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Noticia de la primera antología del Modernismo hispánico

José María Martínez Cachero1





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Se trata del volumen titulado La Corte de los Poetas y subtitulado, «Florilegio de Rimas Modernas»; impreso en Madrid (sin pie de imprenta; sin año) y vendido en la librería de Pueyo, n.º 33 de la calle del Carmen.

Tales son los pormenores consignados en su portada, a la que siguen cuatro páginas (de la 5 a la 8) de «Nota Preliminar», firmada por Emilio Carrere. Desde la 9 a la 344 va la obra de 67 poetas con un total de 176 poemas. Cuatro páginas de índice (345-348) y otras tantas con el anuncio de las «Obras modernistas en verso» que recientemente han visto la luz, cierran el volumen.

Emilio Carrere, autor de la «Nota Preliminar», es también el antólogo de este florilegio. Había nacido en Madrid -año 1880-; era licenciado en Filosofía y Letras y practicante de la bohemia; periodista y poeta -contaba en su haber el breve volumen Románticas (poesías, Madrid, 1902, 64 páginas en 8º) y debía de llevar muy adelantada la composición de El caballero de la Muerte (Madrid, 1909), al que pertenecen los cuatro poemas que le representan en su antología-. Modernista convencido, admirador de Rubén Darío y traductor de Verlaine, Carrere estaba dispuesto a la defensa y al ataque contra los anti-modernistas pero no se me alcanza por qué fue precisamente él y no otro colega -Francisco Villaespesa, vgr., acaso más conocedor por sus revistas y sus relaciones hispanoamericanas-   —376→   quien se encargase de seleccionar nombres y poemas; ¿contó en tal labor Carrere con alguna ayuda?

La Corte... salió en 1906, (en las páginas 300-302 se recoge el poema de José Pablo Rivas, A la mujer española, premiado con accésit en los Juegos Florales de Sevilla de ese mismo año). Se habían publicado ya libros como: Cantos de vida y esperanza, de Rubén Darío (1905) y La paz del sendero, de Ramón Pérez de Ayala (1904); se alude a los tres últimos libros de Juan Ramón Jiménez, que eran: Rimas (1902), Arias tristes (1903) y Jardines lejanos (1904); se da la noticia de que el muy próximo libro de José Santos Chocano se titulará Alma América.

Muestran estos datos hasta qué punto era un hecho la existencia del Modernismo entre nosotros por los años que rodean a 1905. G. Díaz-Plaja ha señalado 1902 como año decisivo en la historia del Modernismo español; por mi parte estimo que fue un poco más tarde cuando se produjo, juntamente con las postreras manifestaciones de gruesa hostilidad, el triunfo de la innovadora tendencia. Y la antología confeccionada por Emilio Carrere puede servir de ilustración.

En 1905 muere Gabriel y Galán y se produce la protesta de la joven literatura contra el medio premio Nobel de 1904 concedido a Echegaray. Rubén Darío publica en Madrid su importante libro Cantos de vida y esperanza y lee poemas en el Ateneo (velada del tricentenario de la publicación de la primera parte del «Quijote»). En la misma tribuna, y en noviembre del mismo año, lee Chocano, a la sazón residente en España, versos suyos que al auditorio le extrañan grandemente pero que terminará aceptando y aplaudiéndolos. En 1905 se publican varios libros modernistas: Francisco Villaespesa, Rapsodias; Gregorio Martínez Sierra, Teatro de ensueño; Mariano Miguel de Val, Edad dorada; Enrique de Mesa, Flor pagana, entre otros. En 1905, finalmente, el domingo 30 de abril lee su discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua el poeta Emilio Ferrari: unas apasionadas páginas acerca de La poesía en la crisis literaria actual2.

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Fue precisamente este discurso lo que parece promovió la antología que va a ocuparnos, en cuya «Nota Preliminar» Carrere califica a Emilio Ferrari de «compacto, abrumador y hórrido» al tiempo que, dirigiéndose a la Academia y a los académicos, afirma que «los jóvenes reciben con sonrisa equívoca sus apocalípticos discursos».

