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Acto tercero.



La escena representa un subterráneo oscuro compuesto de varios ramales de bóvedas. Un banco de piedra cubierto de Pajas sirve de lecho a Eduardo: junto al banco habrá un poste de donde estarán colgadas las cadenas que le han sujetado. Se supone que Eduardo acaba de despertar.

Escena I

EDUARDO. ¿Cuándo será que mis amargos males
Termine de una vez piadoso el sueño,
Y a nunca despertar yo me adormezca,
En sus dulces imágenes envuelto?
¡Dulces, pero engañosas! ¿Qué me sirva
Que venga a regalar por un momento
Mis tristes penas, y a mi mente ilusa
Libertad y venturas ofreciendo,
Me parezca abrazar mi hija y mi esposa,
Si al fin después en mi prisión me encuentro,
Donde de luz y libertad las voces
Ni aún pronunciar en esperanza puedo?
Mis cadenas, gastadas por los años,
Rotas al cabo, a su impresión cedieron;
Sólo el destino atroz que me persigue
Ni desmentirse ni ceder le siento...
Más de una vez las lágrimas del triste
Por estas manos enjugar se vieron,
Más de una vez de sus fatales grillos
Me vio el cautivo aligerar el peso.
¡Oh justo Dios! ¿Y tu bondad consiente
La dura esclavitud en que me veo?

(Se oye el ruido de la barra que asegura la puerta.)

Mas ruido se oye, y el instante llega
De que venga mi duro carcelero
El sustento a traer con que la vida
Se prolonga, y prolonga mis tormentos.
¡Qué extraña novedad! ¡Luz!

Escena II.

EDUARDO, VIOLANTE, ALÍ.

VIOLANTE.                                       ¿Es aquesta
Caverna de terror el duro encierro
En que el tirano sepultarme manda?
ALÍ. Ella es, señora.
VIOLANTE.                  ¡Inexorables cielos!
Diéraisme ver a mi angustiado padre
Antes de despedir mi último aliento;
Diéraisme el estrecharle entre mis brazos,
Y bañando en mis lágrimas su seno,
Exclamar y decirle: «¡Oh padre mío!
Reconoce a tu hija en el acerbo
Destino que la sigue.»
EDUARDO.                   ¡Desdichada!
Llama a su padre. ¿Si afligido y preso
Tal vez, como yo estoy, se verá ahora?
ALÍ. (Ap. ¡Quién dar pudiera a su aflicción consuelo!)
Señora, perdonad al un siervo humilde,
Que, forzado a seguir el duro imperio
De su airado señor, apenas puede
Allá en su corazón compadeceros.
Lejos de mí la bárbara fiereza
Que otro pusiera en tan fatal empleo;
Mas aún mirar la agitación terrible,
Aún escuchar los temerosos ecos
Del Duque me parece, y la sentencia
Que pronunció su labio al conoceros.
Os cegasteis, dijisteis vuestro nombre,
Declarasteis quién erais, y a despecho
Del amor que domina en sus entrañas,
De sólo su furor oyó el acento.
Pero ¿porqué ultrajarle y obstinaros?
Una sola palabra a su amor ciego
Que dieseis de esperanza apaga el rayo
Que sobre vuestra frente está suspenso.
Ceded.
VIOLANTE.     ¡Esclavo vil! Cese tu lengua;
Anda, guarda esos pérfidos consejos
Para tus semejantes infelices.
Cumple con tu execrable ministerio,
Y del dolor de verte y de escucharte
Libértame al instante.
ALÍ.                                 Yo no debo
Detenerme ya más; su desventura
Caiga sobre ella. Adiós, señora.      (Vase.)

Escena III.

VIOLANTE, EDUARDO.

