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Acto segundo.



Este acto pasa de noche: la escena estará alumbrada con una sola hacha que habrá a un lado del teatro.
Escena I
MATILDE. Todo reposa. ¡Oh Dios! ¿cómo es posible
Que estos perversos con descanso duerman
Y que sólo el silencio se interrumpa
Por el triste gemir de la inocencia?
Mi dulce amante y yo velamos solos;
Y nuestras quejas lúgubres se estrellan
De este albergue funesto en las murallas,
Cuando a encontrarse desaladas vuelan.
En otro tiempo, al envolver la noche
Al fatigado mundo en sus tinieblas
Para darle descanso, yo solía,
Yéndome a adormecer, decir contenta
«Feliz hoy fuiste y lo serás mañana;»
Y el sueño luego en mi apacible idea
Los objetos queridos de mi pecho
Pintaba en sus imágenes risueñas.
¡Qué diferencia! El venidero día
Aún será más cruel... Pero ¿quién llega?

Escena II.

MATILDE, OREN, ATAIDE; UN SOLDADO detrás de ellos, que se quedará en el fondo del teatro.

MATILDE. Tres son. ¿Quiénes serán? Los ojos míos
En tan escasa claridad no aciertan
A distinguir. ¡Mísera! ¿Qué horrores
Se irán a preparar?
OREN.                           ¿Dónde me llevas?
Dónde estoy?
ATAIDE.                      No tembléis.
OREN.                                        ¿Pecho cobarde
Me juzgas por ti mismo? Oren no tiembla.
¿Qué manda tu señor? ¿Su alevosía
Va a verse con mi sangre satisfecha?
ATAIDE. Nada ha resuelto aún; de sus furores
La dura agitación ha dado treguas
Por un momento al sueño, y él reposa.
OREN. ¿Y Matilde?
MATILDE.            Hela aquí que a tu presencia
Se siente revivir; que afortunada
De perecer contigo se contempla,
Si vas a perecer. ¡Oh amigo mío!
No nos separarán, no habrá violencia
Que baste a tal rigor.
ATAIDE.                                 En este punto
Vais, señor, a ser libre; pero es fuerza
Que salgáis de este alcázar peligroso
Sin vuestra amante.
MATILDE.                       ¡Bárbaro!
ATAIDE.                                         Lo ordena
La suerte así.
OREN.                     Mi bien, ¿cómo podremos
Fundar nuestra esperanza en sus promesas?
Ya reconozco al pérfido; él fue sólo
Quien aquí me vio entrar, y su vil lengua
Es la que a su señor me ha descubierto.
ATAIDE. Es cierto, os descubrí; ni yo os pudiera
De otra suerte salvar. Si a denunciaros
Acaso alguno de los negros llega,
Matilde, vos y yo somos perdidos:
Así gané su confianza entera;
Y encargando a mí solo vuestra guarda,
Así os vengo a librar de su fiereza.
OREN. ¿Dónde estamos, Matilde? En todas partes
La maldad, la perfidia nos rodean.
¿Seremos pues tan viles, que fiemos
Nuestra ventura y libertad en ellas?
ATAIDE. Esas dudas me ofenden y no os salvan:
El peligro nos insta, el tiempo vuela;
Temed que este momento malogrado,
Quizá el momento que vendrá nos pierda
No dudéis de mi fe. -Soldado, al punto
Las puertas del castillo abiertas sean
A este joven: condúcele; tu vida
Responde de la suya.
MATILDE.                       ¡Oh mi defensa!
¡Oh mi dios tutelar! ¿Cómo es posible
Que en esta infausta y lóbrega caverna
Quede Matilde sola, abandonada
A ese monstruo cruel que en ella alberga?
OREN. ¡Ataide!
ATAIDE.               En este trance es ya preciso
Que cedáis ciegamente a mi prudencia.
Vos no sabéis quién sois; cuál es la suerte      (A MATILDE.)
De aquel a cuyo amor hoy en la tierra
Todo amor pospondréis: vuestro destino
Es hasta aquí un misterio que mi lengua
Puede sola en el mundo revelaros,
Y que aquí dentro me escuchéis es fuerza.
Vos entretanto huid, y recordaos;      (A OREN.)
Que del valor heroico y la presteza
Vuestro libertador y vuestra amante
Aguardan en tal riesgo su defensa.
OREN. Adiós, Matilde, adiós; pues la fortuna
Las sendas todas a elegir nos niega,
Rindámonos por fin; mas el combate
Va al instante a encenderse: tú no temas;
Las torres que tu ultraje han presenciado
Al suelo desplomadas y deshechas
Caerán, y de mi amor y mi venganza
Serán en la comarca eternas pruebas.
Condúceme, soldado.      (Vase.)

