día la trajo y va a volver por la contesta -le dijo con una semisonrisa de inteligencia.

Rivas subió a su habitación y abrió la carta de Rafael San Luis, dejando sobre la mesa la que el criado acababa de entregarle.

La de San Luis decía lo siguiente:

«Querido Martín:

»Cuando mañana vengas a buscarme, te explicará mi tía la resolución que he tomado. Es de noche, y en el silencio   —298→   puedo meditar mejor sobre el terrible suceso de este día. ¡La he perdido! ¿Te pintaré mi dolor? No podría hacerlo. Recordarás que un día, leyendo la vida de Martín Lutero, le juzgué pusilánime porque el terror que le causó la muerte de un amigo, a quien hirió un rayo al lado suyo, le hizo entrarse de fraile. Ese juicio era la vana jactancia de la juventud que hablaba por mi boca. Tú, que le absolvías, comprenderás el trastorno de mi espíritu al recibir el golpe que me anonada. ¡Es un rayo del cielo! Me ha venido a herir en mi amor, en medio del corazón, quemando hasta las raíces de la esperanza, el último de los bienes efímeros con que el hombre atraviesa la vida. Sólo una vez, al lado del cadáver de mi padre, que expiró en mis brazos, he sentido en el alma un hielo como siento ahora: es la conciencia del abandono en que quedo; de la orfandad eterna de un corazón sin amor, que sólo con amor se sustentaba, de que nada en el mundo podrá ya consolarme.

»Sólo tres líneas, Martín, son las de su carta, pero tres líneas que han corrido como lava ardiente por mi pecho, devastándolo todo menos mi amor inmenso. En pocas palabras, sin fórmula ninguna que mitigue su aspereza, ella me arroja a la frente su desprecio aterrador. Nada que hable de un pasado de ayer, palpitante todavía, se advierte en esas líneas; nada que haga esperar el perdón que todas las almas nobles, como un destello de Dios, guardan para nuestras miserables flaquezas. Ella, con un corazón de ángel, con el alma bañada de divina pureza, me desprecia, Martín, y me aborrece. ¿Cómo luchar contra esta horrorosa convicción? Hasta hoy creía yo que mi voluntad era capaz de hacer frente a todos los contrastes, y era porque no contaba con éste, porque creía que perder la vida era lo más temible que pudiese amenazarme y contra la muerte me sentía con valor.

»Algunas horas he pasado, Martín, reflexionando, como he podido, en lo que debo hacer. Una idea volvía a cada instante a mi espíritu con increíble tenacidad. ¡Es un castigo de Dios! ¿Qué derecho tengo yo, en efecto, de aspirar a la felicidad, cuando he pisoteado sin compasión la de otro ser inocente y débil? Si la justicia del cielo interviene a veces en las faltas del mundo, debo olvidar   —299→   la moral acomodaticia con que nos acostumbramos a burlarnos, por torpes pasiones, de lo que hay sobre la tierra de respetable, y postrarme de rodillas ante el fallo justiciero de Dios. El peso de esta verdad, que casi maquinalmente repiten en las iglesias desde lo alto del púlpito, hiere el espíritu en la desgracia y aterroriza el alma que, en medio de la dicha, las oyera con descuidado fastidio. Cedo, pues, al peso de esa idea: su fuerza me priva de la mía.

»Pero no creas que, llevado de la impresión de tan tremendo pesar, voy a consagrar mi vida a la penitencia, atándome a un claustro con votos indisolubles. Quiero buscar la calma en el silencio; quiero con ejemplos de virtud fortalecerme; quiero ver si es posible borrar su imagen querida de mi pecho; si es posible llorarla como si ella hubiese dejado de existir. Después, cuando el tiempo haya tranquilizado mi ánimo y convertido en llevadera melancolía el atroz dolor que me desgarra, ¡quién sabe lo que haré! He vivido tanto en mi amor, que, por lo demás, apenas me conozco; por esto ni aún puedo prever mi resolución.

»No creas tampoco que he dejado de pensar en Adelaida. Ni a ella ni a su madre puedo culpar de mi desgracia; las perdono, y ojalá ellas lo hagan conmigo. Podría, bien lo sé, reparar a los ojos del mundo mi falta y devolverle su honra, que he mancillado; pero, tú no lo ignoras, Martín: no la amo. Sería una unión monstruosa que no podría tener otro término que un suicidio, y eso también la haría desgraciada. Conozco que podría darle mi vida, pero no la felicidad. En fin, esto tal vez puede pensarse más despacio.

»En mi retiro no recibiré a nadie, ¡ni aun a ti! Te escribiré cuando sienta la necesidad de hacerlo. Mi tía queda encargada de recibir mis cartas y mandarme las que me dirijan. Un padre, amigo antiguo de mi familia, me ha facilitado este retiro. Él será mi consejero.

»Tu amigo

»Rafael San Luis».

Martín dejó caer sobre la cama la carta de San Luis, y apoyando la frente en una mano, se entregó a las tristes meditaciones que aquella lectura le sugiriera.

  —300→  

Le llamaron a almorzar cuando pensaba todavía en la desgracia de Rafael, y había olvidado la otra carta que al llegar había recibido. La tomó antes de salir y bajó al comedor. Al atravesar el patio abrió aquella carta y sólo tuvo tiempo de leer la firma: era de Edelmira Molina.

Para explicarla, antes de hacerla conocer, debemos retroceder al día anterior, en que Edelmira había dirigido a Martín la primera carta que ha visto ya el lector.

Vimos que Edelmira, después de la última conferencia con doña Bernarda, en la que por temor a ésta había convenido en casarse con Ricardo Castaños, se despidió de las cartas que se entretenía en escribir a Rivas y que guardaba con el cariño que por toda ilusión tienen las almas apasionadas. La perentoria exigencia de su madre despertaba a la niña de aquel sueño de amor, en el que, como ella, tantos se mecen forjándose un porvenir venturoso. Pero a fuerza de acariciar esa ilusión, Edelmira había llegado poco a poco a mirarla como una posibilidad. Lo que al principio le parecía una locura, llegó a convertirse en esperanza con la porfiada meditación y con la vehemencia que desplegó su corazón al entregarse al melancólico placer de amar en silencio al que representaba el ideal forjado de antemano en su mente. En este estado de cristalización, valiéndonos de la pintoresca teoría sobre el amor de Stendhal, Edelmira pensó que obligarla a dar su mano a otro era arrancarle violentamente su querida esperanza, sin darle siquiera tiempo para tratar de realizarla. Su voluntad protestó en silencio contra esta violencia hecha a su amor, también silencioso. De semejante protesta al deseo de burlar la opresión del poder que la motivaba, no había más que una línea de distancia. De aquí su resolución de escribir a Martín, resolución que nada tiene de irregular, si se piensa en la educación que había recibido Edelmira y en la clase social a que pertenecía. Bien que en esta clase tenga el recato femenil los mismos instintos que en la elevada y culta de la sociedad, los hábitos de vida, de que hemos presenciado algunos cuadros, van poco a poco venciendo esa timidez pudorosa que, como una ave asustadiza, se despierta en la mujer entregada a sus propios   —301→   instintos en la vida del corazón. Menos culto entre las gentes de medio pelo, el lenguaje galante debe naturalmente vencer por la fuerza del hábito la susceptibilidad del oído y lo mismo también la impresionabilidad del corazón. Los desgreños del picholeo y la cruda fraseología amorosa dan a las mujeres de esta jerarquía social diversas ideas sobre las relaciones del mundo que las que, desde temprano, se desenvuelven en el espíritu de las niñas nacidas en lo que llamamos buenas familias. Por esto fue que Edelmira, aunque más culta que la mayoría de las de su clase, no halló nada de extraño en el medio que le ocurría para sondear los sentimientos de Rivas. Este paso, por otra parte, se da en todas las clases sociales, aunque con distinta forma, siempre que el corazón es fogoso y alimenta un amor solitario; pues hay momentos en que cualquiera mujer tiene fuerza para vencer su timidez y buscar en el corazón del hombre a quien ama un eco a la poderosa voz del sentimiento que abrasa el suyo.

Vimos que la primera carta que Edelmira dirigió a Rivas podía sólo considerarse como el desahogo que todos buscan en un corazón amigo cuando se encuentran bajo el peso de algún dolor. Al leer la contestación de Martín, vio que había en ella tan sinceras expresiones de amistad, que muy bien podía su espíritu, dominado por una idea, interpretarlas en el sentido de su preocupación. Así fue que, aunque Edelmira no se atrevió a decirse que Rivas velaba la expresión de su amor con palabras de consuelo amigable, lo pensó por lo menos vagamente y recibió con ellas además un gran consuelo, porque esas palabras le ofrecían un apoyo en caso necesario para llevar adelante su resolución de no obedecer a su madre en aquella circunstancia.

Alentada con el buen éxito del primer paso, se resolvió por consiguiente a dar el segundo, y escribió a Martín la carta que le vimos abrir cuando se dirigía al comedor, en donde se hallaba la familia de don Dámaso.

En la mesa se habló poco, pues don Dámaso quiso respetar la amistad que Martín tenía a San Luis, en gracia de los servicios que le prestaba Rivas como encargado de   —302→   sus negocios. Mas, al salir del comedor, Agustín llamó a Rivas, que iba a entrar al escritorio, mientras que Leonor se sentaba delante de un bastidor en el que había un bordado.

-¿Y qué devendrá Rafael esto? -preguntó el elegante, encendiendo un cigarrillo puro y ofreciendo otro a Martín.

-Se ha ido esta mañana muy temprano a la Recoleta -dijo Rivas.

-¡Es romántico eso! Le compadezco de todo mi corazón -exclamó Agustín.

-Me dejó una carta; está desesperado -añadió Martín.

-No comprendo esa desesperación -dijo Leonor-, cuando podía distraerse con otros amores como lo ha hecho ya.

-Hermanita, hay amores y amores -repuso Agustín-, es necesario no confundir.

-¡Ah!, no sabía -replicó Leonor.

-Se puede amar por gusto y por pasión -continúo el elegante.

-Lo que veo -dijo Leonor, mirando fijamente a Rivas- es que no hay hombre capaz de amar.

Rivas protestó con una mirada, mientras que Agustín exclamaba:

-¡Ah!, por ejemplo, mi toda bella, estás en el error. Sin hablar de Abelardo, cuya tumba he visto en el Père Lachaise de París, hay una fula de otros que han pasado la vida a amar.

-Usted, que se calla, pensará lo mismo, aunque lo piense en español -dijo Leonor a Rivas.

-Creo, señorita -contestó Martín-, que usted juzga a los hombres con mucha severidad.

-¿Y el ejemplo de su amigo San Luis no justifica mi opinión? -preguntó la niña.

-Pero hay excepciones -replicó Martín.

-¡Cómo no! -dijo Agustín-. Hay excepciones: allí está, como he dicho, Abelardo en el Père Lachaise, sin contar el resto.

-¡Excepciones! -decía al mismo tiempo Leonor sin cuidarse de su hermano y dirigiéndose a Martín-. ¿En dónde están? ¿Cómo puede una conocerlas?

  —303→  

-Fíate a mí para eso, hermanita -dijo el elegante-, yo los conozco: Martín es del número.

-¡Ah! ¿Usted se cuenta entre las excepciones? -le preguntó sonriéndose Leonor, mientras que Rivas sentía encendérsele las mejillas.

-Señorita -contestó éste-, hay cosas en que parece que uno puede elogiarse a sí mismo sin sonrojo, y ésta es una de ellas; creo que puedo considerarme entre las excepciones.

-Usted cree, pero no está seguro.

-Muy seguro -contestó Martín, enviando a la niña tan ardiente mirada, que ella tuvo que bajar la vista sobre el bastidor.

-¿Es decir, Martín, que estás enamorado? -le preguntó Agustín-. Veamos, cuéntanos eso, amigo mío.

-¡Vas a obligarle a mentir! -exclamó Leonor, dominando con una sonrisa la turbación con que había dado algunas puntadas en el bordado.

-¿Por qué, señorita? -preguntó Rivas en el mismo tono de broma.

-No querrá usted comprometer a la que ame -repuso Leonor.

-Desgraciadamente no alcanzo a comprometerla -replicó el joven con resolución-. Está colocada tan alto respecto a mí, que mi voz no puede llegar a ella -añadió, aprovechando el momento en que Agustín se había parado para botar en el patio su cigarro.

-Hablando fuerte se oye desde lejos -le contestó Leonor con una sonrisa que disimulaba muy mal su turbación.

-En ese caso -repuso el joven-, cuando usted me pregunte lo mismo que Agustín, no mentiré.

Leonor bajó la frente sobre el bordado y Agustín volvió a su asiento.

Pocos momentos después Martín entró al escritorio de don Dámaso, y pasó un largo rato sin acordarse de la carta de Edelmira que tenía en el bolsillo.



  —304→  

ArribaAbajo- XLVII -

La respuesta de Leonor acababa de abrirle un nuevo horizonte, en el que paseó Martín su imaginación con la porfiada avidez del que concibe la primera esperanza de encontrar correspondencia a su amor. El cuento de la muchacha que se entretiene en formar castillos en el aire cuando se dirige al pueblo vecino a vender su cántaro de leche, pinta perfectamente el fulgor de esas primeras esperanzas del amor, muchas de las cuales se desvanecen como los castillos de la muchacha, que rodaron por el suelo con su cántaro y la leche. Felizmente para Rivas, no hubo nada en aquella ocasión que nublase el horizonte en que su imaginación bordaba las deliciosas escenas de la dicha realizada. Las palabras de Leonor, la turbación que las había acompañado, la expresión de sus ojos, todo le ayudaba en su venturoso devaneo.

