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Obras dramáticas

Manuel José Quintana



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Preliminares.

     Las dos siguientes composiciones dramáticas, hijas de la inexperiencia, y tal vez de la temeridad del autor, no se publicarían de nuevo a no haber sido impresas y representadas a veces sin las enmiendas y correcciones que en otro tiempo se hicieron en ellas. Mas una vez que se dan en el teatro y corren en el público, llevando al frente el nombre de quien las escribió, vale más que se den como él ha querido que estuviesen, y no como la incuria y la ignorancia las hacen correr ahora.

     Al cabo de tantos años y en medio de los grandes objetos que ocupan a los españoles, el recuerdo de los debates a que estas piezas dieron lugar sería ciertamente inoportuno y pueril. Por otra parte, decir cómo se censuró, cómo se satirizó, cómo también se calumnió al autor con este motivo, sería repetir lo que sucede siempre que sale a luz alguna obra que por un aspecto o por otro llama la atención del público. Él opuso a las calumnias el desprecio, el silencio a las sátiras, y a la buena crítica la docilidad y la enmienda. Y cuando algún tiempo después se trató de volverlas a representar creyó que debía dar una prueba de gratitud y de respeto al público, revisándolas y corrigiéndolas para hacerlas menos indignas de su atención. Estos nuevos esfuerzos fueron acogidos favorablemente, y las dos piezas han sido oídas desde entonces con bastante benevolencia siempre que los actores se han querido tomar el trabajo de representarlas con algún esmero.

     Está el autor, sin embargo, muy ajeno de creer que con esta revisión prolija hiciese desaparecer los principales defectos de que adolecían. La corrección y la lima pueden sin duda añadir perfección a las obras que ya tienen bastante mérito en sí mismas, pero no alcanzan jamás a allanar los inconvenientes que nacen de la mala elección del asunto, de la falta de experiencia, y mucho menos de la de talento.

     No era posible, con efecto, dar al Duque de Viseo la verosimilitud, el interés histórico y la dignidad de que su argumento carece. Sedujeron al autor unos cuantos pasajes llenos de novedad y de energía que hay en el drama inglés de donde tomó el asunto de su poema; y le pareció que ajustándolos a un cuadro menos apartado de nuestra escena podrían producir efecto en los espectadores españoles. Mas no vio entonces, como ve ahora, que sacar estas bellezas de allí era quitarles mucha parte de su nativo valor. La licencia de un drama, el prestigio de la música, y el sistema más abierto en que trabajan los autores ingleses y alemanes, autorizan las libertades, cubren las inverosimilitudes y agrandan las proporciones; de modo que la exageración y la violencia se hacen notar menos, y las bellezas que el asunto proporciona se desplegan con mayor vigor. Reducir estas composiciones al rigor exacto de las reglas establecidas por los legisladores poéticos del mediodía, es mutilarlas miserablemente, violentar su carácter y anonadar su efecto. Si a esto se añade la inexperiencia del poeta, que en muchas partes no ha hecho más que indicar las situaciones, en vez de desenvolverlas, y ha puesto la hipérbole y la dureza donde debieran reinar la delicadeza y la verdad, se verá que aun cuando haya algunos aciertos en esta composición, de que a mí no me toca hablar, están más que bastante compensados con los inconvenientes expuestos.

     Advirtióse en el Pelayo algún adelantamiento: mejor ordenada la fábula, más bien desempeñadas las escenas, mejor preparadas las situaciones, más propiedad y verdad en el estilo. Es cierto que el escritor aún no había sabido crear un interés dramático suficiente para llenar cumplidamente los cinco actos; que faltaba el equilibrio debido entre los personajes, puesto que el de Munuza no es más que un bosquejo, y muy ligero; que el estilo aún no tenía la firmeza y la igualdad correspondiente, y que el diálogo no estaba tampoco acabado de formar. Pero todo lo cubrió al parecer el interés patriótico del asunto: los sentimientos libres e independientes que animan la pieza desde el principio hasta el fin, y su aplicación directa a la opresión y degradación que entonces humillaban nuestra patria, ganaron el ánimo de los espectadores, que vieron allí reflejada la indignación comprimida en su pecho, y simpatizaron en sus aplausos con la intención política del poeta.