K III.

MATILDE, ATAIDE.

MATILDE.                          Ya está libre.
¿Por qué no lo estoy yo? Por qué esta negra
Cárcel escucha los suspiros míos,
Cuando a su lado respirar debiera?
ATAIDE. Libre os veréis también, pero es preciso
Que este servicio sin igual merezca
Alcanzar mi perdón de aquel cautivo
Que tanto tiempo entre sus hierros pena.
MATILDE. ¿Qué cautivo? ¿Qué habláis? Yo no os entiendo.
ATAIDE. ¡Ay señora! Escuchad. Desde su tierna
Infancia siempre he acompañado a Enrique,
Y de todos sus gustos y sus penas
Depositario y confidente sólo
He sido por gran tiempo. Él en la negra
Envidia que abrigó contra su hermano
Bebió el veneno que su pecho encierra.
El cielo en el nacer le hizo segundo;
Y la segura y alta preferencia
Que por su gran carácter Eduardo
Logró siempre en la paz, siempre en la guerra,
Para el perverso y envidioso Enrique
Perenne fuente de tormentos era.
Rivales en amor, ambos ardieron
Por Teodora Moniz; su mano bella
Fue de Eduardo, y el furioso Enrique
Vio despreciada su pasión violenta.
En mengua tal sacrificar su hermano
A en venganza despechado piensa,
Y que después la miserable viuda
La mano entregue al opresor por fuerza.
Yo fui iniciado en el fatal secreto:
El halago, el obsequio, las promesas,
Las amenazas... ¡Dios! ¿Qué no hizo Enrique
Porque ministro de sus iras fuera?...
Señora, él me sedujo.
MATILDE.                           ¡Desdichado!
ATAIDE. No he sido el sólo yo. Cuando de Ceuta
La venturosa expedición lograda,
En paz al fin se reposó la tierra,
El del África trajo esos dos negros,
Cuya intrépida y bárbara obediencia
Al odioso tropel de sus delitos
Pudo allanar la abominable senda.
Ellos y yo, señora, le seguimos
A este mismo castillo, en que la escena
Desventurada fue, donde de alcaide
Me dio la autoridad por recompensa.
Mis manos del estrago se abstuvieron:
El mismo Enrique fue quien de su ciega,
De su violenta cólera arrastrado,
Bañó en la sangre fraternal su diestra.
Iba el golpe a doblar, cuando Teodora,
Volando de su esposo a la defensa,
Lanzóse en medio, y del atroz cuchillo
Al rigor implacable cayó muerta.
MATILDE. ¡Qué horror!
ATAIDE.                      Enrique, al contemplar tendidos
Sus dos hermanos, con el alma llena
De improviso pavor, huyó a otra estancia;
Y obedeciendo a su temor, ordena
Que cuantos a Eduardo acompañaban
Al punto allí sacrificados sean.
Asán y Alí los degollaron todos.
Violante misma, la inocente prenda
Del amor de los tristes, ya cortado
Miraba el hilo de su vida tierna
Por la espada de Alí: yo la di vida.
Señora, recordaos de la ligera
Cicatriz que aún se mira en vuestro cuello,
Y al fin vendréis a conocer por ella
Quién debe el ser a la infeliz Teodora.
VIOLANTE. ¡Yo Violante! ¡Gran Dios!
ATAIDE.                                        A la heredera
Del poderoso duque de Viseo
Un fiel anciano en su mansión secreta
Prestó seguro asilo; allí crecisteis,
Allí una educación noble y modesta
Adornó esa belleza sin segunda
Con que os enriqueció naturaleza.
