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ArribaAbajoCarta cuarta

12 de enero de 1824


Los síntomas de estos diferentes males no se dejaron ver al principio ni brotaron todos a la vez. Duraron por algún tiempo los felices auspicios con que la revolución se había hecho, y las Cortes en su primera legislatura correspondieron dignamente a su crédito y a nuestras esperanzas. Vos mismo, milord, en una carta que me escribisteis entonces me dabais el parabién por la feliz prueba que la Constitución había hecho en aquel primer ensayo; añadiendo con la noble ingenuidad que os caracteriza que si nuestra ley política había sido atacada como una teoría impracticable, las objeciones que se le habían hecho eran también teorías, sometidas como ella al examen decisivo de la experiencia.

Los dos únicos incidentes que desgraciaron aquel período, el 7 de setiembre y el retardo que tuvo la sanción de la ley sobre regulares, puede decirse que eran ajenos del Congreso. El uno, por ser una altercación del Gobierno con un partido político, que se terminó al instante, y el otro un uso, o más bien abuso, que el Rey hacía de su prerrogativa, y que se allanó al fin por la constancia y entereza del Ministerio. Ni quiero decir por esto que uno y otro incidente no trajesen tras de sí consecuencias muy trascendentales y de perjuicio gravosísimo8; pero al fin ninguno de ellos tuvo nacimiento en las Cortes, que guardaron respecto de ambos su dignidad y decoro. Ellas cerraron sus sesiones conservando la estimación y respeto de la nación toda, que en el conjunto de luces que allí se combinaban, y en la unión de voluntad y de miras justas y honestas que constantemente mantuvieron, no podía menos de considerarlas como el apoyo seguro de la libertad y la base ni más sólida de la prosperidad del Estado.

Mas no bien cesaron las sesiones, cuando el agüero siniestro de la tormenta se dejó ver en los aires, y los ánimos sobresaltados se abrieron a la desconfianza y al temor. El Rey, pretextando una indisposición, no asistió personalmente a la sesión última del Congreso. Con el mismo pretexto se había ido al Escorial, poco frecuentado por la corte en semejante estación. Allí, como separado del fuego de la máquina política, empezó a no disimular su desapego al ministerio que tenía y al gobierno a cuyo frente estaba. Ocultaron los ministros mientras pudieron estas disposiciones poco gratas y que no tardaron en tomar el carácter de hostiles; mas no podía durar mucho tiempo esta especie de política, cuando el despacho de diferentes negocios importantes a la tranquilidad y seguridad del Estado se dilataba o se contradecía. Empezó a susurrarse por los oídos de los más atentos que el Rey meditaba un golpe de estado igual al que años antes había dado en Valencia. Ya se le suponían inteligencias en las provincias, preparativos secretos, tal vez un nuevo y oculto ministerio, postergando el constitucional, que, menos uno de sus individuos, todo permanecía en Madrid. Vino de repente a confirmar estos rumores crueles la comandancia militar de la corte y de la provincia, conferida al general Carvajal sin observarse ninguna de las formalidades prescritas por la ley en semejantes nombramientos. Esta circunstancia, unida al concepto poco ventajoso que se tenía de Carvajal, manifestó desde luego las intenciones que se llevaban, en este paso imprudente. El honrado Vigodet, comandante a la sazón, se negó al cumplimiento de la orden secreta que se le comunicó al efecto, y las contestaciones que esto produjo entre los dos interesados y el Ministerio dieron publicidad al desafuero y llenaron de agitación a Madrid.

Era de ver, milord, cómo el pueblo todo se agolpó al instante en las calles para saber el destino de la cosa pública, cómo se reunían en los cafés, cómo se amontonaban en las plazas, cómo iban y venían del Ayuntamiento a la Diputación permanente, y de la Diputación al Ayuntamiento, y con cuántas veras, con cuál vehemencia invocaban la entereza y la dignidad de los municipales y de los diputados, animándoles y pidiéndoles que se mantuviesen firmes y no desamparase a la libertad. La milicia local se puso sobre las armas; las sociedades patrióticas, cerradas desde el 7 de setiembre, se abrieron por sí mismas; las autoridades constitucionales se establecieron en sesión permanente, y el gentío que inundaba las calles por el día no las desamparaba de noche, antes las animaba con músicas y con antorchas. «¡Cómo, decían a gritos, otro trastorno otra revolución nueva en el Estado! ¿No será ya tiempo de que nos dejen descansar y de fijarse en un orden público que nos mantenga quietos y seguros? Cuando toda la nación reposa en el que se acaba de restablecer y jurar, sin una voz, sin un voto que lo contradiga o se lo oponga, ¿cuál es la voluntad particular que piensa valer más que las otras y echar a rodar por su antojo tantos pactos convenidos, tantos juramentos solemnes? ¿Habremos de pasar otra vez por el círculo infausto de prisiones, procesos, emigraciones, castigos y persecuciones sin fin?»Tales eran las querellas que los unos exhalaban, mientras que otros, más denodados, «ahora veremos, decían, con qué fuerza y apoyo cuentan esos temerarios, y si han de presumir a su salvo jugar con una nación tan indignamente dos veces». Así, llevando unos pintado en su frente el cuidado, otros la congoja, y los más la indignación, Madrid presentaba el aspecto de un pueblo sobresaltado, animado de un solo deseo, preparado a todo evento, y a quien era dificultoso vencer y muy aventurado atacar.

Esta efervescencia peligrosa solo podía calmarse con la pronta vuelta del Rey, y así se lo hicieron presente los ministros, el Ayuntamiento y la Diputación. El lo esquivaba, o de confusión o de miedo. Mas cuando la Diputación le manifestó la necesidad en que se vería de tomar una medida extraordinaria, y los peligros que amenazaban no sólo a la capital y a las provincias, sino a su autoridad y persona, entonces, vencido de otro miedo mayor, cedió al instante y se preparó a volver. Su entrada en la capital fue ostentosa y brillante, pero melancólica y triste. No hay regocijo ni alegría adonde falta confianza, y ésta ya estaba perdida. Muchos vivas a la Constitución, alguno al Rey, pero sordo y perdido, y tal cual grito o cántico menos prudente, que el cuidado de las autoridades y de los hombres de juicio no pudo evitar. Pero la generalidad del concurso, que era inmenso, se portó cual correspondía a la gravedad nacional: ningún aplauso, porque no tenía motivo alguno de darle; ningún insulto, porque no quería abusar de su triunfo. El Rey y su familia afectaron de industria y por instinto aquella indiferencia que los príncipes manifiestan en estas ocasiones en público, como para hacerse ajenos de los sucesos o superiores a ellos. Llegados a palacio, se asomaron al balcón, sitio en otros días de adoraciones y aplausos, y entonces de confusión y de oprobio, puesto que, aun a los ojos de sus parciales mismos, era como mostrarse atados a la argolla pública de la vergüenza.

El infeliz resultado de la primera tentativa pudo hacer ver a la corte cuál sería el de las demás que intentase por el mismo camino. Cualquiera ataque directo que diese a la Constitución, ya oculto, ya descubierto, había de estrellarse igualmente contra la fuerza de la opinión general, escarmentada de lo pasado y esperanzada todavía en lo porvenir. Así falló en enero siguiente el temerario intento de los guardias de Corps, que tomaron sobre si el empeño de restablecer el poder absoluto del Rey, y bajo el pretexto de vengarles denuestos e insultos que sufría en las calles, se pusieron en insurrección abierta contra el Gobierno, y concluyeron por ser obligados a rendirse y por disolverse el cuerpo. Así falló también la conspiración oculta a cuyo frente estaba el infeliz don Matías Vinuesa, terminada por su prisión, proceso y deplorable catástrofe, de que hablaremos después. Así, en fin, se atajó otra conspiración cuyo principal ramal estaba en Extremadura, que la vigilancia del Ministerio desconcertó con la prisión de sus agentes. Nada se les lograba a nuestros impacientes adversarios, y fue necesario que otros más avisados que ellos viniesen en su auxilio, y les enseñasen que los medios indirectos, aunque más lentos, eran sin comparación más eficaces.

De estas intrigas, la más hábilmente conducida y la más perniciosa por entonces, fue la que se tramó para derribar el primer ministerio. Este se había compuesto, como ya dijimos arriba, de hombres señalados por sus servicios en la causa pública y de una preponderancia notable por su grande popularidad. No todos eran iguales en talentos y en virtudes; pero el nombre solo de Argüelles, tan querido de la libertad y de la rectitud, tan estimado y respetado de la generalidad de los españoles, bastaba para dar un crédito y una confianza inmensa al cuerpo de quien se le suponía alma y el moderador principal. Todos sin excepción eran acreedores a la confianza pública, incapaces de faltar a la causa de la libertad ni de vender el depósito de un gobierno libre que estaba puesto en sus manos. Los más tenían medios sobresalientes de congreso, los más eran versados en los negocios que manejaban, y si a alguno faltaba el despejo y prontitud que proporciona la experiencia, tenía la disposición y capacidad de espíritu que la suple o la apresura. ¡Qué de motivos para que el partido constitucional, contento con tener entregada la dirección de los negocios a manos tan seguras, conspirase todo a sostenerla y conservarla en ellas! Mas no fue así, milord; y un tropel de causas concurrió a pervertir la opinión en esta parte, y a poner la victoria en manos de nuestros enemigos.

Ya en primer lugar el choque que hubo en setiembre entre el Ministerio y los jefes de la Isla, además de debilitar el partido liberal con la división que en él produjo, atrajo al Gobierno el encono de una secta que, como todas las de su clase, no olvida ni perdona. Decretada por ella la disfamación de los ministros, todos sus devotos obedientes se emplearon en esta obra de tinieblas; y en la conversación, en la correspondencia, en los papeles públicos, no se oía otra cosa que quejas, críticas, murmuraciones y desconfianzas. Los ignorantes de estos manejos secretos se sorprendieron, y alguna vez se indignaban de este cambio de opinión cabalmente al tiempo en que los ministros luchaban cuerpo a cuerpo con la corte, y expuestos a todos los insultos y a toda la venganza del Monarca, estaban dando las mayores pruebas de su celo, haciendo los servicios más eminentes a la causa pública. Para conjurar esta nube, o más bien, como yo creo, para excusar el escándalo de que apareciesen como perseguidos los restauradores de la libertad, procuró el Ministerio el buen concierto y armonía primera, reponiendo al general Riego y sus amigos. Mas el río de la opinión no se tuerce tan fácilmente para arriba: el daño estaba la hecho, y siendo por otra parte atribuidos a flaqueza los pasos dados para la conciliación, la insolencia de sus adversarios se acrecentaba a porfía, y con más o menos disimulo los ataques prosiguieron.

Con estos esfuerzos combinaron los suyos ciertos escritores, que aunque al principio favorables a la causa de la libertad, se les vio de pronto cambiar de rumbo y ladearse a las opiniones e intereses de la corte. Su celo había parecido siempre muy equívoco, porque perteneciendo a la clase de los que el vulgo llama afrancesados, sus doctrinas se tenían por sospechosas y sus consejos por poco seguros. Es verdad que los afrancesados se hallaban habilitados por la ley, pero era temprano todavía para estarlo en la opinión. Veíase esto bien claro, y mejor ellos que nadie, en la mala acogida que encontraron algunos al presentarse en las juntas electorales, y en la poca cuenta que se hacía de ellos para la provisión de los empleos. Ya acibarados así, subió de todo punto su resentimiento cuando vieron que dos sujetos muy notables de entre ellos, propuestos para dos cátedras de los estudios de San Isidro de Madrid, fueron postergados a otros que les eran muy inferiores en talentos y en saber. De aquí tomaron pretexto los escritores de su bando para hacer abiertamente la guerra a un gobierno que así los desairaba y desfavorecía. Comenzaron las hostilidades cuando el acontecimiento del Escorial, y no han cesado todavía aun después de abolida la Constitución y proscriptos y perseguidos sus autores. Hoy atacaban los actos del Gobierno y de las Cortes con el rigor de las teorías, y mañana se mofaban de las teorías como de sueños de ilusos contrarios a la realidad de las cosas y al curso que ordinariamente llevan los negocios en el mundo. Su doctrina, varia y flexible, se prestaba a todos los tonos y tomaba todos los aspectos, con tal que sirviesen a desacreditar el orden establecido y las personas que le sostenían. Viniéronse al principio con los bullangueros para derribar al Ministerio, y después se han unido con los invasores para derribar la libertad. Así estos escritores, por cálculo, por error o por destino, se han colocado siempre en una posición contraria a la opinión nacional y a los intereses públicos del Estado. Dejo aparte, milord, las relaciones monstruosamente embusteras que algunos de ellos han trecho de los sucesos de entonces para que circulasen fuera de España, pues sus calumnias, tan absurdas como atroces, no podían tener crédito ni cabida alguna entre nosotros. Omito también las risibles palinodias que hemos visto, en que los discípulos de Locke y Montesquieu se han vuelto de repente en ecos del abate Barruel y del capuchino Vélez. Manejos tan torpes y groseros no arguyen nada en favor de la discreción de sus autores, y conducen por cierto más prontamente a la infamia que a la fortuna. Pero sea de esto lo que fuere, lo que no tiene duda es que, siendo favorecidos tanto por el poder que ha vencido, confirman de lleno ahora las sospechas que de ellos se tuvieron, y está clara y manifiesta la naturaleza y tendencia de la oposición que hacían9.

