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Acto tercero.



Escena I
LEANDRO, VEREMUNDO.
LEANDRO. Resuelto está, señor: aquí debemos
Perecer o triunfar. Pelayo intenta
Que el mismo sitio que miró el agravio
También presente a la venganza sea.
VEREMUNDO. ¡Oh qué temeridad! Él, hijo mío,
incauto al precipicio se despeña;
Que rara vez corona la fortuna
Lo que el furor frenético aconseja.
El suyo le arrebata; aún me estremezco
De las amargas y terribles quejas
Con que culpó a Hormesinda: al fin salimos
Del peligroso alcázar; y su pena,
Sumida en un silencio formidable,
Cuanto menos patente, era más fiera.
Te vio, y al punto te arrastró consigo;
Dónde, no sé; pero quizá ya os cercan
Tantos riesgos...
LEANDRO.                         Mayor que todos ellos
El alma de Pelayo, los desprecia.
En esta misma noche en este sitio
A los patricios de Gijón espera,
Y enardecer sus ánimos confía
A que le sigan en su heroica empresa.
VEREMUNDO. ¿Y vendrán?
LEANDRO.                 No dudéis: los más valientes
Lo prometieron, Téudis y Fruela,
Eladio, Sancho, Atanagildo, Alfonso,
Alfonso, que dejaba estas riberas,
Y ya no parte. Todos deseaban
De Pelayo saber, todos esperan
Que ha de ser a su vista en esta noche
La suerte de Pelayo manifiesta.
La hora se acerca en fin, y por ventura
El momento feliz también se acerca
De empezar otra lid más peligrosa,
Pero de más honor que la primera.
Tras de tantas fatigas y combates
Rendir el cuello a la servil cadena
Fuera insufrible mengua, y no es posible
Que nuestro corazón consienta en ella.
Mas ya llegan aquí.
Escena II.
ALFONSO, VARIOS NOBLES DE GIJÓN. - DICHOS.
ALFONSO.                          De ti dolidos
Los cielos, Veremundo, te conservan
A tu amado Leandro, y no consienten
Que en tan amarga soledad padezcas.
Todos, gozando en la ventura tuya,
El parabién te dan.
VEREMUNDO.                            ¡Cuál lisonjea
Ese tierno interés mi anciano pecho!
Él os le paga en gratitud eterna,
Nobles astures, ¡y pluguiese al cielo
Que este bien que su mano me dispensa
A todos los cristianos se extendiese!
El generoso celo que os alienta
Me alcanza a mí, y al contemplarlo hierve
La sangre que la edad heló en mis venas.
¡Oh! ¡si en aquesta vez consejos dignos
De ventura y honor de aquí salieran!
Mas no es posible; el mal que nos agovía
Vence a un tiempo al valor y a la prudencia:
ALFONSO. ¿Y por qué desmayar? ¿No es un anuncio
Ya de ventura la imprevista vuelta
De ese joven? Mis ojos se complacen
En ver un hombre al fin donde antes vieran
Solo viles esclavos... ¡Oh Leandro!
Tú, que a su lado en las batallas fieras
Con generoso esfuerzo combatiste,
Responde, da este alivio a mi impaciencia:
¿Vive Pelayo?
Escena III.
PELAYO. - DICHOS.
PELAYO.                      Vive, si es que vida
Se consiente llamar una existencia
De infortunios sin término acosada,
Condenada al ultraje y a la afrenta.
Pelayo soy, el hijo de Favila,
El que por tanto tiempo en la defensa
Del Estado sudó; cuyos trabajos
Por toda España su renombre llevan.
Soy el que, siempre independiente, libre,
De entre la ruina universal ostenta
Exento el cuello de los hierros torpes
Que sobre el resto de los godos pesan.
¿Qué me sirven, empero, estos blasones,
Cuyo bello esplendor me envaneciera,
Si ajados ya, por tierra derribados,
¡Oh indignación! un árabe los huella,
Y Hormesinda los vende?... Ciudadanos,
Si de vos por ventura alguno tiembla
Que en semejante infamia sumergida
Su hija, su hermana o su consorte sea;
Si en él se escucha del honor el grito,
Como en mi pecho destrozado truena
Ese me siga a castigar mi injuria,
Y así la suya con valor prevenga.