Igual en todo a vuestra angosta madre,
Vos la representabais en la tierra,
Cuando vuestra desgracia a aquel retiro
Condujo a Enrique, y permitió que os viera,
Y al veros se inflamó.
VIOLANTE.                         ¡Monstruo inhumano!
He aquí la causa del horror bien cierta
Que de sólo mirarle yo sentía.
Del negro fratricida a la presencia
Toda la sangre en mi interior se helaba;
Y era mi madre, que con voz secreta
Me gritaba: «Aborrece a mi verdugo.»
¡Qué no os debo yo, Ataide! Y vuestra lengua
El perdón de su error de mí imploraba;
¡Pluguiese al cielo que premiar pudiera!...
ATAIDE. Escuchadme hasta el fin: yo no merezco
Sino piedad. De la cruel tragedia
El último el teatro abandonaba,
Cuando unos ayes desmayados llegan
A mis oídos, que en sus ecos tristes
Mi ansioso pecho de dolor penetran.
Vuelvo a atender y a oír: era Eduardo,
Que en su palpitación aún daba muestras...
VIOLANTE. ¡Ah bárbaro! ¿Y tu mano, sanguinario,
Ahogó en su vida la postrer centella?
ATAIDE Ved que no soy culpable de su muerte.
VIOLANTE. ¿Vive mi padre?
ATAIDE.                        Vive, si existencia
Puede llamarse tan funesta vida,
Entre la noche y el dolor envuelta.
Cuando volvió en sí el triste, ya amarrado
Halló su cuerpo a la fatal cadena
Con que oprimido por tan largo tiempo
De su perdida libertad se queja.
Diez años ha que al mísero Eduardo
De voz humana ni aún los ecos llegan.
VIOLANTE. ¡Eterno Dios! ¡Oh crímenes! ¡Oh día,
Día de revelación! Y en mis querellas
Yo mi infortunio denunciaba al cielo,
Cuando mi padre... Ataide, ¡qué fiereza
En tu insensible corazón escondes!
ATAIDE. Yo obedeciendo mi piedad primera,
Le di la vida, y a ocultarlo luego
Me persuadió el temor. ¿Cómo pudiera,
Sin resolverme a exterminar a Enrique,
Sacarle ya de su prisión funesta?
A veces esperé (¡cuán vano engaño!)
Que a una dichosa paz abrir la puerta
Pudiese el roedor remordimiento
Que desde entonces al tirano aqueja.
Tal vez el punto de vencerle he visto;
Pero los celos, el rencor, la afrenta,
La misma enormidad de sus maldades
En él ahogaban las endebles quejas
Del arrepentimiento. Así mi alma,
De incertidumbre y confusiones llena,
Ni fiel a Enrique ni a Eduardo ha sido
Entre el temor y la piedad suspensa.
Tal, señora, es mi crimen; yo no anhelo
A disculparle; más la vida vuestra,
Más la de vuestro padre, al fin merecen
Que concedido mi perdón me sea.
¿Lo será? Responded.
VIOLANTE.                          Tú has sido, Ataide,
Bien culpable y cruel; pero haz que vuelva
De triste padre a mis amantes brazos;
Que vuelva libre, y perdonado quedas.
Llévame donde está: cada momento
Que sufra más en su fortuna adversa
Redobla mi aflicción. Vamos.
ATAIDE.                                             ¡Qué miro!
Aquí los negros bárbaros se acercan;
Ellos son más temibles que el tirano,
Y si juntos nos ven, todo se arriesga.      (Vase.)
VIOLANTE. ¿Qué decretáis, en fin, de esta infelice,
Omnipotentes cielos? Ayer era
Matilde, hoy soy Violante. ¡Ah! ¿cuándo, cuándo
Será que tanta confusión fenezca?