Con menos odiosidad, pero con igual efecto, y aún mayor, concurrieron al descrédito del Gobierno otra casta de personas que la malicia de entonces designaba con el apodo de los importantes. Esparcidos por los tribunales superiores, por el consejo de Estado, por las secretarias del despacho y por la plana mayor del ejército, el influjo de su opinión en la opinión de los otros era grande y poderoso, y por desgracia nunca favorable. A los primeros ministros no lo fue jamás: tachábanlos de hombres nuevos, sin solidez, sin crédito y sin experiencia, que debían su elevación a la popularidad de un momento. Guardaban un silencio desdeñoso sobre sus aciertos, pero se espaciaban con complacencia sobre sus yerros y sobre el mal resultado de sus operaciones. Ninguna consideración a sus virtudes, muy poca a sus talentos, y aun en tal caso solían decir que era preciso aplicar los mejor, pues era visto que allí no servían. Sonreíanse desdeñosamente si los oían alabar, y al vituperio, si expresamente no le confirmaban, mostraban por lo menos frente de aprobación y satisfecha. Su conservación, para ellos era una cosa indiferente, cuando no perjudicial, y su salida bien poco sensible y fácilmente reparable.

¿Quiénes son pues estos personajes que a tal altura se colocan y de tal sobrecejo se arman? Viéndose en primera línea, o por su nacimiento o por su carrera o por el puesto que ocupan, se creen exclusivamente destinados para aconsejar a los reyes, desempeñar los ministerios y manejar los negocios más altos del gobierno. Nadie sino ellos posee los secretos de la política, nadie conoce mejor los intereses públicos y particulares, nadie puede resolver con más tino los negocios más difíciles, y en nadie sientan al mismo tiempo tan bien las dignidades y las decoraciones. Ellos lo son todo en el Estado, y cualquiera otro mérito, cualquiera distinción debe ceder y eclipsarse delante de la suya. Tan vanos como ambiciosos, el favor le reciben como una deuda, y el olvido le reputan como ultraje. Alaban poco, vituperan mucho, y siempre están en contradicción con el sistema que rige, aunque estén haciendo parte de él; grandes partidarios del poder absoluto en un régimen liberal, grandes propaladores de principios y de derechos en un gobierno absoluto. Ni hablan en público ni escriben para él; su ocupación de oficio es deliberar, su ocupación privada es intrigar y menospreciar. Luces, capacidad y experiencia no les faltan, y así puede esperarse de ellos a las veces un buen consejo, una noticia oportuna, una dirección acertada. Pero calor, celo, consecuencia, abandono, sinceridad, simpatía, eso no: semejantes calidades son propias de muchachos aturdidos o de hombres arrojados que quieren hacer fortuna. Ellos son otra cosa diferente y de un orden superior. Hábiles en mantenerse a distancia de la refriega para no comprometerse en ella, lo son todavía más en acercarse al instante al vencedor, como para dar lustre y consistencia a su partido. Lumbreras necesarias al Estado, de que no es posible prescindir al que le haya de mandar. Fernando VII, sin embargo, ha prescindido de ellos completamente en esta última crisis; y el mayor sentimiento ahora, la queja más amarga de estos egoístas orgullosos, es que el Rey no se valga de ellos para la dirección de sus negocios, como los liberales los pusieron al instante y los han mantenido al frente de los suyos.

Concurrió también a esta guerra la hueste de aquellos que por una ostentación importuna de libertad e independencia, o por formar lo que se llama partido de oposición en los gobiernos representativos, se mostraban siempre en contradicción manifiesta con la opinión y medidas ministeriales. Yo no sé, milord, si todo el celo que los animaba basta a libertarlos de la imputación de necios. Es fácil de comprender que en política, como en mecánica, una fuerza contrapuesta a la fuerza principal, como sea sabiamente combinada, sirve a reglarla y a dirigirla mejor en sus movimientos. Esta teoría, trivial y común, puede tener su aplicación más o menos oportuna, aunque en mi dictamen, siempre insuficiente a vuestra oposición, que tiene tanto de teatral, y a la francesa, tan llaca ahora, o por mejor decir, tan nula. Pero motivar en ella la guerra declarada que los independientes hacían entonces y han hecho siempre después a la estabilidad de los ministerios es un despropósito que no tiene ni defensa ni disculpa. ¿Por ventura la oposición no estaba ya hecha y formada en el partido servil? ¿No tenía este partido una fuerza inmensa en la connivencia del Rey? No tenía este partido un interés directo en desacreditar, en socavar, en destruir lo que se había hecho? ¿Faltábanle acaso recursos para averiguar los desaciertos, los malos pasos, los extravíos de los que mandaban? ¿No sabía tomar cualquier semblante que le convenía para denunciarlos a la opinión? ¿No se veía a las claras que, faltándoles fuerzas para emprenderlo todo a la vez, empezaban por atacar las personas, para después pasar al descrédito y ruina de las cosas mismas? ¿Era ésta la sazón de que entrasen a la parte de la lucha los que se llamaban amigos de la libertad, y ayudasen con tanto empeño a los esfuerzos de sus adversarios? Hombres temerarios por cierto, o más bien hombres ciegos, que no conocían la desigual contradicción que tenían a su frente, y contra la cual apenas bastaba todo el concierto, toda la unión imaginable; y cada vez más encarnizados, no trataban de otra cosa que de debilitar y entorpecer la acción del gobierno que habían logrado crear, y que solo podía salvarse y salvarlos a fuerza de rapidez y energía. Tiempo vendrá en que con lágrimas de sangre lloren este error funesto, y quisieran a costa de todos los sacrificios rescatar a la existencia política cualquiera de los ministerios de entonces, aunque fuese el más odiado, y poner en sus manos los destinos públicos y los suyos.

Tantas y tan diversas causas de descrédito y de ruina debían producir necesariamente su efecto, y le produjeron bien pronto. La fermentación creció, las voces de queja y descontento corrían de labio en labio sin contradicción y sin rebozo: formóse una representación revestida de centenares de firmas, unas de hombres desconocidos, las más supuestas, en que se pedía al Rey la deposición de sus ministros por inhábiles a gobernar el Estado y asegurar la libertad. Los gritos eran más altos, y el escándalo mayor en las sociedades populares, abiertas desde el acontecimiento de noviembre. En alguna de ellas la agitación y efervescencia llegaron al extremo de prorrumpir los concurrentes en gritos frenéticos de «¡Abajo el Ministerio! ¡Muera Argüelles!» y salir en tropel como concitando a sedición y a tumulto. No lo consiguieron: las autoridades locales pudieron contener el desorden y disipar estas llamaradas. Pero aquello mismo era en daño de los ministros, porque la malevolencia reputaba estas medidas menos como un servicio hecho a la tranquilidad pública, que como un obsequio al poder que prevalecía.

Con tan siniestras disposiciones se abrió la segunda legislatura. Creíase comúnmente que la cuestión sobre la subsistencia del Ministerio sería resuelta por el aspecto que tomase en el Congreso el examen de su administración, el cual se suponía severo y acalorado. Mas la corte fue más hábil o más determinada, y sin aguardar al éxito incierto de un debate prolijo y peligroso, se decidió a dar un paso el más extraño y singular que se ha visto en ningún gobierno representativo. En su discurso de apertura el Rey acusó solemnemente a sus ministros de no defender el decoro de su persona y de una culpable indiferencia en la represión y castigo de los desacatos cometidos contra él en las calles de Madrid. Hecho esto, sin aguardar lo que podrían resolver las Cortes ni a que los ministros renunciasen, los despidió al día siguiente con las señales menos equívocas de disfavor y desagrado.

Las Cortes, sorprendidas con aquella imprevista novedad, nada determinaron al punto, sea que no queriendo imitar al Rey en el uso violento que había hecho de su prerrogativa, se mantuviesen puntualmente en lo que les prescribía su reglamento para el ceremonial del día; sea que sobrecogidas, no acertasen a tomar la resolución pronta que el caso aconsejaba. Mas cuando el día siguiente quisieron volver sobre sí, ya los ministros no lo eran, y si bien fueron llamados al Congreso y preguntados sobre aquella incidencia extraordinaria, ellos se atuvieron a generalidades vagas o a alusiones demasiado finas, respondiendo menos como estadistas que como caballeros. Sin duda no quisieron dar a su desaire personal la importancia política que realmente tenía, ni ser ocasión manifiesta de un debate entre las Cortes y el Rey. Tampoco los diputados que les eran afectos se atrevieron a llevar el asunto más adelante, desconfiados de que tomase en el Congreso la dirección y aspecto conveniente a sacar con lucimiento a sus amigos. Mas ya que las Cortes no quisieron o no osaron hacer nada en desagravio del Ministerio como tal, a lo menos sus individuos fueron altamente honrados por la Asamblea, que les decretó además una asignación decorosa para la subsistencia en el desamparo en que los dejaba el Monarca, y después se los propuso para consejeros de Estado.

Esto podía ser bastante para la satisfacción personal de ellos, pero no para cerrar el vacío que su caída dejaba en la cosa pública. Y no ciertamente, milord, porque en ellos solos estuviesen cifrados los destinos de la libertad. Yo, que a nadie cedo en el aprecio y respeto que se debe a sus virtudes y talentos eminentes como ciudadanos y hombres públicos, yo estoy lejos de creer que la salvación del Estado debiese consistir en la subsistencia de estos siete hombres al frente del Gobierno, ni que su falta fuese irreparable. Mas lo que causaba el dolor inconsolable de los buenos era la desconfianza de que ya la cabeza del Estado pudiese estar nunca de buena fe ni en una conveniente armonía con el orden establecido. Si los ministros le repugnaban, ¿por qué no los había despedido antes? Por qué aguardar a acusarlos en aquella ceremonia? ¿Por qué acusarlos de una cosa a un tiempo increíble y absurda? ¿Por qué despedirlos al tiempo de ir a dar cuenta de su administración, y dejar el Estado sin gobierno en la ocasión menos oportuna? ¿Tanto le iba en aguardar el resultado del debate que precisamente habían de ocasionar sus memorias? Estas tristes consideraciones producían otra mucho más melancólica todavía, y era que ya en España no podría haber ministerio que subsistiese: si era de la confianza de la nación, el Rey no le sufriría mucho tiempo; si no lo era, la opinión popular le derribaría al instante. ¿Qué orden, qué consistencia, qué progresos podían esperarse de estas mudanzas continuas e insensatas? Así, a pesar de tantas tristes experiencias y de una revolución emprendida y lograda con tanta fortuna, esta pobre nación veía siempre sobre sí la maldición irrevocable a que la Providencia parece que la ha condenado: a la triste suerte de no tener gobierno jamás.




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24 de enero de 1824


A necesitar de apología el ministerio derribado, ninguna más poderosa, milord, que los recelos concebidos por el partido liberal en el día mismo de su caída. Como si de repente se hubiera roto el escudo que protegía la libertad, todo se creyó perdido, y muchos atendieron a su seguridad individual, durmiendo aquella noche fuera de sus casas en asilos oscuros y desconocidos. Nadie se imaginaba que la corte se hubiese arrojado a un paso tan decisivo sin un apoyo bien fuerte, aunque invisible; y considerada bien la naturaleza destructora de las miras que siempre la han animado, ya se creían con un nuevo ministerio, y nuevos comandantes militares que, nombrados de pronto y dóciles a su voz, hiciesen en un momento lo que antes no había podido ejecutar Carvajal, y se repitiese de este modo con éxito más feliz la tentativa que se malogró en noviembre.

Otros pensamientos había sin embargo en palacio, y quizá no menos temores. El golpe estaba dado, pero con el auxilio que habían prestado las pasiones del partido liberal. Si las Cortes, cuya fuerza moral era entonces muy grande, volvían sobre sí y penetraban en el fondo del suceso, las consecuencias pudieran ser muy perjudiciales, ya que no a la persona del Rey, a lo menos a su autoridad, y sobre todo a sus consejeros. fue preciso pues disimular algún tiempo la aversión invencible que se tenía al gobierno establecido, y echar la culpa de aquel acontecimiento a la personal repugnancia del Monarca respecto de los ministros separados. Consultóse de su parte a algunos diputados principales del Congreso sobre la elección de sucesores, manifestando al mismo tiempo la mayor confianza y el más grande aprecio hacia los sujetos consultados, y una adhesión sin límites a sus máximas y a sus consejos. Ellos se negaron a dar formalmente su parecer en el particular, como cosa ajena o contraria a sus atribuciones. Dado este paso de comedia, se dio otro, al parecer más efectivo y eficaz, pero igualmente nulo, que fue pasar orden al consejo de Estado para que propusiese a su majestad sujetos constitucionales y dignos de ocupar las sillas del ministerio vacante. El Consejo desempeñó a su modo aquel encargo, proponiendo dos candidatos para cada secretaría del despacho. No hay duda que los más eran hombres de mérito, versados en el manejo de los grandes negocios, y capaces del destino a que se les designaba. Pero el consejo de Estado propuso ministros, y no un ministerio, y el Rey, eligiendo de ellos los que le parecieron más a propósito para sus miras de entonces, salió con más felicidad que pensaba del apuro en que se había puesto, y tuvo secretarios del despacho, pero la nación no tuvo gobierno.

Porque no era posible que tuviese aspecto tal aquella combinación de hombres públicos, sin analogía de caracteres, sin semejanza de servicios, sin igualdad de sistema y sin unidad de miras. Una parte de ellos no estaba señalada en la lista de los campeones o de los mártires de la libertad, y esto, unido a la circunstancia de haber sido elegidos por el Rey, les daba la nota de sospechosos y les quitaba la confianza del partido constitucional: cosa muy perjudicial a la sazón, aunque en mi sentir injusta. El carácter de probidad y honradez que los adornaba alejaba toda idea de superchería y de traición. Descollaban entre todos Valdemoro y Feliu por su capacidad y sus talentos y por los servicios y pruebas que tenían hechas en obsequio de la libertad. Mas el primero, hecho consejero de Estado por el Rey, dejó el puesto muy pronto, y Feliu, que le sucedió en el ministerio, y que por su despejo y los medios de congreso que tenía, ocupó al instante el primer lugar; Fefiu, a pesar de las ventajas y calidades que sin disputa poseía, no pudo llegar a vencer la enorme y obstinada oposición que siempre tuvo contra sí.