VIOLANTE.                                               ¡Oh centro
De silencio y de horror! ¡Prisión acerba!
¡Fúnebre tumba! Al cabo en vuestro seno
Queda ya soterrada esta infelice,
Arrancada a la luz y al universo.
Aquí olvidada, abandonada y sola
Deberé perecer...
(Se deja caer sobre las gradas de la puerta.)
                           ¿Por qué naciendo,
Piadosamente fieras no me ahogaban
Las manos que en la cuna me pusieron?
No así de mal en mal, de pena en pena
Precipitarme viera adonde muero
La más desventurada de los míos;
Adonde sin testigo, sin consuelo...
EDUARDO. Esto siquiera mientras yo respire
No os faltará, señora, en tanto extremo.
VIOLANTE. ¿Qué oigo? ¡Ay de mí! ¿Quién sois? En este sitio...
EDUARDO. Otro infeliz cual vos, blanco funesto
De la más espantosa alevosía
Que debajo del sol los siglos vieron.
Del cielo y de la tierra abandonado,
Y sepultado aquí por tanto tiempo,
Al fin de soledad tan congojosa
El primer ser humano en vos contemplo.
No sé si acaso a acrecentar mis males;
Pero entre tanto con placer me entrego
A aliviar vuestra amarga desventura,
Si a tanto alcanzan la piedad y el ruego.
En vuestra edad florece la inocencia,
Y amor inspira vuestro rostro bello
¿Quién puede ser tan duro que os persiga?
VIOLANTE. ¡A la maldita beldad, don que los cielos
Para mi perdición me dispensaron!
Señor, es mi destino tan adverso,
Que un momento seguro de fortuna
En mi carrera señalar no puedo.
Crecí sin conocer mis dulces padres;
Cuando sé quiénes son vengo a perderlos
Mi madre indignamente asesinada
En otro tiempo fue, mi padre preso
Devora su desgracia, y yo inocente
Víctima gimo del furor violento
De un tirano que el cielo por castigo
Lanzó a este clima: Enrique de Viseo...
EDUARDO. ¡Enrique! ¿Y vive aún? ¿Y no se cansa
De verle el sol, de sustentarle el suelo?
¡Ah! Si vuestro infortunio es obra suya,
Pereced, desdichada; Do hay remedio.
La estrella que a ese bárbaro os entrega
Se goza en afligiros y en perderos.
¡Enrique! ¡Ah monstruo!
VIOLANTE.                                 ¡Por piedad! Las ansías
Calmad de mis sentidos; ya en mi pecho
El corazón se agita palpitando,
Entre la duda y la esperanza incierto
Decid, decid quién sois.
EDUARDO.                             Soy Eduardo,
Hermano de ese vil.
VIOLANTE.                             ¡Mi padre! ¡Oh cielos!
EDUARDO. ¿Qué dices?
VIOLANTE.           No dudéis: los ojos míos
La dulce prueba de que el ser os debo
Os dan en estas lágrimas que os bañan.
Y que de gozo y de ternura vierto.
La mano a un tiempo cruda y piadosa
Que nos salvó de los puñales fieros
Nos reservó a este encuentro inesperado
Para acaso otra vez en él perdernos.
Reconocedme: ved en ni la sangre
De vuestra sangre, ved cómo los cielos,
De la desventurada esposa vuestra
En mí la viva semejanza han hecho.
EDUARDO. Sí, ciertamente es ella. ¡Oh semejanza!
Ni la inefable agitación que siento,
Ni el placer que me inunda en su dulzura,
Ni las caras facciones que en ti veo
Me permiten dudar; ven, hija mía
Ven, y reposa en el paterno seno.
VIOLANTE. ¡Oh inefable placer!
EDUARDO.                       Dios de clemencia,
Tú, que me diste un corazón de acero,
Bastante a resistir las tristes plagas
Que sobre mí tan sin piedad cayeron,
Dame también un corazón que pueda
Sufrir la inmensidad de este contento.
¡Hija mía!
VIOLANTE.        ¡En qué estado miserable,
En qué penosa situación te encuentro,
Señor! Aquí sumido, respirando
De este ambiente el mortífero veneno,
¿Cómo en tal soledad y desamparo
Pudisteis resistir?
EDUARDO.                      El que en su pecho
De la inocencia el sentimiento abriga
No se rinde, hija mía, al desaliento.
Vino el azote a sepultarme en vida
Y una nueva virtud sentí aquí dentro,
Una fuerza que, igual a mis destinos,
Bastaba sola a contrastar con ellos.
Crecía el mal, y mi valor crecía
A par que su violencia. ¡Ah! Si los cielos
Quisieron esta lucha formidable,
Los cielos de Eduardo están contentos.
VIOLANTE. De admiración, señor, y de ternura
Me hacéis estremecer.
EDUARDO.                           Tal vez en sueños
La bella imagen de tu madre amada
Y la tuya también con dulce afecto
Consolaban mi afán. ¡Oh Dios piadoso!
¡Y tras tanta ilusión, tras tanto tiempo,
Mi adorada Violante al fin me envías!
Abrázame otra vez: este consuelo
No nos le robarán.
VIOLANTE. ¡Oh padre mío!
(Óyese ruido como de gente que baja al subterráneo...)
¿Qué siento? ¡Qué rumor!.. El riesgo inmenso
En que estáis se acrecienta; a devorarnos
Se precipita el tigre
EDUARDO.                         No tu esfuerzo
Desmaye así, hija mía: nuestra suerte
Está en manos de Dios en estos senos,
Que tan oscuros son como ignorados,
Algún arbitrio a nuestro bien busquemos
Y si el hado le niega...
VIOLANTE.                            Sí, muramos;
Pero juntos ¡oh padre! moriremos.
(Abraza a EDUARDO, y sosteniéndole, salen de la escena.)