Escena IV.

ALÍ, ASÁN.

ALÍ. Mírala, Asán, huir de nuestra vista:
Los esclavos humildes la amedrentan
Y la ahuyentan de sí. ¡Bien desdichada
Es por cierto su suerte!
ASÁN.                                    Que padezca.
¿No ha nacido de blancos y en Europa?
Flor engañosa de venenos llena,
Amor ahora y compasión inspira
Con su tierna hermosura y su inocencia;
Mas aguarda, y verásla abrir su seno
Bien pronto a la perfidia, a la soberbia:
Frutos de esta región abominable,
Que todo lo corrompe. Que padezca,
Que la atormente Enrique; yo gustoso
Me prestaré a su cólera.
ALÍ.                                     Tú esperas
Que agradecido en libertad te ponga,
Y así le sirves.
ASÁN.                      Busca en las tinieblas
La claridad, abrigo en las heladas,
Y la seguridad en las tormentas,
Antes que gratitud de un europeo.
ALÍ. Si eso es verdad, Asán, ¿por qué te empeñas
Del Duque en merecer la confianza?
Tu boca siempre bárbara y funesta
Su natural ferocidad inflama,
Y si él piensa un estrago, a otro le lleva.
En él ¿qué puedes apreciar?
ASÁN.                                             Sus vicios:
Ellos son los que amable le presentan
A mi sañudo espíritu; por ellos
Mi vengativo corazón recrea.
Su furor, su crueldad son el azote
De cuantos blancos por su mal le cercan;
Y yo me gozo en las terribles plagas
De que su atroz iniquidad se ceba.
Los blancos de mi patria me arrancaron,
Ellos a mi valor dieron cadenas,
Y del respeto en vez que allá gozaba,
Aquí soy un objeto de vergüenza.
¿Cuál es el blanco que buscó de un negro
Jamás de la amistad la unión estrecha?
¿Y qué mujer no escucha horrorizada
De su infeliz amor las tristes pruebas?
Patria, esposa, familia, amores, todo,
Todo lo tuve... ¡Oh Dios! Una hora adversa
De todo me privó. No, no es posible
Que aquel instante a mi memoria venga,
Sin que toda esta raza de hombres duros
Con odio interminable yo aborrezca,
Ni me es posible contemplar mis males
Sin que los suyos mis delicias sean.
¿Piensas que yo amo a Enrique? ¡Oh cuál te engañas!
Amo en él esa bárbara fiereza,
Verdugo de sí mismo y de los otros,
Que llena mi venganza toda entera
Amo el devorador remordimiento
Que le destroza cuando ansioso piensa
En el abismo de tormentos fieros
Con que la horrenda eternidad le espera.
Ser el ministro yo de tantos males,
¿Con quién, sino con él, lograr pudiera?
Con quién, sino con él, de tantos blancos
El despecho gozar y amargas quejas?
ALÍ. Pero entre tanto víctimas nosotros
Somos también: yo, Asán, de esta caverna
Pienso escapar; mi corazón no puede
Tanta infamia sufrir.
ASÁN.                                Yo mientras pueda
Con Enrique hacer mal, seré de Enrique;
Mas si él se abate o si los cielos cesan
De sufrirle... ya entonces...
ENRIQUE. (Dentro.) Socorredme.
ATAIDE. (Dentro.) Aquí estoy yo, señor.

Escena V.

ENRIQUE, sostenido por ATAIDE. - Dichos.