Sólo al cabo de media hora recordó Martín que tenía en su poder una carta que no había leído.

Abriola y leyó lo que sigue:

«Querido amigo:

»Mucho me ha consolado su amable carta, y le doy por ella las gracias. Usted es mi único confidente, porque los de mi familia no me prestarían ahora ningún apoyo contra lo que me amenaza, de modo que al ofrecerme usted su amistad, ahora que estoy triste y sin amigos ni hermanos con quienes poder contar, me hace usted un gran servicio. Más se lo habría agradecido si me hubiese dado el consejo que en mi otra carta le pedía. Repasando en la memoria lo que le dije, para ver por qué no me da usted ese consejo que tanto necesito, veo que debo ser más franca con usted, y como usted es mi amigo, se lo diré todo. Mi repugnancia por el casamiento a que quiere obligarme mi madre no es sólo porque no tengo cariño ninguno por Ricardo, sino por otra razón, además, que me cuesta decírsela   —305→   a usted sobre todo, y es que mi corazón no está libre y no podría nunca ser dichosa sino con el que amo con toda mi alma. Ya con esto podrá usted, Martín, aconsejarme, porque el tiempo se va pasando y a cada momento me encuentro más triste con esto y menos me conformo con tener que casarme con quien no quiero.

»Dispénseme si le incomodo, pero no tengo más amigo que usted, y nunca lo olvidará su afectísima,

»Edelmira Molina».

«¡Pobre muchacha!», se dijo Rivas, tomando papel para contestar a su carta.

Por su respuesta podrá inferirse el grado de exaltación que sus ideas tenían después de su reciente conversación con Leonor.

«Querida amiga:

»¿Ama usted y se considera desgraciada? ¿No encuentra usted en su alma bastante energía para resistir? Busque su fuerza en ese mismo amor y la encontrará poderosa. Cuando creí que sólo se trataba de vencer lo que podría tal vez ser sólo un capricho, a trueque de asegurarse el bienestar, creí que debía limitarme a ofrecer a usted mi amistad, evitando tener parte en una determinación que iba a influir en su porvenir; pero usted ama a otro, ‘con toda su alma’, y me pregunta si por obedecer a su madre había de abandonar ese amor y dar su mano a quien no puede dar su corazón. Creo, por mi parte, tan exclusivo al amor, tan austero el culto que le debemos cuando es puro, que considero una debilidad el oprimirlo bajo el peso de una obediencia cualquiera. Sus leyes, además, no pueden impunemente burlarse en la vida, y a quien no le guarde su fe, no puede guardarle el porvenir más que lágrimas y desconsuelos. ¿Por qué no se arroja usted a los pies de su madre y le habla en nombre de su corazón? Ella ha sido joven también y la comprenderá. Si usted no tiene valor para esto, mándeme llamar y yo hablaré con ella. Mi amistad hacia usted es tan sincera que creo tendría poder para ganar su causa y ablandar un corazón que no aspira tal vez más que a la felicidad de sus hijos.

  —306→  

»Por otra parte, Edelmira, un amor como el que creo sea usted capaz de sentir, debe encontrar su fuerza en su inocencia y abandonar el misterio.

El corazón de una madre es el santuario más puro en que pueda usted conservar su reliquia hasta poderla presentar a los ojos de todos. Tenga usted, pues, confianza en ella, y no marchite con lágrimas una pasión que debe formar el orgullo de las almas nobles como la de usted, por no vencer una timidez que, después de atacada, mirará usted como una quimera.

»Me pide usted que la dispense. ¿De qué? Yo solicito su confianza, la exijo en nombre de nuestra amistad. ¡Ojalá que el ser depositario de sus secretos me dé algún título para servirla como lo deseo, para contribuir a su felicidad como ardientemente lo anhelo!

»Disponga siempre de su amigo afectísimo,

»Martín Rivas».

Edelmira recibió esta carta en la tarde de manos de la criada de su casa, de quien había tenido que valerse para entablar su correspondencia con Martín. Las teorías que en pocas palabras desenvolvía el joven sobre el amor encendieron el alma de Edelmira, haciendo en ella brillar el fuego de una verdadera pasión. Pensó que el corazón de aquel hombre era un tesoro y lo deseó con avidez. Las formas sentimentales de un capricho romántico cobraron en su meditación las proporciones exageradas de un bien que era preciso adquirir a toda costa; y con tal convicción, a la hipótesis de que las palabras de amistad encubrían la delicada expresión de un amor que buscaba una esperanza, llegó poco a poco a convertirse en su espíritu casi en certidumbre.

Engolfada en esa dulce expectativa del que no quiere tocar aún la realidad, aunque espere encontrar en ella la realización de sus deseos, Edelmira dejó pasar algunos días sin escribir.

Durante estos días Leonor no había ofrecido al joven ninguna ocasión de renovar las escenas de reticencias en que algunos enamorados campean por cierto tiempo antes de dar el ataque decisivo. Para consolarse, Martín había   —307→   trabajado con tesón en los negocios de don Dámaso, que poco a poco descansaba en él de todo el peso de sus tareas comerciales. También ocupaban gran parte de su tiempo los estudios, que había un tanto descuidado, y siguiendo la práctica de los estudiantes chilenos, tenía que recuperar con grandes esfuerzos de aplicación el tiempo perdido antes del 18 de septiembre, época en que los alumnos de los colegios dan por terminada la holganza voluntaria, para consagrarse a los exámenes del fin del año. Además de estas ocupaciones, Martín hallaba tiempo, en su calidad de enamorado, para hablar de su amor con la infinita variedad de formas de que la imaginación sabe revestir las impresiones que una misma causa produce, y que el corazón sabe a su vez multiplicar con inagotable fecundidad.

Pero los días pasaban sin que Rafael le contestase.

Por fin, al cabo de diez días, el criado le entregó una carta con la sonrisa que indicaba su procedencia. Era de Edelmira.

«Su carta -le decía- me ha consolado; pero, a pesar de lo que estimo su consejo, nunca me atreveré a hablar a mi madre como le hablo a usted. Le confesaré que le tengo miedo, y creo también que ella me recibiría mal, pues le gusta que la obedezcan sin responder, sobre todo después de lo que ha pasado con la Adelaida.

»Me dice usted que encontraré fuerzas en mi propio amor, y es cierto que las encuentro para decidirme a sufrirlo todo, antes que casarme contra mi gusto; pero no hallo más fuerza que ésa, pues no me atreveré a confesar a mi madre que amo a otro. Tal vez me sucede esto por una cosa que no le dije en mi otra carta, y es que amo sin ser correspondida, y no sé si lo seré algún día. Muchos días he dejado pasar sin escribirle, por no molestarle y porque no me atrevía a hacerle la confesión que le hago ahora. Al fin es preciso que usted lo sepa todo, ya que conoce mi corazón como yo misma.

»Espero que usted me ayude siempre con sus consejos. Le aseguro que éste es mi único consuelo, y lo único que me da valor en la aflicción en que me veo; con lo que pasa el tiempo y llega el día en que tendré que contestar a mi madre».

  —308→  

Esta carta de Edelmira, a la que como a las otras hemos tratado de conservar su forma, purgándolas sólo de ciertas faltas que harían incómoda su lectura, hirió profundamente la sensibilidad de Rivas, porque halló gran analogía entre su situación y la de la niña con respecto al amor. Ella y él alimentaban en efecto una pasión huérfana, y no tenían más placer que engalanarla de esperanzas. Esta analogía le hizo simpatizar más aún con la suerte de Edelmira.

«Creía, Edelmira -le contestó-, que la suerte de amar sin esperanza no podía caber a la que, como usted, es bella y tiene un noble corazón, cuyo amor puede enorgullecer a cualquiera. Después de su confesión, ¿qué puedo decirle? Ni aún me atrevo a preguntar el nombre del que ignora su felicidad, ignorando que usted le ama. Pero estoy seguro que es un hombre digno de usted, capaz de comprenderla y de abrigar en su pecho un tesoro como el que usted le consagra. ¿Me equivoco? No lo creo, y con esta persuasión sólo puedo aconsejarle que guarde intacto su amor, porque él será la salvaguardia de su pureza. No sé por qué, tengo un presentimiento que el cielo reserva alguna recompensa a los que saben conservar tan hermoso sentimiento sin desalentarse en su virtud.

»Entretanto, creo que usted, a pesar de su timidez, debe formar la resolución de confiar este secreto de su corazón a su madre. El día en que usted tenga que decidirse definitivamente no está lejano, y mejor es prevenir los ánimos con tiempo, en vez de causarles una sorpresa que puede ser fatal para usted. Para apoyar este consejo le repetiré mis ofertas anteriores: disponga usted de mí, y crea que tendré una satisfacción infinita en hacer algo que contribuya a su dicha».

Edelmira dio un hondo suspiro al leer esta carta. Había recorrido ya en las tres anteriores las fases distintas de su plan y llegado a la necesidad de nombrar al que amaba. Aunque vagamente, como lo dijimos, creía que alguna frase de las respuestas de Martín, o algún incidente imprevisto, de aquellos que siempre esperan los enamorados, estos creyentes ciegos en la casualidad, le daría ocasión oportuna de revelar a Martín por entero el secreto   —309→   que a medias le confiaba. Pero aquellas respuestas habían destruido su ilusión, y la casualidad no había realizado tampoco los imposibles que cada cual exige de ella. ¿Qué hacer? Un largo suspiro fue su respuesta a esta triste pregunta. Las cartas que mil veces leía le revelaban que Martín poseía un corazón noble y ardiente. ¡Qué miraje para una niña enamorada! ¿No era esto divisar un pedazo del Paraíso sin poder tocar ninguna de sus flores? Edelmira las vio lucir sus gallardas corolas, mecerse al soplo de las brisas embalsamadas y enviarle sus perfumes envueltos en sus pliegues fugaces. Esos perfumes le dieron los vértigos ardientes del insomnio, durante el cual esta pregunta, ¿qué hacer?, se presentaba como el ángel con su espada flamígera para arrojarla de ese Paraíso. Su imaginación se estrelló por una parte con su natural recato, y por otra con su firme resolución de resistir a su madre, de manera que, tras un largo y agitado insomnio, no imaginó otro medio de salvación que el de entregar al tiempo su destino.

Una circunstancia contribuyó entonces para hacerla insistir en esta resolución. Ricardo Castaños propuso a doña Bernarda retrasar el día del casamiento hasta que hubiese obtenido el empleo de capitán que el jefe del cuerpo le había ofrecido; la propuesta se elevaría a fines de noviembre y podía fijarse para el enlace a mediados de diciembre.

Edelmira comunicó a Martín esta feliz noticia en una carta, a la cual Rivas contestó felicitándola, pero repitiendo su consejo de comunicar a doña Bernarda el secreto de su amor, si Edelmira no desistía de su propósito de resistencia. Pero la niña recibió este consejo con las objeciones de antes, y volvió a confiar al tiempo la solución de aquel problema.

Adormecidos sus temores en tan infundada confianza, despertolos un día el mismo Ricardo, anunciando que la propuesta para su ascenso estaba hecha y sería despachada al cabo de cuatro o seis días. La conversación en que Ricardo había dado esta noticia tuvo lugar el 29 de noviembre; quedaban por consiguiente pocos días para los preparativos del matrimonio, fijado   —310→   para el día 15 del siguiente. Con esto volvieron para Edelmira las angustias de la lucha desesperada entre el temor a su madre y su aversión al joven Castaños, que creía que con tres galones en la bocamanga ofrecía un imperio a su desdeñosa querida. Edelmira vio que había esperado en vano del tiempo y que era preciso abrazar un partido decisivo, so pena de tener que dar su mano y renunciar a la dicha para siempre.




ArribaAbajo- XLVIII -

Sin considerarse enteramente feliz durante aquel tiempo, Rivas había engañado su impaciencia y alentado a veces su energía con su decidida contracción al estudio y a los trabajos de escritorio de don Dámaso. Con gran placer anunció a su familia a principios de diciembre el feliz resultado de sus exámenes, que le dejaban libre hasta el año siguiente, anunciando a su madre que por razones de economía le era forzoso renunciar al viaje que durante las vacaciones podría emprender para ir a verla.

Pero, además de esta causa, su amor era lo más poderoso que le fijaba en Santiago, pues le parecía que la ausencia le haría perder hasta la posibilidad de ser amado, que Leonor le dejaba entrever de cuando en cuando.

Hemos visto cómo esta niña había ido poco a poco acostumbrando su orgullo al amor de un hombre que ocupaba una posición social tan inferior a la de los que con mayores exigencias cada día solicitaban su mano. Vencido ese orgullo, quedábale todavía la desconfianza, hija de ese mismo orgullo, que le infundía temores sobre el amor de Martín, de cuya sinceridad dudaba a veces, porque no podía explicarse bien la timidez del joven, a quien veía en todos los demás actos de su vida desplegar serenidad y decisión. De aquí su reserva, que se avenía mal con la franqueza y resolución que la caracterizaban; de aquí también su designio de no avanzar demasiado en   —311→   la senda por que marchaba, hasta no tener datos irrecusables acerca del amor de Rivas. Sin comprender la delicadeza del joven, que jamás se había aventurado a sacar partido de las diversas ocasiones en que hubiera podido declarársele, Leonor se contentaba con conversaciones como las que conocemos y con hablar continuamente de su amor a Matilde Elías. Matilde recibía las confidencias de la que había sido depositaria de sus esperanzas, y lo era ahora de su desdicha, sin desalentarla jamás con el pesar de su desengaño, queriendo pagar de algún modo a Martín los ligeros servicios que le debía.