Escena IV.

ENRIQUE, ASÁN Y GUARDIAS.

ENRIQUE. Ya penetré: las puertas de este albergue
Con voces de terror me rechazaban,
Y al entrar en su lóbrego recinto,
Mi ansioso corazón tiembla y se espanta.
Pero es más fuerte mi rencor: sigamos.
Asán, él no está aquí. ¿Si nos engaña
También Ataide ahora? Su vil pecho
Enflaqueció a la vista, a la amenaza
Del suplicio, y sus labios declararon
Que aquí preso Eduardo respiraba:
Mas yo no le descubro
ASÁN.                                    Pues no hay duda;
Los hierros aquí ved que le amarraban,
Ved su lecho de pajas.
ENRIQUE.                        ¡Ah! Y en ellas
Sobre él el sueño tenderá sus alas
Con más dulzura que los miembros míos
Le hallaron nunca entre las plumas blandas.
Pero ¿en qué os detenéis? Sin perder tiempo
Entrad por esas bóvedas; que salgan
Los fugitivos a mi vista al punto;
¿Me entendéis? Mi poder, mi vida y fama,
Todo peligra, todo, si Eduardo
De mi justo furor ahora se salva.

ESCENA V.

ENRIQUE. Quiero andar y no puedo. ¡Ah! ¿Quién tan débil
Hace mi corazón? ¿Quién de mis plantas
La fuerza apoca? Es el fatal delito
Sin duda el que me sigue y acobarda.
¿No tuve aliento un tiempo? ¿Por qué ahora
Para acabarle de cumplir me falta?
Estas piedras, heridas tantas veces
Con sus gemidos, que aún por ellas vagan,
A mi atronado y espantado oído
Con acentos de horror parece que hablan.
¡Oh vil abatimiento! ¡Oh cómo tiemblo!
De mi ultrajado hermano las miradas
¡Cuál caerán sobre mí! ¡Cómo su pecho
Al ver a su opresor va a arder en saña!
Y yo, trémulo ante él, con voz incierta
La sentencia fatal que le amenaza
Pronunciaré sin que Eduardo tiemble!
Él será el juez, yo el reo, y la alta palma
De triunfar sobre mí siempre los cielos
En vida y muerte le darán. ¡Oh rabia!

Escena VI.

ASÁN. - ENRIQUE.