ENRIQUE.                         Ellos me aquejan;
¿No los veis? ¡Qué rigor! Yo a defenderme
No basto ya.
ALÍ.                    ¿Qué es esto? ¡cómo tiembla!
¡Cuál los ojos revuelve y se estremece!
ATAIDE. Hablad, señor, hablad.
ENRIQUE.                            ¿Qué voz es esta?
¡Ataide! ¡Asán! ¡Alí! ¿Con que no ha sido,
Más que una sombra en mi engañada idea,
Un sueño? ¿Mis oídos no escucharon
Las pavorosas voces que aún resuenan
Acá en mi mente? Ataide, el más terrible
Suplicio un lecho de deleites fuera
Comparado al dolor que yo he sufrido.
ASÁN. Pero volved en vos, y la funesta
Causa a tanta agitación patente
A vuestros fieles servidores sea.
ENRIQUE. Escuchad pues, ministros de mis crímenes,
Escuchad y temblad. Era la hora
En que mis tristes miembros fatigados
Del sueño hallaban la quietud sabrosa;
Entonces por las bóvedas vagando
Estar me pareció, donde reposan
De mis muertos abuelos las cenizas
Bajo el mármol de honor que las custodia.
Sus fúnebres emblemas me asustaban;
Cuando a lo lejos entre aquellas sombras
Diviso una mujer que en dulce risa
Grata me llama y mi atención provoca.
Pienso ver a Matilde en la que veo,
Y al mismo instante con ardor se arrojan
Mis presurosos pasos a alcanzarla,
A estrecharla mis manos venturosas;
Pero en el punto de abrazarla ¡oh cielos!
Su florida beldad se descolora,
Y de una herida que su pecho afea
En copioso raudal la sangre brota.
Miróla entonces más atento, y era...
¡Teodora, Ataide!
ATAIDE.                            ¡Oh Dios!
ENRIQUE.                                   Era Teodora,
Con aquel ademán, aquel semblante
Que, fijos hondamente en mi memoria,
Su fin desventurado me presentan,
Y destrozan mi pecho a todas horas.
«Al fin volvemos para siempre a unirnos
(Con eco sepulcral dijo su boca);
Para siempre... Mis brazos cariñosos
Van a galardonar tu amor ahora;
Mas contempla primero lo que hiciste,
Y cuál me puso tu fiereza loca.»
Sus ojos de sus órbitas saltaron,
Todos sus miembros, sus facciones todas
Se deshacen de pronto, y en la imagen
De un esqueleto fétido se torna.
ATAIDE, ALÍ. ¡Horror! Horror!
ENRIQUE.                      Entre sus brazos secos
Ella me aprieta y con furor me ahoga,
Me infesta con su aliento, y me atormenta
Con su halago y caricias espantosas.
«No más, ¡ay Dios! no más», ante sus plantas
Digo cayendo exánime; «perdona,
Espíritu cruel. ¿Cómo es posible
Que tal rencor los túmulos escondan?»
Huye entonces la sombra, y cuando pienso
Libre mirarme, retumbar las losas
Y desquiciarse los sepulcros siento,
Y en fuego hervir sus cavidades hondas;
Y de la llama al resplandor sombrío
Sus frentes los cadáveres asoman,
Gritando: «¡Fratricida! Entre nosotros
Baja, y el premio de tus premios goza.»
La fuerza del horror sacudió el sueño;
Pero ¡ay! que mis martirios, mis congojas,
Ni entenderlas jamás podréis vosotros,
Ni explicarlas jamás podrá mi boca.
ATAIDE. Señor, aqueste sueño misterioso
No es una vana sombra, es un aviso
Que los cielos os dan, y que os convida
A que pongáis un término al delito.
Dejad ese sendero peligroso
Que hasta aquí habéis hollado; arrepentíos,