Todos en la familia habían admirado el valor con que Matilde sobrellevó el peso del golpe que había destruido tan rápida como inopinadamente su felicidad. Algunas palabras de ella, dichas a Leonor, explicaban la entereza que nadie había esperado en la débil y tímida criatura, a quien el menor sentimiento hasta entonces abatía.

-Si hubiese conservado aprecio por Rafael, nada me habría consolado; pero, perdonándole su engaño, no lloro su pérdida, sino mi amor que se muere.

Llevaba, en efecto, en su corazón un luto de su amor y el perdón del que lo había desgarrado.

-Martín -decía otras veces a Leonor- tiene un corazón recto que aborrece el engaño; él mismo condena la conducta de Rafael. Si alguna vez te dice que te ama, puedes creerle más que el juramento de cualquier otro.

Con la llegada del verano se hacían los preparativos para salir al campo en casa de don Dámaso. Habíase convenido que Matilde acompañaría a su prima durante la permanencia de la familia de Leonor en una hacienda de su padre, vecina a una costa bastante visitada por la gente de Santiago en la estación de baños.

Esto daba ocasión para que Martín escribiese a San Luis una larga carta, hablándole de sus alegres expectativas, con motivo de este paseo.

«Habrá una pieza para nuestros trabajos, me ha dicho don Dámaso -le escribía-, y en las horas restantes podré verla. Tal vez recorreremos juntos algunos lugares que, si no son pintorescos, yo tengo en mi imaginación con qué engalanarlos. Y luego, mi querido amigo, en esos días   —312→   de confianza y de tranquilidad, cuando Leonor, entregada a sí misma, tenga esos arranques de locura infantil que tuvo en nuestro paseo al Campo de Marte, ¿no crees que pueda presentarse una ocasión de decirle cuánto la amo, de hablarle del culto que le profeso desde tanto tiempo? Todo esto, mira, me desvanece, y apenas puedo contener los latidos del corazón, al que con tanto ahínco he querido, pero en vano, enseñar a dominarse; ella lo manda y mis lecciones se pierden en el ruido de su pasión».

El destino, sin embargo, reservaba muy duras pruebas al que tan alegres proyectos se entretenía en formar.

Dijimos que el día prefijado por doña Bernarda para el casamiento de Edelmira con Ricardo Castaños era el 15 de diciembre.

El 14 resolvió Edelmira acudir a todo su valor, y se arrojó a los pies de su madre, pidiéndole, en nombre del cielo, que no la obligase a dar su mano a quien no podía amar.

-¡Miren si será lesa! -exclamó doña Bernarda, levantando las manos al cielo-. Allá quisieran todas tu suerte. ¡No te digo, pues! Vean qué desgracia, ¡la quieren casar con un capitán de policía y a la señora le parece poco! Haremos, pues, que enviude algún comandante para que te lo traigan.

-Pero, mamita, yo no puedo ser feliz con ese hombre -dijo la angustiada niña.

-Sí, pues, como eres adivina, sabes que no vas a ser feliz; quieres saber más que tu madre. Si no lo quieres, lo has de querer después; para eso será tu marido. Yo no he de salir a la calle a buscar con quién casarte, ni has de estar toda la vida viviendo a mis costillas, que algún alivio le han de dar a una sus hijas. Yo tampoco quería al difunto Molina cuando nos casamos, y harto que lo quise después, y no quiero que me hables más de esto, y yo mando aquí.

En vano buscó Edelmira el apoyo de Amador, porque éste se negó a interceder en su favor.

-Mi madre lo quiere -le respondió-, y no hay santo que la apee de lo que se le mete en la cabeza. Déjate de lesuras, ¿qué más quieres que un capitán?

  —313→  

La terquedad de los de su familia hizo de nuevo pensar a Edelmira en el único sostén con que podía contar. Volvió la vista hacia Rivas.

«Si todos me abandonan -pensó tomando una pluma-, él me salvará».

Era presa Edelmira en aquel momento de los agitados vaivenes de la desesperación; parecíale verse ya conducida al altar por Ricardo, bajo la mirada imperiosa de doña Bernarda, y diciendo adiós para siempre a la paz del alma y a su casto amor a Martín. Ese cuadro había sido su pesadilla durante cerca de dos meses, pero ahora tomaba ya las formas de la realidad, y nadie se ofrecía para poder huir de los que la ataban a su horrible destino.

Bajo estas impresiones escribió a Martín, refiriéndole las inútiles súplicas que había hecho a su madre y a su hermano. Le pintaba su desesperación con la elocuencia de la verdad y, recordando sus repetidas ofertas de servirla, le pedía su apoyo para poner en ejecución un plan que había imaginado y que era el único que podía salvarla. Su plan se reducía a huir de la casa materna y asilarse en la de la tía de Renca, que había hospedado a su hermana cuando había tenido que ocultar sus amores a doña Bernarda.

«Esa tía -continuaba la carta de Edelmira- tiene gran poder con mi madre, y le ha prestado muchos servicios, sobre todo de dinero, porque tiene en Renca una chacra bastante grande, así es que mi madre no le niega nada. Hubiera podido pedir a mi tía que viniese a Santiago, pero, además que no quiere venir nunca, porque enviudó aquí y quería mucho a su marido, mi madre le habría hablado, mientras que, viendo la resolución que tomo y el paso que doy, ella me defenderá. Como es mucho más joven que mi madre, se ha criado con nosotras como hermana, y nos quiere mucho; estoy segura que me recibirá muy bien».

A estas explicaciones agregaba Edelmira las protestas de una resolución irrevocable, y pedía a Martín que le proporcionase un carruaje para el día siguiente a las siete de la mañana, hora en que, so pretexto de confesarse, iría a la iglesia de Santa Ana con la criada de su casa.

  —314→  

Recibió Martín esta carta al día siguiente de haber escrito a San Luis, hablándole de sus proyectos de viaje al campo con la familia de don Dámaso. Después de suplicar a Edelmira que pesase bien la resolución que le anunciaba, le decía en su contestación:

«Si usted persiste, mañana el carruaje estará pronto a la hora y en el lugar que usted me indica. Permítame, entonces, que no la deje a usted abandonada a merced de un cochero y que la acompañe a casa de su tía. Será para mí una felicidad el prestarle este servicio. Usted puede salir de la iglesia a la hora convenida y me encontrará allí; tome usted para esto las precauciones que crea convenientes y sobre todo no me prive de la satisfacción de acompañarla».

Edelmira besó esta carta, cuando estuvo sola en la noche, y se guardó de comunicar a nadie sus designios. A fin de hacer con más libertad sus preparativos de viaje, esperó que Adelaida y todos los de su casa estuviesen entregados al sueño. En esos preparativos, su primer cuidado fue el de arreglar en un paquete, atado con una cinta, las cartas de Rivas, que formaban su tesoro.

Después se acostó a meditar en su suerte y esperar la hora del día siguiente en que debía dirigirse a la iglesia.




ArribaAbajo- XLIX -

A las seis y media de la mañana del siguiente día salió Edelmira de su casa con la criada y llegó poco después a Santa Ana.

En la plazuela de esta iglesia se veía un coche de posta, a cuyas varas había un caballo que tenía por la rienda un postillón montado en otro de la conocida raza de Cuyo, a que también pertenecía el de varas.

El postillón, haciendo de cuando en cuando sonar su rebenque, entonaba sotto voce una tonada popular con voz nasal y monótona.

Edelmira sintió un temblor involuntario al ver el carruaje   —315→   en que debía efectuar su fuga, y sin advertirlo se detuvo un momento a contemplarlo.

Parece que el aspecto de Edelmira y de su criada despertó el humor galante del postillón, que interrumpió su tonada para decirles:

-¿Qué buscan esos luceros? Aquí me tienen para servirlas.

-Pa qué se apura si naide lo necesita -le contestó la criada.

Edelmira salió de su contemplación con aquellas palabras y dirigió sus pasos hacia la puerta del templo.

-Adiós -exclamó el postillón viéndolas marcharse-, se van y me dejan a obscuras, ¡tanto rigor con tan bonitos ojillos!

-Y él, tan fresco que lo han de ver -replicole la criada, mientras que Edelmira, asustada con aquel diálogo, apretaba el paso.

Pocos pasos faltaban a la niña y su criada para llegar a las gradas de losa delante del frente de la iglesia, cuando se presentó Rivas, que sin duda desde algún punto vecino espiaba la llegada de Edelmira.

Ésta se puso lívida al divisarle tan cerca y se detuvo turbada.

Martín aparentó sorpresa de aquel encuentro, para evitar las sospechas de la criada, y exclamó:

-¿Usted por aquí, señorita, a estas horas?

Edelmira respondió con voz balbuciente y apartándose de la criada, a quien parecían no haber disgustado las galanterías del postillón, hacia el cual volvía la vista con frecuencia.

-¡Ya ve usted que soy puntual! -dijo Martín a Edelmira en voz baja-. ¿Está usted resuelta?

Edelmira miraba a su interlocutor como si hubiese olvidado en aquel instante el miedo que tenía y los pesares que habían enflaquecido su rostro.

-Muy resuelta -le contestó.

-¿Y me permite usted que la acompañe?

-¿Por qué va usted a incomodarse por mí? -le preguntó ella con acento triste.

-Eso corre de mi cuenta -replicó Martín-, y, como le dije   —316→   en mi carta, no consentiré en dejarla a merced del cochero, a quien no conozco.

Esta observación sobre el cochero hizo gran fuerza en el ánimo de Edelmira, asustada ya con las galanterías que el postillón acababa de dirigirle.

-Además -añadió Rivas-, usted me ha dado derechos de amistad que me tomaré ahora la confianza de hacer efectivos; lejos de ser para mí una incomodidad el acompañarla, es un placer.

Edelmira oía con arrobamiento las cariñosas palabras del joven, en quien casi únicamente había pensado durante el último tiempo.

-¿No tiene usted bastante confianza en mí? -preguntó Rivas.

-¡Oh! -dijo ella-, en usted más que en nadie.

-Entonces voy a esperarla en el coche. Como usted ve, puedo perfectamente estar allí sin ser visto.

-Yo trataré de salir lo más pronto que pueda -contestó la niña dirigiéndose a la iglesia.

La criada no vio aquel movimiento de su ama, porque contestaba con bizarría al fuego de ojeadas del galante postillón.

Al ver pasar a Martín, siguió no muy contenta a Edelmira, que había entrado ya a la iglesia.

-Espéreme aquí -le dijo ésta señalándole un punto-, yo voy a buscar al confesor, luego vuelvo.

Martín, entretanto, había entrado al coche y esperaba.

Edelmira tendió su alfombra delante de un altar y se puso de rodillas en oración.

Después de pedir al Cielo, en ferviente plegaria, su protección y su amparo; después de pedirle valor para el paso decisivo que iba a dar, se levantó, recogió la alfombra y fue a colocarse junto a un confesonario, desde el cual podía ver a la criada que había quedado esperándola.

La criada se entretenía mirando los santos de los altares y ocupada, como lo está generalmente la gente de nuestro pueblo, en no pensar en nada.

Aprovechose entonces Edelmira de la distracción de la criada para dejar el confesonario y dirigirse a la puerta de la iglesia, observándola siempre.

  —317→  

Las devotas que principiaban a llegar, vestidas todas de basquiña y mantón como Edelmira, favorecieron su salida con su movimiento de idas y venidas al través del templo, que miran la mayor parte de ellas como su casa.

Edelmira se halló en la plazuela con el corazón palpitante y el cuerpo tembloroso. Como la mirasen con curiosidad los que pasaban y las que entraban a la iglesia, juzgó que era más prudente obrar con resolución y se encaminó directamente al coche.

Abriose la puerta de éste, subió Edelmira y Rivas dijo al postillón:

-Marcha.

Los caballos, oyendo sonar el rebenque, partieron a trote largo.

La criada de Edelmira, cansada ya de mirar los altares, miraba en ese momento al lego que andaba encendiendo algunas luces y pensaba que el postillón era más buen mozo que el lego.

Y parece que el postillón, que tan pronto había cautivado la preferencia de la criada, ayudado de la instintiva malicia de la gente de nuestro pueblo, hacía caritativas suposiciones sobre la pareja que conducía, porque, improvisando una variante a una conocida canción, entonaba, acompañándose con el rebenque:


Me voy, pero voy contigo,
Te llevo en mi corazón;
Si quieres otro lugar,
Aquí en el coche cabimos dos.

Edelmira había ocultado el rostro entre las manos y pugnaba por contener los sollozos que se agolpaban a su garganta.

Martín esperó que pasase un tanto aquella explosión de un dolor que respetaba, y habló sólo cuando vio más tranquila a su compañera de viaje.

-Todavía es tiempo de volver -le dijo-, ordene usted, Edelmira, yo estoy a su disposición.

-No crea usted que me arrepiento -contestó la niña, enjugando las lágrimas de sus ojos-, lloro de verme obligada a salir de mi casa.

-Si usted tiene confianza en su tía -repuso Martín-, espero que todo se arreglará como usted lo desea.

  —318→  

-Como yo lo deseo, no -dijo Edelmira, fijando sus ojos en Rivas con singular expresión-; pero me libraré del casamiento.