ASÁN. Señor, en esas bóvedas oscuras
Perdidos, y perdida la esperanza
De poderlos hallar, ya hacia este sitio
Pensábamos volver, cuando bien claras
Unas palabras de repente oímos,
Con llanto interrumpidas y plegarias:
«Huye, hija mía, huye, yo lo ruego,
Yo te lo mando: tu ligera planta
Podrá escapar tal vez al gran peligro
Que en su ciego furor a ambos amaga.
Yo no puedo seguirte, y si tardamos
Moriremos los dos.» Ella lloraba;
Mas ella huyó y obedeció el mandato.
Corrimos: Eduardo se adelanta
A recibirnos, y con frente altiva
Donde la majestad se ve pintada,
«Aquí tenéis a quien buscáis, nos dijo
Llevadme al punto adonde Enrique manda.»
Los guardias le cercaron y le traen
Yo os lo vengo a anunciar.
ENRIQUE.                               Por piedad, anda,
Vuela, si es tiempo aún, y antes que venga
A confundirme su presencia infausta....

Escena VII.

EDUARDO, en medio de los GUARDIAS. - DICHOS.

EDUARDO. ¡Oh justo Dios! Conduélete de un padre,
Tiende de tu poder las grandes alas
Sobre aquella infeliz.
ENRIQUE.                        Ya está presente.
¡Ah! ¡Que la tierra ante mis pies no se abra!
EDUARDO. Héme, Enrique, a tu vista conducido
Como un vil criminal: los ojos alza,
Y contemplando los inmensos males
Que amontonaste sobre mí, tu alma
Digna de su intención goce un deleite,
Pues tales son, que a tu crueldad se igualan.
¿Qué más quieres? La víctima que hundida
Para siempre en la tumba imaginabas,
Resucita a segundo sacrificio
Y a doblarte el placer de degollarla.
¡Privilegio infernal dado a ti solo!...
Gózale pues: la atrocidad pasada
Renueva, y en la sangre de tu hermano
Baña otra vez tu mano ensangrentada.
Termina, en fin, mi deplorable suerte.
¿Qué esperas?
ENRIQUE.                Temerario, ¿así mi saña
Osarás despreciar?
EDUARDO.                     Yo la provoco.
La muerte misma, con que atroz me amagas
De ti me va a librar; ella me lleva
Ante el trono de Dios, que ya me aguarda,
A darme el galardón dulce y eterno
De tanto afán y de opresión tan larga.
Tú en tanto el vaso a su venganza apura;
Su sentencia en tu frente está pintada,
El terror en tus ojos, y el infierno
Ya arde en tu pecho.
ENRIQUE.                         Tu insolente audacia
Ocupa en insultarme los momentos
En que fuera mejor que te humillaras.
Quizá Enrique triunfante y poderoso
Viniera en conceder a tus plegarias
Un perdón que rechazan tus injurias.
EDUARDO. ¿Perdón tú a mí, vil parricida? ¿A tanta
Ignominia Eduardo descendiera,
Que vida a costa de su honor comprara?
Mi honor siempre fue puro, y a la tumba
También conmigo bajará sin mancha.
Tú vive; del cruel remordimiento
Las sierpes roedoras te deshagan,
Entre tanto que el rayo en estallidos
El cielo, en fin, a castigarte lanza.
Acaba: yo ni espero ni te imploro.
ENRIQUE. Dices bien: no te resta otra esperanza
Ya que la de morir: eterno objeto
Para mí de rencor, de envidia y rabia,
¿Qué otro don que la muerte y exterminio
De mi terrible corazón buscaras?
Muere, Eduardo; a mi pesar aún vives.
El vil traidor que te ocultó a mi saña
No te librará ya; sólo el sepulcro
Alzar podrá la insuperable valla
Que entre nuestras discordias haber debe.
Muere pues, yo lo mando.
EDUARDO.                                    Así en ti haya
Igual valor a contemplar mi muerte,
Como yo tengo en recibirla.
ENRIQUE.                                 Basta.
Soldados, arrastradle, y que al instante
En medio de esas fúnebres moradas
Lejos de mí fenezca: yo no quiero
Verle espirar.

Escena VIII.

VIOLANTE. - DICHOS.