Y tal vez la virtud...
ENRIQUE.                         ¡Ah! Es imposible:
¡La virtud! Mi execrable fratricidio,
El rencor y la envidia la arrojaron
Para siempre jamás del pecho mío.
¿Quieres verme feliz? Pues al instante
De la mísera sangre que he vertido,
Y que aún hierve reciente en mi tormento,
Ataja los raudales vengativos;
Abre las puertas al sepulcro, y osa
Sus leyes suspender a los destinos,
Y aquellos dos objetos miserables
De mi inicuo furor vuélveme vivos.
Entonces, quizá entonces, mis excesos
Encontrarán perdón, y condolidos
Los cielos de mi afán, disiparían
Este negro terror en que agonizo.
ATAIDE. (Ap.) ¡Dios! ¿Será este el momento afortunado?...
Esclavos, retiraos de aqueste sitio:
Yo quedo a obedecerle.
Escena VI.
ENRIQUE, ATAIDE.
ENRIQUE.                               «Para siempre
Nos volvemos a unir», la sombra dijo
Salid de mí, palabras ominosas;
Dejad de retumbar en mis oídos
¡Más aún truenan! La muerte y el infierno
El premio van a ser de los delitos
Con que al mundo espanté... Triunfa, Eduardo,
Triunfa de tu frenético asesino;
La suerte que le aguarda es tan tremenda,
Que de ella al fin te apiadarás tú mismo.
ATAIDE. Calmaos, señor; el cielo inexorable
No rechaza al mortal que arrepentido,
Detestando sus crímenes, se vuelve
De la virtud al generoso abrigo.
Si aquesos sentimientos rencorosos
Que en vuestro corazón siempre han vivido
Sacudís de una vez, quizá escuchados
Serán de la piedad vuestros gemidos.
ENRIQUE. ¿Si me arrepiento? ¡Oh Dios! He aquí mi sangre;
Viértela si con este sacrificio
Me consigues la paz que tanto anhelo.
ATAIDE. Vos la obtendréis en fin.
ENRIQUE.                             ¿Cómo?
ATAIDE.                                                    Si vivo
Fuese Eduardo y perdonar quisiese...
ENRIQUE. ¡Eduardo vivir! ¿Qué es lo que has dicho,
Ataide?
ATAIDE.             La verdad.
ENRIQUE.                       ¡Gracias al cielo
Que de tal peso aligerar me miro!
Viva Eduardo, Ataide; que su muerte
No se escriba en el libro del destino,
Y a mi condenación también no sirva.
Mas ¿quién le dio la vida, si yo mismo
El acero cruel clavé en su pecho,
Y en su caliente sangre fui teñido?
ATAIDE. No fue mortal la herida, y yo salvarle
Diligente logré; pero escondido
Debajo de la tierra, encadenado,
Y ensordeciendo el aire con suspiros,
Su mísera existencia ablandarla
Las fieras sierpes e insensibles riscos.
Ceda ya a tanta lástima la envidia;
Dios por mi mano quiere conduciros
A la virtud.
ENRIQUE.          Que él viva y me perdone
Que ore al cielo por mí; del pecho mío
Salga esta agitación, aquestas sombras
Que aún ofuscan y aterran mis sentidos.
Puras como él, y nobles, sus plegarias
Acogida tendrán: yo no me animo
A rogar; fuera en vano: de mi labio
¿Qué ruegos ¡ay! saldrán que sean oídos?
Mas dime ¿tú lo esperas? ¿Perdonarme
Podrá al fin Eduardo?
ATAIDE.                                    Yo confío
En que mañana el venturoso día
Será de paz y de perdón. Tranquilo
Vos entre tanto, preparad el pecho
A esta acción generosa; ella el destino
Va a hacer de vuestra vida; ella desarma
Los rayos todos del rigor divino.