Componíase esta de todas las opiniones, pasiones e intereses, que había en contra del ministerio anterior, agregándoseles además el partido de todos los que le eran adictos, que eran muchos y altamente considerados en la opinión liberal. El favor y la docilidad del Monarca, de que al principio se lisonjearon los nuevos secretarios, contribuía más y más a disminuir su influjo en las Cortes, y por otra parte, aquél mismo favor, sobremanera incierto y precario, como se manifestó a poco tiempo, no podía serles de mucho provecho ni darles seguridad ni desahogo en sus operaciones. Por manera que este malhadado ministerio, desatendido por el Rey, poco considerado en las Cortes y equívoco en la opinión, se halló muy desde el principio sin punto fijo en que apoyarse, sin pies para moverse y sin manos para obrar.

Vino también a aumentar el desabrimiento de aquellos días un suceso verdaderamente atroz, el primero de su clase que afea los fastos de la libertad española, y que por lo mismo imprimió en ella un carácter odioso que antes no tenía. Hablo, milord, de la muerte dada en su prisión al desventurado Vinuesa. Este eclesiástico, que por su genio inclinado a la actividad y al movimiento había hecho algunos servicios importantes en la guerra de la Independencia, creyó haber hallado en la disposición que los ánimos y las cosas tenían a fines del año 20 un campo propio para contentar su ambición y sus pasiones. El ejemplo de tantos intrigantes de su clase, que por premio de su inconsecuencia y de sus manejos se veían puestos de un salto en la cumbre de las rentas y de las dignidades, le sedujo sin duda y le hizo esperar que a mayores servicios se darían mayores recompensas. Hízose pues agente primero y resorte principal de una conspiración urdida para trastornar el Estado. La autoridad, al sorprenderle en su casa, sorprendió también con él no sólo las minutas y los paquetes de las proclamas, mal impresas y peor escritas, que a la sazón corrían por Madrid y las provincias excitando a la sublevación, sino también los planes y miras de la conspiración escritos de su propia mano. Ganar y corromper la tropa, sublevar el pueblo, sorprender a los principales diputados y a las primeras autoridades, sacrificarlas inmediatamente a la seguridad y a la venganza del partido conspirador, y alzar sobre la sangre de aquellas víctimas el pendón de1a tiranía y de la intolerancia, eran los proyectos contenidos en aquellos papeles atroces. Convicto y aun confeso de ellos el miserable preso, no podía evitar la suerte rigurosa a que se exponen siempre los que traman semejantes atentados contra la existencia de un gobierno establecido. El juez que tenía la causa decía públicamente que cualquiera de los cargos que obraban contra el reo era capital, y que por consecuencia era imposible salvarle. Tal era el estado del negocio, cuando de repente se publica la sentencia dada por el mismo juez, en que le condenaba a la pena de presidio por diez años. Semejante condescendencia llamó justamente la atención pública, y ya no se dudó de que la audiencia, a quien iría la causa en segunda instancia, en vez de agravar la pena, iba a suavizarla más. Díjose entonces que habían mediado presentes, a los cuales la integridad del juez había resistido con nobleza y con honor; pero que después intervinieron ciertos recados imperiosos de palacio, a cuyas fulminantes amenazas no había podido sostenerse el magistrado, y le hicieron blandear desgraciadamente en su fallo. Bramaban de cólera los genios impacientes al contemplar semejante impunidad, y hasta los más templados preveían y lloraban las tristes consecuencias que necesariamente habla de producir. La más deplorable fue sin duda alguna la que inmediatamente se siguió. Unos pocos hombres atroces y furiosos concibieron en las tinieblas, y ejecutaron en pleno día, el proyecto horrible de asesinar a aquel infeliz en el sagrado mismo de la prisión en que se hallaba. ¿Recordaré yo aquí, milord, lo que entonces se alegó, no para cohonestar el hecho, porque esto era imposible, sino para calificar a lo menos su triste necesidad? ¿Me atreveré a repetir la resuelta imputación que hacían a la corte sus adversarios, de que ella era la que tenía la culpa de aquel atentado, por su obstinado empeño en estorbar el curso invariable de las leyes y de la justicia? Mais j'entends la voix de la nature, qui crie contre moi10. Paréceme, milord, que me hago participante de la atrocidad cometida en solo recordar sus pretextos y sus disculpas. Una acción tan villana, que ninguno de sus cómplices se ha atrevido ni entonces ni después a darse por autor de ella delante de hombres de bien, es preciso no mirarla sino para cargarla de maldiciones y entregarla desnuda y sin defensa a la abominación de los siglos. Llegó al instante la infausta nueva a palacio, y en los términos más propios para excitar el sobresalto y el terror. El Rey al oírla no se contempló seguro, y el partido que tomó en aquel aprieto, o que te fue sugerido por los que le rodeaban, no fue ciertamente ni desconcertado ni importuno. Vistiese su grande uniforme de general, y acompañado de sus hermanos y de algunos grandes empleados de su casa, bajó a la plaza de palacio, y arengó a la guardia formada reclamando su celo y adhesión a su persona, y preguntándoles si estaría seguro entre ellos de los puñales de los asesinos. Contestaron el comandante y los oficiales que estaban prontos a sacrificarse en su defensa; los soldados gritaron «¡Viva el Rey constitucional!» y él volvió a subir más asegurado que satisfecho, si acaso sus miras se extendían en aquel acto a más que sus palabras.

En seguida intimó al príncipe de Anglona, comandante del cuerpo a la sazón, que cesase al instante en aquel mando y fuera a servir su plaza en el consejo de Estado, para la cual las Cortes lo habían propuesto y él le tenía elegido. Después quitó la comandancia militar de la provincia al general Villalba, por reputarle consentidor de la atrocidad cometida, y algunos días más adelante separó del despacho al ministro de la Guerra Moreno Daoiz, o por contemplarle padrino de Villalba, o por otros motivos más graves de que no estoy bien enterado, y por eso los omito.

Para reemplazarle nombró sucesivamente dos militares antiguos, retirados ya mucho antes del servicio, nulos y desconocidos en el nuevo orden de cosas, y también incapaces por su edad y por sus achaques de la aplicación y fatiga que exigen los negocios. Llamó justamente la atención pública semejante nombramiento. ¿Qué significaba este empeño de traer para un ministerio tan vasto y tan importante unos entes tan inútiles? Si no era con el fin de destruir, por lo menos sería con el de entorpecer, y de todos modos parecía más bien una burla y un desprecio del gobierno presente, que un acto prudente y juicioso de la prerogativa real. Esto, sin embargo, se quedó, como tantas otras tentativas, en una vana muestra de mala voluntad. Los ministros en ejercicio repugnaron semejante compañía, y aun hicieron dimisión de sus empleos si se insistía en aquella elección; la opinión general se declaró abiertamente contra ella, manifestándose descontenta y recelosa, y los mismos sujetos nombrados no se prestaron al despropósito y tuvieron la sensatez de renunciar. El Rey pues tuvo que ceder por entonces, y aviniéndose con lo que el Ministerio deseaba, el despacho de la Guerra se confió a las manos hábiles del desgraciado Salvador.

Pero ni el porte que en este lance tuvieron los ministros ni la entereza respetuosa con que se manejaron cuando se trató si había de haber o no cortes extraordinarias, pudieron conciliarles la confianza y el aprecio de la opinión liberal: su crédito iba cada día a menos; el pecado original de su formación no estaba redimido todavía, y la guerra de muerte que lo declaró el partido exaltado, en la cual los moderados no se atrevieron a defenderlos, acabó de echarlos a pique.

Dos causas principales avivaron este encono, que en las demostraciones insensatas de su desahogo puso el Estado a dos dedos de su ruina. Mandaba el general Riego las armas de Aragón, donde el anterior ministerio le había puesto cuando su reconciliación con los cabos de la Isla. No hay duda que en este hombre desgraciadamente célebre había muchas de las cualidades que constituyen un jefe de partido. Pronto y resuelto en las deliberaciones, audaz y aun temerario en la acción, unía a la honradez o integridad de su carácter una llaneza y facilidad de trato que arrastraba tras de sí los ánimos y conquistaba el corazón de sus parciales. Pero sería por demás buscar en él otras prendas no menos precisas para atraerse el respeto de los hombres y asegurar la fortuna. Sus talentos no eran grandes, su experiencia corta, la confianza en sí mismo excesiva, circunspección poca, reserva ninguna. Equivocaba él, como casi todos sus secuaces, los medios de adquirir con los medios de conservar, y su ocupación más grata y más frecuente era concitar los ánimos de la muchedumbre y halagar las pasiones del vulgo para adquirirse una popularidad más aparente y efímera que sólida y verdadera. Su porte y sus palabras desdecían no solo de un general, sino hasta de los respetos y consideraciones que se debía a sí mismo como jefe de partido, y vulgarizando así su puesto y su persona, desairaba igualmente la causa de la libertad, que presumía sostener, y el bando numeroso que al parecer le idolatraba. Mecíanle sus parciales en un lecho de ilusiones tan extravagantes como imposibles, de cuyos aromas, mortalmente perniciosos, él sin cautela alguna se dejaba atosigar. No diré yo que a los honrados sentimientos que abrigaba en su pecho no repugnase entonces toda idea de tiranía y dominación. Pero su vanidad se alimentaba con el sueño agradable de que llegaría la época de manifestar este desprendimiento; y el que aseguró públicamente una vez que no sería el Cromwel de su país, descubrió por lo menos la confianza en que estaba de que los destinos de su país vendrían a ponerse en sus manos. Medirse con Cromwel era medirse muy alto; más esta torre de vanos pensamientos carecía de base y sus cimientos flaqueaban. Ni el carácter del personaje ni su capacidad ni sus servicios, ni la índole de su nación ni el aspecto y serie de los acontecimientos públicos, daban cabida alguna a esta presunción insensata. ¡Qué de peligros no es preciso arrostrar, milord; cuántos combates vencer, cuántas gentes debelar, cuántos partidos y facciones destruir, cuánta gloria, en fin, y cuánta independencia haber procurado a su país para que los demás consientan en someterse a su igual, y pongan al hombre virtuoso en el caso de ser Washington, al ambicioso en el de Cromwel!11

Hallábase a la sazón en Zaragoza un prófugo francés que traía rodando en su cabeza no sé qué proyectos de movimientos y revoluciones en su país, y aun llegó a imprimir ciertas proclamas y manifiestos en este sentido, tan descabellados como el objeto a que se dirigían. Unos le tenían por un temerario aventurero, otros más sagaces por un espía de la policía francesa entre nosotros para comprometernos o embrollarnos. A pesar de las prevenciones que el Gobierno tenía hechas a las autoridades de Zaragoza sobre el cuidado con que deberían conducirse con aquel extranjero, Riego lo dejó acercar a sí, y se intimó con él lo bastante para producir sospechas y rumores, en que se comprometían no solo su circunspección y reserva como comandante de una provincia limítrofe a la Francia, sino hasta su respeto y adhesión a la ley fundamental del Estado, instaurada y proclamada por él en las Cabezas. Yo no diré, porque lo ignoro, hasta qué punto estos rumores eran ciertos, ni fundados los avisos que se dieron sucesivamente al Gobierno. Mas bien me inclinaría a creerlos apasionados, o a atribuirlos a las ligerezas o imprudencias del General y de sus secuaces, que a ningún plan resuelto y positivo. De todos modos, el Gobierno empezó a mirar este negocio con inquietud, dudoso del partido que en él tomaría, cuando el suceso del Jefe político vino a determinar su indecisión.

La buena armonía que reinó al principio entre él y el Capitán general se había descompuesto después y venido a parar en una oposición casi hostil. Esto no era de extrañar, atendida la diversidad de caracteres, de principios y de conducta que mediaba entre los dos. Había salido el segundo de Zaragoza como con el proyecto de visitar la provincia: cosa que llevó muy a mal el Jefe político, porque era introducirse en sus atribuciones. Mas cuando ya trataba de volverse, las disposiciones del vulgo y de los milicianos eran tales, que el Jefe político, recelando cuánto serviría la presencia de Riego para fomentarlas, lo envió a decir que sería conveniente suspendiese por el momento su venida. Precaución inútil, que no estorbó, o tal vez aceleró, el estallido que amenazaba. De repente un día los milicianos se forman, el Ayuntamiento se reúne, y al Jefe político se le intima que deje el mando y aun la ciudad si desea que se conserve el orden y se respete su persona. Él, sobrecogido y creyéndose sin apoyo, cedió con más presteza de la que prometían su opinión y su conducta anterior, y cedió su puesto, saliéndose de Zaragoza. No bien había salido, cuando por una de aquellas mudanzas repentinas, tan comunes en todas las revoluciones populares, los autores y móviles de aquel escándalo perdieron su preponderancia, y él fue vuelto a llamar y restituido a sus funciones. Llegaron las dos noticias sucesivamente a la corte, y los ministros, no teniendo ya respetos ningunos que guardar, separaron al general Riego del mando militar de Aragón, y poco después también al Jefe político del suyo. Zaragoza quedó con esto tranquila por entonces, pero aquel funesto ejemplo de insurrección o independencia fue seguido inmediatamente por otros pueblos, con diverso pretexto a la verdad, pero poseídos del mismo frenesí.