ALFONSO. Sí, yo te seguiré; deja, Pelayo,
(Acercándose a PELAYO y estrechando su mano.)
A tu diestra valiente unir mi diestra,
Alborozarme viéndote, y contigo
Jurar al moro inacabable guerra.
Alfonso de Cantabria te saluda,
Y los buenos con él, que en tu presencia
Ven renacer las dulces esperanzas
Que ya en tu aciago fin lloraban muertas.
No solamente a castigar tu injuria
Te seguiré, sino a vengar con ella
A España, que reclama nuestros brazos
Y de tanto abandono se querella.
Será su primer víctima Munuza.
PELAYO. ¡Oh ardimiento feliz! Yo bendijera
Mis propios males si ocasión dichosa
De que la patria respirase fueran.
Bien lo sabéis: mis débiles esfuerzos
Osaron contrastar en su carrera
Al feroz musulmán; nunca mi pecho
A la esperanza falleció; mas piensa
Que el árbol encorvado en la borrasca.
Sus ramas levantando ya dispersas,
Se enderece más bello y más frondoso,
Y con su sombra a defendernos vuelva.
VEREMUNDO. Si el peligro arrostrando denodados,
y pereciendo en él, se consiguiera
El magnánimo fin, mi vida entonces
Al altar de la patria por ofrenda
La primera a inmolarse correría
Mas la fuerza se abate con la fuerza.
Volved la vista atrás, mirad la plaga
Que levanta en la Arabia un vil profeta,
La Asia y la Libia devastar, y al cabo
En la Europa caer: a su violencia
Arrolladas las huestes españolas,
El gótico poder cayó con ellas,
Y sobre él orgulloso el agareno,
De mar a mar tremola sus banderas.
El español, atónito en su estrago,
Y ya domesticado en su cadena,
Ni de su daño y su baldón se irrita
Ni a los clamores del valor despierta
PELAYO. ¡Qué es pues el hombre, oh cielos! ¡A su audacia
Se ven ceder las indomables fieras,
Los montes rinden su orgullosa cima,
La explosión del volcán aún no le aterra,
¡y un hombre le subyuga! Nuestros nietos
Vendrán y exclamarán: ¿Por qué se sienta
Sobre nuestra cerviz desventurada
Del ajeno temor la injusta pena?
¿Somos quizá los que en Jerez huyeron,
O los que, abandonando la defensa
De la patria, labraron con sus manos
Este yugo cruel que nos sujeta?
Así España hablará contra nosotros,
Recordando ¡oh dolor! que a tanta afrenta,
A una opresión tan mísera, pudimos
Añadir el baldón de merecerla.
ALFONSO. ¡Perezca aquel que sobre sí le llame!
El pueblo, me decís, duerme y se entrega
A los serviles hierros que le oprimen:
¿Quién sabe si esa mar, ahora serena,
El soplo de los vientos sólo aguarda
Para bramar y amenazar soberbia?
VEREMUNDO. No así tan presto en la esperanza fíe
Vuestro arrojado ardor. Y si se niega
A seguir vuestros pasos la fortuna,
Si sois vencidos en tan ardua empresa,
¿Quién guarecer a la infeliz España
Podrá de la venganza que violenta
En luto y sangre cubrirá al momento
Las míseras reliquias que aún la quedan?
PELAYO. Es justa nuestra causa; el alto cielo
La dará su lavor.
VEREMUNDO.                           También lo era
Cuando en Jerez lidiábamos.
PELAYO.                                            No, amigo,
No lo fue; yo os lo juro por la inmensa
Pérdida que los godos allí hicieron.
Aún indignado el corazón se acuerda
Que la molicie, el crimen nos mandaban.
En ruedas de marfil, envuelto en sedas,
De oro la frente orlada, y más dispuesta
Al triunfo y al festín que a la pelea,
El sucesor indigno de Alarico
Llevó tras si la maldición eterna.
¡Ah! yo lo vi: la lid por siete días
Duró; mas no fue lid, fue una sangrienta
Carnicería: huyeron los cobardes,
Los traidores vendieron sus banderas,
Los fuertes, los leales perecieron.