Consideremos ahora otras afirmaciones contenidas en dicha «Nota Preliminar». Acompañan a Ferrari en la condenación, Manuel del Palacio -«asfixiante»- y Echegaray, de entre los poetas vivos y viejos. Campoamor, viejo asimismo y muerto en 1901, es calificado de «divino», lo cual puede que nos extrañe pero no si cotejamos tal adjetivo con palabras escritas más o menos a la sazón por gentes como Rubén Darío -«Campoamor es un buen burgués de provincia que ha sido también senador y consejero de Estado, y que continúa gozando de la renta que le dan sus tierras. Los jóvenes le tienen gran estima y afecto», (España contemporánea, artículo «La coronación de Campoamor»)-, José Martínez Ruiz -«Campoamor no tiene entre los vivos quién le sobrepuje, ni entre los muertos quién le haga sombra, a no ser Espronceda. Es primero y único», (en Anarquistas literarios, capítulo II)- y Manuel Machado -«Campoamor, que era sin par, tuvo que aguantar toda su vida la contrapartida de Núñez de Arce. La revolución literaria que voy a reseñar someramente [Modernismo] reivindicó luego toda su gloria», (La guerra literaria (1898-1914), página 23)-.

Por encima de unos y otros nombres, lo que aparece evidente para Carrere es la situación de lucha mantenida desde hace tiempo por un «grupo valeroso» -a su frente Rubén Darío, «un apóstol con un nuevo credo»- en favor de una mejoría radical de la creación poética y en contra de «la estulticia ambiente y las asendereadas fórmulas de absurdos convencionalismos seculares». Académicos y demás hostiles llevan las de perder porque ya «ha surgido una brillante juventud, una lírica aristocracia compuesta por la mayor parte de los artistas que forman este florilegio», empeñados en «la cruzada del Ideal contra la mula burguesa». Va seguidamente en la «Nota Preliminar» la mención, a veces con algún adjetivo encomiástico, de los poetas elegidos. A Antonio Machado, por ejemplo, se le tiene por «el grave sacerdote del simbolismo, [...] El más   —378→   intenso de los poetas jóvenes» (subrayo por mi cuenta); o se dice que «La paz del sendero es un notable libro de dulce, patriarcal y serena filosofía»; o se afirma que Juan Ramón Jiménez «es un lírico exquisito».

Entremos ahora en lo que es antología, ofreciendo primeramente algunos datos externos. Son 67 los poetas incluidos en La Corte..., entre los cuales sólo hay dos mujeres: Gertrudis Tenorio Zavala y la cubana Nieves Xenes; 47 son españoles y 19 hispanoamericanos, quedando sin adscribir a ninguno de ambos grupos por mi falta de noticias al respecto la poetisa Tenorio Zavala. No se explica ningún motivo del orden seguido en la colocación de los nombres elegidos; desde luego no fue el alfabético pues abre marcha Juan Ramón Jiménez y vienen bastante después poetas como Enrique Díez Canedo, o Ricardo Gil, o Julián del Casal, ni tampoco el cronológico impuesto por la fecha de nacimiento -año 1881 para Juan Ramón Jiménez- y, por ejemplo, 1870 (Gabriel y Galán), 1852 (Juan de Dios Peza) o 1839 (Olegario Víctor Andrade).

Algunos de estos nombres nos conducen derechamente a plantearnos la cuestión del criterio que presidió el trabajo selector de Emilio Carrere. Puede afirmarse de entrada que en su florilegio modernista ni son todos los que están, ni están todos los que son. Veamos.

No son modernistas todos los poetas recogidos en La Corte... Si empezamos por Hispanoamérica es claro que por muy flexible y comprensivo que sea el concepto de Modernismo aplicado no cabrá dentro del mismo el argentino Olegario Víctor Andrade ya que su cronología (1839-1882) y, sobre todo, su estética y su práctica poéticas le mantienen instalado en el romanticismo más retumbante -poeta que escribió «para ser aplaudido a cañonazos», como dijo Menéndez Pelayo-. Otro tanto sucede con el mejicano Juan de Dios Peza (1852-1910), exponente de un romanticismo más callado y suave, «cantor de la dicha sencilla y de los castos efectos», al decir de Julio A. Leguizamón. Añádase que los poemas de ambos elegidos por el antólogo no presentan ni mucho menos rasgos inequívocamente modernistas.