     Esta indulgente acogida le obligaba a redoblar sus esfuerzos para hacerse más acreedor a la estimación pública, y justificar con nuevas producciones la consideración que se le dispensaba. Con esta mira, y arrastrado también de su afición a este género de poesía, tenía ya bastante adelantadas tres tragedias, Roger de Flor, El Príncipe de Viana, y Blanca de Borbón; asuntos en que a catástrofes interesantes y patéticas se reunía la ventaja de poder retratar en grande costumbres y caracteres de pueblos, de tiempos y de personajes muy señalados. La agresión francesa vino, y la revolución estalló. Desde entonces la obligación de atender exclusivamente a trabajos harto diferentes, la necesidad de trasladarse de una parte a otra, y el torbellino bien notorio de infortunios, persecuciones y encierros que el autor ha sufrido, dieron al traste con sus papeles, con los mejores años de su vida, y con todos sus proyectos literarios, que las circunstancias en que hoy día se ve la patria no le consienten renovar. Otros escritores gozarán tiempos más serenos, y serán sin duda más felices.

        Madrid, 1.º de marzo de 1821.



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El duque de Viseo

Tragedia en tres actos, representada la primera vez por los actores del Coliseo del Príncipe en 19 de mayo de 1801.

PERSONAS.

ENRIQUE, usurpador de Viseo.
EDUARDO, hermano suyo y duque legítimo.
VIOLANTE, hija de Eduardo, con el nombre de MATILDE.
EL CONDE DE OREN.
ATAIDE, alcaide.
ASÁN, esclavo negro.
ALÍ, esclavo negro.
GUARDIAS DE ENRIQUE.
SOLDADOS DE OREN.


La escena pasa en Portugal, en una fortaleza del duque de Viseo.



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Acto primero.

Escena I

MATILDE estará sentada en ademán afligido; ATAIDE en pie algo separado de ella, observándola.
ATAIDE. ¿Siempre llorando? La mortal tristeza,
El amargo cuidado que en vos miro
Desde que a esta mansión os condujeron,
¿No darán al consuelo algún camino?
¿Ni este respeto universal que os sigue,
Ni el obsequio del Duque y los cariños,
Ni las galas, la pompa y las riquezas
Que halagan vuestros ojos de contino,
Os pueden distraer?
MATILDE.                       ¿Pensáis, Ataide,
Que puede acaso al sentimiento mío
Esconderse esta triste servidumbre
Entre un vano oropel que yo no admiro?
Ocho veces el sol ha iluminado
Las formidables torres del castillo,
Desde que en él, sin el amor de un padre
Y sin mi libertad, llorando vivo.
¿Qué intenta el Duque? ¡Oh Dios!
ATAIDE.                                                      Más bien señora
Que súbdita aquí os veis: sus beneficios...
MATILDE. El bien que hace la fuerza es una injuria:
Cargáronme de joyas y atavíos,
Y me privaron de la paz dichosa
Que yo gozaba en mi inocente asilo.
¿Qué sirvió resistir? El Duque airado
Dijo: «Yo así lo mando;» y fue preciso
Humillarse y ceder. Yo conducida
Por esos negros fui, dignos ministros
De tal violencia, en tanto que a mi padre
Hablaba el Duque... Ataide, si el gemido
De una mísera víctima os conduele,
¿Qué es, decid, de su suerte? ¿En este sitio
Quién la entrada le niega? ¿Quién estorba
Que yo vierta en su seno mis suspiros?
ATAIDE. En salvo está, aunque ausente: consolaos,
Y por él no temáis.
MATILDE.                       No siempre han sido
Tan injustos los dueños de Viseo;
Y si el noble Eduardo fuera vivo,
No aquí se viera la infeliz Matilde
Su afán al cielo denunciando a gritos.
Aquel sí que era grande y virtuoso.
¡Cuántas veces mi padre su benigno
Carácter me pintaba y sus virtudes,
Dignas de mejor suerte! Yo en oírlo
Lloraba de placer. ¡Cuántas decía
Que en su fiel corazón cual tiernos hijos
Amaba a sus vasallos! Él es muerto,
El fiero Enrique manda; ¡y yo he nacido
En tiempo tan fatal!
ATAIDE.                                 Bella Matilde,
Esos nobles afectos son bien dignos
De la augusta memoria de Eduardo.
Cuando sepáis... Enrique al conduciros
A este palacio os rinde el homenaje
Que mandan la virtud y el atractivo,
Siempre afable con vos, siempre halagüeño...
MATILDE. ¿Puedo yo comprender lo que es conmigo?
Tímido a veces, vergonzoso y triste,
Clavando en mí sus ojos doloridos,
Tiembla y suspira, y por hablar anhela,
Y la palabra entre sus labios fríos
Helada espira; a veces obsequioso,
Con rostro alegre y ademán festivo
Elogios prodigándome y halagos,
Quiere que mi dolor dé yo al olvido.
Otras, en fin, cuando a saber mi suerte
Me presento a su vista de improviso,
Se estremece aterrado, y me despide,
De un horror tan funesto poseído,
Que se extiende hasta mí, y huyo al instante
Sin poderme valer.
ATAIDE.                              Yo no me admiro
Que aún no entendáis la desigual porfía
Que esconde en su interior. Mas si de un vivo,
Si de un vehemente amor...
MATILDE..                                    Esto faltaba
Que a herir mi corazón y mis oídos
Viniesen esas voces de ignominia,
Y viniesen de vos. ¡Ah! yo os he visto
Tal vez a mi desgracia y a mis penas
Mostrar semblante tierno y compasivo;
Pero erré, ya lo advierto; y la inclemencia
De mi cruel estrella me ha traído
A morar entre fieras, donde nunca
La piedad y el honor hallan abrigo.    (Vase.)