-Lo demás puede venir después.

-¡Quién sabe!

Esta exclamación de desconsuelo fue acompañada de un suspiro.

-De manera que usted ama con pasión -dijo Rivas vivamente interesado en el amor de Edelmira, al que, como dijimos, hallaba analogía con el suyo.

El rostro de Edelmira se cubrió de encarnado.

-¿No se lo dije en mi carta, pues? -contestó bajando la vista.

-¿Y sin esperanza? -preguntó Martín.

En ese momento se oía más acentuada y clara la voz del postillón, que repetía, haciendo sonar el rebenque:


Si quieres otro lugar,
Aquí en el coche cabimos dos.
Cabimos dos, guayayai...

Y su voz se confundía con la de los frutilleros que a esas horas entraban a la capital a vender las muy celebradas frutillas de Renca.

Edelmira y Martín se habían quedado en silencio, oyendo la voz del alegre postillón.

-¿Se acuerda de haber oído esa canción? -preguntó la niña.

-A su hermano, la noche que tuve el gusto de conocer a usted -respondió Martín-; pero Amador no la engalanaba con ese último verso.

-Vaya, tiene usted muy buena memoria.

-¿Que usted había olvidado esta circunstancia?

-¡Oh!, no, me acuerdo mucho de esa noche. Más todavía, me acuerdo de todo lo que hablé con usted.

-Tal vez porque él no estaría -dijo sonriéndose Martín.

-¿Quién?

-El de que estábamos hablando.

-¡Ah!, no. Entonces no quería a nadie.

A pesar de la naturalidad de esta exclamación, había tal tristeza en la voz de Edelmira, que Rivas le dijo:

  —319→  

-Hasta ahora usted ha tenido confianza en mí, ¿se arrepiente usted de ello?

-¡Yo arrepentirme! No.

-Le dirijo esta pregunta porque querría poder servirla en todo.

-¿Qué más quiere hacer por mí? Bastante se ha incomodado ya.

-Más podría hacer, tal vez, si usted me nombrara al que ama.

-¡No, no -exclamó con viveza la niña-, nunca!

-¿Cree usted que le hago esta pregunta por curiosidad?

-No, pero...

-Vaya, no insistiré; pero créame que no ha sido curiosidad, sino la esperanza de poder servirla.

-Se lo creo, Martín. Dispénseme si no le contesto; pero es imposible ahora -dijo con sentido acento Edelmira; y luego añadió, dando a su voz ese tono de afabilidad que empleamos con una persona a quien tememos haber ofendido-. Se lo diré después, ¿no?

-Dígamelo sólo si cree que puede serle útil que yo lo sepa.

-Bueno.

-Pero podemos hablar de él sin nombrarle -repuso Martín, pensando que no podría haber ninguna conversación más agradable que aquélla para Edelmira.

-Eso sí -contestó ella con una sonrisa.

Hablaron entonces alegremente. Con los recuerdos de su amor, Edelmira parecía olvidada de la situación en que se hallaba, y pintó con sencilla elocuencia el nacimiento de esa pasión, sin explicar las causas, que ella misma ignoraba. Martín era buen juez para apreciar el mérito del cuadro que la niña le trazaba y encontró rasgos de admirable verdad, que le pusieron frente con sus numerosos recuerdos de soledad y de amor.

Así llegaron a casa de la tía, que, después de oír las explicaciones que le hizo Edelmira, prodigó a Martín delicadas atenciones.

-Si usted quiere hacer penitencia -le dijo-, quédese a almorzar con nosotras.

Rivas se prestó de buena gana y almorzó alegremente   —320→   con Edelmira y su tía. En los platos que le presentaron, en la gran canasta de frutillas que esparcía su aromático olor por toda la pieza, en los muebles que la adornaban, en todo halló el joven un aspecto agreste que ensanchó su corazón. En esta disposición de ánimo aceptó la oferta que le hizo la viuda de un caballo ensillado para dar un paseo, en el que Martín empleó dos horas, galopando a veces, deteniéndose otras para mirar un cercado, cualquier paisaje en el que con la imaginación colocaba a Leonor, y él, a sus pies, olvidado del mundo, le hablaba de su amor estrechando sus lindas manos.

Al despedirse para volver a Santiago, Edelmira le acompañó hasta el coche.

-Mientras usted andaba a caballo, he cumplido mi promesa -le dijo dándole una carta-; aquí va el nombre que usted me preguntó en el camino.

Rivas tomó la carta y se despidió, sin advertir la turbación con que Edelmira se la había entregado.

-No, no la abra hasta que esté lejos -le dijo la niña cuando el coche iba a ponerse en marcha.

Rivas le hizo un nuevo saludo de despedida y partió.

El paseo que acababa de hacer a caballo y la satisfacción de haber prestado un servicio a Edelmira pusieron a Martín de muy buen humor. Reclinado en el coche, que caminaba con bastante rapidez, se entregó durante largo rato a las ideas que el proyectado viaje al campo con la familia de don Dámaso le ofrecía, y sólo pensó en abrir la carta de Edelmira cuando se encontraba bastante lejos de la casa en que la había dejado.

Esta carta decía lo siguiente:

«Martín:

»Ya conoce usted la historia de mi amor, pues nada le he ocultado, y verá por qué no me atreví en el camino a decirle el nombre del que amo cuando sepa que es el que he puesto al principiar esta carta.

»Edelmira Molina».

-¡Yo! -exclamó Rivas con admiración.

Luego, después de leer la carta por segunda vez, dijo con verdadero sentimiento:

  —321→  

-¡Pobre Edelmira!

Ya en lo restante del camino sólo pudo pensar en la revelación del papel que tenía entre las manos, y llegó a Santiago lleno de tristeza por haber sido, aunque involuntariamente, la causa de la difícil posición en que se encontraba Edelmira.

Dejó el coche en la Plaza de Armas y se encaminó a pie a casa de don Dámaso Encina.

Al tiempo de subir a su habitación, sintió la voz de Agustín que le llamaba desde su cuarto.

-Hombre -le dijo con viveza-, ¿de dónde vienes?

-He estado fuera de Santiago, ¿por qué me lo preguntas? -contestó Rivas con inquietud.

Agustín cerró la puerta de su cuarto, que daba al otro patio que comunicaba con las habitaciones interiores, y después, acercándose a Martín, le dijo con gran misterio:

-Voy a contarte lo que ha pasado.




ArribaAbajo- L -

Para comprender lo que Agustín dijo entonces a Rivas debemos averiguar lo que había sucedido durante la ausencia de éste.

La criada con quien Edelmira llegó en la mañana de ese día a Santa Ana se había quedado haciendo comparaciones entre el lego que prendía las velas de un altar y el galante postillón que tan finos requiebros había dirigido a Edelmira o a ella.

La criada se inclinaba a creer que era ella la que había cautivado al galante postillón, y ya dijimos que le hallaba mucho más interesante que el lego que encendía las luces.

Pero como a poco rato se retiró éste, la criada no tuvo ya con quién establecer comparaciones, y se entretuvo contando los altares y luego las velas que cada uno tenía; y como al cabo de tres cuartos de hora notó que no había   —322→   rezado, dijo algunas Salves y algunos Padrenuestros.

Pasada una hora se puso a pensar que no podía ser muy pequeño el número de pecados de Edelmira, cuando empleaba tanto tiempo en confesarse, y cansada de pensar en esto, dejó de pensar y se quedó dormida.

Una beata la despertó media hora después, para preguntarle si había pasado el Evangelio de una misa que se estaba diciendo a la sazón.

La criada se contentó con responder:

-No lo hey visto, no ha pasado por aquí.

La beata se retiró diciéndole: «Dios te guarde», y la criada dio varios bostezos.

Cansada de esperar, recorrió todos los confesonarios y después la iglesia en todas direcciones, mirando a la cara de las devotas que la ocultan debajo del mantón.

No hallando a Edelmira en la iglesia, salió a la plazuela. Allí vio que Edelmira no estaba tampoco, y notó con sentimiento la ausencia del amable postillón.

Volvió entonces más de prisa a entrar a la iglesia y a mirar a las devotas, que la calificaron de «china curiosa», y salió nuevamente a la plazuela llena de inquietud.

Lo primero que se ve en cualquiera plazuela de Santiago es algún individuo del cuerpo de policía. La criada se dirigió a uno que con su pito tocaba variaciones terribles contra el oído de los transeúntes.

-¿Qué horas serán? -le preguntó.

-Cuándo dejarán de ser las diez, pues -contestó el policial.

-¡Las diez, buen dar! -exclamó la criada, echando a andar con gran prisa camino de la casa.

Eran como las diez y cuarto cuando llegó a ésta, en donde doña Bernarda pedía con exigencia el almuerzo.

-¿Y Edelmira? -preguntó al ver entrar a la criada.

-¿Que no llegó, pues? -dijo ésta.

Se buscó en vano a Edelmira por toda la casa, y después de esto se reunió la familia para averiguar en dónde podría encontrarse. Después de mil suposiciones se esperó una hora; transcurrida esta hora la familia se sentó a almorzar; y tras el almuerzo se esperaron dos horas más, sin entrar en sospechas de que Edelmira hubiese podido fugarse.

  —323→  

Mas como Edelmira no llegaba, doña Bernarda llamó a la criada y le hizo referir el viaje a la iglesia, en cuya narración la criada se manifestó turbada al omitir el encuentro de Edelmira con Martín. Esta turbación despertó vagas sospechas en el espíritu de Amador, quien las comunicó a su madre, la que propuso el medio de las amenazas, y aun de la violencia, para arrancar a la criada el secreto de aquella ausencia, si acaso existía tal secreto.

-Estas chinas son hechas por mal -dijo sentenciosamente doña Bernarda-, y así es preciso tratarlas.

En consecuencia, la criada compareció de nuevo ante el tribunal de la familia y a poco rato se halló envuelta en las redes que con bastante destreza le tendió Amador. Las amenazas acabaron esta obra, pues antes de media hora la criada había referido todas las circunstancias de la excursión de la mañana.

-Madre -dijo Amador, cuando estuvo solo con doña Bernarda-, no será mucho que ésta se haya arrancado con Martín.

-¡Dios la libre! -contestó apretando los puños la señora-, porque la mando derechita a la currución.

Por este nombre designaba ella la Casa de Corrección de Mujeres.

En esas circunstancias llegó Ricardo Castaños, el que, impuesto del suceso, fue de opinión de dirigirse a casa de don Dámaso, opinión aceptada por unanimidad de sufragios.

Amador y Ricardo llegaron a las tres y media de la tarde a casa del huésped de Martín.

El criado les dijo que Rivas había salido antes de las siete de la mañana.

La hora era sospechosa, por lo cual los dos mozos se miraron.

-¿Volveremos? -preguntó el oficial de policía.

-Mejor será que entremos donde el caballero y le contemos la cosa.

Este parecer prevaleció después de un ligero debate, en el que Amador sostuvo su opinión con la esperanza de molestar a Martín, para vengarse de su participación en los asuntos de Adelaida.

  —324→  

-Si él no anda en esto -dijo-, ¿qué andaba haciendo tan temprano por la iglesia? ¡Qué casualidad también que llegase al mismo tiempo que Edelmira!

Esta reflexión despertó los celos de Ricardo, que, como si mandase cargar a su compañía contra el enemigo, dijo con resolución:

-Adelante.

-Métale no más -le contestó Amador, tomando la delantera.

Don Dámaso Encina estaba en su escritorio, leyendo un artículo de un periódico de oposición.

Amador y el oficial le saludaron con gran cortesía, y el hijo de doña Bernarda tomó la palabra para decir el objeto de aquella visita.

-No creo que Martín sea capaz de tal cosa -dijo don Dámaso cuando Amador anunció sus sospechas, al terminar su relato.

-No lo conoce usted, señor -replicó Amador-, parece que no fuera capaz de quebrar un huevo, pero es todo lo contrario.

Don Dámaso llamó a su hijo para averiguar lo que supiese delante de los dos mozos.

Agustín oyó la relación del hecho y dijo:

-¡Es una indignidad! Yo no lo creo.

-¿Y a qué ha salido tan temprano Martín? -replicó Amador.

-Se puede salir de buena hora sin ir por esto a robarse las muchachas -contestó Agustín, aprovechando la ocasión de burlarse del que le había hecho sufrir, poco tiempo hacía, los padecimientos del fingido casamiento.

-No venimos aquí para que usted se ría -le dijo Ricardo Castaños amostazado.

-Digo lo que pienso -repuso Agustín-, y si es cierto que Rivas les ha quitado la niña, lo mejor será que ustedes la busquen por otra parte.

Don Dámaso interpuso su autoridad y declaró que si Martín tenía parte en aquella fuga, se haría justicia por el honor de la casa.

Con esto se retiraron Amador y el oficial.

-Papá, éstos quieren sacarle plata -dijo Agustín.

  —325→  

-Sea lo que quiera -contestó don Dámaso-, el hecho es que no dejan de haber motivos para sospechar de Martín, y si fuese verdad, yo no permitiría que habitase en mi casa un joven que da tan mal ejemplo.

Retirose Agustín, dejando muy satisfecho a su padre de haber manifestado entereza en aquel asunto, y entró al cuarto de Leonor.

-Hermanita -le dijo-, ¿no sabes lo que pasa?

-No.

-Vienen a acusar a Martín de que se ha robado a Edelmira Molina, mi excuñada.

Leonor dejó caer un libro que estaba leyendo y se levantó pálida como un cadáver.

