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Acto segundo.



La escena en este acto representa un salón del alcázar de MUNUZA.

Escena I.

MUNUZA, HORMESINDA en un sofá sostenida por ALDIVA, en actitud de ir volviendo de un deliquio; AUDALLA algo separado y mirándolos desdeñosamente desde un lado del teatro.

MUNUZA. ¡Oh ingratitud! ¡Oh femenil flaqueza!
¿Con que, cuando debiera la alegría
Su corazón henchir, y este momento
Ser el más delicioso de su vida,
Dudar?... ¿Temblar?... ¿Desfallecer?... Y apenas
Dan sus labios el sí, cuando oprimida
De congoja mortal yerta la miro
A mis plantas caer?
ALVIDA.                               Señor, mitiga
Tu enojo; ya en sí vuelve.
HORMESINDA.                             ¿En dónde, ¡oh cielos!
En dónde estoy?
ALVIDA.                          Recóbrate, Hormesinda;
Mis brazos te sostienen; a tu lado
A tu esposo contempla
MUNUZA.                              Ella le irrita
Con esa turbación.
HORMESINDA.                                Ten, oh Munuza,
Piedad de esta infeliz: ¿por qué a afligirla
También los ecos de tu labio airado
Y esas miradas de furor conspiran?
MUNUZA. ¿Cuál es pues, dime, la funesta causa
De aquesta agitación tan repentina,
De ese pavor horrible que en tu frente
Y en tus ojos atónitos se pinta?
HORMESINDA. El cielo ve la pena, los temores
Que mi interior ahora martirizan;
Y ve también a mi amorosa llama
Explayarse por él siempre más viva.
Sed contento, señor; vos ya vencisteis;
El triunfo es vuestro, la vergüenza es mía.
¡Ah! ¿Qué dirán ahora los cristianos
De esta mujer desventurada?       (A Alvida.)
MUNUZA.                                              Olvida
Sus inútiles quejas. Ellos deben
Inclinará tus plantas la rodilla,
Y servirte en silencio.
HORMESINDA.                                    ¿En dónde queda
El venerable anciano que solía
Con su amor y consejos ampararme?
Todo me abandonó: tú sola, Alvida,
Tú sola no desdeñas mi fortuna.
ALVIDA. Eterno mi cariño, dulce amiga,
Siempre te seguirá.
HORMESINDA.                                De estas ideas
Tiranizada ya mi fantasía,
Trémula y vacilante, a vuestro alcázar
A juraros mi fe fui conducida
Jurada está, señor, no me arrepiento,
Soy vuestra, lo seré... Cuando salían
Las fatales palabras de mi boca,
Y el acto solemnísimo cumplían,
Me pareció que, alzándose Pelayo
En medio de los dos, y ardiendo en ira,
«¿Qué te hicieron ¡oh pérfida! los tuyos
Para así abandonarlos,» me decía.
Tiembla entonces el suelo, ante mis ojos
La luz de las antorchas se amortigua,
Baña el sudor mi frente, el pie me falta,
Y opresa del afán, caigo sin vida.
¡Oh deliquio cruel!
MUNUZA.                              ¡Oh ilusión vana
Que todo mi placer vuelve en acíbar!
¿Ha de romper Pelayo a perseguirte
La noche eterna de la tumba fría
Que ya le esconde?
HORMESINDA.                             ¿Y si viviese acaso?
¡Ah, cuál entonces su dolor sería!
¡Desdichada de mí!
MUNUZA.                               Lanza esas sombras
Que tu tímido espíritu atosigan:
Serénate ya, en fin. ¿Es tan difícil
Coronar el amor, labrar la dicha
A un amante, a un esposo?
HORMESINDA.                                          ¡Ah! No: Pelayo,
Ya en el cielo ante Dios dichoso asistas,
Gozando el premio a tu valor debido,
Ya proscrito en la tierra y triste aún gimas,
Oye la voz de tu angustiada hermana:
Perdónala. Tu esfuerzo y osadía
A defender la patria no bastaron,
Sufre que yo la alivie en sus desdichas
Que yo la madre y protectora sea
De los vencidos que en su amor confían.
Él lo quiere, ¿no es cierto? ¡Ah! Yo me entrego

(Mirando tiernamente a MUNUZA.)