Por desgracia el medio que se meditó para atajar este mal solo sirvió para darle mayor calor y vehemencia. Los que seguían esta opinión exagerada o independiente habían llevado muy a mal el segundo desaire que padecía su ídolo y su adalid. Pero cuando supieron cine en una orden circular se prevenía a los jefes políticos que cuidasen de que en las elecciones para las próximas Cortes fuesen excluidos los de su laya, a quienes allí mismo se mezclaba con los serviles, con los afrancesados y otras clases de esta especie, perdieron todo sufrimiento, y sin rebozo alguno trataron de derribar un ministerio que tan al descubierto les declaraba la guerra. Organizados como estaban en dos sociedades secretas numerosas y extendidas, que, aunque separadas en opiniones y mucho más en designios, se unían perfectamente y gustosísimas para esta clase de ataques, les era fácil presentar una masa de opinión, imponente por su aparato exterior y formidable por su tesón y por su descaro, a la cual era difícil que dejasen de sucumbir hombres que no tenían apoyo ninguno. Empezaron pues a llover representaciones de todas partes contra el Ministerio, y lo más extraordinario era que una gran parte de las firmas que autorizaban estas quejas mostraban ser de empleados y dependientes del gobierno mismo que se acusaba y acriminaba. Por obligación y por decoro debían estos hombres haber representado al Gobierno los abusos de que se quejaban en público, o renunciar sus destinos antes de bajar a ponerse entre los asestadores de los tiros que se lanzaban contra sus superiores. En este inmenso clamoreo el único artículo positivo y determinado que se distinguía era la deposición de Riego, que sonaba como una persecución de la libertad, y hecha injustamente, puesto que el Gobierno no publicaba, aunque había sido excitado a ello, los motivos que mediaron para aquel disfavor; lo demás se reducía a acusaciones vagas, a generalidades o a absurdos. Comenzaron los ministros a manifestar su resentimiento contra algunos empleados, a quienes creían más culpados en estos manejos, separándolos de sus destinos. Los clamores fueron más grandes y la efervescencia mayor, tanto, que Cádiz y Sevilla negaron abiertamente la obediencia al Gobierno mientras siguiesen en el ministerio las personas que a la sazón le componían. El negocio, empeñado hasta este extremo, fue tratado en las Cortes, pero con una indecisión, con una falta de previsión y de política, con tan poca cordura, que se vio bien a las claras cuánto dominaban ya en aquella asamblea los intereses y las pasiones de partido. Entonces fue cuando, al mismo tiempo que desaprobaba la conducta de las ciudades insubordinadas y designaba el castigo a los autores de los desórdenes, hizo la célebre declaración de que el Ministerio había perdido la fuerza moral para gobernar el Estado; lo cual en realidad era quitársela del todo, en caso de que le quedase alguna.

Yo no dudo, milord, que muchos de los que se interesaban antes por nosotros, al considerar estos desaciertos, y viendo la triste suerte que al fin nos ha cabido, habrán dicho más de una vez: «Bien empleado les está; pues que tan mal uso han hecho de la libertad que habían podido conseguir, vuelvan otra vez al yugo que antes sufrían, y no se quejen a nadie de lo que ellos mismos se han fraguado». Con efecto, al contemplar estas miserables ocurrencias, síntomas ciertos y fatales de nuestra disolución futura, no se sabe a quién culpar más en ellas. El partido faccioso y exaltado, que con tanto encono procuraba la caída de los ministros, se olvidaba de que en la forma de gobierno establecida los ministros debían caer por una oposición enérgica y bien dirigida por las Cortes. Este partido era árbitro, como se vio después, de sacar los diputados que quisiese; y estos, con el carácter de que se hallaban revestidos, examinando la conducta de los ministros, y obligándoles a la responsabilidad en su caso, podían legalmente llenar sus miras y satisfacer sus pasiones o su justicia. ¿Tanto les iba en esperar dos meses que tardarían en reunirse las Cortes? Mas buscar esto mismo por medios de intrigas y de desorden, por representaciones que en su uniformidad sustancial mostraban todas partir de un misino centro; por alborotos, en fin, y sediciones que desgarraban el Estado y lo precipitaban a su ruina; todo esto tiene un carácter de delirio tan grande, que no hay voces ni modo de explicarlo, a menos que se diga que los que esto movían estaban ganados para destruir la libertad.

Tampoco se concibe la conducta de las Cortes. ¿Ignoraban por ventura los secretos manejos y las manifiestas violencias con que se habían procurado todas aquellas firmas que tanto se querían hacer valer? ¿Qué venía a ser todo aquel aparato de opiniones, sino la opinión de los centros de las sociedades influyentes, cuyos ecos eran en todas partes repetidos por sus adictos y sus afiliados? Si los ministros eran realmente culpables de lo que se les acusaba, ¿por qué no declararlos responsables a la nación por su conducta, y designarlos a la acusación y a la pena? Si esto no era posible en el carácter de extraordinarias que a la sazón tenían las Cortes, tampoco estaba en el orden que hiciesen aquella declaración ni tratasen nada del asunto. Mas, puesto ya una vez en sus manos, era preciso ventilarle y resolverle con franqueza y energía, y hacer un ejemplar en los ministros o defenderlos de los facciosos agitadores. Entre estos dos extremos no había al parecer otro medio; y el temperamento que las Cortes adoptaron era, sobre insuficiente, pernicioso, pues no contentaba a ninguno de los dos partidos contendientes, animaba a los intrigantes, que al cabo conseguían el objeto, y dejaba desamparada para siempre la libertad a la malicia y a las pasiones de cuatro perturbadores oscuros. No se trataba ya entonces de Feliu, Pelegrín o Salvador, cualesquiera que fuesen las prevenciones o resentimientos que hubiese contra ellos; se trataba del decoro y de la fuerza de la autoridad ejecutiva, y de saber si a cualquiera provincia, ciudad o villorrio de España le correspondía el derecho de negar la obediencia al Gobierno si este no ponía y quitaba los ministros a su antojo12.

No por eso pienso, Milord, que los que a la sazón había se hubiesen conducido en estas ocurrencias con la madurez y pulso convenientes. Sus faltas, si bien menos odiosas, fueron muy trascendentales, porque dieron ocasión a esta revuelta, que no se hubiera verificado ti haber ellos tomado otro rumbo. El Gobierno, por el hecho mismo de serio, está obligado a llevar los negocios con otro tino y otro miramiento que el que resulta a veces de la discusión acalorada de una asamblea pública o de las pasiones irritadas de una turba popular. Era preciso sin duda separar a Riego de Zaragoza; mas, pues que no convenía hacer públicos los motivos de esta separación, ni tampoco era posible anonadar a un hombre que servía de bandera a tantos otros, la prudencia aconsejaba que no se diese a su separación el aire de disfavor ni desgracia, y que se te emplease en otra parte y en otro cargo donde fuese menos aventurado tenerle. Así no hubieran caído ni él ni su frenética hueste con todo el furor de la venganza sobre el Gobierno, que desde aquel instante no tuvo momento alguno de sosiego. No se hubiera visto tampoco en Madrid aquella extravagante procesión, ni aquel retrato llevado en ella, ni aquella refriega de las Platerías, todo tan ridículo, todo tan deplorable, y que parecía fraguado menos en honor del personaje a quien se aparentaba solemnizar, que en odio y ultrajo del ministerio que le tenía arrinconado. Yo bien sé, milord, que estas procesiones y triunfos se celebran frecuentemente en vuestro país sin inconveniente alguno; pero vuestro gobierno tiene otra autoridad y otro poder, y vuestra libertad otras raíces: nuestro orden político, tan tierno y tan reciente, no podía resistir al descrédito y desautorización que resultaban de estos vaivenes, los cuales, si no se contenían, vendrían a dar con él en el suelo.

También era muy útil estorbar el influjo que pudiesen tener en las elecciones los hombres de aquel partido, y Feliu en esta parte supo poner el dedo en la llaga mortal que nos afligía. Mas hacerlo por una circular a los jefes políticos, como si se hallasen conformes con el Gobierno en este punto, fue verdaderamente una temeridad. ¿Qué resultó de aquí? Que unos por imprudencia, y muchos por malicia, publicaron la instrucción que tenían; las sociedades, enconadas, se empeñaron por despique en sacar diputados a los más furiosos y más ciegos de sus adictos, y el mal que se quiso prevenir se hizo infinitamente mayor.

Otra desventaja del Ministerio en esta contienda era la poca energía que se le notaba en contener y castigar las tentativas de los conspiradores. Si al tiempo que se deponía a Riego y se circulaba la instrucción sobre elecciones se hubieran visto demostraciones de vigor y de justicia contra los enemigos de la libertad, no se habría dado ocasión a aquellas recriminaciones de servilismo que por todas partes se les hacían. Yo las tuve entonces por injustas, y las tengo ahora también; pero como el Ministerio, según ya tengo dicho, pecaba desde el principio por falta de unidad y de sistema en su formación; como ni Bardají ni Cano Manuel ni Pelegrín estaban señalados entre los hombres de la libertad, antes bien alguno de ellos tenía crédito de lo contrario; como los jefes de la Isla estaban indispuestos ya de antiguo con Salvador, y todos los del partido de oposición hacían la guerra a Feliu; de todos estos elementos resultaba una opinión poco favorable, una desconfianza, sin fundamento a la verdad para el hombre de juicio y buena fe, pero no desnuda de pretexto y de apariencia para la pasión acalorada que acusa y acrimina.

Con la declaración de las Cortes el Ministerio no podía continuar mucho tiempo; sostúvose sin embargo algunos días adelante, más por decoro que por gusto, y al cesar en sus funciones tuvo la satisfacción de dejar el Estado en apariencia unido y sin disturbios. Las ciudades disidentes habían vuelto al orden y obediencia acostumbrada, sea que, fatigadas de movimientos populares, y no dándoles pábulo la masa de su población, estas llamaradas cesasen por falta de alimento; sea que los agentes principales de ellos habían logrado la preponderancia que deseaban en las elecciones, pues muchos de ellos, viéndose diputados para las próximas cortes, logrado ya su objeto, y teniendo en su mano la calda de los ministros, no tenían motivo para insistir en su contradicción.

De allí a poco cesaron también las cortes del año 20, y hubiera sido muchísimo mejor para la causa pública que no se hubieran prolongado tanto tiempo. La veneración que habían sabido adquirirse en la primera legislatura se disminuyó mucho en la segunda, y llegó a desvanecerse casi del todo en las sesiones extraordinarias13. Esta baja en la opinión no debe parecer extraña, ni es absolutamente injusta. Había ciertamente en la generalidad de los diputados talentos, estudios, virtudes, candor y buena fe, de que la malignidad ni la soberbia orgullosa de los que ahora las insultan les podrán despojar jamás. Pero faltaba a muchos de ellos la práctica y experiencia en los negocios del mundo, y entre tantos y tan grandes estudiantes no había muchos que pudieran llamarse hombres de estado. Pocos eran en aquella numerosa asamblea los que poseían el talento precioso de saber aplicar oportunamente las doctrinas filosóficas a los negocios públicos, y hacer de ellas el uso conveniente a la posición y circunstancias del país y a los intereses y pasiones que a, la sazón preponderaban. Aun estos o no tuvieron nunca el principal influjo, o lo perdieron bien pronto. Es verdad que este talento es más raro de lo que se piensa, así como es superior infinitamente a todos los otros en una revolución política fundada en revolución de opiniones. Este es el que con tanta felicidad desplegasteis vosotros en los primeros tiempos de vuestro largo parlamento, el mismo que a veces, aunque pocas, se descubre en los fastos de la asamblea constituyente francesa, y el que nos ha faltado a nosotros y a los demás que hemos querido imitaros. De aquí nace sin duda la poca fortuna que tuvieron los decretos más importantes que dieron aquellas cortes, unos por falta de oportunidad, otros por falta de temperamento. Díjose, por ejemplo, que el decreto sobre los afrancesados era prematuro, el de los regulares equivocado, el de las sociedades patrióticas insuficiente, el de los señoríos injusto: no pareció bien calculada la supresión de, medio diezmo, ni atinada la aplicación del jurado a la libertad de la imprenta, ni realizable el reglamento sobre instrucción pública, sobradamente magnífico y ambicioso. En las ocasiones arduas, como la separación del primer ministerio y las zozobras y agonías del segundo, desearon algunos que las Cortes hubiesen procedido con más habilidad y vigor; que no pareciese que recibían la ley de los acontecimientos ni desconociesen la altura a que se hallaban y la fuerza real que poseían, y que no se dejasen dominar, como tal vez pudo pensarse, de terrores pánicos, de prevenciones y pasiones particulares, y de teorías y doctrinas frecuentemente estériles y oscuras. Pero sea lo que quiera de estos cargos, y yo estoy muy lejos de creer que todos fuesen fundados, la verdadera causa del vacío que hubo en las esperanzas que las primeras cortes hicieron concebir no estaba por cierto en ellas mismas, que harto dignas y capaces eran de hacer el bien que la nación se prometía. Lo estaba sí en no haber tenido un ministerio de su confianza después de despedido el primero; lo estaba aún más en la contradicción, ya manifiesta, ya oculta, que el Rey hacia a su intención y a sus actos. ¿Qué asamblea, milord, de una monarquía representativa, aun cuando venga del cielo, puede jamás llenar su carrera sin ministerio y sin rey?




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8 de febrero de 1824


No estaban, sin embargo, desacreditados aún los bienes de la libertad, porque las llagas que había hecho en el cuerpo político el azote del poder arbitrario manaban sangre todavía. Cifrábase su remedio en la reforma, y los ánimos, en vez de desmayar, se sentían excitados de un nuevo vigor, dirigido mal si se quiere, pero no por eso insuficiente a proseguir el camino comenzado. Los yerros y faltas de la primera asamblea podrían corregirse en la siguiente; con lo que se pusieran de manifiesto, a los más ciegos las ventajas de la institución, y ésta echaría más ondas raíces en la segunda prueba. Mas para esto eran necesarias unas cortes atinadas y prudentes, y un ministerio vigoroso y de confianza que procediese de acuerdo con ellas. Veamos, milord, cómo se compusieron y combinaron entonces estos elementos de poder.