Escena II.

ATAIDE. ¡Fiereza hermosa! ¡Oh cuál se muestra en ella
Su generosa cuna! En vano ha sido
Temer yo que el poder y la opulencia
Hallasen a sus ojos atractivo.
Ya en fin es tiempo de acabar mi obra,
Y el velo que cubrió tantos delitos
Se rompa de una vez.

Escena III.

ENRIQUE, ATAIDE.

ENRIQUE.                          Detente, Ataide,
Y escucha a tu señor: es ya preciso
De una vez explicarse y que se acabe
La afanosa inquietud en que ahora vivo.
¿Cuál, dime, es la mudanza que en ti veo?
Tú, de mis penas confidente antiguo,
Tú, que fuiste mi cómplice, me olvidas,
Y me niegas tu amparo en el abismo
Donde hundido me ves. No te recuerdo
La vida y libertad que me has debido,
Los bienes y el favor que largamente
Mi incansable amistad partió contigo;
Mas ¿por qué, dime, mi presencia evitas?
¿Por qué con ceño y ademán esquivo
Te he de hallar siempre? Si de ti pendiera
Derramar el balsámico rocío
De la tranquilidad sobre las penas
Que en este triste corazón abrigo,
¿No fueras tú el primero a consolarme?
No hallara en ti mi agitación su alivio?
ATAIDE. No lo dudéis, señor; por mí conozco
El peso que tras sí deja el delito.
Sabed que ya no basto a sostenerle,
Y ¡oh cuántas veces la fortuna envidio
De aquellos que al furor de vuestro brazo
Lanzaron tristes el postrer suspiro!
¿Qué no dierais, decid, porque a la vida
Volver pudiese del sepulcro frío
El mísero Eduardo?
ENRIQUE.                        Escucha, Ataide,
¿Por qué mentar su nombre a mis oídos?
Mi pecho por mi mal aún no es de bronce;
Y a pesar del horror donde impelido
Fui por mi frenesí, sabe que a veces
Aun de ternura y de dolor suspiro.
Él me amaba en un tiempo, y yo le amaba,
Y era inocente... ¡Oh sin igual delito!
¡Oh Eduardo! ¡Oh Teodora!... Más la ingrata
¿No le prefirió a mí? ¿No dio al olvido,
Por el suyo, mi amor?... ¿Ves la agonía,
Ves el remordimiento y el martirio
Que desde el punto de su infausta suerte
Sin poderlos calmar traigo conmigo?
Pues no son tan funestos a mi pecho
Como la gloria, la fortuna, el brillo
Que siempre coronaban a Eduardo
Para eterno baldón y oprobio mío.
Yazca por siempre en la espantosa tumba
Donde por mi precipitado ha sido,
Y no perturbe su memoria amarga
El dulce instante en que a mi bien camino.
Sí, Ataide; aquel amor irresistible
Que pudo conducirme al parricidio,
Ahora me tiende su amigable mano,
Y me va a libertar del precipicio.
ATAIDE. ¡El amor! Perdonad: yo imaginaba
Que eternamente en vuestro pecho escrito
El nombre de Teodora viviría,
A pesar de los tiempos y el olvido.
Su amor por Eduardo, su himeneo,
A vuestro negro afán dieron principio
Y a los atroces celos que afilaron
Para su muerte el vengador cuchillo.
Murieron; desde entonces vuestros días
De amargura y dolor fueron vestidos,
Y pronunciar el nombre de Teodora
Se os oye siempre en lastimoso grito.
ENRIQUE. ¡Ah! yo adoro a Teodora más que nunca:
¡Olvidarla! jamás; pero el destino
Vida la vuelve a dar, y ella renace
A atormentar de nuevo mis sentidos.
¿Respirar no la miras en Matilde?
La misma gentileza, el mismo brío;
Suyas son sus bellísimas facciones,
Suyo en los ojos el ardor divino.
ATAIDE. Mas ¿qué vana ilusión os arrebata?
Volved en vos, señor; ese prestigio
Dilatará vuestra profunda herida,
En vez de darla, cual pensáis, alivio.
Otras sendas buscad, que distraeros
Podrán; volved al bélico ejercicio,
Que en el ardor de vuestra edad primera
Toda su gloria y sus delicias hizo.
La guerra con Castilla se prepara;
El Rey gustoso os llevará consigo,
Y Marte ahuyentará vuestros pesares
Mejor que un amoroso desvarío.
¿El nombre del amor no os amedrenta?
¿No llega a estremeceros el peligro
De dar los labios a la copa en donde
Sólo hiel y dolor habéis bebido?
Sacudid la ilusión que va a perderos.
ENRIQUE. No es ilusión, Ataide: por mí mismo
Muerte me viste dar a la que amaba;
Y agitado sin fin y consumido
En imposible abrasador deseo,
¿Qué tormento jamás se igualó al mío?
Desde el momento aquel beldad ninguna
Mis ojos aduló con su atractivo,
Ni voz ninguna en agradables ecos
Resonó dulcemente en mis oídos.
La rabia sola de mi inútil crimen
Halló en mi pecho su funesto abrigo
Hasta que vi a Matilde. ¡Oh! ¡cómo al verla
Mi corazón pasmado, estremecido,
Sintió delante a la infeliz Teodora
Y embravecerse su tormento antiguo!
Mientras más la contemplo, más la adoro;
No ya tras una sombra, un bien perdido,
Se exhalarán mis áridos deseos:
Cese ya aqueste afán, este delirio;
Amor va a coronarme, y venturoso
A Teodora en Matilde al fin consigo.
ATAIDE. ¿No veis que os engañáis? Nadie el sosiego
En la violencia halló ni en el delito;
Ella no os puede amar
ENRIQUE.                            ¿No puede amarme?
¿Y por qué?