No lo dudéis: los vicios, la insolencia
De Witiza y Rodrigo a Dios cansaron;
Y ya la copa de su enojo llena,
Abrió la mano y la vertió en los godos,
Que tan torpes escándalos sufrieran.
VEREMUNDO. Cedamos pues al celestial decreto
Que a afán y cautiverio nos condena.
Cuando menos debiéramos, sufrimos;
¿Y habremos de escuchar nuestra impaciencia
Al tiempo que, oprimidos y dispersos,
Sin fuerzas, sin apoyo, se nos cierran
Las puertas hacia el bien? Dios nos castiga;
Pleguemos ya la frente a su sentencia.
PELAYO. Quizá en tantas desgracias ya cumplida
¡Oh españoles! está. Ved la halagüeña
ocasión que nos muestra la fortuna
Ella, moviendo su voluble rueda,
Nos manda la osadía: ved al moro,
Ansiando en su ambición toda la tierra..
Salvar los montes, inundar las Galias,
Que hollar también y esclavizar desea.
Allá se precipitan sus guerreros.
Y a España en tanto abandonada dejan
A los que, ya de combatir cansados,
Al ocio muelle y al placer se entregan.
Llena Gijón de nobles fugitivos,
Llenas también las convecinas sierras,
Brazos y asilo a un tiempo nos ofrecen,
Y acaso culpan la tardanza nuestra.
Demos pues la señal. ¡Oh, cuántos pueblos
Nos seguirán después! Mas si se niegan
A tan bella ocasión... sirva en buen hora,
Y la frente cobarde al yugo tienda
El débil y estragado mediodía:
Hijos vosotros de estas asperezas,
A arrostrar y vencer acostumbrados
De la tierra y los cielos la inclemencia,
¿Temblaréis? ¿Cederéis? No; vuestros brazos
Alcen de los escombros que nos cercan
Otro estado, otra patria y otra España
Más grande y más feliz que la primera.
ALFONSO. ¡Joven sublime! tú el camino hermoso
De la virtud y gloria nos presentas;
Tu ardimiento a imitarte nos anima.
Sigámosle, españoles; más es fuerza,
Si se ha de conseguir tan arduo intento,
Que uno mande, los otros obedezcan.
Rodrigo pereció; y el cetro godo,
Vilmente roto en su indolente diestra,
Clama imperiosamente que otras manos
En su primer honor le restablezcan.
Nosotros, que aspiramos a esta gloria,
Aquí debemos a la usanza nuestra
El caudillo elegir que nos conduzca,
El rey alzar que nuestro apoyo sea.
Mi voz nombra a Pelayo.
PELAYO.                                    Nobles godos,
No abriguéis tal error: ¿con qué vergüenza
Se afligiera la sombra de Ataulfo
Descansar viendo su real diadema
Sobre una frente que el rubor humilla?
Buscad otra más digna en que ponerla,
Ilustres campeones.
ALFONSO.                               No así injuries
A tu espléndido nombre, a tus proezas,
Al celo de los buenos que te admiran:
¿Degradarte? Jamás. ¡Ah! no lo creas:
No es dado a una mujer frívola y débil
Manchar la gloria y trasladar su afrenta
A aquel que sin cesar sus pasos guía
Del honor y virtud por la ardua senda.
Ese escándalo torpe que te ofende,
En lugar de apocarte, te engrandezca
Al terrible castigo y la venganza.
El pueblo adora en ti, la patria espera.
¿Podrás dudar? Valientes españoles,
Respondedme: ¿quién es, dónde se encuentra
El que con más ardor se ha ennoblecido
En esta grande y desigual contienda?
¿Quién, de tantas desgracias a despecho,
Jamás desesperó? ¿Quién nos alienta,
Y en nombre de la patria nos inflama?
LOS NOBLES. Pelayo.
ALFONSO.             ¿Quién pues ser nuestra cabeza
Más bien merece, y fundador ilustre
Del nuevo estado que a rayar comienza?
LEANDRO. Pelayo.
ALFONSO.            Él nuestro rey, caudillo nuestro
Debe ser, ciudadanos.