Agustín le refirió lo que acababa de oír en presencia de su padre.

-Y tú, ¿qué piensas de esto? -le preguntó Leonor, con afanosa inquietud.

-A fe mía, no sé demasiado qué pensar -respondió Agustín, que, como hemos visto, creía hubiese amores entre Martín y Edelmira.

Leonor sintió un violento deseo de llorar, pero tuvo fuerzas para dominarse.

-Pero Martín me ha negado siempre que tenga amores con esa muchacha -exclamó dando un fuerte acento de desprecio a la palabra que subrayamos.

-Qué quieres, mi bella, cada uno tiene sus pequeños secretos en este bajo mundo.

-Ésa es una hipocresía imperdonable -volvió a exclamar Leonor, con mal reprimida cólera.

-Hipocresía, hermanita, tanto que tú quieras; pero es preciso pensar que el pobre muchacho es hombre, después de todo.

-¿Y por qué niega entonces los amores que tiene?

-¿Por qué? ¡El bello asunto! No todas las verdades son para dichas, bella hermanita.

Leonor se dejó caer sobre el sofá en que la había encontrado Agustín.

-Observo -añadió éste- que no eres indulgente con ese pobre Martín, que nos ha rendido buenos servicios. Eso no es bueno, hermanita; así no se podrá hacer un proverbio   —326→   que sería bonito: «El corazón de la mujer es todo generosidad».

-¡Y qué digo yo! -exclamó Leonor impaciente.

-No sé, pero veo que tratas este asunto tan seriosamente...

-Te equivocas, Agustín -repuso la niña, con serenidad bien fingida-. ¡Qué me importa a mí todo esto! Esos servicios de que hablas tú son los que me hacen sentir lo que pasa, porque papá y mamá no pueden mirar esto con indiferencia.

-¡Ah!, así me gusta oírte, hablas como un libro. Te iba a castigar fumando aquí un prensado, pero te perdono.

Y salió Agustín del cuarto de Leonor, encendiendo un gran cigarro puro al entrar en su habitación.

Pocos momentos después llegó Rivas, a quien Agustín llamó como vimos antes.

-Voy a contarte lo que ha pasado -le había dicho, después de cerrar con aire de misterio las dos puertas de su habitación.

-A ver -dijo Rivas sentándose.

-Amador y el amoroso de Edelmira vienen de salir de casa.

-¿Sí? -preguntó Martín, cambiando ligeramente de color.

-Han venido a quejarse a papá de que tú les has robado la niña.

-¡Miserables! -exclamó Rivas entre dientes.

-Lo mismo he dicho yo. Es preciso confesar que la queja es plaisante. Pero te he defendido con calor, por ese lado no te inquietes, y te aseguro que se fueron furiosos. Lo que resta que hacer es quitar toda sospecha a papá.

-¿Y para qué? -preguntó Martín con sangre fría.

Agustín le miró abismado.

-Por ejemplo -exclamó-, es un poco fuerte lo que dices.

-No veo por qué.

-¿No ves por qué? ¡Cáspita! No basta que no sea cierto, es preciso que papá se convenza de tu inocencia.

-Hay un inconveniente para que crea lo que dices.

-¿Qué inconveniente?

  —327→  

-Que lo que dice Amador es cierto a medias.

-¡Cierto! ¡Te has llevado a Edelmira!

-La he acompañado.

-¿A dónde?

-A Renca.

Agustín se levantó, púsose el sombrero, y haciendo a Rivas un saludo:

-Me inclino ante tu talento -le dijo-. ¡Mira que si yo hubiese hecho otro tanto con Adelaida, no se habrían reído de mí! Eres un hombre de fuerza, amigo; me inclino, eres mi maestro.

-¿Por qué? -le preguntó Martín, riéndose de la cómica gravedad de su amigo.

-¡Cómo! ¿Te parece poco robarse una chica gentil como una flor? Eres difícil, amigo mío, y muy modesto.

-Yo no la he robado, la he acompañado.

-Lo mismo da Chana que Juana, suele decir papá.

-No me comprendes -replicó Martín.

-Demasiado te comprendo, al contrario, ¡feliz mortal!

Explicó Rivas entonces todos los antecedentes, pero sin hablar del amor de Edelmira.

Agustín encendió su cigarro, que se había apagado.

-La cosa cambia de aspecto -dijo-. Es decir, que te has sacrificado a la amistad.

-No veo en qué consiste el sacrificio.

-Vaya, las mujeres que pretenden ser tan maliciosas se equivocan también. Figúrate que Leonor se puso furiosa.

-¡Ah! -dijo Rivas turbado-, ¿lo sabe también?

-Todo, y cree lo que yo creía, aunque traté de disculparte.

En este momento llamaron a comer.

-¿Pero vas a negarlo todo a papá? -le dijo Agustín.

-No he cometido ningún crimen para ocultar mis acciones -contestó Rivas con dignidad.

-Libre a ti de hacer lo que te plazca -díjole Agustín, abriendo la puerta-, yo te digo mi opinión.

Caminaron hacia el comedor.

Agustín iba inquieto, porque tenía por Rivas un verdadero cariño.

  —328→  

Rivas caminaba resuelto, aunque palpitándole con violencia el corazón; todo su temor era el desprecio de Leonor.

Cuando entraron, la familia se hallaba sentada a la mesa.




ArribaAbajo- LI -

Reinaba en el comedor un gran silencio cuando los dos jóvenes se sentaron.

Don Dámaso saboreaba la sopa con un aire de gravedad afectado, y doña Engracia partía un pedazo de cocido para Diamela.

Leonor fijaba la vista en una de las ventanas de la pieza, de la que pendía una vasta cortina de reps sobre otra blanca de finísimo tejido.

Martín buscó en vano esa mirada, y creyó leer su sentencia en la frente de la niña, que se levantaba con singular altanería.

Sin embargo, aquel silencio era demasiado embarazoso para que pudiese durar mucho tiempo, y necesariamente debía interrumpirlo el más débil de carácter.

Don Dámaso dejó, poco a poco, la gravedad con que había contestado al saludo de Rivas, y se decidió al fin a dirigirle la palabra, ya que nadie rompía un silencio que le incomodaba.

-¿Ha estado usted de paseo? -le preguntó.

-Sí, señor -contestó Martín.

Ninguna otra pregunta se le ocurrió a don Dámaso, y volvió el silencio. Pero Agustín no era de los que podían estarse callados mucho rato, y le pareció que debía seguir el ejemplo de su padre.

-Aquí no hay lugares a propósito para partidas de campaña, como en París -dijo.

Y se engolfó en una descripción del lago de Enghien, del parque de Saint-Cloud y de varios puntos de los alrededores de París. Como los demás se encontraban   —329→   poco dispuestos a interrumpirle, pudo continuar su disertación durante casi toda la comida, lanzando un nutrido fuego de galicismos y frases afrancesadas, con las que creía dar el colorido local a su descripción.

-Allí sí que puede uno divertirse -exclamó con entusiasmo al terminar-, y no aquí, donde los environes de Santiago son tan feos, sin parques, sin castillos y sin nada.

La comida concluyó sin que Leonor hubiese parecido notar la presencia de Martín en la mesa.

Al salir, doña Engracia dijo a su marido:

-Espero, pues, hijo, que hables con Martín, porque esto no puede quedarse así.

-Hay tiempo, hablaré esta noche -contestó don Dámaso, que, teniendo grandes miramientos por su digestión, se prevalía de este pretexto para no tener una seria explicación con Rivas acerca del asunto de Edelmira.

-Bueno, pues, pero no dejes de hacerlo; esta casa no es para escándalos -repuso doña Engracia, dando un apretón a Diamela, como para hacerla testigo de su recato.

La perrita contestó con un gruñido, y se retiraron de la antesala a que habían llegado.

Tras de sus padres venían Leonor y Agustín. Rivas salió el último del comedor y se retiró pronto a su habitación.

-¿Sabes que hay algo de cierto en lo de Martín? -dijo Agustín a Leonor cuando estuvieron solos.

-¿Quién te lo ha dicho? -preguntó la niña, que interiormente se lisonjeaba con que Martín desbarataría las acusaciones que pesaban sobre él.

-El mismo Martín -contestó el elegante.

-¡No ves! ¡Ni se atreve a negarlo! -exclamó Leonor, con una expresión de encono que por sí sola parecía hablar de venganza.

-Pero lo ha hecho de puro bueno.

-¿Sí, no? -dijo la niña con sardónica sonrisa.

-Figúrate que la vieja quería casar a esa pobre niña contra su voluntad.

-Y Martín, de puro bueno, como tú dices, se declaró su defensor, ¿no es esto? Muy mal inventada me parece la disculpa; ya pasó el tiempo de don Quijote.

  —330→  

-¡Peste, hermanita! -exclamó Agustín, que había heredado de su padre la facilidad para cambiar de opinión en cualquier asunto-, ¿sabes que me das qué pensar? Bien puedes tener razón.

-¡Y tú le habías creído! -añadió Leonor con expresión de rabia mal contenida-. ¡Vaya!, tienes una facilidad admirable para creerlo todo. A ver, ¿qué habrías hecho tú en su lugar? Habrías confesado una falta; porque ésa es una falta muy grande, ¡qué importa que la muchacha sea pobre, cuando es virtuosa!

-Todo lo que dices me parece verdadero como el Evangelio, mi bella, y yo no soy más que un inocente; Martín me ha hecho comulgar con una rueda de molino.

-Y muy grande.

-Enorme, ¡y yo que me la tragué sin hacer un solo gesto!

Agustín se retiró dando exclamaciones y Leonor entró a su cuarto. No quería confesarse que estaba furiosa, y para distraerse se puso a probarse un sombrero que había comprado para el campo. Mientras se miraba al espejo, dos grandes lágrimas corrían por sus frescas mejillas encendidas por el despecho.

En la noche, viendo don Dámaso que Martín no asistía al salón, e instigado por su mujer, le mandó llamar, y mientras todos conversaban en esa pieza, se quedó con Rivas en la antesala.

Al ver los semblantes de ambos, se hubiera creído que don Dámaso era el acusado, tal era la dificultad que parecía tener para dar principio al diálogo. Martín, sereno, sin afectación, esperaba que don Dámaso rompiese el silencio. Viendo, al cabo de algún intervalo, que esperaba en vano, y que don Dámaso buscaba mil maneras de disimular su turbación, se decidió a sacarle de aquel apuro.

-He hablado, señor, con Agustín -le dijo-, y sé por él la acusación que me han hecho ante usted.

-¡Ah, ah!, ya sabe usted, pues, hombre, me alegro; figúrese usted que se me presentan esos dos mozos y me dicen   —331→   lo que usted sabrá; por supuesto que yo no he creído en tal cosa, pero aquí la señora...

-Antes que usted prosiga, señor -díjole Martín en una pausa en que parecía buscar alguna palabra-, debo decirle que esa acusación no es del todo infundada.

-¿Cómo dice? -preguntó don Dámaso, creyendo que había oído mal.

-Digo, señor, que la acusación que usted ha oído contra mí no es enteramente infundada. Tiene algo de cierto, aunque es natural que mis acusadores se equivoquen en mucho.

-Me deja usted perplejo -le dijo don Dámaso.

Martín le refirió lo mismo que antes de comer había contado a Agustín.

-Por mi parte -repuso don Dámaso-, bien se figurará usted que le disculpo; pero ya ve usted lo que es una casa donde hay familia. Aquí la señora es tan rígida, hombre, de todo se escandaliza; yo no, y sobre todo...

-Mucho le agradezco, señor, su indulgencia -contestó Martín-; mi conciencia está tan tranquila que casi no la necesito. Por lo poco que usted me dice, creo entender que la señora está alarmada, y no seré yo, que tantas atenciones y favores debo a usted, el que destruya la tranquilidad de su familia; comprendo lo que debo hacer, y mañana me permitirá usted dejar su casa para que el ánimo de la señora pueda tranquilizarse.

-¡Hombre, no se trata de eso! -exclamó don Dámaso-. Pero usted comprende mi embarazo, ¿no? La señora dirá que no es cierto, y luego...

-Jamás he dado motivo para que se ponga en duda mi veracidad -dijo el joven con dignidad.

-Por supuesto, y nadie duda... mas... hombre, ya conoce usted a la señora y...

Martín insistió en lo que había dicho, y don Dámaso se enredó en sus propias disculpas, sin decir nada de decisivo.

«Si se va, me hará mucha falta», pensaba mientras Martín dejaba su asiento y entraba en el salón, donde se encontraba reunida la tertulia ordinaria de la casa.

  —332→  

Leonor conversaba con Matilde, que venía desde poco tiempo a casa de su tío, después que se había roto su matrimonio.

Cuando Rivas entró en el salón, se notaba en su fisonomía muy diversa expresión de la que ordinariamente tenía en presencia de Leonor. El aspecto del joven indicaba una resolución firme e invariable, porque sin vacilar ni turbarse se dirigió al lugar que ocupaban las dos niñas, y su mirada era segura como su ademán.

Leonor se puso muy pálida al verle acercarse con ese aire de resolución y le dirigió una mirada glacial.

Pero esa mirada no intimidó a Rivas, que parecía dominado por una idea fija.

Esa idea se encerraba en una reflexión que, al separarse de don Dámaso, había formulado interiormente así: «Si ella no me cree, qué haremos; pero yo le hablaré».

Con tan firme designio se sentó al lado de Leonor, haciéndolo, empero, de manera que los demás no viesen nada de premeditado en aquel paso.