Escena IV.

MATILDE. - Dichos.

MATILDE.            Perdonad si a interrumpiros
Me atrevo ahora: ¿a las palabras mías
Concederéis, señor, atento oído
Un momento siquiera?
ENRIQUE.                           ¡Ah! ¿cuál momento
De mi vida no es tuyo? De este sitio,
Ataide, te retira.

(Vase ATAIDE.)

Escena V.

ENRIQUE, MATILDE.

ENRIQUE.                 Habla, no tiembles
¿Por ventura en poder de un enemigo,
De un señor irritado, estás ahora?
MATILDE. ¿Qué sé yo? Contemplad en mis gemidos,
Y contemplad mi suerte: aprisionada,
Arrancada al halago de los míos,
Aquí suspiro en vano, y aún ignoro
De tal suceso el infeliz motivo.
Si es castigo tal vez, sepa yo al menos
Cuál vuestra ofensa y mi delito ha sido;
Y si es favor, vuestras bondades busquen
Otro objeto, señor.
ENRIQUE.                    No le hay mas digno
En la tierra. Pues qué, ¿tú sola ignoras
Que en la humildad de tu anterior destino
El valor y beldad que te dio el cielo
Se hallan indignamente oscurecidos?
Eleva tu ambición: el más excelso
Señor de Portugal, que aún al Rey mismo
Quizá se iguala, tu hermosura adora,
Y rinde a tus encantos su albedrío.
Tus labios hablarán, y mil esclavos
Adorarán tu gusto y tus caprichos.
Tu estancia harán los mármoles y el oro,
La pompa del oriente tu atavío.
MATILDE. No, señor, no; los mármoles que adornan
El oro con que brilla este recinto
Se niegan al contento y al sosiego,
Que de aquí para siempre ausentes miro.
¡Ay! ¡cuánto valen más las frescas flores,
Sencillo adorno del albergue mío,
Flores que mi Leonardo me llevaba
En tiempos más alegres y tranquilos!
ENRIQUE. Calla, cruel. (Ap. ¡Con que a sufrir de nuevo
De los amargos celos el cuchillo
Condenado he de verme!) Ese Leonardo
¿Quién es?
MATILDE.           ¿En qué, señor, os ha ofendido,
Para que sólo de escuchar su nombre
Tan de repente os irritéis conmigo?
ENRIQUE. ¿Quién es?
MATILDE.          Nacido como yo de un padre
Al campo consagrado y su cultivo,
Leonardo es un soldado valeroso
Que del conde de Oren siempre fue amigo;
Él le llevó a la guerra, y con él vive
En el fuerte cercano a este castillo.
ENRIQUE. ¿Y le amas?
MATILDE.           ¿Si le amo? Preguntadlo
A aqueste corazón, en donde al vivo
Está en rasgos de fuego retratado;
Preguntadlo a los montes convecinos,
Que de nuestros dulcísimos amores
Ya tantas veces cómplices han sido.
ENRIQUE. ¿Y así te atreves a decirlo?
MATILDE.                                 ¿Acaso
Es, señor, el amar algún delito,
Para ocultarlo?