Cuando empezaron a circular por el público las listas de los nuevos diputados, no dejaban de presentar algunos motivos de congratularse. Todos sin excepción eran amigos de la libertad: muchos había muy recomendables por su capacidad y sus virtudes; otros, en fin, prometían las mejores esperanzas, o por sus antecedentes conocidos, o por su decisión intrépida, su elocuencia vehemente y popular, y sus talentos grandes y precoces. Pero desgraciadamente las pasiones viciaron en muchas partes el grande acto de la elección, y se escucharon sugestiones de encono y de venganza, donde por conveniencia, y aun por necesidad, no debían resaltar más que la mejor buena fe y el más prudente discernimiento. Y al leerse tantos nombres enemigos declarados del Gobierno, y tantos votos de montón que los seguirían a ciegas, no hubo hombre juicioso que no se estremeciese del peligro que iba a correr la causa pública.

Ni para mitigar este doloroso recelo alcanzaba la confianza que no pocos tenían en don Agustín de Argüelles, nombrado diputado por Asturias: figurábanse que él solo era bastante a contener el mal que se temía, y en esto se engañaban. En una asamblea de diputados dispuestos generalmente de buena fe a seguir el mejor camino, Argüelles podía prometerse todos los grandes efectos que produce la elocuencia, el saber y la virtud. Mas con tantos ánimos prevenidos de antemano, artificiosamente preparados y resueltamente dispuestos a desentenderse de las razones de un hombre, la elocuencia es en balde, el saber inútil y la virtud importuna. Hubiera sido preciso para sostener el combate y mantener el campo oponer intrigas a intrigas, pasiones a pasiones, y constituirse realmente en un jefe de partido, con toda la afanosa actividad que necesita y con toda la audacia que le acompaña. Mas este carácter y estos medios han repugnado siempre, milord, a nuestro digno amigo, y no solo los ha desdeñado para su propio influjo y reputación, sino que también ha hecho escrúpulo de emplearlos hasta para objetos de interés público y general.

Las cortes reunidas dieron la presidencia al general Riego, elegido también diputado por Asturias. El honor que entonces se le daba se desdecía del militar intrépido que dos años antes había con tanto arrojo y felicidad proclamado la libertad en las Cabezas; pero este lauro añadido entonces a su frente se marchitó bien pronto, como los otros que la fortuna le había puesto, por no saber hacer uso de él. Ya en la algazara y triunfo de aquel día. y en las francachelas que por la tarde tuvieron sus parciales con soldados y gente del pueblo, la locuacidad del vino dejó traspirar por plazas y por calles las miras y designios de aquel partido imprudente y temerario. Riego por su parte, sin suficiente fondo de conocimientos y sin práctica alguna de congreso, no podía hablar ni portarse en él de un modo correspondiente a su celebridad, ni aun mostrar el mismo desahogo y confianza que en su predicanda por los pueblos. De aquí su nulidad; y nadie hubiera percibido su presencia en el congreso español, a no ser por el lastimoso influjo que como presidente tuvo en sus primeras operaciones.

Carecía él de un talento muy preciso en todo jefe de partido cuando llega a ser hombre público y de estado, que es el de saber contener las inmoderadas pretensiones de los de su bando sin hacérseles sospechoso, y disimular hábilmente su afición en aquello mismo que les concede: a esta altura de discreción y gravedad Riego no podía subir. El manifestó la parcialidad más funesta en el nombramiento de las comisiones, con lo cual dio por el pie a todos los trabajos de las Cortes; él apadrinó el tropel de proposiciones con que cada diputado quiso señalar su fervor en el principio; unas indiscretas, absurdas otras, impertinentes las más; él, en fin, en la manera de conceder o negar la palabra allanó el camino al artificio con que fueron eludidas todas las precauciones del reglamento para asegurar la libertad y el equilibrio de los debates.

Seguros los agitadores de su preponderancia en el bufete, porque el presidente y los secretarios eran suyos; en las comisiones, por la mayoría que en ellas tenían; en la discusión y en las votaciones, por el artificio con que las preparaban; todo se los hizo llano, y empezaron a manifestar el orgullo de hombres nuevos a quienes la fortuna pone en la mano la suerte de los que valen más que ellos; y no ocultando sus miras hostiles contra personas, destinos, institutos y aun contra el orden establecido, nadie se creyó seguro en el lugar que ocupaba, y todos se veían amenazados de una nueva revolución, mucho más impetuosa, y por lo mismo más áspera y aventurada que la primera.

Pero a quien más parte cabía de estos temores, y quien sin duda peligraba más, era la corte. Sin poder contar todavía con la tropa, y sin apoyo alguno en la opinión, su impotencia era entonces tan grande como ruin su voluntad. Los pretextos conque las Cortes podían atacarla eran muchos, la mayor parte justos, todos especiosos, y las consecuencias podían ser tan amargas como irreparables. En tal estrecho acudió para su defensa a los medios que le proporcionaba la Constitución misma que tanto aborrecía; y el Rey, sin duda bien aconsejado aquella vez, creyó que debía ponerse en manos de hombres notoriamente constitucionales y dotados de opinión y talentos parlamentarios, suficientes a defender su inmunidad y su prerrogativa de los audaces asaltos de las Cortes.

Este fue el origen del tercer ministerio, a quien dio su nombre Martínez de la Rosa, por ser él el más distinguido de los sujetos que entraron a componerla. Cuantas calidades buscaba el Monarca en ellos, tantas sin duda tenían, y muchas además de las que eran necesarias para conducir el Estado con actividad y con acierto. El carácter franco y firme de sus operaciones correspondió desde luego a las esperanzas que se habían concebido de su diligencia y de sus talentos. Ellos supieron contener los ímpetus del partido anárquico en el Congreso, dieron vigor a la parte sana y bien intencionada de él, que antes tímida y poco numerosa, se empezó a acrecentar y a prevalecer de día en día, de manera que antes de terminarse la primera legislatura de aquellas cortes al parecer tan indómitas, ya tenían en ellas una preponderancia útil que tranquilizaba los ánimos y les aseguraba la subsistencia del orden y del sosiego para en adelante. Las facciones anárquicas se vieron enfrenadas en Madrid y en las provincias, los escándalos y alborotos fueron desapareciendo, las providencias administrativas de prosperidad y fomento iban produciendo los efectos más saludables, y los ánimos descontentadizos y recelosos se reconciliaban con el nuevo orden de cosas. Un nuevo albor, en fin, de bienes y de felicidad rayó por algunos momentos a los ojos de los desventurados españoles: efecto tan dulce como seguro de aquella buena armonía que se vio reinar entonces entre el Rey y sus ministros, entro el Gobierno y las Cortes.

¡Dichosos nosotros si hubiera durado más tiempo! Pero con elementos tan opuestos y discordes la cosa era imposible, y el daño vino del vicio originario y capital que acompañaba nuestra revolución desde el principio. Quiero decir, milord, de la repugnancia invencible que el Rey tenía al gobierno constitucional, y de su disposición siempre constante a cooperar con cuantos tratasen de destruirle. Creíase comúnmente entonces que el partido antiliberal estaba enteramente abatido y desalentado en el interior, y que sus esfuerzos se limitaban a la guerra que nos hacían en las fronteras los españoles fugitivos, ayudados secretamente por nuestros vecinos. Esto era un error, y error tanto más funesto, cuanto que fascinó por muchos días al Gobierno, el cual vio fracasar con él todos sus servicios, todos sus planes, y puede decirse también, todo su concepto. Los ministros no veían ni temían más peligros que los que podían venir de los desórdenes y pasiones extraviadas de la opinión liberal. Pero entro tanto la opinión contraria, ganando terreno a favor de estos desórdenes, no perdía tiempo, ni escaseaba dádivas, ni perdonaba intrigas para adquirirse amigos y parciales. Por manera que cuando menos se esperaba, y por la parte que menos se temía, reventó la mina abierta cautelosamente a nuestros pies, poniendo en manifiesto peligro los hombres y las cosas, y embrollándolo todo en términos que jamás se pudo volver a concertar.

Era el día de San Fernando, la corte se hallaba en Aranjuez, y sin duda la solemnidad y concurso de aquella fiesta los pareció a los conspiradores ocasión oportuna para su primera tentativa. Los soldados de la guardia real, unos borrachos y otros afectándolo, comenzaron por la tarde a atroparse y remolinarse por las calles y por los jardines gritando: «¡Viva el Rey absoluto! ¡Fuera la Constitución! ¡Mueran los liberales!» Excitábanlos a este desorden algunas gentes de la servidumbre de palacio, y lo que era peor, se los veía apadrinar disimuladamente por algunos de sus oficiales. El concurso numeroso de los que habían ido a cumplimentar al Monarca, derramado a la sazón por los jardines, se puso todo en movimiento, y quién por escándalo, quién por miedo, apenas hubo uno que no se apresurase a abandonar un punto donde el incendio se manifestaba tan fuerte y tan de golpe. La milicia local corrió a las armas y se formó al instante para estar pronta a cualquiera acontecimiento; el infante don Carlos salió también como para apaciguar el tumulto, y en realidad, según algunos, para darle cuerpo y fomentarle con su presencia. Mas la generalidad del pueblo se mantuvo quieta y tranquila: de modo que los soldados, viéndose menos en número y dispersos, contenidos además por algunos oficiales bien intencionados y por otros personajes a quienes debían respeto14, se retrajeron a sus cuarteles, y la agitación se calmó sin suceder desgracia ninguna de momento.

Creyóse de pronto que el mal se remediaría con volver la corte a Madrid: el Rey, que lo rehusó al principio y tuvo sobre ello una contestación larga y viva con sus ministros, cedió al fin, y su presencia en la capital disipó al parecer todos los temores y acalló todas las sospechas. Pero este sentimiento de confianza no podía durar mucho tiempo: el espíritu de la guardia real se iba pervirtiendo más cada día, y sus frecuentes encuentros y quimeras con los milicianos, unidos a las noticias desagradables que entonces vinieron de la insurrección de los carabineros de Andalucía, y de la temeraria tentativa de los artilleros en la ciudad de Valencia, eran otros tantos avisos que anunciaban ya inmediato un combate general y decisivo; y lo peor era que no se veía, en todo el mes que medió entre el acontecimiento de Aranjuez y el segundo rompimiento, tomarse providencia alguna para evitar la crisis que por momentos se veía venir. ¡Qué pensar pues de la indolencia y abandono con que los hombres puestos al frente de los negocios dejaron engrosar la nube para que viniese a estallar sobre nuestras cabezas! ¿Eran acaso tan ciegos, que no lo advertían? Tan incapaces, que no le encontraban remedio? Tan perversos, que no lo querían aplicar? Suposiciones todas que se estrellan en el concepto que se tenía de su capacidad, diligencia y buena fe, al pasa que no se combinan tampoco con su interés personal. Remedio ciertamente le había, como la experiencia lo manifestó después; pero este remedio consistía en una determinación ardua y vigorosa, llena de dificultades y expuesta sin duda a peligros: nuestros hombres de estado no tuvieron ánimo para arrostrarlos, y esta falta de resolución, como suele suceder casi siempre, los envolvía al instante en dificultades y peligros infinitamente mayores.

La lucha se empeñó al fin el día mismo de cerrar las Cortes su primera legislatura y al tiempo que el Rey volvía de asistir a aquella solemnidad. Una alteración entre milicianos, paisanaje y guardias sobre los vivas de estilo fue la ocasión de que los últimos se aprovecharon al instante con todo el encono de que anteriormente estaban poseídos. Dícese que fueron provocados con insultos y pedradas; lo cierto es que muchos de ellos salieron de la formación y emprendieron a cuchilladas y a bayonetazos con sus agresores. Hubo en esta primera refriega heridas, desastres y alguna muerte también, pero pudo sosegarse, aunque con pena, y la tropa se retiró a sus estancias. Por la tarde la desgraciada muerte de Landáburu, asesinado por sus mismos soldados en el recinto de palacio, donde estaba de facción, llenó de consternación los ánimos del pueblo, y de agitación y enojo a todos los oficiales constitucionales y a los milicianos, que se creyeron insultados, vendidos e inseguros. Al día siguiente la misma tropa, al ir a ocupar los puestos que había de guarnecer, no queriendo marchar al sonido de la música patriótica que antes se tocaba hizo que se entonase otra marcha más antigua: las compañías que no estaban de facción tuvieron orden de permanecer en los cuarteles y estar dispuestas y apercibidas. En suma, todo de parte de estos cuerpos presentaba un aspecto hostil, tanto más peligroso e inquietante cuanto más ordenado y misterioso parecía. Ya bien entrada la noche dispusieron su salida de Madrid, que verificaron formados y en silencio, sin causar desorden ni inquietud alguna. Los piquetes dispersos en los diferentes puestos que guarnecían se les fueron reuniendo sin hallar oposición, y solo quedó en la corte el batallón que hacía la guardia a palacio. El día siguiente al amanecer estaban todavía sobre las alturas a media legua de Madrid. Allá los fue a encontrar solo el intrépido Morillo, entonces general de la provincia, y hecho aquella noche comandante de la guardia real, y les exhortó por cuantos medios le sugirieron su crédito y su celo a que volviesen en sí y se redujesen al deber, ofreciéndoles todas las satisfacciones justas que quisiesen. Ellos le oyeron, con atención y con respeto; se quejaron de los desórdenes que se cometían cada día por la facción exaltada, y le ofrecieron obedecerle si quería ponerse a su frente. La conferencia, como era de presumir, se acabó sin producir fruto alguno: el general volvió a Madrid con la gloria de su inútil aunque arrojada tentativa, y ellos, sin retraerse de su propósito, siguieron su marcha hacia el Pardo, donde establecieron tranquilamente sus cuarteles.

Allí, como desde una atalaya, puestos los ojos en Madrid, se dieron a esperar el resultado que podría tener de pronto su improvisa y extraña separación. Mas las cosas no llevaron aquel rumbo que ellos se figuraban y sus instigadores les prometieron. Ni el pueblo, en cuyos movimientos acaso confiaban, hizo demostración alguna en su favor, ni personaje alguno de cuenta, ni menos tropa ninguna, se pasó a su bando y se aventuró a seguir su suerte; ni el Rey, aunque lo quiso y pensó, se atrevió nunca a salir de su palacio para reunirse a ellos y darles autoridad con su presencia.