Leonor volvió la cabeza hacia su prima con insultante afectación; pero Martín no se desalentó con esto.

-Señorita -le dijo con segura voz-, deseo hablar con usted.

-¡Conmigo! -exclamó Leonor, en cuyo acento se notó, pero apenas, un ligero temblor-. ¿No habló usted ya con mi papá? -añadió, dando a su rostro la majestuosa arrogancia que tanto intimidaba a Martín.

-Por lo mismo que he hablado con él -replicó éste-, deseo ahora que usted me haga el favor de oírme.

-De veras que el tono en que usted me habla me asusta -díjole la joven, aparentando una admiración llena de indiferencia a la par que de desprecio.

-Tal vez estoy afectado, dispénseme usted; lo que me sucede ahora es tan trascendental para mi porvenir, que no es extraño me impresione.

-¿Qué le sucede? -preguntó Leonor, con una sonrisa que contrastaba con la seriedad del joven.

-Usted lo sabe, señorita.

-¡Ah, lo de la señorita Edelmira! No lo he creído.

-Agustín debe haberle dicho la verdad que me oyó hace poco.

  —333→  

-Sí, Agustín me refirió algo de un servicio que usted había querido hacer a esa señorita. Una mala disculpa, ¡invención de Agustín, al cabo!

-Señorita, eso que usted llama disculpa es la verdad.

-¿De veras? Dispénseme, creía que era una historia inventada por Agustín para hacerme reír.

-¿Cree usted entonces que no haya hombre capaz de hacer un servicio como ése?

-De todos modos, ya hay uno, y ése es usted, porque ahora que usted lo dice, debo creerlo.

-Me habla usted con un tono que desmiente sus palabras.

-¿Cree usted que me estoy tomando el trabajo de fingir? -le dijo Leonor, levantando con orgullo su bellísima frente.

-No creo que usted tenga necesidad de tomarse ése ni ningún otro trabajo conmigo -contestole Rivas con entera dignidad-, pero querría divisar más seriedad en sus palabras, porque aprecio su juicio y la opinión que usted pueda tener de mí.

-Teniendo en tal aprecio mi opinión, debió usted haberme consultado para su rapto o su fuga, llámelo usted como quiera, y yo tal vez habría ingeniado un plan menos fácil de adivinar que el suyo.

Había tanto sarcasmo en la voz de Leonor, que Martín sintió los colores subírsele a las mejillas.

-Usted es cruel conmigo, señorita -le dijo con cierta aspereza-, me humilla demasiado. Si, como su mamá, cree usted que haciendo un servicio, que volvería a hacer si fuere preciso, he faltado a los miramientos que debo a la familia, ya que vengo a justificarme, podía usted emplear más indulgencia.

Estas palabras produjeron alguna impresión en el ánimo de Leonor, que había contado con que Rivas se defendería por medio de triviales descargos.

El joven continuó:

-Su mamá se ha limitado a darme a entender, por medio del señor don Dámaso, que debo salir de su casa. Cierto que no necesitaba de esta insinuación para hacerlo; me habría bastado haber incurrido en el desagrado   —334→   de usted. Mas, como mi resolución está hecha ya sobre esto, no he querido alejarme sin referir a usted la verdad del hecho y justificarme en su opinión. Ahora usted me recibe con sarcasmos. ¿Por qué no me deja usted llevar la idea que siempre he tenido de su corazón? Me será más consolador recordarla con agradecimiento que con pesar, porque de todos modos tendré que recordarla siempre.

Leonor le miró conmovida; la melancólica voz del joven la impresionaba a su pesar.

-Mi papá se habrá explicado mal -le dijo con voz en que se traslucía más timidez que orgullo.

-No sé, ni lo averiguaré ya -repuso Martín-. Mi deseo principal es el justificarme a los ojos de usted.

-Ha hecho usted muy bien -le dijo ella-, esa niña era su amada y fue muy justo que usted la sirviese.

No pudo saber Martín si esas palabras eran o no sinceras, y vio que Leonor parecía dar con ellas por terminada la conversación.

-Tal vez algún día -le dijo- el tiempo me justifique.

-Y lo que deja usted al tiempo, ¿no puede hacerlo usted hoy mismo? -preguntole Leonor mirándole fijamente.

-No puedo, señorita, tengo un secreto ajeno que respetar.

Todas sus sospechas acudieron entonces al espíritu de la niña, y creyó que aquélla era sólo una farsa bien representada por Martín.

-Secreto siempre de la amiga, ¿no es esto? Qué hacer, esperaremos la justificación del tiempo.

Había vuelto el sarcasmo a su voz, y el orgullo brillaba en su mirada.

-Yo me lisonjeaba con la idea de que usted me creería bajo mi palabra -le dijo.

-Así lo haré -contestó ella secamente.

«¿Cómo insistir? ¡Ella me desprecia!», fue lo que pensó Martín al oír aquella respuesta.

Además, Leonor, como para cortar la conversación, dirigió la palabra a Matilde, que en aquel momento hablaba con Agustín.

Hubiera querido arrojarse a los pies de Leonor y expirar allí, pidiendo al cielo que le justificase sin necesidad   —335→   de tener que manchar su honor, sirviéndose de las cartas de Edelmira, que podían salvarle en parte.

Entretanto, Leonor seguía hablando con Matilde, y Rivas tuvo que decidirse a dejar su asiento.

Salió del salón, y al encontrarse solo en su cuarto se dejó caer sobre una silla llorando como un niño. Al cabo de un cuarto de hora recordó la carta de Edelmira, que sacó del bolsillo.

-¡Pobre niña! -dijo, volviendo a la comparación que siempre hacía entre su suerte y la de ella.

Al mismo tiempo recordó también que poco antes había pensado que las cartas de Edelmira podrían desvanecer las sospechas de Leonor, y sacándolas todas de un cajón de la mesa en que se había apoyado, las quemó a la luz de la vela, junto con la que había recibido aquel día.

Al verlas consumirse sintió una dulce satisfacción en su pecho, diciéndose: «Así me hallaré libre de tentaciones».

Y fijó la vista en la luz con la expresión de un hombre cuyo cerebro está turbado por uno de esos golpes morales que paralizan hasta el llanto, quitando casi del todo la conciencia de lo que se padece.

La noche aquella fue para Martín una noche de martirio. Para distraer su pesar empleó algún tiempo en el arreglo de su equipaje, que, no siendo muy voluminoso, estuvo luego preparado para la marcha. Concluidos los aprestos, pasó un largo rato apoyada la frente en los vidrios de una ventana que daba sobre el patio. Desde allí, ya que con la vista no podía divisar a Leonor, recorrió con la memoria los incidentes de su vida desde que, pobre, pero descuidado y lleno de esperanzas, había atravesado aquel patio. En esa elegía que casi todos hemos entonado a las esperanzas perdidas, se despidió Rivas de los dorados sueños con que el amor regala los años floridos de la juventud; pero, dotado por la naturaleza de sólida energía, lejos de abatirse con la perspectiva de su triste porvenir, encontró en su propio sufrimiento la fuerza que a muchos les falta en estos casos. Pensó en su madre y en su hermana, y recordó que les debía la consagración de sus fuerzas. Fortalecido con este recuerdo, se sentó a la mesa   —336→   y escribió a don Dámaso una carta dándole las gracias por la generosidad con que le había hospedado, y otra a Rafael San Luis, en la que le refirió lo acaecido y su determinación de irse al lado de su familia hasta que se abriera nuevamente el Instituto Nacional, donde vendría a continuar sus estudios al año siguiente.

Después de escribir estas cartas le quedaba aún que contestar la de Edelmira. Largo rato reflexionó sobre esta contestación, porque si bien le parecía duro decirle la verdad, la rectitud de su alma le mandaba no fomentar una pasión a la que no podía corresponder. Por fin triunfó esa misma rectitud y escribió a Edelmira, participándole el estado de su corazón desde su llegada a Santiago. Aunque en esa carta no nombraba a Leonor, ese nombre podía adivinarse en cada una de sus páginas. Terminaba Rivas su carta a Edelmira sin hacer la menor alusión a los sucesos de aquel día, participándola su proyecto de ausentarse por dos meses de la capital.

A las seis de la mañana del día siguiente transportó Martín su equipaje a la posada en que al llegar a Santiago se había hospedado.

En seguida encargó al criado de don Dámaso la remisión de las cartas que durante la noche había escrito, remunerándole con generosidad a costa de sus economías, para asegurarse su puntualidad.

Buscó después y encontró luego un birlocho, que ya tenía ocupado un asiento, y a las diez de la mañana se puso en marcha para Valparaíso.




ArribaAbajo- LII -

A principios de enero del año siguiente, la familia de don Dámaso se encontraba en la hacienda de éste.

Como estaba convenido, Matilde había formado parte de la comitiva y ocupaba con Leonor un cuarto cuyas ventanas daban sobre el huerto de la casa.

  —337→  

Agustín y su padre salían diariamente a caballo por la mañana y se reunían con la familia a la hora de almorzar, después de lo cual se tocaba el piano, y Agustín, no encontrando nada mejor en que ocupar el tiempo, hacía la corte a su prima.

Doña Engracia veía con satisfacción las atenciones que su hijo dirigía a Matilde, a quien todos en la casa profesaban un verdadero cariño, y con no menos satisfacción aseguraba la señora que el temperamento del campo había sentado muy bien a Diamela.

Inquietábanla sí, no poco, los ataques a que en esa vida de campo estaba expuesta la virtud de Diamela, con las grandes cuadrillas de galanes que rodeaban a cada uno de los vaqueros que llegaban de los cerros a saludar al patrón.

Don Dámaso, por su parte, leía los periódicos que llegaban de Santiago, inclinándose ya al ministerio, ya a la oposición, según la impresión que cada artículo le producía, y al despachar su correspondencia hacía continuos recuerdos de Martín, que con tanta expedición sabía interpretar sus pensamientos y ahorrarle este trabajo.

La soledad y monotonía de aquella vida de campo, en la que transcurrían las semanas sin incidente alguno digno de apuntarse, había obrado de diverso modo en el alma de las dos primas, que, aunque viviendo en la mayor intimidad, guardaban cada cual sus secretos pensamientos.

Matilde había llorado su desengaño, como hemos visto ya, pero ese desengaño había destruido su aprecio a Rafael San Luis y, con la falta de estimación, el amor se había apagado en su pecho.

El tiempo y la ausencia de los lugares que habían presenciado su felicidad cicatrizaron poco a poco la herida de su alma, dejándole sólo esa melancolía que precede al completo consuelo de los pesares. En tal estado, las atenciones de Agustín, a quien abonaban su juventud, su alegría y su elegancia, hicieron que Matilde olvidase primero sus antiguos amores, se consolase después del violento golpe que a las puertas de la felicidad la había arrojado a la desdicha, y concluyese, por último, por cobrar gusto y afición a las animadas conversaciones con que su primo la entretenía.

  —338→  

El estado de ánimo de Leonor era completamente distinto. La que al principio parecía certidumbre acerca de la existencia de amores entre Martín y Edelmira, transformose poco a poco en duda con el continuo meditar a que la soledad la condenaba. Volvieron entonces a la memoria los recuerdos de las pasadas conversaciones, de las miradas con que Martín le decía su amor, ya que de palabra no había osado hacerlo, y estos recuerdos dieron verosimilitud a los descargos con que el joven había explicado su conducta. Ingenioso como es siempre el espíritu en buscar razones en apoyo de lo que el corazón desea, el de Leonor apeló a la franqueza con que Rivas había confesado su participación en la fuga de Edelmira, para concluir de allí en favor de su causa, alegando que el que ha delinquido se parapeta para mayor seguridad en la completa negativa. De estas reflexiones nació, como era lógico, en Leonor el sentimiento de haberle tratado con tanta aspereza y contestado con amargos sarcasmos a la sinceridad de Martín. En la distancia todas estas ideas revistieron la memoria del joven con ventajosos colores, de modo que poco antes del regreso de la familia a Santiago, que tuvo lugar a fines de febrero, Martín, sin defenderse, había vuelto a conquistar su puesto en el corazón de Leonor, con la ventaja para él de que la niña acusaba entonces de necio al orgullo con que siempre había hecho helarse en los labios de Martín las palabras de amor que parecían próximas a desprenderse de ellos.

Víctimas de esta gradual reacción en favor de Rivas fueron varios de los galanes de Leonor, inclusos Emilio Mendoza y Clemente Valencia, que en aquella época llegaron de visita a la hacienda de don Dámaso. Hubiérase dicho que Leonor ponía empeño en conservar al amante ausente una escrupulosa fidelidad, que se alarmaba con declaraciones que antes recibía con risa desdeñosa, porque huía con esmero las ocasiones de encontrarse sola con cualquiera de esos jóvenes, y con frecuencia, cuando la alegría y la confianza reinaban en el salón, ella, retirada bajo los árboles del huerto, recorría con la memoria los días pasados en Santiago, y creía sentir presentimientos de que las escenas de entonces se renovarían.

Por aquel tiempo, Rafael San Luis escribía a Martín:

  —339→  

«Querido amigo:

»Después de dos meses de soledad y silencio, de meditación y lágrimas, soy lo mismo que antes: amo como siempre. He pedido al cielo que borre de mi pecho este amor; a las místicas contemplaciones, su olvido; a los bellos ejemplos de virtud que he presenciado, la fuerza de alma que mata al corazón; nada ha tenido la virtud que la fábula daba a las aguas del Leteo; no he podido olvidar. No diré como los fatalistas: ‘Así estaba escrito’, pero siempre me preguntaré con el alma sobrecogida de terror: ‘¿Es un castigo de Dios?’. Porque llevo en mi memoria, como el cilicio de los penitentes, el recuerdo de los días de dicha desvanecida y a todas horas su imagen, enamorada a veces para mi martirio, y repitiéndome en otras las crueles palabras con que me condenaba en su carta. En este estado, ¿qué hacer?