ENRIQUE. (Ap.)          ¡Con que yo soy sólo,
Yo sólo el que, abrasado, consumido
En fuego criminal, nunca a mis labios
Puedo pasar los sentimientos míos!
Mas pues padezco yo, padezcan todos
Olvidar a Leonardo es ya preciso;
Matilde, yo lo mando.
MATILDE.                          Es imposible;
Que el amor no se manda ni el olvido.
ENRIQUE. La fortuna a su trono te convida,
Y ese amor te envilece.
MATILDE.                             ¡Ah! Que es tan rico
De bello honor y de virtud Leonardo,
Que en vez de avergonzarme en su cariño
Mil veces más y mil le idolatrara
Si fuese dable acrecentar el mío.
¡Faltarle yo! Jamás: el alto cielo
De las tiernas palabras fue testigo
Con que juré ser suya; y sabe el cielo
Cómo mi corazón ansia cumplirlo.
ENRIQUE. ¡Oh mujer temeraria! No prosigas.
MATILDE. Excusadme, señor; yo me retiro.
Permitidme...
ENRIQUE.               Detente... Yo te amo;
¿Lo sabes?
MATILDE.            ¿Vos, señor?
ENRIQUE.                               El pecho mío
Es un volcán furioso que va a ahogarme
Si templarle en tus brazos no consigo:
No pretendas huir, es imposible.
Escúchame: mi mano, el poderío
Con que me ves lucir, todo es ya tuyo,
No lo desdeñes: si ultrajar me miro
Con tal desprecio, la violencia entonces...
MATILDE. ¡La violencia! Ese oprobio es tan indigno
De vos.
ENRIQUE.     Piénsalo bien; piensa, Matilde,
Que estás en mi poder.
MATILDE. Sí, y eso mismo
Es lo que al cabo a defenderme basta.
Vos sois noble, señor; vos de mi asilo
A este opulento alcázar me trajisteis;
Y si en él un perverso, un foragido
Amagase mi honor, ¿quién me escudara,
Sino vos sólo, en tan fatal conflicto?
Dadme pues contra vos seguro amparo.
Yo arrodillada a vuestros pies le pido,
Y en mi llanto bañándolos, imploro
La piedad que se debe al desvalido.
Respetad mi inocencia, y no en un punto
A los ojos del mundo y a los míos,
Y a los vuestros también, objeto sea
De ignominia y baldón.
ENRIQUE. (Ap. A su atractivo
Mi furor se desarma.) Oye, Matilde
La ansiosa agitación en que te miro
Disculpe tu osadía; mas es fuerza
Sacudir de su pecho aquese indigno
Amor, que de ti misma y de tu amante
Va a ser la perdición si preferido
Es por más tiempo a las finezas mías.
Yo, que soy tu señor, a ti me rindo,
Y a tu belleza y gracias inocentes
Mi nobleza y mi gloria sacrifico.
Decídete en el término de un día,
Y sepa yo por fin si mi destino
Ha de ser siempre el de encontrar ingratos
Y usar de la violencia y del castigo.

Escena VI.