LOS NOBLES.                                Él lo sea.
ALFONSO. ¿Oyes el voto universal? Ahora
Vil deserción tu resistencia fuera.

(Coge un escudo, y se presenta con él a PELAYO en actitud reverente.)

No es el trono opulento de Rodrigo
Cercado de delicias y riquezas,
Sumergido en el ocio y la molicie,
El que a ti los cristianos te presentan
Los peligros, la muerte, las batallas
Tu débil solio sin cesar asedian;
Mas la gloria y la patria al mismo tiempo
A par de ti se acercarán con ellas.
Tus vasallos son pocos, mas leales,
Todos por mí te ofrecen su obediencia;
He aquí el escudo, emblema del esfuerzo
Con que debes velar en su defensa.
Hasta aquí mi igual fuiste: desde ahora
Yo te llamo mi rey; y a tus excelsas
Virtudes y a tu gloria el homenaje
Rindo que un tiempo les dará la tierra.
Plegue a Dios que la nueva monarquía
Que hoy por un punto tan estrecho empieza,
Abarque toda España, y que tu espada
Cetro del mundo con el tiempo sea.
PELAYO. (Poniendo la mano sobre el escudo.)
Pues yo ofrezco a mi vez, ínclitos godos,
Ser en la dura lid que nos espera
Siempre el primero, y siempre conduciros
Donde las palmas del honor se elevan.
Respeto eterno a la justicia juro:
Si en algún tiempo lo olvidare, puedan
Verter en mi su indignación los cielos
Con más rigor que el que en Rodrigo emplean.
Deshecho entonces mi poder...
Escena IV.
UN GIJONÉS. - DICHOS.
GIJONÉS.                                               Cristianos,
Volved la vista a la desgracia nueva
Que asalta a nuestra patria: ya Munuza
Su indigna atrocidad descubre entera.
La indulgencia y piedad que antes mostraba
A nuestra desventura, a nuestras penas,
Fingidas fueron, cebo pernicioso
De su vil seducción: la ley perversa
De ser esclavo o musulmán el godo
Se publica mañana.
ALFONSO.                              ¡Oh si pudiera
Mañana ser el venturoso día
De oprimirle!
GIJONÉS.                        Sabed que ahora se observa
Un repentino y grande movimiento
En su alcázar; las armas centellean,
Y la guardia se dobla: un mensajero,
De Mérida enviado, es quien altera
El tranquilo silencio de la noche.
LEANDRO. Prevengámosle, godos; que perezca
El tirano mañana a nuestras manos.
VEREMUNDO. ¿Y no teméis la muchedumbre fiera
De sus soldados? Dilatadlo os ruego:
Bastantes aún no sois; haced que vengan
A unirse con vosotros los cristianos
Que esconden fugitivos esas sierras.
PELAYO. ¡O mañana o jamás! ¿Queréis, por dicha,
Vuestra fortuna abandonar expuesta
A la cobarde sugestión del miedo,
De la perfidia a la doblez funesta?
Mañana cuando el bárbaro en la plaza,
Haciendo ostentación de su insolencia,
Diere esa ley fanática, y el pueblo
Hervir de oculta cólera se sienta,
Entonces todos levantad a un tiempo
El fiero grito de improvista guerra,
Y proclamando en él la fe y la patria,
Los fieles concitad a defenderlas.
ALFONSO. Al ardor que en mí siento, a la esperanza
Que en este instante el corazón me alienta,
No hay que dudar, vencemos. ¡Oh cristianos!
Traidor se llame y maldecido muera
El que sin la victoria o sin la muerte
Su brazo aparte de tan santa empresa.
Sobre este acero al Dios que nos escucha
O vencer o morir juro.
LEANDRO. (Asiendo la mano de Alfonso.)                        En tu diestra
Lo juro yo también.
VEREMUNDO. (Acercándose a ellos en ademán de asir sus manos.) Y yo.
LOS NOBLES. (Todos hacen el ademán de Alfonso, jurando por su espada.)
                                 No hay nadie
Que ansioso no lo jure.
PELAYO.                                 ¡Oh Providencia!
Sí, que mañana al acabar el día,
O vencer o morir el sol nos vea.

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