»La soledad del claustro, lejos de calmar el ardor de mi pecho, le ha dado pábulo; ni la oración ni el estudio han tenido para mí el bálsamo con que consuelan los pesares de otros; en esta atmósfera de hielo arde siempre con calor mi frente; este aire no basta a la ansiedad de mi pecho, y mi juventud y el dolor porfiado de mi alma me piden más espacio, más luz, más aire, otra vida, en fin, que agotando las fuerzas del cuerpo acabe también con la tesonera vigilancia de mi espíritu.

»Así como al entrar aquí no quise formar ninguna resolución violenta, así no he querido tampoco dejarme llevar del estado moral que te describo para abandonar mi retiro. Pienso ahora como pensaba al cabo sólo de un mes de reclusión, y sólo después de este segundo mes de prueba he determinado ya volver al lado de mi pobre tía, que, con la mejor buena fe del mundo, me creía ya lanzado en el camino de la religión.

»Saldré, pues, mañana de aquí y me ocuparé como pueda. Hay por ahora cierta ocupación que se aviene mejor con mi carácter y que tal vez será más eficaz para mitigar la intensidad de mi mal. Cuando volvamos a reunirnos, acaso tú también busques en ella un alivio a tus pesares que supongo te afligen. Vente, pues, y tal vez me sigas en la vía en que voy a lanzarme; si como antes lo hacíamos, no sembramos esperanzas en el campo   —340→   del porvenir, troncharemos para consuelo las flores secas que nos ha dejado esa semilla. Para mí el sol de la felicidad principió a brillar con demasiado fulgor y agostó esas pobres flores; pero no olvides que no siempre debemos llorar; yo te mostraré una empresa a la que podemos consagrar el vigor de nuestras almas.

»Rafael San Luis».

Casi al mismo tiempo que esta carta, había llegado a manos de Rivas otra de Edelmira Molina, que decía lo siguiente:

«Querido amigo:

»No le ocultaré el pesar que me causó la carta en que usted me decía que amaba a otra sin nombrármela. Cualquiera que sea, le aseguro que ruego al cielo porque le pague con el amor que usted merece; y aunque he llorado mi desgracia, no me quejo, porque le debo a usted demasiado para que pueda tener en mira otra cosa que su felicidad. Lo que también pido a Dios es que me proporcione algún día la ocasión de probarle el desinterés de mi afecto, y poder hacerle algún servicio en cambio de los que usted me ha hecho con tanta delicadeza.

»Le escribo ésta desde la casa de mi tía, en donde usted me dejó, y voy a contarle cómo es que no he vuelto a la de mi mamita. Dos días después que usted me trajo, llegó Amador a buscarme, pero se opuso mi tía a que me fuese, y escribió a mi mamita diciendo que sólo volvería yo cuando ella prometiese que me dejaría en libertad de casarme o no, según yo quisiese, y aunque mi mamita le ha contestado que se hará como lo pide mi tía, ésta me ha dejado aquí para que la acompañe algún tiempo más.

»Me despido deseándole la más completa felicidad y diciéndole que siempre tendrá una amiga reconocida en su afectísima

»Edelmira Molina».

Estas dos cartas, y las explicaciones que las preceden, bastan para dar a conocer la situación de los principales personajes de esta historia en la época del regreso de Martín Rivas a la capital, a principios de marzo de 1851.



  —341→  

ArribaAbajo- LIII -

La narración de los sucesos acaecidos en la vida privada nos ha tenido apartados durante largo espacio de tiempo de la escena pública, cuya animación recuerdan todavía los que habitaban en la capital de Chile a fines de 1850 y a principios de 1851.

Ligeramente bosquejamos en los primeros capítulos el espíritu político que por entonces traía divididas a todas las clases sociales de la familia chilena, y especialmente a los habitantes de Santiago, foco de la activa propaganda liberal que principió a levantar su voz en la Sociedad de la Igualdad.

Sin avanzarnos en el dominio de la historia, debemos dar una rápida ojeada a la situación política en que se preparaba un grande acontecimiento público, de gran trascendencia para algunos de los personajes de que nos hemos ocupado.

La efervescencia de los ánimos, mantenida por las lides sangrientas que la prensa de ambos partidos hacía presenciar al público, llegó a su colmo con la noticia del motín popular que estalló en la capital de Aconcagua el 5 de noviembre de 1850. Temblaron los espíritus previsores con los que debían considerar como el precursor de nuevos y más sangrientos disturbios, apercibiéronse para la lucha los exaltados, y aumentó su vigilancia el Gobierno con aquel tan significativo aviso. Desde entonces creció también el furor de la prensa, alimentando la encarnizada enemiga de los bandos, y los rencores de partido echaron en los pechos las profundas raíces que retoñan, al presente, diez años después, con el vigor de los primeros días de la lucha. La prensa liberal, defendiendo el derecho de insurrección, y la voz pública que recoge las opiniones aisladas, condensándolas en una sola que tiene muchas veces el don de la profecía, habían arrojado   —342→   en los espíritus la creencia de que el movimiento de San Felipe tendría en Santiago una terrible repercusión. Hablábase, ya en febrero, de la proximidad de una revolución en la que se contaba como beligerantes contra la autoridad a casi todas las fuerzas de línea que guarnecían entonces la capital; contábase con masas inmensas de pueblo que acudirían a la primera voz de ciertos jefes, y esperábase al mismo tiempo que la fuerza cívica fraternizaría, según la expresión de entonces, con sus hermanos del pueblo en la cruzada contra el poder.

Tal era, en resumen, la situación de Santiago a principios de marzo de 1851, cuando Martín Rivas llegaba a la posada de que dos meses antes había salido para su viaje a Coquimbo.

Vistiose a la ligera, y saliendo de la posada tomó el camino de la casa de Rafael San Luis. Un cuarto de hora después, los dos amigos se daban un largo y cariñoso abrazo. Al sentarse buscó cada cual en la fisonomía del otro el rastro que suponían debía haber dejado el dolor durante el tiempo que habían estado separados.

San Luis halló en el rostro de Martín la expresión juvenil y reflexiva a un tiempo que siempre le había conocido; la misma pureza del color trigueño que realzaba la profunda penetración de su mirada, la misma nobleza en la frente; era imposible leer en aquel rostro sereno la revelación de ningún secreto pesar.

Rivas, por su parte, halló que la mirada de Rafael, sus pálidas mejillas, la contracción de las cejas, algo de indefinible en la expresión del conjunto, hablaban de los combates del corazón en que aquel joven había vivido tanto tiempo.

En ambos, aquella involuntaria inspección duró un corto momento.

-En fin, ¿cómo te ha ido? -preguntó Rafael con cariño.

-Te lo puedes figurar -contestó Rivas-; pasado el placer de abrazar a mi madre y a mi hermana, todo lo demás fue tristeza.

-¿No la has olvidado?

-¡Ni un instante!

-Pobre Martín -dijo San Luis tomándole las manos-, ¿recuerdas mis pronósticos cuando recién nos conocimos?

  —343→  

-Mucho, pero entonces ya era tarde.

-¿Recibiste allá una carta mía?

-Sí, y supuse por ella que habrías a la fecha terminado tu vida de anacoreta.

-En esa carta te hablé de una ocupación que pensaba tomar.

-Sí, ¿cuál es?

-Una nueva querida -dijo San Luis con una sonrisa melancólica.

-¿Por la que has olvidado a Matilde? -preguntó Rivas.

San Luis se acercó a su amigo.

-Mira -le dijo mostrándole su negro cabello-, ¿no ves algunas canas?

-Es cierto.

Rafael exhaló un prolongado suspiro, pero sin afectación ninguna de sentimentalismo.

-Mi nueva querida -dijo- es la política.

-¡Ah!, recuerdo que cuando te conocí te ocupabas mucho de ella.

-Nos hemos vuelto a encontrar; he aquí cómo: pocos días después que te escribí al norte, recibí una carta de dos amigos con quienes me había ligado en la Sociedad de la Igualdad. Aquí la tienes -añadió leyendo-: «Esperamos que tu fiebre amorosa se haya calmado; la patria no te engañará, y el momento de probar que no la has olvidado se halla próximo; ¿le dejarás creer que tu corazón es indigno del culto que antes le profesabas? Te esperamos en el lugar que tú conoces».

»Esto -continuó Rafael- acabó de decidirme y vencer la repugnancia con que, a pesar de mi horror por el aislamiento, pensaba en volver a mi antigua vida. Al salir, mi primera visita fue para los que así me ofrecían un nuevo campo, en el que me quedaba la probabilidad, si no de olvidar mis recuerdos, a lo menos de quitarles su punzante amargura. Dos causas, como siempre, presentaban sus combatientes en la arena política; la vieja y gastada de la resistencia, del exclusivismo y de la fuerza por una parte; la que pide reformas y garantías por la otra. Creo que el que sienta en su pecho algo de lo que tantos afectan   —344→   tener con el nombre de patriotismo, no podía vacilar en su elección; yo abracé la última, y estoy dispuesto a sacrificarme por ella.

Entró entonces en una minuciosa pintura del estado político de Santiago, que nosotros bosquejamos ya muy a la ligera, y desarrolló sus teorías sobre el liberalismo con el calor de un alma apasionada y llena de fe en el porvenir. El fuego de su convicción despertó pronto en el alma de Rivas el germen de las nobles dotes que constituían su organización moral.

-Tienes razón -dijo a San Luis-, en vez de llorar desengaños como mujeres, podemos consagrarnos a una causa digna de hombres.

-Esta noche -dijo Rafael- te presentaré en nuestra reunión y te impondrás de nuestros trabajos; por mi parte, estoy persuadido que el tiempo de las manifestaciones pacíficas ha pasado ya; el presente es de lucha, y no veo en qué piensan los que nos dirigen. En mi puesto de soldado me resigno a esperar, pero con impaciencia.

Durante esta conversación había desaparecido completamente todo vestigio de abatimiento del semblante de Rafael, sus pálidas mejillas se habían coloreado y sus grandes ojos brillaban de entusiasmo.

Después de hablar aún durante largo rato, los dos amigos se separaron, dándose cita para la noche.

Martín fue puntual a la cita; quería desechar los pensamientos que la vista de las calles de Santiago había despertado con sus recuerdos, y tuvo necesidad de una gran entereza de voluntad para no pasar por la casa de don Dámaso, que se paró a mirar algunos instantes desde una esquina.

En la reunión a que le condujo San Luis, oyó Martín calorosos discursos contra la política del Gobierno, y los cargos que contra él venía formulando desde tiempo atrás la oposición.

Allí vio jóvenes entusiastas, de dandies convertidos en tribunos, deseosos de consagrar sus fuerzas a la patria y llamando la hora del peligro para ofrecerle sus vidas. En el estado de su ánimo, Rivas encontró algún consuelo, sintiendo latir su corazón con la idea de contribuir   —345→   también a la realización de las bellas teorías políticas y sociales que aquellos jóvenes profesaban y pedían para la patria. Al salir de la reunión, a las once de la noche, Rafael le tomó del brazo.

-Te voy a pedir un favor -le dijo.

-¿Cuál?

-Desde que te conocí -prosiguió San Luis- me inspiraste un cariño sincero; después hemos vivido en íntima confianza. Pero, a pesar de mis deseos de estar siempre contigo, no me atrevía antes a proponerte que viviésemos juntos, porque sabía que nada valía para ti como la casa donde podías ver a Leonor con tanta frecuencia. Ahora estás solo, ¿por qué no te vienes a casa? Tú conoces a mi tía; es una santa, y te quiere porque eres mi amigo; estarás como en tu casa, y te cuidaremos como a un niño regalón.

La sinceridad de aquella oferta decidió al instante a Martín, que dio con efusión las gracias a su amigo.

-Bueno -dijo Rafael con alegría-, principia desde esta noche; te cedo mi cama, y mañana enviamos por tu equipaje.

-Tengo proyectado un paseo para mañana -contestó Martín-, y prefiero, para hallar más fácilmente un carruaje temprano, no venirme hasta mañana en la tarde.

-Como te parezca. ¿A dónde vas?

-A Renca, a ver a Edelmira.

Diéronse las buenas noches y se separaron.

A las diez de la mañana del día siguiente recorría Martín el camino de Renca, cuyos incidentes le trazaban el cuadro de las esperanzas con que por primera vez los había visto. Entonces encontraba en los paisajes que se ofrecían a sus ojos las promesas de alegres días pasados en el campo al lado de Leonor; ahora, menos la imagen de la niña amante, todo había desaparecido de hecho, condenado al luto antes de haber conocido la alegría. Al divisar la casa en que había dejado a Edelmira, disipose un tanto esta preocupación, que vino a reemplazar la de la suerte de aquella niña, a la cual profesaba una sincera amistad.

Se bajó en el patio y se dirigió a la casa. Edelmira le   —346→   había visto desde la ventana de la pieza en que se hallaba, y salió corriendo a recibirle.

El sincero cariño con que Martín la saludó hizo desaparecer del rostro de Edelmira el tinte de rubor con que al verse cerca del joven se había cubierto. Y ambos entablaron una conversación en la que se trató primero de la vida que habían llevado durante los últimos dos meses.