¿Qué tienen que ver con el Modernismo el cubano Emilio Bobadilla y el colombiano Gonzalo Picón Febres? Creo que solamente su actitud   —379→   hostil a tal tendencia. Bobadilla, que ejerció la crítica inmediata desde Madrid en el último cuarto del siglo pasado, haciendo muy conocido el seudónimo de «Fray Candil», combatió a modernistas mayores y menores, diseccionando sus poemas, mostrando supuestos dislates gramaticales, tomando a broma novedades métricas, evocaciones históricas, mitologías griegas y cortesanías versallescas: así lo prueba su libro Grafómanos de América (Madrid, 1902). Tal vez Picón Febres resulte anti-modernista menos exasperado que Bobadilla, pero de su postura el respecto hay ejemplos bien reveladores en el libro Notas y opiniones (Caracas, 1898) donde se refiere a «los que han dado en la flor de figurarse que la originalidad consiste en el hipérbaton descabellado y en ahogarlo todo en un océano de azul. [...] Son [...] la peste brava y negra de la literatura americana y su descrédito» (página 43), sin que quede libre de culpa Rubén Darío, postura que refuerza poco más adelante cuando censura a quienes «se dieron a la tarea de componer enigmas literarios, por no decir galimatías, a fuerza de esfinges, misterios, vírgenes pálidas, piedras preciosas y grandes lirios blancos. Una serie de hipérboles insólitas, un aluvión de imágenes montadas unas sobre otras, un hipérbaton que hace pruebas de fuerza como los saltimbanquis, y muchas canéforas, y muchos kakemonos, y una dosis de azul que supera a la del Mediterráneo entero» (página 45).

¿Ocurre algo parecido en la selección de poetas españoles? No, desde luego, y tal diferencia se explica normalmente por la inmediatez geográfica y hasta personal, las cuales impiden adscripciones de gentes adversas. Y con todo, ¿qué es lo que justifica en los cuatro poemas de José María Gabriel y Galán que figuran en La Corte la inclusión de su autor en el conjunto modernista? (Gabriel y Galán, considerado como poeta natural y espontáneo, peón para algunos de la reacción anti-modernista: «Eso es poesía, y no alquimia», dijo Salvador Rueda cuando oyó leer a Unamuno El Cristu benditu). Otro poeta rural contemporáneo, Vicente Medina, está representado en la antología con tres poemas en dialecto, uno de ellos el famoso Cansera, lleno de auténtica desesperanza, bien lejos de los artificiales pesimismos aprendidos de algunos modernistas.

Salvador Rueda preside el grupo de los pre-modernistas españoles y le acompañan ahora, en 1906, tal como después ha venido haciéndose   —380→   por antólogos, historiadores y críticos, Manuel Reina, Ricardo Gil y Manuel Paso. Por este tiempo ya Rueda había tenido disgustos con Rubén y era sabida, y alguna vez había sido proclamada, su oposición al Modernismo3, pero Emilio Carrere ofrece tres poemas suyos y en la «Nota Preliminar» lo elogia así: «S. R., al par de Darío, es el admirable helenista que sabe los secretos del amor, del vino y de la risa, y la luminosa alegría de Grecia suena sus cascabeles de oro en sus estrofas lapidarias» (página 6).

Tampoco están todos los que son (o sientan plaza de modernistas), así en España como en Hispanoamérica. Volvemos a pensar -y a decir- que la lejanía geográfica explica normalmente las ausencias que se advierten en este último sector si bien para entonces -1905 y 1906- los contactos habían sido bastantes, producidos de muy diversos modos: publicaciones en revistas españolas, viajes a España de los interesados, estancias fijas y por algún tiempo (sirviendo puestos diplomáticos, de ordinario). Lo cierto es que faltan en La Corte... nombres tan relevantes como los de Manuel Gutiérrez Nájera, José Martí, Guillermo Valencia, Julio Herrera y Reissig o Ricardo Jaimes Freyre.

Más difícil resultaría explicar determinadas ausencias españolas, nombres que habían de sonarle al antólogo por tratarse de poetas con libros publicados o anticipados en revistas; poetas conocidos en tertulias, redacciones, Ateneo de Madrid. ¿Cómo no echar de menos a Unamuno, a Valle-Inclán, a Tomás Morales, al bullidor Mariano Miguel de Val o a Enrique de Mesa? Y había más nombres, todavía no pasados por Madrid muchos de ellos. Su olvido en La Corte... fue compensado con la inclusión en otra antología, titulada La Musa Nueva y también subtitulada «Florileglo de Rimas Modernas», impresa en Zaragoza, año 1908, y vendida en Madrid por Pueyo; un poeta modernista, el gaditano Eduardo de Ory, la preparó. A cada poeta (95 en total, dispuestos alfabéticamente, con un solo poema cada uno) precedían unas pocas líneas con noticia del interesado -(cosa que no había hecho Carrere)-; el volumen tenía un «Prólogo» en el que Ory elogiaba La Corte... e indicaba el motivo de su   —381→   propia selección: «[...] en aquella antología, con ser tan bellamente admirable, tan encantadoramente selecta, faltaba algo [...] un núcleo de portaliras de verdadero mérito» (página XII).