VIOLANTE.             Ministros de venganza,
Deteneos: sabed que él es mi padre,
Ved que es vuestro señor.
EDUARDO.                               ¡Oh desdichada!
¿Así te obstinas en morir conmigo?
VIOLANTE. ¿Tú, Enrique, aún quieres más? Mira a tus plantas
La hija de Eduardo y de Teodora.
¿No bastan, dime, a tu rencor, no bastan
Tantos años de angustia, esta miseria,
Sin que un segundo parricidio vayas
A cometer? Tu estado no peligra:
Si la riqueza y el poder te agradan,
Manda en Viseo, y que Eduardo oscuro
Vi ya conmigo en un rincón de España.
¿No me escuchas, cruel? ¡Ah! Si aún tu enojo
En sed de sangre y de dolor se abrasa,
Aquí tienes mi cuello, aquí mi vida,
Y tu ardiente inclemencia en ella sacia.
ENRIQUE. (A los guardias.) Aguardad. (Ap. ¡Que no puedan mis furores
Resistir la impresión de sus palabras!)
Oye, Eduardo: el único camino
De ser nuestras discordias acabadas
En tu arbitrio está ya.
EDUARDO.                 ¿Cuál es?
ENRIQUE.                                 Que al punto
Violante me consagre ante las aras
La ternura y la fe que indignamente
El venturoso Oren tiene usurpadas.
Vive, mas a este precio.
VIOLANTE.                            ¿Qué contento,
Bárbaro, dime, en violentar un alma
Has de hallar? Una víctima infelice
¿Qué amores puede darte, o qué esperanzas?
Eterno albergue de dolor sería
Su triste pecho, y sin cesar clamara
Por tu muerte...
ENRIQUE.                         Si vive, es a este precio.
EDUARDO. ¡Qué frenesí tan ciego te arrebata!
¡Violante tuya! ¡Su inocente mano
Enlazada a esa mano sanguinaria!
¿Y lo esperas, tirano? Y yo pudiera
A mis tormentos añadir la infamia,
Y el incesto al horror? ¡Oh tú, hija mía!
VIOLANTE. ¡Señor!
EDUARDO.     Ven, y en mis brazos estrechada,
Jura un odio sin fin a ese tirano.
VIOLANTE. Yo, señor, se lo juro, aunque se caigan
Los cielos con furor sobre nosotros.
ENRIQUE. Soldados, de sus brazos arrancadla.
VIOLANTE. ¡Oh! no podrán.

Escena IX.

ALÍ. - DICHOS.

ALÍ.                           Señor, poneos en salvo:
Ya con su gente Oren tiene forzadas
Las murallas y puertas del castillo.
Ataide, que está libre, en voces altas
Clamando que Eduardo aquí respira,
Ganó por fin a sus feroces guardias.
Ellos el nombre de Eduardo oyendo,
Sin defenderla, la anchurosa entrada
A Oren abrieron, y a su gente unidos,
Todos hacia estas bóvedas se lanzan.
VIOLANTE. ¡Oh cielos! socorrednos.
ENRIQUE.                               ¿Si el eterno
Mandará ya pesar en su balanza
La irrevocable suerte que me espera?
Si estará mi sentencia pronunciada?...
¡Oh! amigos, sedme fieles, y la nube
Podremos conjurar que nos amaga.
Cercad esas dos víctimas; su vida,
Más que su perdición, ahora nos valga.
Tú, Asán, pronto a mi voz, clava en su seno
Sin detenerte la homicida espada.
Todos así pereceremos.      (A Eduardo.)

Escena X.

OREN, ATAIDE, SOLDADOS - DICHOS.