-Aunque deseo mucho volver al lado de mi mamita -dijo Edelmira, después de esto-, quiero que pase algún tiempo más todavía, para estar segura de que Ricardo se ha retirado de casa para siempre.

Ninguna palabra que hiciese alusión a la última carta de Edelmira fue pronunciada en aquella entrevista, en la que la tía de la niña tomó parte, rodeando de atenciones a Martín. Dos horas después, cuando Rivas se despedía, Edelmira se levantó con la expresión de una persona que ha tomado una resolución después de vacilar algún tiempo.

-Tengo que preguntarle algo -dijo a Martín, aprovechándose de un instante en que la tía acababa de salir.

-Estoy a sus órdenes -contestó el joven.

-Para que usted me conteste como lo deseo -repuso Edelmira, poniéndose encarnada-, le recordaré lo franca que he sido con usted.

-Lo recuerdo muy bien, y le juro a usted...

-No me jure nada; pero respóndame a lo que voy a preguntarle: ¿no es Leonor a quien usted ama?

-Sí.

-Así lo he pensado siempre, y como mi hermano me contó hace poco la visita que hizo con Ricardo al padre de esa señorita, he visto que el servicio que usted me hizo le debe haber perjudicado.

-Algo hay de eso -dijo Martín, tratando de sonreírse.

Entró la tía de Edelmira, y el joven se despidió de ambas.

Edelmira salió a acompañarle como lo había hecho la primera vez, y se detuvo largo rato a contemplar el carruaje en que marchaba Rivas. Cuando éste se perdió de vista en un recodo del camino, Edelmira entró en la pieza y dijo a su tía:

  —347→  

-¿No le decía yo? Martín ha perdido por mí su felicidad, pero yo haré cuanto pueda para volvérsela; así tal vez logre pagarle su generosidad.




ArribaAbajo- LIV -

El 15 de abril entró Matilde en casa de Leonor, acompañada de su madre. Ésta y la hija iban vestidas de basquiña y mantón. Venían de la iglesia y eran las nueve de la mañana. Doña Francisca entró al cuarto de su hermano y Matilde al de Leonor.

-¿Qué haces? -preguntó a la hija de don Dámaso, que con un libro en la mano miraba a una ventana en vez de leer.

-Nada, estaba leyendo.

-¿Sabes por qué he venido a verte a estas horas?

-No sé.

-Al salir de San Francisco he tenido un encuentro.

-¿Con quién?

-Adivina.

Leonor tuvo el nombre de Rivas en los labios, pero contestó:

-No se me ocurre.

-Con Martín -dijo Matilde-. Me conoció al momento, y me saludó.

Leonor no trató de disimular la turbación que se pintó en su semblante.

-¡Está aquí -exclamó-, y mi papá que lo ha hecho buscar, suponiendo que hubiese llegado! ¿Cómo viene?

-Buen mozo, me ha parecido mejor que antes.

-¿Iba solo? -preguntó con malicia Leonor.

-Solo, y aun cuando hubiese ido con Rafael, te aseguro que poco me habría importado; tú sabes que eso se acabó.

Pocos momentos después vino doña Francisca a buscar a su hija y se despidieron de Leonor.

  —348→  

Quedó ésta reflexionando sobre la noticia que su prima acababa de traerle. Sabía que anunciando la llegada de Rivas a don Dámaso, éste haría todo lo posible por llevarle de nuevo a su casa; pero la alegría que le dio la idea de ver a Martín como antes, en la intimidad de la vida privada, la disipó muy luego el recuerdo de los motivos por que el joven había salido de su casa.

«¿Cómo sé yo si me ama?», se dijo con humildad la altiva belleza, a quien los más distinguidos galanes de la capital continuaban tributando rendido homenaje.

El amor, durante aquel tiempo, había hecho en su orgullo la obra de una gota de agua que cae constantemente sobre una piedra: había vencido su altanera resistencia. Su vigorosa organización moral cedía ante el imperio de la pasión, porque era mujer antes de ser la hija mimada de sus padres y de la sociedad elegante en que había cultivado los gérmenes de altanería de su carácter. Aquella soberbia hermosura, que había jugado con el corazón de varios admiradores sumisos, aceptaba francamente ahora el papel de amante desdeñada, y experimentaba un placer irresistible en consagrar su corazón al que al principio consideraba como un ser insignificante. Bajo el imperio de la transformación gradual operada en todo su ser, las pálidas flores del sentimentalismo habían alzado sus melancólicas corolas en el alma que poco tiempo antes se reía del vasallaje que el amor, tarde o temprano, debe imponer a los corazones bien dotados por el cielo.

Después de almorzar, evocó Leonor los recuerdos de sus conversaciones con Martín, de esos incidentes triviales que componen un mundo para los enamorados, tocando en el piano las piezas que en esos días tocaba con más frecuencia.

En esta ocupación la encontró una criada, que se acercó a ella y le dijo:

-Una señorita está en el patio y pregunta por su merced.

Leonor entreabrió las cortinas de una ventana y miró al patio. Vio allí a una niña, vestida de basquiña y mantón, cuyo rostro juvenil y hermoso sugirió a Leonor esta pregunta:   —349→   «¿Dónde he visto esta niña?».

El mantón cubría una parte de la frente de la desconocida, y daba de este modo a sus facciones una expresión que muy bien explicaba la dificultad de Leonor para conocerla.

-Pregunta cómo se llama -dijo a la criada.

Desempeñó ésta el encargo y oyó la contestación siguiente:

-Dígale que soy Edelmira Molina, y que necesito mucho hablar a solas con ella.

-¡Edelmira! -exclamó Leonor cuando la criada le dijo este nombre.

Pareció reflexionar algunos momentos, y luego, levantando la vista:

-Hazla entrar en mi cuarto -dijo.

Cuando la criada salió de nuevo al patio, Leonor echó una mirada a uno de los espejos del salón en que se hallaba, y, sin pensar tal vez en lo que hacía, arregló sus cabellos divididos en dos largas y gruesas trenzas. Hecho esto, se dirigió a su cuarto, al que también acababa de entrar Edelmira.

Leonor contestó con ademán de reina al humilde saludo de la que creía su rival.

-Señorita -dijo ésta con algún embarazo-, vengo aquí a cumplir con un deber.

-Siéntese usted -dijo Leonor, que conoció los esfuerzos que hacía Edelmira para vencer su turbación.

Edelmira tomó la silla que le señalaban y volvió a decir:

-Debo un gran servicio a un joven que vivía en esta casa el año pasado, y como hace pocos días que he sabido la causa por que salió de aquí, sólo ahora he podido venir. Mi hermano -añadió- me ha traído y me espera en la puerta.

-¿Y qué puedo hacer yo en este asunto? -preguntó Leonor con voz seca.

-Yo me he dirigido a usted -repuso Edelmira-, porque no me había atrevido a hablar con su mamá, y veía que de todos modos debía dar este paso para justificar a Martín.

El nombre del joven por quien el corazón de aquellas dos niñas latía resonó durante algunos segundos en la pieza.

  —350→  

-He sabido -prosiguió Edelmira- que aquí han creído que Martín me había sacado de mi casa. Así lo hicieron creer a su padre de usted mi hermano y otro joven que estuvieron con él el mismo día que yo me fui de Santiago a Renca, en donde he vivido hasta ahora.

-¿Se fue usted sola? -preguntó Leonor con cierta ironía mezclada de inquietud.

-No, Martín tuvo la generosidad de acompañarme -contestó Edelmira con sencillez-. Por eso creyeron que él tenía amores conmigo y me robaba de mi casa. Pero esto no es cierto: yo me fui a Renca porque querían que me casase con el joven que ese día vino aquí con mi hermano. Martín tuvo la bondad de acompañarme, y sin él sería ahora desgraciada.

-Muy generoso y desinteresado ha sido Martín, en efecto -dijo Leonor-, puesto que sin que usted le amase se exponía de ese modo.

-Yo no he dicho que no le amo -dijo con viveza y energía Edelmira.

-¡Ah! -exclamó Leonor, en cuyos ojos brillaron rayos de despecho.

Aquella mirada hizo suspirar a la otra niña, porque con ello le bastaba para convencerse de que Martín era correspondido por Leonor.

-No veo, entonces -dijo con altanería Leonor-, lo que tengo que hacer yo en todo esto. Si usted ama a Martín, será mejor decírselo a él mismo.

-Sí, señorita, le amo -repuso con humilde pero apasionado acento Edelmira-; pero él no me ama ni me ha amado nunca.

-No sé si debo alabar su franqueza más que su modestia -dijo Leonor con voz sarcástica-, y siento que Martín no esté aquí para interceder con él en favor de usted.

-No he venido a pedir servicio ninguno -replicó Edelmira con altivez-. He venido a justificar a Martín, porque he sido tal vez la causa de su desgracia.

-¡Ah!, ¿es desgraciado?

-Sí, lo sé por él mismo, me lo ha dicho hace dos días.

-¿Dónde le ha visto usted? -preguntó Leonor, olvidándose de su papel de indiferente.

  —351→  

-Fue a verme a Renca.

-Es mucha fineza -dijo Leonor con amargo tono de burla-. ¡Cómo dice usted que no corresponde a su amor!

-Ha ido porque es noble y me ha prometido su amistad.

-No desmaye usted, de la amistad al amor no hay mucha distancia.

-No, señorita; es sólo un amigo, y tengo pruebas que justifican lo que digo.

-¿Pruebas?

-Sí, tengo pruebas y las traigo, porque, como le dije hace poco rato, mi deber es el de justificar a quien me ha servido con generosidad.

Sacó Edelmira todas las cartas que conservaba de Martín y las presentó a Leonor.

-Si usted se toma la molestia de leer estas cartas -le dijo-, verá que es la verdad cuanto acabo de referir.

Leonor abrió la primera carta que le pasó Edelmira y principió a leerla con una sonrisa de desprecio.

-Pero ésta parece una contestación -exclamó cuando había recorrido algunas líneas.

Edelmira le explicó lo que ella había escrito a Martín y Leonor prosiguió su lectura, no ya con aire de desprecio, sino de vivo interés. De este modo conoció la rectitud de las amistosas relaciones que mediaban entre Edelmira y Martín, y la lealtad con que éste había procedido en aquel asunto. Al leer la carta que Rivas dirigió a Edelmira antes de emprender su viaje, Leonor tuvo dificultad para disimular su alegría. No podía quedarla ya ninguna duda de que era dueña del corazón cuya nobleza se revelaba en las cartas que tenía en sus manos.

Al mirar a Edelmira, después de esta lectura, la expresión de su rostro había cambiado completamente. A la irónica terquedad de sus ojos reemplazaba en ese momento la más afectuosa benevolencia.

-Estas cartas -dijo- no dejan la menor duda y honran sobremanera a la generosidad de usted.

-Señorita -contestó con entusiasmo Edelmira-, ningún sacrificio me sería penoso tratándose de Martín, y no hablo así por el amor que le tengo, porque usted ha visto   —352→   que con esas cartas no puede quedarme esperanza, sino porque mi reconocimiento es verdadero; así es que sólo cumplo con un deber contando a usted la verdad.

-Yo doy a usted las gracias por la confianza que ha tenido en mí, no sólo por mi parte, sino también por la de mi familia, porque debemos a Martín servicios de importancia, y mi papá se alegrará mucho de ir a verle. ¿Sabe usted dónde vive ahora?

-En casa de un joven San Luis, amigo suyo.

Al despedirse, Leonor acompañó a Edelmira hasta el patio y estrechó su mano con cariño. Estas manifestaciones afectuosas acabaron de convencer a Edelmira de que Rivas era correspondido.

Leonor, después de esto, entró al cuarto de Agustín, a quien encontró en las graves ocupaciones de su tocado.

-Me estoy haciendo la toilette y soy a ti al instante -le dijo el joven.

Al poco rato abrió la puerta y Leonor entró en la pieza.

-Te traigo una buena noticia -dijo ésta.

-¿Que has visto a Matilde? -preguntó el elegante, creyendo que se trataba de su prima, a quien cada día se sentía más aficionado.

-No, es otra clase de noticia: Martín está en Santiago.

-No ha mucho pensaba en él, ¡tan buen amigo! Me ha hecho falta este tiempo. ¿Dónde vive?

-En casa de San Luis.

-¡Eso es grave!

-¿Por qué?

-Porque, como sabes, soy el sucesor de ese joven en el corazón de la prima.

-No importa, tu deber es ir a buscar a Martín.

-¡Cáspita, hermanita!, eres perentoria. ¿Te olvidas cómo ha salido Martín de casa?

-No, no; la culpa es de papá, que dio importancia a chismes indignos. Por eso nos toca ahora reparar el mal y quitarle el derecho que le hemos dado de creernos ingratos.

-No hablabas así hace poco, hermanita.

-Sí, pero ahora he cambiado.

-El rey caballero lo decía: souvent femme varie. Eso   —353→   viene en todos los libros franceses, hermanita, y es la verdad.

Quedó convenido que Agustín y Leonor hablarían con don Dámaso sobre aquel asunto, y como en la tarde recibiese éste con gran placer la noticia, diciendo que Martín le hacía más falta cada día, el elegante fue en la noche a casa de Rafael.

Éste y Martín habían salido, por lo cual Agustín quedó de volver al día siguiente.

Importa mucho recordar que ese día siguiente era el 19 de abril de 1851.