MATILDE. ¡Mísera! ¿Dónde estoy? ¿Quién me ha arrojado
Al doloroso trance en que me veo,
En las garras de un tigre abandonada,
Sin poderme valer? ¡Oh Dios eterno!
Si de la gloria de tu excelso trono
El llanto ves que de mis ojos vierto,
Sé compasivo a mi plegaria humilde,
Y escuda a esta infeliz en tanto riesgo.
¿Qué hay de común entre mi baja suerte
Y el señor soberano de Viseo?
¡El bárbaro! ¡Y afirma en sus furores
Que se abrasa de amor su injusto pecho!
Oprimir no es amar... Leonardo mío,
¿Dónde estás, que no escuchas mis lamentos?
¿Dónde estás? Ven, rescata a tu Matilde
De tan inesperado cautiverio.
Ven volando, mi bien... Mas ¡desdichada!
¿Qué pronuncio? ¡Ah! No vengas: tus esfuerzos
Se estrellarán contra poder tan grande,
Y sin fruto los dos nos perderemos.
Sola yo debo perecer.

Escena VII.

OREN, en traje de soldado - MATILDE

OREN.                                       ¡Matilde!
MATILDE. ¿Qué escucho? ¡Ay Dios! Él es.
OREN.                                        Al fin te encuentro
Tras de tanto afanar.
MATILDE.               ¡Oh vida mía!
¿Dónde te arrastra tu amoroso empeño!
¿Cómo, di, penetraste en este alcázar,
Albergue de opresión y de tormento?
Tú vienes a morir.
OREN.                              ¿Y qué es la muerte
Si en tu defensa y a tu vista muero?
¿Puede acaso igualar en su amargura
A la triste aflicción, al desconsuelo
Que al encontrarme sin tu dulce vista
Sobre este ansioso corazón cayeron?
Llegó la hora: del amor guiado,
Volé en sus alas a tus ojos bellos,
Y el puesto solitario me recibe.
Perdóname: culpable aquel momento
Te contemplé, y lloré: corro a tu albergue
Sin detenerme, y viéndole desierto,
Pregunto a todos, y confirman todos
De mi desdicha el infernal recelo.
Perdóname otra vez: harto he sufrido
En escuchar mis ponzoñosos celos,
En sospechar que la ambición pudiera
Lanzar a amor de tu inocente pecho.
La entrada a este castillo me abre el oro,
Y yo por él frenético corriendo,
Te encuentro al fin, y a tu presencia olvido
Mi mortífera duda y mis tormentos.
MATILDE. ¿Y añadiste, cruel, esa sospecha,
Indigna tanto de los dos, al trueno
Que repentinamente en nuestro daño
Lanzó irritado el enemigo cielo?
Tú quizá en tu furor me maldecías,
Y yo, postrada ante el tirano fiero,
Despreciando su orgullo y su opulencia,
Juraba a voces tu cariño eterno.
Pero tú no lo dudas... ¡Ay Leonardo!
Sálvate por piedad; tu fin es cierto
Si te halla el Duque; a mi dolor no añadas
El dolor de mirarte en tanto riesgo,
Y aún tu muerte quizá. ¡Si tú supieras
A qué aspira el tirano en sus deseos!
Mas no receles; sin tu amor ¿qué valen
Su pompa toda y su insolente imperio?
OREN. ¡Con que usurparme el bárbaro pretende
Tu corazón!
MATILDE.            ¿Qué importa? Atiende: el tiempo
Corre, y con él acaso la esperanza
De poderte librar. Huye. si el cielo
Alas con que seguirte a mí me diera,
¡Oh cuál tendiera fugitiva el vuelo
Lejos de esta prisión triste y horrenda!
Mas no es posible huir, ni hay otro medio
Que resistir, sufrir, y si la muerte
Llega, morir.
OREN.                      No al congojoso miedo
Te abandones así; pronto, no dudes,
Te verás salva de él.
MATILDE.                       ¿Cómo a su inmenso
Poder contrarestar? Tú ya te olvidas
De la distancia que fortuna ha puesto
Entre tu humilde condición, Leonardo,
Y el tirano que atroz manda en Viseo.
OREN. No hay tanta. no.

Escena VIII.

ENRIQUE, ATAIDE, ASÁN, ALÍ, GUARDIAS. - Dichos.