Dejando ya sobras y faltas de poetas en la antología de Carrere cabe preguntarse cuál fue su criterio operativo en la selección de los poemas incluidos; tal vez la hecha con Rubén Darío resulte reveladora. En 1906 Rubén había publicado ya varios libros de verso y, entre ellos, los tres que se tienen por fundamentales: Azul, Prosas profanas, Cantos de vida y esperanza. Carrere ofrece seis poemas de Darío: cuatro de Prosas... y dos de Cantos... Con objeto de brindar al lector una variada muestra rubeniana cabría esperar que al lado de la Sonatina, famosa y tópicamente modernista, el antólogo recogiera alguno de los poemas de Cantos... que, como Lo fatal, revelan patética preocupación por la vida y el destino del hombre; pero no es en el Rubén hondo donde Carrere elegirá.

Nos parece que Emilio Carrere fue harto generoso y no sólo porque en La Corte... brinde asilo a gentes hoy desconocidas sino también porque, juzgando por los ejemplos suyos que ofrece, ya entonces, pese a lo que pudieran bullir y sonar, merecían el olvido. Hay nombres famosos después pero no como cultivadores del verso, es el caso de: Juan Pujol, Enrique Díez-Canedo, Alfonso Hernández Catá, Eugenio d'Ors, Salvador González Anaya y Pedro de Répide. Al lado de mediocres y desconocidos, junto a quienes no siguieron o siguieron secundariamente escribiendo poemas, están los famosos de diversa índole como Villaespesa, el mismo Carrere, Eduardo Marquina, los Machado o Juan Ramón.

¿Qué tonalidad modernista presenta La corte...? Pienso que no demasiada ni en asuntos, ni en métrica, ni en léxico; creo que el conjunto, más bien poco variado, consta de bastantes piezas ya harto consabidas, plenamente decimonónicas, al lado de algunas de las llamadas por los satíricos de la tendencia «extravagancias».

Son fácilmente advertibles acá y allá resonancias becquerianas -en Fugitiva, del argentino J. Pedro Naón; o en las dos Rimas de Carlos Pérez Ortiz- y campoamorianas -en el extenso poema de Ramón de Godoy   —382→   y Sola, En el camino-. Hay lirismo intenso y recatado, de raíz romántica podría decirse, en las siete Rimas de Juan Ramón Jiménez o en los poemas de Antonio Machado, contrastando con la exuberancia de todo tipo que muestran, con externa brillantez modernista, José Santos Chocano -Tríptico heroico- o Leopoldo Lugones -Gesta magna-.

El amor, que unas veces origina casos lamentables -muerte de la amada, desdén, ruptura- y otras, las menos, lleva a desenlace feliz; subrayemos el fuerte erotismo de poemas como el del cubano Hernández Catá, Eróticos -con alusiones mitológicas e históricas-, o el de Enrique de Mesa, Erótica o el de Emilio Bobadilla, Lujuria -tan desaforado como si fuera obra de cualquier modernista hispanoamericano de la serie de sus «grafómanos»-.

Era esperable que la mitología, Grecia y Francia aparecieran más de una vez, así: el poema Cloe, de José de Siles que, es, además, invectiva anticristiana, alegría y libertad frente a tristeza y norma penitencial; o el soneto Afrodita, del argentino Leopoldo Díaz. Los dos poemas de Salvador González Anaya -En el templo de Hércules, La vejez de Lais- son muestra de filohelenismo; la Pastorela de abanico, de Juan Pujol, es una figulina o miniatura rococó en la que por dos veces se menciona al pintor Watteau.