OREN.                                      ¿Dónde
Ni quién podrá esconderte a la venganza
Que mi encendida cólera fulmina
Ya sobre ti, vil asesino?
ENRIQUE.                             Calla,
Detente, mira; si a mover te atreves
Un paso más la temeraria planta,
Mueren los dos.
ATAIDE.                          Señor, ya la violencia
Es aquí por demás, pues que su rabia
Ha encontrado el camino a defenderse
Con el riesgo de vidas tan sagradas.
Deteneos... Y vos, a quien mis ojos      (A EDUARDO.)
No osan volver sus tímidas miradas,
Vos, que años tantos de prisión tan dura
Debéis, señor, a mi inclemencia ingrata,
Dignaos de que en un trance tan terrible
Yo a vuestra salvación la senda os abra
Una sola palabra en vuestro nombre
Permitidme que dé, y está embotada
La cuchilla cruel con que ese monstruo
Vuestra preciosa vida ahora amenaza.
¿Puedo darla, señor?
EDUARDO.                          Yo la permito,
Pero digna de mí, libre de infamia.
ATAIDE. Sí lo será: yo en nombre de Eduardo
Prometo a Asán su libertad, su patria,
Si las preciosas vidas que ahora ofende,
Con generoso aliento las ampara.
Elija Asán entre quedar tendido
En esta triste y desigual batalla
Con el verdugo bárbaro a quien sirve,
O ir a buscar en su nativa playa
La dulce esposa, los amados hijos,
Y en sus abrazos recrear su alma.
¿Lo escuchaste, africano?
ASÁN.                                        Ya he elegido.
¡Salir de esclavitud, ver a mi patria,
Mis amores gozar! -Tú eres un blanco,
(A EDUARDO.)
¿Puede un negro fiar en tu palabra?
EDUARDO. A nadie faltó nunca.
ENRIQUE.                          Asán, no escuches
Su cobarde promesa: esas ventajas
Y aún más te ofrezco yo.
ASÁN.                                     Tú siempre has sido
Un infame, un traidor; ¿qué confianza
Puede en ti haber? Ninguna. Sed pues libres.

(Diciendo esto coge a EDUARDO y VIOLANTE, y les entrega a OREN.)

ENRIQUE ¡Pese a mi horrible suerte!
ASÁN.                                           Ya acabadas
Están tu usurpación y tiranía:
Húndete en el infierno, que te aguarda,
Y deja libre respirar la tierra.
OREN.

(Cogiendo una espada de manos de un soldado, y presentándola a ENRIQUE.)

Y yo ¿a qué espero ya? Toma esa espada;
Defiéndete.
EDUARDO.            Aguardad: ingrato Enrique,
Cuando más fiera tu execrable saña
Irritaba tu brazo, y tu cuchillo
Sobre Violante y sobre mí brillaba,
No quise recordarte mis favores
Ni abatirme al dolor y a las plegarias;
Mas ya en aqueste instante en que te veo
Agonizando entre tu misma rabia,
Y que con ciega confusión revuelves
La muerte la prisión las tristes ansias,
El insufrible afán que en mí cargaste,
Yo no puedo olvidar que en las entrañas
Donde recibí el ser, el ser tuviste;
Yo no puedo olvidar que en nuestra infancia
Tierno amigo me fuiste, y que conmigo
Por los senderos del honor entrabas.
Escucha: tras tus crímenes no hay medio
De darte la amistad, la confianza
De un hermano; mas vive: el pecho mío
Se niega estremecido a tal venganza.
OREN. ¡Cómo! ¿Y ofensas tantas sin castigo
Quedarán?
VIOLANTE.           Sí, que viva, y que su alma,
Si es capaz de virtudes, en vosotros
A adorarlas aprenda.
ENRIQUE.                        Esto faltaba,
Este oprobio cruel que me confunde
Y mi encendido pecho despedaza.
¿Yo deberte la vida? No, Eduardo,
No me la des... Si acaso la aceptara,
Llegara tiempo en que beber tu sangre
A saciar mi furor aún no bastara.
¿No te lo dije ya? La tumba sola
Puede a nuestras discordias ser muralla.
¡Vida de ti!... ni aún muerte.

(Arranca de repente el puñal que tiene Alí, se hiere, y cae en sus brazos.)

VIOLANTE.                                     ¡Desdichado!
Su rencorosa condición le acaba.
ENRIQUE. (Con voz desfallecida.) Alí, tú solo aquí no me has vendido;
Tal vez mi suerte compasión te causa:
Sácame tú de aquí, llévame adonde
Sin que le pueda ver rinda yo el alma.

(Muere.)

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