ATAIDE.                            Aquél es; vos de su labio
Os podéis cerciorar.
MATILDE.                    ¡Oh Dios eterno!
Él es, él es: ¡ay tristes de nosotros!
ENRIQUE. ¡Insensato! Sin duda el justo cielo
Por castigar tu atrevimiento loco
Aquí te trajo delirante y ciego.
¿Quién eres? Mas ¿qué dudo? El miserable
Que de Matilde sorprendió el afecto,
Y que en engaños pérfidos envuelve
Su tierna edad y su inocente pecho.
OREN. Sí, yo soy; no quien debe a los engaños
De su apacible amor el bien inmenso;
Mi fe llamó su fe sencilla y pura,
Su dulce llama se encendió en mi fuego.
ENRIQUE. Pues sabe que esa llama es en tu daño
Un espantoso inapagable incendio
Que te va a devorar: tiembla. ¿Conoces
En mí el rival de tu infeliz deseo?
OREN. Sí, te conozco: en tu insensato orgullo
Piensas que al verme en tu presencia tiemblo,
Y tu poder frenético me inspira
Sólo abominación y menosprecio.
¿Yo temblar? Pues, tirano, ¿soy acaso
Quien la ha arrancado del hogar paterno?
¿Soy el que aspira a conseguir cariños
De un corazón con la violencia opreso?
Tu bárbara injusticia tiemble sola,
No yo, que a ti tan superior me veo.
Aquí, en tu alcázar, a tus mismos ojos,
De tus viles satélites en medio,
Y de tu furia entera amenazado,
Triunfando estoy de ti. ¿No lo estás viendo?
Ella me ama. A nuestros dulces votos
Mirándote presente a tu despecho,
Allá dentro de ti mi suerte envidias,
Y yo la tuya sin cesar detesto.
MATILDE. (Poniéndose en medio de los dos.)
¡Ah! ¿Qué haces, infeliz? Ve que te pierdes.
Y vos, señor, en vuestro noble pecho
Recordad vuestro nombre, y no a mancharos...
ENRIQUE. (Separándola.) Quítate.- ¿Tú quién eres? En el seno
De tu fortuna humilde no se crían
Una arrogancia y ademán tan fieros.
Dilo; no aguardes a exhalar tu vida
Al rigor de los hórridos tormentos
Que te preparo.
OREN                         A vista del peligro
Jamás mi nombre se miró encubierto
Soy tu igual en poder, igual en sangre
Es el conde de Oren quien estás viendo.
MATILDE. ¡Desdichado! ¿Qué escucho? ¡En cuál abismo
Me quisisteis hundir, injustos cielos!
¡Uno me oprime! ¡Otro me engaña! ¡Ingrato!
OREN. Perdona; te engañé, yo lo confieso:
Quise deber tu amor a mi amor sólo,
No a la opulencia ni al poder ni al miedo.
ENRIQUE. Pues bien, ni tu poder ni tu opulencia,
Ni el amor que te trajo aquí encubierto,
Ni el amor que te tienen y es tu gloria,
Te librarán de mi rencor violento.
Ataide, que a una torre del castillo
Sea prontamente arrebatado; y preso
De Oren el conde, se acostumbre en ella
A respetar al duque de Viseo.
(ATAIDE y una parte de los guardias rodean a OREN.)
ORES. ¡Infame! En insultarme, en oprimirme,
Cuando me ves sin armas indefenso,
La ley de los cobardes has seguido,
No la prez ni el honor de caballero.
Si digno fueras de tu noble sangre,
Si digno de tu nombre, en campo abierto
La dama a tu rival disputarías,
Blandiendo airado el generoso acero.
¿Escuchas al valor? Más los crueles
Siempre cobardes y menguados fueron:
Responde; tu igual soy.
ENRIQUE.                             Tu fin entonces,
Sin ser por el combate menos cierto,
Más bello y más espléndido sería.
Tú has entrado en mi alcázar encubierto
Y a fuer de un miserable disfrazado
Yo no conozco así los caballeros.
Muere pues como un vil oscuramente.-
Llevadle.

(ATAIDE y los guardias salen con OREN.)

MATILDE.        A mí con él, ministros fieros,
Sacrificad también; vedme aquí pronta.
ENRIQUE. Separadlos. -Asán, llévala lejos
De mí, donde la ingrata se decida
Entre su elevación o su escarmiento.

(ASÁN y ALÍ se llevan a MATILDE por un lado, y ENRIQUE y el resto de los guardias se van por el otro.)

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