Al afecto imperioso que me guía,
Noble Munuza; mas consiente ahora
Que sola un breve tiempo, recogida,
Tu esposa pueda contemplar su suerte,
Acallar los temores que la agitan,
Y llenar sólo su tranquilo pecho
Del tierno y dulce amor que tú la inspiras.
(Vase con ALVIDA.)
Escena II.
AUDALLA. - MUNUZA.
MUNUZA. ¿Es temor? ¿Es desdén? ¿Qué es esto, Audalla?
¿Pude esperar en semejante día
Tal confusión?
AUDALLA.                       El sucesor augusto
Del sublime Profeta acá me envía,
No a arreglar tus querellas con tu esclava
Sino a que España nuestro rito siga
De grado o fuerza. Nunca los caprichos
Del amor entendí, ni las caricias
Del sexo engañador rendir pudieron
Un momento jamás el alma mía.
Cercado siempre de armas y soldados,
Entregado a las bélicas fatigas,
Sé pelear, y no amar; sé hacer esclavos.
Nunca servir; que nuestra ley divina
Por siempre triunfe, y que ante el gran profeta
El universo incline la rodilla,
Fue la eterna ambición del pecho mío
Pues ¿qué son con la gloria las delicias?
Por esto siempre vencedor mi brazo
En la guerra triunfó: tú, de esa indigna
Pasión ya poseído, teme al cielo,
Que la flaqueza en el valor castiga
Teme que te abandone la victoria.
MUNUZA. ¡Ah! ¡Si tus ojos vieran a Hormesinda
Cuando, anegada en llanto y desolada,
Por la primera vez ante mi vista
Se presentó! Su tímida hermosura,
Su ademán, sus palabras compasivas,
Llenas de encanto y de dolor, no sólo
Las entrañas de un hombre ablandarían,
Más rindieran también a las serpientes
Que abortan las arenas de la Libia.
Yo la escuché, y venció; Gijón por ella
Del bélico furor libre se mira.
AUDALLA. ¿Y no temes que al fin tanta flaqueza
Llegue a causar tu irremediable ruina?
¡Ay del que es opresor, si abre el oído
A la piedad, y si imprudente olvida
Que ante él deben marchar la servidumbre,
La amenaza, el terror! Si así no humillas
Esta fiera nación que a nuestras plantas
Yace más espantada que vencida,
Teme tu perdición. Goza en buen hora
Del amoroso halago y las caricias
De esa cristiana; los demás perezcan,
O en vergonzosa esclavitud nos sirvan
Mientras el dios del Alcorán no adoren:
Así lo manda nuestro gran califa.
¿Osarás resistir? ¿Olvidar puedes
Que al partir de Damasco, esa cuchilla
Para extender su ley puso en tus manos?
MUNUZA. ¿Y contra quién, Audalla, he de esgrimirla
Contra unos miserables que, rendidos,
Ante mis ojos con pavor se inclinan?
AUDALLA. Esos que tu arrogancia así desprecia
Serán los que castiguen algún día
Bondad tan temeraria.

(Corta pausa.)

MUNUZA.                                   Aún soy Munuza;
Pendiente de mis hombros todavía
El formidable alfanje centellea
Que huérfanas dejó tantas familias
Tiemblan de mí velando, aún se estremecen
Si su atemorizada fantasía
Mi aterradora faz les pinta en sueños.

Escena III.

ISMAEL. - DICHOS.

ISMAEL. Dos cristianos, señor, a vuestra vista
Pretenden parecer: es uno de ellos
Aquel anciano, el deudo de Hormesinda;
El otro un joven que dolor y enojo
En su semblante intrépido respira.
MUNUZA. Entren al punto.

(Vase ISMAEL)

AUDALLA.                          Aguárdate, Munuza,
Que el decreto supremo del Califa
Se tiene al fin que promulgar mañana,
Y aún hoy debiera ser...
MUNUZA.                             Basta.

(Vase AUDALLA.)

Escena IV.

PELAYO, VEREMUNDO. - MUNUZA.