Desde el momento en que asomó el peligro el partido liberal había tomado las disposiciones propias a la situación presente, según los medios que tenía a la mano. y ninguna de aquellas esperanzas podía fácilmente realizarse. La milicia estaba toda sobre las armas y acampada en la plaza, la tropa de línea en el Parque frente de palacio, y un cuerpo formado de los oficiales dispersos que casualmente se hallaban en Madrid y de los voluntarios que quisieron reunírseles, y se llamó batallón sagrado, se apostó en otra de las avenidas de la casa real para rondar, observar y hacer el servicio de guerra que las circunstancias exigiesen. Las autoridades políticas y municipales se establecieron en sesión permanente con el fin de entenderse entre sí, dar las providencias que fueran necesarias y defender a todo trance la causa de la libertad pública contra aquellos perjuros desertores.

En medio de todo este aparato y disposiciones de rompimiento y de guerra todo seguía el orden acostumbrado en palacio. El Capitán general iba y venía, y recibía la orden del Rey, según la etiqueta; iba y venía el Jefe político, iban y venían los ministros, y despachaban o aparentaban despachar. Hasta las secretarías continuaban sus trabajos a las horas acostumbradas; y así hubieran seguido hasta el desenlace de la crisis, si no fuera por el recelo que infundían los guardias, los cuales empezaron no sólo a mofarse y a escarnecer los empleados que tenían que asistir allí a cumplir con su obligación, sino a atropellarlos y a perseguirlos hasta el sagrado de las secretarías. La insolencia de aquella soldadesca no conocía en aquellos días ni limites ni freno. Necesarios al Monarca, consentidos de sus jefes, regalados de toda la servidumbre, usaron y abusaron de aquella situación con toda la licencia y descaro de hombres groseros sin vergüenza y sin crianza. Manjares delicados, conservas, vinos generosos, helados exquisitos, todo se les prodigaba; y ellos lo repartían todo alegremente con la chusma y con las mujerzuelas que a bandadas acudían a participar del real festín. Los corredores y escaleras de palacio se veían convertidos en tabernas, los rincones en burdeles: allí se comía, se bebía, se cantaba y se gritaba; allí se cometían todos los desórdenes y torpezas que la borrachera y la licencia militar llevan consigo. Por manera que la majestad soberana del Monarca no se vio nunca más ultrajada ni envilecida que por aquellos mismos que afectaban quererla restaurar y defender. Pero ¿qué mucho, milord, que la corte sufriese borrachos a los que había consentido asesinos? Todo se les disimulaba, todo se llevaba en paciencia, o por mejor decir, con agrado: Omnia serviliter pro dominatione. ¡Eran tan necesarios entonces!

El Rey se mostró en toda esta incidencia igual a lo que había sido siempre. Con los ministros disimulado y dócil, prestándose a cuantas órdenes se exigían de él; con su partido irresoluto y tímido si había de hacer algo por sí mismo: después, cuando el negocio parecía irse inclinando a su favor, duro, insensible y sordo a todas las consideraciones que le exponían los ministros y las autoridades; cuando creyó el negocio ganado, soberbio, inconsecuente, negándose a cuantas promesas suyas habían servido de fundamento para formarse la intriga; en fin, viéndolo todo perdido, amilanado, cobarde y entregado a la merced del vencedor sin dignidad ni decencia.

Las cosas no podían durar mucho en un estado tan violento. Los dos partidos al parecer habían estado considerando y midiendo sus fuerzas en silencio para aprovecharse del descuido primero que se observase en alguno, y acometerle con ventaja. Mas luego que se tuvo noticia de que el general Espinosa con las fuerzas que había podido juntar en Castilla venía a largas marchas sobre Madrid, los guardias determinaron ganarle por la mano, y en la noche del 6 al 7 se movieron del Pardo y marcharon a sorprender la capital.

A aquella hora la corte, ya segura de su triunfo, arrojó de sí todo miramiento, y cerrando las puertas de palacio, a nadie se permitió salir de él. Los ministros, el Jefe político y otras personas de cuenta se vieron así detenidos, sin consideración alguna ni a su calidad ni a sus atribuciones. A las reclamaciones que hicieron sobre aquel extraño proceder, ya alegando la necesidad de su descanso, ya la de ir a cumplir con sus deberes, o se les respondía con mofa, o no se les respondía nada. Y considerándolos ya como víctimas destinadas al sacrificio, con ninguno de ellos se tuvo atención alguna, nadie les dio un consuelo, nadie les suministró un vaso de agua. Así abandonados a sus tristes pensamientos, y envueltos en ira, incertidumbre y dolor, estuvieron toda aquella noche cruel esperando lo que la suerte adversa haría de ellos; mientras que arriba la familia real, la servidumbre y las personas de fuera admitidas entonces a su secreto y confianza, se entregaban al regocijo y saboreaban sin recelo alguno los frutos de la victoria.

Entre tanto los guardias del Pardo, divididos en dos trozos, se acercaban a Madrid, donde el más numeroso, forzando un portillo casi sin ser sentido, penetró por las calles y se dirigió a la Plaza. Era la una de la noche: el vecindario estaba sumergido en sueño y en silencio, que solo se interrumpía en la carrera por el ruido sordo y monótono que hacían marchando sus pies, y por algún viva a Fernando VII que de cuando en cuando se les oía, poco animado y menos sostenido. Llegaron así a la Plaza, ocuparon la Puerta del Sol y las calles adyacentes, y dieron la señal de acometer. Creían ellos arrollar fácilmente una gente bisoña, afeminada, que no había oído más tiros que los del ejercicio o los de salva; y acaso esperaban que a su primera arremetida arrojasen armas, fornituras y uniformes, y escapasen despavoridos a sus casas. Mas no fue así por su desgracia: el punto estaba bien apercibido, sus defensores animados del mejor espíritu; las descargas se recibieron con serenidad y se devolvieron con brío. «¡Viva Fernando VII!» decían los unos; «¡viva la Constitución!» respondían los otros; y al eco de estas aclamaciones, ya eternamente enemigas, se enviaban alternativamente la muerte los mismos que un año antes se abrazaban y se daban el beso de paz invocando aquellos mismos dos nombres Fernando VII y Constitución.

La artillería, que faltaba a los guardias, excelentemente servida por los patriotas, decidió bien pronto el combate en su favor. Las avenidas estrechas, por donde los enemigos querían romper hasta ellos, se llenaron al instante de heridos y de muertos, y embarazado el paso, hecho horrible por el mismo estorbo; derribados los más valientes, que habían sido los primeros, y aun llegado hasta los cañones; el resto escarmentado echó a correr hacia atrás, arrastrando en su pavor y en su fuga a los que no habían entrado todavía en combate, y buscando un asilo en palacio al lado de sus compañeros que allí estaban, y al abrigo del respeto que aún pudiera guardarse al Rey. Rayaba ya entonces el día, y las aclamaciones de los vencedores, dilatándose por plazas, por casas y por calles, anunciaron a los buenos españoles que la libertad y la patria estaban todavía en pie.

La noticia de que los batallones habían entrado en Madrid llegó ya tarde al Parque, y al principio no fue creída. Mas luego que la repetición de los avisos y las descargas la hicieron indudable, la acción y energía de los movimientos que se desplegaron fue tan rápida como eficaz. Ocupáronse a viva fuerza los puntos contiguos a palacio, donde los facciosos podían guarecerse y fortificarse; el general Ballesteros con un destacamento fue enviado en socorro de la Plaza, y llegó a tiempo de poder completar aquel triunfo; y con otra parte de la fuerza se contuvo en respeto a la división de los guardias que no había entrado todavía en Madrid y amagaba por el río. De este modo los rebeldes, batidos, ahuyentados, acorralados en la casa real, perdida toda clase de esperanza, y faltos de auxilio y de consejo, no tuvieron otro arbitrio que rendir las armas y someterse a la ley del vencedor.

Una ventaja tan completa y decisiva, y más todavía el modo y las manos por quienes principalmente se consiguió, estaba al parecer fuera de todo cálculo probable, y debía atribuirse más bien a golpe de fortuna que a combinación ninguna prudencial. Mas no fue así ciertamente, y las cosas llevaron el camino propio de los elementos que entraron a dirigirlas. Los jefes de la insurrección, faltos de tino y de experiencia, no formaron plan ninguno; en lugar de dominar los acontecimientos, se vieron obligados a recibir la ley de ellos, y siempre iban detrás de la ocasión, tratando de hacer hoy lo que habían tenido en su mano ayer. Ellos tenían al Rey en Aranjuez, y le dejaron venir a Madrid; estaban en posesión de Madrid, y le abandonaron para volver a ocuparle; estuvieron cinco días en el Pardo aguardando tal vez a que el Rey se decidiese y se viniese a ellos, y habían perdido la oportunidad de llevársele consigo cuando salieron; porque entonces nadie se lo hubiera podido impedir. Su plan de ataque podía no ser desacertado, pero careció enteramente de vigor en la ejecución. Una gran parte de oficiales y sargentos, tal vez los mejores del cuerpo, se hablan mantenido fieles a sus juramentos y estaban sirviendo en las filas de la libertad; no pocos también de los que fueron al Pardo se vieron arrastrados por el espíritu de cuerpo a obrar a pesar suyo contra su carácter y sus principios, y gran parte de los soldados marchaban a disgusto en una empresa que solo interesaba a sus instigadores, y a ellos no les podía producir sino peligros, desastres y afrentas. Faltóles a todos un jefe de reputación y denuedo que los guiase al combate y los sostuviese en él con su ejemplo y sus palabras. Los mozuelos que los habían metido en aquel paso perdieron al instante la cabeza, desampararon sus filas, y unos tras otros fueron cayendo vergonzosamente en las manos de sus enemigos. Tan cierto es que el sobrescrito de rebelde y de traidor en la frente infunde miedo en el corazón y no le deja obrar con bizarría.

Todo, por el contrario, era en aquella ocasión favorable al bando opuesto. Mejores jefes, mejor plan, mejor concierto. Es verdad que los milicianos, poco disciplinados y nada aguerridos, no podían inspirar confianza; pero la artillería y caballería, que ellos tenían y faltaba a sus contrarios, compensaba abundantemente aquel vacío. Con ellos militaban entonces los generales más acreditados y valientes del ejército; por ellos estaban las leyes, las autoridades, el buen orden, la justicia; y el convencimiento de la bondad de su causa, dilatándoles el pecho, los llenaba de aliento y confianza. Estos sentimientos generosos los sostuvieron noblemente en el combate, estos los animaban después; y con ninguna especie de venganza ni de bajeza mancharon en aquel día la gloria que acababan de adquirir.




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28 de febrero de 1824


Cuando llegó a oídos del Rey que sus pretorianos flaqueaban empezó a temer por sí mismo y a tratar de buscar consejo y defensa contra el peligro que veía venir. Entonces se acordó de sus ministros, y les mandó subir a su presencia para conferenciar con ellos sobre las disposiciones que convendría tomar en el estado crítico a que habían llegado las cosas. Tener que valerse de los mismos a quienes aquella noche había tratado con tal vilipendio era situación harto dura y paso verdaderamente bochornoso. Mas para nuestro príncipe estaba muy lejos de tener este carácter, y jamás se mostró con menos disimulo esta preeminencia de la condición real a quien no enfrena obligación ninguna y se sobrepone a todo respeto humano. Los ministros, como constitucionales, estaban destinados al castigo en caso de vencer el Rey; y como constitucionales también, debían defender su persona y su autoridad en el caso de ser vencido.

Pero si esta era su cuenta, no así la de los ministros. Ellos subieron y nada aconsejaron, porque nada podían ni debían aconsejar. Vueltos a sus secretarías y creciendo con la derrota y fuga de los guardias la congoja y el terror en la familia real, allí fueron buscados por el infante don Carlos, y consultados otra vez y aun rogados, principalmente Martínez de la Rosa, que salvasen al Rey. De su contestación, que fue a un mismo tiempo firme, respetuosa y sensata, se convenció el Infante de que por parte de ellos la diligencia era inútil, puesto que como ministros nada podían ya ordenar que fuese obedecido, ni como personas privadas tenían influjo con los cabos del partido popular. Decidióse pues la corte a tratar con el general Morillo, el cual, a consecuencia de la invitación que le hizo el Rey, envió a palacio una comisión de militares de distinción para arreglar las condiciones con que habían de cesar las hostilidades y la guardia real deponer las armas y someterse al Gobierno. En aquella conferencia fue donde el general Salvador, uno de los comisionados, dijo al Rey, que se negaba a acceder a algún artículo necesario: «Señor, las tropas de vuestra majestad han sido vencidas, y es fuerza que se resignen a la ley que la nación les imponga».