Encontramos asimismo la invocación a la bohemia en cuanto libertad o abandono de toda convención externa para entregarse gozosamente a lo natural y espontáneo -«Somos felices. Al abrir el día/ sus amplios ventanales/ viene a verter en nuestra estancia el oro/ nuestro pródigo amigo, el Sol radiante», se lee en Bohemia, poema de Díez-Canedo-; o a través de las heroínas de Murger, Mimí y Musseta -como hace Carrere en los dos poemas así titulados-, se trasluce lo efímero de esa felicidad (rosa que se marchita, «rosa de un día»).

La luna, amiga de los bohemios, es aludida y usada con frecuencia como un objeto decorativo más, sin la gravedad que su condición nocturna y misteriosa pudiera otorgarle; suele combinarse, escenográficarnente, con el espacio de un jardín, alumbrado por sus rayos, donde, a veces, ocurre una escena amorosa y, otras, comparecen polichinelas -Pierrot y Arlequín, poema de Manuel Machado, Melodía blanca, de Huete y Ordóñez-.

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Eduardo de Ory escribió que La Corte... «fue muy celebrada [...]; la prensa la acogió con cariño, la elogió como merecía y el éxito fue indiscutible» (página XII de su antología). Conozco algunas breves reseñas periodísticas, sin particular interés; importa mucho más la que firmó José Ortega y Gasset en «El Imparcial», Madrid, del 13-VIII-1906, titulada Poesía nueva, poesía vieja. El joven Ortega, preocupado por tantas cosas españolas y humanas, se siente mal a gusto ante la despreocupación que como nota repetidamente insistida encuentra en el común de estos poetas. Dos son los fundamentales reproches que el crítico les hace. El primero de ellos se dirige contra su absorbente culto de la palabra, con dejación de otros elementos no menos interesantes y necesarios: «Estos poetas de la nueva antología -dejando a un lado excepciones- piensan que el alma universal está contenida en cada palabra. Y no vaya a creerse que en aquel humor de concepto, de idea que fluye y da jugo a cada palabra, sino en el material físico del vocablo, en el sonido. [...] Para los poetas nuevos la palabra es lo Absoluto, como para los científicos la Verdad y para los moralistas el Bien. [...] Estos poetas hacen materia artística de lo que es tan sólo instrumento para labrar esa materia, una y única en todas las artes, la vida, que sólo lleva frutos estéticos». El segundo reproche subraya la condición evasionista de estos poetas: «¿Ven acaso en la poesía una fuerza humana, o mejor dicho nacional, propulsora del ánimo, forjadora de broncíneos ideales, educadora del intelecto, encantadora del sentimiento, empolladora del porvenir, que empuja hacia adelante, que pinta el mundo, la vida de nuevo color, da a lo futuro nueva traza y nos escancia jugos añejos, fragantes, nervudos, de las candioteras del pasado? [...] Singular espectáculo el que ofrecen estos poetas de los últimos diez años. Durante ellos un río de amargura ha roto el cauce al pasar por España y ha inundado nuestra tierra [...] Dentro de esa amargura étnica han permanecido los poetas como las madreperlas -según habla San Francisco de Sales- que viven en medio del mar sin que entre en ellas una sola gota de agua marina. ¿Qué han hecho en tanto? Cantar a Arlequín y a Pierrot, recortar lunitas de cartón sobre un cielo de tul, derretirse ante la perenne sonatina y la tenaz mandolina; en suma, reimitar lo peor de la tramoya romántica. No han sabido educarse sobre el pesimismo de su época y no alcanza su arte ni aun a ser pesimista».

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En el mismo año de publicación de esta antología, el crítico Ramón D. Perès haciendo en la revista «Cultura Española» (nº I, febrero, páginas 65-71) recuento panorámico de la literatura española en el año anterior comentaba respecto de la poesía y del Modernismo: «Falta saber qué quedará de todo ello, si una transformación definitiva de la lírica o una tendencia más de las que pasan a la historia literaria como capricho de moda pasajera, que es sustituida por otra inspirada en dirección completamente opuesta. Por de pronto, debieran advertir los excesivamente entusiastas que dista de ser bello una buena parte de lo que se produce aquí [...] conforme a los nuevos códigos» (página 70). Son palabras que van perfectamente a La Corte..., conjunto que visto desde la perspectiva actual es como una necrópolis de nombres sólo con valor documental o arqueológico y de donde superviven algunos otros, poco o nada pagados de la moda momentánea, capaces de superarla tras beneficiarse de ella y de llegar por sus propios pasos, camino adelante, más allá del presente efímero...





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