MUNUZA. ¿Qué os guía,
Decid, a mi presencia?
VEREMUNDO.                                   Una ventura
Para la gente mora, una desdicha
Para el pueblo español: murió Pelayo.
Testigo de su muerte la confirma
Este guerrero, y a Hormesinda trae
La fúnebre y amarga despedida
De su hermano infeliz.
MUNUZA. (Ap. Quizá esta nueva
Los temores disipe que la hostigan.)
Con que ¿murió Pelayo? ¿Veis, cristianos,
En la fortuna nuestra ley escrita?
El cielo la consagra con victorias,
Y os abandona. ¡En qué os paráis? Seguidla.
PELAYO. Grande pues fue mi engaño cuando, oyendo
Lo que la fama en tu loor publica,
A pesar de tu secta y de tu sangre,
Virtudes de un valiente en ti creía.
La muerte de un contrario generoso
Solamente el que es vil la solemniza.
MUNUZA. ¿Y quién eres tú, di, que tan osado?
PELAYO. Sabe, moro, que alienta todavía
Pelayo en mí...
VEREMUNDO. (Interrumpiéndole.) Señor, disculpa sea
De tal temeridad su aflicción misma.
En Pelayo su gloria y su esperanza
Los españoles míseros ponían.
Ya pereció: las lágrimas que damos
Al esquivo rigor de su desdicha
No te ofendan, Munuza.
MUNUZA.                                    Yo a Pelayo
Ni amé ni aborrecí; mas su porfía,
Su temeraria obstinación pudiera
Sernos fatal; así, cuando nos libra
Alá de su furor, gracias le rindo
De que siempre propicio nos asista.
Cristianos, sois perdidos.
PELAYO.                                        No te fíes
En tu prosperidad. Dios pudo un día,
Separar su favor de aqueste pueblo
Y abandonarle a su terrible ira.
De los godos contempla el poderío.
La suerte en un momento le derriba;
La suerte puede hacer que en un momento
Caiga también vuestra soberbia altiva.
¿Quién sabe si, aplacado con nosotros
Ya el cielo, un brazo vengador anima
Que ataje vuestra próspera bonanza?
MUNUZA. ¿Será el tuyo tal vez?... Mas Hormesinda
Va a parecer delante de vosotros:
Tú, imprudente, refrena esa osadía;
Usa un lenguaje y ademán conformes
A tu fortuna humilde y abatida,
Y no al león irrites que te escucha
Y por desprecio tu arrogancia olvida.      (Vase.)
Escena V.
VEREMUNDO, PELAYO.
VEREMUNDO. ¡Gracias al cielo! Al cabo con su ausencia
Mi temeroso corazón respira.
¡Cuál me has hecho temblar! Ni tus promesas,
Ni el velo que a sus ojos te encubría
A asegurar mi agitación bastaban.
Del tirano al aspecto enardecida
Tu mente, se arrojaba toda entera,
Y en tus miradas fieras se vela
La mal cubierta indignación. En vano
La desolada España en ti confía
Si no atiendes la voz de la prudencia.
¿No sabrás moderarte?
PELAYO.                                    ¿Y quién me obliga
A tan torpe disfraz? Nunca Pelayo
Descendió a la flaqueza, a la ignominia
De engañar: el que engaña es un cobarde
Que confiesa su mengua en su perfidia.
¡Y yo miento mi nombre! ¡Yo le escondo
Delante de ese moro! ¡Oh fementida
Mujer!
VEREMUNDO.            Ella se acerca.
Escena VI.
HORMESINDA. - DICHOS
HORMESINDA.                                     ¡Padre mío!
Con que ¿aun no me olvidáis? -Pero ¿que mirar

(Viendo a PELAYO.)