Esta ley no fue vergonzosa ni dura si se consideran la perfidia y alevosía con que aquella trama se dispuso, y los males que se le hubieran seguido a ser coronada con un éxito feliz. Y aunque los invasores, faltando por la tarde a lo capitulado, se escaparon de Madrid, con intención sin duda de ir a renovar a otra parte la guerra, y fueron seguidos, acuchillados y dispersos en el campo, no por eso las condiciones se hicieron más gravosas y crueles. Las tropas y milicianos vencedores se encargaron de la custodia de palacio con la misma serenidad y asiento que una guardia releva a otra en tiempos tranquilos: el palacio fue respetado, ningún desorden se vio en él, no se oyó ningún insulto. El Rey, tratado con el decoro que correspondía a su dignidad, fue considerado como ajeno a toda aquella agitación. Y este mismo día en que los españoles daban al mundo un ejemplo tan singular de moderación y de juicio, es el día que escogieron algunos embajadores para pasar a nuestros ministros una nota en que nos amenazaban con todo el enojo y el poderío de sus soberanos si osábamos atentar la menor cosa contra las personas del Rey y su familia. Los ministros, a pesar de la incierta y equívoca posición en que se hallaban, contestaron con discreción y decoro, mas no con la energía correspondiente a la solemnidad de la ocasión ni a lo importuno o injurioso de aquella oficiosidad. Nada importaba ciertamente a sus autores la seguridad del Rey ni la de las personas de su familia; pero les importaba mucho presentar aquel aparato de celo ante sus amos, y revestir el expediente diplomático con las formalidades convenientes a sus fines interesados y artificiosos. La nota era inútil para los ministros españoles, que nada podían hacer, y mucho más para el pueblo en el caso de que enfurecido quisiese hacer pedazos el ídolo que en otro tiempo adoraba. Ella y el tono en que estaba puesta eran o un aviso o un insulto, o las dos cosas a un tiempo; y en todo caso antes atraían que disipaban el peligro que se aparentaba temer. Porque a estar poseído el partido victorioso de la rabia y demencia que el oficio diplomático suponía, la contestación hubiera sido enviarles sus pasaportes para que a las cuarenta y ocho horas saliesen de Madrid, y en aquel medio término procesar, juzgar, condenar y ejecutara al Rey, para que fuesen testigos de la catástrofe, y ellos mismos llevasen afuera las noticias de las resultas que había tenido su insolente impertinencia.

Pero los vencedores estaban entonces muy ajenos de estos pensamientos feroces. El común peligro los había unido, el interés y la ambición los dividieron, y apenas habían conseguido aquella ventaja tan inesperada y decisiva, cuando empezaron a hacerse unos a otros una guerra más encarnizada y mortal que la que Fernando VII les había hecho.

Desde la restauración de la libertad en el año 20, el principal influjo y preponderancia en los negocios había estado en las, manos del partido puro constitucional, o llámese moderado. En vano el de la Isla, apoyado en la importancia del servicio que había hecho y en la extraña popularidad que había sabido procurará algunos de sus corifeos, anhelaba este influjo exclusivo y empleaba para ello todos los manejos de la intriga y todos los medios del descrédito, de la vociferación y de la audacia. Estos mismos medios los desopinaban para con la generalidad de los españoles, que graves por carácter y contenidos por educación y costumbre, repugnan y se niegan a todo lo que tiene aire de facción y de desorden. No pudieron pues nunca derrumbar a sus adversarios de la altura en que estaban puestos, y donde los mantenía la reputación que habían adquirido con sus antiguos servicios, con sus padecimientos en los seis años, y el concepto que generalmente se tenía de su mayor saber, de su mayor experiencia en los negocios y de su capacidad para dirigirlos. Cuando llegó la época de julio este partido moderado estaba en su mayor auge, y representado, si así puede decirse, por el Ministerio, que a la sazón conducía las cosas con bastante acierto y fortuna y con una aprobación casi universal. Pero no habiendo sabido o podido evitar aquella crisis antes que llegase, ni contenerla cuando llegó, ni triunfar de ella después de empeñada, el poder se les cayó de las manos, y la preponderancia al partido a cuyo frente se hallaban. De nada sirvió el peligro en que los mismos ministros se hallaron, las prendas que tenían dadas a la causa de la libertad, ni el valor y entereza con que tantos de este partido sirvieron en aquella ocasión. La facción opuesta, valiéndose denodadamente de la oportunidad que les ofrecían los sucesos, envolvió a todos en la red de desconfianzas, sospechas y acusaciones que estaba preparando, y en su boca todos eran tibios defensores de la causa pública, y algunos acusados como traidores a ella. Pena y vergüenza da considerar los nombres que se oían en esta indigna acusación: el general Morillo y los jefes de los cuerpos que habían militado con él debajo del estandarte patrio levantado en el Parque, los ministros, el jefe político Martínez de San Martín, los más de los grandes empleados públicos, y otros personajes, sonaban de boca en boca y de corrillo en corrillo, unos como vendedores de su patria, otros como sospechosos. Decíase que el levantamiento de los guardias tuvo por objeto al principio alterar las bases de la Constitución, introducir las cámaras en nuestro orden político y dar a las clases privilegiadas el influjo y preponderancia de que carecían con la constitución del año 12; que los más de los personajes acusados eran sabedores y aun auxiliadores de este plan; pero que habiendo el Rey manifestado al fin su voluntad de reasumir en si el poder absoluto como lo había tenido en los seis años, muchos de ellos no le quisieron ayudar para ello y se retrajeron de su propósito, y otros, como Morillo y los generales que le asistieron en el Parque, tuvieron que seguir, muy a despecho suyo, el curso de la causa popular.

Quizá en este cúmulo de recriminaciones y de sospechas había algo de verdadero y positivo; pero no en la forma ni en la aplicación que de ello se hacia a tantos sujetos, en quienes el carácter, los principios, la conducta, y sobre todo la conveniencia propia, estaban en oposición con semejante sospecha. Mas la malignidad y el encono no miran tan despacio las cosas: el rumor odioso cunde, los simples lo creen, los indiferentes la dejan pasar, y mientras que los buenos se afligen y se retiran, los intrigantes triunfan y consiguen lo que anhelan.

En tal situación de cosas los ministros no podían seguir en sus cargos, ni aunque hubieran podido, lo quisieran. Irritados del modo alevoso e indigno con que habían sido tratados por la corte, rehuyendo lidiar más tiempo con la facción popular, hecha intratable con el suceso mismo, todos se propusieron hacer irrevocablemente dejación de sus sillas, y algunos se retiraron aquella mañana a sus casas jurando no volver a palacio jamás. El Rey, siguiendo el consejo que ellos mismos le dieron, nombró por ministro de Gracia y Justicia a Calatrava, y de la Guerra a López Baños, proponiéndose nombrar los demás con acuerdo de los dos. Llevábase en esto el fin de conciliar en lo posible los intereses y anhelo de la opinión exaltada con la conveniencia pública, esperando que la grande popularidad y la entereza y rectitud de sus principios moderase algún tanto el ímpetu del otro partido. Tal vez esto se hubiera conseguido a estar Calatrava en Madrid y entrar al instante en ejercicio. Mas hallábase ausente en Vizcaya, y no habiendo querido de pronto admitir el ministerio, cuando ya vino a Madrid, dudoso aún de lo que haría, los facciosos se habían dado tal maña, que despopularizado él, y despopularizados y desalentados todos aquellos con quienes podía contar para que le ayudasen, vio que su intervención no podía ser de provecho, y se negó absolutamente a admitir. López Baños llegó después, recibió de su club la lista de los que habían de ser ministros con él, y ellos lo fueron. De esta manera, el partido que desde setiembre del año 20 había pugnado con tanta fuerza y tesón por tener el manejo total y exclusivo de los negocios públicos, logró completamente su objeto; y preponderante en las Cortes, árbitro en el gobierno, se vio con todo el poder en la mano. Si con ventajas de la libertad y del Estado, los sucesos públicos lo manifiestan; pero no deja de ser curioso, milord, que haya sido la corte quien con sus impotentes esfuerzos para arruinar la Constitución les haya abierto el camino para conseguir este triunfo, y que por querer destruir las leyes se entregase a discreción al furor de las pasiones. Mas este ejemplar, que no es el primero ni el único que hemos visto en nuestros días, será tan olvidado como los otros, y no producirá fruto alguno.

Todo hombre público, milord, debe poseer alguna especie de este mérito análogo a las atribuciones que se le confían, y gozar alguna consideración personal: de lo contrario, ni entra en su puesto con honor ni puede ejercerle sin desaire. Faltaba a los nuevos ministros una calidad tan precisa, y bien que yo esté muy lejos de creerlos tan faltos de mérito como la malignidad y el encono han ponderado después, estaban sin embargo muy lejos de tener en la opinión el lugar necesario para verlos sin extrañeza revestidos de aquel alto carácter. Los reyes sólo, milord, pueden impunemente cuando se les antoja hacer de sus ineptos favoritos hoy un ministro, mañana un embajador. Nadie les va a la mano, y todo lo cubre el manto de su omnipotencia. Pero en los gobiernos libres se necesita de más circunspección y reserva, porque resentida la máquina política del descrédito y flaqueza de los brazos que la mueven, hace conocer bien pronto que los hombres de un club no suelen ser los hombres del Estado.

Además de esta nulidad, adolecían los ministros de otra en mi sentir peor. Llevados allí por una facción secreta ansiosa de dominar exclusivamente, y no siendo otra cosa que instrumentos ciegos de ella, el odio y desprecio que inspiraban eran consiguientes a esta falsa posición. El bien, si alguno hicieron, no se les agradecía, como ajeno; todo el mal se les imputaba como suyo, y a los ojos de propios y de extraños eran agentes de una pandilla, y no ministros de una monarquía.

Muy desde luego empezaron a manifestarse sus pasiones y las de sus comitentes con el trasiego de empleados, que entre nosotros, milord, son el objeto primario y el efecto más seguro de toda novedad política o ministerial. Destituyeron a los unos sin más razón que la de haber sido agraciados por los gobiernos anteriores, y emplearon a otros sin más mérito que el de haber contribuido a la elevación en que ellos se hallaban, o a la ruina de sus adversarios. Llenóse de este modo la administración pública de sujetos absolutamente inhábiles o nuevos en los negocios, precisados los más de ellos a hacer el aprendizaje de su oficio, que no sabían mandar, ni menos obedecer. Muchos llevaron a sus destinos la suspicacia y chismosería de los partidos que los emplearon; otros la temeridad imprudente de su carácter, y fomentada con el triunfo que acababan de conseguir, y a la cual daban rienda suelta, como si nada tuviesen ya que respetar. De manera que al entorpecimiento y errores que sufrían los asuntos públicos por su incapacidad o inexperiencia se añadía el descrédito y la odiosidad que adquirían al sistema político con su orgullosa insolencia, o por mejor decir, con su absurda e insufrible petulancia.

Otro manantial bien fecundo de disgustos y de males fue la causa formada sobre la conspiración de julio. Al principio parecía no amagar más que a los cabos de la sedición cogidos con las armas en la mano. El delito era patente, la ley terminante y positiva, la necesidad y justicia del castigo fuera de toda duda y contestación. Sacrificados al escarmiento público durando todavía las huellas de su atentado, nadie, ni acaso ellos mismos, lo extrañaran, y su catástrofe se hubiera considerado como consecuencia forzosa, aunque funesta, de su misma temeridad, y no como un asesinato político hecho en obsequio del resentimiento y de la venganza. Lejos, milord, de mí el pensamiento de echar de menos la sangre que no se ha vertido. Aun cuando no repugnase tanto a mi carácter esta idea atrozmente cruel, se advendría mal con las lecciones que me han dado la historia y la experiencia. Las cabezas que vosotros derribasteis en vuestra guerra parlamentaria no os salvaron de los males de la restauración; los raudales de sangre vertidos en los cadalsos por el furor revolucionario no han libertado a los franceses de caer primero en las manos de un déspota militar, después en las de los emigrados. Esas víctimas, añadidas a las que nuestra revolución contaba, no hubieran servido a libertarnos del despotismo regio y sacerdotal en que hemos vuelto a caer. ¿A qué afligir la humanidad y ofender acaso la justicia sin provecho ningún o para la política? Yo pues desde la soledad en que esto escribo doy el más cumplido parabién a los que en aquella ocasión escaparon del mortal peligro en que se vieron, y este parabién espontáneo es tanto más sincero de mi parte cuanto se dirige a hombres que no he conocido antes de ahora ni de ellos será sabido jamás. Pero al fin, milord, en la posición en que se hallaban las cosas, y en las pasiones que agitaban los ánimos, no dejó de parecer extraño el aspecto y curso que tuvo este proceso. Encargada su formación a don Evaristo San Miguel, uno de los corifeos del partido exaltado y entonces preponderante, él, o por favor, o por justicia, o por generosidad, o por todo junto, no quiso sustanciarle con la brevedad que el público esperaba, y cuando subió al ministerio lo dejó en un estado de complicación a propósito para dilatarlo cuanto se quisiese y conviniese. Pasó después por diferentes manos, y cayó en fin en las de un hombre sin ciencia, sin vergüenza, sin remordimiento y sin temor: éste, asesorado de otros sin duda más perversos que él, dio a aquella causa una dirección que nadie sospecharía en los que tanto declamaban antes contra la lentitud de los juicios y la impunidad de los delitos. El peligro dejó de amenazar a las cabezas de los revoltosos, a quienes amagaba primero y de quienes ya no se hablaba, para ponerse sobre las de los otros personajes interesantes y célebres por su carácter y sus servicios. El general Morillo, el jefe político Martínez de San Martín, todo el ministerio que había en julio, con otros sujetos de cuenta, fueron envueltos en las redes de aquel proceso, mandados prender, y algunos efectivamente presos. A los justos clamores y reconvenciones que resultaron de estos procedimientos ilegales y escandalosos, respondían sus autores que aquello todavía no era nada para lo que faltaba, y que ni diputados de Cortes ni individuos de la familia real estarían exentos de sus pesquisas y de sus arrestos. Semejante demencia no pudo menos de excitar una indignación universal, y poner al fin al Gobierno y a las Cortes en el caso de atajarla en su camino, amparando a los ministros, según lo prevenido por las leyes, y sacando la causa de las manos que la sustanciaban. Entre tanto los días corrían, los sucesos se agolpaban, y los verdaderos delincuentes, ganando tiempo a favor de estas ocurrencias, fueron sacados de sus prisiones y trasladados a otras cuando la capital se vio amenazada por los enemigos. Después, por diferentes aventuras que no merecen vuestra atención, consiguieron al fin libertarse, refugiarse en país extraño, y poder volver en ocasión de hacer otra vez armas contra su patria, y entrar a la parte del triunfo y los despojos con la facción a quien tan a riesgo suyo habían servido.