Escena VII.

ENRIQUE. Sí, me perdonará: siempre mi hermano
Generoso y leal era conmigo;
Mientras que yo con él pérfido, ingrato
En todos tiempos e inhumano he sido...
El peso de mis crímenes me agovia,
Y es fuerza de mis hombros sacudirlo...
¡Oh! ¡Si lo alcanzo yo!... Matilde entonces
Quizá muestre a mi amor menos desvío.
¡Matilde! ¡Oh cómo al pronunciar su nombre
Mi ansiosa agitación recibe alivio,
Y la serenidad vuelve a mi pecho!
Mañana será mía si respiro,
A despecho de Oren. Amargos celos
No así alteréis, mortíferos y activos,
Los dulces sentimientos que me animan.
¿Mas qué puede ya Oren? Preso, cautivo,
Pendiente de mi enojo o mi clemencia,
Renunciar debe...

Escena VIII.

ASÁN. - ENRIQUE.

ASÁN.                            Ataide os ha vendido:
Las puertas de la torre han sido abiertas
Por él al Conde, y lejos del castillo,
Ya de vuestro poder viéndose libre,
Se prepara tal vez a combatiros.
ENRIQUE. ¡Cielos! ¡Con que en mis labios infelices
El nombre de perdón jamás se ha oído
Hasta esta vez, y al pronunciarle ahora
Me cercan la perfidia y los peligros!
ASÁN. ¿Qué peligros, señor?
ENRIQUE.                           De todos tiemblo:
De Eduardo, de Oren, y aún de mí mismo.
ASÁN. ¡De Eduardo! ¿Y por qué? ¿La ilusión vana
Que os agitó entre sueños, un prodigio
Para vos ha de ser que abra el sepulcro
Y anime los cadáveres ya fríos?
ENRIQUE. ¡Ah! que él vive no hay duda; el vil Ataide
Le salvó por mi mal; él me lo ha dicho.
Mañana intenta que la paz juremos,
Mañana mira el mundo mi exterminio.
ASÁN. ¡Entre vosotros paz! ¡Qué error! ¿Acaso
Perdonaros podrá? ¿Dar al olvido
La muerte de su esposa, sus desgracias,
Sus heridas, la causa del delito,
Vuestro adúltero amor? ¿Y lo creísteis?
¡Oh error!
ENRIQUE.        ¿Qué debo hacer?
ASÁN.                                            En tal conflicto
Mengua es dudar: busquemos a Eduardo...
ENRIQUE. ¿Cómo, si ignoro el misterioso asilo
Donde respira? Asán, este secreto
De Ataide solamente es conocido.
ASÁN. Pues bien, señor, el crimen siga al crimen,
Y la sangre a la sangre: otro camino
No tenéis de salud. Que Ataide preso,
A vista del tormento y los suplicios
Su secreto fatal haga patente.
Vos, dueño de Eduardo, a vuestro arbitrio
Dispondréis de su vida; que Matilde,
Aún antes de que Oren venga en su auxilio,
Sufra su suerte rigorosa y dura.
ENRIQUE. ¿Y cuál es?
ASÁN.                        ¿No nació en vuestros dominios?
ENRIQUE. Sí. Asán.
ASÁN.                ¿De vida y muerte ahora sobre ella
No es vuestro el gran poder?
ENRIQUE.                                     Sin duda es mío.
ASÁN. ¿Quién osará contrarestarle?
ENRIQUE.                                     Nadie.
ASÁN. Pues antes que dé el sol su nuevo giro
Arrastradla al altar.
ENRIQUE.                       ¿Y si resiste?
ASÁN. Si resiste, que muera.
ENRIQUE.                             ¿Y yo asesino
Dos veces he de ser de lo que adoro?
ASÁN. ¿Y sufriréis dos veces que el destino,
A despecho de vos, a vuestros ojos
Se la entregue a un rival favorecido?
¿No vale más vengarse, y presentarle
De su adorada amante el cuerpo frío,
Y escarneciendo su dolor, decirle:
«Ni tú ni yo?»
ENRIQUE.             Sí, Asán: consejo es digno
De mí, de ti; mi corazón le aprueba;
De todo su furor sé tú el ministro.
Anda, sorprende a Ataide; yo entre tanto
A Matilde veré. Cielos divinos,
¿Por qué de amor el frenesí me arrastra
Por tan desesperados precipicios?
Vuelve en Matilde a respirar Teodora,
Y vuelvo a ser un monstruo... ¿En mis delitos
Reposo pues no habrá?... Mas así sea,
Puesto que así lo decretó el destino.

(Vanse cada uno por diferente lado.)

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