Mis ojos?... ¡Ay! Él es: ¡valedme, cielos!
VEREMUNDO. ¿La ves a tu presencia confundida?
Calle la indignación; hable, hijo mío,
La sangre solamente.
HORMESINDA.                                Ya a tu vista
Tienes a esta infeliz, esta culpable,
A quien Dios en su cólera dio vida;
A quien antes de verse en tal momento
La negra muerte aniquilar debía.
No imploro tu piedad, no la merezco,
Ni cabe en el honor que en ti respira;
Pero permite que tu hermana ahora
Con lágrimas rescate de alegría
Las lágrimas que un tiempo dio a tu muerte
En luto acerbo y en dolor vertidas;
Sufre que al gozo me abandone.
PELAYO.                                                  Aparta.
¿Mi hermana tú? Jamás. Quien aquí habita,
Quien se complace en la estación odiosa
De la superstición y tiranía
No puede ser mi sangre. En otro tiempo
Tuve una hermana yo que era delicia
De Pelayo y de España; virtuosa,
Inocente y leal, siempre fue digna
De todo mi cariño y mis cuidados,
Que con mi patria la infeliz partía.
El cielo, encarnizado en perseguirme,
Me la robó; la que mis ojos miran
Es una infame apóstata que ahora
Mi vista indignamente escandaliza.
Ella insulta a los males de la patria,
Ella desprecia las desgracias mías,
Ella, en fin, me aborrece.
HORMESINDA.                                        ¿Y qué? ¿No basta
Ya mi pasión para encender tus iras,
Sin que también destierres de mi seno
A la naturaleza, que en él grita
Con más fuerza que nunca?
PELAYO.                                          ¿Y no gritaba
Cuando la vil pasión que te perdía
Te atreviste a escuchar, y te entregaste
Al árabe feroz que te esclaviza?
¿No pensabas en mí? No contemplabas
Que era clavar en las entrañas mías
Un acero mortal, y atar la patria
Al yugo atroz del musulmán tú misma?
HORMESINDA. ¿Qué peso puede hacer en la balanza,
Que los reinos del mundo alza o inclina,
De una flaca mujer la resistencia?
Pelayo ¡ah! ¡Cuánta compasión tendrías
De esta desventurada, en quien ahora
Tu enojo todo sin piedad fulminas,
Si vieras mi amargura y mis combates!
Yo pudiera decirte...
PELAYO.                     ¿Y qué dirías?
HORMESINDA. Que este amor a la patria que te enciende
Es la sola ocasión de mi desdicha.
Yo inocente viví, nunca en mi pecho
La llama del amor se vio encendida:
En todas tus fatigas y peligros
Mi llanto y mi memoria te seguían;
Cayó España, Pelayo, y ya aguardaba
A verme sepultada en sus cenizas,
A que me arrebatase en su violencia
El torrente feroz de la conquista,
Cuando Gijón amenazada... El cielo...
Perdona... El ciclo mismo mi caída
Consiente... España opresa, los cristianos
Mi favor implorando, y cada día
De ese moro tan bárbaro a tus ojos
La generosidad siempre más viva.
Los ejemplos, tu muerte... ¡Oh cuántas veces
Dije: «Pelayo, a defender camina
Tu amada hermana de tan fiera lucha»!
Y Pelayo implorado no venía;
Y la triste Hormesinda, abandonada
Del cielo y de la tierra...
PELAYO.                           ¿Y qué? ¿Por dicha,
Aunque tu hermano perecido hubiese,
La gloria de su nombre no vivía?
¿No reflejaba en ti?¿Tú no debiste
Defenderla, guardarla sin mancilla,
Y antes morir que recibir los dones
Con que el moro doró nuestra ignominia?
Yo vi, yo vi la patria desplomarse
Del Guadalete en la funesta orilla,
Y sin perder aliento, a sostenerla
El hombro puse y la constancia mía.
Tres años siempre combatiendo, España
De mi sangre y sudor toda teñida,
El rencor de los árabes, al mundo
Mi celo y mi fervor publicarían.
Todo es ya por demás. ¿Qué soy ahora?
Un vil aliado de la gente impía
Que oprime mi país. ¡Desventurada!
Los ojos vuelve en derredor y mira;
No bailarás sino mártires: los unos
Pereciendo al rigor de las cuchillas
Del atroz sarraceno en las batallas,
Los otros en las cárceles agitan
Su pesada cadena, otros, desnudos,
Opresos, de hambre y de miseria espiran.
Todos te enseñan a sufrir: ¿qué importa
Que otras mujeres débiles o indignas
Se hayan rendido al musulmán halago?
En medio del contagio debería
Mantenerse Hormesinda ilesa y pura,
Como a su hermano el universo mira,
Cuando el Estado se desquicia y cae,
Impertérrito y firme entre sus ruinas.
HORMESINDA. Pues bien: tú ves mi error y le detestas;
Yo también le detesto, y a mí misma.
He aquí mi seno: hiere, y en un punto
Acaba con tu afrenta y con mi vida.
PELAYO. ¿Tienes valor?¿Eres mi sangre? Aún tiempo
Es de enmendar tu ofensa: esas vecinas
Montañas van a ser el fuerte asilo
De los cristianos que a vivir aspiran
Libres de la opresión. Deja ese moro
Que con su infame seducción fascina
Tu corazón, y atrévete a seguirme
Adonde lejos del oprobio vivas.
¿No respondes?
HORMESINDA.                      Pelayo, es doloroso
Sin duda aqueste lazo que abominas;
Mas ya la suerte le estrechó, y...
PELAYO.                                                  Acaba
HORMESINDA. El deber no consiente que te siga.
PELAYO. ¿El deber? ¡el amor!
HORMESINDA.                           Yo llamo al cielo
En testimonio...
PELAYO.                       Calla, y no su ira
Despiertes contra ti.
HORMESINDA.                          Si, yo le llamo;
Él ve mi corazón y tu injusticia.
PELAYO. Él ve triunfar tu abominable llama
De tu sangre y su ley. Pues qué, ¿no miras
Que no es tuyo su dios?
HORMESINDA.                               Yo ofrecí al mío
Vivir siempre con él
PELAYO.                    ¡Promesa impía!
HORMESINDA. Yo la dije, él la oyó, mi pecho nunca
La negará.
PELAYO.            ¡Qué horror!
VEREMUNDO.                                     Tu ardor mitiga,
Y acuérdate que la infeliz España
De ti su bien y su esperanza fía.
Huyamos de la vista del tirano.
PELAYO. Adiós, mujer sacrílega; acaricia
Al insolente moro a quien adoras,
Conságrale tu abominable vida;
Será por poco. Escucha: los valientes
Se van a levantar; la tiranía
Contrastada va a ser, y si vencemos,
Fuerza será que al ver a la justicia
Alzar su brazo inexorable tiemble
La prevaricación. Tú de ti misma
Quéjate entonces si el horrendo crimen
En el estrago universal expías.

(Vase con VEREMUNDO.)

HORMESINDA. ¡Bárbaro! Mi suplicio está aquí dentro;
No es posible mayor para Hormesinda.

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