Ello no fue tan feliz; y por muy severa que se suponga a la libertad en sus venganzas, la que se tomó de este general, atendido el tiempo y modo en que se hizo, debió ofender por injusta y repugnar por importuna. No hay duda que él había sido en el año de 14 el instrumento principal de la reacción política que entonces se hizo en España; que siempre se manifestó fanático partidario del poder absoluto; que fue su apoyo más firme en aquellos tristes seis años; que en el ejercicio de su poder como comandante de provincia mostró una arrogancia, un orgullo que no se podía sufrir, y que en las diferentes causas de conspiración en que tuvo que entender, las llevó con un atropellamiento y con una violencia tal, que los procesados eran enviados al suplicio más como víctimas de una ejecución militar que como reos de un delito, convictos delante de la ley y castigados capitalmente por ella.

Mas no habiéndose tomado satisfacción de estos agravios en el año de 20, estaban ya casi olvidados en el de 22, y tres años de cárcel y de penas podían servir de alguna compensación por ellos, y templar el rencor de sus encarnizados enemigos. Cuando no, y en el caso de ser preciso para la satisfacción pública y particular que sus desafueros recibiesen su merecida pena en el suplicio a que se anhelaba conducirle, un proceso se le seguía por ellos, y no había necesidad de formarle otro nuevo. El partido dominante desde la crisis de julio quitaría todo pretexto a contemplación y demoras, y la causa se seguiría con la actividad necesaria para terminarse y decidirse con la presteza y severidad que pudieran desear o la venganza o la justicia. Vos no ignoráis, milord, que el general Elío, acusado de instigador y de cómplice en el levantamiento de los artilleros que guarnecían la ciudadela de Valencia el día de San Fernando, fue procesado y condenado a muerte como tal. Las noticias particulares, y aun las probabilidades todas, conspiran a absolverlo de semejante imputación, y a tachar de injusto un fallo que diferentes jefes militares se negaron a confirmar, y por lo mismo no quisieron admitir el mando de las armas que se les dio para ello. Hubo al fin un subalterno, menos circunspecto o más ambicioso, que tomó el mando, confirmó la sentencia, y el reo tuvo que marchar al suplicio.

Tal vez entonces la sangre de los infelices sacrificados por su inhumano orgullo daría voces contra él, dándole a conocer, aunque tarde que el que juega con la vida de los hombres juega también con la suya, y que en esta terrible lotería nadie hace perder a los otros lo que a su vez no pueda perder él mismo. De todos modos, él se resignó a su suerte con dignidad y decencia; y apoyado en los sentimientos religiosos, de que siempre estuvo imbuido, fue a recibir la muerte llevando en su semblante la entereza de un mártir que está bien penetrado de la justicia y bondad de su causa. Digno era sin duda de mejor destino, no considerándose en él más que las prendas que le adornaban como particular; porque era franco, generoso, hombre integro y recto, militar intrépido, buen amigo, buen marido, tierno y excelente padre. Es lástima que todo lo desluciese con la arrogancia y la impetuosidad de su genio y con el espíritu de dominación y despotismo que le poseía. Semejantes caracteres en tiempos de revueltas no pueden menos de hacer y recibir mucho mal, y el desdichado Elío, instrumento y cómplice de las injusticias de la tiranía, fue a su vez víctima de otra injusticia y de las pasiones mismas a que él había abierto la puerta con su ejemplo15.

Yo no os fatigaré, milord, con la exposición amarga de los demás incidentes que manifiestan el deplorable estado en que nos hallábamos. Mas no os daría bastante idea de nuestros males si pasara igualmente por alto una de las principales causas de donde proceden; y si, ya que hemos llevado la vista por los efectos visibles de nuestras facciones, no tratásemos algún tanto de su organización y manejo. Estas facciones por su naturaleza dan a nuestra revolución política un aspecto singular, y sólo acaso por ellas se vienen a entender ciertos fenómenos que, atendido el carácter general de los españoles, parecen a primera vista inexplicables.

Querer que se verifique una gran mudanza en un estado sin que al instante salten partidos en él, es querer un imposible. Hubo partidos en vuestra revolución, los hubo en la de América, los hubo en la francesa, los ha habido en la nuestra, y los habrá irremediablemente en todas. Destrucción de intereses antiguos, creación de intereses nuevos, pasiones y opiniones que se agregan a estos intereses: todo forma un torbellino de agitación y movimiento que arrebata a los hombres a pesar suyo, y los hace correr agrupados en diversas direcciones, según la simpatía o semejanza que hay entre sus intereses, sus miras y sus principios. Añádase además el ascendiente que llevan consigo ciertos hombres por la fuerza de su carácter y por el resplandor de sus acciones. Estos parece que enhechizan a los otros y los fuerzan a seguir el rumbo que ellos siguen, formando en el mundo político tantas secciones cuantos son los personajes dotados de este mágico poder. Mas al fin, milord, los independientes y presbiterianos entre vosotros, los jacobinos entre los franceses, eran sectas descubiertas que obrando a la luz pública, estaban al alcance y juicio moral de todos, porque todos las oían y las veían. Mas ¿qué decir de nuestros masones y comuneros, organizados a manera de frailes, obrando como inquisidores, y presumiendo dirigir el movimiento de una revolución y mandar un grande estado desde sus miserables covachas? ¡Cosa increíble, por no decir detestable! ¡La libertad, objeto el más noble y grande de los hombres en sociedad, sostenida por los mismos medios misteriosos y clandestinos con que se meditan los crímenes, y gobernar el mundo del mismo modo conque se conspira! Esto era dar a la revolución un aire constante de delito, y derecho a los detractores del orden constitucional para llamarlo a boca llena una conjuración permanente.

Que cuando la tiranía está sobre el solio, los hombres generosos que aspiran a derribarla se valgan de manejos y símbolos misteriosos para burlar los cien ojos con que acecha y los cien brazos con que oprime, la necesidad lo justifica y el entendimiento lo comprende. Cuando una fortaleza enemiga no puede ser atacada de frente, se la hace volar con minas y es preciso meterse debajo de tierra para abrir las concavidades donde han de prepararse los rayos que deben convertirla en escombros y en ceniza; más que conseguido el triunfo, tomado el alcázar y entronizada la libertad, se la quiera sostener por los mismos medios, y se sigan minando y corroyendo las murallas que la han de defender, esto ni se entiende ni se explica, y los males que ha acumulado sobre nosotros este inconcebible extravío deben escarmentar para siempre a los ilusos que quieran imitarnos.

Precedieron los masones a los comuneros, y tienen el indisputable mérito de haber contribuido en gran manera a la restauración de la libertad en el año de 20. Entonces la asociación contaba entre sus individuos un gran número de hombres apreciables por su sabiduría y sus virtudes, cuyo crédito y opinión estimuló después a otros hombres semejantes a entrar en un cuerpo que había merecido tan bien de la libertad y de la patria, y que en aquella época se limitaba al parecer a ser instrumento útil en las manos del gobierno constitucional, y no su detractor y su enemigo. Mas los jefes que le gobernaban, ambiciosos los más y enredadores, no se contentaron con este papel subalterno, y quisieron tener en su mano el supremo arbitrio de las cosas. La disolución del ejército de la Isla fue la ocasión y pretexto de la guerra, y ya hemos visto, milord, cómo el primer ministerio y el segundo fueron víctimas de esta miserable competencia.

El éxito no podía ser dudoso en una especie de lucha donde los unos, defendidos con sus mismas tinieblas, dan los golpes sobre seguro, sin estar contenidos por temor, pudor o decencia ninguna, mientras que los otros tienen que, defenderse a ciegas, dan estocadas al aire, y se sujetan a los límites que les prescriben el respeto de sí mismos y el que deben a la posición en que se hallan. El grande Oriente prescribiendo a los hermanos fe implícita en sus doctrinas y obediencia pasiva a sus mandatos, estaba seguro cuando quería de desacreditar la autoridad, de contrariarla, de combatirla, y al fin, de aniquilarla. ¿Desagradábales un sujeto en un empleo? La imputación, la calumnia, por groseras, por absurdas que fuesen, circulaban al instante en todo el reino contra él, y era disfamado y echado al suelo. ¿Contradecía una medida, una providencia, los intereses o los caprichos de la cofradía, aunque en sí llevase el aspecto y el carácter de utilidad general? Todos se conjuraban para inutilizarla y desobedecerla. ¿Era necesaria una demostración más expresiva para conseguir los fines? El tumulto, la sedición, el cisma, como medios sabidos y dispuestos, al instante se realizaban. Sentado el principio de que para ser buen masón y verdadero hombre libre era preciso tener más ley al grande Oriente que al Gobierno, por el mismo hecho estaba rota la obediencia en la administración, destruida1a disciplina en el ejército, nula la armonía y el concierto en el Estado. Así estos hombres incautos e inconsecuentes, dándose por reformadores de la sociedad y declamando siempre contra los abusos del sistema eclesiástico y monacal, no venían a ser ellos mismos otra cosa que unos frailes, y un estado, como la Iglesia, ingerido en el Estado.

Muchos de los hombres buenos y juiciosos que la hermandad tenía, viéndola tomar esta perniciosa tendencia, procuraron contenerla. Pero su influjo era muy corto para conseguirlo, y cansados de luchar contra el torrente, se fueron poco a poco separando, y la abandonaron al fin. Esto fue causa de la odiosidad que allí se les juró, mucho más grande que la que se tenía a los que no eran de la comunidad o eran sus enemigos declarados: condición propia de toda secta intolerante, ofenderse más de la disidencia que de la contradicción absoluta, a la manera en que los católicos han aborrecido siempre más a los herejes que a los paganos y a los judíos.

Esta separación, por su naturaleza lenta y callada, no tuvo las consecuencias grandes y ruinosas que otro cisma verificado anteriormente. Expelidos de la cofradía masónica, por su carácter díscolo y aleve, algunos individuos que habían hecho figura considerable en ella, trataron al instante de vengar y reparar aquel ultraje, estableciendo orden contra orden y altar contra altar. Habituados a aquella clase de intriga y de manejo, y conociendo la ventaja que les daría la calidad de patriarcas y jefes de una corporación numerosa, fundaron a principios del año de 1821 la que entre nosotros se ha llamado comunería, y que no era otra cosa que una imitación del orden masónico, mudados los signos y símbolos exteriores. Lo que en los unos eran ritos y figuras místicas tomadas del guirigay monacal y del ejercicio y profesión fabril, eran en los otros ceremonias y formas caballerescas y militares. Semejantes en el sigilo, orden jerárquico, subordinación y obediencia, todavía lo eran más en el espíritu de egoísmo, de intolerancia, de ambición y sedición, con la diferencia que hay siempre, del original a la copia, en la cual todo es más exagerado. Así los comuneros fueron más resueltamente facciosos y más groseramente intolerantes que sus modelos. Reclutábanse en los grados inferiores del ejército y en las clases más ínfimas de la sociedad, y llevaron a la corporación toda la codicia y la envidia de su miseria, y toda la indecencia de su educación y costumbres habituales.

Aun cuando las dos sociedades se hacían una guerra mortal, tenían sin embargo centros comunes de acción, y objetos sobre los cuales se entendían y se ayudaban. Las dos se movían al grito de viva Riego, sin embargo de que este general fuese poco estimado en la una y detestado en la otra; las dos se entendieron para derribar al primer ministerio y al segundo; las dos, en fin, se auxiliaban recíprocamente en el descrédito, calumnias, despopularización del partido que ellos llamaban moderado o emplastador. Los masones, sin embargo, como más hábiles, dejaban a sus segundos la parte más odiosa y repugnante del ataque. Esto se veía claramente en sus respectivos periódicos: El Espectador guardaba una apariencia de decencia, moderación y templanza, mientras que El Independiente, El Zurriago, El Indicador y otros folletos comuneros no conocían ni freno ni vergüenza en las injurias, imputaciones y denuestos. Los efectos que esta deplorable táctica producía eran los más perjudiciales al orden y a la libertad: por una parte se adulaba al populacho, se le alentaba a toda clase de excesos, y se le enseñaba a vilipendiar y despreciar a cuantos pudieran dirigirle y gobernarle; y por otra los enemigos que dentro y fuera tenía la constitución española veían ponérseles en la mano el triunfo a que aspiraban, con el descrédito de las cosas y de las personas que estos frenéticos preparaban y conseguían.

El peligro común los unió en la crisis de julio, y conseguida la victoria, también se mantuvieron unidos por el interés común de descartar del poder a todos los que no fuesen de su bando. Esto les fue muy fácil, porque los adversarios que combatían, o por flojedad o por miedo o por conocer el estado deplorable en que ya estaban las cosas, no les disputaron el terreno. Más conseguido este segundo triunfo, y habiendo logrado el partido masónico formar exclusivamente el Ministerio, los comuneros, mal contentos de la desigual posición que les cabía en los despojos de la batalla, comenzaron al fin a asestar sus baterías contra el gobierno reinante, y a desacreditarle y a despopularizarle con las mismas armas que habían usado contra sus antecesores. Entonces, aunque tarde, debieron conocer los jefes de la facción que comenzó en la Isla que todas sus intrigas y agitaciones para derribar los ministerios que les habían precedido y para disminuir la fuerza y acción del poder gubernativo, no habían venido a parar en otra cosa que en abrir una gran sima, donde, empujados de los que venían detrás, se iban precipitando unos a otros, sin ningún consuelo para ellos, sin esperanza alguna para los demás. Yo no sé, milord, por qué los reyes y sus apóstoles tienen tanta ojeriza a nuestras sociedades secretas. Si ellas en España pusieron en pie a la libertad, también son ellas las que muy principalmente han contribuido a derribarla; porque sin sus escándalos, sin su torpeza, sin su odiosidad, no les fuera el triunfo tan barato a los cien mil alguaciles armados que la Santa Alianza envió contra nosotros.